CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
viernes, 28 de abril de 2017
CHRISTOPHER MARLOWE. -La trágica historia del doctor Fausto.
-La trágica historia del doctor Fausto-, es una obra de teatro escrita por Christopher Marlowe, basada en la leyenda de Fausto, en la que un hombre vende su alma al diablo para conseguir poder y conocimiento. Puede interpretarse como una metáfora del hombre que elige lo material a lo espiritual, por lo que pierde su alma. El Fausto de Marlowe fue publicado en 1604, once años después de la muerte de Marlowe y doce después de su primera representación. No se guarda ningún manuscrito original, pero existen dos textos tempranos, uno de 1604 y otro de 1616.
La obra trata la historia de Fausto, doctor en teología, que en su búsqueda del conocimiento decide vender su alma al Diablo para conseguir los favores de uno de sus siervos, el demonio Mefistófeles. Consta de un prólogo, trece escenas y un epílogo. Está escrita principalmente en verso blanco aunque también hay breves trozos en prosa.
En el prólogo, el coro nos dice qué tipo de texto va a ser Doctor Faustus: no sobre la guerra o el amor, sino sobre Fausto, el cual nació entre la clase baja, y que por sus méritos obtiene un doctorado en teología. Ya en este prólogo tenemos la primera pista que apunta a su perdición, al ser Fausto comparado con Ícaro, quien quiso volar tan cerca del sol, que, al derretir el sol la cera que sujetaba sus alas, murió por la caída. Sin embargo, no es el orgullo lo que mueve a Fausto hacia su propia destrucción, sino el afán de conocimiento.
Fuente:
N.N.
***
Indice
PERSONAJES 4
ACTO PRIMERO 6
ACTO II 19
ACTO III 32
ACTO IV 40
ACTO V 48
LA TRÁGICA HISTORIA DEL DOCTOR FAUSTO
PERSONAJES
CORO
DOCTOR FAUSTO
VALDÉS AMIGOS DE FAUSTO
CORNELIO
WAGNER, CRIADO DE FAUSTO
ROBIN
RALPH
UN PAYASO
UN TABERNERO
UN CHALAN
ESTUDIANTE PRIMERO
ESTUDIANTE SEGUNDO
ESTUDIANTE TERCERO
EL PAPA
EL CARDENAL DE LORENA
EL EMPERADOR
UN CABALLERO DEL SÉQUITO IMPERIAL
EL DUQUE DE VANHOLT
LA DUQUESA DE VANHOLT
UN VIEJO
CRIADOS, ETC.
MEFISTÓFELES
LUCIFER
BELCEBÚ
ÁNGEL BUENO
ÁNGEL MALO
DIABLOS
LOS SIETE PECADOS CAPITALES
ESPÍRITUS QUE ASUMEN LA FORMA DE ALEJANDRO MAGNO, SU AMANTE Y ELENA DE TROYA
ENTRA EL CORO
No andando por los campos de Trasimeno , donde Marte acompañó a los cartagineses; no entreteniéndose en retozos de amor en regias cortes donde se derroca el estado; no tampoco en la pompa de soberbias y audaces proezas se propone nuestra Musa pronunciar sus celestia-les versos. Sólo una cosa señores, deseamos ejecutar, y es trazar las fortunas de Fausto, buenas o malas. A vuestros pacientes juicios apelamos para el aplauso, empezando por hablar de Fausto en su infancia. He aquí que nació, de padres de origen humilde, en una ciudad alemana llamada Rhodes. Siendo de más maduros años pasó a Wurtenberg, donde sus parientes le educaron. Pronto se aventajó en teología, obteniendo los frutos de la escolástica, con lo que en breve fuele otorgado el grado de doctor. Excedió a todos aquellos cuyo deleite consiste en discutir los celestes asuntos de la teología, hasta que, ensoberbecido por su inteligencia y amor propio, con alas de cera se elevó más allá de donde podía, y, al ellas derretirse, tramaron los cielos su caída . Por lo cual, dando en diabólicas ejercitaciones y saciándose de los dorados dones de la cultura, entró en la maldita necromancia. Nada fue tan dulce para él como la magia, que prefirió a las mayores felicidades. Este es el hombre de que aquí se trata.
(Mutis.)
ACTO PRIMERO
ESCENA PRIMERA
FAUSTO , en su gabinete
FAUSTO.— Concreta tus estudios, Fausto, y principia a sondear la profundidad de lo que sondear quieres. Habiendo comenzado por ser teólogo llegaste a los extre-mos de todo arte y vives y mueres en las obras de Aristóteles. Dulces Analíticos , vosotros me habeis deleitado: «Bene disserere est finis logicis. » Mas, el arte de discurrir bien ¿no proporciona mayor milagro? Enton-ces no leas más, porque ya has alcanzado ese fin. Mayor tema es propio del ingenio de Fausto. On kai me on, adiós.! Hazte galeno , porque «Ubi desinit philosophus ibi incipit medicus ». Sé, pues, médico, Fausto; amontona oro y eternízate por alguna maravillosa cura. «Summun bonum medicinae sanitas. » Si el fin de la medicina es la salud de nuestro cuerpo, ¿por qué, Fausto, no has llegado a ese fin? ¿No se juzgan aforismos tus comunes palabras? ¿No son tus recetas citadas como monumentos, no has librado de la peste ciudades enteras y no has aliviado miles de incurables enfermedades? Con todo, no eres más que Fausto, esto es, un hombre. ¿Podrías hacer a los hombres vivir eternamente, o devolver los muertos a la vida? Entonces esa profesión merecería ser estimada. Ea, adiós, medicina. ¿Dónde está Justiniano ? (Volviéndose a un libro.) «Si una eademque res legatur duobus, alter rem, alter valorem rei », etc. ¡Lindo caso de mezquinos legados! (Leyendo de nuevo.) «Exhaereditare filium non potest pater nisi », etc. Tal es el tema de Las Institutas y el del universal cuerpo del derecho. Su estudio es propio de un mercenario sin otra meta que el sacar provecho de las miserias de la chusma, harto iliberal y servil para mí. En conjun-to, es mejor la teología. Mira bien, Fausto, la Biblia de Jerónimo. (Toma la Biblia y la abre.) «Stipendium peccati mors est. Si peccasse negamus fallimur et nulla est in nobis veritas .» Pero nosotros tenemos que pecar y por conse-cuencia que morir, y morir con eterna muerte. ¿Cómo llamar a esta doctrina? «Che sera, sera». ¿Lo que ha de ser ha de ser? ¡Adiós teología! (Cierra la Biblia y vuélvese a unos libros de magia.) La metafísica de los magos y necrománticos libros es celestial. Aquí hay líneas, círcu-los, escenas, letras y caracteres. Esto es lo que Fausto desea más. ¡Oh, qué mundo de provechos y deleites, de poder, de honor, de omnipotencia se promete aquí al estudioso artífice! Cuantas cosas se mueven entre los quietos polos quedarán sometidas a mi mandato. Reyes y emperadores sólo son obedecidos en sus diversas provincias, mas no pueden levantar el viento ni desgarrar las nubes, mientras el dominio del mago de eso excede y llega tan lejos cual llegue la mente del hombre. Un buen mago es un dios poderoso. Aplica tu cerebro, Fausto, a conseguir la divini-dad. (Entra Wagner.) Vete, Wagner, a buscar a mis más queridos amigos, el alemán Valdés y Cornelio, y diles que deseo que me visiten.
(Entran el ángel bueno y el ángel malo.)
ÁNGEL BUENO.— ¡Oh, Fausto! Deja a un lado ese condenado libro y no mires en él, que tentará tu alma y atraerá sobre tu cabeza la pesada ira de Dios. Lee las Escrituras, que eso otro es blasfemia.
ÁNGEL MALO.— Sigue adelante, Fausto, en ese famoso arte donde se contienen todos los tesoros de la naturaleza, y serás en la tierra, como Júpiter en el cielo, señor y dominador de los elementos.
(Salen.)
FAUSTO.- ¡Cómo esto me enajena! ¿Podré hacer que los espíritus ejecuten lo que me plazca, resolviéndome todas las dificultades y efectuando las más desesperadas empresas que yo quiera? Los haré volar hasta la India por oro, despojar el océano de perlas de oriente y buscar en todos los ámbitos del Nuevo Mundo placenteros frutos y princi-pescas golosinas. Haré que me enseñen las más extrañas filosofías y me digan los secretos de los reyes extranjeros. Yo les haré que amurallen toda Alemania con bronce y que el rápido Rhin circunde la bella Wurtenberg. Les mandaré que tapicen las escuelas públicas con seda y que vayan los estudiantes elegantemente vestidos. Reclutaré soldados con el dinero que ellos me acuñen y expulsaré al príncipe de Parma de nuestra tierra para reinar como único rey de nuestras provincias. Haré que más extraordinarias máqui-nas de guerra que las que hendieron el puente de Amberes inventen para mí mis serviciales espíritus. Pasad, alemán Valdés y Cornelio, y favorecedme con vuestro discreto discurso.
(Entran Valdés y Cornelio.)
Valdés, dulce Val-dés, y Cornelio, sabed que vuestras palabras me han convencido al fin de que practique la magia y las artes ocultas. Y no sólo vuestras palabras, sino también mi imaginación, que ya no admitirá tema alguno que no trate de la necromántica pericia. La filosofía es odiosa y obscu-ra, el derecho y la medicina propios de mentes angostas, y la teología, más baja que las otras tres ciencias, es desagradable, áspera, vil y despreciable. La magia es lo que me extasía. Ayudadme, pues, gentiles amigos, en mi intento, y yo, que con concisos silogismos he confundido a los pastores de la Iglesia alemana; y yo, que al orgullo floreciente de Wurtenberg he hecho apiñarse entorno de mis problemas, como antaño aquellos espíritus infernales, en torno al dulce Museo cuando descendiera a los infiernos ; yo, seré tan sagaz como lo fue aquel Agrippa cuya sombra aún hace que toda Europa le honre.
VALDÉS.— Fausto, esos libros, tu inteligencia y nuestra experiencia harán que todas la naciones nos canonicen. Y así como los moros de la India obedecen a sus señores españoles, así los súbditos de todos los elementos estarán siempre al servicio de nosotros tres. Nos guardarán como leones cuando nos plazca, y, como alemanes jinetes con sus armas o cual gigantes lapones, trotarán a nuestro lado. Otras veces nos servirán de mujeres o de virginales doncellas, con más belleza en sus vaporosas frentes que tienen los blancos pechos de la diosa del amor. De Venecia nos traerán grandes barcos mercantes, y de América el vellocino de oro que todos los años engrosa el tesoro del viejo Felipe. Basta para ello que el culto Fausto se resuelva.
FAUSTO.— Por tu vida, Valdés, que estoy resuelto y no objeto nada.
CORNELIO. — Los milagros que ejecuta la magia te harán decidir no estudiar otra cosa. E1 que tiene rudimentos de astrología y es rico en lenguas y entendido en minerales, tiene todos los principios que la magia requiere. No dudes, pues, Fausto, y renómbrate y serás más frecuentado por este misterio que antaño lo fuera de Delfos el oráculo. Los espíritus me han dicho que pueden secar el mar y extraer los tesoros de los buques náufragos y hasta la riqueza que nuestros padres escondieron en las macizas entrañas de la tierra. Siendo así, Fausto, ¿qué más necesitaremos los tres?
FAUSTO.— Nada, Cornelio. ¡Oh, cuánto lisonjea esto mi alma! Hacedme alguna mágica demostración para que yo pueda hacer conjuros en algún lujuriante bosque y entrar en plena posesión de esas alegrías.
VALDÉS. — Entonces encamínate a algún bosque solitario y lleva contigo las obras de Albano y del sabio Bacon , el Salterio hebreo y el Nuevo Testamento; que de las demás cosas que se requieren ya te informaremos en nuestra próxima conferencia.
CORNELIO.— Hazle conocer primero, Valdés, las pala-bras del arte y cuando haya aprendido las demás ceremo-nias, Fausto puede probar él mismo su inteligencia.
VALDÉS. - Antes te instruiré en los rudimentos y enton-ces serás más perfecto que yo.
FAUSTO.— Pues venid a comer conmigo y después de yantar trataremos de esas sutilezas y a la hora de dormir veré lo que puedo hacer y esta noche efectuaré un conjuro, aunque me cueste la vida.
Fuente:
HYSPAMERICA
EDICIONES ORBIS S.A.
L i b e r a l o s L i b r o s
Traducción de Juan G. de Luaces Traducción cedida por Plaza & Janes Editores
© 1982, Ediciones Orbis, S.A. y RBA Proyectos editoriales, S.A.
Primera edición argentina
jueves, 27 de abril de 2017
Marko Levi cc M. Agueev. "Novela con cocaína": el vortex de la existencia.
Novela con con cocaína: una novela poética, hermosa, atípica, enigmática, de fugas líricas, confesional, de hundimiento del alma humana... el vortex de la existencia y... la redención del personaje a partir de la escritura.
Una novela que posee visos de Dostoievsky y en otros momentos nos recuerda la sutileza y la perversión de un Proust.
Una novela escrita en la primera mitad del siglo XX. Novela nihilista y existencial concebida mucho antes de los postulados sartrianos, y mucho antes de la creación del anti – héroe en la narrativa contemporánea.
Un escritor que trató de escabullir su identidad bajo el pseudónimo de M Agueev pero por azar, en la segunda mitad del siglo veinte (a finales) se supo quién era el creador de la novela: Marko Levi un judío-ruso que cuando publica “Novela con cocaína” se encontraba en Constantinopla. Su edición se hacía – entonces- no en su patria sino en París... “El hombre-novela habría nacido en Moscú en 1898; en 1930, se trasladó a Turquía donde fue profesor de idiomas; allí expulsó al mundo su cuerpo-novela. En 1942 fue repatriado a la URSS por la policía turca. Anduvo hasta Yerebán (Armenia). Murió en 1973” (Lydia Chweotzer).
Una obra cláisca en el mundo contemporáneo de gran valor literario.
J. Méndez-Limbrick.
(Fragmento. Novela. Novela con cocaína. Marko Levi cc M. Agueev. Capítulo II).
Nota al texto
Para la traducción se ha utilizado la edición de Novela con cocaína publicada en Moscú por la editorial Terra en 1990.
La obra apareció por primera vez en castellano en 1983, en una traducción del francés de Rosa María Bassols publicada por la editorial Seix Barral.
“II
Poco después enfermé. Mi primer temor, que no fue pequeño, se disipó ante la actitud atareada y alegre del médico, cuya dirección había encontrado al azar entre los anuncios de venerólogos que llenaban casi una página entera del periódico. Al examinarme abrió los ojos con respetuosa sorpresa, como nuestro profesor de literatura cuando de manera inesperada recibía una respuesta correcta. Después me dio unos golpecitos en el hombro y con un tono que en absoluto era de consuelo —lo cual me habría preocupado—, sino de serena confianza en su poder, añadió:
—No se preocupe, joven; dentro de un mes estará recuperado.
Tras lavarse las manos, escribir las recetas, darme las indicaciones oportunas y mirar el rublo que con torpe mano yo había puesto de canto y cuyo tintineo aumentaba a medida que caía sobre la mesa de cristal, hasta convertirse en un redoble de tambor, el médico, rascándose con deleite la nariz, se despidió de mí, previniéndome, con un aire de sombría preocupación que no le sentaba nada bien, de que la rapidez de la curación, así como la propia curación, dependía por completo de la regularidad de mis visitas y que lo mejor sería que acudiera a diario.
Aunque en los días siguientes me convencí de que las visitas diarias de ninguna manera resultaban imprescindibles, y de que por parte del médico sólo obedecían a su deseo de oír con mayor frecuencia el tintineo de mi rublo en su consulta, no dejé de acudir a esas citas regulares, ya que me causaban cierto placer. En ese hombre gordo y de piernas cortas, en su voz de bajo, jugosa como si acabara de comer algo muy sabroso, en los pliegues de su cuello grasicnto, semejantes a neumáticos de bicicleta puestos unos sobre otros, en sus alegres y astutos ojos, y, en general, en su forma de comportarse conmigo, había algo jocosamente halagador y aprobatorio, así como otro componente difícil de definir que me agradaba y me satisfacía. Era el primer hombre mayor, es decir, adulto, que me veía y me comprendía tal como yo entonces quería mostrarme. Si le visitaba a diario no era en su condición de médico, sino más bien en su calidad de amigo; al principio esperaba incluso con impaciencia la hora de la consulta, me ponía, como si fuera a un baile, mi cazadora y mis pantalones nuevos y mis zapatos de charol.
Esos días, deseando ganarme una reputación de niño prodigio en cuestiones eróticas, conté en clase la enfermedad que había padecido (dije que la enfermedad había desaparecido, aunque en verdad acababa de empezar); esos días, consciente de que mi confesión me había hecho ganar muchos enteros ante mis compañeros, cometí una acción horrible; cuya consecuencia fue la mutilación de una vida humana, quizá incluso su muerte.
Al cabo de unas dos semanas, cuando las señales exteriores de la enfermedad empezaron a atenuarse, aunque yo sabía perfectamente que aún estaba enfermo, salí a la calle con la intención de dar un paseo o entrar en algún cine. Era una noche de mediados de noviembre, un mes maravilloso. La primera nieve, esponjosa, semejante a fragmentos de mármol en el agua azul, caía lentamente sobre Moscú. Los tejados de las casas y los parterres del bulevar se hinchaban como velas azules. Los cascos de los caballos no resonaban, las ruedas no crujían y en la silenciosa ciudad las campanillas de los tranvías tintineaban inquietas como en primavera. Avanzando por el callejón, alcancé a una muchacha que iba delante de mí. No lo hice de manera premeditada, simplemente iba más deprisa que ella. Cuando llegué a su altura y la rodeé para adelantarla, me hundí en la profunda nieve; en ese momento ella se dio la vuelta, nuestras miradas se encontraron y nuestros ojos sonrieron. En una noche moscovita tan ardiente como aquélla, cuando caen las primeras nieves, las mejillas se cubren de manchas de arándanos y en el cielo los hilos del telégrafo se alzan como cables grisáceos; en una noche como aquélla, ¿dónde encontrar las fuerzas y la severidad para alejarse en silencio, para no volverse a encontrar nunca?
Le pregunté cómo se llamaba y adónde iba. Su nombre era Zínochka y no se dirigía «a ninguna parte», sólo estaba «dando una vuelta». Nos aproximamos a un cruce en el que había un caballo; el enorme animal, atado a un triineo alto como una copa, estaba cubierto con una gualdrapa blanca. Le propuse a Zínochka que diéramos un paseo y ella, con los ojos brillantes fijos en mí, y sus labios semejantes a un botón, asintió varias veces con la cabeza, como un niño. El cochero estaba sentado de lado respecto a nosotros, hundido como un signo de interrogación en la curvada parte delantera del trineo. Cuando nos acercamos, pareció animarse y, siguiéndonos con los ojos como si estuviera apuntando a un blanco móvil, disparó con voz ronca:
—Por favor, por favor, permítanme que les lleve.
Viendo que había acertado y que era preciso cobrar las piezas, salió del trineo, inmenso, verde, majestuoso y sin pies, con guantes blancos del tamaño de la cabeza de un niño y sombrero de copa a lo Onieguin, truncado y con hebilla; se acercó a nosotros y añadió:
—Permítanme que les dé un paseo con mi impetuoso caballo, excelencias.
En ese momento empezaron los problemas. Por ir al parque Petrovski y volver a la ciudad pidió diez rublos; aunque «su excelencia» sólo llevaba en el bolsillo cinco rublos y medio, me habría montado en el trineo sin vacilar, pues en esos años me parecía que cualquier estafa suponía un desdoro menor que la necesidad de regatear con un cochero en presencia de una dama. Pero Zínochka salvó la situación. Con una mirada de indignación, exclamó con firmeza que ese precio era inaudito y que no debía entregarle más de un billete. Y, así diciendo, me cogió de la mano y me llevó hacia delante. Yo opuse una ligera resistencia a su empuje; con ese gesto pretendía desembarazarme de todo el oprobio de la situación y volcarlo sobre Zínochka. Yo no era culpable de nada y estaba dispuesto a pagar cualquier precio.
Tras dar unos veinte pasos, Zínochka miró por encima de mi hombro con la precaución de un ladrón y, viendo que el hombre retiraba apresuradamente la gualdrapa del caballo, lanzó casi un chillido de entusiasmo, se acercó a mí, se puso de puntillas y susurró con arrobamiento:
—Está de acuerdo, está de acuerdo —aplaudía sin ruido—; no tardará en venir. Ya ve usted lo lista que soy —todo el tiempo trataba de mirarme a los ojos—, ya lo ve, así es, ¡ajá!
Ese «ajá» sonó en mis oídos de forma muy agradable. Parecía como si yo fuera un elegante juerguista, adinerado y derrochador, y ella una pobre e indigente muchacha que trataba de refrenar mis dispendios, no porque estuvieran por encima de mis posibilidades, sino porque ella, en el limitado horizonte de su miseria, no podía concebirlos.
En el siguiente cruce el cochero nos alcanzó, nos adelantó y, conteniendo a su impetuoso caballo, movió las riendas a derecha e izquierda como un timón, se tumbó de espaldas en el trineo y desabrochó la manta. Ayudé a Zínochka a tomar asiento y luego me dirigí lentamente al otro lado, aunque deseaba apresurarme; me encaramé al alto y estrecho asiento y, metiendo la ajustada hebilla de terciopelo en la barra metálica, abracé a Zínochka, me calé con fuerza la visera, como si me dispusiera a batirme, y dije con altanera voz:
—Adelante.
Se oyó el sonido perezoso de un beso, el caballo se puso en marcha con dificultad, el trineo se deslizó lentamente y empecé a sentirme lleno de irritación contra ese ridículo cochero. Pero después de dos giros, cuando desembocamos en la Tverskaia-Yamskaia, el cochero sacudió las riendas y gritó «eeep», cuya aguda y acerada «e» se elevaba con su sonido estridente hasta llegar a la blanda barrera de la «p», que no le permitía seguir adelante. El trineo arrancó bruscamente, arrojándonos hacia atrás con las rodillas levantadas y poco después hacia delante, con el rostro contra la espalda acolchada del cochero. Toda la calle pasaba volando a nuestro lado, los húmedos cordones de nieve chocaban con fuerza con nuestras mejillas y con nuestros ojos; los tranvías que nos salían al paso producían un rumor que sólo duraba un instante; de nuevo se oyó ese «ep, ep», aunque esta vez agudo y entrecortado, como un látigo; luego un balido rabioso y alegre, «baluui», los negros fogonazos de los trineos con los que nos cruzábamos, asustados por el riesgo de recibir un golpe en la cara, y la nieve levantada por los cascos, que golpeaba en la parte delantera de metal, «choc, choc, choc»; el trineo temblaba, lo mismo que nuestros corazones.
—¡Ah, qué bien! —susurraba a mi lado, en medio de la húmeda llovizna que nos azotaba, una alborozada voz infantil—. ¡Ah, qué maravilloso, qué maravilloso!
A mí también me parecía todo «maravilloso». Pero, como siempre, me resistía y me oponía con todas mis fuerzas a ese entusiasmo que se apoderaba de mí.
Cuando pasamos el Yar y empezó a verse la torre de la parada del tranvía y el puesto de caramelos cerrado, junto al paseo que conducía al centro del parque, el cochero se echó hacia atrás y, sujetando con firmeza el caballo, canturreó con una dulce voz de mujer un entrecortado «pr, pr, pr». Entramos al paso en el paseo; la nieve cesó de pronto, sólo revoloteaba blandamente en torno al solitario y amarillento farol, pero sin caer al suelo; parecía como si estuvieran sacudiendo un colchón de plumas. Detrás del farol, en el aire negro, se alzaban unos postes con una placa y a su lado, clavada de través en un árbol, una mano con el dedo índice extendido, un puño de camisa y un trozo de manga. Sobre el dedo brincaba un cuervo, esparciendo la nieve.
Le pregunté a Zínochka si tenía frío.
—Me encuentro estupendamente bien —me contestó—. ¿No es maravilloso? Coja mis manos y caliéntemelas.
Aparté mi mano de su talle, pues empezaba a dolerme el hombro. El agua caía de mi visera en la mejilla y detrás del cuello, nuestros rostros estaban mojados, el mentón y las mejillas se habían contraído de tal modo por culpa del hielo que teníamos que hablar sin mover un sólo músculo, las cejas y las pestañas se habían pegado a causa de los carámbanos, los hombros, las mangas, el pecho y la manta estaban cubiertos por una costra crujiente y helada, de nuestros cuerpos y del caballo ascendía una nube de vapor, como la que se desprende del agua hirviendo, y las mejillas de Zínochka adquirieron tal color que parecía que alguien le hubiera pegado unas mondas de manzana roja. En el círculo central, todo estaba desierto y tenía un matiz blanquecino y azul; en el brillo de naftalina de esos colores y en ese silencio inmóvil, de habitación cerrada, percibía mi propía tristeza. Recordé que al cabo de unos minutos habría que regresar a la ciudad, bajar del trineo, volver a casa, ocuparse de esa sucia enfermedad, y al día siguiente levantarse en plena noche; dejé de sentirme estupendamente.
Qué extraña resultaba mi vida. Siempre que experimentaba alguna felicidad, bastaba con pensar que ese sentimiento no duraría mucho para que en ese mismo instante desapareciera. La conclusión de esa dicha no se debía a que las circunstancias externas que la habían causado se hubieran interrumpido, sino simplemente a la conciencia de que esas condiciones desaparecerían muy pronto, de manera ineluctable. En el momento en que me asaltó esa certeza, el sentimiento de felicidad desapareció, mientras las condiciones externas que lo habían propiciado, que no se habían interrumpido, que seguían existiendo, no hacían más que irritarme. Cuando salimos del círculo central y regresamos a la carretera, lo único que deseaba era llegar cuanto antes a la ciudad, salir del trineo y pagar al cochero.
El camino de regreso fue frío y aburrido. Cuando nos aproximamos al Monasterio de la Pasión, el cochero, volviéndose hacia nosotros, preguntó si debía seguir adelante y adónde; tras dirigir una mirada interrogativa a Zínochka, sentí de pronto que mi corazón, como de costumbre, se detenía lleno de gozo. Zínochka no me miró a los ojos, sino a los labios, con esa expresión estúpida y feroz cuyo significado conocía bien. Levantándome sobre mis rodillas temblorosas de dicha, le dije al oído al cochero que nos condujera a casa de Vinográdov.
Sería una absoluta falsedad afirmar que durante los minutos necesarios para llegar a la casa de citas no me preocupara la certidumbre de mi enfermedad y la posibilidad de contagiar a Zínochka. La apretaba fuertemente contra mí y no dejaba de pensar en ello, pero lo que me atormentaba no era mi propia responsabilidad, sino los disgustos que ese acto podía acarrearme ante los otros. Y, como suele suceder en esos casos, ese temor, en lugar de impedirme la consecución de la acción, sólo me indujo a cometerla de modo que nadie se enterara de mi culpabilidad.
Cuando el trineo se detuvo junto a la casa rojiza con ventanas tapadas, le pedí al cochero que entrara en el patio. Para hacerlo, era necesario retroceder hasta la verja del bulevar; cuando nos encontrábamos ya delante del portón, los patines se clavaron en el asfalto y chirriaron, y el trineo quedó atravesado en la acera; en esos pocos segundos, mientras el caballo se ponía en marcha y con una sacudida nos introducía en el patio, los transeúntes que se encontraban en el lugar rodearon el trineo y nos miraron con curiosidad. Dos de ellos llegaron incluso a detenerse, lo que turbó visiblemente a Zínochka. Fue como si de pronto se apartara, se volviera extraña, se ofendiera y se inquietara.
Mientras Zínochka salía del trineo y se dirigía a un oscuro rincón del patio, yo pagué al cochero, que pedía un aumento con insistencia; en ese momento recordé con desagrado que sólo me quedaban dos rublos y medio y que, en caso de que las habitaciones baratas estuvieran ocupadas, me faltarían cincuenta kopeks. Terminé de pagar, me acerqué a Zínochka y entonces advertí, en la forma en que tiraba del bolso y sacudía con indignación los hombros, que no se movería de su sitio así sin más, sin ninguna lucha. El cochero ya se había ido y el brusco giro del trineo había dejado un círculo aplastado sobre la nieve. Aquellos dos curiosos que se habían detenido en el momento de nuestra llegada entraron en el patio, se detuvieron a una cierta distancia y se pusieron a observar. Dándoles la espalda para que Zínochka no los viera, le rodeé los hombros con mi brazo, la llamé «pequeña, chiquilla, niña mía», y le dije unas palabras que habrían carecido de sentido si no hubieran sido pronunciadas con una voz delicada y dulce como la melaza. En cuanto advertí que cedía, que volvía a ser la Zínochka de antes, aunque no la misma que me había mirado de modo tan terrible (o así me lo había parecido) junto al Monasterio de la Pasión, sino aquella que en el parque había dicho: «Qué maravilloso, ah, qué maravilloso», empecé a decirle de manera torpe y confusa que tenía un billete de cien rublos en el bolsillo, que allí no me lo cambiarían, que necesitaba cincuenta kopeks, que dentro de unos minutos se los devolvería, que… Pero Zínochka, sin darme tiempo a terminar mi exposición, abrió con temor y premura su viejo bolso de hule, con un dibujo que imitaba la piel de cocodrilo, sacó un monedero diminuto y lo vació en mi mano. Vi unas cuantas monedas de plata de cinco rublos, con un aspecto un tanto peculiar, y miré a Zínochka con aire interrogativo.
—Hay exactamente diez —dijo como para tranquilizarme; luego, acurrucándose con aire lastimero, añadió avergonzada, como queriendo disculparse—: Me ha llevado mucho tiempo reunirlas; dicen que traen buena suerte.
—Pero, pequeña —exclamé, con noble indignación—. Entonces es una pena. Cógelas, me las arreglaré sin ellas.
Pero Zínochka, ya realmente enfadada, trató de cerrar mi mano con las suyas con un gesto de dolor.
—Debe usted cogerlas —decía—. Me está ofendiendo.
«Aceptará o no aceptará, aceptará o se negará», era la fínica idea que agitaba mis pensamientos, mis sentimientos, todo mi ser, mientras conducía a Zínochka como sin querer al interior del hotel. Al subir el primer peldaño se detuvo, como si de pronto hubiera vuelto en sí. Miró con tristeza las puertas abiertas, donde aún seguían los dos curiosos, como dos guardianes que le impidieran la entrada; luego, como antes de una separación, me miró, sonrió con amargura, inclinó la cabeza, pareció encogerse y ocultó la cabeza en las manos. La agarré con fuerza por el brazo, casi a la altura de la axila, la arrastré hasta la parte superior de la escalera y la hice pasar por la puerta que el portero gentilmente nos abría.
Al cabo de una hora o lo que fuera, cuando salimos, le pregunté a Zínochka en el patio hacia qué lado tenía que ir, con la intención de situar mi casa en la dirección contraria y despedirme de ella para siempre allí mismo. Es lo que hacía siempre al salir de casa de Vinográdov.
Pero si por lo general esas despedidas definitivas se debían a la saciedad y el hastío, a veces incluso a la repugnancia, sentimientos que me impedían creer que un día más tarde esa muchacha pudiera parecerme deseable (aunque sabía que a la mañana siguiente me arrepentiría), en esa ocasión, al despedirme de Zínochka, no experimenté otra cosa que despecho.
Ese sentimiento se debía a que en la habitación, detrás del tabique, Zínochka, a la que yo mismo había contagiado, no había justificado mis esperanzas, pues había conservado ese mismo aspecto exaltado y por tanto asexuado que tenía cuando decía: «¡Ah, qué maravilloso!». Desnuda, acariciaba mis mejillas y exclamaba: «Querido, cariño», con una voz en la que resonaba una ternura infantil, pueril —ternura que no obedecía a la coquetería, sino que provenía del alma— que me avergonzaba, impidiéndome manifestar lo que erróneamente suele llamarse desvergüenza, ya que el encanto principal y más intenso de la depravación humana no consiste en la ausencia de vergüenza, sino en su superación. Sin saberlo, Zínochka impedía a la bestia dominar al hombre; por eso, sintiendo insatisfacción y enfado, definía todo el incidente con una palabra: innecesario. Pensaba y sentía que había sido innecesario contagiar a esa muchacha, pero no lo decía como si hubiera cometido un acto horrible, sino al contrario, como si en cierto modo me hubiera sacrificado, esperando alcanzar a cambio un placer que no había recibido.
Sólo cuando Zínochka se encontraba ya en la puerta y guardaba cuidadosamente, para no perderlo, un trozo de papel con mi supuesto nombre y el primer número de teléfono que me vino a la cabeza, sólo cuando se despidió, me dio las gracias y empezó a alejarse de mí, sólo entonces, una voz interior —pero no aquella presuntuosa e insolente que en mis ensoñaciones, cuando estaba tumbado en el sofá, dirigía mentalmente hacia el mundo exterior, sino otra serena y benigna que sólo conversaba y trataba conmigo mismo— dijo con amargura dentro de mí: «Eh, tú, has destruido a esa joven. Mira, ya se va esa muchacha. ¿Recuerdas cómo decía: “¡Ah, querido mío!”? ¿Por qué la has destruido? ¿Qué te había hecho? ¡Eh, tú!».
Qué asombro causa contemplar cómo se aleja para siempre la espalda de una persona ofendida injustamente. Hay en ella una suerte de humanidad, de impotencia, de debilidad triste que reclama piedad, que os llama, que tira de vosotros. En la espalda de una persona que se aleja hay algo que recuerda las injusticias y las ofensas sobre las que habrá que volver una y otra vez, que evoca la necesidad de despedirse de nuevo, y de hacerlo deprisa, inmediatamente, porque la persona se va para siempre, dejando tras ella un gran dolor, que seguirá atormentándonos durante mucho tiempo y que quizá en la vejez no nos permita dormir por las noches. La nieve caía de nuevo, pero ya seca y fría; el viento sacudía los faroles y en el bulevar las sombras de los árboles se agitaban armoniosamente como penachos. Hacía tiempo que Zínochka había doblado la esquina y había desaparecido, pero una y otra vez la hacía regresar con mi imaginación, la dejaba ir hasta la esquina, contemplaba cómo se alejaba y la hacía revolotear de nuevo hacia mí, por alguna razón siempre de espaldas. Cuando finalmente, rozando por casualidad el bolsillo, tintinearon sus diez monedas de plata no utilizadas, recordé sus labios y su voz cuando dijo: «Me ha llevado mucho tiempo reunirlas; dicen que traen suerte»; en ese momento sentí como un latigazo en mi infame corazón, un latigazo que me impulsó a correr en busca de Zínochka, a correr por la nieve profunda en ese estado lacrimoso y débil que se experimenta cuando se corre detrás del último tren ya en marcha, sabiendo que es imposible alcanzarlo.
Esa noche estuve un buen rato vagando por los bulevares. Esa noche me prometí conservar durante toda mi vida las monedas de plata de Zínochka. Nunca volví a verla. Moscú es una ciudad muy grande y en ella vive mucha gente”.
lunes, 24 de abril de 2017
Fragmento. Inédito. Novela. BELFEGOR O LA IRA DEL DIABLO.
(Novela. Fragmento. PRINCIPIOS NOCTURNOS. J. Méndez-Limbrick-).
–Acepto –dije sin titubear, aunque por dentro tenía temor y a la vez creía que soñaba por lo que acontecía en el auditorium.
–¡Lo sabía, lo sabía! ¡Viva! –exclamó lleno de júbilo el emisario del Maligno que se hacía llamar Lord Rutland–. Venga, acérquese, firme acá –y sin saber de dónde, tenía entre sus manos un documento viejo y amarillento como el texto de Marlowe que me obsequiaba. Al firmar, el espíritu infernal pasó su mano por mi nuca y me sentí desfallecer, sentí que la muerte me visitaba, que llegaba hasta mí y que recorría todas las células de mi ser, se inoculaba en mí como una enfermedad. Me ardía la nuca una vez que retiró su mano y empecé a sentir una leve erupción en mi piel. Agregó–: no se preocupe, joven Byron Deford, no se preocupe, este absceso que se le hará en los próximos cinco días es parte del pacto. Es un absceso que estará con usted mientras dure la relación, su relación con mi Señor. Y mientras usted esté creando su obra allí estará. Repito, al quinto día el absceso será un ojo y lo tendrá en la frente cuando trabaje en su obra. Usted se lo pondrá en su frente para escribir. Será su tercer ojo–. Sentí asco a lo comentado pero ya estaba hecho el trato. ¿Qué era un absceso-ojo por la creación literaria, la inmortalidad como escritor, la fama, ser el mejor entre los mejores de escritores de mi generación? ¡Muy poco! –Por último, le presento desde ahora a sus 7 secretarios–. Y como tratándose de una representación teatral fueron saliendo de un lado del escenario uno por uno. El primero en aparecer fue Aamón cc Fabiano Stirge, me hizo una reverencia y se quedó a pocos metros de Lord Rutland. Le siguieron: Adremelech cc Lord Ruthven, con su chaqué impecable, e igual que lo hiciera Aamón, saludó con respeto. Salió Esfría, de frac, sus gemelos se adivinaron en la camisa de puño francés: me hizo una genuflexión. Esfría dijo que en el mundo de los mortales se le conocía con el nombre de Conde Estruch. Pasó y al aparecer en el escenario se disculpó con grave y hermoso acento británico: era Goodfellow de enorme cabeza cc desde la Edad Media con el nombre de Gorgus Black. Malfas, de levita, estaba recorriendo con apuro el escenario. Dijo que en el mundo de los mortales se le conocía como Onofre de Dip. Nergal comentó algo entre dientes a su hermano cc Lord Rutland y disculpó su tardanza que en verdad no la entendí. Agregó que era cc Gilles II Barón de Rais pero que, no era tan perverso como al hombre que él le usurpaba su patronímico. Y por último, salía Belfegor, de esmoquin, de monóculo, al saludarme su ojo flamígero relampagueó en señal de agrado. Y las volutas de humo continuaron jugueteando por el auditorio, más luego se enredaron como ovillos a los pies de Lord Rutland, quien agregó–: bien, mi tarea está cumplida, pero antes de despedirme le diré mi nombre: soy Astaroth, Archiduque de los infiernos de Occidente... y recuerde, recuerde... este acertijo: ¿qué dijo la primera rana? Y las volutas de humo comenzaron a agrandarse, agrandarse, hasta que Astaroth desapareció en medio de una niebla. Y los 7 espíritus infernales y yo volamos, volamos por el cielo hasta una mansión en la campiña inglesa: ¡ya era de noche!
Stanley Smith Richard - Cinco Poetas Contemporaneos - Yeats Kavafis Trakl Apollinaire Sodergran
PRESENTACIÓN
Este libro contiene una selección de algunos de los más grandes poetas líricos
contemporáneos. Es sabido que la poesía lírica es uno de los géneros más antiguos
de la literatura, pero también uno de los que ha demostrado mayor flexibilidad
para los cambios que se producen a través de la transformación del
lenguaje, de las sociedades y de la visión del mundo que poseen los hombres
de distintas épocas. De allí la fresca perdurabilidad de la poesía a través de la
historia del mundo cuando los ejemplos de otros géneros se revelan con frecuencia
caducos. El poema de amor de Safo es tan eterno como el fuego, el
agua o el aire. Vemos, sin embargo, que otros poemas épicos, dramas o novelas
se han eclipsado irremediablemente. ¿Qué conserva la poesía contemporánea
de ese instinto primordial? Probablemente la simplicidad de lo verdadero.
¿Cómo caracterizarla? La respuesta quizá sea una de las tareas más difíciles
ante la que se enfrentan los críticos literarios. Porque es difícil su escritura, ardua
su concepción, oscuro su lenguaje, ambiguas sus intenciones. Los poetas
de este siglo han mostrado, además, un olímpico desdén por el aprecio popular.
El gran romántico inglés John Keats decía escribir sin pensar en el público
lector; en el caso de los poetas contemporáneos, estos apenas se han preocupado
si los lectores los entienden o no. Sin embargo, como bien dice Hugo
Friedrich, la lectura de estos poetas nos encanta antes de haberlos entendido
plenamente. Su tentativa ha sido retrotraerse a las fuentes originarias de la
poesía, pero se han adentrado también en caminos nunca antes recorridos por
los poetas precedentes. Han sabido, no obstante, recoger todas las enseñanzas,
aprender todos sus secretos, recuperar todas sus virtudes y mostrar también todo
su miedo al encontrarse frente a la página en blanco.
9
Es probable que las palabras de Kavafis en su carta a Pericles Anastiades resuman
la tentativa de los poetas de esta antología: "He intentado unir el lenguaje
hablado y el lenguaje escrito, y para conseguirlo he recurrido a toda mi
experiencia y a toda la intuición poética de que soy capaz: temblando, por así
decirlo, sobre cada palabra". Esta breve declaración quizá sea lo más sincero,
lúcido y sapiente que se ha escrito sobre el arte inmortal de la poesía porque
no olvida el contenido esencial que otorga la vida vaciada sobre la poesía así
como tampoco las dudas que acucian al poeta cuando hace uso de las palabras
para convertirla en poemas.
Así, la poesía se encuentra entre los logros más originales y substanciales con
que cuenta la literatura del siglo XX y muestra de ello es la presente selección.
Para esta antología, con excepción de las versiones de Konstantino Kavafis,
hemos recurrido a traducciones de reconocidos poetas peruanos que han permitido
generosamente la reproducción de sus textos. Cada poeta viene precedido
por breves páginas introductorias y al final del libro el lector encontrará
sendas cronologías sobre los poetas seleccionados y noticias sobre los poetastraductores
gracias a cuyo concurso se ha conformado este libro.
Lima, agosto de 1999
Richard Stanley-Smith
domingo, 23 de abril de 2017
(Fragmento. Novela. Mariposas Negras para un Asesino. 5 reimpresión. Premio UNA-Palabra 2004).
(Fragmento. Novela. Mariposas Negras para un Asesino. 5 reimpresión. Premio UNA-Palabra 2004).
(2)
Al igual que la primera vez, el cuarto de don Julián estaba en la semipenumbra. No tuve necesidad decir que estaba allí. Antes de ingresar don Julián exclamó:
-¿Se imagina usted, querido don Henry, si pudiéramos gobernar el Tiempo a nuestro capricho y antojo cuánto pudiéramos hacer y no hacer? ¿¡Qué maravilloso sería!?
E inmediatamente sin darme ningún respiro para que yo pudiera acercarme a su cama don Julián exclamó:
-Tome asiento, don Henry. He preparado todo, y cuando digo TODO es todo para que usted se sienta a las mil maravillas. No se moleste en estrechar la mano de este anciano- acentuó don Julián con voz enérgica y casi como un mandato-.
Mire ahí le he puesto el carrito con algunas bebidas para que no se le seque la garganta querido don Henry. Porque supongo que usted tiene muchas, muchas preguntas que hacerme. Y ahí está en la misma cabecera del carrito su whisky, porque no crea que se me ha olvidado que usted toma esa bebida inventada por un italiano, el mismo que está pensando: Justerini. ¿Qué ironía no? Una de las bebidas más apreciadas por los ingleses y es un producto italiano.
(No tenía opción y como la primera vez, me quedaba yo en la luz y don Julián en la semipenumbra del cuarto. Estratégicamente, el hombre había colocado unas antiguas y enormes lámparas de pie cerca de donde me sentaba y formaban un cerco de luz a mi alrededor produciendo cierta ceguera visual hacia el lado de mi interlocutor).
-Don Julián, pronuncié acomodándome en uno de los sillones a varios metros de su cama.
-Caballero don Henry, qué gusto tenerlo en mi casa... que es la suya.
-Don Julián –comencé a decir a la voz, al ser incorpóreo en los instantes que tomaba el vaso con wishky- disculpe la molestia ... pero...
-Ahhh, querido don Henry, no hay pero que valga. Usted está aquí y eso es lo que vale. No se justifique. Si sentía el imperativo de venir pues... bien. Así sea. He oído y he sabido por terceras personas que usted ha realizado enormes esfuerzos por regresar otra vez acá a mi casa... que le ha sido infructuoso... hasta que se ha dado por vencido y... pidiendo el auxilio de mis queridísimos “entenados” usted está aquí.
(A este punto don Julián Casasola Brown hizo un impasse, para continuar. )
Estos dos muchachos que como perros guardianes han hecho todo lo posible de mantener mi privacidad, porque yo así se los he pedido. Me desagrada la vulgaridad de las personas, de la gente en general. De ahí que nadie me visita... ahora... pero... dígame don Henry, estoy para ayudarle... no vaya a suceder que usted regrese con las manos vacías, sin ninguna información.
-En verdad no puedo ser hipócrita, y debo ser lo más sincero con usted, de lo que he sido con las demás personas que me están ayudando en esta investigación. Don Julián deseo preguntarle...
sábado, 22 de abril de 2017
(Fragmento inédito. Novela: PRINCIPIOS NOCTURNOS).
(Fragmento inédito. Novela: PRINCIPIOS NOCTURNOS). J. Méndez Limbrick.
"Confieso que el bastón vibró con poca fuerza en el tiempo que estuvimos en la embajada. El Literómetro hacía una labor excepcional pero muy discreta. Su débil vibrato me confirmaba lo hablado con Belfegor. Es cierto que no podía, en medio de las presentaciones de escritores, académicos, poetas, preguntar a Belfegor de quiénes se trataban aquellas personas en verdad y por qué no vibraba el bastón aunque aquellos escritores se pavoneaban como si ya la semana siguiente fueran a ser los ganadores de los Premios Cervantes o del Nobel de Literatura. No fue sino que, llegando a la Rutland-Hall de Barrio Amón y estando ambos en el scriptorium, Belfegor preguntó:
–Su señoría, espero que el Literómetro le haya servido. Porque en verdad es un Literómetro y no un bastón. Finge ser bastón pero es un Literómetro. Digo que “finge” porque está vivo. Posee forma de bastón pero es un ser pensante, viviente, su alimento es la literatura. Basta con ponerlo en un grupo de libros y de inmediato absorbe sus conocimientos. ¡No creo que nadie sepa tanto de Literatura en el mundo como este ser excepcional, de este espíritu encerrado en el bastón y que yo le he llamado Literómetro! Ha estado conmigo desde siglos atrás leyendo y leyendo. Desde que me otorgaron el título de Belfegor el Retórico, ha estado conmigo, juntos hemos recorrido la Historia Literaria Universal –aseguró Belfegor. Hizo una pausa y agregó–: Es un demonio menor porque su verdadera y única función es esa: la lectura, atrapar el Conocimiento Literario, no más. De ahí que sea un demonio menor porque la verdadera labor demoníaca –el de tentar a los hombres– no está en él. Es decir... su función cardinal es dar testimonio de cuanta persona se acerca y declararla como un verdadero escritor o por el contrario, desenmascararla y desenmascarar su literatura como una pobre literatura, jejeje. Y vive allí... en ese bastón...no puede hablar, no puede salir, confinado eternamente a su espacio de madera y plata, jejeje. Cómo se dio esa situación y su confinamiento en el Literómetro... su señor... recuérdeme más adelante que le cuente la historia, hoy no pero recuérdeme que le narre esta historia, es una historia bastante curiosa, jejeje. –Y Belfegor por segunda o tercera vez dejó de hablar. Yo no dije ni comenté nada a la extraña historia que a medias me contaba del Literómetro. Sentía una extraña sensación a las últimas palabras de Belfegor y la historia del Literómetro y su condena a un espacio físico tan reducido. Agregó Belfegor con burla–: ¡Espero que el hormigueo de la mano y por el vibrato del Literómetro se le haya terminado jejeje!
Pues a decir verdad vibró con mezquindad, se mantuvo con una gran calma, pasivo, inerte, estático, yacente.
No dejé de pensar en las últimas palabras de Belfegor. Sentía un enorme respeto cuando me aseguró que el Literómetro no era un simple bastón vibratorio sino que dentro de él existía vida, la vida de un demonio".
viernes, 21 de abril de 2017
MEMPO GIARDINELLI EL GÉNERO NEGRO ORÍGENES Y EVOLUCIÓN DE LA LITERATURA POLICIAL Y SU INFLUENCIA EN LATINOAMÉRICA. James Cain: El tercer hombre
James Cain: El tercer hombre
James Mallahan Caín (1892-1977) puede ser considerado, junto con Hammett y con Chandler, uno de los tres fundadores de la moderna novela negra.
De vida intensa y azarosa, cantante de ópera frustrado pero de sólidos conocimientos musicales, fue periodista en varios medios importantes de los Estados Unidos, y llegó a ser uno de los guionistas más destacados de Hollywood. Tuvo una larga vida (falleció a los 85 años de edad) y dejó una muy profunda huella en el género. Sobre todo desde su primera y para muchos insuperada novela El cartero siempre llama dos veces, verdadero clásico negro que fue llevado al cine en cuatro oportunidades desde su primera edición en 1934 y que puede ser considerada una de las obras fundacionales del género, equiparable en importancia a Cosecha roja o a cualquiera de las novelas de Chandler. Particularmente porque inaugura una de las vertientes más impactantes de la novelística negra: el punto de vista del criminal.
El cartero... narra la historia del frío y calculador Frank Chambers, quien se asocia pasionalmente con una mujer asombrosa, Cora, para matar al marido de ésta, un griego-americano ambicioso y bonachón: Nick Papadakis. Historia de pasión, violencia y traiciones, la tensión narrativa que en este texto logra Cain es ejemplar. Se diría que es una novela que tiene tensión e intensidad de cuento: la clase de texto que no se puede leer sino de una sentada y que deja el lector perturbado y con la boca reseca. Y es que en esas páginas, como dice Juan Martini en la presentación a la edición de Bruguera, queda claro que “no hay escapatoria del destino social, del rol que el sistema nos asigna según nuestra historia y según sus intereses”.
Pero no fue solo esta obra la que catapultó a la fama a Cain, quien fue además un reconocido guionista de Hollywood entre 1930 y 1947. En el período inmediatamente posterior a su arribo a los estudios cinematográficos, escribió lo mejor de su obra: a El cartero siempre llama dos veces le siguieron Pacto de sangre (1936) [83]; Una serenata (1937) [84]; El estafador [85] (1939) y Mildred Pierce (1941) [86]. Estas cinco novelas son las más logradas de Cain, las de su mejor período creativo, y en ellas se aprecia el narrador excepcional que fue: frío observador de triángulos amorosos y eximio conocedor de las pasiones humanas. Todas ellas son novelas carentes de detectives, los que cuando aparecen simplemente siguen el accionar de los personajes, casi todos seres mediocres y ambiciosos a los que el destino zarandea despiadadamente. Con un estilo seco, duro, de frases cortas y diálogos asombrosamente reales (alguna vez fueron calificados en Hollywood como “extremadamente brutales”), Cain fue el más digno contemporáneo de Hammett y Chandler.
En ese período de su obra, ha escrito Martini en su artículo “Moral por moral”, que sirve de presentación a El estafador, esas novelas “representan una trayectoria creativa de inolvidables aciertos, y alcanzan —en más de una ocasión— una belleza huidiza, una poesía vibrante, una capacidad de perturbación que, sustentadas en la violencia y el suspenso, crearon un estilo inconfundible y señalaron, con inapelable intuición, rumbos definitivos para la por entonces recién nacida novela negra”.[87]
Después del éxito de El cartero..., Cain se consolidó con otra obra que, llevada al cine, también devino clásico: Pacto de sangre —dirigida por Billy Wilder, con guión de Raymond Chandler y protagonizada por Fred McMurray, Barbara Stanwick y Edward G. Robinson. En esta novela, una vez más Cain coloca al crimen en el medio de un triángulo amoroso: el agente de seguros Walter Huff y la irresistible y seductora señora Nirdlinger entablan una relación irreparable en la que el cinismo y la crueldad parecen no tener límites. Los diálogos de Chandler, por cierto, son espectaculares.
Lo grande de la literatura de Cain parece estar en los climas que logra. Su violencia es casi naive: siempre aparenta un grado de casualidad que resulta asombroso porque combina —con incomparable eficacia— lo increíble con lo verosímil. Sus novelas carecen de sanguinolencias obvias y de bajos recursos; la suya es una violencia sutil, basada en la economía del lenguaje y en la acidez y fuerza de sus diálogos. El lector va sintiéndose involucrado poco a poco, merced a la perfecta construcción, el ritmo y el realismo de las situaciones.
Eso es lo que sucede, por ejemplo, con El estafador, historia en la que un empleado bancario de Los Ángeles organiza un original sistema para quedarse con ahorros de los clientes. Su mujer —un personaje inolvidable llamado Sheila— enloquece de pasión al supervisor Bennett, quien descubre el enredo pero también las desavenencias matrimoniales. El triángulo queda otra vez establecido, y aunque de las novelas de Cain probablemente sea ésta la de desenlace más débil, los ardores textuales y la ambición impiden hasta el final saber exactamente quién estafa a quién.
Una serenata es quizás la más lograda de todas las novelas de Cain. Sin dudas es la más profunda en cuanto a la indagación interior de los personajes, al punto que se constituye en un ejemplo narrativo de análisis psicológico. Transcurre casi totalmente en México, y traza el recorrido de un tenor en decadencia, de singular ambivalencia sexual (ama a una mexicana morena y hermosa pero no consigue olvidar una antigua experiencia homosexual), quien se sumerge en lo más rudo de sus propias miserias interiores. Hay en esta obra un nivel reflexivo no habitual en la literatura policiaca (no habitual en la Literatura, podría decirse), una delicadeza asombrosa en el planteamiento de la homosexualidad y un manejo del crimen casi exquisito. El arte taurino no está ausente de la trama, acaso porque esta novela es también un estudio sobre las obsesiones artísticas. La pasión del personaje por la ópera (aquí hay que recordar que el propio Cain fue un tenor frustrado y su madre había sido una famosa contralto) lo lleva a la destrucción de todo vestigio de su arte y, por ende, de su vida.
De Una serenata ha escrito el escritor italiano Elio Vittorini: “Los hechos, un delito, un crimen o lo que fuere, aparecen siempre como extremadamente inocentes, frescos y ligeros en su falsa inocencia. Es como si Cain ignorara que los hombres poseen, desde hace mucho tiempo, nombres para todo lo que hacen o sienten. Como si ignorara que se puede llamar a un hombre, por sus acciones, ladrón, asesino o criminal. Su tono es casi de estupor frente a los acontecimientos, pero ese estupor, con su aparente frescura, es terriblemente perverso y nunca ingenuo”. [88]
En cuanto a Mildred Pierce (titulada en Argentina El suplicio de una madre), no es una novela policiaca pero se inscribe perfectamente en la línea dura del análisis crítico de la sociedad norteamericana de los tiempos posteriores a la Gran Depresión. Es en este sentido que cabe, como toda la obra de Cain, en el género negro. La novela desarrolla un interesantísimo, fascinante estudio psicológico de una mujer californiana, dueña de una ambición blindada, que rehace su vida a partir de 1931 y lo hace a cualquier precio. Hay un seguimiento cronológico lineal de sus relaciones amorosas, comerciales y amicales, para desembocar en la constitución de una típica familia americana banalizada y sin más objetivo que la figuración social y el dinero.
Un año después de la edición de Mildred Pierce (o sea en 1942) Cain publicó El simulacro del amor, una novela que carece de la fuerza de las anteriores y que significó de hecho su última producción específicamente negra. Es la historia de un trepador, Ben Grace, que se ve envuelto en una serie de traiciones, vínculos con el hampa y —una vez más— típicos tríos amorosos. [89]
A partir de entonces, puede afirmarse que la producción de Cain se ablandó notablemente. Desaparecieron la violencia y el crimen de sus textos, y se dedicó al romance costumbrista, acaso exigido por el éxito que tenían sus libros, pues por entonces Cain ya era considerado como uno de los hitos vivientes de la literatura norteamericana.
De todos modos volvió al género algunos años después, en 1975, con Rainbow's End, en castellano Al final del arco iris [90]. Es ésta una novela bastante débil —la historia de un joven que vive con su madre en un paraje de Ohio, donde cae un avión que ha sido secuestrado por un tipo que tiene cien mil dólares y a una azafata como rehén— que no tuvo la repercusión de sus obras iniciales.
A comienzos de los años 80 del siglo pasado, cuando Cain estaba en el ocaso de su vida literaria, apareció en los Estados Unidos una bien documentada biografía suya escrita por Royy Hoopes. [91] Este libro pareció destinado a ser tan importante como la biografía que de Chandler escribiera Frank MacShane, y permitió profundizar en la vida de este notable y contradictorio escritor que alguna vez fue definido por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares como “tal vez el más genuino representante de la escuela norteamericana de tough writers, quien sobresale en la invención y descripción de caracteres brutales y de situaciones de apasionada violencia".
En un artículo de la revista norteamericana The Nation, del 12 de marzo de 1983, el crítico Gary Giddins ubica a Cain como "parte indeleble de la historia literaria norteamericana”. Dice que el éxito logrado por Cain en 1934, cuando tenía 42 años, "carece virtualmente de precedentes en los anales de los best-sellers" y permitió considerarlo, para siempre, como el más importante autor de la Gran Depresión (donde se lo puede ubicar junto a autores de la talla de Steinbeck, Fitzgerald y otros).
Cain escribió un total de dieciocho novelas y según su biógrafo fue un hombre bastante envanecido por el éxito, primero como periodista (trabajó en el diario The Sun de Baltimore y el American Mercury, y también colaboró en las más prestigiosas revistas literarias, entre ellas World, New Yorker y The Atlantic Monthly) y luego como escritor consagrado.
Nacido en Annapolis, Maryland, su padre era presidente de un colegio universitario y su madre una ex cantante de ópera. Él mismo fue un fanático de la lírica, a la que nunca pudo dedicarse, en parte porque desde que llegó a Nueva York se vinculó a uno de los zares periodísticos de la época (Walter Lippmann) quien contribuyó a consagrarlo como uno de los mejores editorialistas de los años 20. Antes había combatido en la Primera Guerra Mundial, durante la cual fue editor de la revista de su regimiento: The Lorraine Cross.
En 1930 llegó a Hollywood, contratado como scriptwriter (guionista). Allí se quedó diecisiete años y ahí fue donde Alfred Knopf (uno de los más importantes editores norteamericanos) aceptó a regañadientes su primera novela, la misma que lo haría famoso y que ayudaría a llenar las cuentas bancarias de la Editorial Knopf.
Bebedor asiduo, Cain se casó cuatro veces y jamás dejó de escribir por lo menos cinco horas diarias. El éxito le permitió dedicarse exclusivamente a la literatura, pero solo a partir de sus 56 años. Eso fue en 1948, cuando se casó por cuarta vez (naturalmente, dada su obsesión operística, con la soprano Florence Macbeth) y volvió a su Maryland natal. Ya tenía dinero y la decisión de no hacer nada más que escribir; y estaba desilusionado de Hollywood, donde había intentado crear una especie de sindicato de escritores. Paradójicamente, opina Giddins, “nunca más fue capaz de escribir un buen libro”.
La “Biografía” de Hoopes se detiene en esta época de la vida de Cain, en una vasta recopilación de cartas y en el rescate de sus memorias inéditas. Ahí parece quedar en evidencia el desorden interior de este autor que vendía millones de ejemplares pero que casi siempre estaba endeudado y falto de dinero. Entre los datos curiosos de esta biografía figura el de que buena parte de sus guiones en Hollywood los escribió en colaboración con Daniel Mainwaring, seudónimo de Geoffrey Homes, otro de los buenos autores del género negro.
Paradójicamente, cuando abandonó el género negro y su literatura se volvió “seria”, la obra de Cain perdió el vigor original. Juan Martini ha opinado que “los devaneos del éxito precipitaron la producción de Cain hacia un declive quizás no tan pronunciado como intrascendente”. Lo cual no quita que su ciclo negro —aquellas cinco primeras, memorables novelas—, alcance para sostenerlo para siempre como uno de los tres más grandes escritores del género.
miércoles, 19 de abril de 2017
MEMPO GIARDINELLI EL GÉNERO NEGRO ORÍGENES Y EVOLUCIÓN DE LA LITERATURA POLICIAL Y SU INFLUENCIA EN LATINOAMÉRICA
ADDENDA A LOS APUNTES SOBRE LA NOVELA DE MISTERIO (EXTRACTOS)
1.-La perfecta historia detectivesca no puede ser escrita. El tipo de mente que pueda desarrollar un problema perfecto no es el tipo de mente que pueda producir el trabajo artístico de la escritura.
2.-El camino más efectivo para concebir un simple misterio es hacerlo detrás de otro misterio. Pero eso es prestidigitación literaria. Esto es volver loco al lector, a lo Christie, haciéndolo resolver un problema equivocado.
3.-Se ha dicho que "a nadie le importa el cadáver". Pero esto es palabrería. Significa tirar a la basura un elemento valioso. Es como decir que la muerte de tu tía no te importa más que la muerte de un desconocido.
4.-Los diálogos petulantes y pretenciosos nunca son agudos.
5.-Un misterio seriado no puede hacer una buena novela de misterio. Las novelas por entregas basan su éxito en que el lector no puede leer el siguiente capítulo enseguida. En forma de libro, estos cortes dan el efecto de un falso suspenso e irritan al lector.
6.-Los asuntos amorosos siempre debilitan una novela de misterio, porque si se ha creado suspenso esto es antagónico y no complementario para resolver el problema. Los asuntos amorosos que interesan a este trabajo son aquellos que complican el problema porque agregan dudas al detective, pero los cuales al mismo tiempo uno como lector siente que no sobrevivirán a la historia. Un verdadero buen detective nunca se casa; él ha perdido las esperanzas y eso es parte de su encanto.
7.-El hecho de que el amor interese en las grandes revistas y en los guiones cinematográficos no hace que esto sea artístico. Las revistas no se interesan por los cuentos de misterio como un arte; no se interesan por ninguna escritura como arte.
8.-El héroe de las historias policiacas es el detective. Todo hace a su personalidad. Si su detective no tiene personalidad, usted creó uno muy pequeño. Y así tendrá muy pocas buenas historias de misterio. Naturalmente.
9.-El criminal nunca puede ser el detective. Esta es una vieja regla. Por esta razón: el detective por tradición y definición es el buscador de la verdad. Y es una amplia garantía para el lector que el detective siempre esté en su lugar.
10.-La misma imposición debe aplicarse en las historias en primera persona en que el narrador es el criminal. Personalmente, creo que las narraciones en primera persona pueden ser acusadas de deshonestidad, porque posibilitan la supresión del razonamiento del detective al tiempo que solo dan cuenta de sus palabras y actos. El detective toma decisiones que no se dan a conocer al lector: dice los hechos pero no explica lo que esos hechos producen en su mente. ¿Es esto una convención permisible o es fraude? Para mí es fraude, porque el lector debe llegar al desenlace junto con el detective.
11.-El asesino nunca debe ser un loco. El asesino no es tal si no ha cometido asesinato en el sentido legal.
12.-Hemos dicho que no hay posibilidad de perfección absoluta en las obras de misterio. Por la razón que dimos en la primera nota y por otra: la actitud del lector consigo mismo. Hay lectores de todas clases y de muchos niveles de cultura: está el adicto al enigma, que establece una competencia entre su agudeza y la del escritor, y si él adivina la solución se siente ganador; está el lector que solo se interesa en sus sensaciones de sadismo, crueldad, sangre y muerte (algo de esto hay en todos); una tercera clase es el lector “preocupado-por-los-personajes", al que no le preocupa mucho la solución; la cuarta clase es la más importante, y es el intelectual literario que lee estas novelas porque éstas son casi las únicas clases de ficción que no le quedan grandes. Estos lectores saborean el estilo, las caracterizaciones, los vaivenes de la trama y demás virtuosidades mucho más que la solución. Pero usted no puede satisfacer a todos los lectores. Yo, como lector, casi nunca trato de encontrar la solución al misterio. Simplemente, no considero importante la lucha entre el escritor y el lector. Para ser franco, creo que esa lucha es un entretenimiento para tipos de mentalidad inferior.
13.-Se ha sugerido que toda ficción depende, en cierta forma, del suspenso. Pero la técnica del suspenso es una cualidad del escritor. Responde más bien a esa curiosa dualidad psicológica en la mente del lector, que le permite preocuparse por lo que hay escondido detrás de la puerta pero a la vez sabiendo que el héroe o la heroína no morirán. ¿Qué es lo que crea este efecto? De las muchas posibles razones, yo sugiero dos: la inteligencia y las emociones funcionan en niveles distintos. La reacción emocional ante las imágenes visuales y los sonidos, o las evocaciones ante las descripciones literarias, son independientes del razonamiento. El primitivo elemento del miedo nunca está lejos de la superficie de nuestros pensamientos; cualquier cosa que lo llame puede derrotar a la razón por un rato. La otra razón es que en cualquier tipo de literatura u otras proyecciones la parte siempre es más determinante que el todo. La escena que el lector tiene ante sus ojos es la que domina sus pensamientos. Es al final que el libro, visto como un todo, será recordado y considerados sus méritos, pero durante la lectura el factor dominante es el capítulo.
martes, 18 de abril de 2017
JORGE LUIS BORGES. Sur, Buenos Aires, Año I, N° 4, primavera de 1931.
NUESTRAS IMPOSIBILIDADES
Esta fraccionaría noticia de los caracteres más inmediatamente afligentes del argentino, requiere una previa limitación. Su objeto es el argentino de las ciudades, el misterioso espécimen cotidiano que venera el alto esplendor de las profesiones de saladerista o de martiliero, que viaja en ómnibus y lo considera un instrumento letal, que menosprecia a los Estados Unidos y festeja que Buenos Aires casi se pueda hombrear con Chicago homicidamente, que rechaza la sola posibilidad de un ruso incircunciso y lampiño, que intuye una secreta relación entre la perversa o nula virilidad y el tabaco rubio, que ejerce con amor la pantomima digital del serióla, que deglute en especiales noches de júbilo, porciones de aparato digestivo o evacuativo o genésico, en establecimientos tradicionales de aparición reciente que se denominan parrillas, que se vanagloria a la vez de nuestro idealismo latino y de nuestra viveza porteña, que ingenuamente sólo cree en la viveza. No me limitaré pues al criollo: tipo deliberado ahora de conversador matero y de anecdotista, sin obligaciones previas raciales. El criollo actual —el de nuestra provincia, a lo menos— es una variedad lingüística, una conducta que se ejerce para incomodar unas veces, otras para agradar. Sirva de ejemplo de lo último el gaucho entrado en años, cuyas ironías y orgullos representan una delicada forma de servilismo, puesto que satisfacen la opinión corriente sobre él... El criollo, pienso, deberá ser investigado en esas regiones donde una concurrencia forastera no lo ha estilizado y falseado —verbigracia, en los departamentos del norte de la República Oriental. Vuelvo, pues, a nuestro cotidiano argentino. No inquiero su completa definición, sino la de sus rasgos más fáciles.
El primero es la penuria imaginativa. Para el argentino ejemplar, todo lo infrecuente es monstruoso —y como tal, ridículo. El disidente que se deje la barba en tiempo de los rasurados o que en los barrios del chambergo prefiere culminar en galera, es un milagro y una inverosimilitud y un escándalo para quienes lo ven. En el sainete nacional, los tipos del Gallego y del Gringo son un mero reverso paródico de los criollos. No son malvados —lo cual importaría una dignidad—; son irrisorios, momentáneos y nadie. Se agitan vanamente: la seriedad fundamental de morir les está negada. Esa fantasmidad corresponde a las seguridades erróneas de nuestro pueblo, con tosca precisión. £50, para el pueblo, es el extranjero: un sujeto imperdonable equivocado y bastante irreal. La inepcia de nuestros actores, ayuda. Ahora, desde que los once compadritos buenos de Buenos Aires fueron maltratados por los once compadritos malos de Montevideo, el extranjero an sicb es el uruguayo. Si se miente y exige una diferencia con extranjeros irreconocibles, nominales ¿qué no será con los auténticos? Imposible admitirlos como una parte responsable del mundo. El fracaso del intenso film Hallelujah ante los espectadores de este país —mejor, el fracaso de los espectadores extensos de este país ante el film Hallelujah— se debió a una invencible coalición de esa incapacidad, exasperada por tratarse de negros, con otra no menos deplorable y sintomática: la de tolerar sin burla un fervor. Esa mortal y cómoda negligencia de lo inargentino del mundo, comporta una fastuosa valoración del lugar ocupado entre las naciones por nuestra patria. Hará unos meses, a raíz del lógico resultado de unas elecciones provinciales de gobernador, se habló del oro ruso; como si la política interna de una subdivisión de esta descolorida república, fuera perceptible desde Moscú, y los apasionara. Una buena voluntad megalomaníaca permite esas leyendas. La completa nuestra incuriosidad efusivamente delatada por todas las revistas gráficas de Buenos Aires, tan desconocedoras de los cinco continentes y de los siete mares como solícitas de los veraneantes costosos a Mar del Plata, que integran su rastrero fervor, su veneración, su vigilia. No solamente la visión general es paupérrima aquí, sino la domiciliaria, doméstica. El Buenos Aires esquemático del porteño, es harto conocido: el Centro, el Barrio Norte (con aséptica omisión de sus conventillos), la Boca del Riachuelo y Belgrano. Lo demás es una inconveniente Cimeria, un vano paradero conjetural de los revueltos ómnibus La Suburbana y de los resignados Lacroze.
El otro rasgo que procuraré demostrar, es la fruición incontenible de los fracasos. En los cinematógrafos de esta ciudad, toda frustración de una expectativa es aclamada por las venturosas plateas como si fuera cómica. Igual sucede cuando hay lucha: jamás interesa la felicidad del ganador, sino la buena humillación del vencido. Cuando, en uno de los films heroicos de Sternberg, hacia un final ruinoso de fiesta, el alto pistolero Bull Weed se adelanta sobre las serpentinas muertas del alba para matar a su crapuloso rival, y éste lo ve avanzar contra él, irresistible y torpe, y huye de la muerte visible —una brusca apoteosis de carcajadas festeja ese temor y nos recuerda el hemisferio en que estamos. En los cinematógrafos pobres, basta la menor señal de agresión para que se entusiasme el público. Ese disponible rencor tuvo su articulación felicísima en el imperativo ¡sufra!, que ya se ha retirado de las bocas, no de las voluntades. Es significativa también la interjección ¡toma!, usada por la mujer argentina para coronar cualquier enumeración de esplendores —verbigracia, las etapas opulentas de un veraneo—; como si valieran las dichas por la envidiosa irritación que producen. (Anotemos —de paso— que el más sincero elogio español es el participio envidiado.) Otra suficiente ilustración de la facilidad porteña del odio la ofrecen los cuantiosos anónimos, entre los que debemos incluir el nuevo anónimo auditivo, sin rastros: la afrentosa llamada telefónica, la emisión invulnerable de injurias. Ese impersonal y modesto género literario, ignoro si es de invención argentina, pero sí de aplicación perpetua y feliz. Hay virtuosos en esta capital que sazonan lo procaz de sus vocativos con la estudiosa intempestividad de la hora. Tampoco nuestros conciudadanos olvidan que la suma velocidad puede ser una forma de la reserva y que las injurias vociferadas a los de a pie desde un instantáneo automóvil quedan generalmente impunes. Es verdad que tampoco el destinatario suele ser identificado y que el breve espectáculo de su ira se achica hasta perderse, pero siempre es un alivio afrentar. Añadiré otro ejemplo curioso: el de la sodomía. En todos los países de la tierra, una indivisible reprobación recae sobre los dos ejecutores del inimaginable contacto. Abominación hicieron los dos; su sangre sobre ellos, dice el Levítico. No así entre el malevaje de Buenos Aires, que reclama una especie de veneración para el agente activo—porque lo embromó al compañero. Entrego esa dialéctica fecal a los apologistas de la viveza, del alacraneo y de la cachada, que tanto infierno encubren.
Penuria imaginativa y rencor definen nuestra parte de muerte. Abona lo primero un muy generalizable artículo de Unamuno sobre La imaginación en Cocbabamba; lo segundo, el incomparable espectáculo de un gobierno conservador, que está forzando a toda la república a ingresar en el socialismo, sólo por fastidiar y entristecer a un partido medio.
Hace muchas generaciones que soy argentino; formulo sin alegría estas quejas.
Sur, Buenos Aires, Año I, N° 4, primavera de 1931.
domingo, 16 de abril de 2017
CHARLES BAUDELAIRE EDGAR A. POE: SU VIDA Y SUS OBRAS.
CHARLES BAUDELAIRE
(PRIMERA ENTREGA).
EDGAR A. POE: SU VIDA Y SUS OBRAS
…algún maestro desventurado a quien la inexorable fatalidad ha perseguido encarnizada, cada vez más encarnizada, hasta que sus cantos no tengan más que un solo estribillo, hasta que los cantos fúnebres de su Esperanza hayan adoptado este melancólico estribillo: "¡Nunca! ¡Nunca más!"
(Edgar A. Poe: El cuervo.)
En su trono de bronce el Destino se burla,
de amarga hiel empapando su esponja,
y la Necesidad es para ellos tenaza.
(Théophile Gautier: Tinieblas.)
I
En estos últimos tiempos compareció ante nuestros tribunales un desdichado cuya frente estaba marcada por un raro y singular tatuaje. ¡Desafortunado! Llevaba él así encima de sus ojos la etiqueta de su vida, como un libro su título, y el interrogatorio demostró que aquel extraño rótulo era cruelmente verídico. Hay en la historia literaria destinos análogos, verdaderas condenas, hombres que llevan las palabras «mala suerte» escritas en caracteres misteriosos sobre las arrugas sinuosas de su frente. El ángel ciego de la expiación se ha apoderado de ellos y los azota con uno y otro brazo para ejemplo edificante de los demás. En vano su vida revela talento, virtudes, gracia: la sociedad tiene para ellos un anatema especial y acusa en ellos las lesiones que les ha causado. ¿Qué no hizo Hoffmann para desarmar al Destino, y qué no realizó Balzac para conjurar la fortuna? ¿Existe, pues, una Providencia diabólica que prepara la desgracia desde la cuna, que arroja con premeditación naturalezas espirituales y angélicas en medios hostiles, como a mártires en los circos? ¿Existen, pues, almas santas y destinadas al altar, condenadas a ir hacia la muerte y hacia la gloria a través de sus propias ruinas? La pesadilla de las Tinieblas, ¿asediará eternamente a esas almas elegidas? En vano se agitan, en vano se forman para el mundo, para sus previsiones y asechanzas; perfeccionarán la prudencia, taparán todas las salidas, acolcharán las ventanas contra los proyectiles del azar; pero el Diablo entrará por el agujero de la cerradura. Una perfección será la falla de su coraza, y una cualidad superlativa, el germen de su condenación.
Para romperla, el águila, desde lo alto del cielo,
sobre su frente al aire soltará la tortuga,
pues ellos deben perecer fatalmente.
Su destino está escrito en toda su contextura, brilla con siniestro resplandor en sus miradas y en sus gestos, circula por sus arterias con cada uno de sus glóbulos sanguíneos.
Un célebre escritor de nuestro tiempo ha escrito un libro para demostrar que el poeta no podía encontrar buen acomodo ni en una sociedad democrática ni en una aristocrática, no más en una república que en una monarquía absoluta o templada. ¿Quién ha sabido, pues, replicarle perentoriamente? Yo aporto hoy una nueva leyenda en apoyo de su tesis y añado un nuevo santo al martirologio; debo escribir la historia de uno de esos ilustres desventurados, demasiado rica en poesía y pasión, que ha venido, después de tantos otros, a hacer en este bajo mundo el rudo aprendizaje del genio entre las almas inferiores.
¡Lamentable tragedia la vida de Edgar Allan Poe! ¡Su muerte, horrible desenlace, cuyo horror aumenta con su trivialidad! De todos los documentos que he leído he sacado la convicción de que los Estados Unidos sólo fueron para Poe una vasta cárcel, que él recorría con la agitación febril de un ser creado para respirar en un mundo más elevado que el de una barbarie alumbrada con gas, y que su vida interior, espiritual, de poeta, o incluso de borracho, no era más que un esfuerzo perpetuo para huir de la influencia de esa atmósfera antipática. Implacable dictadura la de la opinión de las sociedades democráticas; no imploréis de ella ni caridad ni indulgencia, ni flexibilidad alguna en la aplicación de sus leyes a los casos múltiples y complejos de la vida moral. Diríase que del amor impío a la libertad ha nacido una nueva tiranía: la tiranía de las bestias, o zoocracia, que por su insensibilidad feroz se asemeja al ídolo de Juggernaut. Un biógrafo nos dirá seriamente —bienintencionado es el buen hombre— que Poe, de haber querido regularizar su genio y aplicar sus facultades creadoras de una manera más apropiada al suelo americano, hubiese podido llegar a ser un autor de dinero (a money making author). Otro —éste un cínico ingenuo—, que, por bello que sea el genio de Poe, más le hubiera valido tener sólo talento, ya que el talento se cotiza más fácilmente que el genio. Otro, que ha dirigido diarios y revistas, un amigo del poeta, confiesa que resultaba difícil utilizarle, y que se veía uno obligado a pagarle menos que a otros, porque escribía con un estilo demasiado por encima del vulgo. «¡Qué tufo a trastienda!», como decía Joseph de Maistre.
Algunos se han atrevido a más, y uniendo la falta de inteligencia más abrumadora de su genio a la ferocidad de la hipocresía burguesa, le han insultado a porfía, y después de su repentina desaparición, han vapuleado ásperamente ese cadáver; en especial, el señor Rufus Griswold, que, para aprovechar aquí la frase vengativa del señor George Graham, ha cometido así una infamia inmortal. Poe, experimentando quizá el siniestro presentimiento de un final repentino, había designado a los señores Griswold y Willis para ordenar sus obras, escribir su vida y restaurar su memoria. Ese pedagogo— vampiro ha difamado ampliamente a su amigo en un enorme artículo mediocre y rencoroso, que precisamente encabeza la edición póstuma de sus obras. ¿No existe, pues, en América una disposición que prohiba a los perros la entrada en los cementerios? En cuanto al señor Willis, ha demostrado, por el contrario, que la benevolencia y el decoro van siempre de consuno con el verdadero talento, y que la caridad con nuestros semejantes, que es un deber moral, es también uno de los mandamientos del gusto.
Hablad de Poe con un americano: confesará acaso su genio, y hasta puede que se muestre orgulloso de él; pero en tono sardónico, superior, que deja traslucir al hombre positivo, os hablará de la vida disoluta del poeta, de su aliento alcoholizado que hubiera ardido con la llama de una vela, sus hábitos de vagabundo. Os dirá que era un ser errante y heteróclito, un planeta desorbitado que rondaba sin cesar desde Baltimore a Nueva York, desde Nueva York a Filadelfia, desde Filadelfia a Boston, desde Boston a Baltimore, desde Baltimore a Richmond. Y si, con el corazón conmovido por esos preludios de una historia desconsoladora, dais a entender que tal vez no sea solamente culpable el individuo, y que debe de ser difícil pensar y escribir cómodamente en un país donde hay millones de soberanos —un país sin capital, hablando con propiedad, y sin aristocracia—, entonces veréis sus ojos desorbitarse y despedir rayos, la baba del patriotismo doliente subir a sus labios, y América, por su boca, lanzar injurias a Europa, su vieja madre, y a la filosofía de los antiguos días.
Repito que, por mi parte, he adquirido la convicción de que Edgar A. Poe y su patria no estaban al mismo nivel. Los Estados Unidos son un país gigantesco e infantil, envidioso, naturalmente, del viejo continente. Orgulloso de su desarrollo material, anormal y casi monstruoso, ese recién llegado a la Historia tiene una fe ingenua en la omnipotencia de la industria; está convencido, como algunos desdichados entre nosotros, de que acabará por tragarse al Diablo. ¡Tienen allá un valor tan grande el tiempo y el dinero! La actividad material, exagerada hasta adquirir las proporciones de una manía nacional, deja en los espíritus muy poco sitio para las cosas no terrenas. Poe, que era de buena casta —y que, por lo demás, declaraba que la gran desgracia de su país era no poseer una aristocracia racial, dado, decía él, que en un pueblo sin aristocracia el culto de lo Bello sólo puede corromperse, aminorarse y desaparecer; que acusaba en sus conciudadanos, hasta en su lujo enfático y costoso, todos los síntomas del mal gusto característico de los advenedizos; que consideraba el Progreso, la gran idea moderna, como un éxtasis de papanatas, y que denominaba los perfeccionamientos de la mansión humana cicatrices y abominaciones rectangulares—, Poe era allá un cerebro singularmente solitario. No creía más que en lo inmutable, en lo eterno, en el self-same, y gozaba —¡cruel privilegio en una sociedad enamorada de sí misma!— de ese grande y recto sentido a lo Maquiavelo que marcha ante el sabio como una columna luminosa a través del desierto de la Historia. ¿Qué hubiera pensado, qué hubiera escrito el infortunado, si hubiese oído a la teóloga del sentimiento suprimir el Infierno por amor al género humano, al filósofo de la cifra proponer un sistema de seguros, una suscripción de cinco céntimos por cabeza ¡para la supresión de la guerra y la abolición de la pena de muerte y de la ortografía, esas dos locuras correlativas!, y a tantos y tantos otros enfermos que escriben, «con la oreja inclinada hacia el viento», fantasías giratorias, tan flatulentas como el elemento que se las dicta? Si añadís a esta visión impecable de la verdad, auténtica dolencia en ciertas circunstancias, una delicadeza exquisita de sentidos a la que atormentaría una nota falsa, una finura de gusto a la que todo, excepto la exacta proporción, sublevara, un amor insaciable a lo Bello, que había adquirido la potencia de pasión morbosa, no os extrañará que para un hombre semejante la vida llegara a ser un infierno y que haya acabado mal; os admirará que haya él podido durar tanto tiempo.
Fuente:
Librodot.com
sábado, 15 de abril de 2017
ZAMA. Antonio di Benedetto.
Estando una ocasión en la Soda Guevara
(una sodita ubicada frente a la entrada principal de la Universidad de
Costa Rica, sodita hoy desaparecida y que, en mis años universitarios
frecuentábamos todos aquellos que nos iniciábamos como escritores), se
me acercó un amigo y me recomendó ZAMA, del escritor Antonio Di
Benedetto. !Una joya! El ritmo lento, pausado, las imágenes, el estilo
sin barroquismo de Di Benedetto me conmovieron y desde aquel momento soy
su más fiel seguidor y admirador.
Hoy deseo rendir un humilde homenaje a
este escritor no tan famoso como los escritores del boom pero, tan
grande como cualquiera de ellos. !Ya he comentado en otras oportunidades
que LA CRÍTICA LITERARIA DEL BOOM LATINOAMERICANO DESCALIFICÓ
INJUSTAMENTE a grandes escritores entre ellos a: MANUEL MUJICA LAÍNEZ,
ANTONIO DI BENEDETTO y otros más. Pienso, es hora que la NUEVA CRÍTICA
LITERARIA los coloque en un sitial de HONOR como se merecen.
***
(Fragmento. Novela. Zama).ZAMA
Antonio di Benedetto
1790 A las víctimas de la espera
Salí de la ciudad, ribera abajo, al encuentro solitario del barco que aguardaba, sin saber cuándo vendría.
Llegué hasta el muelle viejo, esa construcción inexplicable, puesto que la ciudad y su puerto siempre estuvieron dónde están, un cuarto de legua arriba.
Entreverada entre sus palos, se manea la porción de agua del río que entre ellos recae.
Con su pequeña ola y sus remolinos, sin salida, iba y venía, con precisión, un mono muerto, todavía completo y no descompuesto. El agua, ante el bosque, fue siempre una invitación al viaje, que el no hizo hasta no ser mono, sino cadáver de mono, El agua quería llevárselo y lo llevaba, pero se le enredó entre los palos del muelle decrépito y ahí estaba él, por irse y no, y ahí estábamos.
Ahí estábamos, por irnos y no.
Con ser tan mansa, cuidábame de la naturaleza de esta tierra, porque es infantil y capaz de arrobarme y en la lasitud semides-pierta me ponía repentinos pensamientos traicioneros, de esos que no dan conformidad ni, por tiempos, sosiego. Hacía que me diese conmigo en cosas exteriores, en las que, si a ello me resignaba, po-día reconocerme.
Esos temas quedaban sólo para mí, excluídos de la conversa-ción con el gobernador y con todos, por mi escasa o nula facilidad para hacer amigos íntimos con quienes explayarme. Debía llevar la espera -y el desabrimiento- en soliloquio, sin comunicarlo. Como me lo decía ese a veces insolente Ventura Prieto, que se me arrimó aquella tarde, por cierto que no buscándome, sino yendo al azar. Consideraba que en esta tierra llana, yo parecía estar en un pozo. Me lo dijo una vez y más de una, lo dijo a otros, descuidándose de lo que todos sabían: que fui gallo de riña o al menos dueño de re-ñidero.
Apareció precisamente cuando me entretenía el mono y se lo enseñe, para distraerlo y atajar que me preguntara qué esperaba ahí. Y él, Ventura Prieto, que era inferior a mí, caviló un momento, como sí buscara el medio de apabullarme en materia de curiosida-des y descubrimientos. Luego me refirió una de esas que él llamaba investigaciones y yo ignoro si lo eran pero que, por sospechosas de insinuar comparación, me desconcertaban, dejándome repercusio-nes que podían superar lo sufrible.
Dijo que hay un pez en ese mismo río, que las aguas no quieren y él, el pez, debe pasar la vida, toda la vida, como el mono, en vai-vén dentro de ellas; pero de un modo más penoso, porque está vi-vo y tiene que luchar constantemente con el flujo líquido que quie-re arrojarlo a tierra. Dijo Ventura Prieto que estos sufridos peces, tan apegados al elemento que los repele, quizás apegados a pesar de sí mismos, tienen que emplear casi íntegramente sus energías en la conquista de la permanencia y aunque siempre están en peligro de ser arrojados del seno del río, tanto que nunca se les encuentra en la parte central del cauce, sino en los bordes, alcanzan larga vi-da, mayor que la normal entre los otros peces. Sólo sucumben, dijo también, cuando su empeño les exige demasiado y no pueden pro-curarse alimento.
Yo había seguido con viciada curiosidad esta historia que no creí. Al considerarla, recelaba de pensar en el pez y en mí a un mismo tiempo. Por eso invité a Ventura Prieto a que regresáramos y retuve mis opiniones.
Procuré ocupar la cabeza en el motivo de mi caminata, en el he-cho de que yo esperaba un barco, y si un barco entraba, en él po-dría llegar algún mensaje de Marta y de los niños, aunque ella y ellos no vinieran, ni nunca hubiesen de venir.
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