Cancion De Cuna Y Otros Poemas (Bilingue)
Muchos consideran a Wystann Hugh Auden (York, 1907) el mejor poeta
inglés del siglo XX. Su obra, caracterizada por una amplia y arriesgada paleta
de preocupaciones morales y destrezas formales, conforma uno de los testimonios
más lúcidos, implacables y memorables de su época. La poesía de Auden ha sido,
además, una de las más influyentes y rompedoras, un influjo que no ha hecho más
que agrandarse con el paso del tiempo.
Eduardo Iriarte ha llevado a cabo en esta edición, con excelente criterio e
impecable oído, una selección cronológica de los mejores poemas de Auden (con
piezas memorables como Gare du midi y Lullaby, la canción de cuna que da título
a la antología), cuya lectura, hoy como ayer, supone una de las experiencias
más iluminadoras y enriquecedoras que nos puede brindar la poesía universal.
Auden W H
Wystan Hugh
Auden es un poeta, dramaturgo y crítico literario estadounidense. Nació el 21
de febrero de 1907 en York.
En el año 1925 entra en el Christ Church College de Oxford, convirtiéndose en
el líder de un grupo de intelectuales entre los que figuraban Stephen Spender,
Christopher Isherwood, Cecil Day Lewis y Louis MacNeice. Trabajó como maestro
de escuela en Escocia e Inglaterra durante cinco años. En los años 30, formó
parte en Londres de un círculo de jóvenes poetas de izquierdas.
Su libro Poemas (1930), que le dio fama, trata del hundimiento de la sociedad
capitalista. Posteriormente escribe tres obras de teatro junto a Isherwood: El
perro bajo la piel (1935), El ascenso del F-6 (1936) y En la frontera (1938).
En 1935, contrajo matrimonio con Erika Mann para proporcionarle un pasaporte
británico y ayudarla a escapar de la Alemania nazi. Su pareja fue sin embargo
Chester Kallman, a quien conoció en Estados Unidos. En el año 1937, colaboró
con los republicanos en la Guerra Civil española, conduciendo una ambulancia.
Ese mismo año recibió la medalla de Oro del Rey a la poesía, máximo galardón en
su país. Viaja a Islandia y China.
Escribió Carta desde Islandia (1937) y Viaje a una guerra (1939). En 1939, se
radica en Estados Unidos y posteriormente adoptó la nacionalidad
estadounidense. Trabajó como crítico, conferenciante y editor. Su Hombre doble
(también titulado Carta de Año Nuevo) (1941) y Por la hora presente (1944)
exponen su creciente interés por temas religiosos. La edad de la ansiedad
(1947), poema dramático, le hizo merecedor del Premio Pulitzer de Poesía en
1948.
Entre su obra destacan: Poemas completos (1945), El escudo de Aquiles (1955),
Poemas extensos completos (1969) y varios libretos de ópera escritos en
colaboración con Kallman.
De 1956 a 1961 trabajó como profesor de poesía en Oxford, y en 1972 regresó a
Christ Church como escritor residente.
W. H. Auden falleció en Viena el 29 de septiembre de 1973.
PRÓLOGO
La plegaria
perfecta
Auden estaba tomando unas copas
rodeado de amigos como Cecil Day Lewis y su esposa, Stephen Spender y la suya,
y Chester Kallman, quien fue su pareja desde 1939 hasta su muerte en 1973.
Narraba alguna anécdota graciosa y todos reían a su alrededor, pero en ese
momento pasó un marinero y Kallman, sin mediar palabra, salió detrás del
atractivo joven. Auden mantuvo la sonrisa como si nada hubiera ocurrido, pero
Spender vio que le resbalaba una única lágrima por la mejilla.
En esta fugaz semblanza que hace
Joseph Brodsky en su libro Marca de agua,
queda plasmada de un solo trazo la actitud de Auden ante la vida, su resignado
estoicismo, su convencimiento de que «la soledad es la condición necesaria del hombre».
Pero también se aprecia en ella su certeza de que la existencia –y por tanto el
arte que la refleja– tiene que estar despojada de un dramatismo innecesario y
ser animada, trivial en cierta medida, por mucho que la tragedia siempre esté
al acecho. No en vano, como diría el propio Auden en su vertiente de ensayista
provocador, «ser capaz de dedicar toda una vida al arte sin olvidar que el arte
es frívolo es un logro muy señalado, que no está al alcance de cualquier
talante».[1]
Hay que tener en cuenta que la
escena descrita por Brodsky tuvo lugar cuando el poeta iba ya camino de cumplir
los sesenta, y su rostro, sumamente deteriorado a causa del denominado síndrome
Touraine-Solente-Golé, ya no era ni mucho menos el del lampiño estudiante de
Oxford, sino que tenía el aspecto, en palabras del mismo Auden, de «una tarta
de bodas olvidada bajo la lluvia». De acuerdo con una descripción más precisa y
benévola del escultor Henry Moore, lo que llamaba la atención era «la
monumental dureza de su rostro, sus profundas arrugas como surcos de arado en
un campo», un abrupto panorama conformado de resultas de la incesante erosión
del tiempo y los elementos, no muy distinto en ese sentido del paisaje de
piedra caliza de su infancia, aquel que consideraría su único hogar ideal y al
que regresaría una y otra vez en sus poemas.
Criado en el seno de una familia
anglocatólica en el Birmingham industrial de primeros del siglo XX, el niño
Wystan Hugh Auden no tardó –como suele ocurrir con la mayoría de los creadores–
en inventarse un mundo propio, regido por normas dictadas a su antojo pero no
por ello menos estrictas, donde poder dar rienda suelta a su imaginación. En su
caso, era un laberinto subterráneo, un entramado de pozos mineros en el que
tenían cabida toda suerte de maquinarias ideales. Años después, cuando llegara
al resplandeciente Oxford de los años veinte, donde coincidiría con figuras
como Betjeman, Spender, Day Lewis o MacNeice, este pequeño universo fraguado en
su infancia empezaría a quedar plasmado en escritos de juventud que, al igual
que los de sus compañeros de reemplazo, ya tenían una viva voluntad de marcar
distancias con respecto a la poesía de sus mayores.
Donde más diferían de la
generación anterior –Eliot, Edith Sitwell, Owen, Graves– era en su aspiración a
asimilar en su poesía el mobiliario de la era industrial, no como mera
decoración a la moda, sino como esqueleto y fuente de energía; en su intento de
reconciliarse con el mundo moderno tal como existe en una realidad nada
poética, en vez de eludirlo o reaccionar contra él.[2]
Llama la atención en los primeros
poemas de Auden una actitud marcadamente autista, un mundo propio tan
ferozmente defendido que su cerrazón raya a veces en la paranoia. Si el papel
destacado de las minas hace pensar de inmediato en un proceso introspectivo,
también va cobrando fuerza la sensación de que ya desde un principio Auden
entiende su poesía como un juego lingüístico, un artefacto regido por códigos
privados y leyes ocultas que delata el miedo del autor a que alguien consiga
penetrar en ese universo interior tan minuciosamente elaborado. Están asediados
estos poemas por abundantes referencias a la culpa y al deseo sexual como un
espectro que acecha, así como al amor perseguido desde fuera pero también desde
dentro. Según comenta John Fuller acerca de «El agente secreto», «El amor se ve
obligado a actuar como un agente secreto porque el individuo no reconoce
conscientemente su deseo (el espía) y lo reprime. “Ellos”, que hacen caso omiso
de sus telegramas, y acaban por dispararle, representan la voluntad consciente,
el Censor que reprime los deseos emocionales del individuo».[3] Esta idea del
amor como algo pecaminoso, oculto, y doblemente gozoso por ello, irá
resurgiendo periódicamente en su poesía:
Nuestro susurro no despertó reloj alguno,
nos besamos y me alegré
de todo lo que hacías,
indiferente a quienes
estaban sentados con ojos hostiles
por parejas en cada cama,
sus brazos en torno al cuello del otro,
inertes y vagamente tristes.[4]
Fue en buena medida esta tensión
interna, este juego que consiste en insinuar y al mismo tiempo ir escondiendo
las intenciones del poeta, lo que hizo que su poesía resultara tan fascinante
desde el primer momento, y le valiera un puesto destacado entre los poetas
emergentes de su época desde que viera la luz su primer volumen, Poemas, en 1928, cuando Auden apenas
tenía veintiún años.
Al verse convertido en portavoz
de su generación, su poesía empezó a sufrir muy pronto un proceso de depuración
en tanto que fue volviéndose más accesible y consolidando un trasfondo más
abiertamente político. Cada vez en mayor medida, se observa la necesidad del
autor de conjugar la satisfacción íntima con la responsabilidad social, el
placer estético con la revelación de la realidad. A principios de los años treinta
empezó a demostrar cierta admiración por el comunismo, con poemas en los que se
hacía patente la búsqueda de un líder, una salida a la crisis social, pero su
actitud no era tanto la de un seguidor convencido del ideario marxista cuanto
la de alguien que perseguía una alternativa viable a una situación
manifiestamente insostenible. Si bien su compromiso político fue adquiriendo
cada vez mayor importancia, como quedaría reflejado en obras de teatro escritas
mano a mano con Isherwood –The Dog
Beneath the Skin o The Ascent of F6–
y en documentales cinematográficos abordados desde una perspectiva socialista
sobre los mineros y la compañía de correos –Coal
Face y Night Mail–, Auden, a
diferencia de otros amigos suyos como Spender y Day Lewis, no llegó a afiliarse
al Partido Comunista. Lo que sí hizo, no obstante, fue acudir a la llamada a
las armas cuando estalló la guerra en España, si bien esa respuesta dio pie a
uno de los pasajes más oscuros y enigmáticos de su trayectoria vital.
Aunque cuando por fin partió para
España no fue en calidad de soldado sino de conductor de ambulancia, al llegar
a la península en enero de 1937 tampoco se le permitió llevar a cabo esta
tarea, y por causa de problemas burocráticos se vio relegado a cubrir un puesto
de locutor de radio que, debido al escaso alcance de las emisiones y a que
estas eran en inglés, tenía como únicos oyentes a los voluntarios
internacionales. Aburrido de la propaganda, se fue hacia el frente de Aragón,
pero unos días después volvió a Inglaterra profundamente desencantado. Poco
dijo a la sazón sobre su experiencia en España, pero el breve viaje tuvo dos
claras consecuencias: por una parte, empezó a desengañarse del ideal comunista,
y por otra, se replanteó su actitud hacia la religión que, de una manera indeliberada,
había abandonado años atrás.
A pesar de seguir plenamente
convencido del deber político del escritor como ciudadano y de que la función
primaria de la poesía, como de todas las artes, no es juzgar ni adoctrinar,
sino ofrecer opciones y «hacer que seamos más conscientes de nosotros mismos y
del mundo que nos rodea», sus contradicciones internas con respecto a su
ideario político comienzan a aflorar en poemas como «España, 1937», escrito a
su regreso, y que a pesar de ser uno de los títulos más celebrados de su
carrera, quedaría excluido tiempo después de la edición de sus poemas
completos, como también sería el caso de otro de los ejemplos más famosos de la
poesía comprometida de Auden en los años treinta: «1 de septiembre de 1939»,
paradigma de las continuas revisiones y variaciones a que este autor sometió su
obra con el paso de los años.
Las últimas estrofas de este
poema se publicaron originalmente así:
Lo único que poseo es una voz
para desarmar la mentira plegada,
la mentira romántica en el cerebro
del sensual hombre de a pie
y la mentira de la Autoridad
cuyos edificios tantean el cielo:
no hay nada parecido al Estado
y nadie existe en soledad;
el hambre no deja opción
al ciudadano ni a la policía;
debemos amar al prójimo o morir,
Pero Auden cuenta en el prefacio
a la Bibliografía de Bloomsfield
cómo, al leer el poema tiempo después y llegar al último verso, pensó: «¡Esto
es una maldita mentira! Debemos morir de todas maneras», y lo cambió para la
siguiente edición por «Debemos amar al prójimo y morir». Al no quedar
satisfecho con ello, suprimiría posteriormente la estrofa entera, pero como esa
solución tampoco le pareció idónea, acabó por desechar el poema en su
totalidad, aduciendo que estaba «infectado de una deshonestidad incurable».
Es precisamente el final de la
década de los treinta, y el cambio de escenario del poeta, que, a punto de
estallar la segunda guerra mundial y llevado por el ansia de escapar del
provincianismo cultural británico, se trasladó a vivir a Nueva York, lo que
constituye, según ha dado en aceptar la crítica, el punto de inflexión en la
obra de Auden. Si el panteón de este autor lo fueron ocupando sucesivamente
Hardy, Eliot (quien rechazó su primer manuscrito en 1927 y luego fue publicando
sus sucesivas colecciones en la casa editorial Faber & Faber) y Yeats, en
los años cuarenta los ecos de estas voces irían desapareciendo de su poesía.
Acechado por un sentimiento de
culpabilidad al ser acusado de encontrarse a salvo en Estados Unidos mientras
sus compatriotas sufrían los bombardeos alemanes, Auden atravesó momentos de
intensa transformación personal que fueron quedando plasmados en poemas largos
en los que es patente el regreso a la fe de sus antepasados y al simbolismo
cristiano, su profunda preocupación por la situación internacional y la
concepción del arte como «compensación de una vida menoscabada». Carta de Año Nuevo, una epístola
dirigida a una figura materna, podría interpretarse también como una suerte de
justificación pública por su supuesta deserción de Gran Bretaña, y El mar y el espejo, arte poética confesa
de Auden, es, según Fuller, «una discusión semidramatizada de la relación entre
la vida y el arte en el contexto de la posibilidad espiritual»:[5]
soy lo que soy, tu difunto y solitario amo,
quien sabe ya lo que es la magia: el poder para
encantar
que surge de la desilusión. Lo que pueden enseñar los
libros
es que la mayoría de los deseos acaban en charcas
apestosas,
[...]
todo lo que no somos devuelve la mirada a lo que
somos.
Es en esta segunda época cuando
cobran más fuerza temas como, en palabras del propio poeta, «la crisis
espiritual de nuestros tiempos, es decir, la división entre la razón y el
corazón, lo individual y lo colectivo, el ineficaz intelectualoide liberal y el
demagogo práctico y brutal», y se aprecia una búsqueda cada vez más inquieta
del instante absoluto y una idea del tiempo como responsabilidad:
Las vidas que te obedecen se mueven como la música,
convirtiéndose ahora en lo que solo pueden ser una
vez,
haciendo del silencio el sonido decisivo: suena
sencillo, pero hay que dar con el tiempo.[6]
O también,
Ninguno de ellos era capaz de mentir,
no había ni uno solo que fuera consciente de estar
muriendo
o que pudiera con un ritmo o una rima
asumir responsabilidad por el tiempo.[7]
El amor a una persona entendido
como una manera de amar a la humanidad entera es precisamente el único modo de
trascender y de luchar contra ese miedo arraigado en Auden a perder el tiempo y
a que el tiempo se pierda definitivamente, y es en este contexto donde medra la
duda de si la poesía tiene sentido y utilidad como medio de defensa en un mundo
despedazado.
... no hay palabra escrita del puño del hombre que
pueda detener la guerra ni estar a la altura del alivio
de su inconmensurable desdicha.[8]
Entre los versos más conocidos de
este autor, o al menos entre los que más han dado que hablar, está el de «la
poesía no hace que ocurra nada: sobrevive / en el valle de su concepción», de
«En memoria de W. B. Yeats». Pero probablemente Auden lanzó esta máxima como
una provocación, como una forma de enfrentarse a sus propias dudas, pero
también como una llamada a la acción. La hondura moral de su poesía reside en
su firme compromiso de seguir afilando su poética como único antídoto contra la
mentira institucional y aceptada y la devaluación de la palabra, como única
arma en una sociedad en la que «la verdad se sustituye por el Conocimiento
Útil», compromiso este que constituye un acto de resistencia ética de innegable
provecho práctico.
Convencido de que las artes «son
casi el único medio que tenemos de comulgar con los muertos», Auden invoca a
los grandes maestros, a los difuntos por los que siente respeto y admiración, y
se somete a su juicio, como demuestra con detalle en la escena de Carta de Año Nuevo en la que se sienta
como acusado ante un tribunal debidamente constituido, o, de una manera más
visceral, en «La caverna de la creación», donde invoca a su fallecido amigo
Louis MacNeice para que lo guíe en sus esfuerzos:
Viendo que conoces
nuestro misterio
desde dentro y por tanto
hasta qué punto, en nuestras guaridas solitarias,
necesitamos la compañía
de nuestros queridos muertos, para que nos
consuelen en días tristes cuando el yo es una nulidad
vertida sobre un montón de nada.
Pero si hay una preocupación que
descuella por encima de todas las demás es el temor a que, en el futuro, su
poesía pasara a ser propiedad de unos herederos que pudieran hacer un uso
incorrecto de ella. «Puede que al desear que se destruyera su obra, Kafka
hubiera previsto la naturaleza de la mayoría de sus admiradores», escribió en
«El yo sin sí mismo», uno de sus ensayos sobre literatura recogidos en La mano del teñidor. Había visto lo
ocurrido con Yeats, que
... se convirtió en sus admiradores.
Ahora está disperso por un centenar de ciudades
y entregado por completo a afectos desconocidos,
para encontrar su dicha en otra clase de bosque
y ser castigado bajo un código de conciencia
extranjero.
Las palabras de un hombre muerto
se transforman en las entrañas de los vivos.[9]
De ahí que le pesara tanto la
tergiversación partidista que se hizo de poemas suyos como «España, 1937» o «1
de septiembre de 1939», y su decisión de dejarlos de lado, ya que, como señala
Fuller: «La obra de un poeta acaba por ser independiente de él porque no tiene
control sobre la interpretación que hará de la misma la posteridad».[10]
Pues bien, en el caso de Auden,
este peligro es especialmente grave. Como dice Adam Zagajewski en su libro En defensa del fervor, «Auden pertenece
a la familia de poetas cuya obra no exhala el olor de las rosas sino el de la
razón». A pesar de su devoción por el formalismo, lo que debe primar en su
poesía es el discurso, y para no inducir a equívocos, en esta antología hemos
optado por una traducción en verso libre con el fin de no encorsetar los poemas
en metros que no serían los suyos propiamente dichos, acompañar al autor con la
mayor escrupulosidad posible por sus complejos meandros sintácticos y preservar
su tono inconfundible además de eso que, según el propio Auden, sobrevive a la
traducción: la perspectiva particular del mundo de un autor.
Para no lastrar innecesariamente
la lectura de esta selección, hemos obviado en casos concretos algunas
peculiaridades en la escritura de Auden como ciertas omisiones de artículos,
sujetos o conjunciones, al igual que, donde era imperioso, su puntuación tan
poco convencional. El orden con el que se presentan los poemas es el mismo en
que los recoge en Collected Poems
Edward Mendelson, autor con el que esta antología está en deuda por sus
magníficos análisis de la obra de este poeta en Early Auden y Later Auden,
igual que lo está con un estudio abrumadoramente minucioso como es W. H. Auden: A Commentary, de John
Fuller, herramienta imprescindible de traducción.
Y es que uno debería tener varias
vidas para entender y traducir poemas tan dispares, o ser diferentes personas,
como lo era quien escribió «La carta» con respecto a quien años después
escribió «El novelista», poema que analiza el papel del autor como depositario
de la pesada carga de interpretar al ser humano y mostrar su esencia, de quedar
... sujeto a
dolencias vulgares como el amor, entre los Justos
ser justo, entre los Sucios sucio también,
y sobre la endeblez de su propia persona, si puede,
soportar discretamente todos los agravios del Hombre.
Una tarea así solo puede
acometerla alguien capaz de entender que, como dice Brodsky: «Nosotros partimos
y la belleza permanece. [...] Nosotros miramos hacia el futuro y la belleza
vive en un eterno presente. La lágrima es un intento de permanecer, de quedarse
rezagado». Auden veía el incesante proceso de afinamiento de su poesía como una
manera de aspirar a la plegaria perfecta, un acto de resistencia frente al
caos. Era consciente de que al amolar las palabras iba alcanzando un resultado
similar al que obtiene el agua a fuerza de erosionar la tierra, que, como
ocurre con el paisaje en esencia humano de «Elogio de la piedra caliza», se
disuelve recordándonos nuestra propia transitoriedad.
«Wystan seguía riéndose, pero una
lágrima le resbalaba por la mejilla.» Una imagen que bien merece la pena tener
presente al abordar la lectura de estos poemas.
EDUARDO IRIARTE, 2006
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