Fue
por este río de sueñera y de barro
que
vinieron las proas a fundarme la patria.
Jorge Luis Borges,
La
fundación mitológica de Buenos Aires.
El gran Martínez Estrada, el hombre que
caló hasta los tuétanos a su país, hace una observación aterradora sobre los
europeos que cruzaban el océano: los hombres que venían aquí desde otras partes
del mundo creían venir a hacer la historia; en realidad, estaban entrando en
la prehistoria.
Esto se reflejaba en la paleontología,
en los monstruos enormes y mansos que estudiaron Ameghino y Darwin, en esos
reptiles que aparecen en las pesadillas infantiles y las películas de terror;
de algún modo, la paleontología marcó a los seres humanos. Según Martínez
Estrada, hay algo pétreo en el hombre argentino.
Esta cualidad pétrea, esta condición
dura e inamovible era totalmente ignorada por los argentinos de 1899, el año
en que Borges nació. Ezequiel Martínez Estrada entendió y definió a su país.
Borges habría de padecerlo, en el sentido de la Passio Domini. En su
infancia y su juventud chocó con esta «cualidad pétrea». No nació en las pampas,
no conoció la soledad y la latitud de esas llanuras, la falta de puntos de
referencia, la chatura de esas tierras que a veces dan impresión de cercanía
cuando inusitadamente se ve un árbol -un ombú, que no es un árbol, sino un
hongo gigantesco- y lo lejano parece próximo. Las distancias no son calculables
en la pampa. En sus tempranos poemas, tratando de entenderla, Borges la
idealizó. Había nacido en Buenos Aires, una ciudad con un puerto artificial,
junto a un río que no es un río sino una inmensa charca, un estuario lleno «de
sueñera y de barro». Aquí, junto a este río estancado, «vinieron las proas a
fundarme la patria». También era posible escapar por este río, dejando detrás
la sueñera y el barro.
Estas amargas metáforas estaban muy
lejos de las mentes de los argentinos en 1899. La Historia aún no nos había
dado su último y gran revolcón. En 1899 Buenos Aires soñaba un beatífico sueño.
La carne de sus vacas, muy bien pagada, parecía inagotable; incluso se la
tiraba desdeñosamente a los pantanos y al río. Buenos Aires tenía confianza en
el futuro: una confianza total. Sin embargo, todo el siglo había estado
sacudido por turbios y turbulentos choques entre facciones, aspiraciones fallidas,
coraje sin sentido, batallas sucias y sangrientas, convulsiones. En 1853 había
triunfado una de las facciones: los moderados, los ilustrados, «los que
sabían». En realidad, había sido un triunfo ficticio, nominal. Por debajo del
barniz de civilización -los políticos que se vestían con chaquetas de cola y
sombreros de copa, remedando a prestigiosas figuras europeas- se agitaba el
mundo vencido de los gauchos, postergados, resentidos, amargados.
Pero la fachada estaba mejorando. A
principios de siglo pudo decirse que el escenario ya estaba listo y servía a
los fines buscados. La Argentina era «el país del futuro». La Argentina era
refinada, culta y democrática. Norteamérica era democrática, sí, pero nadie
consideraba a los norteamericanos «refinados» o «cultos». Brasil era un país de
mulatos; México era indio y tendía al extremismo político; sólo la Argentina,
con su «pura» sangre europea y su clima nórdico (?!) podía levantar
orgullosamente la cabeza. «Éste es el más europeo de los países latinoamericanos»,
decían los extranjeros que desembarcaban en los chatos llanos argentinos, en
parte para halagar a sus anfitriones, en parte porque no encontraban aquí el colorido,
la exuberancia, la exótica belleza de Río de Janeiro. La implicación era que
no había gente de color aquí. Los argentinos se complacían en este cumplido
secreto, basado en una generalización hecha a la ligera. Se sentían superiores
a los otros latinoamericanos por compartir esta deliciosa complicidad con los
europeos. Esta dudosa «pura» sangre blanca de los argentinos les permitía
entender a los europeos y saber lo que éstos querían. Sólo los argentinos
podían actuar como europeos.
Jean Paul Sartre ha escrito en alguna
parte que Hitler, un hombre capaz de profundas intuiciones en las zonas bajas
de la naturaleza humana, confirió títulos de nobleza a toda la nación alemana
al establecer que la sangre aria convertía a cualquier salchichero alemán en el
miembro de un pueblo de señores (Herrenvolk). Nada necesitaba hacer el
alemán para adquirir este exaltado status. Una cosa, una sola cosa le
bastaba: no tener sangre judía en sus venas. Del mismo modo, los argentinos se
sentían superiores a los otros sudamericanos por no tener sangre negra o india
en sus venas. Lo cierto es que la tenían -no mucha, no conspicua-, pero los
mitos son más tenaces que las estadísticas.
A comienzos del siglo los gauchos
rebeldes habían desaparecido y los indios habían sido exterminados en una o
dos expediciones al desierto. No había nada que temer de los olvidados, los
sofocados. Las riendas del gobierno eran mantenidas firmemente por los que
sabían, los propietarios de tierras y ganados, la gente del dinero y el poder,
los que eran capaces de interpretar lo que estaba ocurriendo en el mundo y
prever lo que le hacía falta al país. Esta nueva clase emergió en 1853, después
de la derrota de Rosas, para unos un «tirano», para otros, el Restaurador de
las Leyes, odiado y adorado como habría de serlo Perón cien años más tarde. El
poder de esta clase se fortaleció después de una guerra con Paraguay, que la Argentina
ganó nominalmente y Brasil, de hecho. Ésta fue la clase que marcó con su sello
al país y la ciudad. En 1899 no podía hablarse de la Argentina sin mencionar a
Buenos Aires: Buenos Aires era ya la República Argentina, más que todo el
resto del país, que la capital representaba por propio derecho.
Los que mandaban en 1900 eran hombres
muy pudientes. El dinero entraba en las arcas casi sin esfuerzo. Bastaba dejar
sueltos a los animales, que se reproducían por millares. Las líneas férreas,
recién tendidas sobre el país, aumentaron enormemente el valor de las tierras
elegidas, permitiendo a los que estaban en antecedentes hacer rápidas
fortunas. Esta situación está implícita en la alusión que se hace a una
transacción turbia (the Argentine Scheme) que trae el deshonor al héroe
poco heroico de Un marido ideal, la famosa comedia de Wilde.
Además, había trigo. La Argentina era
«el granero del mundo». El precio del trigo y la carne en los mercados
extranjeros era cuatro o cinco veces su precio actual, puesto en moneda actualizada.
Las cosas eran así y habrían de seguir así para siempre. Algunas familias de
las clases dirigentes fueron conscientes de los grandes privilegios que
tenían. Y decidieron aprovechar estos privilegios, exhibirse, ya que la
ostentación es una de las peculiaridades de los países que no tienen nada que
mostrar, países con desiertos de piedra y pantanos.
El argentino fue ostentoso no ante los
extranjeros, sino ante los otros argentinos. Es lo que ocurre cuando se tiene
la sensación de chapalear en el vacío.
Había que llenar ese vacío. Pero la
pampa no puede llenarse. Cuando se mira al horizonte, en la chatura de la
pampa, se tiene una sensación de soledad y de ámbito cerrado. Se echa a andar y
se descubre que ese ámbito cerrado es interminable, que nunca se sale de él.
Hay que llenarlo. Y el argentino llenó la pampa con sus sueños. El primero fue
el sueño de la riqueza; el segundo, una consecuencia del primero, fue la
enorme importancia de la Argentina. El mundo necesitaba a la Argentina. El mundo
pasaba hambre sin la Argentina. No había ningún motivo de preocupación.
Y se inició la «exploración» de Europa.
Es verdad que esa «exploración», después de una breve visita a España -¡ese
desdichado país, tan pobre en comparación con la Argentina!- y una corta
excursión por el norte de Italia, terminaba al alcanzar La Meca del
peregrinaje: ¡París!
¿Qué era París para los argentinos? En
primer término, el lugar en donde tenían una conciencia intensificada de su
riqueza. Eran argentins; hasta el nombre del país tenía resonancias de
plata. Ser argentin era ser argenté. En segundo término, para los
hombres, París representaba la realización de pecaminosas fantasías sexuales;
para las mujeres significaba la adquisición del chic (una palabra de
esos tiempos) que podía comprarse en una renombrada casa de costura.
Naturalmente, el cruce del océano tenía
sus riesgos. Con encomiable previsión, las familias argentinas adineradas
viajaban con vacas y gallinas a fin de contar con leche y huevos frescos para
los niños. A nadie se le ocurría encontrar grosero o vulgar este despliegue:
era un ejemplo más del poderío argentino. Nunca se supo cuál era el destino de
las vacas y gallinas que cruzaban el océano para asegurar la salud de los
niños argentinos. No sabemos si terminaban el viaje en un matadero de Francia
o, a la vuelta, en un matadero de la Argentina. Lo cierto es que, después de
pasar cierto tiempo en Europa, uno empezaba a husmear que no era elegante
viajar con estos pobres animales.
Los argentinos aprendieron algo en
Europa, pese a que nadie se sentía allí a gusto. Se iba a Europa para mostrar
que uno había estado en Europa. Lo único que interesaba era el efecto que ese
viaje habría de producir a otros argentinos.
Esta actitud habría de echar hondas
raíces en el carácter argentino y se iba a reflejar en lo que para un sudamericano,
de origen más o menos latino, es lo más importante, el fundamento secreto de la
vida: el sexo.
Finalmente, un poco antes de la Primera
Guerra Mundial e inmediatamente después, los argentinos de las clases altas
adquirieron buenos modales. Se logró una excelente imitación de la vida
europea de gran tren. En Buenos Aires, mansiones suntuosas, como chateaux franceses,
surgieron en lo que habría de llamarse el Barrio Norte; réplicas de hôtels parisienses
del sixième arrondissement eran favorecidas por los más perceptivos. No
se desdeñaron el confort y los hábitos higiénicos de los ingleses; los muebles
ingleses compitieron con los franceses. Hablar francés y -más adelante- inglés
era un logro que lo situaba a uno socialmente. Como era de esperarse, nadie
hablaba italiano. El italiano era el idioma de los inmigrantes que, junto con
los españoles de las provincias más pobres de España, habían inundado el país en
busca de mejores condiciones de vida. Ser español (con excepción de los vascos)
era malo; ser italiano era peor.
Debajo de esta clase social que, por ser
de formación reciente, era pusilánime, artificiosa y egoísta, estaban las masas
de inmigrantes de las clases menesterosas. Estos nuevos argentinos trabajaban,
se consideraban argentinos y estaban orgullosos de pertenecer a su reciente
país. La legislación social era casi inexistente y se sentían tratados como
parias en su propio país. Éstas fueron las fuerzas que habrían de explotar en
1945, en apoyo a Perón, quien, desde el Ministerio de Trabajo y Previsión, se
limitó a hacer cumplir viejas leyes laborales que no se respetaban. Y se
produjo la colisión entre las dos Argentinas, la aparente y la real; la nueva
tenía la excusa de haber sido sofocada; la otra demostró su incompetencia.
Insisto en el punto porque el peronismo
fue un mojón en la vida de Borges. Y la situación del país, a comienzos de
siglo, iba a marcarlo.
En este país dividido había un solo
denominador común: el sexo. El sexo y la protesta social estaban en la letra
de todos los tangos, en las crónicas criminales de los diarios, en los
prostíbulos, rebosantes de prostitutas polacas o rusas, en general muchachas
no arias, que habían logrado escapar de los pogromos y las hambrunas de Europa
oriental, pero no del esnobismo argentino, que les exigía que se hicieran pasar
por francesas, expertas en las artes del amor.
Las clases olvidadas, cerradas en su
marasmo rencoroso, sumidas en una ignorancia recelosa, buscaron su identidad
en las formas humilladas del sexo, en un bajo fondo que permitía destellos de
cierto orgullo bravío, en una ignorancia que se afirmaba y se complacía en sí
misma, en un sentimentalismo a veces no desprovisto de cierto penacho. De este
modo surgió el tango. Y este mundo de burdeles y cuchilleros (criminales muchas
veces promocionados a guardaespaldas de algún político) infectó al otro, el de
las galeras, le transmitió su voluntad de ocultación, su deliberada ceguera, el
uso del sexo como instrumento para rebajar al prójimo. Hay que detenerse en
este punto para entender las fuerzas que formaron y deshicieron al niño que
iba a ser Jorge Luis Borges.
La palabra «hombría» tiene diferentes
resonancias en cada país, diversas implicaciones. Sólo puede saberse con
certeza lo que no es «hombría» en un lugar y tiempo determinados. Para
el hombre argentino de principios de siglo la hombría no consistía en vencer
dificultades y nada tenía que ver con enfrentar las duras realidades de la
vida, con proteger o defender a los débiles (mujeres, niños y viejos). El mero
hecho de ser varón implicaba una superioridad. No se era «hombre» por haber
ganado una posición, sino por haberla heredado. No se era «hombre» por haber
conquistado el amor de una determinada mujer: se era hombre por haberse
acostado, a los doce o trece años, con una criada, o haberse comportado bien
en el burdel adonde algún tío complaciente nos había llevado.
Esta era la prueba de la virilidad. Si
la criada se embarazaba, era irrelevante. Lo único que debía hacerse era librarse
del producto de esa picardía.2
Y naturalmente, años después, era una
buena señal tener una gresca en un cabaret de moda, con botellas y copas
rotas. Mientras tanto, tal vez se había contraído una enfermedad venérea.
Naturalmente, después de haberse divertido un tiempo había que establecerse,
casándose con una prima más o menos lejana, alguien del mismo círculo en todo
caso, una mujer oficialmente virgen y que tuviera -conditio sine qua non- la
fortuna que permitía añadir algunas hectáreas más de tierra a los millares que
uno ya tenía. De este modo los apellidos se unían a otros apellidos, pues los
casamientos dentro del mismo grupo de los terratenientes eran tan comunes como
en las familias reales. Esta gente se casaba entre ella, comía, gastaba
dinero y fornicaba con las espaldas vueltas al país real.
En lo que se refiere al sexo, voy a
contar dos anécdotas, tan coloridas como indecorosas, que dejan ver claramente,
más que ninguna consideración abstracta, la actitud de la gente de este medio.
Un caballero (nacido en 1892) comentó
triunfalmente en una ocasión: «¡Decían que el hijo de Máximo era marica! ¡Y
ahí lo tienen, está con una mala enfermedad!»
A fin de evitar cualquier
desentendimiento en el lector no aborigen, debo señalar que para este caballero
la sífilis era exclusiva y selectivamente heterosexual, un accidente doloroso,
pero que suscitaba orgullo, como el que podría tener un guerrero de sus
heridas.
Otra anécdota. Un caballero muy
pudiente, cuñado de un ministro de Economía, quedó muy sorprendido cuando la
regenta de una «casa» de la cual era asiduo cliente le preguntó por qué razón
no decía una sola palabra a las mujeres con quienes se acostaba. Altaneramente,
el caballero contestó: «Nunca hablo cuando estoy sentado en la letrina.»
La víctima de esta petulancia bestial
era una prostituta, pero se diría que cualquier mujer tendría que sentir el
insulto a todo el sexo que está implícito en esta anécdota. No es el caso. La
anécdota me fue contada por una sobrina del caballero en cuestión, quien
probablemente la había oído a uno de sus hermanos. Esta mujer, una figura muy
prominente en círculos políticos y literarios, estaba lejos de ser insensible.
Sin embargo, contaba la anécdota atendiendo a su lado cómico (sin duda lo
tiene) sin advertir los otros.
Los hombres no percibían la bestialidad
de esta actitud. Tampoco sus mujeres, que daban la bestialidad por supuesta
cuando de hombres se trataba. Había un abismo entre la vida íntima y la que se
mostraba exteriormente en la familia argentina de alta burguesía. El abismo no
provenía de ideas religiosas o prejuicios morales, como en la Inglaterra
victoriana. La recóndita causa era el tortuoso deseo de afirmar una
superioridad que el Destino le negaba a la Argentina. Había un «mundo de
hombres», cerrado y exclusivo, en el cual los hombres actuaban para y frente a
otros hombres. En un famoso tango, Patotero, un joven echa de menos a
una mujer que él ha abandonado, aunque los dos se querían y ella le era fiel.
Pero sus amigos estaban ahí. Y se lamenta:
La patota me miraba,
no era de hombres aflojar.
La coquetería del gesto estaba
enderezada a los hombres. Ellos eran los jueces.
La mujer era un receptáculo de sucios
humores o un adorno caro, nunca una compañera o una amiga. La propia mujer era
un mal necesario, necesario para continuar la familia y consolidar la fortuna.
Por supuesto, uno podía tener una «mantenida» en caso de contar con los medios.
Por largo tiempo los teatros de Buenos Aires proveyeron esta clase de mujeres,
como en el resto del mundo. Pero aquí había una diferencia. Uno no «compraba»
una mujer por gustar especialmente de ella, sino para demostrar que uno podía
comprarla. Era algo que uno podía permitirse, como el viaje a Europa o el auto
último modelo.
Todo contribuía a intensificar la
separación entre los sexos. En los bares y «confiterías» había un sector reservado
llamado «Salón Familias». Los lugares que no lo tenían eran tabú para las
mujeres que se preocupaban por su reputación. Por ejemplo, el Richmond de la
calle Florida contaba con una gran clientela de personajes políticos y
literarios, padres, maridos y hermanos de mujeres que no podían entrar a ese
lugar. Y ese tabú duró más o menos hasta la década de los cuarenta.
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