sábado, 18 de abril de 2020

BORGES A CONTRALUZ. ESTELA CANTO.





Fue por este río de sueñera y de barro
que vinieron las proas a fundarme la patria.
Jorge Luis Borges,
La fundación mitológica de Buenos Aires.



El gran Martínez Estrada, el hombre que caló hasta los tuétanos a su país, hace una observación aterradora so­bre los europeos que cruzaban el océano: los hombres que venían aquí desde otras partes del mundo creían ve­nir a hacer la historia; en realidad, estaban entrando en la prehistoria.
Esto se reflejaba en la paleontología, en los monstruos enormes y mansos que estudiaron Ameghino y Darwin, en esos reptiles que aparecen en las pesadillas infantiles y las películas de terror; de algún modo, la paleontología marcó a los seres humanos. Según Martínez Estrada, hay algo pétreo en el hombre argentino.
Esta cualidad pétrea, esta condición dura e inamovi­ble era totalmente ignorada por los argentinos de 1899, el año en que Borges nació. Ezequiel Martínez Estrada entendió y definió a su país. Borges habría de padecerlo, en el sentido de la Passio Domini. En su infancia y su ju­ventud chocó con esta «cualidad pétrea». No nació en las pampas, no conoció la soledad y la latitud de esas llanu­ras, la falta de puntos de referencia, la chatura de esas tie­rras que a veces dan impresión de cercanía cuando inusitadamente se ve un árbol -un ombú, que no es un árbol, sino un hongo gigantesco- y lo lejano parece próximo. Las distancias no son calculables en la pampa. En sus tempranos poemas, tratando de entenderla, Borges la idealizó. Había nacido en Buenos Aires, una ciudad con un puerto artificial, junto a un río que no es un río sino una inmensa charca, un estuario lleno «de sueñera y de barro». Aquí, junto a este río estancado, «vinieron las proas a fundarme la patria». También era posible esca­par por este río, dejando detrás la sueñera y el barro.
Estas amargas metáforas estaban muy lejos de las mentes de los argentinos en 1899. La Historia aún no nos había dado su último y gran revolcón. En 1899 Buenos Aires soñaba un beatífico sueño. La carne de sus vacas, muy bien pagada, parecía inagotable; incluso se la tiraba desdeñosamente a los pantanos y al río. Buenos Aires tenía confianza en el futuro: una confianza total. Sin em­bargo, todo el siglo había estado sacudido por turbios y turbulentos choques entre facciones, aspiraciones falli­das, coraje sin sentido, batallas sucias y sangrientas, con­vulsiones. En 1853 había triunfado una de las facciones: los moderados, los ilustrados, «los que sabían». En reali­dad, había sido un triunfo ficticio, nominal. Por debajo del barniz de civilización -los políticos que se vestían con chaquetas de cola y sombreros de copa, remedando a prestigiosas figuras europeas- se agitaba el mundo ven­cido de los gauchos, postergados, resentidos, amargados.
Pero la fachada estaba mejorando. A principios de si­glo pudo decirse que el escenario ya estaba listo y servía a los fines buscados. La Argentina era «el país del futuro». La Argentina era refinada, culta y democrática. Nor­teamérica era democrática, sí, pero nadie consideraba a los norteamericanos «refinados» o «cultos». Brasil era un país de mulatos; México era indio y tendía al extremismo político; sólo la Argentina, con su «pura» sangre europea y su clima nórdico (?!) podía levantar orgullosamente la cabeza. «Éste es el más europeo de los países latinoame­ricanos», decían los extranjeros que desembarcaban en los chatos llanos argentinos, en parte para halagar a sus anfitriones, en parte porque no encontraban aquí el co­lorido, la exuberancia, la exótica belleza de Río de Janei­ro. La implicación era que no había gente de color aquí. Los argentinos se complacían en este cumplido secreto, basado en una generalización hecha a la ligera. Se sen­tían superiores a los otros latinoamericanos por compar­tir esta deliciosa complicidad con los europeos. Esta du­dosa «pura» sangre blanca de los argentinos les permitía entender a los europeos y saber lo que éstos querían. Só­lo los argentinos podían actuar como europeos.
Jean Paul Sartre ha escrito en alguna parte que Hitler, un hombre capaz de profundas intuiciones en las zonas bajas de la naturaleza humana, confirió títulos de noble­za a toda la nación alemana al establecer que la sangre aria convertía a cualquier salchichero alemán en el miembro de un pueblo de señores (Herrenvolk). Nada necesitaba hacer el alemán para adquirir este exaltado sta­tus. Una cosa, una sola cosa le bastaba: no tener sangre judía en sus venas. Del mismo modo, los argentinos se sentían superiores a los otros sudamericanos por no te­ner sangre negra o india en sus venas. Lo cierto es que la tenían -no mucha, no conspicua-, pero los mitos son más tenaces que las estadísticas.
A comienzos del siglo los gauchos rebeldes habían de­saparecido y los indios habían sido exterminados en una o dos expediciones al desierto. No había nada que temer de los olvidados, los sofocados. Las riendas del gobierno eran mantenidas firmemente por los que sabían, los pro­pietarios de tierras y ganados, la gente del dinero y el po­der, los que eran capaces de interpretar lo que estaba ocu­rriendo en el mundo y prever lo que le hacía falta al país. Esta nueva clase emergió en 1853, después de la derrota de Rosas, para unos un «tirano», para otros, el Restaura­dor de las Leyes, odiado y adorado como habría de serlo Perón cien años más tarde. El poder de esta clase se fortaleció después de una guerra con Paraguay, que la Ar­gentina ganó nominalmente y Brasil, de hecho. Ésta fue la clase que marcó con su sello al país y la ciudad. En 1899 no podía hablarse de la Argentina sin mencionar a Buenos Aires: Buenos Aires era ya la República Argenti­na, más que todo el resto del país, que la capital repre­sentaba por propio derecho.
Los que mandaban en 1900 eran hombres muy pu­dientes. El dinero entraba en las arcas casi sin esfuerzo. Bastaba dejar sueltos a los animales, que se reproducían por millares. Las líneas férreas, recién tendidas sobre el país, aumentaron enormemente el valor de las tierras ele­gidas, permitiendo a los que estaban en antecedentes hacer rápidas fortunas. Esta situación está implícita en la alusión que se hace a una transacción turbia (the Argentine Scheme) que trae el deshonor al héroe poco heroico de Un marido ideal, la famosa comedia de Wilde.
Además, había trigo. La Argentina era «el granero del mundo». El precio del trigo y la carne en los mercados extranjeros era cuatro o cinco veces su precio actual, puesto en moneda actualizada. Las cosas eran así y ha­brían de seguir así para siempre. Algunas familias de las clases dirigentes fueron conscientes de los grandes privi­legios que tenían. Y decidieron aprovechar estos privile­gios, exhibirse, ya que la ostentación es una de las pecu­liaridades de los países que no tienen nada que mostrar, países con desiertos de piedra y pantanos.
El argentino fue ostentoso no ante los extranjeros, si­no ante los otros argentinos. Es lo que ocurre cuando se tiene la sensación de chapalear en el vacío.
Había que llenar ese vacío. Pero la pampa no puede llenarse. Cuando se mira al horizonte, en la chatura de la pampa, se tiene una sensación de soledad y de ámbito cerrado. Se echa a andar y se descubre que ese ámbito ce­rrado es interminable, que nunca se sale de él. Hay que llenarlo. Y el argentino llenó la pampa con sus sueños. El primero fue el sueño de la riqueza; el segundo, una con­secuencia del primero, fue la enorme importancia de la Argentina. El mundo necesitaba a la Argentina. El mun­do pasaba hambre sin la Argentina. No había ningún mo­tivo de preocupación.
Y se inició la «exploración» de Europa. Es verdad que esa «exploración», después de una breve visita a España -¡ese desdichado país, tan pobre en comparación con la Argentina!- y una corta excursión por el norte de Italia, terminaba al alcanzar La Meca del peregrinaje: ¡París!
¿Qué era París para los argentinos? En primer térmi­no, el lugar en donde tenían una conciencia intensifica­da de su riqueza. Eran argentins; hasta el nombre del país tenía resonancias de plata. Ser argentin era ser argenté. En segundo término, para los hombres, París represen­taba la realización de pecaminosas fantasías sexuales; pa­ra las mujeres significaba la adquisición del chic (una pa­labra de esos tiempos) que podía comprarse en una renombrada casa de costura.
Naturalmente, el cruce del océano tenía sus riesgos. Con encomiable previsión, las familias argentinas adine­radas viajaban con vacas y gallinas a fin de contar con le­che y huevos frescos para los niños. A nadie se le ocurría encontrar grosero o vulgar este despliegue: era un ejem­plo más del poderío argentino. Nunca se supo cuál era el destino de las vacas y gallinas que cruzaban el océano pa­ra asegurar la salud de los niños argentinos. No sabemos si terminaban el viaje en un matadero de Francia o, a la vuelta, en un matadero de la Argentina. Lo cierto es que, después de pasar cierto tiempo en Europa, uno empeza­ba a husmear que no era elegante viajar con estos pobres animales.
Los argentinos aprendieron algo en Europa, pese a que nadie se sentía allí a gusto. Se iba a Europa para mostrar que uno había estado en Europa. Lo único que interesa­ba era el efecto que ese viaje habría de producir a otros argentinos.
Esta actitud habría de echar hondas raíces en el carác­ter argentino y se iba a reflejar en lo que para un suda­mericano, de origen más o menos latino, es lo más importante, el fundamento secreto de la vida: el sexo.
Finalmente, un poco antes de la Primera Guerra Mun­dial e inmediatamente después, los argentinos de las cla­ses altas adquirieron buenos modales. Se logró una exce­lente imitación de la vida europea de gran tren. En Buenos Aires, mansiones suntuosas, como chateaux franceses, surgieron en lo que habría de llamarse el Barrio Norte; réplicas de hôtels parisienses del sixième arrondissement eran favorecidas por los más perceptivos. No se desdeña­ron el confort y los hábitos higiénicos de los ingleses; los muebles ingleses compitieron con los franceses. Hablar francés y -más adelante- inglés era un logro que lo situa­ba a uno socialmente. Como era de esperarse, nadie hablaba italiano. El italiano era el idioma de los inmigran­tes que, junto con los españoles de las provincias más pobres de España, habían inundado el país en busca de mejores condiciones de vida. Ser español (con excepción de los vascos) era malo; ser italiano era peor.
Debajo de esta clase social que, por ser de formación reciente, era pusilánime, artificiosa y egoísta, estaban las masas de inmigrantes de las clases menesterosas. Estos nuevos argentinos trabajaban, se consideraban argenti­nos y estaban orgullosos de pertenecer a su reciente país. La legislación social era casi inexistente y se sentían tratados como parias en su propio país. Éstas fueron las fuerzas que habrían de explotar en 1945, en apoyo a Pe­rón, quien, desde el Ministerio de Trabajo y Previsión, se limitó a hacer cumplir viejas leyes laborales que no se res­petaban. Y se produjo la colisión entre las dos Argenti­nas, la aparente y la real; la nueva tenía la excusa de ha­ber sido sofocada; la otra demostró su incompetencia.
Insisto en el punto porque el peronismo fue un mojón en la vida de Borges. Y la situación del país, a comienzos de siglo, iba a marcarlo.
En este país dividido había un solo denominador co­mún: el sexo. El sexo y la protesta social estaban en la le­tra de todos los tangos, en las crónicas criminales de los diarios, en los prostíbulos, rebosantes de prostitutas po­lacas o rusas, en general muchachas no arias, que habían logrado escapar de los pogromos y las hambrunas de Eu­ropa oriental, pero no del esnobismo argentino, que les exigía que se hicieran pasar por francesas, expertas en las artes del amor.
Las clases olvidadas, cerradas en su marasmo renco­roso, sumidas en una ignorancia recelosa, buscaron su identidad en las formas humilladas del sexo, en un bajo fondo que permitía destellos de cierto orgullo bravío, en una ignorancia que se afirmaba y se complacía en sí mis­ma, en un sentimentalismo a veces no desprovisto de cierto penacho. De este modo surgió el tango. Y este mundo de burdeles y cuchilleros (criminales muchas ve­ces promocionados a guardaespaldas de algún político) infectó al otro, el de las galeras, le transmitió su voluntad de ocultación, su deliberada ceguera, el uso del sexo co­mo instrumento para rebajar al prójimo. Hay que dete­nerse en este punto para entender las fuerzas que forma­ron y deshicieron al niño que iba a ser Jorge Luis Borges.
La palabra «hombría» tiene diferentes resonancias en cada país, diversas implicaciones. Sólo puede saberse con certeza lo que no es «hombría» en un lugar y tiempo determinados. Para el hombre argentino de principios de siglo la hombría no consistía en vencer dificultades y nada tenía que ver con enfrentar las duras realidades de la vida, con proteger o defender a los débiles (mujeres, niños y viejos). El mero hecho de ser varón implicaba una superioridad. No se era «hombre» por haber gana­do una posición, sino por haberla heredado. No se era «hombre» por haber conquistado el amor de una deter­minada mujer: se era hombre por haberse acostado, a los doce o trece años, con una criada, o haberse compor­tado bien en el burdel adonde algún tío complaciente nos había llevado.
Esta era la prueba de la virilidad. Si la criada se emba­razaba, era irrelevante. Lo único que debía hacerse era li­brarse del producto de esa picardía.2
Y naturalmente, años después, era una buena señal te­ner una gresca en un cabaret de moda, con botellas y co­pas rotas. Mientras tanto, tal vez se había contraído una enfermedad venérea. Naturalmente, después de haberse divertido un tiempo había que establecerse, casándose con una prima más o menos lejana, alguien del mismo círculo en todo caso, una mujer oficialmente virgen y que tuviera -conditio sine qua non- la fortuna que permitía añadir algunas hectáreas más de tierra a los millares que uno ya tenía. De este modo los apellidos se unían a otros apellidos, pues los casamientos dentro del mismo grupo de los terratenientes eran tan comunes como en las fami­lias reales. Esta gente se casaba entre ella, comía, gasta­ba dinero y fornicaba con las espaldas vueltas al país real.
En lo que se refiere al sexo, voy a contar dos anécdo­tas, tan coloridas como indecorosas, que dejan ver clara­mente, más que ninguna consideración abstracta, la actitud de la gente de este medio.
Un caballero (nacido en 1892) comentó triunfalmente en una ocasión: «¡Decían que el hijo de Máximo era ma­rica! ¡Y ahí lo tienen, está con una mala enfermedad!»
A fin de evitar cualquier desentendimiento en el lector no aborigen, debo señalar que para este caballero la sífi­lis era exclusiva y selectivamente heterosexual, un accidente doloroso, pero que suscitaba orgullo, como el que podría tener un guerrero de sus heridas.
Otra anécdota. Un caballero muy pudiente, cuñado de un ministro de Economía, quedó muy sorprendido cuan­do la regenta de una «casa» de la cual era asiduo cliente le preguntó por qué razón no decía una sola palabra a las mujeres con quienes se acostaba. Altaneramente, el ca­ballero contestó: «Nunca hablo cuando estoy sentado en la letrina.»
La víctima de esta petulancia bestial era una prostitu­ta, pero se diría que cualquier mujer tendría que sentir el insulto a todo el sexo que está implícito en esta anécdo­ta. No es el caso. La anécdota me fue contada por una so­brina del caballero en cuestión, quien probablemente la había oído a uno de sus hermanos. Esta mujer, una figu­ra muy prominente en círculos políticos y literarios, estaba lejos de ser insensible. Sin embargo, contaba la anécdota atendiendo a su lado cómico (sin duda lo tiene) sin advertir los otros.
Los hombres no percibían la bestialidad de esta acti­tud. Tampoco sus mujeres, que daban la bestialidad por supuesta cuando de hombres se trataba. Había un abis­mo entre la vida íntima y la que se mostraba exteriormente en la familia argentina de alta burguesía. El abismo no provenía de ideas religiosas o prejuicios morales, como en la Inglaterra victoriana. La recóndita causa era el tor­tuoso deseo de afirmar una superioridad que el Destino le negaba a la Argentina. Había un «mundo de hombres», cerrado y exclusivo, en el cual los hombres actuaban pa­ra y frente a otros hombres. En un famoso tango, Patote­ro, un joven echa de menos a una mujer que él ha aban­donado, aunque los dos se querían y ella le era fiel. Pero sus amigos estaban ahí. Y se lamenta:

La patota me miraba,
no era de hombres aflojar.

La coquetería del gesto estaba enderezada a los hom­bres. Ellos eran los jueces.
La mujer era un receptáculo de sucios humores o un adorno caro, nunca una compañera o una amiga. La pro­pia mujer era un mal necesario, necesario para continuar la familia y consolidar la fortuna. Por supuesto, uno po­día tener una «mantenida» en caso de contar con los me­dios. Por largo tiempo los teatros de Buenos Aires prove­yeron esta clase de mujeres, como en el resto del mundo. Pero aquí había una diferencia. Uno no «compraba» una mujer por gustar especialmente de ella, sino para demos­trar que uno podía comprarla. Era algo que uno podía permitirse, como el viaje a Europa o el auto último mo­delo.
Todo contribuía a intensificar la separación entre los sexos. En los bares y «confiterías» había un sector reser­vado llamado «Salón Familias». Los lugares que no lo te­nían eran tabú para las mujeres que se preocupaban por su reputación. Por ejemplo, el Richmond de la calle Flo­rida contaba con una gran clientela de personajes políti­cos y literarios, padres, maridos y hermanos de mujeres que no podían entrar a ese lugar. Y ese tabú duró más o menos hasta la década de los cuarenta.





2 Uno de estos productos irrelevantes fue Eva Perón.

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