En la Argentina que Borges encontró a su
regreso las apariencias lo eran todo. La calle Florida -el Faubourg Saint
Honoré de Buenos Aires- fue definida por Martínez Estrada como «un estado de
ánimo».
Este estado de ánimo se sentía no bien
se pisaban las primeras cuadras de Florida. Allí estaban la gran tienda de Gath
& Chaves; el Pasaje Güemes, con su restaurante en el piso 14, el punto más
alto de la ciudad, desde el cual podía verse el río y la costa oriental en días
claros; la confitería L'Aiglon, con su pista de patinaje a ruedas que atronaba
en el primer piso y su cancha de bochas en el sótano. También estaba, en un
rincón de Florida y Diagonal Norte, la Loba Romana, amamantando a Rómulo y
Remo, más tarde trasladada al Parque Lezama.
El estado de ánimo en estas primeras
cuadras, hasta la calle Corrientes, era bullanguero y alegre, con un toque de
clase media consciente de su fuerza siempre que no intentara salir de sus
límites; pero esta clase aspiraba a romperlos, a pasar al otro lado de
Corrientes, donde imperaba «otro» estado de ánimo, con el Bar Richmond y el
imponente edificio del Jockey Club, donde generalmente había algunos
caballeros maduros contemplando, analizando y sopesando los méritos de las
mujeres que pasaban, permitiéndose de cuanto en cuanto un discreto requiebro.
El nivel social se elevaba, pero sólo
alcanzaba su punto culminante después de cruzar la calle Córdoba. Aquí estaban
el Centro Naval, Harrods, el Plaza Hotel y la plaza San Martín, rodeada de las
mansiones recién construidas que imitaban a los palacios franceses.
Aquí las voces eran bajas, la elegancia
de las mujeres sobria, no había nada chillón o colorido en estas manzanas.
Éste era un coto cerrado de amigos, de gente que se conocía entre ella, de
«gente como uno».
Los que se atrevían a infringir la barrera
de la calle Corrientes, viniendo del Sur, se sentían levemente incómodos a
esta altura.
Cuando los Borges dejaron Palermo,
fueron a vivir al Barrio Norte, donde cambiaron varias veces de casa y donde
Georgie debe de haberse sentido dos veces desterrado.
A finales de la década de los treinta,
cuando murió el jefe de familia, se instalaron finalmente en la calle de Maipú
994, en un apartamento que tenía alguna vista sobre la plaza San Martín, a una
cuadra de Florida. Fue el segundo exilio para Georgie. Él, que se había
adaptado al barrio de Palermo, nunca se adaptó al Barrio Norte, al «estado de
ánimo» de las últimas cuadras de Florida.
Era un apartamento pequeño: un living
room de tamaño reducido; un dormitorio diminuto, con una cama angosta,
una mesa y una cómoda para Georgie; el dormitorio de la esquina, el de la
dueña de casa, con una gran cama de baldaquino que ocupaba casi toda la
superficie del cuarto; la cocina y un cuartito de servicio. Norah, que se había
casado con el escritor español Guillermo de Torre, ya no estaba en la casa.
En la vida de Borges el Protestante, el
Hombre de Letras, el hombre sensible, se había producido un nuevo cambio: el
universo fijo que había aceptado se desmoronaba. Del desconcierto en que
estaba iban a ayudarlo a emerger dos personas: la mujer a quien está dedicada
la Historia universal de la infamia y un joven que lo admiraba
profundamente, Adolfo Bioy Casares, quince años menor que él, que habría de
convertirse en su amigo más cercano y colaborador literario.
A fin de poder vivir («hasta el día de
hoy he engendrado fantasmas; unos, mis cuentos, quizá me han ayudado a vivir»,
carta a E. C), empezó a buscar, tímidamente, el amor. Esta busca se revela en
los numerosos nombres de mujeres a quienes dedicaba sus poemas y cuentos.
¿Cómo afrontó este joven tan sensible el
encuentro con un país que todavía no había entrado en la Historia, esta
regresión a la Edad de Piedra, este juego de apariencias por encima del vacío?
En cada argentino hay un anhelo desesperado
de amar a su país, y Borges no fue excepción. Es una especie de furia, una
mezcla de aspiración e impotencia, que en 1945 se iba a escribir con alquitrán
en las paredes de Buenos Aires: «Somos la Rabia». Una rabia que quería imponer
el amor a la fuerza, el amor a esa Argentina real que producía horror.
Volvamos al veintitantos.
Los años pasados en Europa habían sido
un miraje y él quiso ahora que lo fueran. Y empezó a caminar por las calles de
Buenos Aires, buscando respuesta a sus atormentadas preguntas. Mucho después
habría de escribirme:
«Descubrir una ciudad [extranjera]
sería, como dices, bastante mágico. Por suerte otra ciudad nos queda, nuestra
ilimitada, cambiante, desconocida e inagotable Buenos Aires».
Para Borges el misterio del mundo estaba
encerrado en una biblioteca, cuyos libros había que leer atendiendo a las
señales. El libro más extraño, en el momento, era Buenos Aires; en todo caso,
era el que tenía a mano. De este modo empezó a distinguir los matices del
laberinto, a reconocer rincones, detalles en los umbrales, olores, colores de
sangre en el poniente. Escribió un poema de unas pocas líneas sobre una
carnicería, «más vil que un lupanar»; pero escapa de la atroz realidad con una
metáfora:
«Una ciega cabeza de vaca
preside el aquelarre
de carne charra y
mármoles finales
con la remota majestad de
un ídolo».
En los poemas de Fervor de Buenos
Aires, de Luna de enfrente encontramos la tristeza de los barrios
pobres, que se refleja en las paredes rosas y manchadas que alargan los crepúsculos
del otoño. Y sentimos la presencia de la muerte.
Los ponientes desgarrados de la pampa
ponen manchas rojizas en las casitas que se atreven a elevarse en el llano,
marcando el damero interminable que ha de tragarlo todo. Una cárcel infinita y
cambiante como las olas, las formas que creemos idénticas repeticiones de otras
formas, la extensión limitada por una geometría impuesta. Tenía que querer a
su ciudad: no tenía nada más. Era el mandato.
Hay indicios de que los Borges estaban
algo aislados cuando volvieron a Buenos Aires. El primer empleo de Georgie fue
en Crítica, el audaz y escandaloso vespertino, antecesor de nuestra
actual prensa amarilla. Crítica tenía tendencias izquierdistas y solía
salir en defensa del hombre olvidado, el pisoteado, pero esto no le bastaba. Su
generosidad se extendía a los criminales, injustamente perseguidos o no.
Vendía muchísimos ejemplares y su especialidad eran las campañas difamatorias
que podían suspenderse con dinero contante y sonante.
Crítica tenía una reputación
espantosa entre la gente bien pensante, y el hecho de que el joven Borges haya
tenido su iniciación periodística en este diario innombrable, no en los respetados
y respetuosos diarios de la mañana, La Nación y La Prensa, indica
una carencia de los necesarios contactos sociales.
Sin embargo, pese a toda su sordidez,
Borges no guardaba malos recuerdos de Crítica. Aprendió allí cosas y no
se limitó a ver las apariencias. Incluso aprendió a tomar cocaína, entonces
obtenible en cualquier farmacia, que sus compañeros de oficina se pasaban unos
a otros como si ofrecieran pastillas de menta.
Se complacía en contar esta experiencia
como un hecho curioso, sorprendente para las nuevas generaciones. Él había
aceptado la droga, pero no se había aficionado en lo más mínimo, ni siquiera
había notado efectos especiales: su imaginación no necesitaba estimulantes.
Contaba esto como un episodio corriente, sin denunciarlo o calificarlo; ni
siquiera lo había considerado una prueba.
En el mundo cerrado de los Borges, con
la muerte de la abuela en 1918 y un padre ciego y debilitado, surge una figura
que afirma su presencia: Leonor Acevedo. Es una mujer vivaz, de aspecto frágil,
con una inquebrantable fuerza de voluntad. Como todos sus compatriotas,
necesitaba un apoyo en el llano y lo encontró en el culto a sus antepasados.
Este culto, que nunca la abandonó, adquiere ahora un carácter obsesivo. Para
nosotros, americanos del Norte o del Sur, que habitamos el borde occidental de
Occidente, el culto de los antepasados es una escapatoria. Es un culto de
muerte, ya que no existe un vínculo espiritual entre las generaciones, una
continuidad. En las pampas cada individuo está solo, allí ha caído y no hay
lazos de ninguna clase. Pero Leonor Acevedo quería crear estos lazos. En los
poemas de su hijo aparecen los «gauchos» que perseguían a los malones de indios
y morían en vagas refriegas en nombre de una libertad inexistente.
Es verdad, él afirma que tiene «la carga
de Junín en su sangre», pero está tratando tan sólo de entender. «La causa
verdadera / es la sospecha general y borrosa / del enigma del Tiempo; / es el
asombro ante el milagro... / de que... / perdure algo en nosotros: / inmóvil (Final
de Año, Obras Completas, pág. 30).
Éste es el eje inmóvil, al cual llega
por medios que no son los de los místicos, el centro que se alcanza a veces en
situaciones límites. Y el espíritu de este hombre, cuando pasaba por alto las
estructuras tradicionales, enderezaba naturalmente hacia los extremos. Era un
extremista nato.
En La Vuelta nombra «la casa
primordial de la infancia» y comenta:
«¡Cuánta quebradiza luna
nueva
infundirá al jardín su
ternura,
antes que vuelva a
reconocerme la casa
y de nuevo sea un
hábito!».
(O.C., pág.
36.)
En Luna de enfrente encontramos
una curiosa observación:
«Pampa:
Yo sé que te desgarran
surco y callejones y el viento que te
cambia.
Pampa sufrida y macha que ya estás en
los cielos,
no sé si eres la muerte. Sé que estás en
mi pecho».
(O.C., pág.
58.)
¿Quién es esta «Pampa macha», esta
personificación femenina con su forzado adjetivo viril en un escritor que nunca
escribe sobre mujeres, como no sea como complemento o pretexto para una
situación dramática que prescinde de ellas? ¿Quién o qué es esta «Pampa sufrida
y macha»?
El violento despliegue de color local
cubre su resignación. Las pálidas novias de los patios, al atardecer, son
reemplazadas por una virilidad local y colorida, un símbolo vacío, un gesto en
la nada.
En los años veinte Borges llevó la vida
de los jóvenes literatos en todas las ciudades del mundo: tertulias en los
cafés hasta el amanecer, intensas discusiones sobre todos los temas posibles,
con la insaciable pasión intelectual de los hombres que empiezan a redescubrir
la vida, como se hizo antes de ellos y como se hará después.
Buenos Aires era una ciudad literaria, y
Borges, pese a su pasión solitaria por el mundo nórdico y anglosajón, fue esos
años hombre de café, como suelen serlo los españoles y sudamericanos. Las
historias de la literatura argentina hablan de dos grupos, el de Florida y el
de Boedo (una calle de los arrabales) y ponen a Borges en el primero, que
habría sido el de los «burgueses liberales y extranjerizantes», opuesto al
populismo de derecha o de izquierda del otro grupo. En realidad, las cosas eran
menos nítidas y las interferencias primaban sobre las distinciones. Uno tiene
la impresión de que «Florida» y «Boedo» existieron más para los historiadores
que para los supuestos protagonistas. La mezcolanza es el hecho primordial y
las divisiones y clasificaciones se imponen de afuera y se exageran, en parte
para simular un pensamiento que facilita así la tarea, en parte por mala fe.
Borges, supuesto hombre de Florida, encontraba su inspiración en los arrabales
indigentes; Leónidas Barletta, supuesto hombre de Boedo, nacido en las
aristocráticas Cinco Esquinas, siempre tuvo su teatro en el centro mismo de la
ciudad.
Escindida o no, la vida intelectual de
Buenos Aires adquirió otro carácter con la intervención de una mujer que
provenía de los medios del poder y el dinero y a quien la revista Time describía
en 1943 como «la imperiosa autócrata de la vida literaria argentina; Victoria
Ocampo, alta, siempre vestida de traje sastre».
Estimulada moralmente por sus
prominentes amigos extranjeros, Victoria Ocampo fundó en 1931 la revista
mensual Sur, que duró hasta los últimos años de la década de los
sesenta, un logro increíble en la Argentina -y casi en cualquier parte-. Sur
publicaba mensualmente menos de 5.000 ejemplares y nunca pudo cubrir sus
gastos de impresión y distribución, pero la fortuna personal de Victoria en los
años treinta y cuarenta, resolvía tersamente estos pequeños problemas (que
cesaron de ser pequeños en los años cincuenta y se volvieron abrumadores en
los sesenta).
Victoria era una mujer de gusto
depurado, de gran refinamiento, y su revista lo probaba ampliamente. Tenía un
formato de alrededor de unos treinta por veinte centímetros y en la portada
había una flecha apuntando hacia abajo donde el nombre estaba impreso
nítidamente en grandes letras. Cada mes cambiaba el color de la portada. El
papel era de excelente calidad. Los colaboradores extranjeros eran los
escritores más notables del día: André Gide, Virgina Woolf, Nicolás Berdiáev,
Henri Michaux, Waldo Frank, el conde de Keyserling, Aldous Huxley, Ortega y
Gasset, etc. Aunque Sur atendía tan sólo a la calidad literaria, fue
hostil al fascismo en las décadas de los treinta y cuarenta y pasaba por
«rosada» entre los nacionalistas, que dejaron de colaborar en ella cuando se
inició la guerra civil española. Sin embargo, diez años después, en tiempos de
la guerra fría, Sur fue discreta pero efectivamente maccartista y se
fue librando de sus colaboradores locales con tendencias de izquierda. Aunque
oficialmente Sur no tenía una postura política decidida, fuera de su
antitotalitarismo, Victoria obligó a renunciar a su secretario de redacción,
José Bianco, en el cargo desde hacía veinticinco años, cuando éste se tomó la
libertad de aceptar una invitación para visitar la Cuba de Fidel Castro.
Guillermo de Torre, cuñado de Borges, fue
por breve tiempo secretario de redacción de Sur antes de José Bianco.
En esta revista habría de publicar Borges algunos de sus cuentos más
ambiciosos, pero él nunca perteneció del todo al grupo de Victoria. No se
sentía a gusto en casa de ella y lo decía a quien quería oírlo. Victoria tenía
una personalidad imponente, dominadora, y la atención generosa que prodigaba
a los extranjeros célebres no se extendía a sus compatriotas.
Muchos años después, cuando Borges era
una estrella refulgente, ella se mostró más humilde, pero fue inútil. Cuando
ella murió, en 1979, obligado a decir algo positivo, él sólo halló un motivo de
elogio: Victoria había sido agnóstica en materia religiosa. En un país
predominantemente católico, éste era un elogio extraño, aunque él no lo
sintiera como tal. Y subrayó que «había sido amigo de Silvina», la hermana de
Victoria.
En la Argentina, los intelectuales son
estimados sin ser leídos y sus ideas no se toman en cuenta para nada. Aunque
Borges ya tenía un nombre hacia finales de la década de los treinta, encontraba
obstáculos cuando intentaba ganarse la vida. La mayor parte de los escritores
sin medios propios practican la enseñanza en España y en América Latina, pero
él tartamudeaba y carecía de los títulos académicos requeridos. Su amigo Bioy
Casares, cuyo padre había sido ministro de Relaciones Exteriores en un
gobierno anterior, le consiguió un empleo de segundo auxiliar en una biblioteca
pública de Boedo.
En esta biblioteca escribió, en una hoja
que lleva el membrete de la Municipalidad de Buenos Aires, una de las páginas
de El Aleph.
El modesto cargo lo humillaba
secretamente, pero le dejaba las mañanas libres, el horario no era demasiado
estricto y podía disponer de un poco de dinero de bolsillo para invitar a sus
amigas a comer e ir al cine. Esto y las librerías eran sus únicos gastos
-literalmente-. Él no elegía su ropa, en parte por su mala vista, en parte por
indiferencia a todas las formas externas. Su madre, su hermana y hasta su
cuñado tenían que hacer esto por él. Y durante toda su vida fue un poco
desaliñado, salvo en los últimos años, cuando Fanny, su ama de llaves, y María
Kodama, su secretaria, tomaron en mano la situación.
En los años treinta, jóvenes sensibles y
perceptivos se sintieron atraídos por las peculiares ideas poéticas de Borges,
por sus atmósferas tan hondamente sentidas, desentrañando alusiones secretas en
sus cuentos, escritos en un lenguaje preciso en el cual cada palabra era usada
para expresar cosas que nadie había dicho antes. Sus albas, sus paisajes, sus
casas y cementerios, sus calles, tanto como sus tahúres y rufianes tenían una
nueva dimensión en profundidad. Esta literatura trémulamente viva y cargada de
emoción estaba controlada por un intelecto nítido que parecía verlo todo. Unos
pocos sintieron entusiasmo; todos estaban impresionados.
En 1937 Borges inició una página de
comentarios de libros y autores extranjeros en un semanario mundano de gran
venta, El Hogar. Aquí, entre páginas dedicadas a las bodas de la gente
acaudalada, a las niñas debutantes, a alguna dama notoria por su cuenta de
banco y su elegancia, empezó a escribir sobre Murasaki Shikibu, Paul Valéry y
James Joyce. No le interesaba Joyce, pero la ceguera del irlandés apelaba a su
imaginación. La imagen del Bardo Ciego ya lo atraía en esos días.
Sus breves notas -sólo disponía de una
página y debía comentar seis o siete escritores por vez- no pasaron inadvertidas.
Los argentinos de clase alta son intelectualmente curiosos y capaces de husmear
nuevos valores, aunque sean incapaces de hacer algo positivo con ellos.
Por ese entonces tuvo un accidente: al
bajar una escalera se golpeó la cabeza contra el batiente de una ventana
abierta. La herida se infectó y durante largos meses debió andar con la cabeza
vendada. Las vendas se convirtieron en una especie de turbante y él reanudó su
vida normal, recorriendo las calles con un atuendo que se parecía al de un swami.
La herida dejó una profunda abolladura en el cráneo, pero su pelo liso y
suave la cubría totalmente. Al referirse a esos días, recordaba que había
debido caminar con bastón, ya que estaba casi ciego. Cuando yo lo conocí el
bastón había sido abandonado; tampoco usaba anteojos, salvo en el cine. No le
gustaban los anteojos: prefería su nebuloso mundo natural.
Durante este período de ceguera compuso
momentáneamente la figura que habría de mostrar al mundo muchos años después,
ya viejo, temblequeante y glorioso: un ciego patético y translúcido, tanteando
el camino con un bastón blanco, un humilde viejo que rogaba al transeúnte
desconocido que lo ayudara a cruzar la calle, un poco Ulises mendigo en Ítaca,
Edipo en Colona, un rey disfrazado. Su vida se había convertido en una fábula.
El mito no era una huida de la realidad, sino su culminación. La literatura no
era el consuelo de los débiles, sino vida intensificada, vida exaltada y con
sentido. «El hombre vestido de negro que viaja en tranvía» se había convertido
en el Huésped venerado de todo el mundo. Pero todavía faltaba mucho para esto.
Diseño de cubierta: Mario Blanco
Diseño de interior: Orestes Pantelides
© 1989, Herederos de Estela Canto
© 1989 y 1999 Espasa Calpe, S. A., Madrid
(España)
Primera edición argentina: mayo de 1999
Derechos exclusivos de edición en castellano:
© 1999, Compañía Editora Espasa Calpe
Argentina S. A.
Independencia 1668, 1100 Buenos Aires
Grupo Editorial Planeta
ISBN 950-852-140-6
Hecho el depósito que prevé la ley 11 723
Impreso en la Argentina
No hay comentarios:
Publicar un comentario