martes, 21 de abril de 2020

MADRE.(FRAGMENTO). BORGES A CONTRALUZ. ESTELA CANTO.





Vida y muerte le han faltado a mi vida.
Prólogo de Discusión, O.C., pág. 177.


Poco después conocí a Leonor Acevedo de Borges. Un día Georgie me dijo que almorzara en su casa para cono­cer a su madre.
No recuerdo lo que se habló en ese almuerzo -proba­blemente hablamos de política, algo que a todos nos preocupaba entonces-, pero me acuerdo de la impresión que me hizo la dueña de casa.
Doña Leonor era una dama menuda, de unos setenta años, pulcramente vestida, con pelo blanco y ojos negros, muy vivaces, atentos y escudriñadores. La cara, con mucha carne, como la de su hijo en esa época, no tenía pla­nos nítidos.
Él la llamaba «madre», algo de uso frecuente en Espa­ña y en los países anglosajones, pero desusado en la Ar­gentina, donde la madre es siempre «mamá» o algún di­minutivo. El extraño apelativo confería proporciones gigantescas a esta mujer menuda. ¿Era señal de respeto? ¿O una forma de sumisión?
De todos modos, yo iba a descubrir, como todas las personas que estuvieron cerca de Borges, la tremenda in­fluencia que doña Leonor ejercía sobre su hijo. No sólo una influencia: ella daba por supuesto que intervenir en la vida de Georgie, manejarlo, era su derecho, algo nor­mal, indiscutible, que entraba en el orden del mundo. Lo que es más, Georgie nunca cuestionó ese derecho. Ni si­quiera después de la muerte de ella, cuando él tenía se­tenta y seis años.
En 1972, al publicar sus Obras Completas, Borges de­dicó el volumen a su madre, quien había seleccionado, revisado y podado la edición (hacía ya años que él esta­ba ciego). Por ejemplo, falta en esta edición un brillante artículo de los tiempos de Crítica, «Nuestras imposibili­dades» (incluido en Discusión), que él eliminó de las Obras Completas con el pretexto de que era un artículo «débil».
Lo cierto es que se trataba de un artículo muy fuerte, en el cual comentaba mordazmente ciertas deficiencias del carácter nacional. Doña Leonor, una columna de co­rrección y respetabilidad, no pudo tolerar los indecoro­sos alfilerazos de su hijo y se plegó a la convención.
No debemos reprochárselo, ya que el disimulo es una de las características principales de la manera de ser ar­gentina. Y el disimulo requiere, por supuesto, el secreto. La dedicatoria de las Obras Completas demuestra en to­do caso que las otras dedicatorias de los diversos poemas y cuentos, a mujeres que amó o a amigos que le ayuda­ron, son nombres de fantasmas, figuras sin sustancia.
Georgie me había dicho que su madre había estudiado inglés a una edad avanzada con el fin de ayudarle en sus trabajos de traducción. No sólo eso, sino que doña Leonor fue una secretaria alerta y eficiente, que indica­ba a su hijo los pasos a dar para el progreso de su carre­ra y le ayudaba a mantener los contactos necesarios. És­te fue un logro titánico en una mujer de su edad, de su medio (personas de buena familia y situación económi­ca mediana) y su educación.
Una o dos veces, Georgie me dijo que su padre había tenido historias amorosas con otras mujeres. Leonor Acevedo, por supuesto, nunca soñó en devolver el golpe y -si el dato es verdadero- puso todas sus frustraciones y orgullo herido en lo que ella consideraba la realización de su vida: el triunfo literario de su hijo. Muchas cosas pueden decirse en contra de doña Leonor, pero Borges nunca habría sido Borges sin la intrincada relación que mantenía con su madre. Desde el punto de vista de su ca­rrera literaria, la intervención de ella fue casi siempre positiva. No lo fue cuando esta influencia se proyectó en la esfera de la política o se hizo sentir en su vida amoro­sa personal.


En esos días, cuando el peronismo estaba librando sus máximas batallas, doña Leonor tuvo un percance desagradable. Casi cuarenta años después, su hijo hace referencia a este percance: «...tu prisión valerosa, cuando tantos hombres callábamos... » (O.C., pág. 9).
Este entusiasmo de un hijo por una madre a quien todo le debía puede llamar a engaño. El lector puede creer que doña Leonor era una activista política enrolada en un grupo antiperonista determinado. No era el caso. Do­ña Leonor ejercía su antiperonismo entre sus amigas, las damas con quienes charlaba y tomaba el té. Típica mu­jer de su generación, carecía de conciencia política: odia­ba a Perón y a Evita porque los consideraba unos intru­sos vulgares que intentaban socavar un orden que debía ser inmutable. No pronunció jamás discursos en clubs fe­meninos contra Perón. Su actividad tenía un carácter do­méstico.
Lo que sucedió fue lo siguiente: doña Leonor paseaba por la calle Florida acompañada por su hija Norah y una amiga, Adela Grondona. La calle Florida siempre está abarrotada de gente durante el día y entonces la atmós­fera política era muy tensa. De repente, doña Leonor, se­guida por sus acompañantes, prorrumpió en invectivas contra Perón y Evita, flamante esposa del general. Des­pués se pusieron a cantar el Himno Nacional. Las damas fueron rodeadas por la multitud, y la policía, temiendo que la cosa pasara a mayores, las arrestó y las trasladó a la comisaría. Norah Borges y Adela Grondona fueron lle­vadas a la cárcel del Buen Pastor, una prisión para pros­titutas, donde Norah estuvo un mes confinada y empleó las horas vacías retratando a rameras y ladronas, todas parecidas a Guillermo de Torre. En el caso de doña Leo­nor, dada su edad avanzada, se decretó un arresto domi­ciliario. De su casa no podía salir, pero sí recibir a sus amigas. Un policía uniformado, de custodia en la puerta, recordaba su condición de prisionera. Las damas fueron acusadas de escándalo en la vía pública.
Borges exagera mucho cuando dice que los hombres callaban. La oposición era entonces implacable y hubo personas que pagaron su actividad con algo más grave que un arresto domiciliario.
Buenos Aires vivía en una fiebre política, aunque el peronismo era más social que político. Las masas, el lla­mado proletariado lumpen, se sentían representadas por los deschaves del jefe y su grupo. El jefe, desde la Secre­taría de Trabajo y Previsión, creada por él, había hecho ciertas concesiones a la clase obrera. Estas concesiones estaban lejos de ser revolucionarias: repitamos que se basaban en leyes existentes que no habían sido aplica­das. Las clases medias, siempre relegadas por la oligar­quía, y los venidos a menos en el mundo, aprovecharon la oportunidad para compartir una causa con los pu­dientes.
Todo era muy confuso, pero el odio era real. Una de las personas más tomadas por ese torbellino de odio fue Leo­nor Acevedo de Borges. En ella todo estaba preparado pa­ra odiar: sólo le faltaba el motivo. Y el motivo lo encon­tró, ahora, en las calles de Buenos Aires.
Esto iba a gravitar pesadamente sobre su hijo. Borges nunca quiso «entender» los motivos que tenía el pueblo para apoyar a Perón. Y esta ceguera voluntaria habría de llevarlo, años más tarde, a hacer declaraciones absurdas e irrelevantes, a actitudes que le hacían aparecer como un hombre desprovisto de bases morales. Dichas actitu­des fueron complacientemente utilizadas por los medios de difusión de los gobiernos represivos, encantados de te­ner un gran escritor que parecía apoyarlos.
Esto le costó probablemente el Premio Nobel, puesto que hizo la apología de militares criminales cuyo único mérito era ser antiperonistas, o que él creía que lo eran. Pero estábamos lejos de esto en 1945.


Al fin del verano de 1945, en marzo, cuando yo acaba­ba de llegar de Mar del Plata, salimos una noche. Entre tanto yo había recibido varias cartas suyas en casa de los Bioy, donde estaba invitada.
Empezaban los días frescos, esos días de Buenos Aires con un fondo húmedo en el aire, una humedad que pene­tra en la garganta y en la nariz, que entristece las calles alejadas del centro, con sus faroles de luz macilenta en las esquinas, levemente balanceados por el viento, pro­yectando sombras e inspirando una angustia indefinible.
Al pasar ante una panadería de Constitución, aspira­mos el perfume del pan caliente, recién horneado. Él ha­bló. Me dijo que quería escribir un cuento sobre un lugar que encerraba «todos los lugares del mundo» y que que­ría dedicarme ese cuento. Fue la primera alusión a El Aleph. Yo me detuve y aspiré el olor reconfortante del pan seco en aquella noche húmeda. Él sugirió que yo podía ayudarlo en la enumeración de los objetos que quería nombrar. Le contesté que no podía ayudarlo. Y seguí ne­gándome cuando él insistió, incluso por carta. Yo tenía la sensación de que estaba tratando de halagarme, que em­pleaba uno de sus procedimientos destinados a atraer a las poetisas en ciernes. No me gustaba estar en esa canas­ta. Por otra parte, no me atrevía a sugerir nada. Cada cual tiene su propia visión del mundo, y la mía no concorda­ba con la de él. Cualquier cosa que yo dijera iba a ser transformada, cualquier sugerencia era inútil.
Dos o tres días después vino a casa una mañana, tra­yendo un paquete que, según dijo, contenía un objeto que mostraba «todos los objetos del mundo». El objeto se llamaba el Aleph. No dijo que el Aleph era la primera letra del alfabeto hebreo. Para él era ese objeto, una puerta abierta a lo imposible.
El objeto en cuestión era uno de esos juguetes con una lente fijada a un tubo bajo el cual había una planchita donde se hacía girar unas virutas de acero. O sea, un calidoscopio. Las virutas, movidas, componían estructuras geométricas e inesperadas combinaciones de colores. Georgie estaba tan contento como un niño con el Aleph.
Toño, el hijo de la muchacha que servía en casa, una criatura de cuatro años, vio el Aleph. En manos de Toño, el objeto no tuvo vida larga. Esto no importó. Georgie ya me había mostrado que el objeto era mágico, era esa pri­mera letra que incluía, tal vez, el nombre de Dios, que era tal vez una de las manifestaciones de Dios.
Él siguió escribiendo el cuento. Me telefoneaba todas las mañanas y me mandaba notas y postales anunciándo­me -redundantemente- que nos íbamos a ver esa noche.
Me repetía que él era Dante, que yo era Beatrice y que habría de liberarlo del infierno, aunque yo no conociera la naturaleza de ese infierno.
Cuando me apretaba entre sus brazos, yo podía sen­tir su virilidad, pero nunca fue más allá de unos cuan­tos besos.
Estaba exaltado; citaba poemas en inglés, en español, tercetos de la Divina Comedia. Recuerdo en especial los versos de un poema inglés que me recitaba a la entrada de la estación del subterráneo de Independencia, acerca de un hombre «who thought, as his own mother kissed his eyes / Of what her kiss was when his father woed» («que pensaba, cuando su madre le besaba los ojos / en lo que era ese beso cuando su padre la cortejaba»). Ver­sos muy extraños, por cierto. Y los repetía como formu­lando una pregunta.
También citaba los misteriosos versos de un poema de Wordsworth sobre Leda y el Cisne: «...Did she put on his knowledge with his power?» («¿...Sumó ella el conocimiento de él a su potencia?»).
Muchos, muchos años después, yo iba a tener vislum­bres de lo que él estaba tratando de expresar con esos ver­sos. Al parecer, yo era entonces para él el eje del mundo. Me decía que El Aleph iba a ser el comienzo de una larga serie de cuentos, ensayos y poemas dedicados a mí.
Una noche fuimos a comer al Hotel Las Delicias, de Adrogué. El paso del tiempo se hacía sentir: los rombos rojos y azules de las ventanas habían sido reemplazados en parte por vidrios incoloros; faltaban los helechos y las macetas con palmeras. El comedor, vasto y mal ilumina­do, estaba casi vacío. La comida del menú fijo era tan mala como puede serlo la comida de una casa de pensión. Pero esto no tenía ninguna importancia para él esta no­che. El maître y dos o tres mozos se acercaron a saludar­lo. Se le veía feliz y excitado en este viejo comedor des­pojado de sus antiguos esplendores.
Después de la comida dimos una vuelta por el parque del hotel, tan descalabrado como el mismo edificio. Y él propuso que fuéramos hasta Mármol, la próxima esta­ción de tren, unas veinte cuadras después de Adrogué.
Adrogué, como Triste-le-Roy, era el lugar en que «la úl­tima letra del Nombre» había sido articulada. Por tanto, un lugar aterrador, como todos los lugares sagrados. Creo que él, deliberadamente, había elegido este lugar.
Esa noche, que conservaba un dejo del verano ya casi terminado, anduvimos por las calles silenciosas y oscu­recidas del pueblo. Era evidente que Georgie quería decir­me algo. De cuando en cuando me asía del brazo y empu­jaba, como si quisiera conducirme a algún determinado lugar. A veces volvía sobre sus pasos a mitad de cuadra. Y recitaba versos -la tirada de Beatrice cuando ruega a Virgilio que acompañe a Dante en su viaje a través del in­fierno:

«O anima cortese mantovana
di cui la fama ancor' nel mondo dura
e durerá quanto il motto lontana.
L'amico mio e non della ventura
sulla deserta piaggia é smarritto...».

Y hacía comentarios burlones sobre Beatrice, que adu­la a Virgilio para lograr sus propósitos.
Por último, propuso que volviéramos a Adrogué a pie en vez de esperar el tren en Mármol. Así lo hicimos. Pa­samos por un lugar en donde había un banco de cemen­to, uno de esos bancos blancos, sin respaldo, tan inhospitalarios los días fríos y tan incómodos los tibios. Borges se sentó a horcajadas en un extremo. Su cuerpo, tan blando, era flexible, capaz -creo- de lograr los difíciles asanas del yoga. Levantó una pierna, posó un pie en el banco, se agarró el tobillo con las dos manos y yo noté una vez más que sus pies eran muy chicos.
Yo estaba sentada en el otro extremo. Me miró. Sin an­teojos, no podía verme claramente. Además, sólo nos ilu­minaba un farol macilento colgado en el fin de la calle.
De golpe él dijo con voz vacilante:
«Estela..., eh..., ¿te casarías conmigo?»
La frase me tomó de sorpresa. Tenía todo el aire de una propuesta matrimonial en una novela victoriana. Yo sa­bía que había llegado a ser muy importante para él, pero no creí que él hubiera pensado en casarse. Hasta el día de hoy no sé por qué le contesté en inglés, parte en bro­ma, parte en serio:
«Lo haría con mucho gusto, Georgie. Pero no olvides que soy una discípula de Bernard Shaw. No podemos ca­sarnos si antes no nos acostamos».
El inglés, idioma que usábamos en los momentos tras­cendentales, no mitigó al parecer la impresión de esta res­puesta. Sin embargo, no podía sorprenderse demasiado. Él sabía que yo no era una de las niñas asomadas a bal­cones rosados y celestes que pintaba su hermana Norah.
Caminábamos tomados de la mano, nos besábamos y nos abrazábamos, pero él nunca había intentado ir más allá, ni siquiera cuando estaba excitado -y se excitaba como cualquier hombre normal-. La realización sexual era aterradora para él.
Por supuesto, yo debía haber dicho honrada y directa­mente: «Georgie: no te quiero lo bastante como para ca­sarme contigo. Podemos ser amigos y, si quieres, algo más». Mi falta de sinceridad, por desgracia, suscitó una reacción grave y patética. Yo estaba dispuesta a aceptar lo que él quisiera, pero (y esto arroja cierta sombra sobre mi carácter) yo sabía que era muy improbable que él qui­siera seguir adelante. Lo que yo no podía prever fue el al­cance de mi respuesta esa noche: a partir de entonces él anduvo por terrenos no transitados antes. Sufrió profun­damente y emergió aceptándose a sí mismo. Como el Orestes de Racine, su desgracia lo sobrepasó y lo convir­tió finalmente en el Borges triunfal, el hombre que des­cubrió y aceptó su destino.
En un plano más doméstico, a partir de esa noche yo me convertí en la «novia» de Borges, aunque nunca me consideré tal. No me gustaba la idea de ser «novia» en el antiguo sentido de la palabra. Pero la pasión y la dedica­ción de Borges eran halagadoras y yo las aceptaba.


Por esta época hubo un incidente que me distanció de­finitivamente de Leonor Acevedo.
El orden constituido, la fachada del país, se desmoro­naba. La oligarquía estaba decidida a cerrar el camino a aquellas turbas zarrapastrosas que amenazaban su poder y la aterraban.
Los conservadores se arriesgaron a formar un frente común, la Unión Democrática, con radicales, socialistas y comunistas. Este frente fracasó como siempre han fracasado estas uniones artificiosas, que, sin embargo, se re­piten, como si los seres humanos fueran incapaces de aprender por la experiencia o no quisieran hacerlo.
De todos modos nosotros, las «clases cultas», estábamos en contra del peronismo. Algunos veíamos en el peronis­mo una continuación, torpe y pesada, del fascismo; otros lo veían como un peligro para sus privilegios establecidos; por último, estaban los que adoptaban esta actitud para es­tar más cerca de los ricos y «participar» aunque sólo fuera a la distancia. Y detrás de todos estaban los pescadores en aguas revueltas, los comunistas, que se anotaban así un nuevo jalón en su larga serie de desaguisados.
Ya que menciono a los comunistas, debo subrayar aquí que Borges, el anticomunista por excelencia, tenía bue­nos amigos comunistas, como Enrique Amorim, el escri­tor uruguayo. Es verdad que Amorim era un comunista acaudalado que pertenecía a una familia de clase alta en su país y que esto, por supuesto, hacía cerrar los ojos a doña Leonor sobre sus incorrectas ideas políticas. Bor­ges estimaba a Amorim como escritor y como ser huma­no y solía pasar algunas vacaciones, en compañía de su madre, en la finca de Amorim sobre el río Uruguay, Las Nubes.
En realidad, Borges era apolítico. Era antiperonista porque le escandalizaba la vulgaridad vociferante del pe­ronismo. Nunca pensó en el pueblo, silenciado por una clase alta vanidosa y tonta, dedicada a admirarse a sí mis­ma; nunca pensó que el pueblo no había tenido posibili­dad de elegir su expresión: el peronismo estaba ahí y no había nada que lo reemplazara.
La Unión Democrática había planeado una gran mar­cha para el 19 de septiembre. El día era agradablemente tibio. Desde la mañana, las varias delegaciones iban lle­gando a la plaza del Congreso. Yo marché con los escri­tores. Había también representantes de los actores, los músicos, los plásticos, los estudiantes, etc. Antes de dar la vuelta a la gran plaza apareció Enrique Amorim, muy agitado, anunciando que los primeros contingentes ya es­taban llegando a la Recoleta, donde debía terminar el des­file. Pero pasaron casi dos horas antes de que pudiéra­mos ponernos en marcha. Esto era promisorio. Los grupos que avanzaban por la calle Callao se atascaban an­tes de llegar a la Recoleta.
Victoria Ocampo marchó al frente de un grupo de es­tudiantes.
Fue entonces cuando, por primera vez en Buenos Ai­res, la gente empezó a arrojar papel picado sobre los ma­nifestantes, como es costumbre en Estados Unidos. Ma­ría Rosa Oliver, del Comité de Redacción de Sur y futura ganadora del Premio Lenin de la Paz, me contó todos los pormenores del desfile, que ella presenció desde un balcón. Yo marchaba entre Eduardo Mallea y Leónidas Barletta. Este último, que pronto habría de unirse a la iz­quierda ortodoxa, arengaba a grupos de muchachones mal vestidos, sentados en los bancos de la plaza o trepa­dos a los faroles, con expresiones cerradas y hostiles en las caras. Barletta gritaba: «¡Vamos, muchachos! ¡únan­se a las filas de la democracia!».
Las expresiones se volvían más enfurruñadas.
Fue un gran despliegue. El gran despliegue de una parte de la Argentina, la Argentina de la cultura, la que ha­bía sido representativa hasta ese momento, la Argentina que tenía el rostro que habíamos presentado al mundo. El otro rostro, el «verdadero», iba a mostrarse el 17 de oc­tubre, veintiocho días después. Y este rostro estaba des­tinado a ser el de la Argentina. Cuando la máscara final­mente cayó, los rasgos que estaban detrás ya no tenían ningún parecido con la cara que se vio el 19 de septiembre de 1945.
Ese despliegue que nos pareció efectivo y era tan sólo un desfile en el vacío, no contó con la presencia de Borges.
El motivo era muy sencillo: había tenido un ataque de varicela, una forma benigna de esta enfermedad infantil. Haciendo una excepción, le telefoneé esa noche para co­mentar el éxito de la marcha. Él ya había sido informa­do por su madre, Bioy Casares y Amorim. Como estaba forzado a permanecer en casa, me pidió que le visitara al día siguiente. Acepté. Nunca he temido a los contagios y, además, ya había tenido la varicela.
Después de aquel almuerzo que yo había tenido con su madre, no había recibido nuevas invitaciones. Doña Leo­nor no había manifestado ningún deseo de verme de nue­vo y yo tampoco deseaba verla. Sin razón aparente, sin vernos, sin haber intercambiado una sola palabra, nues­tra mutua antipatía iba en aumento. Pero ese día fui a to­mar el té con los Borges.
Georgie no estaba en cama y tenía puesta una bata en vez de la chaqueta habitual. No tenía pústulas en la cara.
Doña Leonor estaba allí. La criada trajo el té en la ban­deja y la dueña de casa sirvió y se quedó con nosotros. Yo había esperado que se retirara después de un rato, ya que no podíamos hablar casi de nada. Yo estaba dispuesta a comentar el éxito de la marcha, la aparente derrota de Pe­rón, pero la conversación tomó por otros caminos. Doña Leonor empezó a hablar de sus antepasados, nombró a coroneles que habían luchado en el desierto contra los in­dios y a comisarios de policía que eran hijos o nietos de los unitarios que habían peleado contra Rosas, el «pri­mer tirano». Me dijo que los retratos de algunos de estos caballeros estaban colgados en el Museo Histórico del Parque Lezama. Entonces yo era muy tímida y no se me ocurrió decirle que la mayoría de las antiguas familias de Argentina o Uruguay podía vanagloriarse, por ejemplo, de algún antepasado cuyo uniforme con galones, ganados en la guerra con el Brasil, se expone en algún museo de Montevideo -por hazañas más conspicuas que algunas refriegas entre bandas locales-. Era mi caso, pero no quise decírselo. Me parecía de mal gusto. Si lo menciono ahora es porque el gusto y el mal gusto ya no se distinguen  en el mundo en que vivimos, particularmente en el Río de la Plata.
En el mondo nuovo nadie entiende ya la actitud de Swann, el personaje de À la recherche du temps perdu, que ocultaba por exceso de delicadeza, por una elegancia llevada al extremo, que el «amigo» no especificado con quien había comido la noche anterior era el príncipe de Gales.
Creo que doña Leonor, que pertenecía a una genera­ción que aún entendía estas cosas, no las entendía. O tal vez había decidido no tomarlas en cuenta. Su sed de figurar era tan intensa que incesantemente, sin ningún pu­dor, hacía desfilar las tropas de sus antepasados.
De tal modo que hablamos exhaustivamente o, mejor dicho, ella habló de esos retratos colgados en el Museo His­tórico del Parque Lezama. Georgie, tan fácilmente moles­to ante cualquier manifestación de cursilería, no reaccio­naba. Cuando intervenía su madre, era incapaz de ver lo obvio. Era normal y meritorio que quisiera, que adorara a su madre, pero no estaba bien que me forzara a soportar una conversación que él sabía no podía interesarme.
Después de más de una hora, comprendí que doña Leonor no tenía intenciones de retirarse y fui consciente de haberme demorado más de la cuenta.
Al despedirme, Georgie me preguntó: «¿Venís maña­na?» «Sí», contesté. Y me fui.
Al día siguiente, a la misma hora, la escena se repitió. Doña Leonor reanudó el tema de sus antepasados. El té se enfrió y caí en la cuenta de que debía irme. Georgie me preguntó de nuevo: «¿Venís mañana?» «Sí», contesté.
Doña Leonor se puso en pie, meneando la cabeza. «No», dijo. «Mañana no puede ser. Tengo que salir. No voy a estar aquí.»
Sólo al llegar abajo, en la entrada del edificio, entendí el significado de sus palabras.
Cuando él me telefoneó, yo le grité: «¿Qué me ha que­rido decir tu madre? ¿Que voy a violarte si ella no está ahí? Esto es un insulto, etc., etc.».
Él trató de aplacarme. No lo logró y pasaron varios días antes de que yo atendiera el teléfono cuando él lla­maba, y que accediera a verlo.
Una mañana, ya recobrado, vino a casa. Como siem­pre, salimos y tomamos el camino de Constitución. Di­mos vueltas alrededor, pero no cruzamos el primer puen­te: nunca lo atravesábamos de mañana. De noche el puente tenía algo feérico, con los ruidosos trenes que en­traban y salían, el laberinto de vías, la entrada al hangar de la estación como una caverna iluminada. Ahora no ha­bía ninguna magia. Lo que teníamos que decirnos era muy pedestre.
Me preguntó si estaba enojada. Le dije que la actitud de su madre era intolerable.
Él, siempre vacilante y a tientas cuando las cosas no marchaban tersamente, contestó con cierta firmeza que yo estaba equivocada: su madre era una señora chapa­da a la antigua que consideraba que su presencia era ne­cesaria «para mí». En sus tiempos, una muchacha nun­ca era dejada a solas con un hombre, incluso cuando el hombre era su novio. Y siguió en este tenor, tratando de quitarle importancia al incidente. Yo no le facilité las co­sas. Le dije que su madre sabía perfectamente bien que yo no necesitaba «protectores»; estaba enterada de que nos veíamos mañana, tarde y noche y que podíamos ha­cer lo que nos diera la gana, que podíamos estar en un hotel y él decirle por teléfono que estábamos en un ca­fé. La actitud de doña Leonor era un insulto deliberado. Él quedó bastante apabullado, no porque yo hubiera lo­grado hacerle ver mi punto de vista, sino porque no ha­bía aceptado la explicación convencional que él había fabricado.
Él quería que yo aceptara su mentira, que aceptara que doña Leonor había tenido intenciones de proteger «mi honra» o algo por el estilo. Y no estaba nada cómodo. En el fondo, tal vez en la superficie, sabía que yo tenía razón. Pero nunca puso en tela de juicio el derecho de su madre -con razón o sin ella- a intervenir en su vida privada.
Las cosas siguieron como antes, pero había surgido, entre nosotros una especie de malestar. Él se sentía mor­tificado, apremiado; la actitud de su madre había susci­tado una resistencia moral en mí. El comportamiento de ella destruyó toda posibilidad de que yo pudiera acercar­me más a él. Era bastante ridículo que un hombre de más de cuarenta y cinco años tuviera que dar cuenta a su ma­dre de todos sus movimientos. No le evité la humillación de decírselo.
Él no trató de resistir, depuso las armas e insistió en que estaba locamente enamorado de mí: quería crear una familia, tener hijos conmigo, había pensado en suicidar­se esos días en que habíamos estado peleados. Mencionó la casa de una amiga, el balcón de un quinto piso donde había tenido tentaciones de saltar al vacío. Dijo que sa­bía que iba a ser ciego un día, pero que esto no le impor­taría si yo estaba a su lado. Una vez más, yo era Beatrice. Para él, el amor era redención. Juntos podíamos ser muy felices.
Me conmovió. Creo que Georgie era absolutamente sincero. Sin embargo, sospecho que, en caso de haberle dicho yo entonces: «Está bien, Georgie. Olvidemos todo. Casémonos enseguida y veamos qué pasa», él habría te­nido un momento de total felicidad. Pero un rato después habría corrido a un teléfono público para solicitar a su madre la autorización para casarse. Si esa autorización no era concedida -algo más que probable-, él tal vez hubie­ra saltado del balcón de un quinto piso, tal vez se hubiera resignado a la ceguera inmediata, pero nunca se habría atrevido a desafiar la voluntad de Leonor Acevedo.


Más adelante, en esa primavera se produjo un nuevo incidente: esta vez nos tocó a Borges y a mí caer presos. Y la causa no fue tan noble como la de las damas que defendían a su país de las hordas peronistas. Sin embargo, el motivo aducido por el agente de policía que nos arres­tó fue el mismo: «escándalo en la vía pública».
Esa noche estábamos sentados en un banco del Par­que Lezama. Nuestra actitud era correcta. A lo sumo es­taríamos tomados de la mano o él me habría puesto el brazo sobre los hombros. En aquellos días, las parejas de­bían conducirse con sumo recato en la Argentina. Se co­mentaba que en el relajado París las parejas se acaricia­ban públicamente con total impudicia. Éste no era nuestro caso, por cierto. Él nunca lo hubiera hecho y yo, por mi parte, siempre he sido contraria a cualquier efu­sión en público. Las caricias en la calle siempre me han parecido una provocación, no una manifestación espon­tánea.
De repente, como caído del cielo, surgió un policía an­te nosotros y exigió, en tono autoritario, que le mostrára­mos nuestros documentos de identidad. Ni Georgie ni yo los teníamos (fue a partir de esos años, 1945-1946, que se hizo imprescindible salir a la calle con un pasaporte o cédula de identidad). El policía nos dijo que nuestra acti­tud era indecorosa y que debíamos acompañarlo a la co­misaría.
Esta clase de percances era muy frecuente en Buenos Aires y era sabido que se arreglaban con una propina. Borges, naturalmente, no pensó en esta fácil solución: no estaba enterado de que estos hombres mal pagados de­bían encontrar maneras de redondear sus exiguos sala­rios. De tal modo que seguimos al policía hasta la comi­saría 14, en la calle Bolívar. Allí tuvimos que sentarnos en un banco del patio a esperar la llegada del comisario.
Pasaron tres o cuatro horas. Nadie nos molestó, pero nadie nos hablaba y no podíamos irnos. Finalmente se nos acercó un hombre y nos condujo a una oficina don­de estaba sentado otro hombre detrás de un escritorio. Éste nos preguntó nuestros nombres. Borges dio el suyo: el policía no tenía la más remota idea de quién era Jorge Luis Borges y, menos aún, Estela Canto. El hombre se mostró amistoso. Nos dijo que no debíamos salir sin do­cumentos de identidad. Borges mencionó el nombre de la Editorial Emecé, donde desde hacía poco dirigía una colección de novelas policiales. Esto produjo buen efec­to. El hombre dijo que debíamos portarnos bien y, cuan­do le respondimos que nuestra conducta había sido co­rrecta, admitió que tal vez habíamos sido detenidos porque «las cosas andaban algo revueltas» y justificó la actitud del agente que nos había arrestado echando la culpa a la situación política. Terminó diciendo que está­bamos libres.
Cuando salimos eran más de las tres y media de la mañana. Esta vez Georgie no había podido telefonear a su madre para decirle dónde estaba. Era la segunda vez que habíamos trasnochado hasta una hora tan avanzada. No iba a haber una tercera.
El incidente no merecería ser contado de no haber sido porque aumentó el malestar que se había iniciado cuando doña Leonor nos prohibió quedar un momento a solas en su casa. Para mí el incidente fue molesto mien­tras duró, pero más bien divertido cuando lo contaba más tarde a mis amigos. Él no tuvo esta reacción. Desde el primer momento advertí, con asombro, que Borges estaba avergonzado.
Siempre lo he pensado: la vergüenza es lo imperdonable. La vergüenza es lo que más puede separar a dos seres humanos; no sólo odiamos a la persona que nos avergüenza, sino que este odio se extiende a los testigos casuales de nuestra vergüenza. Curiosamente, las cosas que nos avergüenzan nunca son las mismas: hay muje­res que se dejarían matar antes de admitir que son tor­turadas, moral o físicamente, por un hombre; otras que se complacen en el rol de víctimas; algunos hombres nunca podrán reconocer que han cometido un error; otros cifran su punto de honra en confesar un error co­metido.
Para mí, el incidente de la comisaría fue absurdo, có­mico, y eso era todo; para Borges fue humillante. Para mí, haber estado detenida -aun en el caso de que nuestra actitud no hubiera sido correcta- carecía de toda impor­tancia y se explicaba por el hecho de vivir en un país atra­sado, con un código moral rígido y confuso. Para Georgie fue una especie de castigo merecido por haber hecho algo indebido.
Yo también tenía mi chivo emisario: eché la culpa a do­ña Leonor de la actitud de su hijo. Probablemente ella le dijo que, en caso de haber estado con una dama respetable, no habría sido arrestado. De todos modos, él no se atrevió a defenderme.
Nuestras salidas se hicieron más cortas, al menos por las noches. Íbamos al cine, por supuesto, pero él ya no me invitaba a entrar después a un café. Al salir de la sa­la tomábamos el subterráneo -ya no caminábamos- él me dejaba en casa, se despedía apresurado y corría a to­mar el último tren.
Yo iba a descubrir muy pronto que la vergüenza de Borges tenía raíces profundas, que los comentarios de do­ña Leonor habían hurgado en una herida no cicatrizada. Pero pasaron varios meses antes de que lo supiera.
Esa primavera obtuve el Premio Municipal de la Ciu­dad de Buenos Aires por mi novela El muro de mármol. Nuestra relación ya no era lo que había sido. Supongo que estaba un poco harta y, a finales de noviembre, me fui al Uruguay. Pasé allí tres meses muy felices y escribí otra novela, El retrato y la imagen. Tuve cartas de Borges, pero no me acuerdo lo que contesté, en caso de haber contestado. Mi mente estaba en otras cosas.
Volví a Buenos Aires por dos o tres días, entre Navidad y Año Nuevo. Fui al diario La Nación y entregué un cuen­to a Eduardo Mallea, director del suplemento literario. Mallea, emergiendo de su habitual reserva, me felicitó por estar de «novia» con Borges. No supe cómo esto había podido llegar a sus oídos... Yo no lo había comenta­do. Además, no me consideraba «novia» de Georgie, a quien no vi en esos días.
Un curioso noviazgo, en verdad.


En febrero de 1946, Perón ganó las elecciones. Fue inútil para la oligarquía su unión con los radicales, los despreciados radicales de quince años atrás, cuando el general Uriburu derrocó al presidente radical Irigoyen.
Borges ignoraba mis movimientos en el Uruguay, pero husmeaba algo, y no se equivocaba. Yo volví a Buenos Aires en los primeros días de abril. Acaso él se sentía vagamente culpable en relación a mí. Parecía preocupado e incómodo. Mi madre me dijo que, en los dos últimos meses, él había venido casi todas las ma­ñanas a hablar con ella y le preguntaba una y otra vez cuándo iba a volver yo de mis largas vacaciones. En cuanto llegué, él telefoneó para decirme que quería verme inmediatamente, que tenía algo muy importan­te que decirme. Nos citamos esa noche a la salida del subterráneo de Constitución, pero él se presentó en casa una hora antes.
Esta vez no hicimos la caminata habitual hasta el Par­que Lezama, Constitución o la Costanera, sino que dimos vueltas a las manzanas que rodeaban mi casa. Recorri­mos Independencia, Tacuarí, Chile, Carlos Calvo, volvi­mos a Independencia y contemplamos la reja de la igle­sia de la Concepción (esa reja, hoy derribada, que él menciona en El Zahír).
Borges estaba nervioso y recitaba los poemas que tan­to le gustaban.
Finalmente me dijo que quería pedirme algo, un gran favor, algo fuera de lo común, tremendo. Pensé que, des­pués de más de un año en que había tenido tiempo para reflexionar, iba a pedirme que tuviéramos relaciones físi­cas. Y me dispuse a mantener mi parte del pacto.
Pero me pidió otra cosa. El hecho de que yo haya creí­do tan fácil lo que supuse muestra hasta qué punto esta­ba alejada de los problemas reales de él, hasta qué punto era yo egoísta e insensible.
Me repitió, explayándose, lo que me había escrito en una de sus cartas más apasionadas, la carta en que dice: «...casi lloré al pasar por el Parque Lezama», añadiendo que «mis cuentos me han ayudado a vivir; mis obsesio­nes me han dado muerte». Insistió: con mi ayuda él po­dría vencer esas obsesiones.
Repitió que me quería y que podíamos ser muy feli­ces. Las «admirables noticias» mencionadas en esa carta se referían a la posibilidad de ganar más dinero, algo que hubiera facilitado el matrimonio. Compren­día que yo tenía razón, que debíamos tener relaciones previas. Pero añadió que él era prisionero «de sus fan­tasmas».
No supe qué decir. Yo no podía amar a Borges como él quería ser amado. Él tenía que ser amado de acuerdo a la forma que le imponía su ser profundo. Muchos años después, tras vicisitudes y sufrimientos, habría de encontrar el amor que necesitaba: la total entrega espiritual. Yo só­lo podía prestarle mi cuerpo, pero esto no era bastante y, en último término, las circunstancias se complicaron y ni siquiera eso pude darle.
Me dijo que había pensado todo el tiempo en la respuesta que yo le había dado al proponerme él matrimonio en aquel banco entre Mármol y Adrogué. Hacía ya varios meses que estaba visitando a un «psicólogo» -no usó la palabra «psicoanalista»-, el doctor Cohen-Miller. El doctor Cohen-Miller ya había analizado al escritor Manuel Peyrou, gran amigo suyo, que también padecía de desajustes psicológicos. Cohen-Miller le había pedido que me llevara a hablar con él, ya que en ese momento del análisis mi presencia era necesaria. Borges subrayó la im­portancia de esto. Al parecer, mi visita a su psicólogo era «un gran favor». Le dije que lo haría con gusto. Y era cier­to. Tenía curiosidad y quería ayudar a Georgie. En mí hay algo de Sherlock Holmes; me gusta indagar los motivos profundos del prójimo. Me gusta la aventura y esta inda­gación del alma de los demás es una aventura grande y peligrosa. Además, quería serle útil, darle lo que podía darle.
Yo sabía, como lo he dicho en el tercer capítulo de es­te ensayo, que la iniciación del varón argentino es algo brutal, grosero, que las costumbres han establecido una especie de militarización del sexo en este militarizado país. La pérdida de la virginidad para los jóvenes en un burdel es compulsiva a los catorce años; el matrimonio y la procreación son compulsivos a los veintitrés. Se pro­cura suprimir toda fantasía, toda iniciativa en este terre­no. El ejercicio sexual, no desvirtuado del todo por los sa­cerdotes, que lo consideran pecaminoso pero tentador, es despojado por los militares de su halo turbador y se con­vierte en una actividad «higiénica y necesaria» de todo varón. Y en la Argentina, como sabemos, las soluciones militares siempre se han impuesto a las otras, a veces hasta a las eclesiásticas.
Naturalmente, esta «formación» -que es una deforma­ción- crea toda clase de traumas e incomunicación entre hombre y mujer, empezando en el mismo plano físico.
El doctor Cohen-Miller había llegado a una encrucija­da en su análisis y deseaba mi colaboración, Borges la pe­día. Su consultorio estaba en la calle Piedras -o Chacabuco-, creo, entre Alsina e Hipólito Irigoyen. Más tarde se mudó a la avenida 9 de Julio, donde tres años después tuve una segunda entrevista con él.
El doctor Cohen-Miller era un hombre afirmativo, de mente práctica, muy directo y aplomado. Como casi to­dos los judíos, era básicamente un intelectual y admira­ba a Borges.
Su idea era que, al ayudar a Borges a emerger de su «infierno», la literatura argentina se iba a ver beneficia­da. Él no suponía ni por un momento, cómo tal vez otros analistas podrían creer, que el hecho de liberar a Borges de sus obsesiones podía disminuir sus poderes creadores. Por el contrario, él creía que el talento de Borges necesi­taba latitud, salir al aire libre y vivir. En su planteo había sólo una falla: el hecho de que yo lo fuera a ver le hizo creer que estaba interesada en normalizar mis relaciones con Borges. El malentendido había sido creado por el mismo Borges, quien había tomado al pie de la letra mis frívolas palabras en aquel célebre banco en las afueras de Adrogué. Para mí ésta era una aventura que estaba dispuesta a vivir hasta sus últimas consecuencias, pero que no me afectaba en lo más íntimo.
El doctor Cohen-Miller me dijo lo siguiente:
Borges distaba mucho de ser impotente, pero en el plano físico era víctima de una exagerada sensibilidad, un temor al sexo y un sentimiento de culpa. La excesiva sensibilidad podía irse normalizando con el andar del tiempo, a medida que él se adaptara a los hechos reales; el miedo iba a desaparecer por el matrimonio, que también aliviaría considerablemente la sensación de culpa. Para llegar a una relación normal lo mejor para Borges era ca­sarse, ya que el matrimonio era un elemento importante en el contexto de su culpa.
Más adelante me relató una penosa experiencia de Bor­ges en su primera juventud: en Ginebra, cuando tenía die­ciocho o diecinueve años, Borges era un adolescente sen­sible, con dificultades de visión y de elocución. Alarmado por la timidez de su hijo, Jorge Borges preguntó a Georgie un día si había tenido ya contacto con una mujer. La pre­gunta, como he dicho, era casi normal en esa época. Geor­gie contestó que nunca había estado con una mujer. Como muchos otros caballeros argentinos de su generación, el señor Borges pensó que la situación debía solucionarse cuanto antes. Su hijo estaba retardado en el calendario. Del mismo modo que la virginidad de las mujeres debía guar­darse a cualquier precio -un precio que incluía el onanis­mo, las prácticas lésbicas, la sodomía-, los varones debían iniciarse lo más pronto posible. Georgie había sobrepasa­do en varios años la edad establecida.
El señor Borges dijo a su hijo que él iba a tomar el asunto en sus manos. Tal vez el fantasma de la homose­xualidad cruzó por su mente, llenándolo de pánico, impidiéndole comprender que lo que estaba planeando en ese momento estaba más cerca de la homo que de la heterosexualidad. Era un gesto para los hombres, una demostración ante ellos de que uno pertenecía al clan de los varones. No era un gesto para acercarse a las mujeres, si­no un acatamiento del mundo masculino y sus exigencias. Seguramente se mostró severo. Tal vez reprochó a su hijo el largo tiempo que se había tomado en asumir su virilidad. Cohen-Miller creía que el padre se había mos­trado apremiante. Estaba muy bien vivir en las nubes, in­teresarse en los libros y en los arcanos del universo, pero ante todo un hombre tiene que ser un hombre. Y, para los sudamericanos, no hay más que una manera de probar la hombría. Por otra parte, ¿cómo era posible que Georgie no hubiera reaccionado ya ante las presiones que exi­gen la desfloración de un adolescente en un lupanar? ¿Cómo era posible que Georgie no se sintiera incómodo por su desajuste ante la sociedad? Los tropismos tribales de la llanura a la cual se llega por un río «de sueñera y de barro» se imponían una vez más. Una cosa es lo que se lee en los libros; otra es la realidad. Hacia 1920 había es­critores, libros, movimientos que se oponían a las profun­das verdades viscerales de las pampas. Pero no había que tomarlos en cuenta. Eran un ornamento, algo que demos­traba la cultura y el refinamiento de los argentinos, pero no eran la verdad. La verdad era la iniciación forzada, el movimiento mecánico del macho trepado al cuerpo de una hembra alquilada, el rencor implícito y el desprecio a esa mujer por ser mujer.
De tal modo que, con este enredo dentro de su confun­dida alma, el señor Borges anunció a su hijo, pocos días después, que había encontrado la solución para su caso. Le dio una dirección y le dijo que debía estar allí a una hora determinada. Una mujer lo estaría esperando.
Georgie salió a pie, como ya era su costumbre, para considerar la situación y llegar al lugar del modo más na­tural, sin apremios ni presiones. Estaba abrumado por los reproches de su padre. Tal vez en Georgie, normal­mente tan sometido, se produjo una oscura rebelión de la carne contra el acto que le imponían; tal vez la certeza del fracaso estuvo en él antes del fracaso. Tal vez ese fra­caso haya sido su manera de oponerse a lo que rechaza­ba hondamente en su alma y sus entrañas. En todo caso, una idea le cruzó la mente: su padre le había ordenado acostarse con una mujer que él, Georgie, no conocía. Si esa mujer estaba dispuesta a acostarse con él era porque había tenido ya relaciones sexuales con su padre. Esta clase de favor íntimo -aunque se trate de una prostituta- no puede pedírsele a nadie con quien no se tengan con­tactos íntimos. Su razonamiento fue lógico y preciso; tal vez no haya sido cierto, pero fue lo que él creyó. Él no te­nía ninguna duda al respecto.
Llegó a la casa, vio a la mujer y, como era natural, no pasó nada.
Aparte de la brutalidad del hecho escueto -suficiente para provocar impotencia en un adolescente de senti­mientos delicados-, allí estaban las imágenes que surgían en su mente. La mujer que se le ofrecía era una mujer que él iba a compartir con su padre. La reacción de su cuer­po y su alma fue natural. Éste era su «destino sudameri­cano» de fracaso y de muerte, como habría de decirlo en su célebre Poema conjetural, donde tantas cosas acechan entre líneas. También fue, sin que él lo supiera, una pro­testa, un desafío. Demostraba así que él, Jorge Luis Borges, era diferente, que a él había que aplicarle otros cá­nones.
Pero esto quedó ahogado en algún repliegue de su mente, oculto en el centro del laberinto. Lo que salió de aquí, ruidosamente, fue la más humillante de las pala­bras: impotencia. Nadie pensó -pese a que las teorías y los métodos de Freud estaban ampliamente difundidos en esos días- en los aspectos puramente psíquicos del problema. Sus padres pensaron, con la habitual grosería de esa generación materialista, que estaban ante un caso de deficiencia física. Tónicos, reconstituyentes, medica­mentos le fueron dados para fortalecerlo; tenía un híga­do débil... ¿No sería el hígado la causa? En consecuen­cia, se le hizo un tratamiento por deficiencia hepática. Era una falla del cuerpo, no un repliegue del alma.
Quedó doblemente humillado. No había podido cum­plir la orden de su padre; era un incapaz, un impotente.
Ya he dicho que no era esto lo que pensaba el doctor Cohen-Miller. Con la manera cruda y directa de los mé­dicos al tratar estos temas, me dijo: «Creo que si esto se arregla, y si usted colabora, se va a arreglar, tendrá usted hombre por muchos años».
Tenía motivos para confiar en sus poderes. Gracias a su tratamiento, Georgie estaba haciendo lo que nunca había hecho, lo que ninguno de sus amigos hubiera soñado un año atrás: hablaba en público.
A decir verdad, los peronistas contribuyeron a este triunfo de Cohen-Miller al privar a Georgie de su modesto empleo en la biblioteca de Boedo. El dinero que ganaba como asesor en la Editorial Emecé no era suficiente. Y los peronistas lo obligaron a renunciar cuando cambia­ron su cargo de auxiliar de biblioteca por el de «inspec­tor de gallineros en los mercados».
Haré aquí una digresión. Borges siempre creyó que Perón había intervenido personalmente en este nombra­miento ridículo... o quiso creerlo. Lo cierto es que Pe­rón nada había tenido que ver en esto. Es muy posible que el nombre de Borges, como el de cualquier otro es­critor nacional o extranjero, le fuera desconocido. Bor­ges fue nombrado inspector de gallineros por un intelec­tual, uno de los pocos del movimiento, que tenía gran poder en la Municipalidad, uno de los hombres de Evi­ta. Este hombre quiso hacerle una broma pesada a un ene­migo político.
Una institución privada, el Colegio Libre de Estudios Superiores, le propuso una serie de conferencias. Acica­teado por el doctor Cohen-Miller, Borges preparó cinco o seis conferencias y aprendió de memoria los textos. So­lía recitarlos con sus amigas, mientras daba vueltas a la manzana donde estaba el edificio del lugar en que iba a hablar, generalmente la Sociedad Científica Argentina, en la avenida Santa Fe.
La primera conferencia le costó un tremendo esfuerzo, pero acatando las órdenes de su médico y ayudado por una copita de caña de durazno oriental -que le fue dada por la poetisa uruguaya Ema Risso Platero-, muy efectiva en el organismo de un abstemio total, logró ha­blar y siguió hablando por el resto de los cuarenta años de vida que aún le quedaban.
Al principio la caña fue necesaria antes de cada confe­rencia; muy pronto pudo prescindir del estimulante. Co­mo ya he dicho, las drogas o el alcohol no tenían ningún poder sobre él.
Inesperadamente, su leve tartamudeo, su voz vacilan­te, una manera de exponer como si cuestionara el punto tratado, su carencia de afirmación, su timidez, gustaron. Después de la primera conferencia, la cantidad de públi­co se duplicó y siguió creciendo, aumentando las ganan­cias del conferenciante, que tenía un porcentaje sobre las entradas. Por primera vez en su vida, contó con una có­moda cantidad de dinero en su bolsillo.
Fue el comienzo de su popularidad, el despuntar del mítico Borges, el Conferenciante, el profesor, el Maestro. El autor de esta transformación fue el desconocido doc­tor Cohen-Miller.
En la vida de Georgie fue un gran momento, la prime­ra campanada de su liberación. Pero iba a pasar mucho tiempo antes de que sonara el carillón.
Cohen-Miller estaba convencido de que, si había sido capaz de hablar en público, también Borges era capaz de llevar una vida sexual normal. «No me sorprendería que resultara ser más capaz en este sentido que muchos hom­bres», me dijo. Insistía en el punto. Borges, un hombre convencional en la superficie, vivía bajo el lastre de un mandato. Su padre le había ordenado que fuera un hom­bre. Asimismo, necesitaba casarse para contar con la aprobación de la sociedad; como hombre casado le iba a resultar más fácil librarse de su sensación de culpa. ¿En­tendía yo el punto? ¿Por qué no casarse enseguida, de­jando de lado la prueba previa? Le contesté que yo esta­ba dispuesta a ayudar a Georgie e ir muy lejos en este sentido, pero que el casamiento, al menos por el momen­to, era otra cosa. Yo no podía verlo como marido. Cohen-Miller dejó de insistir. Me dijo que tratara de inspirarle confianza, que fuera tierna con él. Él creía que, con la su­ficiente paciencia, todas las obsesiones de Georgie iban a desaparecer. Y añadió: «Piense en su patria, piense en la literatura argentina. Se lo aseguro: no tendrá que arre­pentirse».
En esta larga conversación, el doctor Cohen-Miller no mencionó ni una sola vez el fuerte vínculo que unía a Georgie con doña Leonor. Tal vez adivinó el antagonismo que ya existía entre ella y yo y no quiso aumentarlo. Pro­bablemente pensó también que, si Borges lograba nor­malizar su vida, la abrumadora influencia de su madre iba a irse diluyendo naturalmente, que iba a dejar de ac­tuar como un niño detenido en su crecimiento.
Creo que Cohen-Miller acertó en su diagnóstico. Mu­chos años después Borges me dijo que había tenido rela­ciones sexuales con una o dos mujeres. No tengo motivos para dudar de sus palabras.
A pesar de que en una de sus cartas habla de su «reno­vado valor», este valor no fue suficiente para cruzar la barrera en mi caso. Y yo nunca he sido una mujer emprendedora en este sentido, ni he necesitado serlo.
Su inhibición es fácil de comprender. Él quería mi amor. Yo no se lo podía dar. Estábamos en un callejón sin salida, ya que él no estaba dispuesto a aceptar nada menos.
A todo esto, hubo cambios en mi vida. Conocí a un hombre. Durante tres años me alejé de mis amigos y de mi medio. Me porté mal con Borges. Su desesperación me conmovía, pero yo no podía hacer nada: estaba ena­jenada. Fue una experiencia muy negativa, que me de­mostró que las cosas en la vida no eran como yo las ha­bía imaginado.
Tres años después, cuando volví a ponerme en contac­to con mi grupo de amigos, Borges me pidió que volvie­ra a verme con Cohen-Miller. Pero algo se había roto en­tre nosotros. Él ya no confiaba en mí, ni siquiera como amiga. Por otra parte, en esos tres años su madre no ha­bía estado inactiva.

Hay que dejar algo en claro: no fue doña Leonor quien castró a su hijo. Quien lo hizo fue su padre. Pero ella aprovechó las debilidades de Georgie y lo hizo desdicha­do como ser humano. A fin de cuentas, él nunca habría podido ser el Jorge Luis Borges que conoce el mundo sin la rudeza, la crueldad, la devoción, la atención total, la inquebrantable sed de poder de su madre.

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