martes, 21 de abril de 2020

MADRE.(FRAGMENTO). BORGES A CONTRALUZ. ESTELA CANTO.





Vida y muerte le han faltado a mi vida.
Prólogo de Discusión, O.C., pág. 177.


Poco después conocí a Leonor Acevedo de Borges. Un día Georgie me dijo que almorzara en su casa para cono­cer a su madre.
No recuerdo lo que se habló en ese almuerzo -proba­blemente hablamos de política, algo que a todos nos preocupaba entonces-, pero me acuerdo de la impresión que me hizo la dueña de casa.
Doña Leonor era una dama menuda, de unos setenta años, pulcramente vestida, con pelo blanco y ojos negros, muy vivaces, atentos y escudriñadores. La cara, con mucha carne, como la de su hijo en esa época, no tenía pla­nos nítidos.
Él la llamaba «madre», algo de uso frecuente en Espa­ña y en los países anglosajones, pero desusado en la Ar­gentina, donde la madre es siempre «mamá» o algún di­minutivo. El extraño apelativo confería proporciones gigantescas a esta mujer menuda. ¿Era señal de respeto? ¿O una forma de sumisión?
De todos modos, yo iba a descubrir, como todas las personas que estuvieron cerca de Borges, la tremenda in­fluencia que doña Leonor ejercía sobre su hijo. No sólo una influencia: ella daba por supuesto que intervenir en la vida de Georgie, manejarlo, era su derecho, algo nor­mal, indiscutible, que entraba en el orden del mundo. Lo que es más, Georgie nunca cuestionó ese derecho. Ni si­quiera después de la muerte de ella, cuando él tenía se­tenta y seis años.
En 1972, al publicar sus Obras Completas, Borges de­dicó el volumen a su madre, quien había seleccionado, revisado y podado la edición (hacía ya años que él esta­ba ciego). Por ejemplo, falta en esta edición un brillante artículo de los tiempos de Crítica, «Nuestras imposibili­dades» (incluido en Discusión), que él eliminó de las Obras Completas con el pretexto de que era un artículo «débil».
Lo cierto es que se trataba de un artículo muy fuerte, en el cual comentaba mordazmente ciertas deficiencias del carácter nacional. Doña Leonor, una columna de co­rrección y respetabilidad, no pudo tolerar los indecoro­sos alfilerazos de su hijo y se plegó a la convención.
No debemos reprochárselo, ya que el disimulo es una de las características principales de la manera de ser ar­gentina. Y el disimulo requiere, por supuesto, el secreto. La dedicatoria de las Obras Completas demuestra en to­do caso que las otras dedicatorias de los diversos poemas y cuentos, a mujeres que amó o a amigos que le ayuda­ron, son nombres de fantasmas, figuras sin sustancia.
Georgie me había dicho que su madre había estudiado inglés a una edad avanzada con el fin de ayudarle en sus trabajos de traducción. No sólo eso, sino que doña Leonor fue una secretaria alerta y eficiente, que indica­ba a su hijo los pasos a dar para el progreso de su carre­ra y le ayudaba a mantener los contactos necesarios. És­te fue un logro titánico en una mujer de su edad, de su medio (personas de buena familia y situación económi­ca mediana) y su educación.
Una o dos veces, Georgie me dijo que su padre había tenido historias amorosas con otras mujeres. Leonor Acevedo, por supuesto, nunca soñó en devolver el golpe y -si el dato es verdadero- puso todas sus frustraciones y orgullo herido en lo que ella consideraba la realización de su vida: el triunfo literario de su hijo. Muchas cosas pueden decirse en contra de doña Leonor, pero Borges nunca habría sido Borges sin la intrincada relación que mantenía con su madre. Desde el punto de vista de su ca­rrera literaria, la intervención de ella fue casi siempre positiva. No lo fue cuando esta influencia se proyectó en la esfera de la política o se hizo sentir en su vida amoro­sa personal.


En esos días, cuando el peronismo estaba librando sus máximas batallas, doña Leonor tuvo un percance desagradable. Casi cuarenta años después, su hijo hace referencia a este percance: «...tu prisión valerosa, cuando tantos hombres callábamos... » (O.C., pág. 9).
Este entusiasmo de un hijo por una madre a quien todo le debía puede llamar a engaño. El lector puede creer que doña Leonor era una activista política enrolada en un grupo antiperonista determinado. No era el caso. Do­ña Leonor ejercía su antiperonismo entre sus amigas, las damas con quienes charlaba y tomaba el té. Típica mu­jer de su generación, carecía de conciencia política: odia­ba a Perón y a Evita porque los consideraba unos intru­sos vulgares que intentaban socavar un orden que debía ser inmutable. No pronunció jamás discursos en clubs fe­meninos contra Perón. Su actividad tenía un carácter do­méstico.
Lo que sucedió fue lo siguiente: doña Leonor paseaba por la calle Florida acompañada por su hija Norah y una amiga, Adela Grondona. La calle Florida siempre está abarrotada de gente durante el día y entonces la atmós­fera política era muy tensa. De repente, doña Leonor, se­guida por sus acompañantes, prorrumpió en invectivas contra Perón y Evita, flamante esposa del general. Des­pués se pusieron a cantar el Himno Nacional. Las damas fueron rodeadas por la multitud, y la policía, temiendo que la cosa pasara a mayores, las arrestó y las trasladó a la comisaría. Norah Borges y Adela Grondona fueron lle­vadas a la cárcel del Buen Pastor, una prisión para pros­titutas, donde Norah estuvo un mes confinada y empleó las horas vacías retratando a rameras y ladronas, todas parecidas a Guillermo de Torre. En el caso de doña Leo­nor, dada su edad avanzada, se decretó un arresto domi­ciliario. De su casa no podía salir, pero sí recibir a sus amigas. Un policía uniformado, de custodia en la puerta, recordaba su condición de prisionera. Las damas fueron acusadas de escándalo en la vía pública.
Borges exagera mucho cuando dice que los hombres callaban. La oposición era entonces implacable y hubo personas que pagaron su actividad con algo más grave que un arresto domiciliario.
Buenos Aires vivía en una fiebre política, aunque el peronismo era más social que político. Las masas, el lla­mado proletariado lumpen, se sentían representadas por los deschaves del jefe y su grupo. El jefe, desde la Secre­taría de Trabajo y Previsión, creada por él, había hecho ciertas concesiones a la clase obrera. Estas concesiones estaban lejos de ser revolucionarias: repitamos que se basaban en leyes existentes que no habían sido aplica­das. Las clases medias, siempre relegadas por la oligar­quía, y los venidos a menos en el mundo, aprovecharon la oportunidad para compartir una causa con los pu­dientes.
Todo era muy confuso, pero el odio era real. Una de las personas más tomadas por ese torbellino de odio fue Leo­nor Acevedo de Borges. En ella todo estaba preparado pa­ra odiar: sólo le faltaba el motivo. Y el motivo lo encon­tró, ahora, en las calles de Buenos Aires.
Esto iba a gravitar pesadamente sobre su hijo. Borges nunca quiso «entender» los motivos que tenía el pueblo para apoyar a Perón. Y esta ceguera voluntaria habría de llevarlo, años más tarde, a hacer declaraciones absurdas e irrelevantes, a actitudes que le hacían aparecer como un hombre desprovisto de bases morales. Dichas actitu­des fueron complacientemente utilizadas por los medios de difusión de los gobiernos represivos, encantados de te­ner un gran escritor que parecía apoyarlos.
Esto le costó probablemente el Premio Nobel, puesto que hizo la apología de militares criminales cuyo único mérito era ser antiperonistas, o que él creía que lo eran. Pero estábamos lejos de esto en 1945.


Al fin del verano de 1945, en marzo, cuando yo acaba­ba de llegar de Mar del Plata, salimos una noche. Entre tanto yo había recibido varias cartas suyas en casa de los Bioy, donde estaba invitada.
Empezaban los días frescos, esos días de Buenos Aires con un fondo húmedo en el aire, una humedad que pene­tra en la garganta y en la nariz, que entristece las calles alejadas del centro, con sus faroles de luz macilenta en las esquinas, levemente balanceados por el viento, pro­yectando sombras e inspirando una angustia indefinible.
Al pasar ante una panadería de Constitución, aspira­mos el perfume del pan caliente, recién horneado. Él ha­bló. Me dijo que quería escribir un cuento sobre un lugar que encerraba «todos los lugares del mundo» y que que­ría dedicarme ese cuento. Fue la primera alusión a El Aleph. Yo me detuve y aspiré el olor reconfortante del pan seco en aquella noche húmeda. Él sugirió que yo podía ayudarlo en la enumeración de los objetos que quería nombrar. Le contesté que no podía ayudarlo. Y seguí ne­gándome cuando él insistió, incluso por carta. Yo tenía la sensación de que estaba tratando de halagarme, que em­pleaba uno de sus procedimientos destinados a atraer a las poetisas en ciernes. No me gustaba estar en esa canas­ta. Por otra parte, no me atrevía a sugerir nada. Cada cual tiene su propia visión del mundo, y la mía no concorda­ba con la de él. Cualquier cosa que yo dijera iba a ser transformada, cualquier sugerencia era inútil.
Dos o tres días después vino a casa una mañana, tra­yendo un paquete que, según dijo, contenía un objeto que mostraba «todos los objetos del mundo». El objeto se llamaba el Aleph. No dijo que el Aleph era la primera letra del alfabeto hebreo. Para él era ese objeto, una puerta abierta a lo imposible.
El objeto en cuestión era uno de esos juguetes con una lente fijada a un tubo bajo el cual había una planchita donde se hacía girar unas virutas de acero. O sea, un calidoscopio. Las virutas, movidas, componían estructuras geométricas e inesperadas combinaciones de colores. Georgie estaba tan contento como un niño con el Aleph.
Toño, el hijo de la muchacha que servía en casa, una criatura de cuatro años, vio el Aleph. En manos de Toño, el objeto no tuvo vida larga. Esto no importó. Georgie ya me había mostrado que el objeto era mágico, era esa pri­mera letra que incluía, tal vez, el nombre de Dios, que era tal vez una de las manifestaciones de Dios.
Él siguió escribiendo el cuento. Me telefoneaba todas las mañanas y me mandaba notas y postales anunciándo­me -redundantemente- que nos íbamos a ver esa noche.
Me repetía que él era Dante, que yo era Beatrice y que habría de liberarlo del infierno, aunque yo no conociera la naturaleza de ese infierno.
Cuando me apretaba entre sus brazos, yo podía sen­tir su virilidad, pero nunca fue más allá de unos cuan­tos besos.
Estaba exaltado; citaba poemas en inglés, en español, tercetos de la Divina Comedia. Recuerdo en especial los versos de un poema inglés que me recitaba a la entrada de la estación del subterráneo de Independencia, acerca de un hombre «who thought, as his own mother kissed his eyes / Of what her kiss was when his father woed» («que pensaba, cuando su madre le besaba los ojos / en lo que era ese beso cuando su padre la cortejaba»). Ver­sos muy extraños, por cierto. Y los repetía como formu­lando una pregunta.
También citaba los misteriosos versos de un poema de Wordsworth sobre Leda y el Cisne: «...Did she put on his knowledge with his power?» («¿...Sumó ella el conocimiento de él a su potencia?»).
Muchos, muchos años después, yo iba a tener vislum­bres de lo que él estaba tratando de expresar con esos ver­sos. Al parecer, yo era entonces para él el eje del mundo. Me decía que El Aleph iba a ser el comienzo de una larga serie de cuentos, ensayos y poemas dedicados a mí.
Una noche fuimos a comer al Hotel Las Delicias, de Adrogué. El paso del tiempo se hacía sentir: los rombos rojos y azules de las ventanas habían sido reemplazados en parte por vidrios incoloros; faltaban los helechos y las macetas con palmeras. El comedor, vasto y mal ilumina­do, estaba casi vacío. La comida del menú fijo era tan mala como puede serlo la comida de una casa de pensión. Pero esto no tenía ninguna importancia para él esta no­che. El maître y dos o tres mozos se acercaron a saludar­lo. Se le veía feliz y excitado en este viejo comedor des­pojado de sus antiguos esplendores.
Después de la comida dimos una vuelta por el parque del hotel, tan descalabrado como el mismo edificio. Y él propuso que fuéramos hasta Mármol, la próxima esta­ción de tren, unas veinte cuadras después de Adrogué.
Adrogué, como Triste-le-Roy, era el lugar en que «la úl­tima letra del Nombre» había sido articulada. Por tanto, un lugar aterrador, como todos los lugares sagrados. Creo que él, deliberadamente, había elegido este lugar.
Esa noche, que conservaba un dejo del verano ya casi terminado, anduvimos por las calles silenciosas y oscu­recidas del pueblo. Era evidente que Georgie quería decir­me algo. De cuando en cuando me asía del brazo y empu­jaba, como si quisiera conducirme a algún determinado lugar. A veces volvía sobre sus pasos a mitad de cuadra. Y recitaba versos -la tirada de Beatrice cuando ruega a Virgilio que acompañe a Dante en su viaje a través del in­fierno:

«O anima cortese mantovana
di cui la fama ancor' nel mondo dura
e durerá quanto il motto lontana.
L'amico mio e non della ventura
sulla deserta piaggia é smarritto...».

Y hacía comentarios burlones sobre Beatrice, que adu­la a Virgilio para lograr sus propósitos.
Por último, propuso que volviéramos a Adrogué a pie en vez de esperar el tren en Mármol. Así lo hicimos. Pa­samos por un lugar en donde había un banco de cemen­to, uno de esos bancos blancos, sin respaldo, tan inhospitalarios los días fríos y tan incómodos los tibios. Borges se sentó a horcajadas en un extremo. Su cuerpo, tan blando, era flexible, capaz -creo- de lograr los difíciles asanas del yoga. Levantó una pierna, posó un pie en el banco, se agarró el tobillo con las dos manos y yo noté una vez más que sus pies eran muy chicos.
Yo estaba sentada en el otro extremo. Me miró. Sin an­teojos, no podía verme claramente. Además, sólo nos ilu­minaba un farol macilento colgado en el fin de la calle.
De golpe él dijo con voz vacilante:
«Estela..., eh..., ¿te casarías conmigo?»
La frase me tomó de sorpresa. Tenía todo el aire de una propuesta matrimonial en una novela victoriana. Yo sa­bía que había llegado a ser muy importante para él, pero no creí que él hubiera pensado en casarse. Hasta el día de hoy no sé por qué le contesté en inglés, parte en bro­ma, parte en serio:
«Lo haría con mucho gusto, Georgie. Pero no olvides que soy una discípula de Bernard Shaw. No podemos ca­sarnos si antes no nos acostamos».
El inglés, idioma que usábamos en los momentos tras­cendentales, no mitigó al parecer la impresión de esta res­puesta. Sin embargo, no podía sorprenderse demasiado. Él sabía que yo no era una de las niñas asomadas a bal­cones rosados y celestes que pintaba su hermana Norah.
Caminábamos tomados de la mano, nos besábamos y nos abrazábamos, pero él nunca había intentado ir más allá, ni siquiera cuando estaba excitado -y se excitaba como cualquier hombre normal-. La realización sexual era aterradora para él.
Por supuesto, yo debía haber dicho honrada y directa­mente: «Georgie: no te quiero lo bastante como para ca­sarme contigo. Podemos ser amigos y, si quieres, algo más». Mi falta de sinceridad, por desgracia, suscitó una reacción grave y patética. Yo estaba dispuesta a aceptar lo que él quisiera, pero (y esto arroja cierta sombra sobre mi carácter) yo sabía que era muy improbable que él qui­siera seguir adelante. Lo que yo no podía prever fue el al­cance de mi respuesta esa noche: a partir de entonces él anduvo por terrenos no transitados antes. Sufrió profun­damente y emergió aceptándose a sí mismo. Como el Orestes de Racine, su desgracia lo sobrepasó y lo convir­tió finalmente en el Borges triunfal, el hombre que des­cubrió y aceptó su destino.
En un plano más doméstico, a partir de esa noche yo me convertí en la «novia» de Borges, aunque nunca me consideré tal. No me gustaba la idea de ser «novia» en el antiguo sentido de la palabra. Pero la pasión y la dedica­ción de Borges eran halagadoras y yo las aceptaba.


Por esta época hubo un incidente que me distanció de­finitivamente de Leonor Acevedo.
El orden constituido, la fachada del país, se desmoro­naba. La oligarquía estaba decidida a cerrar el camino a aquellas turbas zarrapastrosas que amenazaban su poder y la aterraban.
Los conservadores se arriesgaron a formar un frente común, la Unión Democrática, con radicales, socialistas y comunistas. Este frente fracasó como siempre han fracasado estas uniones artificiosas, que, sin embargo, se re­piten, como si los seres humanos fueran incapaces de aprender por la experiencia o no quisieran hacerlo.
De todos modos nosotros, las «clases cultas», estábamos en contra del peronismo. Algunos veíamos en el peronis­mo una continuación, torpe y pesada, del fascismo; otros lo veían como un peligro para sus privilegios establecidos; por último, estaban los que adoptaban esta actitud para es­tar más cerca de los ricos y «participar» aunque sólo fuera a la distancia. Y detrás de todos estaban los pescadores en aguas revueltas, los comunistas, que se anotaban así un nuevo jalón en su larga serie de desaguisados.
Ya que menciono a los comunistas, debo subrayar aquí que Borges, el anticomunista por excelencia, tenía bue­nos amigos comunistas, como Enrique Amorim, el escri­tor uruguayo. Es verdad que Amorim era un comunista acaudalado que pertenecía a una familia de clase alta en su país y que esto, por supuesto, hacía cerrar los ojos a doña Leonor sobre sus incorrectas ideas políticas. Bor­ges estimaba a Amorim como escritor y como ser huma­no y solía pasar algunas vacaciones, en compañía de su madre, en la finca de Amorim sobre el río Uruguay, Las Nubes.
En realidad, Borges era apolítico. Era antiperonista porque le escandalizaba la vulgaridad vociferante del pe­ronismo. Nunca pensó en el pueblo, silenciado por una clase alta vanidosa y tonta, dedicada a admirarse a sí mis­ma; nunca pensó que el pueblo no había tenido posibili­dad de elegir su expresión: el peronismo estaba ahí y no había nada que lo reemplazara.
La Unión Democrática había planeado una gran mar­cha para el 19 de septiembre. El día era agradablemente tibio. Desde la mañana, las varias delegaciones iban lle­gando a la plaza del Congreso. Yo marché con los escri­tores. Había también representantes de los actores, los músicos, los plásticos, los estudiantes, etc. Antes de dar la vuelta a la gran plaza apareció Enrique Amorim, muy agitado, anunciando que los primeros contingentes ya es­taban llegando a la Recoleta, donde debía terminar el des­file. Pero pasaron casi dos horas antes de que pudiéra­mos ponernos en marcha. Esto era promisorio. Los grupos que avanzaban por la calle Callao se atascaban an­tes de llegar a la Recoleta.
Victoria Ocampo marchó al frente de un grupo de es­tudiantes.
Fue entonces cuando, por primera vez en Buenos Ai­res, la gente empezó a arrojar papel picado sobre los ma­nifestantes, como es costumbre en Estados Unidos. Ma­ría Rosa Oliver, del Comité de Redacción de Sur y futura ganadora del Premio Lenin de la Paz, me contó todos los pormenores del desfile, que ella presenció desde un balcón. Yo marchaba entre Eduardo Mallea y Leónidas Barletta. Este último, que pronto habría de unirse a la iz­quierda ortodoxa, arengaba a grupos de muchachones mal vestidos, sentados en los bancos de la plaza o trepa­dos a los faroles, con expresiones cerradas y hostiles en las caras. Barletta gritaba: «¡Vamos, muchachos! ¡únan­se a las filas de la democracia!».
Las expresiones se volvían más enfurruñadas.
Fue un gran despliegue. El gran despliegue de una parte de la Argentina, la Argentina de la cultura, la que ha­bía sido representativa hasta ese momento, la Argentina que tenía el rostro que habíamos presentado al mundo. El otro rostro, el «verdadero», iba a mostrarse el 17 de oc­tubre, veintiocho días después. Y este rostro estaba des­tinado a ser el de la Argentina. Cuando la máscara final­mente cayó, los rasgos que estaban detrás ya no tenían ningún parecido con la cara que se vio el 19 de septiembre de 1945.
Ese despliegue que nos pareció efectivo y era tan sólo un desfile en el vacío, no contó con la presencia de Borges.
El motivo era muy sencillo: había tenido un ataque de varicela, una forma benigna de esta enfermedad infantil. Haciendo una excepción, le telefoneé esa noche para co­mentar el éxito de la marcha. Él ya había sido informa­do por su madre, Bioy Casares y Amorim. Como estaba forzado a permanecer en casa, me pidió que le visitara al día siguiente. Acepté. Nunca he temido a los contagios y, además, ya había tenido la varicela.
Después de aquel almuerzo que yo había tenido con su madre, no había recibido nuevas invitaciones. Doña Leo­nor no había manifestado ningún deseo de verme de nue­vo y yo tampoco deseaba verla. Sin razón aparente, sin vernos, sin haber intercambiado una sola palabra, nues­tra mutua antipatía iba en aumento. Pero ese día fui a to­mar el té con los Borges.
Georgie no estaba en cama y tenía puesta una bata en vez de la chaqueta habitual. No tenía pústulas en la cara.
Doña Leonor estaba allí. La criada trajo el té en la ban­deja y la dueña de casa sirvió y se quedó con nosotros. Yo había esperado que se retirara después de un rato, ya que no podíamos hablar casi de nada. Yo estaba dispuesta a comentar el éxito de la marcha, la aparente derrota de Pe­rón, pero la conversación tomó por otros caminos. Doña Leonor empezó a hablar de sus antepasados, nombró a coroneles que habían luchado en el desierto contra los in­dios y a comisarios de policía que eran hijos o nietos de los unitarios que habían peleado contra Rosas, el «pri­mer tirano». Me dijo que los retratos de algunos de estos caballeros estaban colgados en el Museo Histórico del Parque Lezama. Entonces yo era muy tímida y no se me ocurrió decirle que la mayoría de las antiguas familias de Argentina o Uruguay podía vanagloriarse, por ejemplo, de algún antepasado cuyo uniforme con galones, ganados en la guerra con el Brasil, se expone en algún museo de Montevideo -por hazañas más conspicuas que algunas refriegas entre bandas locales-. Era mi caso, pero no quise decírselo. Me parecía de mal gusto. Si lo menciono ahora es porque el gusto y el mal gusto ya no se distinguen  en el mundo en que vivimos, particularmente en el Río de la Plata.
En el mondo nuovo nadie entiende ya la actitud de Swann, el personaje de À la recherche du temps perdu, que ocultaba por exceso de delicadeza, por una elegancia llevada al extremo, que el «amigo» no especificado con quien había comido la noche anterior era el príncipe de Gales.
Creo que doña Leonor, que pertenecía a una genera­ción que aún entendía estas cosas, no las entendía. O tal vez había decidido no tomarlas en cuenta. Su sed de figurar era tan intensa que incesantemente, sin ningún pu­dor, hacía desfilar las tropas de sus antepasados.
De tal modo que hablamos exhaustivamente o, mejor dicho, ella habló de esos retratos colgados en el Museo His­tórico del Parque Lezama. Georgie, tan fácilmente moles­to ante cualquier manifestación de cursilería, no reaccio­naba. Cuando intervenía su madre, era incapaz de ver lo obvio. Era normal y meritorio que quisiera, que adorara a su madre, pero no estaba bien que me forzara a soportar una conversación que él sabía no podía interesarme.
Después de más de una hora, comprendí que doña Leonor no tenía intenciones de retirarse y fui consciente de haberme demorado más de la cuenta.
Al despedirme, Georgie me preguntó: «¿Venís maña­na?» «Sí», contesté. Y me fui.
Al día siguiente, a la misma hora, la escena se repitió. Doña Leonor reanudó el tema de sus antepasados. El té se enfrió y caí en la cuenta de que debía irme. Georgie me preguntó de nuevo: «¿Venís mañana?» «Sí», contesté.
Doña Leonor se puso en pie, meneando la cabeza. «No», dijo. «Mañana no puede ser. Tengo que salir. No voy a estar aquí.»
Sólo al llegar abajo, en la entrada del edificio, entendí el significado de sus palabras.
Cuando él me telefoneó, yo le grité: «¿Qué me ha que­rido decir tu madre? ¿Que voy a violarte si ella no está ahí? Esto es un insulto, etc., etc.».
Él trató de aplacarme. No lo logró y pasaron varios días antes de que yo atendiera el teléfono cuando él lla­maba, y que accediera a verlo.
Una mañana, ya recobrado, vino a casa. Como siem­pre, salimos y tomamos el camino de Constitución. Di­mos vueltas alrededor, pero no cruzamos el primer puen­te: nunca lo atravesábamos de mañana. De noche el puente tenía algo feérico, con los ruidosos trenes que en­traban y salían, el laberinto de vías, la entrada al hangar de la estación como una caverna iluminada. Ahora no ha­bía ninguna magia. Lo que teníamos que decirnos era muy pedestre.
Me preguntó si estaba enojada. Le dije que la actitud de su madre era intolerable.
Él, siempre vacilante y a tientas cuando las cosas no marchaban tersamente, contestó con cierta firmeza que yo estaba equivocada: su madre era una señora chapa­da a la antigua que consideraba que su presencia era ne­cesaria «para mí». En sus tiempos, una muchacha nun­ca era dejada a solas con un hombre, incluso cuando el hombre era su novio. Y siguió en este tenor, tratando de quitarle importancia al incidente. Yo no le facilité las co­sas. Le dije que su madre sabía perfectamente bien que yo no necesitaba «protectores»; estaba enterada de que nos veíamos mañana, tarde y noche y que podíamos ha­cer lo que nos diera la gana, que podíamos estar en un hotel y él decirle por teléfono que estábamos en un ca­fé. La actitud de doña Leonor era un insulto deliberado. Él quedó bastante apabullado, no porque yo hubiera lo­grado hacerle ver mi punto de vista, sino porque no ha­bía aceptado la explicación convencional que él había fabricado.
Él quería que yo aceptara su mentira, que aceptara que doña Leonor había tenido intenciones de proteger «mi honra» o algo por el estilo. Y no estaba nada cómodo. En el fondo, tal vez en la superficie, sabía que yo tenía razón. Pero nunca puso en tela de juicio el derecho de su madre -con razón o sin ella- a intervenir en su vida privada.
Las cosas siguieron como antes, pero había surgido, entre nosotros una especie de malestar. Él se sentía mor­tificado, apremiado; la actitud de su madre había susci­tado una resistencia moral en mí. El comportamiento de ella destruyó toda posibilidad de que yo pudiera acercar­me más a él. Era bastante ridículo que un hombre de más de cuarenta y cinco años tuviera que dar cuenta a su ma­dre de todos sus movimientos. No le evité la humillación de decírselo.
Él no trató de resistir, depuso las armas e insistió en que estaba locamente enamorado de mí: quería crear una familia, tener hijos conmigo, había pensado en suicidar­se esos días en que habíamos estado peleados. Mencionó la casa de una amiga, el balcón de un quinto piso donde había tenido tentaciones de saltar al vacío. Dijo que sa­bía que iba a ser ciego un día, pero que esto no le impor­taría si yo estaba a su lado. Una vez más, yo era Beatrice. Para él, el amor era redención. Juntos podíamos ser muy felices.
Me conmovió. Creo que Georgie era absolutamente sincero. Sin embargo, sospecho que, en caso de haberle dicho yo entonces: «Está bien, Georgie. Olvidemos todo. Casémonos enseguida y veamos qué pasa», él habría te­nido un momento de total felicidad. Pero un rato después habría corrido a un teléfono público para solicitar a su madre la autorización para casarse. Si esa autorización no era concedida -algo más que probable-, él tal vez hubie­ra saltado del balcón de un quinto piso, tal vez se hubiera resignado a la ceguera inmediata, pero nunca se habría atrevido a desafiar la voluntad de Leonor Acevedo.


Más adelante, en esa primavera se produjo un nuevo incidente: esta vez nos tocó a Borges y a mí caer presos. Y la causa no fue tan noble como la de las damas que defendían a su país de las hordas peronistas. Sin embargo, el motivo aducido por el agente de policía que nos arres­tó fue el mismo: «escándalo en la vía pública».
Esa noche estábamos sentados en un banco del Par­que Lezama. Nuestra actitud era correcta. A lo sumo es­taríamos tomados de la mano o él me habría puesto el brazo sobre los hombros. En aquellos días, las parejas de­bían conducirse con sumo recato en la Argentina. Se co­mentaba que en el relajado París las parejas se acaricia­ban públicamente con total impudicia. Éste no era nuestro caso, por cierto. Él nunca lo hubiera hecho y yo, por mi parte, siempre he sido contraria a cualquier efu­sión en público. Las caricias en la calle siempre me han parecido una provocación, no una manifestación espon­tánea.
De repente, como caído del cielo, surgió un policía an­te nosotros y exigió, en tono autoritario, que le mostrára­mos nuestros documentos de identidad. Ni Georgie ni yo los teníamos (fue a partir de esos años, 1945-1946, que se hizo imprescindible salir a la calle con un pasaporte o cédula de identidad). El policía nos dijo que nuestra acti­tud era indecorosa y que debíamos acompañarlo a la co­misaría.
Esta clase de percances era muy frecuente en Buenos Aires y era sabido que se arreglaban con una propina. Borges, naturalmente, no pensó en esta fácil solución: no estaba enterado de que estos hombres mal pagados de­bían encontrar maneras de redondear sus exiguos sala­rios. De tal modo que seguimos al policía hasta la comi­saría 14, en la calle Bolívar. Allí tuvimos que sentarnos en un banco del patio a esperar la llegada del comisario.
Pasaron tres o cuatro horas. Nadie nos molestó, pero nadie nos hablaba y no podíamos irnos. Finalmente se nos acercó un hombre y nos condujo a una oficina don­de estaba sentado otro hombre detrás de un escritorio. Éste nos preguntó nuestros nombres. Borges dio el suyo: el policía no tenía la más remota idea de quién era Jorge Luis Borges y, menos aún, Estela Canto. El hombre se mostró amistoso. Nos dijo que no debíamos salir sin do­cumentos de identidad. Borges mencionó el nombre de la Editorial Emecé, donde desde hacía poco dirigía una colección de novelas policiales. Esto produjo buen efec­to. El hombre dijo que debíamos portarnos bien y, cuan­do le respondimos que nuestra conducta había sido co­rrecta, admitió que tal vez habíamos sido detenidos porque «las cosas andaban algo revueltas» y justificó la actitud del agente que nos había arrestado echando la culpa a la situación política. Terminó diciendo que está­bamos libres.
Cuando salimos eran más de las tres y media de la mañana. Esta vez Georgie no había podido telefonear a su madre para decirle dónde estaba. Era la segunda vez que habíamos trasnochado hasta una hora tan avanzada. No iba a haber una tercera.
El incidente no merecería ser contado de no haber sido porque aumentó el malestar que se había iniciado cuando doña Leonor nos prohibió quedar un momento a solas en su casa. Para mí el incidente fue molesto mien­tras duró, pero más bien divertido cuando lo contaba más tarde a mis amigos. Él no tuvo esta reacción. Desde el primer momento advertí, con asombro, que Borges estaba avergonzado.
Siempre lo he pensado: la vergüenza es lo imperdonable. La vergüenza es lo que más puede separar a dos seres humanos; no sólo odiamos a la persona que nos avergüenza, sino que este odio se extiende a los testigos casuales de nuestra vergüenza. Curiosamente, las cosas que nos avergüenzan nunca son las mismas: hay muje­res que se dejarían matar antes de admitir que son tor­turadas, moral o físicamente, por un hombre; otras que se complacen en el rol de víctimas; algunos hombres nunca podrán reconocer que han cometido un error; otros cifran su punto de honra en confesar un error co­metido.
Para mí, el incidente de la comisaría fue absurdo, có­mico, y eso era todo; para Borges fue humillante. Para mí, haber estado detenida -aun en el caso de que nuestra actitud no hubiera sido correcta- carecía de toda impor­tancia y se explicaba por el hecho de vivir en un país atra­sado, con un código moral rígido y confuso. Para Georgie fue una especie de castigo merecido por haber hecho algo indebido.
Yo también tenía mi chivo emisario: eché la culpa a do­ña Leonor de la actitud de su hijo. Probablemente ella le dijo que, en caso de haber estado con una dama respetable, no habría sido arrestado. De todos modos, él no se atrevió a defenderme.
Nuestras salidas se hicieron más cortas, al menos por las noches. Íbamos al cine, por supuesto, pero él ya no me invitaba a entrar después a un café. Al salir de la sa­la tomábamos el subterráneo -ya no caminábamos- él me dejaba en casa, se despedía apresurado y corría a to­mar el último tren.
Yo iba a descubrir muy pronto que la vergüenza de Borges tenía raíces profundas, que los comentarios de do­ña Leonor habían hurgado en una herida no cicatrizada. Pero pasaron varios meses antes de que lo supiera.
Esa primavera obtuve el Premio Municipal de la Ciu­dad de Buenos Aires por mi novela El muro de mármol. Nuestra relación ya no era lo que había sido. Supongo que estaba un poco harta y, a finales de noviembre, me fui al Uruguay. Pasé allí tres meses muy felices y escribí otra novela, El retrato y la imagen. Tuve cartas de Borges, pero no me acuerdo lo que contesté, en caso de haber contestado. Mi mente estaba en otras cosas.
Volví a Buenos Aires por dos o tres días, entre Navidad y Año Nuevo. Fui al diario La Nación y entregué un cuen­to a Eduardo Mallea, director del suplemento literario. Mallea, emergiendo de su habitual reserva, me felicitó por estar de «novia» con Borges. No supe cómo esto había podido llegar a sus oídos... Yo no lo había comenta­do. Además, no me consideraba «novia» de Georgie, a quien no vi en esos días.
Un curioso noviazgo, en verdad.


En febrero de 1946, Perón ganó las elecciones. Fue inútil para la oligarquía su unión con los radicales, los despreciados radicales de quince años atrás, cuando el general Uriburu derrocó al presidente radical Irigoyen.
Borges ignoraba mis movimientos en el Uruguay, pero husmeaba algo, y no se equivocaba. Yo volví a Buenos Aires en los primeros días de abril. Acaso él se sentía vagamente culpable en relación a mí. Parecía preocupado e incómodo. Mi madre me dijo que, en los dos últimos meses, él había venido casi todas las ma­ñanas a hablar con ella y le preguntaba una y otra vez cuándo iba a volver yo de mis largas vacaciones. En cuanto llegué, él telefoneó para decirme que quería verme inmediatamente, que tenía algo muy importan­te que decirme. Nos citamos esa noche a la salida del subterráneo de Constitución, pero él se presentó en casa una hora antes.
Esta vez no hicimos la caminata habitual hasta el Par­que Lezama, Constitución o la Costanera, sino que dimos vueltas a las manzanas que rodeaban mi casa. Recorri­mos Independencia, Tacuarí, Chile, Carlos Calvo, volvi­mos a Independencia y contemplamos la reja de la igle­sia de la Concepción (esa reja, hoy derribada, que él menciona en El Zahír).
Borges estaba nervioso y recitaba los poemas que tan­to le gustaban.
Finalmente me dijo que quería pedirme algo, un gran favor, algo fuera de lo común, tremendo. Pensé que, des­pués de más de un año en que había tenido tiempo para reflexionar, iba a pedirme que tuviéramos relaciones físi­cas. Y me dispuse a mantener mi parte del pacto.
Pero me pidió otra cosa. El hecho de que yo haya creí­do tan fácil lo que supuse muestra hasta qué punto esta­ba alejada de los problemas reales de él, hasta qué punto era yo egoísta e insensible.
Me repitió, explayándose, lo que me había escrito en una de sus cartas más apasionadas, la carta en que dice: «...casi lloré al pasar por el Parque Lezama», añadiendo que «mis cuentos me han ayudado a vivir; mis obsesio­nes me han dado muerte». Insistió: con mi ayuda él po­dría vencer esas obsesiones.
Repitió que me quería y que podíamos ser muy feli­ces. Las «admirables noticias» mencionadas en esa carta se referían a la posibilidad de ganar más dinero, algo que hubiera facilitado el matrimonio. Compren­día que yo tenía razón, que debíamos tener relaciones previas. Pero añadió que él era prisionero «de sus fan­tasmas».
No supe qué decir. Yo no podía amar a Borges como él quería ser amado. Él tenía que ser amado de acuerdo a la forma que le imponía su ser profundo. Muchos años después, tras vicisitudes y sufrimientos, habría de encontrar el amor que necesitaba: la total entrega espiritual. Yo só­lo podía prestarle mi cuerpo, pero esto no era bastante y, en último término, las circunstancias se complicaron y ni siquiera eso pude darle.
Me dijo que había pensado todo el tiempo en la respuesta que yo le había dado al proponerme él matrimonio en aquel banco entre Mármol y Adrogué. Hacía ya varios meses que estaba visitando a un «psicólogo» -no usó la palabra «psicoanalista»-, el doctor Cohen-Miller. El doctor Cohen-Miller ya había analizado al escritor Manuel Peyrou, gran amigo suyo, que también padecía de desajustes psicológicos. Cohen-Miller le había pedido que me llevara a hablar con él, ya que en ese momento del análisis mi presencia era necesaria. Borges subrayó la im­portancia de esto. Al parecer, mi visita a su psicólogo era «un gran favor». Le dije que lo haría con gusto. Y era cier­to. Tenía curiosidad y quería ayudar a Georgie. En mí hay algo de Sherlock Holmes; me gusta indagar los motivos profundos del prójimo. Me gusta la aventura y esta inda­gación del alma de los demás es una aventura grande y peligrosa. Además, quería serle útil, darle lo que podía darle.
Yo sabía, como lo he dicho en el tercer capítulo de es­te ensayo, que la iniciación del varón argentino es algo brutal, grosero, que las costumbres han establecido una especie de militarización del sexo en este militarizado país. La pérdida de la virginidad para los jóvenes en un burdel es compulsiva a los catorce años; el matrimonio y la procreación son compulsivos a los veintitrés. Se pro­cura suprimir toda fantasía, toda iniciativa en este terre­no. El ejercicio sexual, no desvirtuado del todo por los sa­cerdotes, que lo consideran pecaminoso pero tentador, es despojado por los militares de su halo turbador y se con­vierte en una actividad «higiénica y necesaria» de todo varón. Y en la Argentina, como sabemos, las soluciones militares siempre se han impuesto a las otras, a veces hasta a las eclesiásticas.
Naturalmente, esta «formación» -que es una deforma­ción- crea toda clase de traumas e incomunicación entre hombre y mujer, empezando en el mismo plano físico.
El doctor Cohen-Miller había llegado a una encrucija­da en su análisis y deseaba mi colaboración, Borges la pe­día. Su consultorio estaba en la calle Piedras -o Chacabuco-, creo, entre Alsina e Hipólito Irigoyen. Más tarde se mudó a la avenida 9 de Julio, donde tres años después tuve una segunda entrevista con él.
El doctor Cohen-Miller era un hombre afirmativo, de mente práctica, muy directo y aplomado. Como casi to­dos los judíos, era básicamente un intelectual y admira­ba a Borges.
Su idea era que, al ayudar a Borges a emerger de su «infierno», la literatura argentina se iba a ver beneficia­da. Él no suponía ni por un momento, cómo tal vez otros analistas podrían creer, que el hecho de liberar a Borges de sus obsesiones podía disminuir sus poderes creadores. Por el contrario, él creía que el talento de Borges necesi­taba latitud, salir al aire libre y vivir. En su planteo había sólo una falla: el hecho de que yo lo fuera a ver le hizo creer que estaba interesada en normalizar mis relaciones con Borges. El malentendido había sido creado por el mismo Borges, quien había tomado al pie de la letra mis frívolas palabras en aquel célebre banco en las afueras de Adrogué. Para mí ésta era una aventura que estaba dispuesta a vivir hasta sus últimas consecuencias, pero que no me afectaba en lo más íntimo.
El doctor Cohen-Miller me dijo lo siguiente:
Borges distaba mucho de ser impotente, pero en el plano físico era víctima de una exagerada sensibilidad, un temor al sexo y un sentimiento de culpa. La excesiva sensibilidad podía irse normalizando con el andar del tiempo, a medida que él se adaptara a los hechos reales; el miedo iba a desaparecer por el matrimonio, que también aliviaría considerablemente la sensación de culpa. Para llegar a una relación normal lo mejor para Borges era ca­sarse, ya que el matrimonio era un elemento importante en el contexto de su culpa.
Más adelante me relató una penosa experiencia de Bor­ges en su primera juventud: en Ginebra, cuando tenía die­ciocho o diecinueve años, Borges era un adolescente sen­sible, con dificultades de visión y de elocución. Alarmado por la timidez de su hijo, Jorge Borges preguntó a Georgie un día si había tenido ya contacto con una mujer. La pre­gunta, como he dicho, era casi normal en esa época. Geor­gie contestó que nunca había estado con una mujer. Como muchos otros caballeros argentinos de su generación, el señor Borges pensó que la situación debía solucionarse cuanto antes. Su hijo estaba retardado en el calendario. Del mismo modo que la virginidad de las mujeres debía guar­darse a cualquier precio -un precio que incluía el onanis­mo, las prácticas lésbicas, la sodomía-, los varones debían iniciarse lo más pronto posible. Georgie había sobrepasa­do en varios años la edad establecida.
El señor Borges dijo a su hijo que él iba a tomar el asunto en sus manos. Tal vez el fantasma de la homose­xualidad cruzó por su mente, llenándolo de pánico, impidiéndole comprender que lo que estaba planeando en ese momento estaba más cerca de la homo que de la heterosexualidad. Era un gesto para los hombres, una demostración ante ellos de que uno pertenecía al clan de los varones. No era un gesto para acercarse a las mujeres, si­no un acatamiento del mundo masculino y sus exigencias. Seguramente se mostró severo. Tal vez reprochó a su hijo el largo tiempo que se había tomado en asumir su virilidad. Cohen-Miller creía que el padre se había mos­trado apremiante. Estaba muy bien vivir en las nubes, in­teresarse en los libros y en los arcanos del universo, pero ante todo un hombre tiene que ser un hombre. Y, para los sudamericanos, no hay más que una manera de probar la hombría. Por otra parte, ¿cómo era posible que Georgie no hubiera reaccionado ya ante las presiones que exi­gen la desfloración de un adolescente en un lupanar? ¿Cómo era posible que Georgie no se sintiera incómodo por su desajuste ante la sociedad? Los tropismos tribales de la llanura a la cual se llega por un río «de sueñera y de barro» se imponían una vez más. Una cosa es lo que se lee en los libros; otra es la realidad. Hacia 1920 había es­critores, libros, movimientos que se oponían a las profun­das verdades viscerales de las pampas. Pero no había que tomarlos en cuenta. Eran un ornamento, algo que demos­traba la cultura y el refinamiento de los argentinos, pero no eran la verdad. La verdad era la iniciación forzada, el movimiento mecánico del macho trepado al cuerpo de una hembra alquilada, el rencor implícito y el desprecio a esa mujer por ser mujer.
De tal modo que, con este enredo dentro de su confun­dida alma, el señor Borges anunció a su hijo, pocos días después, que había encontrado la solución para su caso. Le dio una dirección y le dijo que debía estar allí a una hora determinada. Una mujer lo estaría esperando.
Georgie salió a pie, como ya era su costumbre, para considerar la situación y llegar al lugar del modo más na­tural, sin apremios ni presiones. Estaba abrumado por los reproches de su padre. Tal vez en Georgie, normal­mente tan sometido, se produjo una oscura rebelión de la carne contra el acto que le imponían; tal vez la certeza del fracaso estuvo en él antes del fracaso. Tal vez ese fra­caso haya sido su manera de oponerse a lo que rechaza­ba hondamente en su alma y sus entrañas. En todo caso, una idea le cruzó la mente: su padre le había ordenado acostarse con una mujer que él, Georgie, no conocía. Si esa mujer estaba dispuesta a acostarse con él era porque había tenido ya relaciones sexuales con su padre. Esta clase de favor íntimo -aunque se trate de una prostituta- no puede pedírsele a nadie con quien no se tengan con­tactos íntimos. Su razonamiento fue lógico y preciso; tal vez no haya sido cierto, pero fue lo que él creyó. Él no te­nía ninguna duda al respecto.
Llegó a la casa, vio a la mujer y, como era natural, no pasó nada.
Aparte de la brutalidad del hecho escueto -suficiente para provocar impotencia en un adolescente de senti­mientos delicados-, allí estaban las imágenes que surgían en su mente. La mujer que se le ofrecía era una mujer que él iba a compartir con su padre. La reacción de su cuer­po y su alma fue natural. Éste era su «destino sudameri­cano» de fracaso y de muerte, como habría de decirlo en su célebre Poema conjetural, donde tantas cosas acechan entre líneas. También fue, sin que él lo supiera, una pro­testa, un desafío. Demostraba así que él, Jorge Luis Borges, era diferente, que a él había que aplicarle otros cá­nones.
Pero esto quedó ahogado en algún repliegue de su mente, oculto en el centro del laberinto. Lo que salió de aquí, ruidosamente, fue la más humillante de las pala­bras: impotencia. Nadie pensó -pese a que las teorías y los métodos de Freud estaban ampliamente difundidos en esos días- en los aspectos puramente psíquicos del problema. Sus padres pensaron, con la habitual grosería de esa generación materialista, que estaban ante un caso de deficiencia física. Tónicos, reconstituyentes, medica­mentos le fueron dados para fortalecerlo; tenía un híga­do débil... ¿No sería el hígado la causa? En consecuen­cia, se le hizo un tratamiento por deficiencia hepática. Era una falla del cuerpo, no un repliegue del alma.
Quedó doblemente humillado. No había podido cum­plir la orden de su padre; era un incapaz, un impotente.
Ya he dicho que no era esto lo que pensaba el doctor Cohen-Miller. Con la manera cruda y directa de los mé­dicos al tratar estos temas, me dijo: «Creo que si esto se arregla, y si usted colabora, se va a arreglar, tendrá usted hombre por muchos años».
Tenía motivos para confiar en sus poderes. Gracias a su tratamiento, Georgie estaba haciendo lo que nunca había hecho, lo que ninguno de sus amigos hubiera soñado un año atrás: hablaba en público.
A decir verdad, los peronistas contribuyeron a este triunfo de Cohen-Miller al privar a Georgie de su modesto empleo en la biblioteca de Boedo. El dinero que ganaba como asesor en la Editorial Emecé no era suficiente. Y los peronistas lo obligaron a renunciar cuando cambia­ron su cargo de auxiliar de biblioteca por el de «inspec­tor de gallineros en los mercados».
Haré aquí una digresión. Borges siempre creyó que Perón había intervenido personalmente en este nombra­miento ridículo... o quiso creerlo. Lo cierto es que Pe­rón nada había tenido que ver en esto. Es muy posible que el nombre de Borges, como el de cualquier otro es­critor nacional o extranjero, le fuera desconocido. Bor­ges fue nombrado inspector de gallineros por un intelec­tual, uno de los pocos del movimiento, que tenía gran poder en la Municipalidad, uno de los hombres de Evi­ta. Este hombre quiso hacerle una broma pesada a un ene­migo político.
Una institución privada, el Colegio Libre de Estudios Superiores, le propuso una serie de conferencias. Acica­teado por el doctor Cohen-Miller, Borges preparó cinco o seis conferencias y aprendió de memoria los textos. So­lía recitarlos con sus amigas, mientras daba vueltas a la manzana donde estaba el edificio del lugar en que iba a hablar, generalmente la Sociedad Científica Argentina, en la avenida Santa Fe.
La primera conferencia le costó un tremendo esfuerzo, pero acatando las órdenes de su médico y ayudado por una copita de caña de durazno oriental -que le fue dada por la poetisa uruguaya Ema Risso Platero-, muy efectiva en el organismo de un abstemio total, logró ha­blar y siguió hablando por el resto de los cuarenta años de vida que aún le quedaban.
Al principio la caña fue necesaria antes de cada confe­rencia; muy pronto pudo prescindir del estimulante. Co­mo ya he dicho, las drogas o el alcohol no tenían ningún poder sobre él.
Inesperadamente, su leve tartamudeo, su voz vacilan­te, una manera de exponer como si cuestionara el punto tratado, su carencia de afirmación, su timidez, gustaron. Después de la primera conferencia, la cantidad de públi­co se duplicó y siguió creciendo, aumentando las ganan­cias del conferenciante, que tenía un porcentaje sobre las entradas. Por primera vez en su vida, contó con una có­moda cantidad de dinero en su bolsillo.
Fue el comienzo de su popularidad, el despuntar del mítico Borges, el Conferenciante, el profesor, el Maestro. El autor de esta transformación fue el desconocido doc­tor Cohen-Miller.
En la vida de Georgie fue un gran momento, la prime­ra campanada de su liberación. Pero iba a pasar mucho tiempo antes de que sonara el carillón.
Cohen-Miller estaba convencido de que, si había sido capaz de hablar en público, también Borges era capaz de llevar una vida sexual normal. «No me sorprendería que resultara ser más capaz en este sentido que muchos hom­bres», me dijo. Insistía en el punto. Borges, un hombre convencional en la superficie, vivía bajo el lastre de un mandato. Su padre le había ordenado que fuera un hom­bre. Asimismo, necesitaba casarse para contar con la aprobación de la sociedad; como hombre casado le iba a resultar más fácil librarse de su sensación de culpa. ¿En­tendía yo el punto? ¿Por qué no casarse enseguida, de­jando de lado la prueba previa? Le contesté que yo esta­ba dispuesta a ayudar a Georgie e ir muy lejos en este sentido, pero que el casamiento, al menos por el momen­to, era otra cosa. Yo no podía verlo como marido. Cohen-Miller dejó de insistir. Me dijo que tratara de inspirarle confianza, que fuera tierna con él. Él creía que, con la su­ficiente paciencia, todas las obsesiones de Georgie iban a desaparecer. Y añadió: «Piense en su patria, piense en la literatura argentina. Se lo aseguro: no tendrá que arre­pentirse».
En esta larga conversación, el doctor Cohen-Miller no mencionó ni una sola vez el fuerte vínculo que unía a Georgie con doña Leonor. Tal vez adivinó el antagonismo que ya existía entre ella y yo y no quiso aumentarlo. Pro­bablemente pensó también que, si Borges lograba nor­malizar su vida, la abrumadora influencia de su madre iba a irse diluyendo naturalmente, que iba a dejar de ac­tuar como un niño detenido en su crecimiento.
Creo que Cohen-Miller acertó en su diagnóstico. Mu­chos años después Borges me dijo que había tenido rela­ciones sexuales con una o dos mujeres. No tengo motivos para dudar de sus palabras.
A pesar de que en una de sus cartas habla de su «reno­vado valor», este valor no fue suficiente para cruzar la barrera en mi caso. Y yo nunca he sido una mujer emprendedora en este sentido, ni he necesitado serlo.
Su inhibición es fácil de comprender. Él quería mi amor. Yo no se lo podía dar. Estábamos en un callejón sin salida, ya que él no estaba dispuesto a aceptar nada menos.
A todo esto, hubo cambios en mi vida. Conocí a un hombre. Durante tres años me alejé de mis amigos y de mi medio. Me porté mal con Borges. Su desesperación me conmovía, pero yo no podía hacer nada: estaba ena­jenada. Fue una experiencia muy negativa, que me de­mostró que las cosas en la vida no eran como yo las ha­bía imaginado.
Tres años después, cuando volví a ponerme en contac­to con mi grupo de amigos, Borges me pidió que volvie­ra a verme con Cohen-Miller. Pero algo se había roto en­tre nosotros. Él ya no confiaba en mí, ni siquiera como amiga. Por otra parte, en esos tres años su madre no ha­bía estado inactiva.

Hay que dejar algo en claro: no fue doña Leonor quien castró a su hijo. Quien lo hizo fue su padre. Pero ella aprovechó las debilidades de Georgie y lo hizo desdicha­do como ser humano. A fin de cuentas, él nunca habría podido ser el Jorge Luis Borges que conoce el mundo sin la rudeza, la crueldad, la devoción, la atención total, la inquebrantable sed de poder de su madre.

lunes, 20 de abril de 2020

BORGES A CONTRALUZ. (FRAGMENTO). ESTELA CANTO.





Nuestra amistad se inició aquella noche de verano, en diciembre, cuando anduvimos cincuenta cuadras y nos sentamos en los peldaños del teatro griego del Parque Le­zama. Digo «amistad» porque para mí no fue otra cosa. Sobre mí él proyectó sus sueños o, mejor dicho, sus an­helos no conscientes de rebelión o de cambio.
Desde un principio hubo malentendidos entre noso­tros. Cada mañana, cuando llegaba a casa con una nove­la de Henry James o de Gustav Meyrink en el bolsillo, te­nía la actitud del festejante inoportuno que teme ser rechazado por la señorita cortejada. Esto era irritante. Él tenía cuarenta y cinco años; yo, veintiocho. Edad sufi­ciente para prescindir de estas tonterías, sin duda. Yo es­peraba franqueza y claridad, pero él prefería mantener las distancias, y yo, que no me sentía atraída por él como hombre, pero sí halagada por su interés, acepté tácita­mente la situación.
Nuestros primeros desentendimientos fueron literarios. Aunque me sentí conmovida por ciertas tiradas líri­cas de Youth o Heart of Darkness, él no logró transmitirme su entusiasmo por Conrad o por Stevenson. Y yo tam­poco pude hacerle cambiar la opinión muy mala que tenía de Thomas Mann, uno de mis autores predilectos, o reconsiderar la indiferencia injusta, casi hostil, que mostraba por Tolstoi, Dostoievski, Chéjov y rusos meno­res. Para él toda la literatura rusa se reducía a La dama de pica, de Pushkin.
En relación a Henry James, casi tuvimos una pelea. Nunca he podido apreciar al retorcido y trabado Henry James; sus argumentos sentimentales, envueltos en una prosa intrincada y llena de rodeos, me parecen, en el pla­no literario, el equivalente de una reacción de miedo. De­cidí tocar un punto sensible. Yo sabía que Borges tenía en gran estima a los autores «viriles» (Conrad, Chesterton, Melville, Quevedo) y despreciaba lo que él conside­raba «literatura para mujeres».
«Los argumentos de James -le dije- son los mismos de los cuentos que se leen en las revistas femeninas, sólo que rarificados y enmarañados hasta el punto en que no se los reconoce.»
Esto le llegó. Se enfureció y habló un buen rato, sin perdonarme las sarcásticas observaciones que mi inso­lencia merecía. Sin embargo, yo sentí que estaba tratan­do de convencerse a sí mismo, de extraer la espina insi­diosa que yo había plantado en sus opiniones hechas.
En literatura lo conmovían los momentos culminan­tes. Nunca escribió una novela y sospecho que este lector voraz fue un lector de novelas muy insuficiente, no enteramente honesto. Una novela es básicamente una conti­nuidad; es una llanura, no una cumbre. Y él sólo se incli­naba ante los morceaux de bravoure: la continuidad lo aburría. En una novela él aislaba una situación y desa­tendía a todo el resto. Precisamente en una novela «feme­nina» que estuvo de moda esos años, Fanny by Gaslight, de Michael Sadleir, había una «situación» que concitaba su unilateral atención.
Esta situación repetía con pocas variantes el caso de Maisy, una niña de nueve años, en What Maisy knew, de Henry James. Maisy es llevada por su padre divorciado a su garçonnière. El autor describe la atmósfera suntuosa, mullida, extravagante y exótica del lugar a través de los ojos de la niña, como un lugar encantado en un cuento de hadas, y es al lector a quien le corresponde deducir qué es este lugar mágico. Similarmente, la niña Fanny en la novela de Sadleir vive en una especie de café-concert equí­voco, pero es a través de diversos episodios que aluden al hecho, visto con los inocentes ojos infantiles, como el lec­tor empieza a entender.
Me trajo la novela. Lo que a él le interesaba quedaba agotado en las primeras cuarenta páginas. Fanny by Gas­light tiene cerca de quinientas. Fanny descubría que era hija bastarda; más tarde iba a trabajar como criada en la casa de su padre, casado con una mujer que no era su madre; tenía amoríos; quedaba encinta, etc. ... Es decir, le ocurrían las muchas cosas que suelen ocurrir a las heroínas de esta clase de novelas. Borges había decidido ignorar las cuatrocientas cincuenta páginas que compo­nían la historia de Fanny, una novela de ambiente victoriano que presenta el agobiante mundo de aquellos días para las mujeres de condición social modesta. De to­do esto, Borges no tenía ni la más remota idea; si se le se­ñalaba el punto, demostraba desinterés y la cosa termi­naba ahí.
Yo no esperaba que él simpatizara con las desventuras de Fanny, pero su indiferencia ante el marco común y ge­neral de un argumento fue una sorpresa para mí. Había en esto algo infantil e inhumano y -si bien adiviné que su peculiar talento traía consigo, de algún modo, esta obnu­bilación- me quedó la impresión de una deficiencia hu­mana.
Otro motivo de desacuerdo fue un film que había sido estrenado en Buenos Aires antes de la guerra, el celebra­do y magnífico Alejandro Nevski. Los dos lo habíamos vis­to ya varias veces; en el año 1945 se seguía proyectando y fuimos a verlo juntos. El film cuenta, como se sabe, la derrota que inflige el príncipe Alejandro Nevski a los Caballeros Teutónicos cuando éstos tratan de invadir Rusia en el siglo XIII. La gente iba al cine a ver una película y se encontraba con una obra de arte mayor. Muchas cosas se han dicho de Alejandro Nevski: es el triunfo de la sen­cillez sobre la complicación, de la madera sobre el acero, de la agricultura sobre la industria, del Eterno Femenino ruso sobre el principio masculino del depredador germá­nico, de la estrategia circular del rodeo y el vacío sobre la táctica lineal de la cuña... Eisenstein es el típico artista bizantino, con sus enormes figuras planas y el santo y nimbado Alejandro Nevski como Cristo Pantocrátor... La música de Prokofiev... Estas indagaciones, sutiles o meramente preciosistas, acertadas o erróneas, no interesa­ban a Borges en lo más mínimo. Tampoco le interesaba la resonancia política que podía tener el film en esos mo­mentos. Una única cosa lo embelesaba: la carga de los Teutones, con los yelmos cubriéndoles las caras y sus es­pléndidas capas blancas, cabalgando incesantemente al ritmo en crescendo de la música. El interés de Borges cul­minaba en el momento en que Alejandro Nevski, que ha estado observando el avance del enemigo desde un eleva­do promontorio rocoso, da la orden a sus campesinos-sol­dados: «Dejad penetrar la cuña. Los teutones siempre ata­can de este modo».
Vimos juntos el film en los últimos meses de la gue­rra, cuando todavía estaba vivo el recuerdo de la cuña de Stalingrado. El paralelismo se imponía. Pero él lo re­huía. Por cierto, la alusión política no era forzada, pero él miraba al vacío o cambiaba de tema cuando yo lo ha­cía. Admiraba ciertas imágenes de Alejandro Nevski y sospechaba que mi entusiasmo no era puramente esté­tico. No estaba a favor ni de los alemanes ni de los rusos; se sentía conmovido por aquella carga de caballe­ría. Eso era todo.


El amor de Borges era romántico, exaltado, tenía una especie de pureza juvenil. Al parecer, se entregaba com­pletamente, suplicando no ser rechazado, convirtiendo a la mujer en un ídolo inalcanzable, al cual no se atrevía a aspirar. No era sentimental, sino lírico. Pero yo no podía amarlo.
Al llegar a este punto debo disculparme. Tengo que ha­blar de mí misma. Éste es un estudio sobre Borges y mi vida personal sólo debe intervenir cuando entra en contacto con él. Para aclarar la situación a la que me estoy refiriendo, tengo que hablar ahora de mí. Sólo repetiré esto cuando sea imprescindible.
Yo tenía veintiocho años cuando encontré a Borges. Del amor conocía «los arquetipos y los esplendores», también los desentendimientos, los errores, las fuerzas ciegas que se apoderan a veces de nosotros. En otro ni­vel, estaba al tanto de sus aspectos más ligeros. Había lle­vado una vida agitada y me sentía atraída por la aventura. Además, pertenecía a un medio social que no era el de las mujeres que conocía Borges.
Mi familia era oriunda del Uruguay, un país liberal por tradición, donde aún ahora se encuentran rastros de la ma­sonería, alguna vez muy influyente. La familia de mi ma­dre -cuyos apellidos son mencionados en una de las car­tas que me escribió cuando paraba en la finca del escritor comunista uruguayo Enrique Amorim, gran amigo suyo-había tenido tierras sobre los ríos Uruguay y Daimán. Pe­ro todo esto era una historia vieja. Cuando Borges me co­noció, yo era una mujer que había estado trabajando des­de los veinte años. Había pasado por oficinas, había hecho un poco de publicidad, corretajes, había pasado brevemen­te por estudios de cine y estaciones de radio y me había ga­nado la vida, bastante mal, a decir verdad, pero esto me había dado cierta independencia. En ese momento hacía traducciones para la Editorial Emecé. Toda mi vida había leído mucho. También, tímidamente, escribía.
Las mujeres que trataba Borges eran por lo general se­ñoras muy católicas, desdichadas en su vida matrimonial, que se consolaban practicando actividades artísticas o fi­lantrópicas, o doncellas, ya no jóvenes, con algún noviaz­go fallido detrás. Eran mujeres cultivadas, amables y con­vencionales. En cambio, yo tomaba muy en serio lo que leía, lo aplicaba literalmente a la vida y sentía un sincero horror por cualquier convención.
Borges me situó, sin pensar más, entre las muchachas de buena familia «venidas a menos». Mi familia, que ha­bía tenido un nivel holgado en vida de mi padre, pasaba por dificultades económicas en esos días. La conciencia de esta inferioridad (especialmente humillante en la Ar­gentina, un país muy atento al dinero propio y ajeno) creaba una fuerte inhibición. De aquí mi timidez circuns­tancial, que Borges interpretó erróneamente como un rasgo permanente de mi carácter. Por otra parte, yo era una mujer atrayente. No me pasaba por la cabeza que el amor pudiera tener algo que ver con el matrimonio o el dinero. Me gustaban los hombres libres y con gusto por la aventura, como yo. Naturalmente, casi todos eran ex­tranjeros... y no siempre libres y aventureros.
La actitud de Borges hacia mí me conmovía. Me gus­taba lo que yo era para él, lo que él veía en mí. Sexualmente me era indiferente..., ni siquiera me desagradaba. Gozaba de su conversación, pero su convencionalismo me agobiaba. Sus besos, torpes, bruscos, siempre a des­tiempo, eran aceptados condescendientemente. Nunca pretendí sentir lo que no sentía.
Esta era la mujer que Borges conoció en el invierno austral de 1944. Yo no me negaba al coqueteo, pero no tenía intenciones de cambiar mi vida o limitarla. Me sentía joven, fuerte, capaz de vivir la vida que había elegido.


Dos cosas me llamaron la atención:
1) Nunca repetimos la larga charla de nuestro primer encuentro, cuando nos demoramos en el Parque Lezama hasta el amanecer. Ahora teníamos nuestras conversacio­nes entre las siete y las diez de la noche, caminando por las calles o comiendo en un restaurante. En ocasiones, después del cine, por sugerencia mía, entrábamos a al­gún café para seguir charlando o comentar el film, y yo lo sentía nervioso y tenso, como preocupado por la hora avanzada.
2) En cualquier restaurante en que estuviéramos, des­pués de hacer él su consabida enumeración al mozo: -«Caldo con arroz, un bife muy hecho, queso y dulce de membrillo..., con grandes cantidades de agua», menú que yo no compartía-, se levantaba a fin de hacer una lla­mada telefónica. Ésta era siempre breve y él volvía a la mesa muy aliviado, como si hubiera cumplido con un de­ber. En los cafés estas llamadas eran infaltables; en dos o tres ocasiones, al volver a la mesa, había llamado precipitadamente al mozo para pagar la cuenta.
Una noche, en el restaurante del Hotel Comercio Larre de Constitución, yo fui al cuarto de señoras cuando él se levantó. Al pasar cerca del mostrador, donde esta­ba el teléfono, oí su voz: «Sí, sí, Madre... Sí..., de aquí vamos al Ambassador... Sí, Madre, sí... Estela Canto... Sí, Madre.»
La señora Borges se mantenía informada de cada uno de los pasos de su hijo. No estaba enferma ni se sentía nerviosa a causa de alguna situación inesperada. Éste era un procedimiento establecido. Su hijo la telefoneaba pa­ra darle cuenta de dónde estaba, con quién estaba, qué hacía y cuándo iba a volver a casa. El hecho de que él le dijera, antes de salir, lo que pensaba hacer esa noche no era suficiente. Ella debía estar informada al minuto de los movimientos de Georgie. También entendí el motivo de que me llamara todas las mañanas poco antes de las diez. La inevitable caída de la ficha era la prueba de que me llamaba de un teléfono público. De algún modo, yo había adivinado que era mejor no llamarlo a su casa. Y lo hacía muy rara vez.


En esos días Borges me llevó a la casa de su hermana Norah, la pintora.
El tema permanente de Norah eran unas típicas jovencitas pálidas, de perfil griego, dibujadas sobre fondos ro­sados o celestes, con balconcitos y galerías, alguna maceta, algunos floreros. La línea era pura y nítida; los colores, chatos y mitigados.
Norah era muy dulce, con una voz infantil y grandes ojos de color gris verdoso. A su manera, era tan rara co­mo su hermano, casi extraterrena. Su delicada pintura era estática. No exploraba nuevos caminos y estaba contenta con lo que había logrado en sus primeros años. Su pintura juvenil se había extendido hasta su madurez. Nada podía cambiar este mundo, deliberada­mente limitado.
Coloridas anécdotas circulaban sobre este desusado ser humano. En una ocasión, a la hora del almuerzo en una casa de gran tren, Norah, ante una fuente con un espléndido puchero (la versión argentina del cocido espa­ñol), después de contemplar la carne hervida, los chori­zos y morcillas, las batatas, los choclos, el repollo, el zapallo y los garbanzos, había exclamado: «¡Qué lindo! ¡Parece basura!» Una descripción inesperada, aunque perceptiva, de este celebérrimo plato.
En otra ocasión, en Mar del Plata, cuando Victoria Ocampo se había alejado para hacer una caminata por la playa, estalló una tormenta repentina. El viento soplaba y los carperos empezaron a levantar las tiendas; la gente se preparaba para irse. Sí, pero Victoria no había vuelto de su caminata. Alguien propuso a Norah que esperara a Victoria, que no podía demorar. Angustiada, Norah excla­mó: «¡Por favor, no me dejen sola con la inmensidad!» Y hasta el día de hoy nadie ha podido averiguar si se refi­rió a los elementos desatados o al efecto que producía la personalidad física y moral de Victoria.
Norah se mostró muy amistosa. Dijo que quería hacer­me un retrato y, sin más demora, fue en busca de papel y lápices. Esa única sesión fue suficiente. En su dibujo yo aparezco con una cara redonda (no es el caso) y la nariz de Guillermo de Torre (no es el caso). Pero captó algo de mi movimiento, mi mirada al sesgo y la caída del pelo. No se me parecía, pero era un bonito dibujo, hecho con imaginación, una imaginación que volaba en direcciones que no me eran afines.
Mientras yo posaba entraron sus hijos. Eran chicos adorables y bulliciosos, de unos siete u ocho años, espon­táneos y nada tímidos, como suelen ser los niños mima­dos cuando tratan de llamar la atención.
Su tío los quería mucho. A él le encantó el dibujo que había hecho Norah -que todavía guardo- y yo percibí cierto orgullo en él por el talento de su hermana. Comprendí que la quería mucho. Al salir de la casa, Georgie estaba en vena confidencial e hizo comentarios críticos sobre su cuñado. De algún modo, las ideas vanguardistas de Guillermo de Torre sobre arte y literatura no eran aprobadas.
Los intelectuales españoles de la generación de Guiller­mo habían quedado muy marcados por las ideas estéticas que Ortega y Gasset expone en Musicalia y La deshumani­zación del arte. Según la concepción muy «moderna» y «aristocrática» de Ortega, la Sexta sinfonía de Beethoven expresa las efusiones dominicales de un pequeño burgués ante la naturaleza y responde a sus ideas de la belleza pas­toral, mientras que L'aprés midi d'un faune está compuesta por un artista y es apreciada por una persona con gustos exquisitos y puestos al día. (La idea de Ortega, sin embargo, no tenía tantos adherentes. Ricardo Baeza, gran melómano, comentaba: «Ortega nunca había asistido a un concierto en su vida, pero en esos años se esperaba que pronunciara la palabra definitiva sobre todo orden de cosas. Escribió Musicalia... ¡que Dios se la haya perdonado! Y ya no volvió a oír más música».)
Otros intelectuales habían quedado muy impresiona­dos por este vanguardismo del maestro generacional. Guillermo estaba intensamente interesado en todos los ultraísmos y cubismos, en Dalí, en Stravinsky y sus dis­torsiones, en el dadaísmo y el surrealismo. Su cuñado consideraba que todo esto era una cháchara bastante ton­ta y esnob.
Añadía que Norah, la dócil Norah, había sido una ni­ña voluntariosa, traviesa, emprendedora, una especie de tomboy (usó la palabra inglesa). Era difícil creerle. Da­da la educación que había recibido, ¿cómo podía ser Norah de otro modo? Él no advertía que Norah estaba perfectamente contenta con las cosas como estaban y que su única ambición era ser una buena esposa y ma­dre. Pero Georgie echaba la culpa de esto a Guillermo de Torre, que quizá no hacía más que aceptar lo que No­rah había elegido.




domingo, 19 de abril de 2020

BORGES A CONTRALUZ. ESTELA CANTO. (FRAGMENTO).







En la Argentina que Borges encontró a su regreso las apariencias lo eran todo. La calle Florida -el Faubourg Saint Honoré de Buenos Aires- fue definida por Martí­nez Estrada como «un estado de ánimo».
Este estado de ánimo se sentía no bien se pisaban las primeras cuadras de Florida. Allí estaban la gran tienda de Gath & Chaves; el Pasaje Güemes, con su restaurante en el piso 14, el punto más alto de la ciudad, desde el cual podía verse el río y la costa oriental en días claros; la con­fitería L'Aiglon, con su pista de patinaje a ruedas que atro­naba en el primer piso y su cancha de bochas en el sóta­no. También estaba, en un rincón de Florida y Diagonal Norte, la Loba Romana, amamantando a Rómulo y Remo, más tarde trasladada al Parque Lezama.
El estado de ánimo en estas primeras cuadras, hasta la calle Corrientes, era bullanguero y alegre, con un toque de clase media consciente de su fuerza siempre que no intentara salir de sus límites; pero esta clase aspiraba a romperlos, a pasar al otro lado de Corrientes, donde im­peraba «otro» estado de ánimo, con el Bar Richmond y el imponente edificio del Jockey Club, donde generalmen­te había algunos caballeros maduros contemplando, ana­lizando y sopesando los méritos de las mujeres que pasaban, permitiéndose de cuanto en cuanto un discreto requiebro.
El nivel social se elevaba, pero sólo alcanzaba su pun­to culminante después de cruzar la calle Córdoba. Aquí estaban el Centro Naval, Harrods, el Plaza Hotel y la plaza San Martín, rodeada de las mansiones recién construi­das que imitaban a los palacios franceses.
Aquí las voces eran bajas, la elegancia de las mujeres sobria, no había nada chillón o colorido en estas manza­nas. Éste era un coto cerrado de amigos, de gente que se conocía entre ella, de «gente como uno».
Los que se atrevían a infringir la barrera de la calle Co­rrientes, viniendo del Sur, se sentían levemente incómo­dos a esta altura.


Cuando los Borges dejaron Palermo, fueron a vivir al Barrio Norte, donde cambiaron varias veces de casa y donde Georgie debe de haberse sentido dos veces deste­rrado.
A finales de la década de los treinta, cuando murió el jefe de familia, se instalaron finalmente en la calle de Maipú 994, en un apartamento que tenía alguna vista so­bre la plaza San Martín, a una cuadra de Florida. Fue el segundo exilio para Georgie. Él, que se había adaptado al barrio de Palermo, nunca se adaptó al Barrio Norte, al «estado de ánimo» de las últimas cuadras de Florida.
Era un apartamento pequeño: un living room de tama­ño reducido; un dormitorio diminuto, con una cama an­gosta, una mesa y una cómoda para Georgie; el dormito­rio de la esquina, el de la dueña de casa, con una gran cama de baldaquino que ocupaba casi toda la superficie del cuarto; la cocina y un cuartito de servicio. Norah, que se había casado con el escritor español Guillermo de To­rre, ya no estaba en la casa.
En la vida de Borges el Protestante, el Hombre de Le­tras, el hombre sensible, se había producido un nuevo cambio: el universo fijo que había aceptado se desmoro­naba. Del desconcierto en que estaba iban a ayudarlo a emerger dos personas: la mujer a quien está dedicada la Historia universal de la infamia y un joven que lo admira­ba profundamente, Adolfo Bioy Casares, quince años me­nor que él, que habría de convertirse en su amigo más cercano y colaborador literario.
A fin de poder vivir («hasta el día de hoy he engendra­do fantasmas; unos, mis cuentos, quizá me han ayudado a vivir», carta a E. C), empezó a buscar, tímidamente, el amor. Esta busca se revela en los numerosos nombres de mujeres a quienes dedicaba sus poemas y cuentos.
¿Cómo afrontó este joven tan sensible el encuentro con un país que todavía no había entrado en la Historia, esta regresión a la Edad de Piedra, este juego de apariencias por encima del vacío?
En cada argentino hay un anhelo desesperado de amar a su país, y Borges no fue excepción. Es una especie de furia, una mezcla de aspiración e impotencia, que en 1945 se iba a escribir con alquitrán en las paredes de Bue­nos Aires: «Somos la Rabia». Una rabia que quería impo­ner el amor a la fuerza, el amor a esa Argentina real que producía horror.
Volvamos al veintitantos.
Los años pasados en Europa habían sido un miraje y él quiso ahora que lo fueran. Y empezó a caminar por las calles de Buenos Aires, buscando respuesta a sus atormentadas preguntas. Mucho después habría de es­cribirme:
«Descubrir una ciudad [extranjera] sería, como dices, bastante mágico. Por suerte otra ciudad nos queda, nues­tra ilimitada, cambiante, desconocida e inagotable Bue­nos Aires».
Para Borges el misterio del mundo estaba encerrado en una biblioteca, cuyos libros había que leer atendiendo a las señales. El libro más extraño, en el momento, era Buenos Aires; en todo caso, era el que tenía a mano. De este modo empezó a distinguir los matices del laberinto, a reconocer rincones, detalles en los umbrales, olores, colores de san­gre en el poniente. Escribió un poema de unas pocas líneas sobre una carnicería, «más vil que un lupanar»; pero esca­pa de la atroz realidad con una metáfora:

«Una ciega cabeza de vaca
preside el aquelarre
de carne charra y mármoles finales
con la remota majestad de un ídolo».

En los poemas de Fervor de Buenos Aires, de Luna de en­frente encontramos la tristeza de los barrios pobres, que se refleja en las paredes rosas y manchadas que alargan los cre­púsculos del otoño. Y sentimos la presencia de la muerte.
Los ponientes desgarrados de la pampa ponen man­chas rojizas en las casitas que se atreven a elevarse en el llano, marcando el damero interminable que ha de tra­garlo todo. Una cárcel infinita y cambiante como las olas, las formas que creemos idénticas repeticiones de otras formas, la extensión limitada por una geometría impues­ta. Tenía que querer a su ciudad: no tenía nada más. Era el mandato.


Hay indicios de que los Borges estaban algo aislados cuando volvieron a Buenos Aires. El primer empleo de Georgie fue en Crítica, el audaz y escandaloso vesperti­no, antecesor de nuestra actual prensa amarilla. Crítica tenía tendencias izquierdistas y solía salir en defensa del hombre olvidado, el pisoteado, pero esto no le bastaba. Su generosidad se extendía a los criminales, injustamen­te perseguidos o no. Vendía muchísimos ejemplares y su especialidad eran las campañas difamatorias que podían suspenderse con dinero contante y sonante.
Crítica tenía una reputación espantosa entre la gente bien pensante, y el hecho de que el joven Borges haya te­nido su iniciación periodística en este diario innombra­ble, no en los respetados y respetuosos diarios de la ma­ñana, La Nación y La Prensa, indica una carencia de los necesarios contactos sociales.
Sin embargo, pese a toda su sordidez, Borges no guar­daba malos recuerdos de Crítica. Aprendió allí cosas y no se limitó a ver las apariencias. Incluso aprendió a tomar cocaína, entonces obtenible en cualquier farmacia, que sus compañeros de oficina se pasaban unos a otros como si ofrecieran pastillas de menta.
Se complacía en contar esta experiencia como un he­cho curioso, sorprendente para las nuevas generaciones. Él había aceptado la droga, pero no se había aficionado en lo más mínimo, ni siquiera había notado efectos espe­ciales: su imaginación no necesitaba estimulantes. Con­taba esto como un episodio corriente, sin denunciarlo o calificarlo; ni siquiera lo había considerado una prueba.
En el mundo cerrado de los Borges, con la muerte de la abuela en 1918 y un padre ciego y debilitado, surge una fi­gura que afirma su presencia: Leonor Acevedo. Es una mu­jer vivaz, de aspecto frágil, con una inquebrantable fuerza de voluntad. Como todos sus compatriotas, necesitaba un apoyo en el llano y lo encontró en el culto a sus antepasa­dos. Este culto, que nunca la abandonó, adquiere ahora un carácter obsesivo. Para nosotros, americanos del Norte o del Sur, que habitamos el borde occidental de Occidente, el culto de los antepasados es una escapatoria. Es un cul­to de muerte, ya que no existe un vínculo espiritual entre las generaciones, una continuidad. En las pampas cada in­dividuo está solo, allí ha caído y no hay lazos de ninguna clase. Pero Leonor Acevedo quería crear estos lazos. En los poemas de su hijo aparecen los «gauchos» que perseguían a los malones de indios y morían en vagas refriegas en nombre de una libertad inexistente.
Es verdad, él afirma que tiene «la carga de Junín en su sangre», pero está tratando tan sólo de entender. «La cau­sa verdadera / es la sospecha general y borrosa / del enig­ma del Tiempo; / es el asombro ante el milagro... / de que... / perdure algo en nosotros: / inmóvil (Final de Año, Obras Completas, pág. 30).
Éste es el eje inmóvil, al cual llega por medios que no son los de los místicos, el centro que se alcanza a veces en situaciones límites. Y el espíritu de este hombre, cuando pasaba por alto las estructuras tradicionales, enderezaba naturalmente hacia los extremos. Era un extremista nato.
En La Vuelta nombra «la casa primordial de la infan­cia» y comenta:

«¡Cuánta quebradiza luna nueva
infundirá al jardín su ternura,
antes que vuelva a reconocerme la casa
y de nuevo sea un hábito!».
(O.C., pág. 36.)

En Luna de enfrente encontramos una curiosa obser­vación:

«Pampa:
Yo sé que te desgarran
surco y callejones y el viento que te cambia.
Pampa sufrida y macha que ya estás en los cielos,
no sé si eres la muerte. Sé que estás en mi pecho».
(O.C., pág. 58.)

¿Quién es esta «Pampa macha», esta personificación femenina con su forzado adjetivo viril en un escritor que nunca escribe sobre mujeres, como no sea como complemento o pretexto para una situación dramática que prescinde de ellas? ¿Quién o qué es esta «Pampa sufrida y macha»?
El violento despliegue de color local cubre su resigna­ción. Las pálidas novias de los patios, al atardecer, son reemplazadas por una virilidad local y colorida, un sím­bolo vacío, un gesto en la nada.
En los años veinte Borges llevó la vida de los jóvenes literatos en todas las ciudades del mundo: tertulias en los cafés hasta el amanecer, intensas discusiones sobre todos los temas posibles, con la insaciable pasión intelectual de los hombres que empiezan a redescubrir la vida, como se hizo antes de ellos y como se hará después.
Buenos Aires era una ciudad literaria, y Borges, pese a su pasión solitaria por el mundo nórdico y anglosajón, fue esos años hombre de café, como suelen serlo los españoles y sudamericanos. Las historias de la literatura argentina hablan de dos grupos, el de Florida y el de Boedo (una calle de los arrabales) y ponen a Borges en el pri­mero, que habría sido el de los «burgueses liberales y ex­tranjerizantes», opuesto al populismo de derecha o de izquierda del otro grupo. En realidad, las cosas eran me­nos nítidas y las interferencias primaban sobre las distin­ciones. Uno tiene la impresión de que «Florida» y «Boedo» existieron más para los historiadores que para los supuestos protagonistas. La mezcolanza es el hecho pri­mordial y las divisiones y clasificaciones se imponen de afuera y se exageran, en parte para simular un pensamien­to que facilita así la tarea, en parte por mala fe. Borges, supuesto hombre de Florida, encontraba su inspiración en los arrabales indigentes; Leónidas Barletta, supuesto hombre de Boedo, nacido en las aristocráticas Cinco Es­quinas, siempre tuvo su teatro en el centro mismo de la ciudad.
Escindida o no, la vida intelectual de Buenos Aires ad­quirió otro carácter con la intervención de una mujer que provenía de los medios del poder y el dinero y a quien la revista Time describía en 1943 como «la imperiosa autó­crata de la vida literaria argentina; Victoria Ocampo, al­ta, siempre vestida de traje sastre».
Estimulada moralmente por sus prominentes amigos extranjeros, Victoria Ocampo fundó en 1931 la revista mensual Sur, que duró hasta los últimos años de la déca­da de los sesenta, un logro increíble en la Argentina -y ca­si en cualquier parte-. Sur publicaba mensualmente me­nos de 5.000 ejemplares y nunca pudo cubrir sus gastos de impresión y distribución, pero la fortuna personal de Victoria en los años treinta y cuarenta, resolvía tersamen­te estos pequeños problemas (que cesaron de ser peque­ños en los años cincuenta y se volvieron abrumadores en los sesenta).
Victoria era una mujer de gusto depurado, de gran re­finamiento, y su revista lo probaba ampliamente. Tenía un formato de alrededor de unos treinta por veinte centímetros y en la portada había una flecha apuntando ha­cia abajo donde el nombre estaba impreso nítidamente en grandes letras. Cada mes cambiaba el color de la portada. El papel era de excelente calidad. Los colaborado­res extranjeros eran los escritores más notables del día: André Gide, Virgina Woolf, Nicolás Berdiáev, Henri Michaux, Waldo Frank, el conde de Keyserling, Aldous Huxley, Ortega y Gasset, etc. Aunque Sur atendía tan sólo a la calidad literaria, fue hostil al fascismo en las décadas de los treinta y cuarenta y pasaba por «rosada» entre los na­cionalistas, que dejaron de colaborar en ella cuando se inició la guerra civil española. Sin embargo, diez años después, en tiempos de la guerra fría, Sur fue discreta pe­ro efectivamente maccartista y se fue librando de sus co­laboradores locales con tendencias de izquierda. Aunque oficialmente Sur no tenía una postura política decidida, fuera de su antitotalitarismo, Victoria obligó a renunciar a su secretario de redacción, José Bianco, en el cargo des­de hacía veinticinco años, cuando éste se tomó la liber­tad de aceptar una invitación para visitar la Cuba de Fi­del Castro.
Guillermo de Torre, cuñado de Borges, fue por breve tiempo secretario de redacción de Sur antes de José Bian­co. En esta revista habría de publicar Borges algunos de sus cuentos más ambiciosos, pero él nunca perteneció del todo al grupo de Victoria. No se sentía a gusto en casa de ella y lo decía a quien quería oírlo. Victoria tenía una per­sonalidad imponente, dominadora, y la atención genero­sa que prodigaba a los extranjeros célebres no se exten­día a sus compatriotas.
Muchos años después, cuando Borges era una estrella refulgente, ella se mostró más humilde, pero fue inútil. Cuando ella murió, en 1979, obligado a decir algo positivo, él sólo halló un motivo de elogio: Victoria había sido agnóstica en materia religiosa. En un país predominan­temente católico, éste era un elogio extraño, aunque él no lo sintiera como tal. Y subrayó que «había sido amigo de Silvina», la hermana de Victoria.
En la Argentina, los intelectuales son estimados sin ser leídos y sus ideas no se toman en cuenta para nada. Aun­que Borges ya tenía un nombre hacia finales de la década de los treinta, encontraba obstáculos cuando intenta­ba ganarse la vida. La mayor parte de los escritores sin medios propios practican la enseñanza en España y en América Latina, pero él tartamudeaba y carecía de los tí­tulos académicos requeridos. Su amigo Bioy Casares, cu­yo padre había sido ministro de Relaciones Exteriores en un gobierno anterior, le consiguió un empleo de segundo auxiliar en una biblioteca pública de Boedo.
En esta biblioteca escribió, en una hoja que lleva el membrete de la Municipalidad de Buenos Aires, una de las páginas de El Aleph.
El modesto cargo lo humillaba secretamente, pero le dejaba las mañanas libres, el horario no era demasiado estricto y podía disponer de un poco de dinero de bolsi­llo para invitar a sus amigas a comer e ir al cine. Esto y las librerías eran sus únicos gastos -literalmente-. Él no elegía su ropa, en parte por su mala vista, en parte por in­diferencia a todas las formas externas. Su madre, su her­mana y hasta su cuñado tenían que hacer esto por él. Y durante toda su vida fue un poco desaliñado, salvo en los últimos años, cuando Fanny, su ama de llaves, y María Kodama, su secretaria, tomaron en mano la situación.
En los años treinta, jóvenes sensibles y perceptivos se sintieron atraídos por las peculiares ideas poéticas de Borges, por sus atmósferas tan hondamente sentidas, desentrañando alusiones secretas en sus cuentos, escritos en un lenguaje preciso en el cual cada palabra era usada para expresar cosas que nadie había dicho antes. Sus al­bas, sus paisajes, sus casas y cementerios, sus calles, tan­to como sus tahúres y rufianes tenían una nueva dimen­sión en profundidad. Esta literatura trémulamente viva y cargada de emoción estaba controlada por un intelecto nítido que parecía verlo todo. Unos pocos sintieron entu­siasmo; todos estaban impresionados.
En 1937 Borges inició una página de comentarios de libros y autores extranjeros en un semanario mundano de gran venta, El Hogar. Aquí, entre páginas dedicadas a las bodas de la gente acaudalada, a las niñas debutantes, a alguna dama notoria por su cuenta de banco y su ele­gancia, empezó a escribir sobre Murasaki Shikibu, Paul Valéry y James Joyce. No le interesaba Joyce, pero la ce­guera del irlandés apelaba a su imaginación. La imagen del Bardo Ciego ya lo atraía en esos días.
Sus breves notas -sólo disponía de una página y debía comentar seis o siete escritores por vez- no pasaron inad­vertidas. Los argentinos de clase alta son intelectualmente curiosos y capaces de husmear nuevos valores, aunque sean incapaces de hacer algo positivo con ellos.
Por ese entonces tuvo un accidente: al bajar una esca­lera se golpeó la cabeza contra el batiente de una venta­na abierta. La herida se infectó y durante largos meses debió andar con la cabeza vendada. Las vendas se convirtieron en una especie de turbante y él reanudó su vida normal, recorriendo las calles con un atuendo que se parecía al de un swami. La herida dejó una profunda abo­lladura en el cráneo, pero su pelo liso y suave la cubría totalmente. Al referirse a esos días, recordaba que había debido caminar con bastón, ya que estaba casi ciego. Cuando yo lo conocí el bastón había sido abandonado; tampoco usaba anteojos, salvo en el cine. No le gustaban los anteojos: prefería su nebuloso mundo natural.
Durante este período de ceguera compuso momentá­neamente la figura que habría de mostrar al mundo mu­chos años después, ya viejo, temblequeante y glorioso: un ciego patético y translúcido, tanteando el camino con un bastón blanco, un humilde viejo que rogaba al transeún­te desconocido que lo ayudara a cruzar la calle, un poco Ulises mendigo en Ítaca, Edipo en Colona, un rey disfra­zado. Su vida se había convertido en una fábula. El mito no era una huida de la realidad, sino su culminación. La literatura no era el consuelo de los débiles, sino vida in­tensificada, vida exaltada y con sentido. «El hombre ves­tido de negro que viaja en tranvía» se había convertido en el Huésped venerado de todo el mundo. Pero todavía faltaba mucho para esto.

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Primera edición argentina: mayo de 1999
Derechos exclusivos de edición en castellano:
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