Este libro no tiene bibliografía.
Hablo aquí del Borges vivo, del hombre
que conocí. Lo presento en una dimensión que se ignora, a través de las cartas
que me escribió, aunque todo el tiempo indago la relación entre el hombre y su
obra, explicando a ésta por aquél y a aquél por ésta.
Borges aparece como ser humano, dentro
del marco de su país y de las vicisitudes que le tocó vivir.
Él pensaba que la patria es una
«decisión», que uno es argentino porque ha decidido serlo. Con esta simplificación
negaba la otra cara de la moneda: la fatalidad de haber nacido en un lugar, la
fatalidad de un condicionamiento. En estas páginas tomo en cuenta la cara de la
fatalidad -que él negaba- cotejándola todo el tiempo con la patria como
elección, que él reconocía.
Paso de lo íntimo a lo político, de lo
anecdótico a lo filosófico, componiendo su figura con estos elementos de distintos planos,
incesantemente referidos al contacto personal que tuve con él.
Las anécdotas son numerosas, pero
únicamente de dos clases: las que viví con él y las que él me contó. Sólo en el
caso de su hermana, Norah Borges, me he permitido contar dos anécdotas de
oídas. En dos ocasiones cedo a las conjeturas, a las cuales era él tan
aficionado. En el caso del Poema conjetural, cuando se refiere a «un
remoto día de la niñez», y al indagar los motivos que lo impulsaron a su primer
casamiento.
La
perfecta forma que supo
Dios
desde el principio.
Jorge Luis Borges
Sólo frente a la muerte podrá ver un
hombre «su insospechado rostro eterno». Sólo frente a la muerte podremos
nosotros, los que quedamos, ver indicios de ese rostro insospechado, «la forma
perfecta» que supo Dios.
Borges insistió en casi todos sus
cuentos, en sus poemas, hasta en algunas entrevistas deformadas -como son la
mayoría- que un hombre es «todos los hombres». Es decir, el hombre encierra en
sí todas las posibilidades; el hombre es el microcosmos.
La idea, por cierto, no era nueva. Se
remonta a la Antigüedad tardía, fue alambicada infinitamente por los
cabalistas españoles de la Edad Media, rejuvenecida por los ardorosos filósofos
del Renacimiento, y sigue viviendo hasta el día de hoy, sin gloria, en los
manuales populares de teosofía. Borges no la halló en éstos, sino en los
libros cabalísticos -en El Libro de los Esplendores, en Moisés de León-,
que tanta atracción tenían para él. Hay dos vertientes de esta idea del hombre
como microcosmos: una débil (esotérica y aria) y otra fuerte (secreta,
tradicional y judía). Borges seguía la tradición de signo fuerte.
Esta tradición exige que se tienda un
velo sobre las últimas verdades, y Borges, un hombre gárrulo, cumplió a un
cierto nivel con el mandamiento. Desde sus primeras obras fue enigmático y
contradictorio. Uno de sus tempranos ensayos está encabezado por una cita de
Thomas De Quincey que expresa plenamente su ambigua actitud: «Un modo de
verdad, no de verdad central y coherente, sino angular y fragmentada».
La personalidad de Borges era elusiva,
escurridiza; era un cierto hombre para cada una de las personas que lo
conocían, o creían conocerlo. Y muchas veces éste tenía poco que ver con el
hombre que otros habían visto, admiradores ocasionales que lo visitaban en su
apartamento de la calle de Maipú. Su básica coquetería, velada y que solía
pasar inadvertida, lo llevaba a mostrar a esta gente el Borges que ellos
querían ver.
Yo tuve la suerte de conocerlo en los
años tal vez más decisivos de su vida, los años de su madurez como escritor;
fui su íntima amiga desde sus cuarenta y cinco hasta sus cincuenta y dos años.
Entonces me dedicó el cuento que muchos consideran su obra más importante: El
Aleph.
Voy a escribir sobre el Borges de El
Aleph, el hombre a medio camino entre una juventud que él consideraba fracasada
y una vejez en la cual el triunfo llegó a ser, por momentos, abrumador.
Borges ha sido probablemente el escritor
más original de la segunda mitad de nuestro siglo. El Aleph arroja luz
sobre su compleja, patética, exaltada y dramática personalidad. Las cartas que
me escribió en esos años son un flagrante ejemplo de sus ilusiones,
frustraciones y esperanzas.
Aunque he de concentrarme en el Borges
de este período, nuestra amistad duró, con altibajos, hasta los últimos días
de 1985. En noviembre de ese año lo vi por última vez, antes de irse de Buenos
Aires a dar la forma final a su vida, cerrar el círculo, rubricar su destino y
morir.
La tarea no es fácil; demasiadas cosas
de mi juventud están implicadas en ese período que va de 1945 a 1952. Me veré
forzada a referirme a hechos que tal vez parezcan desagradables o indiscretos.
Todos somos entidades cerradas, sólo podemos adivinar a los otros y, por lo general,
vemos en ellos lo que queremos ver.
Borges ha dado claves para penetrar en
el laberinto que era su carácter. Una es El Aleph; otra, El Zahír; otra,
La escritura del dios, que inventó una mañana que estábamos en el
Jardín Zoológico, junto a una jaula, contemplando el paseo continuo,
desesperado, detrás de las rejas, de un magnífico tigre de Bengala. Hay otras
claves {Funes el Memorioso, El Sur, La intrusa, etc.) que comentaré
reiteradamente en este estudio. La clave de estas claves son dos o tres de las
cartas que me escribió.
Cuando se publicó El Aleph, yo lo
comenté en una revista (Sur). Allí me refería yo a un estado de ánimo
místico; a él le gustó el comentario. El agnóstico Borges no era un místico,
por supuesto, pero sí una persona capaz de momentos místicos.
Muchos años más tarde, un periodista me
preguntó de repente: «¿Qué es El Aleph?» y yo contesté: «Es el relato
de una experiencia mística». Cuando mencioné esto a Georgie, me encontré con
que él no había olvidado mi artículo, escrito treinta y cinco años antes. Me
dijo: «Has sido la única persona que ha dicho eso», dando a entender que podía
haber cierta verdad en la cosa. Le gustaba esta apreciación, que se oponía a la
difundida idea entre los escritores argentinos, que lo juzgaban un autor frío y
geométrico, un creador de juegos puramente intelectuales.
Una experiencia mística es secreta,
inefable, como el acto del amor o la creación del arte. En el arte y el amor,
cuando son genuinos, tratamos de romper una barrera. Si lo logramos, alcanzamos
una especie de experiencia mística. Esta clase de secretos no se puede
compartir. Como el nombre de Dios para los hebreos, es algo que no se puede
pronunciar.
Por naturaleza y por circunstancias,
Borges era un hombre sumiso. Él aceptaba el fardo de convenciones y las
ataduras establecidas por un medio social presuntuoso, profundamente tribal,
tosco y primitivo.
Los místicos hablan de «la noche oscura
del alma». «¿Quién puede distinguir entre la oscuridad y el alma?», se pregunta
Yeats, un poeta muy admirado por Borges. Y más allá de esa noche están los
éxtasis de la liberación. A su manera tenue, pero empecinada, él luchaba por
alcanzar esa liberación. Los místicos suelen ser tácitos, a veces escriben,
rara vez hablan.
Borges, que tanto habló en su larga
vida, comentaba sus enamoramientos o pequeños chascos
amorosos, pero el pudor le impedía mencionar lo que realmente le importaba.
Picasso solía decir que para él no había nada más que dos clases de mujeres:
las diosas y los felpudos. Borges se acercaba a las mujeres como si fueran
diosas, pero algún hecho en su vida demuestra que eventualmente tropezó con
algún felpudo.
Para ciertos místicos, el sexo puede ser
un medio de romper las barreras. Para otros, la mayoría de ellos, es un
instrumento diabólico. La actitud de Borges hacia el sexo era de terror pánico,
como si temiera la revelación que en él podía hallar. Sin embargo, toda su vida
fue una lucha por alcanzar esa revelación.
No era un hombre convencional, pero sí
un prisionero de las convenciones. Anhelaba la libertad por encima de todas
las cosas, pero no se atrevía a mirar a la cara esa libertad.
En la Argentina, su elección de Ginebra
para morir fue sentida como una especie de traición. Sólo el enorme respeto
que inspiraba su celebridad -no su obra, no entendida, apenas leída, conocida a
través de fatigados clichés, repetidos ad nauseam- inhibió los reproches
«patrióticos». No fue eso: fue su gran gesto de liberación.
Por otra parte, amaba intensamente la
vida y quería «entender». Los hindúes dicen que la meta de la vida no es la
felicidad, sino el conocimiento, que sólo a través del conocimiento podremos
alcanzar la felicidad. Borges buscó esa felicidad en los libros y en algunas
mujeres. Como todos, debió aprender en la dura escuela del dolor y del
fracaso. La felicidad la encontró finalmente en el conocimiento, en el amor sublimado
y -no más y no menos- en la admiración que suscitaba en todas partes. Esto
era una especie de amor. Una de las últimas veces que lo vi me dijo: «No hay un
solo día en que no tenga uno o dos momentos de felicidad perfecta».
Esto quería decir que «el círculo se iba
a cerrar», que la espera estaba terminando, que la muerte, su «liberación», ya
estaba ahí. Y sólo sentía curiosidad por el lugar, la hora, las últimas
imágenes. El lugar lo eligió.
Nuestra amistad es el relato de un amor
frustrado. Todos sus amores lo fueron hasta una tarde, en Nara, cuando al
tocar un Buda descubrió su voz verdadera, esa voz que también eran sus ojos. El
hecho de que lo entendiera creó sentido, trazó la forma perfecta que él estaba
buscando y que Dios le tenía destinada.
Voy a contar la historia de un
desencuentro. Tal vez este desencuentro sirva para lograr un mejor entendimiento
de Borges.
Él era un hombre cauteloso. Temía herir
o escandalizar. Sabía que era distinto y esto creaba una inhibición. (A veces,
cuando sentía celos o no le gustaba una persona, podía salir de su reserva y
ser agresivo, pero esto no era frecuente.)
En vez de mencionar, él prefería aludir.
Todos sus escritos -cuentos, poemas o artículos- abundan en insinuaciones, en
cosas nombradas a medias, en nombres cambiados. Era una especie de juego
secreto en él. Daré un ejemplo. En La muerte y la brújula, curioso
relato, una alegoría que el autor disfraza de «cuento policial», el héroe,
Erik Lönnrot, es llevado por sus conclusiones y cálculos a tres de los puntos
cardinales de la ciudad. Un hombre había muerto en cada uno de esos puntos:
sólo queda el Sur. Y a ese sur se dirige Erik Lönnrot, sabiendo que la muerte
lo está esperando en un paraje determinado, Triste-le-Roy.
Triste-le-Roy era Las Delicias de
Adrogué, un hotel donde «gente bien», de mediana posición económica, solía
tomarse unos días de vacaciones a principios de siglo. Esa gente no iba a Mar
del Plata, donde grandes mansiones, en forma de chateaux franceses,
empezaban a ser construidas por los terratenientes con prosapia o sin ella. Los
Borges, una vieja familia del Río de la Plata, no eran terratenientes. Sus
medios eran limitados. En consecuencia, pasaban el verano en el hotel de Adrogué.
Más adelante iban a una casita en Adrogué, desde donde me escribió algunas de
sus cartas más conmovedoras.
Borges adoraba Las Delicias, donde la
familia ya no se alojaba, aunque solía ir a comer allí. No sé qué recuerdos el
lugar encerraba para él, pero las caminatas por los senderos del jardín, bajo
los grandes y viejos eucaliptos, eran uno de sus placeres. Y se sintió apenado
cuando echaron abajo los árboles.
En la década de los cuarenta Las
Delicias era un edificio venido a menos, con el encanto nostálgico y la elegancia
inesperada de los nuevos pobres. Las palmeras y helechos en tiestos habían
desaparecido, pero las grandes ventanas con rombos rojos, azules y amarillos de
vidrio fascinaban a Borges. En La muerte y la brújula describe estos
rombos, dotándolos de un significado mágico.
Las Delicias aparece en el cuento con el
extravagante nombre francés de «Triste-le-Roy». Me pregunto si esto no es una
alusión a sí mismo, a alguna triste experiencia de su adolescencia en ese
lugar. ¿Era él mismo Triste-le-Roy? ¿Era él mismo que se veía destinado a la
muerte después de ver las señales en tres puntos de la ciudad, en ese Adrogué
donde quizá conoció una fugaz dicha, una duradera melancolía? «La primera letra
del nombre ha sido articulada», del nombre que no debemos mencionar. La última
letra está en Triste-le-Roy. ¿Era él ese rey triste y derrotado? ¿Era Borges
mismo ese Erik Lönnrot que marcha deliberadamente hacia su muerte? En todo
caso, él marchó conscientemente a la suya, que no fue en el desolado sur de
las pampas, sino en el norte y el este, por donde sale el sol.
En sus cartas a mí hay alusiones a
lugares que, en su mente, estaban asociados a mi persona: el Parque Lezama,
Constitución, el Hervidero, en el Uruguay, donde la familia de mi madre había
tenido tierras.
Estas anotaciones han sido necesarias
antes de contar la historia, a veces dolorosa, a veces trivial, de nuestras
relaciones.
Espero ser clara. La sinceridad la
tengo. Nada que no sea sincero y fidedigno tiene interés. Y Jorge Luis Borges
no merece nada menos.
Diseño
de cubierta: Mario Blanco
Diseño
de interior: Orestes Pantelides
©
1989, Herederos de Estela Canto
©
1989 y 1999 Espasa Calpe, S. A., Madrid (España)
Primera
edición argentina: mayo de 1999
Derechos
exclusivos de edición en castellano:
©
1999, Compañía Editora Espasa Calpe Argentina S. A.
Independencia
1668, 1100 Buenos Aires
Grupo
Editorial Planeta
ISBN
950-852-140-6
Hecho
el depósito que prevé la ley 11 723
Impreso
en la Argentina
no se consigue su libro. Este fragmento me ha permitido ver que bastante bien escribia E. Canto.
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