domingo, 19 de abril de 2020

BORGES A CONTRALUZ. ESTELA CANTO. (FRAGMENTO).







En la Argentina que Borges encontró a su regreso las apariencias lo eran todo. La calle Florida -el Faubourg Saint Honoré de Buenos Aires- fue definida por Martí­nez Estrada como «un estado de ánimo».
Este estado de ánimo se sentía no bien se pisaban las primeras cuadras de Florida. Allí estaban la gran tienda de Gath & Chaves; el Pasaje Güemes, con su restaurante en el piso 14, el punto más alto de la ciudad, desde el cual podía verse el río y la costa oriental en días claros; la con­fitería L'Aiglon, con su pista de patinaje a ruedas que atro­naba en el primer piso y su cancha de bochas en el sóta­no. También estaba, en un rincón de Florida y Diagonal Norte, la Loba Romana, amamantando a Rómulo y Remo, más tarde trasladada al Parque Lezama.
El estado de ánimo en estas primeras cuadras, hasta la calle Corrientes, era bullanguero y alegre, con un toque de clase media consciente de su fuerza siempre que no intentara salir de sus límites; pero esta clase aspiraba a romperlos, a pasar al otro lado de Corrientes, donde im­peraba «otro» estado de ánimo, con el Bar Richmond y el imponente edificio del Jockey Club, donde generalmen­te había algunos caballeros maduros contemplando, ana­lizando y sopesando los méritos de las mujeres que pasaban, permitiéndose de cuanto en cuanto un discreto requiebro.
El nivel social se elevaba, pero sólo alcanzaba su pun­to culminante después de cruzar la calle Córdoba. Aquí estaban el Centro Naval, Harrods, el Plaza Hotel y la plaza San Martín, rodeada de las mansiones recién construi­das que imitaban a los palacios franceses.
Aquí las voces eran bajas, la elegancia de las mujeres sobria, no había nada chillón o colorido en estas manza­nas. Éste era un coto cerrado de amigos, de gente que se conocía entre ella, de «gente como uno».
Los que se atrevían a infringir la barrera de la calle Co­rrientes, viniendo del Sur, se sentían levemente incómo­dos a esta altura.


Cuando los Borges dejaron Palermo, fueron a vivir al Barrio Norte, donde cambiaron varias veces de casa y donde Georgie debe de haberse sentido dos veces deste­rrado.
A finales de la década de los treinta, cuando murió el jefe de familia, se instalaron finalmente en la calle de Maipú 994, en un apartamento que tenía alguna vista so­bre la plaza San Martín, a una cuadra de Florida. Fue el segundo exilio para Georgie. Él, que se había adaptado al barrio de Palermo, nunca se adaptó al Barrio Norte, al «estado de ánimo» de las últimas cuadras de Florida.
Era un apartamento pequeño: un living room de tama­ño reducido; un dormitorio diminuto, con una cama an­gosta, una mesa y una cómoda para Georgie; el dormito­rio de la esquina, el de la dueña de casa, con una gran cama de baldaquino que ocupaba casi toda la superficie del cuarto; la cocina y un cuartito de servicio. Norah, que se había casado con el escritor español Guillermo de To­rre, ya no estaba en la casa.
En la vida de Borges el Protestante, el Hombre de Le­tras, el hombre sensible, se había producido un nuevo cambio: el universo fijo que había aceptado se desmoro­naba. Del desconcierto en que estaba iban a ayudarlo a emerger dos personas: la mujer a quien está dedicada la Historia universal de la infamia y un joven que lo admira­ba profundamente, Adolfo Bioy Casares, quince años me­nor que él, que habría de convertirse en su amigo más cercano y colaborador literario.
A fin de poder vivir («hasta el día de hoy he engendra­do fantasmas; unos, mis cuentos, quizá me han ayudado a vivir», carta a E. C), empezó a buscar, tímidamente, el amor. Esta busca se revela en los numerosos nombres de mujeres a quienes dedicaba sus poemas y cuentos.
¿Cómo afrontó este joven tan sensible el encuentro con un país que todavía no había entrado en la Historia, esta regresión a la Edad de Piedra, este juego de apariencias por encima del vacío?
En cada argentino hay un anhelo desesperado de amar a su país, y Borges no fue excepción. Es una especie de furia, una mezcla de aspiración e impotencia, que en 1945 se iba a escribir con alquitrán en las paredes de Bue­nos Aires: «Somos la Rabia». Una rabia que quería impo­ner el amor a la fuerza, el amor a esa Argentina real que producía horror.
Volvamos al veintitantos.
Los años pasados en Europa habían sido un miraje y él quiso ahora que lo fueran. Y empezó a caminar por las calles de Buenos Aires, buscando respuesta a sus atormentadas preguntas. Mucho después habría de es­cribirme:
«Descubrir una ciudad [extranjera] sería, como dices, bastante mágico. Por suerte otra ciudad nos queda, nues­tra ilimitada, cambiante, desconocida e inagotable Bue­nos Aires».
Para Borges el misterio del mundo estaba encerrado en una biblioteca, cuyos libros había que leer atendiendo a las señales. El libro más extraño, en el momento, era Buenos Aires; en todo caso, era el que tenía a mano. De este modo empezó a distinguir los matices del laberinto, a reconocer rincones, detalles en los umbrales, olores, colores de san­gre en el poniente. Escribió un poema de unas pocas líneas sobre una carnicería, «más vil que un lupanar»; pero esca­pa de la atroz realidad con una metáfora:

«Una ciega cabeza de vaca
preside el aquelarre
de carne charra y mármoles finales
con la remota majestad de un ídolo».

En los poemas de Fervor de Buenos Aires, de Luna de en­frente encontramos la tristeza de los barrios pobres, que se refleja en las paredes rosas y manchadas que alargan los cre­púsculos del otoño. Y sentimos la presencia de la muerte.
Los ponientes desgarrados de la pampa ponen man­chas rojizas en las casitas que se atreven a elevarse en el llano, marcando el damero interminable que ha de tra­garlo todo. Una cárcel infinita y cambiante como las olas, las formas que creemos idénticas repeticiones de otras formas, la extensión limitada por una geometría impues­ta. Tenía que querer a su ciudad: no tenía nada más. Era el mandato.


Hay indicios de que los Borges estaban algo aislados cuando volvieron a Buenos Aires. El primer empleo de Georgie fue en Crítica, el audaz y escandaloso vesperti­no, antecesor de nuestra actual prensa amarilla. Crítica tenía tendencias izquierdistas y solía salir en defensa del hombre olvidado, el pisoteado, pero esto no le bastaba. Su generosidad se extendía a los criminales, injustamen­te perseguidos o no. Vendía muchísimos ejemplares y su especialidad eran las campañas difamatorias que podían suspenderse con dinero contante y sonante.
Crítica tenía una reputación espantosa entre la gente bien pensante, y el hecho de que el joven Borges haya te­nido su iniciación periodística en este diario innombra­ble, no en los respetados y respetuosos diarios de la ma­ñana, La Nación y La Prensa, indica una carencia de los necesarios contactos sociales.
Sin embargo, pese a toda su sordidez, Borges no guar­daba malos recuerdos de Crítica. Aprendió allí cosas y no se limitó a ver las apariencias. Incluso aprendió a tomar cocaína, entonces obtenible en cualquier farmacia, que sus compañeros de oficina se pasaban unos a otros como si ofrecieran pastillas de menta.
Se complacía en contar esta experiencia como un he­cho curioso, sorprendente para las nuevas generaciones. Él había aceptado la droga, pero no se había aficionado en lo más mínimo, ni siquiera había notado efectos espe­ciales: su imaginación no necesitaba estimulantes. Con­taba esto como un episodio corriente, sin denunciarlo o calificarlo; ni siquiera lo había considerado una prueba.
En el mundo cerrado de los Borges, con la muerte de la abuela en 1918 y un padre ciego y debilitado, surge una fi­gura que afirma su presencia: Leonor Acevedo. Es una mu­jer vivaz, de aspecto frágil, con una inquebrantable fuerza de voluntad. Como todos sus compatriotas, necesitaba un apoyo en el llano y lo encontró en el culto a sus antepasa­dos. Este culto, que nunca la abandonó, adquiere ahora un carácter obsesivo. Para nosotros, americanos del Norte o del Sur, que habitamos el borde occidental de Occidente, el culto de los antepasados es una escapatoria. Es un cul­to de muerte, ya que no existe un vínculo espiritual entre las generaciones, una continuidad. En las pampas cada in­dividuo está solo, allí ha caído y no hay lazos de ninguna clase. Pero Leonor Acevedo quería crear estos lazos. En los poemas de su hijo aparecen los «gauchos» que perseguían a los malones de indios y morían en vagas refriegas en nombre de una libertad inexistente.
Es verdad, él afirma que tiene «la carga de Junín en su sangre», pero está tratando tan sólo de entender. «La cau­sa verdadera / es la sospecha general y borrosa / del enig­ma del Tiempo; / es el asombro ante el milagro... / de que... / perdure algo en nosotros: / inmóvil (Final de Año, Obras Completas, pág. 30).
Éste es el eje inmóvil, al cual llega por medios que no son los de los místicos, el centro que se alcanza a veces en situaciones límites. Y el espíritu de este hombre, cuando pasaba por alto las estructuras tradicionales, enderezaba naturalmente hacia los extremos. Era un extremista nato.
En La Vuelta nombra «la casa primordial de la infan­cia» y comenta:

«¡Cuánta quebradiza luna nueva
infundirá al jardín su ternura,
antes que vuelva a reconocerme la casa
y de nuevo sea un hábito!».
(O.C., pág. 36.)

En Luna de enfrente encontramos una curiosa obser­vación:

«Pampa:
Yo sé que te desgarran
surco y callejones y el viento que te cambia.
Pampa sufrida y macha que ya estás en los cielos,
no sé si eres la muerte. Sé que estás en mi pecho».
(O.C., pág. 58.)

¿Quién es esta «Pampa macha», esta personificación femenina con su forzado adjetivo viril en un escritor que nunca escribe sobre mujeres, como no sea como complemento o pretexto para una situación dramática que prescinde de ellas? ¿Quién o qué es esta «Pampa sufrida y macha»?
El violento despliegue de color local cubre su resigna­ción. Las pálidas novias de los patios, al atardecer, son reemplazadas por una virilidad local y colorida, un sím­bolo vacío, un gesto en la nada.
En los años veinte Borges llevó la vida de los jóvenes literatos en todas las ciudades del mundo: tertulias en los cafés hasta el amanecer, intensas discusiones sobre todos los temas posibles, con la insaciable pasión intelectual de los hombres que empiezan a redescubrir la vida, como se hizo antes de ellos y como se hará después.
Buenos Aires era una ciudad literaria, y Borges, pese a su pasión solitaria por el mundo nórdico y anglosajón, fue esos años hombre de café, como suelen serlo los españoles y sudamericanos. Las historias de la literatura argentina hablan de dos grupos, el de Florida y el de Boedo (una calle de los arrabales) y ponen a Borges en el pri­mero, que habría sido el de los «burgueses liberales y ex­tranjerizantes», opuesto al populismo de derecha o de izquierda del otro grupo. En realidad, las cosas eran me­nos nítidas y las interferencias primaban sobre las distin­ciones. Uno tiene la impresión de que «Florida» y «Boedo» existieron más para los historiadores que para los supuestos protagonistas. La mezcolanza es el hecho pri­mordial y las divisiones y clasificaciones se imponen de afuera y se exageran, en parte para simular un pensamien­to que facilita así la tarea, en parte por mala fe. Borges, supuesto hombre de Florida, encontraba su inspiración en los arrabales indigentes; Leónidas Barletta, supuesto hombre de Boedo, nacido en las aristocráticas Cinco Es­quinas, siempre tuvo su teatro en el centro mismo de la ciudad.
Escindida o no, la vida intelectual de Buenos Aires ad­quirió otro carácter con la intervención de una mujer que provenía de los medios del poder y el dinero y a quien la revista Time describía en 1943 como «la imperiosa autó­crata de la vida literaria argentina; Victoria Ocampo, al­ta, siempre vestida de traje sastre».
Estimulada moralmente por sus prominentes amigos extranjeros, Victoria Ocampo fundó en 1931 la revista mensual Sur, que duró hasta los últimos años de la déca­da de los sesenta, un logro increíble en la Argentina -y ca­si en cualquier parte-. Sur publicaba mensualmente me­nos de 5.000 ejemplares y nunca pudo cubrir sus gastos de impresión y distribución, pero la fortuna personal de Victoria en los años treinta y cuarenta, resolvía tersamen­te estos pequeños problemas (que cesaron de ser peque­ños en los años cincuenta y se volvieron abrumadores en los sesenta).
Victoria era una mujer de gusto depurado, de gran re­finamiento, y su revista lo probaba ampliamente. Tenía un formato de alrededor de unos treinta por veinte centímetros y en la portada había una flecha apuntando ha­cia abajo donde el nombre estaba impreso nítidamente en grandes letras. Cada mes cambiaba el color de la portada. El papel era de excelente calidad. Los colaborado­res extranjeros eran los escritores más notables del día: André Gide, Virgina Woolf, Nicolás Berdiáev, Henri Michaux, Waldo Frank, el conde de Keyserling, Aldous Huxley, Ortega y Gasset, etc. Aunque Sur atendía tan sólo a la calidad literaria, fue hostil al fascismo en las décadas de los treinta y cuarenta y pasaba por «rosada» entre los na­cionalistas, que dejaron de colaborar en ella cuando se inició la guerra civil española. Sin embargo, diez años después, en tiempos de la guerra fría, Sur fue discreta pe­ro efectivamente maccartista y se fue librando de sus co­laboradores locales con tendencias de izquierda. Aunque oficialmente Sur no tenía una postura política decidida, fuera de su antitotalitarismo, Victoria obligó a renunciar a su secretario de redacción, José Bianco, en el cargo des­de hacía veinticinco años, cuando éste se tomó la liber­tad de aceptar una invitación para visitar la Cuba de Fi­del Castro.
Guillermo de Torre, cuñado de Borges, fue por breve tiempo secretario de redacción de Sur antes de José Bian­co. En esta revista habría de publicar Borges algunos de sus cuentos más ambiciosos, pero él nunca perteneció del todo al grupo de Victoria. No se sentía a gusto en casa de ella y lo decía a quien quería oírlo. Victoria tenía una per­sonalidad imponente, dominadora, y la atención genero­sa que prodigaba a los extranjeros célebres no se exten­día a sus compatriotas.
Muchos años después, cuando Borges era una estrella refulgente, ella se mostró más humilde, pero fue inútil. Cuando ella murió, en 1979, obligado a decir algo positivo, él sólo halló un motivo de elogio: Victoria había sido agnóstica en materia religiosa. En un país predominan­temente católico, éste era un elogio extraño, aunque él no lo sintiera como tal. Y subrayó que «había sido amigo de Silvina», la hermana de Victoria.
En la Argentina, los intelectuales son estimados sin ser leídos y sus ideas no se toman en cuenta para nada. Aun­que Borges ya tenía un nombre hacia finales de la década de los treinta, encontraba obstáculos cuando intenta­ba ganarse la vida. La mayor parte de los escritores sin medios propios practican la enseñanza en España y en América Latina, pero él tartamudeaba y carecía de los tí­tulos académicos requeridos. Su amigo Bioy Casares, cu­yo padre había sido ministro de Relaciones Exteriores en un gobierno anterior, le consiguió un empleo de segundo auxiliar en una biblioteca pública de Boedo.
En esta biblioteca escribió, en una hoja que lleva el membrete de la Municipalidad de Buenos Aires, una de las páginas de El Aleph.
El modesto cargo lo humillaba secretamente, pero le dejaba las mañanas libres, el horario no era demasiado estricto y podía disponer de un poco de dinero de bolsi­llo para invitar a sus amigas a comer e ir al cine. Esto y las librerías eran sus únicos gastos -literalmente-. Él no elegía su ropa, en parte por su mala vista, en parte por in­diferencia a todas las formas externas. Su madre, su her­mana y hasta su cuñado tenían que hacer esto por él. Y durante toda su vida fue un poco desaliñado, salvo en los últimos años, cuando Fanny, su ama de llaves, y María Kodama, su secretaria, tomaron en mano la situación.
En los años treinta, jóvenes sensibles y perceptivos se sintieron atraídos por las peculiares ideas poéticas de Borges, por sus atmósferas tan hondamente sentidas, desentrañando alusiones secretas en sus cuentos, escritos en un lenguaje preciso en el cual cada palabra era usada para expresar cosas que nadie había dicho antes. Sus al­bas, sus paisajes, sus casas y cementerios, sus calles, tan­to como sus tahúres y rufianes tenían una nueva dimen­sión en profundidad. Esta literatura trémulamente viva y cargada de emoción estaba controlada por un intelecto nítido que parecía verlo todo. Unos pocos sintieron entu­siasmo; todos estaban impresionados.
En 1937 Borges inició una página de comentarios de libros y autores extranjeros en un semanario mundano de gran venta, El Hogar. Aquí, entre páginas dedicadas a las bodas de la gente acaudalada, a las niñas debutantes, a alguna dama notoria por su cuenta de banco y su ele­gancia, empezó a escribir sobre Murasaki Shikibu, Paul Valéry y James Joyce. No le interesaba Joyce, pero la ce­guera del irlandés apelaba a su imaginación. La imagen del Bardo Ciego ya lo atraía en esos días.
Sus breves notas -sólo disponía de una página y debía comentar seis o siete escritores por vez- no pasaron inad­vertidas. Los argentinos de clase alta son intelectualmente curiosos y capaces de husmear nuevos valores, aunque sean incapaces de hacer algo positivo con ellos.
Por ese entonces tuvo un accidente: al bajar una esca­lera se golpeó la cabeza contra el batiente de una venta­na abierta. La herida se infectó y durante largos meses debió andar con la cabeza vendada. Las vendas se convirtieron en una especie de turbante y él reanudó su vida normal, recorriendo las calles con un atuendo que se parecía al de un swami. La herida dejó una profunda abo­lladura en el cráneo, pero su pelo liso y suave la cubría totalmente. Al referirse a esos días, recordaba que había debido caminar con bastón, ya que estaba casi ciego. Cuando yo lo conocí el bastón había sido abandonado; tampoco usaba anteojos, salvo en el cine. No le gustaban los anteojos: prefería su nebuloso mundo natural.
Durante este período de ceguera compuso momentá­neamente la figura que habría de mostrar al mundo mu­chos años después, ya viejo, temblequeante y glorioso: un ciego patético y translúcido, tanteando el camino con un bastón blanco, un humilde viejo que rogaba al transeún­te desconocido que lo ayudara a cruzar la calle, un poco Ulises mendigo en Ítaca, Edipo en Colona, un rey disfra­zado. Su vida se había convertido en una fábula. El mito no era una huida de la realidad, sino su culminación. La literatura no era el consuelo de los débiles, sino vida in­tensificada, vida exaltada y con sentido. «El hombre ves­tido de negro que viaja en tranvía» se había convertido en el Huésped venerado de todo el mundo. Pero todavía faltaba mucho para esto.

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Diseño de cubierta: Mario Blanco
Diseño de interior: Orestes Pantelides
© 1989, Herederos de Estela Canto
© 1989 y 1999 Espasa Calpe, S. A., Madrid (España)
Primera edición argentina: mayo de 1999
Derechos exclusivos de edición en castellano:
© 1999, Compañía Editora Espasa Calpe Argentina S. A.
Independencia 1668, 1100 Buenos Aires
Grupo Editorial Planeta
ISBN 950-852-140-6
Hecho el depósito que prevé la ley 11 723
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