Conocí
a Borges en el mes de agosto de 1944, unos días antes de la liberación de
París. Adolfo Bioy Casares y su mujer, Silvina Ocampo, me habían invitado a una
reunión en su casa, un tríplex en la esquina de Santa Fe y Ecuador. Los
Bioy -Adolfito y Silvina-, casados hacía pocos años, talentosos, atrayentes,
con cualidades muy excepcionales, tenían casa abierta para sus amigos literatos.
Unos meses antes, mi hermano Patricio me había presentado a Silvina, de quien
era muy amigo.
La
reunión iba a ser literaria y yo sentía cierta timidez. El grupo de los Bioy
era más selecto, incluso más rarificado que el grupo de Victoria Ocampo, la
hermana de Silvina (la menor de una larga familia, todas mujeres). En casa de
Victoria, en San Isidro, uno solía encontrar gente que nada tenía que ver con
la literatura: diplomáticos, estrellas de cine, políticos, un ex presidente,
personas excepcionalmente acaudaladas con una debilidad por las artes,
eminencias extranjeras de paso por el país, etc. Adolfito y Silvina sólo recibían a escritores o a
personas que aspiraban a serlo (mi caso). En ocasiones podía haber gente que,
en virtud de alguna peculiaridad interesante, se unía al grupo, hasta que su
originalidad empezaba a mellarse.
Era
evidente que mis méritos literarios no justificaban mi entrada en aquel círculo
restringido: dos cuentos publicados en Sur y uno, en el suplemento
literario de La Nación.
En
esos tiempos Borges era muy apreciado en los medios intelectuales, pero el
gran público no lo conocía. En la Argentina no teníamos aún esa prensa amarilla
que está a la caza de personajes célebres y es cazada por los que aspiran a
serlo. En líneas generales, los escritores eran «secretos». Muchos de ellos
solían pagarse magras ediciones de sus obras, alrededor de unos quinientos ejemplares,
que eran distribuidos entre los amigos, con dedicatorias llenas de tacto,
discernimiento y esperanzas, y que eran comentadas favorablemente en Sur,
Nosotros o La Nación. Había poca cosa más. Otras revistas literarias
tenían una existencia breve y azarosa. Pocas lograban durar más de dos o tres
números.
En Sur
yo había leído La muerte y la brújula, que me había maravillado.
Pero no estaba mayormente interesada en conocer a Borges: nunca me he sentido
atraída por los hombres de letras.
Ese
invierno (austral) de 1944 habría de ser decisivo para el mundo, incluida la
Argentina. Alemania apenas podía seguir resistiendo y las tropas soviéticas
avanzaban ya por el centro de Europa. El mundo estaba tomando una nueva forma,
adquiriendo un nuevo tono. Las simpatías del gobierno argentino por el nazismo,
casi francas en 1940, menos calurosas después de Stalingrado, se volvían cada
vez más íntimas y secretas. El nazismo se desmoronaba, pero los jerarcas
alemanes que podían pagar el elevado precio que se pide al ex poderoso acosado
compraban nuevos refugios e identidades en la Argentina.
Un
golpe de Estado en 1943 había reinstalado lo que habría de ser una larga serie
de gobiernos militares. Una nueva voz, con un tono fascista modernizado, más
perceptivo, atronaba desde la recién creada Secretaría de Trabajo y Previsión.
Éste no es el momento de analizar el peronismo. Lo haremos más adelante, ya que
la conciencia política de Borges estuvo vinculada a este trastorno social que
él nunca entendió y -lo que es más- nunca quiso entender, como si entender
fuera un poco aprobar. Baste decir aquí que el «peronismo» -palabra que aún no
había sido acuñada- nos parecía a algunos el coletazo del tambaleante fascismo
europeo.
Esa
reunión en casa de los Bioy era, en realidad, más política que literaria y
representaba un intento por juntar fuerzas democráticas entre los
intelectuales y frenar el avance de lo que no podía ser frenado. Aquí estaban
los escritores más conspicuos de ideas liberales; los escritores pronazis, o
nacionalistas meramente anglófobos, eran despreciados por este grupo, pese a
que tenían una relación mucho más fluida y positiva con las fuerzas reales del
poder.
En
medio de estas personas prominentes, yo me sentía envarada y joven. Ya roto el
primer hielo, cuando las conversaciones se habían generalizado, aparecieron
Borges y Bioy Casares, que hasta el último momento habían estado trabajando en
la redacción de Seis problemas para Isidro Parodi, una saga de cuentos
policiales que escribían juntos, en el piso bajo del tríplex.
Yo
había oído que Borges no era exactamente buen mozo, que ni siquiera tenía un
físico agradable. Sin embargo, estaba por debajo de lo que yo había esperado.
Por mi parte, yo no le impresioné a él ni bien ni mal. Cuando Adolfito nos
presentó, me tendió la mano con aire desatento e inmediatamente dirigió sus
grandes ojos celestes en otra dirección. Era casi descortés. E inesperado. En
aquellos días yo daba por supuesto que los hombres tenían que impresionarse
conmigo.
Borges
era regordete, más bien alto y erguido, con una cara pálida y carnosa, pies
notablemente chicos y una mano que, al ser estrechada, parecía sin huesos, floja,
como molesta por tener que soportar el inevitable contacto. La voz era
temblorosa, parecía tantear y pedir permiso. Me llevó tiempo el percibir los
matices y el encanto de esa voz trémula, en la cual se sentía algo quebrado.
Durante
varios meses no ocurrió nada nuevo entre él y yo. Mi hermano Patricio se había
ido a Oxford con una beca y, en cierto sentido, yo lo reemplacé en aquella casa,
convirtiéndome en íntima amiga de Silvina. En ese tríplex lleno de
libros, con las paredes cubiertas de estantes que parecían tener todo lo que se
había escrito en el mundo, escuchábamos a Brahms, Porgy and Bess, música
popular: Silvina y yo solíamos bailar, creando en ocasiones nuevos pasos, ya
que los hombres del grupo -Eduardo Mallea, Manuel Peyrou, J. R. Wilcock, José
Bianco, Ricardo Baeza- no sabían o no querían bailar. Nos reuníamos en el
piso de arriba y muy rara vez alguno de nosotros bajaba. En ese santuario que
era el estudio de Adolfito, Borges y el dueño de casa escribían Isidro
Parodi, que iba a publicarse con el nom de plume de Bustos Domecq.
De cuando en cuando oíamos las homéricas carcajadas de Borges celebrando alguna
salida de sus personajes.
Isidro
Parodi, el detective de estos cuentos, era un hombre entrado en años,
encarcelado en la Penitenciaría de la calle de Las Heras. Tal vez el único
mérito de los relatos de Bustos Domecq, que más adelante cambió su nombre por
el de Suárez Lynch, fuera la gran diversión que proporcionaban a sus autores.
Son relatos intrincados, confusos, con una trama engorrosa que no se desata
con nitidez. Sus efectos cómicos provienen por lo general de la presentación
de tics y manierismos de amigos y conocidos de los autores; el efecto era
logrado cuando el lector reconocía al original, pero se perdía cuando éste no
era el caso.
Menciono
estos relatos -que no merecen recordarse- porque en ellos está el tema del
prisionero detrás de las rejas, o el inválido, el hombre atado. El tema había
aparecido ya en el magnífico Funes el Memorioso y reaparecería después
en La escritura del dios. En los tres casos se produce algo desusado: el
hombre viejo y encarcelado encuentra la solución a todos los enigmas que se le
plantean; Funes, el indiecito de Fray Bentos, en la campaña oriental, paralítico
y condenado a vivir en una cama, es capaz de ver y entender el universo; el
héroe de La escritura del dios lee el mensaje divino en las manchas del
leopardo que cruza todos los días, por unos pocos segundos, la abertura de la
siniestra mazmorra donde él es un condenado de por vida.
Por
lo general Borges se retiraba directamente, sin molestarse en subir a
despedirse. Al parecer, siempre tenía prisa. Rara vez se quedaba a charlar
después de trabajar con Adolfito.
Una
noche de verano, antes de los grandes calores, por pura casualidad, Borges y yo
salimos juntos de la casa. El aire estaba embalsamado, los jacarandás cubiertos
de racimos de espesas flores lilas que, al caer formaban alfombras de color en
torno a los troncos negros. Una brisa fresca soplaba desde el río. Era
alrededor de la medianoche.
Borges
me preguntó a dónde iba. Le contesté que a casa y que iba a tomar el
subterráneo en Santa Fe y Pueyrredón, que estaba a una cuadra. Ah, sí..., él
también iba a tomar el subte.
Llegamos
a la estación. Ya nos disponíamos a bajar la escalera cuando Georgie se detuvo
y tartamudeó: «Eh... ¿no te gustaría que camináramos unas cuadras?».1
Acepté
de buena gana. Algo había dicho yo en el trayecto hasta la estación que le
había llamado la atención. Echamos a andar, olvidados de las próximas
estaciones y los horarios. Tomamos por la avenida Santa Fe. Dieciocho cuadras
después, cuando llegamos a la Plaza San Martín, donde él vivía, me propuso
continuar la caminata.
Le
encantó enterarse de que yo vivía en el Sur. La noche era tan linda..., era
una pena perderla..., además, había trenes hasta después de la una y media.
«¿Puedo
acompañarte hasta tu casa?», me preguntó.
Y
emprendimos la marcha hacia el Sur, que él sentía como algo vasto y libre.
No
recuerdo exactamente de qué hablamos. Probablemente comentamos la situación
política del país, que a los dos nos parecía ominosa. Pero había una
diferencia: el peronismo era para él una pesadilla de la cual íbamos a
despertar; para mí era ya algo real, que estaba a la vuelta de la esquina.
Supongo que hablamos de nuestros amigos y de algunos escritores. Me acuerdo
claramente de que yo mencioné mi admiración por Bernard Shaw y cité el fin de Cándida
y la muerte de Louis Dubedat en El dilema del doctor. A él le gustó
que yo pudiera citar en inglés y, a partir de entonces, el inglés se convirtió
para nosotros en un segundo idioma, al cual él recurría en momentos de
angustia o de exaltación lírica. Habíamos llegado a la Avenida de Mayo.
Entramos a un bar. Yo pedí un café y él un vaso de leche. Al alejarse el mozo,
él me escudriñó con la mirada, como si me estuviera viendo por primera vez
(exactamente lo que estaba pasando) y dijo en inglés: «La sonrisa de la
Gioconda y los movimientos de un caballito de ajedrez.»
Me
sentí halagada. Ahora estaba pisando suelo firme. Borges era un hombre a quien
yo impresionaba, uno más, y -al parecer- no sólo por lo que veía. Y añadió: «Es
la primera vez que encuentro a una mujer a quien le gusta Bernard Shaw. ¡Qué
extraño!».
No
fue en ese instante, sino mucho más tarde, que entendí el sentido de esta
observación, que revela la actitud de Borges hacia las mujeres en general. Para
él eran frágiles «diosas» con intelectos débiles, sensibles y limitadas. Por
cierto, una opinión poco original de este hombre original. Aunque se las
arreglaba para ocultarlo a sus amigas mujeres, sólo sentía desdén por la
literatura femenina o, mejor dicho, por lo que él consideraba que era la
literatura femenina.
En
todo caso, lo que yo admiraba en Shaw no era lo que él admiraba. A mí me
gustaba la denuncia que hace Shaw de las mentiras y convenciones sociales, la
rebeldía de algunos de sus personajes. A Georgie le interesaban las situaciones
extrañas de sus dramas, como la que llevaba a un hombre intachable a cometer un
crimen (Sir Colenso Ridgeon en El dilema del doctor) o al enfrentamiento
que culmina en el fogoso y paradojal diálogo entre Vivien Warren y su madre, la
de la célebre profesión.
Reanudamos
la marcha. Aparte de ese entendimiento -que fue un desentendimiento- sobre
Shaw (ahora pienso que su punto de vista era más original que el mío), no me
acuerdo qué otras cosas dijimos. Sólo sé que, al llegar a la esquina de Chile y
Tacuarí, donde yo vivía, él propuso, ya que estábamos «cerca», ir al Parque
Lezama.
De
modo que caminamos las doce cuadras hasta el parque. En total, esa noche
hicimos unas cincuenta cuadras. Tomando en cuenta la longitud de las cuadras
en Buenos Aires, anduvimos algo más de siete kilómetros. He sido y sigo siendo
una caminadora incansable, pero nunca sospeché que Borges iba a igualarme.
Dimos
vuelta al parque arrasado, que muy poco tenía ya que ver con el parque secreto,
exuberante y romántico de mi infancia, con sus barandas cubiertas de jazmines,
sus cercos de lirios, el perfumado rosedal en verano, con su estanque lleno de
renacuajos, las glorietas techadas de madreselvas, sus barrancos y jardines de
rocas. En fin, era el Parque Lezama, por lo menos, un nombre mágico para los
niños de mi generación, tal vez para la de Borges.
Nos
sentamos en los escalones que miran a la calle Brasil, en el ruinoso anfiteatro
que quiso ser un teatro griego y fracasó en la empresa. Frente a nosotros
estaba la cúpula azul, en forma de cebolla, de la iglesia ortodoxa rusa.
Aún
recuerdo el juego de luces y sombras de las hojas, movidas por la brisa. En
modo reminiscente, recordamos que el parque había sido propiedad privada y
comentamos el paso del tiempo, el diseño geométrico de las sombras de las
hojas en el suelo, los reflejos y las zonas oscuras. Todo lo que Borges decía
tenía una cualidad mágica. Como un prestidigitador, sacaba objetos inesperados
de un sombrero inagotable. Creo que eran sus señales. Y eran mágicas porque
aludían al hombre que era, al hombre escondido detrás del Georgie que
conocíamos, un hombre que, en su timidez, luchaba por emerger, por ser
reconocido.
A
eso de las tres y media de la mañana echó una mirada a su reloj y dijo que ya
era tiempo de volver. Llamó un taxi y me dejó en casa.
A la
mañana siguiente, es decir, unas pocas horas después, vino y entregó un libro
a la criada que teníamos en el pequeño apartamento donde yo vivía con mi madre
y mi tía. Era Youth, de Joseph Conrad. Y se fue sin verme.
Esa
noche volvió para que fuéramos juntos a casa de los Bioy. Le pregunté por qué
razón se había ido esa mañana sin preguntar por mí. Contrariado, me dijo que
temía molestar, ser demasiado insistente. De algún modo, parecía avergonzado de
los momentos poéticos e inocentes que habíamos pasado en el Parque Lezama. Repitió
que no le gustaba ser entrometido y la cosa quedó ahí. Tuve la impresión de que
había habido una interferencia.
Youth
fue
el primer libro de una serie. Ese primer gesto se convirtió en un hábito:
todas las mañanas, antes de las diez, Borges me hablaba desde un teléfono
público; yo oía el ruido de las fichas al caer. Incluso cuando yo no estaba en
casa, venía y dejaba un libro de regalo. Si yo estaba en casa, salíamos
juntos, aunque nos veíamos todas las noches para ir al cine o comer con los
Bioy. El lugar de encuentro era la entrada a la estación del subterráneo en
Constitución.
Cerca
de Navidad, los Bioy se fueron al campo y tuvimos todas las noches para
nosotros. Como es de suponerse, las largas caminatas se reanudaron. Solíamos
comer en restaurantes de precios medios. Recuerdo el restaurante del Hotel
Comercio Larre, un hotel para viajantes de comercio en Constitución, donde él
siempre pedía lo mismo: sopa de arroz, un bife muy hecho -insistía en que debía
estar muy cocinado- dulce de membrillo y queso. Y «grandes cantidades de agua»
(sic). Yo pedía vino y cualquier cosa que me atrajera en el momento. Me
daba la impresión de que prefería estas salidas a nuestras comidas diarias con
los Bioy. Desde Constitución íbamos a Barracas, la Boca o transitábamos por las
desconocidas calles que se extienden al oeste de la estación. Solíamos pasar
por el siniestro manicomio de la calle Vieytes sin notar que era siniestro.
Cruzábamos una y otra vez el primer puente de Constitución entre Vieytes y
Hornos, por encima de los rieles; a mí me gustaba la trepidación de los trenes
que entraban o partían; a él le gustaba que esos trenes fueran hacia el Sur.
Años más tarde, en este mismo puente, habría de concebir y crear el poema Mateo
XXV, un poema cuajado de alusiones. En una ocasión se detuvo en la esquina
de Suárez y Necochea y me habló del coronel Suárez, un antepasado suyo no
especialmente notable.
Algunas
mañanas, cuando yo no estaba, se quedaba en casa y hablaba con mi madre, con
quien trabó amistad muy pronto. Escudriñaba la biblioteca de mi hermano. Aunque
siempre traía libros, lo cierto es que también se los llevaba, de tal modo que
el intercambio estaba más o menos equilibrado. Según mi hermano, fue más lo que
sacó que lo que trajo. En lo que se refiere a libros, tenía una naturaleza
adquisitiva. Se sentaba en el suelo y empezaba a retirar libros de los
estantes más bajos. Los examinaba y los leía con la página casi tocándole la
nariz. (Le vi hacer esto en casa de los Bioy, en la biblioteca pública en donde
era un modesto empleado y en Mackern´s y Mitchell's, las librerías inglesas,
donde era conocido y se le permitía revolver todo lo que quisiera.)
«Casi
lloré esta mañana al pasar por el Parque Lezama», me escribió poco tiempo
después. Yo quedé vinculada al parque, como habría de estarlo al Zoológico, a
la Costanera, a Barracas, a Adrogué, a Mármol, incluso a la esquina de Belgrano
y Pichincha, donde yo había nacido en una vieja casa de altos, encima de una
farmacia, a la iglesia de Balvanera, donde me habían bautizado. Era inútil
decirle que esa iglesia y esa esquina no me decían nada, ya que mi familia se
había mudado cuando yo tenía tres meses, que en la parte oeste de la ciudad no
sonaba ninguna campana para mí, que yo pertenecía a San Telmo y Montserrat, en
el Este, donde la ciudad se acerca al río. Inútil. Insistía en que debíamos ir
a la esquina de Belgrano y Pichincha.
La
farmacia y la casa todavía estaban ahí entonces. Nos deteníamos y él
contemplaba estático, fascinado, el aviso luminoso de un dentífrico, «Odol»,
con luces azules y amarillas.
Me
quería. Yo lo admiraba intelectualmente y gozaba con su compañía.
1 En
el grupo, si bien en esos años el tuteo no estaba generalizado, nos tuteábamos,
o sea, nos voseábamos. Por razones de fidelidad mantengo el voseo
rioplatense en mis conversaciones con Borges.
Fuente:
Diseño
de cubierta: Mario Blanco
Diseño
de interior: Orestes Pantelides
©
1989, Herederos de Estela Canto
©
1989 y 1999 Espasa Calpe, S. A., Madrid (España)
Primera
edición argentina: mayo de 1999
Derechos
exclusivos de edición en castellano:
©
1999, Compañía Editora Espasa Calpe Argentina S. A.
Independencia
1668, 1100 Buenos Aires
Grupo
Editorial Planeta
ISBN
950-852-140-6
Hecho
el depósito que prevé la ley 11 723
Impreso
en la Argentina
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