lunes, 20 de abril de 2020

BORGES A CONTRALUZ. (FRAGMENTO). ESTELA CANTO.





Nuestra amistad se inició aquella noche de verano, en diciembre, cuando anduvimos cincuenta cuadras y nos sentamos en los peldaños del teatro griego del Parque Le­zama. Digo «amistad» porque para mí no fue otra cosa. Sobre mí él proyectó sus sueños o, mejor dicho, sus an­helos no conscientes de rebelión o de cambio.
Desde un principio hubo malentendidos entre noso­tros. Cada mañana, cuando llegaba a casa con una nove­la de Henry James o de Gustav Meyrink en el bolsillo, te­nía la actitud del festejante inoportuno que teme ser rechazado por la señorita cortejada. Esto era irritante. Él tenía cuarenta y cinco años; yo, veintiocho. Edad sufi­ciente para prescindir de estas tonterías, sin duda. Yo es­peraba franqueza y claridad, pero él prefería mantener las distancias, y yo, que no me sentía atraída por él como hombre, pero sí halagada por su interés, acepté tácita­mente la situación.
Nuestros primeros desentendimientos fueron literarios. Aunque me sentí conmovida por ciertas tiradas líri­cas de Youth o Heart of Darkness, él no logró transmitirme su entusiasmo por Conrad o por Stevenson. Y yo tam­poco pude hacerle cambiar la opinión muy mala que tenía de Thomas Mann, uno de mis autores predilectos, o reconsiderar la indiferencia injusta, casi hostil, que mostraba por Tolstoi, Dostoievski, Chéjov y rusos meno­res. Para él toda la literatura rusa se reducía a La dama de pica, de Pushkin.
En relación a Henry James, casi tuvimos una pelea. Nunca he podido apreciar al retorcido y trabado Henry James; sus argumentos sentimentales, envueltos en una prosa intrincada y llena de rodeos, me parecen, en el pla­no literario, el equivalente de una reacción de miedo. De­cidí tocar un punto sensible. Yo sabía que Borges tenía en gran estima a los autores «viriles» (Conrad, Chesterton, Melville, Quevedo) y despreciaba lo que él conside­raba «literatura para mujeres».
«Los argumentos de James -le dije- son los mismos de los cuentos que se leen en las revistas femeninas, sólo que rarificados y enmarañados hasta el punto en que no se los reconoce.»
Esto le llegó. Se enfureció y habló un buen rato, sin perdonarme las sarcásticas observaciones que mi inso­lencia merecía. Sin embargo, yo sentí que estaba tratan­do de convencerse a sí mismo, de extraer la espina insi­diosa que yo había plantado en sus opiniones hechas.
En literatura lo conmovían los momentos culminan­tes. Nunca escribió una novela y sospecho que este lector voraz fue un lector de novelas muy insuficiente, no enteramente honesto. Una novela es básicamente una conti­nuidad; es una llanura, no una cumbre. Y él sólo se incli­naba ante los morceaux de bravoure: la continuidad lo aburría. En una novela él aislaba una situación y desa­tendía a todo el resto. Precisamente en una novela «feme­nina» que estuvo de moda esos años, Fanny by Gaslight, de Michael Sadleir, había una «situación» que concitaba su unilateral atención.
Esta situación repetía con pocas variantes el caso de Maisy, una niña de nueve años, en What Maisy knew, de Henry James. Maisy es llevada por su padre divorciado a su garçonnière. El autor describe la atmósfera suntuosa, mullida, extravagante y exótica del lugar a través de los ojos de la niña, como un lugar encantado en un cuento de hadas, y es al lector a quien le corresponde deducir qué es este lugar mágico. Similarmente, la niña Fanny en la novela de Sadleir vive en una especie de café-concert equí­voco, pero es a través de diversos episodios que aluden al hecho, visto con los inocentes ojos infantiles, como el lec­tor empieza a entender.
Me trajo la novela. Lo que a él le interesaba quedaba agotado en las primeras cuarenta páginas. Fanny by Gas­light tiene cerca de quinientas. Fanny descubría que era hija bastarda; más tarde iba a trabajar como criada en la casa de su padre, casado con una mujer que no era su madre; tenía amoríos; quedaba encinta, etc. ... Es decir, le ocurrían las muchas cosas que suelen ocurrir a las heroínas de esta clase de novelas. Borges había decidido ignorar las cuatrocientas cincuenta páginas que compo­nían la historia de Fanny, una novela de ambiente victoriano que presenta el agobiante mundo de aquellos días para las mujeres de condición social modesta. De to­do esto, Borges no tenía ni la más remota idea; si se le se­ñalaba el punto, demostraba desinterés y la cosa termi­naba ahí.
Yo no esperaba que él simpatizara con las desventuras de Fanny, pero su indiferencia ante el marco común y ge­neral de un argumento fue una sorpresa para mí. Había en esto algo infantil e inhumano y -si bien adiviné que su peculiar talento traía consigo, de algún modo, esta obnu­bilación- me quedó la impresión de una deficiencia hu­mana.
Otro motivo de desacuerdo fue un film que había sido estrenado en Buenos Aires antes de la guerra, el celebra­do y magnífico Alejandro Nevski. Los dos lo habíamos vis­to ya varias veces; en el año 1945 se seguía proyectando y fuimos a verlo juntos. El film cuenta, como se sabe, la derrota que inflige el príncipe Alejandro Nevski a los Caballeros Teutónicos cuando éstos tratan de invadir Rusia en el siglo XIII. La gente iba al cine a ver una película y se encontraba con una obra de arte mayor. Muchas cosas se han dicho de Alejandro Nevski: es el triunfo de la sen­cillez sobre la complicación, de la madera sobre el acero, de la agricultura sobre la industria, del Eterno Femenino ruso sobre el principio masculino del depredador germá­nico, de la estrategia circular del rodeo y el vacío sobre la táctica lineal de la cuña... Eisenstein es el típico artista bizantino, con sus enormes figuras planas y el santo y nimbado Alejandro Nevski como Cristo Pantocrátor... La música de Prokofiev... Estas indagaciones, sutiles o meramente preciosistas, acertadas o erróneas, no interesa­ban a Borges en lo más mínimo. Tampoco le interesaba la resonancia política que podía tener el film en esos mo­mentos. Una única cosa lo embelesaba: la carga de los Teutones, con los yelmos cubriéndoles las caras y sus es­pléndidas capas blancas, cabalgando incesantemente al ritmo en crescendo de la música. El interés de Borges cul­minaba en el momento en que Alejandro Nevski, que ha estado observando el avance del enemigo desde un eleva­do promontorio rocoso, da la orden a sus campesinos-sol­dados: «Dejad penetrar la cuña. Los teutones siempre ata­can de este modo».
Vimos juntos el film en los últimos meses de la gue­rra, cuando todavía estaba vivo el recuerdo de la cuña de Stalingrado. El paralelismo se imponía. Pero él lo re­huía. Por cierto, la alusión política no era forzada, pero él miraba al vacío o cambiaba de tema cuando yo lo ha­cía. Admiraba ciertas imágenes de Alejandro Nevski y sospechaba que mi entusiasmo no era puramente esté­tico. No estaba a favor ni de los alemanes ni de los rusos; se sentía conmovido por aquella carga de caballe­ría. Eso era todo.


El amor de Borges era romántico, exaltado, tenía una especie de pureza juvenil. Al parecer, se entregaba com­pletamente, suplicando no ser rechazado, convirtiendo a la mujer en un ídolo inalcanzable, al cual no se atrevía a aspirar. No era sentimental, sino lírico. Pero yo no podía amarlo.
Al llegar a este punto debo disculparme. Tengo que ha­blar de mí misma. Éste es un estudio sobre Borges y mi vida personal sólo debe intervenir cuando entra en contacto con él. Para aclarar la situación a la que me estoy refiriendo, tengo que hablar ahora de mí. Sólo repetiré esto cuando sea imprescindible.
Yo tenía veintiocho años cuando encontré a Borges. Del amor conocía «los arquetipos y los esplendores», también los desentendimientos, los errores, las fuerzas ciegas que se apoderan a veces de nosotros. En otro ni­vel, estaba al tanto de sus aspectos más ligeros. Había lle­vado una vida agitada y me sentía atraída por la aventura. Además, pertenecía a un medio social que no era el de las mujeres que conocía Borges.
Mi familia era oriunda del Uruguay, un país liberal por tradición, donde aún ahora se encuentran rastros de la ma­sonería, alguna vez muy influyente. La familia de mi ma­dre -cuyos apellidos son mencionados en una de las car­tas que me escribió cuando paraba en la finca del escritor comunista uruguayo Enrique Amorim, gran amigo suyo-había tenido tierras sobre los ríos Uruguay y Daimán. Pe­ro todo esto era una historia vieja. Cuando Borges me co­noció, yo era una mujer que había estado trabajando des­de los veinte años. Había pasado por oficinas, había hecho un poco de publicidad, corretajes, había pasado brevemen­te por estudios de cine y estaciones de radio y me había ga­nado la vida, bastante mal, a decir verdad, pero esto me había dado cierta independencia. En ese momento hacía traducciones para la Editorial Emecé. Toda mi vida había leído mucho. También, tímidamente, escribía.
Las mujeres que trataba Borges eran por lo general se­ñoras muy católicas, desdichadas en su vida matrimonial, que se consolaban practicando actividades artísticas o fi­lantrópicas, o doncellas, ya no jóvenes, con algún noviaz­go fallido detrás. Eran mujeres cultivadas, amables y con­vencionales. En cambio, yo tomaba muy en serio lo que leía, lo aplicaba literalmente a la vida y sentía un sincero horror por cualquier convención.
Borges me situó, sin pensar más, entre las muchachas de buena familia «venidas a menos». Mi familia, que ha­bía tenido un nivel holgado en vida de mi padre, pasaba por dificultades económicas en esos días. La conciencia de esta inferioridad (especialmente humillante en la Ar­gentina, un país muy atento al dinero propio y ajeno) creaba una fuerte inhibición. De aquí mi timidez circuns­tancial, que Borges interpretó erróneamente como un rasgo permanente de mi carácter. Por otra parte, yo era una mujer atrayente. No me pasaba por la cabeza que el amor pudiera tener algo que ver con el matrimonio o el dinero. Me gustaban los hombres libres y con gusto por la aventura, como yo. Naturalmente, casi todos eran ex­tranjeros... y no siempre libres y aventureros.
La actitud de Borges hacia mí me conmovía. Me gus­taba lo que yo era para él, lo que él veía en mí. Sexualmente me era indiferente..., ni siquiera me desagradaba. Gozaba de su conversación, pero su convencionalismo me agobiaba. Sus besos, torpes, bruscos, siempre a des­tiempo, eran aceptados condescendientemente. Nunca pretendí sentir lo que no sentía.
Esta era la mujer que Borges conoció en el invierno austral de 1944. Yo no me negaba al coqueteo, pero no tenía intenciones de cambiar mi vida o limitarla. Me sentía joven, fuerte, capaz de vivir la vida que había elegido.


Dos cosas me llamaron la atención:
1) Nunca repetimos la larga charla de nuestro primer encuentro, cuando nos demoramos en el Parque Lezama hasta el amanecer. Ahora teníamos nuestras conversacio­nes entre las siete y las diez de la noche, caminando por las calles o comiendo en un restaurante. En ocasiones, después del cine, por sugerencia mía, entrábamos a al­gún café para seguir charlando o comentar el film, y yo lo sentía nervioso y tenso, como preocupado por la hora avanzada.
2) En cualquier restaurante en que estuviéramos, des­pués de hacer él su consabida enumeración al mozo: -«Caldo con arroz, un bife muy hecho, queso y dulce de membrillo..., con grandes cantidades de agua», menú que yo no compartía-, se levantaba a fin de hacer una lla­mada telefónica. Ésta era siempre breve y él volvía a la mesa muy aliviado, como si hubiera cumplido con un de­ber. En los cafés estas llamadas eran infaltables; en dos o tres ocasiones, al volver a la mesa, había llamado precipitadamente al mozo para pagar la cuenta.
Una noche, en el restaurante del Hotel Comercio Larre de Constitución, yo fui al cuarto de señoras cuando él se levantó. Al pasar cerca del mostrador, donde esta­ba el teléfono, oí su voz: «Sí, sí, Madre... Sí..., de aquí vamos al Ambassador... Sí, Madre, sí... Estela Canto... Sí, Madre.»
La señora Borges se mantenía informada de cada uno de los pasos de su hijo. No estaba enferma ni se sentía nerviosa a causa de alguna situación inesperada. Éste era un procedimiento establecido. Su hijo la telefoneaba pa­ra darle cuenta de dónde estaba, con quién estaba, qué hacía y cuándo iba a volver a casa. El hecho de que él le dijera, antes de salir, lo que pensaba hacer esa noche no era suficiente. Ella debía estar informada al minuto de los movimientos de Georgie. También entendí el motivo de que me llamara todas las mañanas poco antes de las diez. La inevitable caída de la ficha era la prueba de que me llamaba de un teléfono público. De algún modo, yo había adivinado que era mejor no llamarlo a su casa. Y lo hacía muy rara vez.


En esos días Borges me llevó a la casa de su hermana Norah, la pintora.
El tema permanente de Norah eran unas típicas jovencitas pálidas, de perfil griego, dibujadas sobre fondos ro­sados o celestes, con balconcitos y galerías, alguna maceta, algunos floreros. La línea era pura y nítida; los colores, chatos y mitigados.
Norah era muy dulce, con una voz infantil y grandes ojos de color gris verdoso. A su manera, era tan rara co­mo su hermano, casi extraterrena. Su delicada pintura era estática. No exploraba nuevos caminos y estaba contenta con lo que había logrado en sus primeros años. Su pintura juvenil se había extendido hasta su madurez. Nada podía cambiar este mundo, deliberada­mente limitado.
Coloridas anécdotas circulaban sobre este desusado ser humano. En una ocasión, a la hora del almuerzo en una casa de gran tren, Norah, ante una fuente con un espléndido puchero (la versión argentina del cocido espa­ñol), después de contemplar la carne hervida, los chori­zos y morcillas, las batatas, los choclos, el repollo, el zapallo y los garbanzos, había exclamado: «¡Qué lindo! ¡Parece basura!» Una descripción inesperada, aunque perceptiva, de este celebérrimo plato.
En otra ocasión, en Mar del Plata, cuando Victoria Ocampo se había alejado para hacer una caminata por la playa, estalló una tormenta repentina. El viento soplaba y los carperos empezaron a levantar las tiendas; la gente se preparaba para irse. Sí, pero Victoria no había vuelto de su caminata. Alguien propuso a Norah que esperara a Victoria, que no podía demorar. Angustiada, Norah excla­mó: «¡Por favor, no me dejen sola con la inmensidad!» Y hasta el día de hoy nadie ha podido averiguar si se refi­rió a los elementos desatados o al efecto que producía la personalidad física y moral de Victoria.
Norah se mostró muy amistosa. Dijo que quería hacer­me un retrato y, sin más demora, fue en busca de papel y lápices. Esa única sesión fue suficiente. En su dibujo yo aparezco con una cara redonda (no es el caso) y la nariz de Guillermo de Torre (no es el caso). Pero captó algo de mi movimiento, mi mirada al sesgo y la caída del pelo. No se me parecía, pero era un bonito dibujo, hecho con imaginación, una imaginación que volaba en direcciones que no me eran afines.
Mientras yo posaba entraron sus hijos. Eran chicos adorables y bulliciosos, de unos siete u ocho años, espon­táneos y nada tímidos, como suelen ser los niños mima­dos cuando tratan de llamar la atención.
Su tío los quería mucho. A él le encantó el dibujo que había hecho Norah -que todavía guardo- y yo percibí cierto orgullo en él por el talento de su hermana. Comprendí que la quería mucho. Al salir de la casa, Georgie estaba en vena confidencial e hizo comentarios críticos sobre su cuñado. De algún modo, las ideas vanguardistas de Guillermo de Torre sobre arte y literatura no eran aprobadas.
Los intelectuales españoles de la generación de Guiller­mo habían quedado muy marcados por las ideas estéticas que Ortega y Gasset expone en Musicalia y La deshumani­zación del arte. Según la concepción muy «moderna» y «aristocrática» de Ortega, la Sexta sinfonía de Beethoven expresa las efusiones dominicales de un pequeño burgués ante la naturaleza y responde a sus ideas de la belleza pas­toral, mientras que L'aprés midi d'un faune está compuesta por un artista y es apreciada por una persona con gustos exquisitos y puestos al día. (La idea de Ortega, sin embargo, no tenía tantos adherentes. Ricardo Baeza, gran melómano, comentaba: «Ortega nunca había asistido a un concierto en su vida, pero en esos años se esperaba que pronunciara la palabra definitiva sobre todo orden de cosas. Escribió Musicalia... ¡que Dios se la haya perdonado! Y ya no volvió a oír más música».)
Otros intelectuales habían quedado muy impresiona­dos por este vanguardismo del maestro generacional. Guillermo estaba intensamente interesado en todos los ultraísmos y cubismos, en Dalí, en Stravinsky y sus dis­torsiones, en el dadaísmo y el surrealismo. Su cuñado consideraba que todo esto era una cháchara bastante ton­ta y esnob.
Añadía que Norah, la dócil Norah, había sido una ni­ña voluntariosa, traviesa, emprendedora, una especie de tomboy (usó la palabra inglesa). Era difícil creerle. Da­da la educación que había recibido, ¿cómo podía ser Norah de otro modo? Él no advertía que Norah estaba perfectamente contenta con las cosas como estaban y que su única ambición era ser una buena esposa y ma­dre. Pero Georgie echaba la culpa de esto a Guillermo de Torre, que quizá no hacía más que aceptar lo que No­rah había elegido.




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