Nuestra amistad se inició aquella noche
de verano, en diciembre, cuando anduvimos cincuenta cuadras y nos sentamos en
los peldaños del teatro griego del Parque Lezama. Digo «amistad» porque para
mí no fue otra cosa. Sobre mí él proyectó sus sueños o, mejor dicho, sus anhelos
no conscientes de rebelión o de cambio.
Desde un principio hubo malentendidos
entre nosotros. Cada mañana, cuando llegaba a casa con una novela de Henry
James o de Gustav Meyrink en el bolsillo, tenía la actitud del festejante
inoportuno que teme ser rechazado por la señorita cortejada. Esto era
irritante. Él tenía cuarenta y cinco años; yo, veintiocho. Edad suficiente
para prescindir de estas tonterías, sin duda. Yo esperaba franqueza y
claridad, pero él prefería mantener las distancias, y yo, que no me sentía
atraída por él como hombre, pero sí halagada por su interés, acepté tácitamente
la situación.
Nuestros primeros desentendimientos
fueron literarios. Aunque me sentí conmovida por ciertas tiradas líricas de Youth
o Heart of Darkness, él no logró transmitirme su entusiasmo por
Conrad o por Stevenson. Y yo tampoco pude hacerle cambiar la opinión muy mala
que tenía de Thomas Mann, uno de mis autores predilectos, o reconsiderar la
indiferencia injusta, casi hostil, que mostraba por Tolstoi, Dostoievski,
Chéjov y rusos menores. Para él toda la literatura rusa se reducía a La
dama de pica, de Pushkin.
En relación a Henry James, casi tuvimos
una pelea. Nunca he podido apreciar al retorcido y trabado Henry James; sus
argumentos sentimentales, envueltos en una prosa intrincada y llena de rodeos,
me parecen, en el plano literario, el equivalente de una reacción de miedo. Decidí
tocar un punto sensible. Yo sabía que Borges tenía en gran estima a los autores
«viriles» (Conrad, Chesterton, Melville, Quevedo) y despreciaba lo que él
consideraba «literatura para mujeres».
«Los argumentos de James -le dije- son los
mismos de los cuentos que se leen en las revistas femeninas, sólo que
rarificados y enmarañados hasta el punto en que no se los reconoce.»
Esto le llegó. Se enfureció y habló un
buen rato, sin perdonarme las sarcásticas observaciones que mi insolencia
merecía. Sin embargo, yo sentí que estaba tratando de convencerse a sí mismo,
de extraer la espina insidiosa que yo había plantado en sus opiniones hechas.
En literatura lo conmovían los momentos
culminantes. Nunca escribió una novela y sospecho que este lector voraz fue un
lector de novelas muy insuficiente, no enteramente honesto. Una novela es
básicamente una continuidad; es una llanura, no una cumbre. Y él sólo se inclinaba
ante los morceaux de bravoure: la continuidad lo aburría. En una novela
él aislaba una situación y desatendía a todo el resto. Precisamente en una
novela «femenina» que estuvo de moda esos años, Fanny by Gaslight, de
Michael Sadleir, había una «situación» que concitaba su unilateral atención.
Esta situación repetía con pocas variantes
el caso de Maisy, una niña de nueve años, en What Maisy knew, de Henry
James. Maisy es llevada por su padre divorciado a su garçonnière. El
autor describe la atmósfera suntuosa, mullida, extravagante y exótica del lugar
a través de los ojos de la niña, como un lugar encantado en un cuento de
hadas, y es al lector a quien le corresponde deducir qué es este lugar mágico.
Similarmente, la niña Fanny en la novela de Sadleir vive en una especie de café-concert
equívoco, pero es a través de diversos episodios que aluden al hecho,
visto con los inocentes ojos infantiles, como el lector empieza a entender.
Me trajo la novela. Lo que a él le
interesaba quedaba agotado en las primeras cuarenta páginas. Fanny by Gaslight
tiene cerca de quinientas. Fanny descubría que era hija bastarda; más tarde
iba a trabajar como criada en la casa de su padre, casado con una mujer que no
era su madre; tenía amoríos; quedaba encinta, etc. ... Es decir, le ocurrían
las muchas cosas que suelen ocurrir a las heroínas de esta clase de novelas.
Borges había decidido ignorar las cuatrocientas cincuenta páginas que componían
la historia de Fanny, una novela de ambiente victoriano que presenta el
agobiante mundo de aquellos días para las mujeres de condición social modesta.
De todo esto, Borges no tenía ni la más remota idea; si se le señalaba el
punto, demostraba desinterés y la cosa terminaba ahí.
Yo no esperaba que él simpatizara con
las desventuras de Fanny, pero su indiferencia ante el marco común y general
de un argumento fue una sorpresa para mí. Había en esto algo infantil e
inhumano y -si bien adiviné que su peculiar talento traía consigo, de algún
modo, esta obnubilación- me quedó la impresión de una deficiencia humana.
Otro motivo de desacuerdo fue un film
que había sido estrenado en Buenos Aires antes de la guerra, el celebrado y
magnífico Alejandro Nevski. Los dos lo habíamos visto ya varias veces;
en el año 1945 se seguía proyectando y fuimos a verlo juntos. El film cuenta,
como se sabe, la derrota que inflige el príncipe Alejandro Nevski a los
Caballeros Teutónicos cuando éstos tratan de invadir Rusia en el siglo XIII. La
gente iba al cine a ver una película y se encontraba con una obra de arte
mayor. Muchas cosas se han dicho de Alejandro Nevski: es el triunfo de
la sencillez sobre la complicación, de la madera sobre el acero, de la
agricultura sobre la industria, del Eterno Femenino ruso sobre el principio
masculino del depredador germánico, de la estrategia circular del rodeo y el
vacío sobre la táctica lineal de la cuña... Eisenstein es el típico artista
bizantino, con sus enormes figuras planas y el santo y nimbado Alejandro Nevski
como Cristo Pantocrátor... La música de Prokofiev... Estas indagaciones,
sutiles o meramente preciosistas, acertadas o erróneas, no interesaban a
Borges en lo más mínimo. Tampoco le interesaba la resonancia política que podía
tener el film en esos momentos. Una única cosa lo embelesaba: la carga de los
Teutones, con los yelmos cubriéndoles las caras y sus espléndidas capas
blancas, cabalgando incesantemente al ritmo en crescendo de la música.
El interés de Borges culminaba en el momento en que Alejandro Nevski, que ha
estado observando el avance del enemigo desde un elevado promontorio rocoso,
da la orden a sus campesinos-soldados: «Dejad penetrar la cuña. Los teutones
siempre atacan de este modo».
Vimos juntos el film en los últimos
meses de la guerra, cuando todavía estaba vivo el recuerdo de la cuña de
Stalingrado. El paralelismo se imponía. Pero él lo rehuía. Por cierto, la
alusión política no era forzada, pero él miraba al vacío o cambiaba de tema
cuando yo lo hacía. Admiraba ciertas imágenes de Alejandro Nevski y
sospechaba que mi entusiasmo no era puramente estético. No estaba a favor ni
de los alemanes ni de los rusos; se sentía conmovido por aquella carga de
caballería. Eso era todo.
El amor de Borges era romántico,
exaltado, tenía una especie de pureza juvenil. Al parecer, se entregaba completamente,
suplicando no ser rechazado, convirtiendo a la mujer en un ídolo inalcanzable,
al cual no se atrevía a aspirar. No era sentimental, sino lírico. Pero yo no
podía amarlo.
Al llegar a este punto debo disculparme.
Tengo que hablar de mí misma. Éste es un estudio sobre Borges y mi vida
personal sólo debe intervenir cuando entra en contacto con él. Para aclarar la
situación a la que me estoy refiriendo, tengo que hablar ahora de mí. Sólo
repetiré esto cuando sea imprescindible.
Yo tenía veintiocho años cuando encontré
a Borges. Del amor conocía «los arquetipos y los esplendores», también los
desentendimientos, los errores, las fuerzas ciegas que se apoderan a veces de
nosotros. En otro nivel, estaba al tanto de sus aspectos más ligeros. Había
llevado una vida agitada y me sentía atraída por la aventura. Además,
pertenecía a un medio social que no era el de las mujeres que conocía Borges.
Mi familia era oriunda del Uruguay, un
país liberal por tradición, donde aún ahora se encuentran rastros de la masonería,
alguna vez muy influyente. La familia de mi madre -cuyos apellidos son
mencionados en una de las cartas que me escribió cuando paraba en la finca del
escritor comunista uruguayo Enrique Amorim, gran amigo suyo-había tenido tierras
sobre los ríos Uruguay y Daimán. Pero todo esto era una historia vieja. Cuando
Borges me conoció, yo era una mujer que había estado trabajando desde los
veinte años. Había pasado por oficinas, había hecho un poco de publicidad,
corretajes, había pasado brevemente por estudios de cine y estaciones de radio
y me había ganado la vida, bastante mal, a decir verdad, pero esto me había
dado cierta independencia. En ese momento hacía traducciones para la Editorial
Emecé. Toda mi vida había leído mucho. También, tímidamente, escribía.
Las mujeres que trataba Borges eran por
lo general señoras muy católicas, desdichadas en su vida matrimonial, que se
consolaban practicando actividades artísticas o filantrópicas, o doncellas, ya
no jóvenes, con algún noviazgo fallido detrás. Eran mujeres cultivadas,
amables y convencionales. En cambio, yo tomaba muy en serio lo que leía, lo
aplicaba literalmente a la vida y sentía un sincero horror por cualquier
convención.
Borges me situó, sin pensar más, entre
las muchachas de buena familia «venidas a menos». Mi familia, que había tenido
un nivel holgado en vida de mi padre, pasaba por dificultades económicas en
esos días. La conciencia de esta inferioridad (especialmente humillante en la
Argentina, un país muy atento al dinero propio y ajeno) creaba una fuerte
inhibición. De aquí mi timidez circunstancial, que Borges interpretó
erróneamente como un rasgo permanente de mi carácter. Por otra parte, yo era
una mujer atrayente. No me pasaba por la cabeza que el amor pudiera tener algo
que ver con el matrimonio o el dinero. Me gustaban los hombres libres y con
gusto por la aventura, como yo. Naturalmente, casi todos eran extranjeros... y
no siempre libres y aventureros.
La actitud de Borges hacia mí me
conmovía. Me gustaba lo que yo era para él, lo que él veía en mí. Sexualmente
me era indiferente..., ni siquiera me desagradaba. Gozaba de su conversación,
pero su convencionalismo me agobiaba. Sus besos, torpes, bruscos, siempre a destiempo,
eran aceptados condescendientemente. Nunca pretendí sentir lo que no sentía.
Esta era la mujer que Borges conoció en
el invierno austral de 1944. Yo no me negaba al coqueteo, pero no tenía
intenciones de cambiar mi vida o limitarla. Me sentía joven, fuerte, capaz de
vivir la vida que había elegido.
Dos cosas me llamaron la atención:
1) Nunca repetimos la larga charla de
nuestro primer encuentro, cuando nos demoramos en el Parque Lezama hasta el
amanecer. Ahora teníamos nuestras conversaciones entre las siete y las diez de
la noche, caminando por las calles o comiendo en un restaurante. En ocasiones,
después del cine, por sugerencia mía, entrábamos a algún café para seguir
charlando o comentar el film, y yo lo sentía nervioso y tenso, como preocupado
por la hora avanzada.
2) En cualquier restaurante en que
estuviéramos, después de hacer él su consabida enumeración al mozo: -«Caldo
con arroz, un bife muy hecho, queso y dulce de membrillo..., con grandes
cantidades de agua», menú que yo no compartía-, se levantaba a fin de hacer una
llamada telefónica. Ésta era siempre breve y él volvía a la mesa muy aliviado,
como si hubiera cumplido con un deber. En los cafés estas llamadas eran
infaltables; en dos o tres ocasiones, al volver a la mesa, había llamado
precipitadamente al mozo para pagar la cuenta.
Una noche, en el restaurante del Hotel
Comercio Larre de Constitución, yo fui al cuarto de señoras cuando él se
levantó. Al pasar cerca del mostrador, donde estaba el teléfono, oí su voz:
«Sí, sí, Madre... Sí..., de aquí vamos al Ambassador... Sí, Madre, sí... Estela
Canto... Sí, Madre.»
La señora Borges se mantenía informada
de cada uno de los pasos de su hijo. No estaba enferma ni se sentía nerviosa a
causa de alguna situación inesperada. Éste era un procedimiento establecido. Su
hijo la telefoneaba para darle cuenta de dónde estaba, con quién estaba, qué
hacía y cuándo iba a volver a casa. El hecho de que él le dijera, antes de
salir, lo que pensaba hacer esa noche no era suficiente. Ella debía estar
informada al minuto de los movimientos de Georgie. También entendí el motivo de
que me llamara todas las mañanas poco antes de las diez. La inevitable caída de
la ficha era la prueba de que me llamaba de un teléfono público. De algún modo,
yo había adivinado que era mejor no llamarlo a su casa. Y lo hacía muy rara
vez.
En esos días Borges me llevó a la casa
de su hermana Norah, la pintora.
El tema permanente de Norah eran unas
típicas jovencitas pálidas, de perfil griego, dibujadas sobre fondos rosados o
celestes, con balconcitos y galerías, alguna maceta, algunos floreros. La línea
era pura y nítida; los colores, chatos y mitigados.
Norah era muy dulce, con una voz
infantil y grandes ojos de color gris verdoso. A su manera, era tan rara como
su hermano, casi extraterrena. Su delicada pintura era estática. No exploraba
nuevos caminos y estaba contenta con lo que había logrado en sus primeros años.
Su pintura juvenil se había extendido hasta su madurez. Nada podía cambiar este
mundo, deliberadamente limitado.
Coloridas anécdotas circulaban sobre
este desusado ser humano. En una ocasión, a la hora del almuerzo en una casa de
gran tren, Norah, ante una fuente con un espléndido puchero (la versión
argentina del cocido español), después de contemplar la carne hervida, los
chorizos y morcillas, las batatas, los choclos, el repollo, el zapallo y los
garbanzos, había exclamado: «¡Qué lindo! ¡Parece basura!» Una descripción
inesperada, aunque perceptiva, de este celebérrimo plato.
En otra ocasión, en Mar del Plata,
cuando Victoria Ocampo se había alejado para hacer una caminata por la playa,
estalló una tormenta repentina. El viento soplaba y los carperos empezaron a
levantar las tiendas; la gente se preparaba para irse. Sí, pero Victoria no
había vuelto de su caminata. Alguien propuso a Norah que esperara a Victoria,
que no podía demorar. Angustiada, Norah exclamó: «¡Por favor, no me dejen sola
con la inmensidad!» Y hasta el día de hoy nadie ha podido averiguar si se refirió
a los elementos desatados o al efecto que producía la personalidad física y
moral de Victoria.
Norah se mostró muy amistosa. Dijo que
quería hacerme un retrato y, sin más demora, fue en busca de papel y lápices.
Esa única sesión fue suficiente. En su dibujo yo aparezco con una cara redonda
(no es el caso) y la nariz de Guillermo de Torre (no es el caso). Pero captó
algo de mi movimiento, mi mirada al sesgo y la caída del pelo. No se me
parecía, pero era un bonito dibujo, hecho con imaginación, una imaginación que
volaba en direcciones que no me eran afines.
Mientras yo posaba entraron sus hijos.
Eran chicos adorables y bulliciosos, de unos siete u ocho años, espontáneos y
nada tímidos, como suelen ser los niños mimados cuando tratan de llamar la
atención.
Su tío los quería mucho. A él le encantó
el dibujo que había hecho Norah -que todavía guardo- y yo percibí cierto
orgullo en él por el talento de su hermana. Comprendí que la quería mucho. Al
salir de la casa, Georgie estaba en vena confidencial e hizo comentarios
críticos sobre su cuñado. De algún modo, las ideas vanguardistas de Guillermo
de Torre sobre arte y literatura no eran aprobadas.
Los intelectuales españoles de la
generación de Guillermo habían quedado muy marcados por las ideas estéticas
que Ortega y Gasset expone en Musicalia y La deshumanización del
arte. Según la concepción muy «moderna» y «aristocrática» de Ortega, la Sexta
sinfonía de Beethoven expresa las efusiones dominicales de un pequeño
burgués ante la naturaleza y responde a sus ideas de la belleza pastoral,
mientras que L'aprés midi d'un faune está compuesta por un artista y es
apreciada por una persona con gustos exquisitos y puestos al día. (La idea de
Ortega, sin embargo, no tenía tantos adherentes. Ricardo Baeza, gran melómano,
comentaba: «Ortega nunca había asistido a un concierto en su vida, pero en esos
años se esperaba que pronunciara la palabra definitiva sobre todo orden de
cosas. Escribió Musicalia... ¡que Dios se la haya perdonado! Y ya no
volvió a oír más música».)
Otros intelectuales habían quedado muy
impresionados por este vanguardismo del maestro generacional. Guillermo estaba
intensamente interesado en todos los ultraísmos y cubismos, en Dalí, en
Stravinsky y sus distorsiones, en el dadaísmo y el surrealismo. Su cuñado
consideraba que todo esto era una cháchara bastante tonta y esnob.
Añadía que Norah, la dócil Norah, había
sido una niña voluntariosa, traviesa, emprendedora, una especie de tomboy (usó
la palabra inglesa). Era difícil creerle. Dada la educación que había
recibido, ¿cómo podía ser Norah de otro modo? Él no advertía que Norah estaba
perfectamente contenta con las cosas como estaban y que su única ambición era
ser una buena esposa y madre. Pero Georgie echaba la culpa de esto a Guillermo
de Torre, que quizá no hacía más que aceptar lo que Norah había elegido.
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