jueves, 24 de septiembre de 2015

Ludovico Ariosto Orlando furioso.



 PRÓLOGO


 Parece ser que cuando el emperador franco Carlomagno, cuyos dominios se extendían por media Europa, intentó sin éxito allá por los fines del siglo VIII conquistar Zaragoza, una parte de su ejército fue atacada y destruida durante la retirada en el valle pirenaico de Roncesvalles por los montañeses vascos. Entre los caballeros francos que allí murieron se contaba un tal Hruodlandus o Rotholandus, que estaba destinado, por razones que nos son desconocidas, a convertirse en uno de los héroes más relevantes de la literatura europea.
En efecto, tres siglos más tarde un poeta quizá llamado Turoldo compone en Francia el poema épico de argumento pseudohistórico que conocemos como La Chanson de Roland, en el cual se nos cuenta como Carlomagno, tras conquistar toda España, pretende tomar Zaragoza, último reducto sarraceno: el rey Marsilio pide la paz a condición de que los francos abandonen España, a lo que se opone el caballero Roland, pero el emperador cristiano, haciendo caso al traidor Ganelón, se inclina por la paz. Durante la retirada del ejército de Carlomagno, la retaguardia franca es atacada y deshecha por los sarracenos —y no por los vascos—, que, de acuerdo con Ganelón, rompen el pacto. Roland combate heroicamente y con su espada envía al otro mundo a cientos de moros. Herido de muerte, logra todavía soplar el cuerno mágico para llamar en auxilio de los suyos a Carlomagno.
Es muy posible que el autor de la Chanson no se inventara el argumento, sino que recogiera y refundiera una serie de leyendas ya existentes, nacidas a partir del desastre de Roncesvalles y cantadas por los «juglares» o poetas vagabundos en las fiestas y veladas de los castillos. El éxito de la Chanson es grande y el personaje de Roland se populariza no solo en Francia, sino, sobre todo, en España e Italia, en donde se le conoce como don Roldán y Orlando, respectivamente. La imaginación del pueblo y de sus poetas inventará sin cesar nuevas aventuras en las que Roland-Roldán-Orlando es el héroe y le otorgará un ilustre linaje, haciéndolo hijo de un hermano de Carlomagno.
Todo este amasijo de leyendas que giran en torno a Orlando y sus amigos de la corte de Carlomagno recibe el nombre de «ciclo carolingio» y contrasta con el otro gran repertorio de leyendas heroicas de la literatura medieval europea, el llamado «ciclo bretón», por ser mucho más realista y austero. En el ciclo de Bretaña —que nos cuenta sobre el rey Arturo y su Tabla Redonda, la búsqueda del Santo Grial, los tormentosos amores de las reinas Ginebra e Isolda y las hechicerías de Merlín—, la magia, las hadas, los dragones y todo lo fabuloso en general ocupan un lugar mucho más importante.
Tal vez sea interesante recordar cómo se imaginaba a Orlando la fantasía popular: lo pintaba como un caballero de fuerza y valor prodigiosos, leal a su señor Carlomagno como ninguno, bizco y de una castidad tan fuera de serie que ni siquiera llegó a tocar jamás a su propia esposa.
En Italia, las historias de Orlando y de sus compañeros fueron, hasta el siglo XV, únicamente tema de la literatura popular: se contaban y cantaban en plazas y mesones para un público que, en su mayoría, no sabía leer. A partir del siglo XV, una serie de poetas cultos toman estas historias y, combinándolas con motivos precedentes del «ciclo bretón», componen poemas mucho más complicados, destinados a ser leídos —y no escuchados— por un público muy distinto, integrado por nobles, clérigos y burgueses, es decir, por las capas más altas de la sociedad de entonces, únicos que sabían leer.
En la segunda mitad del siglo XV y en la corte de Ferrara, un aristócrata poeta, Boiardo, empieza a componer un poema —el Orlando enamorado—, que la temprana muerte de su autor interrumpió. En él se nos cuenta, sobre el fondo de una Francia invadida por sucesivas expediciones sarracenas, cómo el rey de Catay —es decir, de China— ha enviado a París a su bellísima hija Angélica para capturar a los dos mejores caballeros de la cristiandad, los primos Orlando y Rinaldo. La hermosura de la princesa es tan extraordinaria que cuantos la ven sucumben a su hechizo, y también, lógicamente, Orlando y Rinaldo. Siempre tras las huellas de su amada, los dos heroicos primos viven una serie de aventuras maravillosas en tierras de Oriente. Vueltos todos a Francia, Orlando y Rinaldo no cesan en su rivalidad, desatendiendo la guerra contra los moros. Para poner fin a esta situación, el emperador Carlomagno entrega a Angélica en custodia al duque de Baviera y proclama que su mano pertenecerá a aquel de los dos rivales que más valientemente combata contra los infieles. Tiene lugar entonces la batalla de Montalbano, importantísima porque en ella aparecen por primera vez dos personajes que serán esenciales en el posterior poema de Ariosto: Rugiero, noble caballero sarraceno descendiente de Héctor de Troya, y Bradamante de Claromonte, hermana de Rinaldo, valerosísima doncella guerrera. Ambos, obedeciendo a un destino prefijado y a pesar de que luchan en bandos opuestos, se enamoran locamente el uno del otro. De ellos habrá de nacer la dinastía de los Este, señores de la ciudad de Ferrara y, por tanto, de Boiardo.
Ya en el siglo XVI, otro poeta —a la vez que diplomático—, Ludovico Ariosto, volvió sobre el tema de Boiardo, retomándolo en la batalla de Montalbano o, mejor, inmediatamente después: Angélica ha logrado escapar de su guardián; Rugiero y Bradamante se han separado perdidamente enamorados. Por esta razón el poema no nos cuenta el inicio de la pasión de Orlando y Rinaldo por Angélica: se supone que el lector lo conoce a través de la obra anterior de Boiardo.
Treinta años de su vida consagró Ariosto a la composición de su Orlando Furioso, es decir, Orlando Loco, consiguiendo una de las obras más bellas y divertidas de la literatura de todos los tiempos. A lo largo de sus cuarenta mil versos, el poema nos narra, de un lado, el amor de Orlando por Angélica, nunca correspondido, que se convertirá en locura cuando la princesa toma por esposo a Medoro, y, de otro, las intrincadas peripecias de Rugiero y Bradamante hasta que en el último canto consiguen contraer el anhelado matrimonio. Con esta segunda historia —que en el poema ocupa más espacio que la primera— rinde tributo Ariosto, como ya lo hiciera Boiardo, a sus señores, los Este, «inventándoles» un ilustre linaje que se remonta, a través de Rugiero, al famosísimo Héctor de Troya, héroe de la antigüedad y de la Ilíada homérica.
Pero alrededor de estas dos líneas conductoras se entreteje un sinfín de historias secundarias, trágicas unas, cómicas o fantásticas otras, apasionantes todas, en las que cientos de personajes entran y salen de las páginas del poema como piezas de un gigantesco ajedrez controlado por un jugador de inagotable imaginación, buscándose, perdiéndose, persiguiéndose, amándose o matándose.
A pesar de su longitud, el Orlando se lee aún hoy con un deleite extraordinario, gracias, sobre todo, a la infinita variedad de temas y tonos del poema, que lleva al lector de sorpresa en sorpresa; a su arquitectura perfecta; a la constante ironía de Ariosto, que, distanciándonos de las gestas heroicas relatadas, nos las hace mucho más aceptables, y, por último, a su prodigiosa versificación, que dota a la historia de un ritmo casi musical único.
El poema está escrito en «octavas»; estrofas de ocho versos endecasílabos —es decir, de once sílabas—, de los cuales los seis primeros riman en forma alternada, y los dos últimos, el uno con el otro.
Como sea que la versión que os ofrezco está en prosa y para que tengáis una idea acerca de «cómo suena» una octava, transcribo la que abre el poema en una traducción española del siglo pasado que respeta el metro original:
Las damas, los guerreros, los amores,
Y las proezas, canto y cortesía
Del tiempo en que los moros, los rigores
De la mar arrostrando, ruina impía
Trajeron al francés por los furores
De Agramante, su joven rey, que ansía
Vengar feroz la muerte de Troyano
En el rey Cario, Emperador romano.





 Capítulo uno


LA HUIDA DE ANGÉLICA

Gentiles damas, esforzados caballeros, crueles batallas y corteses gestas: estos serán los temas de mi canto. Trata esta historia de los gloriosos días en que Agramante, joven rey de África, para vengar la muerte de su padre Troyano, invadió con sus aliados de España y Asia las tierras de Francia y puso sitio a la ciudad de París, defendida por los ejércitos de Carlomagno.
También me oiréis hablar de Orlando, el mejor de los paladines del emperador cristiano: sobre él he de contar cosas que hasta hoy nadie puso en prosa ni en verso y, sobre todo, de cómo enloqueció por culpa del amor.
   
Mi relato comienza mediada ya la contienda, mientras los ejércitos de Agramante ponían sitio a París. Lejos de la ciudad, por algún tupido bosque de Francia, galopa una hermosísima doncella sobre un corcel airoso. Es Angélica, princesa de Catay, lejano reino de Asia, a la que su padre, aliado de los moros, envió a la corte de Carlomagno para que, con su incomparable belleza, siembre la discordia entre los paladines del emperador, contribuyendo decisivamente a su derrota. De ella se prendaron, entre otros caballeros menos famosos, el valentísimo Orlando y su primo Rinaldo de Claromonte, y por ella llevaron a cabo innumerables hazañas en las tierras más remotas. Vueltos a suelo francés, el buen Carlomagno entregó a la doncella en custodia al viejo duque de Baviera, prometiendo su mano a aquel de los dos rivales que más enemigos matara en la primera batalla. Sin embargo, el azar había dispuesto las cosas de muy distinta manera: derrotados los cristianos y prisionero el duque, logra Angélica huir del campamento a uña de caballo. Y es precisamente en esta huida cuando la encontramos por primera vez.
Se cruza con un caballero que, espada en mano, trata de recuperar a su caballo fugitivo. Es Rinaldo, que la ama locamente sin que ella le corresponda. Al verlo, huye a rienda suelta. Es ahora un sarraceno, el temible Ferraú, al que encuentra junto a un río. Está el caballero tratando de pescar su yelmo, que se la ha caído al agua cuando intentaba refrescarse.
Angélica, sin pensárselo dos veces, se dirige a él y le suplica la proteja contra el odiado Rinaldo, que no tarda en aparecer. Mientras los dos caballeros se lanzan el uno contra el otro con gran estrépito de armas y dan principio a un inacabable combate, el caballo de Angélica se la lleva de nuevo, veloz como el viento, a través del enmarañado bosque.
Cansados al fin de tanto pelear y viendo que, por lo igualado de sus fuerzas, ninguno de ellos se destacaba como vencedor, cesaron los contendientes de golpearse. Aprovechó Rinaldo la pausa y con persuasivo tono habló así a su contrincante:
—¿A qué proseguir este inútil combate, cuando el premio del mismo, nuestra adorada Angélica, ha desaparecido y quién sabe si volveremos a dar con ella? Nada ganaremos con proseguir nuestro duelo. Busquémosla y, cuando la hayamos encontrado, su voluntad o nuestras fuerzas decidirán cuál de nosotros ha de ser su dueño.
Pareció bien este discurso a Ferraú, el cual no solo consintió la tregua de buen grado sino que, cortésmente, invitó a Rinaldo a compartir su montura para buscar juntos a la esquiva doncella. Llegados a un punto en que el camino se dividía en dos, acordaron separarse y seguir cada cual la senda que en suertes le tocara. Así fue como Ferraú se alejó por la senda de la derecha y Rinaldo por la de la izquierda.
¿Y la pobre Angélica? Galopa sin parar un día entero con su noche y aun toda la mañana siguiente, hasta que alcanza un fresco prado entre dos arroyuelos. Allí, sintiéndose segura y libre de sus perseguidores, se apea de su caballo y lo suelta para que descanse y paste. Medio oculta entre matas de jazmines y rosas, la doncella se duerme, rendida por la fatigosa cabalgada.
Al poco rato la despertó un suspiro que partía de un cercano arbusto. Angélica se incorporó, alarmada, y descubrió entre el follaje a un descomunal guerrero de largos bigotes que, tendido cuan largo era sobre el césped, suspiraba y se plañía como un tierno enamorado. No tardó Angélica en reconocerlo: era Sacripante, rey de Circasia, uno más de los que por ella habían enloquecido. Lloraba Sacripante porque daba por perdida a la doncella de sus sueños, creyendo que Orlando la había hecho suya durante su ausencia.
Angélica no le amaba —Angélica no amaba entonces a ningún caballero—, pero pensó que el fuerte guerrero podía resultarle de mucha utilidad en aquellas circunstancias, para ahuyentar los peligros que suelen acechar a las bellezas solitarias. Por ello se dirigió a él y en términos muy vivos le imploró fuera su paladín, acompañante y defensor, con una sola condición: no debía intentar rozarle ni siquiera un dedo de la mano.
Sacripante era fogoso y no estaba dispuesto a esperar: la ocasión era inmejorable y no iba a ser tan necio como para dejarla escapar.
De grado o por la fuerza, la doncella iba a ser suya. Pero para su desgracia hizo su aparición un caballero vestido de blanco. Sobre su yelmo ondeaba un penacho que parecía de nieve. Sus armas de plata despedían luminosos destellos bajo el sol del mediodía.
Ante la inesperada aparición, Sacripante no tuvo más remedio que abandonar su poco honrosa empresa; con torva mirada, se puso el yelmo y montó en su caballo. Dirigiéndose altaneramente al intruso, lo desafió a singular combate, confiando en descabalgarlo. El otro, sin decir palabra, permaneció inmóvil, mas, ante las insistentes amenazas del sarraceno, acabó por disponerse también al combate.
El salvaje encontronazo hizo temblar el valle y, de no haber sido sus armaduras de insuperable dureza, allí hubieran muerto ambos con los pechos traspasados. Los caballos, aguijados sin piedad, saltaban como cameros enloquecidos, hasta que el del circasiano cayó muerto, arrastrando en su caída al caballero.
El jinete desconocido, al ver a su rival en el suelo y con el caballo encima, no quiso proseguir el combate. Irguiéndose en la silla, se dispuso a partir, pero antes proclamó con fuerte voz:
—Debes saber, Sacripante altanero, que ha sido el valor de una doncella el que te descabalgó. Tampoco voy a esconderte mi famoso nombre: Bradamante de Claromonte te ha arrebatado los honores que hasta hoy ganado habías.
Y se lanzó al galope, perdiéndose en la espesura.
De pronto, un súbito fragor que recorre el lugar viene a distraer de sus confusos pensamientos al avergonzado sarraceno y a la atónita Angélica. Un maravilloso corcel, suntuosamente engalanado, hace su entrada en aquel claro. La doncella lo reconoce enseguida.
—¡Es Bayardo —exclamó—, el caballo de Rinaldo!
No se equivocaba: era el mismísimo Bayardo, que, tras escapar de su dueño, galopaba a rienda suelta por la selva en busca de Angélica, la adorada de su señor, pues era un animal tan soberanamente inteligente que adivinaba los más recónditos deseos de su amo y se anticipaba a ellos. Trata Sacripante de atraerlo por el freno, pero el corcel lo rechaza a coces, terribles coces capaces de partir en dos un monte de bronce.
Se le acerca también la doncella y Bayardo se vuelve dócil como un corderillo. Aprovechando el cambio de actitud del animal, lo monta Sacripante, que, como hemos dicho, se había quedado sin caballo, pero poco dura la tranquilidad, porque al punto se presenta Rinaldo siguiendo el rastro de Bayardo. Al verlo montado por el de Circasia, increpa duramente a su nuevo rival:
—Apéate ladrón, de mi corcel, que no soy de los que ceden fácilmente lo suyo. También a esta dama hermosa arrebatarte pienso, que no seria justo dejarla en tu poder.
No quiere Bayardo combatir contra su propio amo; de un bote descabalga a Sacripante que, espada en mano, se lanza sobre Rinaldo, enzarzándose ambos en un nuevo combate. Angélica, temerosa por un igual de ambos contendientes porque ambos la amaban y ella no amaba a ninguno de ellos, montó en su caballo y desapareció a toda prisa del lugar.
Fuente:
Ludovico Ariosto
Orlando furioso
Versión de Javier Roca
Título original: Orlando Furioso
Ludovico Ariosto, 1532
Versión de Javier Roca, 1986
Ilustraciones: Gustave Doré
Diseño de cubierta: Readman
Editor digital: Readman
ePub base r1.2

miércoles, 23 de septiembre de 2015

YO, CLAUDIO. ROBERT GRAVES.


En el díptico que integran Yo, Claudio y Claudio el dios y su esposa Mesalina, la amplitud y la profundidad de los conocimientos sobre la Antigüedad clásica de ROBERT GRAVES (1895-1985) se conjugan con una prosa de enorme belleza a la que da aliento una poderosa y viva imaginación, capaz de reconstruir toda la grandeza y miseria de la Roma imperial.
Yo, Claudio es el primer volumen de la supuesta «autobiografía» de este singular emperador, destinado a serlo contra sus propias inclinaciones, en «Yo, Claudio» las intrigas, la depravación, las sangrientas purgas y la crueldad de los reinados de Augusto y Tiberio, que culminaron en la locura de la etapa de Calígula, sirven de marco histórico a la trama argumental.
Claudio, el Dios, y su esposa Mesalina es el segundo y último volumen de la supuesta «autobiografía» de este singular emperador. Destinado a serlo contra sus propias inclinaciones, en él Claudio alcanza la púrpura imperial y encauza todos sus esfuerzos, con el apoyo del pueblo llano, a reparar el legado de estragos y desastres que ha recibido de su antecesor, sin que su inesperado ascenso, no obstante, le procure la felicidad personal.
Fuente: N.N.

(Fragmento). Capítulo I-.

YO,
 CLAUDIO
ROBERT GRAVES

A PARTIR DE LA AUTOBIOGRAFÍA DE TIBERIO CLAUDIO
EMPERADOR DE LOS ROMANOS

NACIDO EN EL AÑO 10 A. DE C ASESINADO en el 54 D. DE C.

Una historia que fue sometida a toda clase de tergiversaciones, no sólo por parte deducientes entonces vivían, sino también en tiempos posteriores; porque es lo cierto que toda transición de prominente importancia está envuelta en la duda y la oscuridad unos tienen por hechos ciertos los rumores más precarios, otros convierten los hechos en falsedades. Y unos y otros son exagerados por la posteridad.
TÁCITO

Por la versión latina de los versos sibilinos mencionados si el primer capítulo quedo en deuda con Mr. A. K. Smith. Se publican aquí por primera vez:

Punica centenos durabit poena per annos:
Res Romana viro parebit caesariato:
Calvus caesarie dominus dominabitur orbi:
Omnibus ille viris mulier mas ille puellis:
Rex equitabit equo bifidis equus unguibus ibit:
Filius imbelli fictus mactaverit ictu.
Imperium hinc alter ficto patre caesariato
Caesariae crinitus habet, qui marmore Romae
Mutabit lateres. Non visis vinciet Urbem
Compedibus. Fictae secreto coniugis astu,
Occidet ut fictus bona filius occupet heres.
Tertius hinc sumet ficto patre caesariato
Calvus caesarie regnum cui sanguine limus
Commixtus. Victrix penes ilium et victa vicissim
Roma erit. Ille instar gladii pulvinar habebit,
Filius et fictus regni potietur iniqui.
Quartus habet solium ficto patre caesariato
Calvus caesarie invenis, cui Roma ministrae est.
Feta veneficiis Urbs impia serviet uni.
Quo puer ibat equo vectus calcatus eodem
Se iuvenem ferro cecidisse fatetur equino
Caesariatus ad hoc quintus numerabitur hirtus
Caesarie, toti genti contemptus avitae.
Imbecillus iners, aestivas addere Romae
Aptus aquas populo frumenta hiemalia praebet.
Ille tamen fictae secreto coniugis astu
Occidet ut fictus bona filius occupet heres.
Sextus habet regnum ficto patre caesariato.
llamas pavor citharoedus eunt tria monstra per urbem.
Sanguine dextra rubet materno. Septimus heres
Nemo erit, at sexti busto cruor ibit ab imo.
R. G.
Galmpton, Brixham.
 NOTA DEL AUTOR
La "pieza de oro" que se emplea aquí como unidad monetaria regular es el aureus latino, una moneda que vale cien sesterti o veinticinco denari de plata ("piezas de plata"). Se la puede comparar, aproximadamente, con una libra esterlina o cinco dólares norteamericanos de preguerra. La "milla" es la milla romana, unos treinta pasos más corta que la inglesa. Las fechas marginales se han dado con fines de conveniencia, de acuerdo con los cómputos cristianos: los cómputos griegos usados por Claudio contaban los años a partir de la Primera Olimpiada, que se realizó en 776 a de C. También por motivos de conveniencia se han usado los nombres geográficos más familiares: por ejemplo, "Francia", y no "Galia Transalpina", porque Francia abarca más o menos la misma región territorial, y habría sido incoherente llamar a ciudades como Nimes, Boulogne y Lyon por sus nombres modernos —los clásicos no serían popularmente reconocibles— ubicándolas en la Gallia Transalpina o, como la llamaban los griegos, en Galatia. (Los términos geográficos griegos se prestan a confusión: Germania era "el país de los celtas".) De manera similar, se han utilizado las formas más familiares de los nombres propios: "Livio" por Titus Livius, "Cimbelino" por Cunobelinus, "Marco Antonio" por Marcus Antonius.
En ocasiones resultó difícil encontrar versiones adecuadas para términos militares, legales y otros vocabularios técnicos. Para dar un solo ejemplo, la palabra "azagaya". El aviador T. E. Shaw (y aprovecho esta oportunidad para agradecerle su cuidadosa lectura de estas pruebas) pone en tela de juicio mi utilización de "azagaya" como equivalente de la framea o pfreim germana. Sugiere "jabalina". Pero no he adoptado la sugerencia, si bien adopté, con reconocimiento, algunas otras que me hizo, porque necesitaba "jabalina" como equivalente de pilum, el proyectil arrojadizo normal del disciplinado infante romano, y porque "azagaya" tiene un sonido más salvaje. "Azagaya" tiene una vigencia de trescientos años en el idioma inglés y adquirió nuevo vigor en el siglo XIX gracias a las guerras zulúes. La framea de largo ástil y punta de hierro fue utilizada, según Tácito, como arma arrojadiza y como arma de empuñar para el ataque. Lo mismo sucedió con la azagaya de los guerreros ama—zulúes, con quienes los germanos de la época de Claudio tenían mucho en común en el plano cultural. Si hay que reconciliar las afirmaciones de Tácito, primero en cuanto a la naturaleza manipulable de la grimea en la lucha cuerpo a cuerpo, y luego en cuanto a su naturaleza poco manipulable en la lucha entre árboles, es probable que los germanos hayan hecho lo que hicieron los zulúes: quebrar el extremo del largo ástil de la framea cuando comenzaba el combate cuerpo a cuerpo. Pero pocas veces se llegó a esa situación, porque los germanos preferían las tácticas de guerrillas cuando luchaban con el infante romano, mucho mejor armado que ellos.
En sus Doce Césares, Suetonio se refiere a las historias de Claudio, considerándolas escritas con "ineptitud", y no con "falta de elegancia". Empero, si algunos pasajes de esta obra están escritos, no sólo con cierta ineptitud, sino, además, con poca elegancia —las frases penosamente construidas y las digresiones torpemente ubicadas—, ello no está en desacuerdo con el estilo literario de Claudio, tal como aparece en su discurso latino sobre las franquicias de Aedua, algunos fragmentos del cual sobreviven. En verdad, el discurso está sembrado de inelegancias de ese tipo, pero es probable que se trate de una transcripción del acta taquigráfica oficial de las palabras exactas pronunciadas por Claudio ante el Senado, el discurso de un hombre fatigado que improvisaba conscientemente su oratoria tomando como base un papel con unas cuantas notas generales. Yo, Claudio, es una obra compuesta en el estilo familiar de la conversación, lo mismo que el griego, en verdad, es un lenguaje mucho más conversacional que el latín. La carta griega de Claudio a los alejandrinos, descubierta en fecha reciente, y que sin embargo podría ser en parte la obra de un secretario imperial, se lee con mucha mayor facilidad que el discurso sobre Aedua.
Por la ayuda recibida en cuanto a la corrección clásica tengo que agradecer a Miss Eirlys Roberts, y por las críticas respecto de la congruencia con la redacción inglesa, a Miss Laura Riding.


Capítulo I
Yo, Tiberio Claudio Druso Nerón Germánico Esto—y lo—otro—y—lo— de—más—allá (porque no pienso molestarlos todavía con todos mis títulos), que otrora, no hace mucho, fui conocido de mis parientes, amigos y colaboradores como "Claudio el Idiota", o "Ese Claudio", o "Claudio el Tartamudo" o "Cla—Cla—Claudio", o, cuando mucho, como "El pobre tío Claudio", voy a escribir (AÑO 41 d. De C) ahora esta extraña historia de mi vida. Comenzaré con mi niñez más temprana y seguiré año tras año, hasta llegar al fatídico momento del cambio en que, hace unos ocho años, a la edad de cincuenta y uno, me encontré de pronto en lo que podría denominar "la jaula dorada" de la cual jamás he podido escapar desde entonces.
Este no es en modo alguno mi primer libro; en rigor, la literatura, y en especial la redacción de obras de historia —que de joven estudié aquí en Roma con los mejores maestros contemporáneos—, fue, hasta que sobrevino el cambio,— mi única profesión e interés durante más de treinta y cinco años. Por lo tanto, mis lectores no han de sorprenderse ante mi consumado estilo: en verdad es el propio Claudio el que escribe este libro, y no un secretario cualquiera, ni tampoco alguno de los cronistas oficiales a quienes los hombres públicos acostumbran a comunicar sus recuerdos, en la esperanza de que una escritura elegante anule la parvedad del tema y la adulación endulce los vicios. En esta obra, lo juro por todos los dioses, soy mi propio secretario y mi propio analista oficial. Escribo por mi propia mano, ¿y qué favor puedo esperar ganar de mí mismo con zalamerías? Permítaseme agregar que ésta no es la primera historia de mi vida que he escrito. En una ocasión escribí otra, en ocho volúmenes, como contribución a los archivos de la ciudad. Fue una cosa bastante anodina, que tuve en muy poco aprecio, y sólo la escribí en respuesta a peticiones públicas. Para ser sincero, durante su composición estuve muy ocupado con otros asuntos —eso fue hace dos años— y la mayor parte de los cuatro primeros volúmenes la dicté a un secretario griego, con la orden de no alterar nada mientras escribía (salvo donde fuese necesario para el equilibrio de las frases, o para eliminar repeticiones o contradicciones). Pero admito que casi toda la segunda mitad de la obra, y por lo menos algunos capítulos de la primera, fueron compuestos por ese mismo individuo, Polibio (a quien yo mismo bauticé, cuando era un joven esclavo, con el nombre del famoso historiador), con materiales que yo le suministré. Y copió con tanta exactitud mi estilo, que en verdad, cuando terminó, nadie habría podido adivinar qué parte había sido escrita por mí y cuál por él.
Era un libro monótono, lo repito. No me encontraba en condiciones de criticar al emperador Augusto, que era mi tío abuelo materno, ni a su tercera y última esposa, Livia Augusta, que era mi abuela, porque ambos habían sido oficialmente deificados y yo estaba vinculado a sus cultos en mi calidad de sacerdote. Y aunque habría podido criticar con acritud a los dos indignos sucesores imperiales de Augusto, no lo hice por respeto a la decencia. Habría sido injusto exculpar a Livia, y al propio Augusto en la medida en que se sometió a la voluntad de esa mujer notable y —quiero decirlo de una vez— abominable, y decir a la vez la verdad sobre los otros dos, cuyos recuerdos no estaban igualmente protegidos por el respeto religioso.
Permití que fuese un libro aburrido, y registré en él sólo hechos tan poco discutibles como, por ejemplo, que Fulano se casó con Zutana, la hija de Mengano, quien tenía a su favor tal y cual cantidad de honores públicos, sin mencionar, sin embargo, los motivos políticos del matrimonio, ni el regateo oculto entre las familias. O si no, escribía que Fulano había muerto de pronto, después de comer un plato de higos africanos, pero no hablaba para nada del veneno, ni de aquellos para quienes la muerte resultaba ventajosa, a menos que los hechos estuviesen respaldados por un veredicto de los tribunales en lo criminal. No decía mentira alguna, pero tampoco decía la verdad en el sentido en que pienso decirla aquí. Hoy, cuando consulté ese libro en la biblioteca de Apolo, en la colina Palatina, para refrescar mi memoria en cuanto a ciertos problemas de fechas, me sentí interesado al tropezar con algunos pasajes de los capítulos públicos que habría podido jurar que fueron escritos o dictados por mí, tan peculiarmente propio parecía el estilo, aunque no recordaba haberlos escrito ni dictado. Si eran obra de Polibio, constituían un trabajo maravillosamente perfecto de imitación (admito que tenía mis otras historias para estudiar), pero si en realidad eran míos, entonces mi memoria es peor aún de lo que afirman mis enemigos. Después de leer lo que acabo de escribir, veo que estoy incitando sospechas, en lugar de desarmarlas, en primer lugar en cuanto a mi paternidad absoluta de lo que sigue, luego en cuanto a mi integridad como historiador y finalmente en relación con mi memoria para los hechos. Pero dejaré las cosas como están; escribo como siento, y a medida que la historia se desarrolle, el lector estará mejor dispuesto a creer que no oculto nada: ése por lo menos es mi mérito.
Esta es una historia confidencial. ¿Pero quiénes, se preguntaran son mis confidentes? Mi respuesta es: la dirijo a la posteridad. No me refiero a mis biznietos ni a mis tataranietos. Me refiero a una posteridad remotísima. Y sin embargo tengo la esperanza de que ustedes, mis eventuales lectores de la centésima generación futura, o de más lejos aún en el tiempo, sientan que hablo con ustedes en forma directa, como si fuerse un contemporáneo, como a menudo Heródoto y Tucídides, muertos tiempos ha, parecen hablarme a mí. ¿Y por qué especifico una posteridad tan remota? Lo explicaré.
Hace poco menos de dieciocho años fui a Cumas, en Campania, y visité a la sibila en su risco del monte Gauro. Siempre hay una sibila en Cumas, porque cuando una muere la reemplaza su novicia—servidora. Pero no todas son igualmente famosas. A algunas de ellas Apolo jamás les concede el favor de una profecía en los largos años de su servicio. Otras profetizan, por supuesto, pero parecen inspiradas más bien por Baco que por Apolo, por las tonterías de borracho que salen de su boca, cosa que ha desacreditado al oráculo. Antes de la sucesión de Deófoba, a quien Augusto consultaba a menudo, y de Amaltea, que todavía vive y es famosísima, hubo una serie de mediocres sibilas durante casi trescientos años. La caverna está detrás de un bello templete griego consagrado a Apolo y Artemisa (Cumas había sido una colonia griega eólica). Sobre el pórtico hay un antiguo friso dorado que se cree obra de Dédalo, lo que es un absurdo, porque no tiene más de quinientos años de antigüedad, si los tiene, en tanto que Dédalo vivió por lo menos hace mil cien años. Representa la historia de Teseo y el minotauro al que mató en el Laberinto de Creta. Antes de que se me permitiera visitar a la sibila tuve que sacrificar allí un buey y una oveja a Apolo y Artemisa, respectivamente. Era diciembre y hacía un tiempo frío.
La caverna era un lugar aterrador, excavado en la roca viva; el acceso, empinado, tortuoso, oscuro como la pez y lleno de murciélagos. Fui disfrazado, pero la sibila me reconoció. Sin duda me traicionó mi tartamudez. De niño tartamudeaba mucho, y si bien siguiendo el consejo de especialistas en elocución aprendí gradualmente a dominarme cuando pronunciaba discursos en algunas ocasiones públicas, en otros momentos, en privado, sigo teniendo tendencia —si bien menos que antes—, de vez en cuando, a uno que otro tartajeo nervioso. Que es lo que me sucedió en Cumas.
Entré en la caverna interior después de subir a gatas y penosamente por las escaleras, y vi a la sibila, más semejante a un mono que a una mujer, sentada en una silla, en una jaula que pendía del techo. Sus vestiduras eran rojas y sus ojos inmóviles brillaban, rojos, en el rayo de luz roja que caía de alguna parte, sobre su cabeza. Su boca desdentada sonreía. Había en mi derredor un olor a muerte. Pero conseguí pronunciar de cualquier manera el saludo que había preparado. No me contestó. Sólo más tarde me enteré de que ése era el cuerpo momificado de Deófoba, la sibila anterior, que había muerto recientemente a la edad de ciento diez años. Sus párpados estaban sostenidos por bolitas de vidrio plateadas por detrás para hacerlas brillar. La sibila reinante vivía siempre con su predecesora. Bueno, debo de haber estado unos minutos frente a Deófoba, estremecido y haciendo muecas propiciatorias, me pareció toda una vida.
Al cabo apareció la sibila viviente, que se llamaba Amaltea y que era una mujer joven. El rayo de luz roja se extinguió y con él desapareció Deófoba —alguien, probablemente la novicia, había cubierto la ventanilla de cristal rojo— y un nuevo rayo de luz, esta vez blanco, descendió e iluminó a Amaltea, sentada en un trono de marfil, en las sombras de la parte posterior. Tenía un hermoso rostro de demente, de alta frente, y estaba sentada tan inmóvil como Deófoba. Pero tenía los ojos cerrados. Me temblaron las rodillas y rompí a tartamudear sin poder contenerme.
—Oh Sib." Sib." Sib." Sib." Sib." —comencé a decir.
Ella abrió los ojos, frunció el ceño y me remedó:
—Oh Clau." Clau." Clau."
Eso me avergonzó y logré recordar lo que había ido a preguntar. Dije entonces, con un gran esfuerzo:
—Oh Sibila; he venido a interrogarte en cuanto al destino de Roma y el mío.
El rostro de la mujer cambió de manera gradual, el poder profético se apoderó de ella, se retorció y jadeó, y en todas las galerías hubo un ruido como de carreras, portazos, alas que me rozaron el rostro, la luz se apagó. La sibila musitó un verso griego con la voz del dios:
La que gime bajo la púnica maldición y se ahoga bajo el peso de su oro, antes de sanar, aún más enfermar.
Su boca viva engendrará moscones y gusanos en sus ojos bullirán. Hombre alguno sabrá el día de su muerte.
Luego agitó los brazos sobre la cabeza y continuó:
Diez años y cincuenta y tres días, y Clau—Clau—Claudio recibirá un regalo que todos codician menos él.
Mas cuando haya enmudecido y ya no esté —mil novecientos años, más o menos—, Clau—Clau—Claudio hablará con claridad.
El dios rió entonces por su boca, con un sonido encantador y sin embargo terrible, ¡jo, jo, jo! Hice una reverencia, me volví deprisa y salí tambaleándome; caí de cabeza por el primer tramo de rotos escalones, me herí la frente y las rodillas y así, penosamente, salí, perseguido por la tremenda carcajada.
Ahora hablo como adivino experto, como historiador profesional y como sacerdote que ha tenido oportunidades de estudiar los libros sibilinos, tal como fueron normalizados por Augusto, y sé que puedo interpretar los versos con cierta confianza. Es indudable que por "maldición púnica" la sibila se refería a la destrucción de Cartago por nosotros, los romanos. Hace tiempo que debido a ello nos encontramos bajo la maldición divina. Juramos amistad y protección a Cartago en nombre de nuestros principales dioses, Apolo incluido, y luego, celosos de su rápida recuperación de los desastres de la segunda guerra púnica, la empujamos a librar la tercera, la destruimos por completo, diezmamos a sus habitantes y cubrimos sus campos de sal. "El peso de su oro" es el principal instrumento de esa maldición: un ansia de dinero que ha asfixiado a Roma desde que destruyó a su principal rival comercial y se convirtió en la dueña de todas las riquezas del Mediterráneo. Con las riquezas vino la pereza, la codicia, la crueldad, la deshonestidad, la cobardía, el afeminamiento y todos los otros vicios no romanos. A su debido tiempo se sabrá cuál es el regalo que todos deseaban menos yo, y que me fue entregado exactamente diez años y cincuenta y tres días más tarde. Los versos referentes a la claridad con que hablaría Claudio me intrigaron durante años, pero a la postre creo que he llegado a entenderlos. Pienso que son un mandato de escribir esta obra. Cuando la haya terminado la trataré con un líquido conservador, la encerraré en un cofrecillo de plomo y la enterraré profundamente en alguna parte, para que la posteridad la encuentre y la lea. Si mi interpretación es correcta, será hallada dentro de unos mil novecientos años. Y luego, cuando todos los otros autores de la actualidad cuyas obras los sobrevivan parezcan arrastrarse y tartajear, puesto que sólo han escrito para el día de hoy, y ello con reservas, mi historia hablará con claridad y audacia. Quizá, pensándolo bien, no me tomaré el trabajo de encerrarla en un cofre. La dejaré en cualquier lado. Porque mi experiencia como historiador me dice que más documentos sobreviven por casualidad que por intención. Apolo ha hecho su profecía, de modo que dejaré que Apolo cuide del manuscrito. Como ven, he preferido escribir en griego, porque el griego, pienso, seguirá siendo siempre el principal idioma literario del mundo, y si Roma decae como ha indicado la sibila, ¿no decaerá también su idioma? Además, el griego es el lenguaje de Apolo.
Tendré sumo cuidado con las fechas (que como se advierte voy poniendo al margen) y los nombres propios. Al compilar mis historias de Etruria y Cartago tuve que dedicar más horas enfurecidas de lo que quiero recordar, para desentrañar en qué año había sucedido tal o cual acontecimiento y si un hombre llamado Fulano de Tal era en realidad Fulano de Tal, o si era un hijo, un nieto o un biznieto de éste, o si no tenía parentesco alguno con él. Quiero evitar a mis sucesores este tipo de irritación. Así, por ejemplo, de los distintos personajes de esta historia que llevan el nombre de Druso —mi padre, yo mismo, un hijo mío, mi primo, mi sobrino—, cada uno de ellos será distinguido con claridad cuando se lo mencione. Y, otro ejemplo, cuando hable de mi tutor, Marco Porcio Catón, dejaré establecido que no se trata de Marco Porcio Catón, el Censor, instigador de la tercera guerra púnica; ni de su hijo del mismo nombre, el conocidísimo jurista; ni de su nieto, el cónsul del mismo nombre; ni de su biznieto del mismo nombre, el enemigo de Julio César; ni de su tataranieto del mismo nombre, que murió en la batalla de Filipos, sino de un hijo de ese tataranieto, absolutamente anónimo y también del mismo nombre, que nunca ocupó un cargo público ni lo mereció. Augusto lo nombró mi tutor y después fue maestro de varios otros jóvenes nobles romanos e hijos de reyes extranjeros, porque si bien su nombre le daba derecho a un puesto de la más elevada dignidad, su naturaleza severa, estúpida y pedante no lo cualificaba para nada mejor que el oficio de maestro de escuela.
Para fijar la fecha a que corresponden estos acontecimientos, creo que lo mejor que puedo hacer es decir que mi nacimiento ocurrió en el año 744 después de la fundación de Roma (AÑO 10 a de C.) por Rómulo y en el año 767 después de la primera olimpiada, y que el emperador Augusto, cuyo nombre es difícil que perezca ni siquiera después de mil novecientos años de historia, gobernaba para entonces desde hacía veinte años. Antes de cerrar este capítulo de introducción quiero agregar algo más acerca de la sibila y sus profecías. Ya he dicho que en Cumas, cuando muere una sibila la sucede otra, pero que algunas son más famosas que las demás. Hubo una muy famosa, Demófila, a quien Eneas consultó antes de su descenso al infierno. Y más tarde hubo otra, Hierófila, quien visitó al rey Tarquino y le ofreció una colección de profecías a un precio superior al que él quería pagar. Cuando se negó a abonar el precio, según dice la historia, ella quemó una parte y le ofreció lo que quedaba por el mismo dinero, pero él continuó negándose. Luego la sibila quemó otra parte y le ofreció lo que restaba, siempre al mismo precio, que él, por curiosidad, pagó al fin. Los oráculos de Hierófila eran de dos tipos: profecías de advertencia o de esperanza para el futuro, y órdenes para que se hicieran los adecuados sacrificios propiciatorios cuando se presentaban tales y cuales augurios. A estas dos clases se agregaron, con el correr del tiempo, todos los oráculos notables y confirmados que se ofrecían a personas privadas. Por lo tanto, cada vez que Roma parecía amenazada por extraños presagios de desastre, el Senado ordenaba una consulta de los libros por los sacerdotes encargados de ellos, y siempre se encontraba un remedio. En dos ocasiones los libros fueron parcialmente destruidos por el fuego y las profecías perdidas restauradas por los recuerdos combinados de los sacerdotes que los cuidaban. Parece que en muchos casos esos recuerdos resultaron muy defectuosos; es por eso que Augusto puso manos a la obra para redactar un canon autorizado de las profecías y rechazó interpolaciones o restauraciones evidentemente carentes de inspiración. También reunió y destruyó todas las colecciones privadas de oráculos sibilinos no autorizados, así como otros libros de predicciones públicas que pudo encontrar, en número de más de dos mil. Encerró los libros sibilinos revisados en un armario, bajo el pedestal de la estatua de Apolo, en el templo que construyó para el dios cerca de su palacio de la colina Palatina. Un libro de la biblioteca histórica privada de Augusto cayó en mis manos algún tiempo después de su muerte. Se denominaba Curiosidades sibilinas y estaba compuesto por las profecías que se habían incorporado al canon original y que luego fueron rechazadas por los sacerdotes de Apolo. Los versos estaban copiados con la hermosa letra del propio Augusto, con los errores característicos de ortografía que, cometidos en su origen por ignorancia, fueron respetados por él como una cuestión de orgullo personal. Es evidente que la mayoría de esos versos no habían sido pronunciados jamás por la sibila, ya sea en éxtasis o fuera de él, sino que fueron compuestos por personas irresponsables que querían glorificarse a sí mismas o a sus casas, o maldecir las casas rivales, afirmando la paternidad divina de sus imaginarias predicciones contra ellas. He advertido que la familia Claudia se mostró particularmente activa en tales falsificaciones. Y sin embargo encontré una o dos profecías cuyo lenguaje demostraba que eran respetablemente arcaicas, cuya inspiración parecía divina y cuyo sentido sencillo y alarmante había decidido sin duda a Augusto —su palabra era ley entre los sacerdotes de Apolo— a no admitirlas en su canon. Ya no tengo el librito en mi poder. Pero puedo recordar casi palabra por palabra la más memorable de una de esas profecías en apariencia auténticas, que estaba registrada en el griego original y (como la mayoría de las piezas del canon) en tosca traducción latina en verso. Hela aquí:
A cien años de la púnica maldición Roma será esclava de un hombre velludo, un hombre velludo de muy poco pelo. Todos los hombres serán mujeres, y cada mujer un hombre. El corcel que monte tendrá dedos por cascos. Morirá a manos de su hijo, que no es hijo, y no en el campo de batalla. El otro velludo que esclavice al Estado será hijo, no hijo, del último velludo. Tendrá de cabellos abundante pelambre. Dará mármol a Roma en lugar de la arcilla y la ceñirá con cadenas invisibles. Morirá a manos de su esposa, que no es esposa, para bien de su hijo que no es su hijo.
El tercer velludo que esclavice al Estado será hijo no hijo de este último velludo. Será barro mezclado con sangre, Un hombre velludo de muy poco pelo. Dará a Roma victorias y derrotas y morirá para bien de su hijo no hijo, un cojín será su espada. El cuarto velludo que esclavice al Estado será hijo no hijo de este último velludo, un hombre velludo de muy poco pelo. Dará a Roma venenos y blasfemias y morirá de una coz de su viejo caballo que lo paseó de niño.
El quinto velludo que esclavice al Estado, que esclavice al Estado contra su voluntad, será el idiota a quien todos desprecian. Tendrá de cabellos abundante pelambre, dará a Roma agua y pan de invierno y morirá a manos de su esposa que no es esposa, para bien de su hijo que no es su hijo.
El sexto velludo que esclavice al Estado será hijo y no hijo de este último velludo. Dará a Roma violines y miedo y fuego. Sus manos estarán tintas en sangre paterna.
No habrá un séptimo velludo que lo suceda y de su tumba brotará la sangre.
A Augusto tiene que haberle resultado evidente que el primero de los velludos, es decir, los Césares (porque César quiere decir cabellera), fue su tío abuelo Julio, que lo adoptó. Julio era calvo y adquirió renombre por sus orgías con uno y otro sexo. Y su corcel de guerra, como se sabe públicamente, era un monstruo que tenía dedos en lugar de cascos. Julio escapó con vida de muchas duras batallas, pero finalmente fue asesinado en el Senado por Bruto. Y Bruto, aunque se le había endosado otra paternidad, era, según se creía, hijo natural de Julio. "También tú, hijo!", dijo Julio, cuando Bruto se precipitó sobre él daga en mano. Ya he hablado de la guerra púnica. Augusto debe de haber reconocido en sí mismo al segundo de los Césares. En verdad él mismo, al final de su vida, se jactó, mientras contemplaba los templos y los edificios públicos que había reedificado espléndidamente, y pensando también en la obra de toda su vida, de fortalecer y glorificar al imperio, que había encontrado a Roma de barro y la dejaba de mármol. Pero en cuanto a la forma de su muerte, debe de haberle parecido que la profecía era ininteligible o increíble; y sin embargo cierto escrúpulo le impidió destruirla.
La historia demostrará con claridad quiénes fueron el cuarto y el quinto velludos; y yo en verdad sería un idiota si, admitiendo la inflexible exactitud del oráculo en todos los detalles, hasta el momento, no reconociese al sexto velludo o no me regocijase, en bien de Roma, de que no haya un séptimo velludo para sucederlo.

martes, 22 de septiembre de 2015

Siete días en Nueva Creta ROBERT GRAVES.


Siete días en Nueva Creta
ROBERT GRAVES
Este fascinante libro de un importante poeta y autor inglés de novelas históricas también es conocido por su título americano Watch the North Wind Rise. En el momento de su aparición Graves acababa de publicar su controvertido libro, no de ficción, La diosa blanca: una gramática histórica del mito poético (1948), donde sostiene que toda gran poesía se inspira en lo eterno femenino, la antigua Diosa trina que ha sido desplazada en tiempos moder-nos por la «razón» científica masculina. Siete días en Nueva Creta (Seven Days in New Crete) aborda el mismo tema, en la forma de una fantasía de viaje en el tiempo. El narrador, un poeta del si-glo xx llamado Edward Venn–Thomas, despierta en un lejano futuro para encontrarse en un lugar utópico pero armonioso llamado Nueva Creta. Es una sociedad de hornillos de madera y luz de velas, gobernada por poetas y brujas de magia blanca, donde todo el mundo expresa su creencia en la única verdade-ra diosa. No hay violencia alguna –las guerras se han convertido en torneos amistosos librados en los pastos de la aldea– y hay una sorprendentemente escasa actividad sexual («en casos de total simpatía, nos echamos uno junto a otro, o pie con pie, sin contacto corporal, y nuestros espíritus flotan hacia arriba y vagan en un movimiento a través de la habitación»).
Aparentemente, Edward Venn–Thomas ha sido invocado por las brujas para que responda a sus preguntas acerca de su propio período, la Época Cristiana Tardía. (El conocimiento que tienen sus anfitriones del pasado es brumoso: en un mo-mento se siente mortificado al descubrir uno de sus poemas en un libro titulado El canon poético inglés, que ha sido «torpemen-te reescrito y atribuido al "poeta Tseliot"».) Pero en realidad, como llega a comprender gradualmente, él está allí para reali-zar los designios profundos de la Gran Diosa. Nueva Creta pue-de ser un paraíso no violento, pero es también aburrida y sin vida, y la tarea de Edward es inyectar un poco de maldad y locu-ra en las vidas excesivamente virtuosas de sus ciudadanos. Lo hace, sin ser consciente al principio de lo que está ocurriendo: se ve

 enredado en amores con dos jóvenes mujeres, despertan-do así sentimientos de celos que luego conducen a actos de ase-sinato y suicidio. Edward dice, en su principal discurso, al final de la novela:

–Yo soy un bárbaro, un poeta del pasado ... tengo un mensaje que transmitiros; ¡escuchadme bien! La Diosa es omnipotente, la Diosa es de una suprema sabiduría, la Diosa es totalmente buena; pero hay veces en que se pone la máscara del mal y del engaño. Durante demasiado tiempo, nuevos cretenses, ella os ha mostrado su rostro clemente y natural; la costumbre y la prosperidad os han cegado para su belleza. En mi época bár-bara, un tiempo de gran obscuridad, ella llevaba una máscara perpetua de crueldad hacia los incontables renegados de su servicio, y se la quitaba, raramente y en secreto, sólo para los locos, los poetas y los amantes.
»... Ella me ha llamado del pasado, como simiente de des-venturas, para proveeros de una cosecha de aflicciones, pues el verdadero amor y la verdadera sabiduría sólo surgen de la ca-lamidad ... ¡Sopla, viento del Norte, sopla! Aleja la seguridad, levanta los antiguos techos arrancándolos de sus vigas, destru-ye las ramas podridas de los alisos, las encinas y los membrillos; rompe las puertas ... y pon en libertad a los locos ...

En esta interesante (y a menudo divertida) fantasía de im-pulsos en conflicto, Robert Graves (1895–1985) no nos pide que nos unamos a su culto de la Diosa, sino que más bien explora todos sus propios sentimientos ambiguos en relación con la poesía, las mujeres, el progreso técnico, la guerra y la civili-zación.


Primera edición: Creative Age Press, Nueva York, 1949

Primera edición en castellano: Seix Barral, Barcelona, 1973
 David Pringle.

(Fragmento).
La evocación
—Soy una autoridad en la lengua inglesa-elijo el hombre del traje blanco en un acento extrañamente incoloro y con bastante titubeo, como si se tratase de una autoridad en
sánscrito que intenta hablar sánscrito familiar—. Espero que usted nos perdonará por haberle traído tan lejos, v.gr., tantas generaciones más allá de su época. Es usted el señor
Edward Venn-Thomas, ¿no es así?
Yo asentí con la cabeza, sintiéndome aún un poco confuso por el cambio tan repentino de escena, pero completamente despierto.
—¿Hablo con correctitud?-preguntó. —Con gran "correctitud"-le aseguré, intentando no sonreír—, pero sin las modulaciones de tono que nosotros, los ingleses, usamos para
expresar o para disimular nuestros sentimientos.
—Es conveniente menospreciar tales insignificancias. Tengo entendido que los letrados de su tiempo menospreciaban del mismo modo las modulaciones del griego antiguo.
Mas no debo molestarle con detalles tan agudos como ¿te.
—No es molestia ninguna. Cuanto más agudo sea el detalle más feliz me sentiré. Incluso estaría dispuesto a discutir con usted sobre las modulaciones del griego antiguo.
—Es usted muy amable, pero desgraciadamente no soy una autoridad en griego. Sin embargo, señor, hay una cuestión sobre la cual mi colega Quant y yo hemos estado
discutiendo estos últimos días-pues nos ha sido encomendado, debéis saber, la revisión del Diccionario Inglés—. A la luz del testimonio que ha llegado a nuestras manos con el
hallazgo de las felicitaciones de Navidad de Liverpool, en las que podemos leer versos como este:
y olvidaremos nuestras penas
en estas fiestas navideñas
o este:
Que cada noche sea amena
en esta pascua navideña
yo mantengo que la palabra "navideña" se pronunciaba con frecuencia "navidena" y que se trata de una variación dialectal de "navidera" que sin duda es un adjetivo más antigua
Quant me contradice con un entusiasmo muy poco corriente en él.
—Quant tiene razón.
—Oh, qué desilusión. Yo creía que había hecho un descubrímento de gran valía.
—¿Quién es usted? ¿Dónde estoy?
—¿Acaso no me he explicado claramente, a saber, que soy un estudiante de las lenguas europeas en la Última Época Cristiana y una autoridad en la lengua inglesa? En cuanto
a su segunda pregunta, si mira por la ventana puede que reconozca esta comarca.
Sí, la comarca me resultaba conocida. Aquella punta rocosa, el pequeño monte con la iglesia de Sainte Véronique sobre su cima-sólo que ya no era la misma iglesia, o quizás ya
no era siquiera una iglesia. Pero el Mediterráneo había retrocedido como un kilómetro o más, dejando que se extendiese, casi hasta el horizonte, una tira muy ancha de tierra de
cultivos. Los montes desnudos se veían ahora cubiertos de árboles y me gustaron mucho más así. Se lo dije a aquel hombre.
-¿Cómo he llegado hasta aquí?-pregunté.
—¿No recuerda usted nada?
—Nada en absoluto.
—Se cantaron conjuros a la luz de una hoguera desde el amanecer hasta el mediodía, y cuando apareció usted fue invitado muy cordialmente a que nos visitase. Usted respondió
que no tenia ningún inconveniente, aunque en realidad el futuro no le interesaba.
—Es verdad, no me interesa. Por cierto, ¿no estaré muerto, verdad?
—No, le hemos llamado del mundo de los vivos. Los muertos están, salvo error, muertos. A usted aún le quedan unos años de vida.
—Entonces, por favor, no me diga nada respecto a mi futuro inmediato. Echaríamos a perder mi historia, y yo tengo que vivirla día a día.
—Como usted quiera, señor.
—Y tampoco tengo demasiado interés en saber exactamente a cuántos cientos de años en el futuro me han traído. Si lo supiera puede que me sintiese incómodamente primitivo.
—Como usted quiera, señor.
—¿Para qué he sido llamado?
—Los poetas quieren hacerle unas preguntas sobre la Última Época Cristiana, que para nosotros tiene una especie de fascinación melancólica. Sus respuestas, si nos las quiere
conceder, serán guardadas en nuestros archivos.
—¿Tienen por costumbre esto de evocar a la gente del pasado?
—No, señor. No hace mucho que nuestras brujas han perfeccionado esta técnica, y usted es la primera persona que ha sido evocada de una época tan lejana como la Última
Cristiana, con excepción de su tío tocayo quien fue evocado, hace una semana, equivocándole por usted. Se quedó sorprendido y confuso ya que usted aún no había nacido entonces;
pero nos contestó con bastante amabilidad.
—Apuesto a que el tío Edward no divulgaría nada; era un diplomático de la vieja escuela. Pero ¿por qué me han llamado a mí y no a cualquier otra persona?
-¿A qué otra persona de su época le hubiese gustado que evocara la bruja?
—Bueno pues, no sé... Alguien que tuviese unos conocimientos más profundos de asuntos contemporáneos. Yo no soy ni un científico ni un estadístico, ni el editor de, una
enciclopedia. Ni tan siquiera soy un historiador instruido.
—Le escogimos a usted porque resulta que uno de sus poemas, a saber, "Retractación", ha sobrevivido hasta nuestros días, y se sabe que usted vivió por estos contornos.
—¿Es usted poeta?
Se quedó un poco cabizbajo al tener que repetirse una vez más.
—No-dijo-soy una autoridad en la gramática y la sintaxis de la Lengua Inglesa en la Última Época Cristiana. Las damas y los poetas os esperan en la próxima sala. Mi misión es
la de presentarle a ellos y la de ser su intérprete. ¿Cómo se encuentra? ¿Está mareado?
—Estoy muy bien, gracias. Y me gusta esta habitación; me recuerda nuestro estilo georgiano. Sosegada, sólida, bien proporcionada, aunque, claro está, las proporciones no
cambian con el tiempo, así que no me extraña mucho. Pero no hay cuadros. ¿Por qué no hay cuadros?
—¿Qué clase de cuadro desearía usted?
—Ah, pues no sé. Retratos de familia, por ejemplo.
—¿No le parece una tontería registrar una cara con su mirada de hoy, si dentro de unas estaciones su mirada será diferente?
—Pues entonces paisajes.
—Sin duda es más fácil y preferible admirar un paisaje en el original.
Dejé correr el tema.
—Veo que aún queman madera en sus hogares-dije—. —Los profetas de mi época han asegurado que en el futuro la energía atómica reemplazará la madera, el carbón y la
electricidad en la calefacción doméstica.
—Aquél fue un futuro muy temporal, y además, según la Historia breve, un futuro nada feliz. ¿Le gustaría tomar algo?
—¿Qué es lo que tienen? ¿Un vaso de vino y una galleta? —Era una pregunta para ponerle a prueba.
—Consultaré con las damas de la casa. Ya que es usted una visita del pasado, sería poco hospitalario negarle vino, si lo necesita. Pero nos sentiríamos todos mucho más
cómodos si aceptara usted beber, por ejemplo un vaso de cerveza, en lugar de vino. Esta no es la hora en que solemos beber vino. El vino, como la carne, lo reservamos para los
festivales. Pero es buena la cerveza.
—¡Cielos-dije—, si a mí me da igual! Deme cerveza, no faltaba más.
Sonrió agradecido, salió de la habitación y pronto volvió con un vaso de cerveza y unas galletitas saladas dentro de un plato.
—Hoy hacen fiesta los sirvientes; de otro modo le hubieran servido ellos-me explicó—. Pero de esta manera ha sido un día más propicio para su evocación. Pronto volverán.
La cerveza era buenísima. Las galletitas también.
—Cuánto me gustaría llevarme este plato a mi época-dije—, y también este vaso. ¿Son de mucho valor?
Tardó un rato en a justar su mente a esta pregunta. Por fin dijo:
—Si usted quiere decir "¿son valorados como dignos de uso diario?" la respuesta será, que no usamos ningún objeto que no sea valorado de este modo, aunque cada estado,
es decir, cada clase de nuestra sociedad reconoce y confesa tener una serie de valores distintos a los demás. Es, en efecto, la discrepancia entre los valores lo que diferencia a los
estados. Este vaso y este plato son del tipo que el estado de los magos valora como dignos de uso diario: yo personalmente no admiro estos objetos en lo más mínimo.
-Bueno, yo sí. Pero lo que quería decir es esto: ¿valen mucho dinero?
-¿Dinero?-dijo—. Oh, no. El dinero cayó en desuso hace mucho tiempo. Se portó mal, ¿comprende?
—¡Ya. lo puede usted decir! ¿Y qué usan en su lugar? ¿Cupones?
—Oh, ¡no, no, no! Cupones sí que no.
—¿Conchas de cauri?
Levantó las manos en signo de desesperación.
—Por favor, señor, ¿le molestaría pasar a la próxima sala, en donde esperan las damas y los poetas?
Entramos en la habitación donde dos mujeres y tres hombres estaban sentados alrededor de otro fuego.
—Presénteme, por favor-le dije al intérprete al tiempo que hacía una pequeña reverencia a los presentes.
Los hombres ya estaban de pie. Me devolvieron la reverencia. Las mujeres, tan guapas que casi me hacían sentirme molesto, se quedaron sentadas, sonriendo agradablemente.
El intérprete explicó:
—Ahora ya no llamamos a la gente públicamente por su nombre, como en su época; sólo damos el apodo o el título. Esta dama es una bruja. No, por favor, aquí no se da la mano.
La bruja, que me recordaba vivamente a Marlene Dietrich, parecía que se había divertido al verme tan decidido, pero no dijo nada.
—Su apodo es Hoja-de-Sarga o Sally en diminutivo.
-¿Señorita o señora?
-¿Cómo dice?
Le expliqué.
-Oh, no; las diferencias de este tipo solamente existen entre los comunes, pero aquí no.
-¿No existe entre poetas y otros magos, quiere decir?
—Sí, eso es. Aquí, como solemos decir, la casa escoge al hombre, no es el hombre quien escoge la casa; v. gr., las mujeres que gobiernan una casa no adquieren ningún título
como resultado de sus relaciones con hombres.
—Asegúrele a la bruja que no era mi intención ofenderla, le dije al Intérprete.
—Esta dama relativamente joven es..., bueno, es una nin— la... una ninfa del mes. Pero quizá usted no comprenderá el significado de ninfa... La llamamos por su título de joya, a
saber Zafira
Hablaban en una lengua basada en el catalán (mi madre era catalana), pero tenia también mucho de inglés, algo de gaélico y un poco de eslavo, y aunque pronunciaban con una
lentitud majestuosa, al principo no pude entenderles bien.
Los tres hombres tenían apodos que me recordaban a los pieles rojas: Veo-un-Pájaro, Pan de Higo y Estrella de Mar. Eran poetas y magos. Veo-un-Pájaro era un hombre alto,
amable, de cierta edad. Pan de Higo y Estrella de Mar, que debían tener cerca de los treinta años, parecían hermanos: los dos tenían las espaldas anchas, el cuerpo delgado y ojos
oscuros de mirada sincera.
—Me han invitado ustedes para que les conteste algunas preguntas...-empecé diciendo.
Sally le hizo señas con la mirada a Estrella de Mar y él preguntó por ella:
—¿Le somos simpáticos?
—Mucho-y lo dije en serio. Hubo un murmullo de alivio. El Intérprete explicó:
—Ahora podemos continuar nuestra conversación. Si hubiese vacilado o si hubiésemos percibido una nota discordante en su voz, le hubiésemos ofrecido nuestras disculpas,
devolviéndole a su época sin más preguntas.
—¿Por qué?
—Las conversaciones entre personas que no armonizan, siempre son estériles-dijo con la tos consiguiente.
—¿Quién hubiese percibido la nota discordante?
Parecía sorprendido.
—Todos. En este grupo todos son magos. Pan de Higo miró a su alrededor, como pidiendo permiso pasa hablar.
—¿Qué se siente al ser un poeta de la Ültima Época Cristiana?-preguntó.
La pregunta era tan amplia que me estuve medio minuto callado. Luego contesté con precaución:
—¿Quiere que haga la comparación con la Primera Época Cristiana o con la Época Pre-Cristiana? No puede usted pedirme que compare con su época; y por cierto, ¿cómo la
llaman?
—Esta es la Época de Nueva Creta.
—Bueno, pues no puede pedirme que compare con su Época de Nueva Creta, de la cual aún no sé nada.
—Lo mejor sería dejar a un lado las comparaciones. Nadie ¡Hiede responder más que de su propia época.
—Entonces ¿puedo decir que no me gusta la mía? ¿O acaso le parecería una confesión de estupidez?
—Si es usted feliz en sus amistades personales y le sigue disgustando su época, entonces usted mismo la está acusando de un cambio muy violento. Y un cambio siempre debe
ser doloroso.
—Gracias por explicármelo de este modo. Y por cierto, ¿cuánto ha de durar la Última Época Cristiana?
Se consultaron entre ellos, y luego el Intérprete informó:
—Según la Historia breve, señor, aún quedan varios papas por elegir. Señalamos el final de la Era Cristiana cuando termina el pontificado, aunque el cristianismo en sí persiste
en formas múltiples durante muchas generaciones después de la suya.
—¿Ah, sí? ¿y quién suprimó el pontificado?-pregunté con un interés cada vez mayor.
—La sede fue trasladada de Roma a San Francisco en un momento crítico entre dos guerras, y fue suprimida una o dos generaciones más tarde por los Pantisócratas, o
Niveladores, de Norteamérica. Adriano VIII y Pío XVI fueron los últimos papas. Entonces hubo un concilio Mundial de Iglesias, convocado en Pittsburg, en el cual se llegó al acuerdo de
distinguir entre el Jesús israelita y Cristo el Dios, y de considerarle como el primer Pantisócrata. Cristo el Dios fue abolido por una mayoría de votos, del mismo modo en que había
sido establecido por otra mayoría de votos en el Concilio de Nicea. A pesar de esto, se mantuvo entre los Mystiques, una secta secreta y hereje de habla francesa del Canadá, como
la segunda persona de su trinidad; aunque le llamaban Paz en lugar de Cristo, en parte por razones de seguridad, y en parte porque querían librarse de la preocupación constante que
les daba el Jesús israelita, y también porque las palabras Jesús y Cristo se habían convertido en sinónimas en el habla popular. Pero ahora me callo, ya que el futuro no le interesa, y
ya que solamente me había pedido que le facilitara una definición temporal de la Última Epoca Cristiana.
—Quizás sea mejor así. Pero no debe pensar que, por lo que dije referente al futuro, quiera decir que no lo esté pasando bien en el futuro en que estoy ahora. Lo que quise decir
es que, en mis tiempos, ponerse a especular sobre un porvenir al que no pertenecemos y que no podemos pronosticar por falta de medios (ni siquiera podemos pronosticar los
vientos dominantes más allá de las veinticuatro horas) nos distrae del presente y a menudo perturba la mente de las personas. Si pudiese prever algunos acontecimientos, por poco
importantes que fuesen, como los resultados de carreras de caballos que aún no han tenido lugar, me pondría en una posición muy ventajosa, pero al mismo tiempo molesta, en
cuanto a mis contemporáneos.
-Ninguno de nosotros le ofrecemos voluntariamente cualquier información que pueda poner en desorden su vida-dijo Sally.
—Deben comprender-empecé a decir, algo nervioso-que el hecho de ser un poeta en mis tiempos es algo así como un anacronismo, porque ninguno de los principales intereses
de la gente se relaciona, ni siquiera indirectamente, con la poesía. Me refiero por ejemplo al dinero, el deporte y la religión, la política y la ciencia.
—Y todos estos intereses, ¿son exclusivos?-me preguntó Pan de Higo, con voz pesada, inclinándose hacia adelante en su sillón de cuera
—Oh, no-le dije-exclusivos, na Claro que no son exclusivos. —Los ojos serios y oscuros de Pan de Higo roe daban complejo de vendedor ambulante, charla que te charla—. En
teoría, el hombre de negocios pone el dinero por éncjrn? de todo lo demás en el mundo; en tiempos de guerra puede incluso llegar a vender armas a un poder enemigo para ser
usadas contra su propio país. Un comunista declarado, que es el tipo de político más activo, pone al comunismo por encima de todo, incluso sería capaz de denunciar a sus propios
parientes o hijos por "actividades burguesas". Un fanático de la religión podría dar todos sus bienes a los pobres y morir feliz en una cuneta. Un verdadero científico se sentiría
contento si pudiese hacer volar el mundo en que vive sólo para demostrar una de las teorías de la energía atómica. Sin embargo, en la práctica, el comunista también puede ser un
científico, el hombre de negocios puede que los domingos enseñe el catecismo en una iglesia cristiana, el cristiano también puede ser comunista, y el científico puede que tenga
negocios. Reconozco que es un poco desconcertante. Pues bien; la poesía es algo que no vale la pena comprar ni vender a gran escala, así que al hombre de negocios no le interesa.
El comunista la condena porque dice que es una divergencia individualística de los principios marxistas. El fanático de la religión la aparta de su vista, diciendo que es una frivolidad.
El científico la descarta porque no se puede reducir a ecuaciones matemáticas y por lo tanto, según él, le falta principio. Y por estar al margen de concursos, tampoco tiene relación
alguna con el deporte.
-Entonces, ¿cómo puede uno seguir siendo poeta?
-Yo mismo a menudo me hago esta pregunte. Pero al menos los intereses que se oponen no están unidos. Es la me canizadón de la vida lo que hace que nuestra época sea
como es: la ciencia y el dinero se unen para hacer girar las ruedas más y más deprisa cada vez. En la teoría comunista se glorifica al tractor como emblema de la prosperidad; y por
ahora ningún papa ha publicado una encíclica contra el motor de combustión interna o contra la turbina eléctrica. Sin embargo se teme que la mecanización, y lo que llamamos la
tipificación, tengan sus desventajas y sus peligros, y por consiguiente se tolera al poeta porque es bien sabido que se opone a ellas. De este modo el arroyo en que fluye la verdadera
poesía jamás se ha secado, aunque haya quedado reducido a un pequeño...
Aquí dejé de hablar repentinamente. Lo que había estado diciendo, me hacía sentir como si formara parte de un consejo de cerebros especializados, y realmente no tenía
sentido. Yo siempre apago la radio cuando me balbucea palabras como "tipificación" y "mecanización".
El viejo Veo-un-Pájaro rompió aquel silencio incómodo.
—Según nos dice el Intérprete, usted ha vivido dos guerras mundiales. ¿Han participado en ellas algunos poetas?
—Casi todos los mejores. ¿Eso le escandaliza?
—Entre nosotros, un poeta puede hacer lo que quiera mientras conserve su dignidad. Tanto Pan de Higo como yo hemos tomado parte en guerras. Pero parece ser que en la
guerra de su tiempo había pérdida de vidas y daños materiales además de obras indignidades.
—Naturalmente. La misión de un comandante-jefe es la de destruir los ejércitos contrarios y forzar al gobierno enemigo a rendirse incondicionalmente.
—Pues es una manera muy poco agradable de hacer la guerra. Entre nosotros la guerra es siempre muy divertida, aparte de las luchas en defensa propia en las que algunas
veces se ven envueltos nuestros viajeros al pasar la frontera de Nueva Creta, y si alguien muriera la concluiríamos inmediatamente.
—Nuestras guerras son realmente odiosas.
—Así pues ¿es cierto que sus ejércitos no muestran ningún respeto hacia mujeres y niños? No puede ser posible que un poeta mate una mujer... Esto no tendría sentida
—Yo nunca maté ninguna-dije débilmente—. Al menos, que yo sepa, no.
Siguió otro silencio, que finalmente rompió Pan de Higo, diciendo:
—Su voz está cargada de matices que no me son familiares. Supongo que la vida para usted es tan compleja que nunca le resulta fácil decir la verdad. Cuando está dialogando
sobre las instituciones y los acontecimientos de sus tiempos, la falta de seguridad en su voz se contrasta de una manera extraña con el convencimiento con que nos habló al principio,
cuando nos dijo que le gustábamos.
—Bueno, usted también nos gusta-dijo Sally.-¿Le apetecería quedarse un poco más con nosotros, o se encuentra incómodo tan por delante de su época?
—Si pudiese estar seguro de que mi ausencia no está preocupando a nadie, me quedaría hasta que se cansaran de mí.
—Por esto no se preocupe. En su época usted está dormido, y tiene entera libertad para quedarse aquí meses o años en un sueño que no durará más de lo que tarda en respirar
dos veces.
—Muy bien entonces; pero no quisiera volver y encontrar mi casa en ruinas y mi hijo de dos años con una larga barba blanca sentado sobre un silla de ruedas.
Me acomodé en mi asiento y estuvimos hablando hasta la puesta del sol; entonces se oyó repicar una campana a lo lejos y encendieron unas velas. Estaban hechas de ceras de
abeja y colocadas en unos candelabros de oro pesado. No sé porque, pero me había imaginado que encontraría un tipo de alumbrado más avanzado.
A la mayoría de la gente de mi época no le hubieran parecido bien mis nuevos amigos por ser, en una palabra, demasía— do apuestos-físicamente de pura sangre-y con una
intensidad intelectual desconcertante. Parecían no haber en su vida enfermos; tenían la cara apacible, sin arrugas y parecían tan felices que casi resultaba indecente. Y sin embargo
les faltaba aquella cualidad que viene tras una horrible experiencia que hemos afrontado con nobleza y logrado superar. Intenté imaginármelos haciendo frente a los problemas de
nuestro tiempo; no, pensé, en menos de una semana acabarían desfigurados y ojerosos. No solamente les faltaba personalidad, que las condiciones de su vida no les había permitido
desarrollar, sino que también carecían de sentido del humor, la pizca de rapé que hace huir al toro cuando embiste, o la tarta de crema bien lanzada que también hace huir al policía
cuando nos acomete. No tenían necesidad de estas cosas, y durante toda mi estancia con ellos no pude escuchar ni un solo chiste que tuviera gracia. La gente se reía, claro está,
pero sólo ante una inesperada alegría, nunca de las desgracias de los demás. Si el ambiente se pudiese aclimatar a una época tan vil como la nuestra, lo describiríamos como un
ambiente santurrón, palabra que transmite un reproche por su complecencia e indiferencia hacia los sufrimientos del resto del mUndo. Pero esta resultaba ser una época de "buenos",
sin lugar para humor, sátira o parodia. Recuerdo una ocasión en que Veo-un-Pájaro colgó un espejo distraídamente en lo que pensó que era un clavo, pero que en realidad era una
mosca que se había posado sobre la pared. Todos se rieron a carcajadas, pero no por su error: se rieron del puro placer de ver cómo logró atrapar el espejo que se caía con el dedo
de pie, salvándolo así de estrellarse contra el suelo.

domingo, 20 de septiembre de 2015

DAVID PRINGLE Literatura fantástica Las 100 mejores novelas Una selección en lengua inglesa, 1946-1987


DAVID PRINGLE
Literatura fantástica
Las 100 mejores novelas
Una selección en lengua inglesa, 1946-1987

Gene Wolfe (1931 - ) autor de ciencia ficción. Conocido por su prosa densa y rica en alusiones, que muestra una fuerte influencia catolica, religion que el autor adoptó. Escritor prolífico tanto de historias cortas como de novela, ganador del premio Campbell Memorial Award, de los premios Nebula y World Fantasy Award en dos ocasiones cada uno, y del premio Locus en cuatro ocasiones. Su obra más conocida es la saga The Book of the New Sun.

LA SOMBRA DEL TORTURADOR.
En una sociedad de corporaciones medievales, donde unas naves–cohetes de otro tiempo forman las torres de las ciudadelas, un joven se acerca a la madurez. El mundo está regido por el Autarca de la Casa Absoluta, emplazada en algún sitio al norte de la Ciudad Imperecedera. Nuestro héroe es un aprendiz de torturador que comete el crimen de mostrarse compasivo con una «cliente» de la corporación, y en consecuencia es expulsado de la laberíntica ciudad. Los primeros capítulos están dominados por imágenes de muerte –tumbas, mazmorras, bibliotecas sin luz, aguas estancadas– y sirven como contrapunto del tema principal, la búsqueda del Sol Nuevo. Ésta es la más larga de las novelas contemporáneas de cf, y una de las mejores. Comprende cuatro volúmenes: La sombra del torturador (The Shadow of the Torturer, 1980), The Claw of the Conciliator (1981), The Sword of the Lictor (1982) y The Citadel of the Autarch (1983), que suman en total 1.200 páginas. Una obra monumental, evidentemente, y en ciertos aspectos una obra terminal: es difícil imaginar que alguien emprenda seriamente otra historia semejante.
Es la historia de un futuro muy, muy lejano, en el que la Tierra ha cambiado por completo. Ha sobrevivido a una era glacial, las naciones–estado de nuestros días hace mucho que han desaparecido, y la humanidad ha abandonado la exploración del espacio.
Fuente: Enrico Pugliatti.

sábado, 19 de septiembre de 2015

Cuentos Completos. Chéjov.



El padre del cuento. Un punto de partida para la literatura. Antón Pávlovich Chéjov y su universo. Por primera vez en español cuidados volúmenes reunirán toda la narrativa breve del maestro ruso universal. Una selecta traducción realizada por los mejores traductores y una rigurosa edición a cargo de Paul Viejo, que servirá para conocer de principio a fin y cronológicamente la obra del autor de La dama del perrito. Un primer volumen donde confluyen sus cuentos iniciales, humorísticos y paródicos, junto a obras maestras como El camaleón, Se fue o Flores tardías. El camino se abre aquí a una obra de referencia para la modernidad. El camino de Chéjov. Chéjov completo.

INTRODUCCIÓN    

I CONOCER A CHÉJOV

Conocemos a Chéjov. Conocemos a Chéjov y lo reconocemos, además. Sabemos —aunque no lo hayamos leído incluso— quién es y dónde situarlo, junto a quién, contra quién. Qué fácil y qué rápido lo situamos ahí arriba, justo al lado de Poe, justo al lado de Maupassant, justo en esa puerta medio abierta que lleva hasta el cuento moderno, como si tuviéramos ya claro qué es un cuento «moderno» y cuál se ha quedado viejo, anticuado, limitado.
Conocemos a Chéjov. Y lo reconocemos, porque sabemos lo grande que es —con lo pequeño que lo hacía todo—, y no es difícil encontrarse en medio de alguna polémica, del tipo Chéjov contra Tolstói, Chéjov contra Dostoievski, Chéjov contra Gorki, contra Gógol. Contra Turguéniev, Léskov, Gonchárov, Bulgákov. Contra toda la literatura rusa, si hace falta, porque sabemos que bastan las pocas páginas de un cuento como «La dama del perrito» para salvarlo. Que basta una ilusión como «Flores tardías» para salvarnos.
Conocemos a Chéjov, y sabemos que además de cumplir con la imagen que tiene que dar, la del escritor perfecto, la del nunca sobra nada, mira cómo insinúa, y también la del escritor de éxito, sabemos bastantes cosas de su vida —porque «basta el espacio de una lápida para dejar encuadernada en musgo la vida de un hombre», ya lo dijo Nabokov—, como que no fue sólo escritor, a quién se le ocurre, sino que fue también médico. Sabemos lo de que estudió medicina en Moscú, y que ejerció como médico, y como médico rural, y como médico retirado después, igual que sabemos lo de que nació en Taganrog en 1860, o lo de que compatibilizó la literatura y la medicina dentro de una metáfora de amantes y esposas que él mismo se inventó. Sabemos, igual, lo de sus mil seudónimos, lo de las revistas y los periódicos, lo de la tuberculosis y los cientos de relatos, lo de sus viajes a Sajalín, a Yalta, a todas las partes de Rusia; sabemos lo de sus problemas de dinero, y lo del fracaso inicial de sus obras de teatro, y lo del amor último con la actriz Knipper; sabemos incluso lo de su muerte en Badenweiler con sólo 44 años, un escritor joven, igual que sabemos lo de la copa de champán y lo del ich sterbe, y sabemos incluso —aunque depende del cuento que nos cuenten, la versión puede cambiar— lo del tren que transportaba ostras y otras cosas y el cuerpo de Chéjov hasta Moscú, para que descansara tranquilamente después de todo lo que había hecho, lo que había escrito para nosotros. Y si no lo sabemos, cada vez es más fácil. Y si no hemos acudido a esa lápida biográfica de las enciclopedias digitales, podemos —si queremos, no siempre es necesario— acudir al Chekhov: A life de Donald Rayfield, que lo tiene todo o casi todo sobre su vida, o acudir al Cechov de la italiana Ginzburg, que no contiene nada o casi nada, pero es simplemente delicioso, como un relato del propio Antón.
Conocemos a Chéjov, sobre todo, porque lo hemos leído. Porque hemos tenido —los lectores en español— la suerte enorme e inmensa de haberlo visto publicado desde hace ya casi un siglo, de tener varias versiones de sus mejores relatos, de todos los que son imprescindibles y alguno de los que menos, antologías grandes y antologías de bolsillo, monjes negros y pabellones del 6, damas, señoras, doncellas y señoritas con perro y con perrito y con cachorro, coristas, amores, grosellas. No nos podemos quejar, porque hemos leído —si hemos querido— lo más grande y mejor de Chéjov y por eso sabemos que él mismo es grande y el mejor, o de los mejores.
Conocemos a Chéjov, porque tenemos miles de detalles como los apuntados en estas líneas. Muchos más, y con eso nos basta, o nos debería bastar. Pero a veces creemos conocer de más, y reconocemos con exageración, aunque todavía queden huecos por completar, espacios por rellenar. Y en parte por eso, casi solo, tiene sentido editar los Cuentos completos de Chéjov, y en parte por eso, casi solo, tiene sentido esta edición y es su propósito. Ofrecer, reunida por completo en cuatro volúmenes, la obra de Chéjov después de ya haber leído sus mejores relatos, sus cuentos más valiosos, puede tener poco sentido salvo para esa función necesaria —tan necesaria como todo lo que tenga que ver con la literatura— que es conocer (ahora sí) a Chéjov desde el principio hasta el final, ordenado, dejando claro y evidente y a veces incluso con sonrojo cómo se inicia un escritor que acabará siendo un genio, qué poco redondos son algunos cuentos suyos que casi ni parecen cuentos, y qué arriesgados o modernos o vanguardistas son otros, cuántos tópicos se rompen (¿cómo que no sobra ninguna palabra?, ¿dónde, por qué no va a sobrar ninguna palabra si nos las pagan al peso?) si uno recorre, en la lectura, el mismo camino que Chéjov, y cuántas sorpresas también al paso, porque intuíamos que sus primeros cuentos eran de risa —para reír, perdón— y muy graciosos, y que los últimos eran muy tristes y muy largos y cuánta melancolía, cómo conoce este hombre el alma humana, y de repente nos encontramos en medio de lo gracioso una cosa triste, tristísima, y en medio de los cuentos menos buenos (o más ligeros) joyas, obras maestras que parecen de la última época y que nosotros no distinguíamos mezclados como estaban entre tantas antologías.
Conoceremos a Chéjov en cuatro volúmenes ordenados cronológicamente, que empiezan en este mismo con la «Carta a un vecino erudito» que fue el primero de los cuentos suyos, y terminan allí a lo lejos, en el cuarto, con «La novia» que fue el último, y cuando este acabe vendrán un buen número de inconclusos, inéditos y dudosos, atrapados en un apéndice. Cuatro volúmenes que reunirán no sólo todos los cuentos, sino también a todos los traductores, o casi todos, que se han ocupado de Chéjov, los que mejor conocen a Chéjov, de varias generaciones, de varios acentos, de español variado y ruso variado, como el de Chéjov. Cuatro volúmenes donde se irá apuntando la historia de estos cuentos, todos los datos, todas las fechas, casi todas las anécdotas, y pequeñas introducciones que nos vayan explicando cómo se publicaron los cuentos, qué pasó con sus libros, cuáles las revistas, dónde los éxitos, hasta qué punto los fracasos. Cuatro volúmenes para ordenar, por fin, a Chéjov. Cuatro volúmenes para leer, por fin, a Chéjov de arriba abajo y desde cerca. Cuatro volúmenes de Cuentos completos. Para conocer a Chéjov.
 

Manuscrito del cuento «Dos novelas»



 II 1880-1885

Este primer volumen de los Cuentos completos de Chéjov contiene lo que en la nomenclatura tradicional de la obra chejoviana se ha venido llamando relatos, cuentos, piezas humorísticas y parodias, todos correspondientes al periodo comprendido entre 1880 y parte de 1885. La mayoría de ellos aparecieron por primera vez en revistas y publicaciones periódicas, sujetos a las habituales correcciones tipográficas y la enmienda de erratas. Varios de los relatos (como «Una vida en preguntas y respuestas», «Flores tardías», «El fin de un idilio», «Definiciones filosóficas de la vida», «El espejo torcido», «Dos novelas» o «Carta a la redacción») se han recuperado, sin embargo, desde los originales autógrafos que se han conservado en los archivos de Moscú y Taganrog.
Un buen número de estas historias tempranas de Chéjov fueron corregidas por su autor en varias ocasiones para su publicación en dos colecciones de relatos: Travesura (1882), que permanecería inédito, y Cuentos de Melpómene[1] (1884). «El espejo curvo» aparecería por primera vez tan sólo en la edición de las Obras completas[2] que Adolf Marx publicó entre 1899 y 1903, y que Chéjov se encargó de preparar y seleccionar, mientras que otros relatos, como «Juicio sumarísimo» o «Imprudencia», tuvieron que ser recuperados a partir de las galeradas dispuestas para esa misma edición.
En los diferentes archivos donde se conserva la obra de Chéjov permanecen numerosos recortes de las revistas donde se fueron publicando, copias manuscritas y apuntes que el autor utilizó para seleccionar aquellos que se incluirían en sus obras completas (o que Chéjov descartaba añadiendo una anotación: «N. B.: No incluir en obras completas»), pero también para enmendar algunos de los recortes que estos relatos humorísticos iniciales habían sufrido por parte de la censura que permitía su publicación en las revistas, como en el caso de «Carta a un vecino erudito» o «El pecador de Toledo».
El primer volumen de cuentos de Antón Chéjov iba a llamarse Travesura, y estuvo preparando su publicación a mediados de 1882, para incluir los doce cuentos que se señalan en los apartados siguientes. Sin embargo, esta primera antología no llegó a ver la luz nunca. En la Casa Museo Chéjov de Moscú se conservan dos copias (sin portada, índice de títulos y algunas de las páginas finales) de 112 y 96 páginas respectivamente. En una de las copias figura la inscripción «Edición del autor, 188—», mientras que en la segunda una anotación manuscrita decía que las páginas supervivientes de este libro, perteneciente a A. Chéjov, y que todavía no habían visto la luz, pasaron a formar parte de su próximo libro, Cuentos de Melpómene. La nota estaba firmada por I. Chéjov en marzo de 1931, y además añadía: «Ilustraciones de su fallecido hermano Nikolái».
Mijaíl Chéjov en sus memorias, Alrededor de Chéjov[3], habla de este libro inédito: «Estaba ya impreso, encuadernado y sólo le faltaba la cubierta… No sé por qué no fue nunca publicado ni cuál fue su destino». Y aunque sí se conservan documentos relativos a la censura administrativa y la entrega del material, ni el propio Chéjov dejó más información escrita sobre esta primera colección de cuentos.
El verdadero «primer libro» de Chéjov fue por tanto Cuentos de Melpómene. Seis cuentos, de A. Chejonté, publicado en Moscú, por cuenta propia, en 1884. La aparición de su ópera prima provocó diversas reacciones en la prensa que transitaban desde las positivas «humor dickensiano» o «se leen con interés. El autor tiene un indudable sentido del humor», hasta algunas menos complacientes como la que apareció ya en 1885 en El observador donde se decía que, aunque interesantes, «estas historias están mal escritas».
En 1900, la editorial que publicaba la revista La libélula[4] decidió lanzar una antología titulada En un mundo de risas y bromas, donde reuniría algunas de las historias, poemas, piezas humorísticas y caricaturas que habían visto la luz en sus páginas. De Chéjov publicaron varios de los textos aparecidos en 1880, mientras colaboró con ella: «A la americana», «Papá», «Antes de la boda», «Por unas manzanas» y «¿Qué es lo que más se da en las novelas, relatos, etcétera?».
Todos los cuentos y piezas cómicas que Chéjov publicó entre 1880 y 1882 salieron bajo seudónimo o sin firma, como damos cuenta en las siguientes páginas. La primera que se reconoce como auténticamente chejoviana es una simple firma «… v’», en el primero de sus cuentos publicados, mientras que el más frecuente y que usó con más insistencia fue «Antosha Chejonté», o variaciones como «Antón Ch.», «Chejonté», «An. Ch.», «Antón W***», «Don Antonio Chejonté», etcétera, o completamente diferentes como «El hombre sin bazo», «Un poeta prosaico» o «G. Baldastov».
Ni siquiera Chéjov, mientras preparaba la edición completa para Marx, pudo localizar todos los textos que escribió a lo largo de veinte años de creación: «están repartidos por todo el mundo», dejó escrito. Un buen número de textos publicados en estas fechas, de forma anónima o con diversos seudónimos, se perdieron en los propios fondos de las revistas donde fueron publicados y, sólo algunos de ellos, recuperados en épocas recientes, a través de sistemáticos estudios y pruebas. También la atribución o las dudas respecto a la autoría han dado un buen número de textos «dudosos» que, a modo de apéndice, se suelen reunir en las ediciones chejovianas.
Desde finales de 1882 Chéjov comenzaría a colaborar en la revista Fragmentos[5], a cargo del editor Nikolái Leikin, y con esto se iniciaría uno de los periodos más prolíficos de su carrera. Entre principios de 1883 y principios de 1884 se pueden rastrear ciento treinta cuentos, de diferentes géneros, extensiones e intenciones, de los cuales, sin embargo, tan sólo veintiséis acabarían formando parte de las Obras completas, algo que puede llegar a decir mucho de la exigencia de Chéjov, o de sus gustos o necesidades en cada época. La estrecha colaboración entre Leikin y Chéjov, además de exitosa, les proporcionaba a ambos una gran satisfacción. Si Chéjov sentía que podía desarrollar más su faceta literaria que lo que había podido hacer en las revistas moscovitas en las que colaboraba previamente, Leikin por su parte admiraba el ritmo y el número de contribuciones de Chéjov, hasta que enseguida se convirtió en el principal colaborador de Fragmentos. Hasta tal punto fue estrecha su colaboración que hoy sabemos que algunos de los cuentos de Chéjov sufrieron una intensa intervención por parte del editor, muchas veces sin consultarlo previamente. En ocasiones el objetivo era evitar la censura o enmendar los textos de la forma en que ésta proponía (como en «Un esclavo jubilado»), pero también únicamente por problemas de espacio («De paseo en landó», «Un liberal»), y poder adaptarse a las cien o ciento cincuenta líneas que el diseño de la revista permitía. El propio editor, para no excederse en esas funciones, le recomendó a Chéjov tenerlo en cuenta, y así sabemos que gran parte de lo que hoy se reconoce como rasgo importantísimo de su estilo compositivo se debe a esta razón, que condicionaba por completo la escritura, y que historias tan valiosas como «La cerilla sueca» y «La muerte de un funcionario», u obras maestras de la brevedad lacónica y el subtexto como «Se fue» o «Un trágico» se beneficiaron de este tipo de «censura». Lo único que en ocasiones Chéjov reprochaba era que la revista no pudiera publicar todo aquello que él enviaba, y que muchos de los cuentos se retrasaran considerablemente o incluso no llegaran a ver la luz.
Por ello, desde ese momento se hacen frecuentes las colaboraciones con otras revistas. Breves fueron las colaboraciones con la Hojilla satírica rusa, editada por Abram Lipskerov, donde aparecerían «La venganza de las mujeres» y «El vanka», y con Noticias del día, donde aparecieron «Un examen» y «¡Oh, las mujeres, las mujeres!».
En 1883 aparecería, por fin, el primer relato de «Antón Chéjov», es decir, firmado con su propio nombre, «En el mar», hecho que se volvería a repetir en «La cerilla sueca». Los editores de Noticias del día y La hoja moscovita también colocaron deliberadamente la firma «A. Chéjov», sin consultarlo, al pie de los relatos «Un examen» y «Un hombre orgulloso». Pero la cuestión del nombre todavía sería un tema peliagudo.
Ni siquiera en la primera edición de su segundo libro de cuentos, Relatos abigarrados[6], de 1866, figuraba de tal forma, sino que todavía se mantuvo el habitual «A. Chejonté». Sólo en siguientes ediciones, guiado por los consejos del escritor Dmitri Grigórovich y el editor Alekséi Suvorin, aparecería su nombre entre paréntesis y seguido del seudónimo. Relatos abigarrados contenía setenta y siete relatos aparecidos entre 1883 y 1886, de los cuales cuarenta y siete se publicaron durante esta etapa de colaboraciones con Fragmentos, incluidos sin apenas rectificaciones (salvo una excepción importante en el relato «El gordo y el flaco»). Más significativas serían ya la revisiones a partir de la segunda edición, reducida a cuarenta y un cuentos, cuya estructura se mantuvo hasta la sexta edición (1895), para volver a modificarse en la décima (1897) y duodécima (1898). Relatos abigarrados sería la primera obra que por fin proporcionó a Chéjov visibilidad y numerosas menciones en prensa, reconociendo que los relatos incluidos (es decir, un gran número de los que se recogen en este libro) demostraban que el autor «era capaz de combinar la facilidad y elegancia de sus formas, con la gravedad de los contenidos», como se publicó anónimamente en la revista El despertador. Hasta finales de la década de 1890, cuando se iniciara la publicación de sus Obras completas, no se volvería a dar una situación tan positiva, en número y contenido, en la recepción de las obras de Chéjov y el renacimiento del interés por el autor.
En 1884 Chéjov era ya, desde luego, alguien a quien se leía con atención y cuyas colaboraciones eran reclamadas desde distintas editoriales, lo que provocó no pocos desencuentros con el editor de Fragmentos. Sus diferentes participaciones en otras publicaciones, como la retomada con El despertador o las que se iniciarán con Entretenimiento, El provecho ruso o Noticias del día, permitirán a Chéjov algo a lo que cada vez le dará más importancia: no limitarse a textos breves de carácter humorístico, sino poder experimentar con extensiones, puntos de vista y enfoques diversos. Habrá que considerar estos años, 1884 y principios de 1885, como una de las primeras bisagras hacia la obra mayor de Chéjov, como ya adelantan algunos de los cuentos. Dos de ellos, de entre los incluidos aquí, se publicaron en el siguiente libro de cuentos de Chéjov, Discursos inocentes (de A. Chejonté), publicado en 1887: «La noche antes del juicio» y «Una noche de espanto».
Este volumen se detiene justo ante un relato mayor, tanto en su extensión como en su calidad, «Un drama de caza», prácticamente una novela policiaca, con el que se abre la segunda parte de esta edición y que incluye muchos de los cuentos que acabarían formando parte, ya sí, de la colección que le daría el renombre definitivo y la fama merecida, En el crepúsculo[7].
Fuente: Editorial Paul Viejo.

viernes, 18 de septiembre de 2015

DIARIO DE UN KILLER SENTIMENTAL Luis Sepúlveda


Luis Sepúlveda.
Con Diario de un Killer Sentimental y Yacaré, dos novelas cortas reunidas aquí en forma de libro, Luis Sepúlveda se adentra de lleno en el género policiaco que tanto le ha gustado desde siempre. Si, en la primera, el asesino a sueldo infringe con su enamoramiento todas las normas de su implacable profesión, en la segunda, el investigador de una compañía de seguros no puede evitar saltarse los límites de su misión, dejándose llevar por su fino olfato de antiguo agente de policía. Y, mientras el asesino a sueldo conduce al lector desde París a Madrid y desde Estambul a Mexico en busca de su futura víctima, un blanco nada fácil de encontrar ni de definir, el investigador de la compañía de seguros, tras cambiar su cálida y tranquila oficina de Zurich por las gélidas calles de Milán, se introducirá en el desconocido mundo de los indios anaré, misteriosos habitantes del sur de Brasil cuya existencia gira en torno a los yacarés, pequeños cocodrilos que, como se verá, valen su peso en oro.
Fuente: Editorial Tusquets.
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DIARIO DE UN KILLER SENTIMENTAL 
Luis Sepúlveda
  


  Diario de un killer sentimental. (Fragmento).
 Un mal día
El día empezó mal, y no es que yo sea supersticioso, pero creo que en días como éste lo mejor es no aceptar ningún encargo, aunque la recompensa lleve seis ceros a la derecha, libre de impuestos. El día empezó mal, y tarde, porque aterricé en Madrid a las seis y treinta, hacía mucho calor y durante el trayecto hasta el hotel Palace el taxista insistió en soltarme un rollo sobre la copa europea de fútbol. Tuve ganas de apuntarle en la nuca con el cañón de una cuarenta y cinco para que cerrara el pico, pero no llevaba ningún fierro y, además, un profesional no se lía a tiros con un cretino aunque sea taxista.
En la recepción del hotel me entregaron las llaves de la habitación y un sobre. En él venía una fotografía donde se veía a un grupo de seis sujetos con buena pinta, jóvenes, todos entre los treinta y los cuarenta años, bastante parecidos entre sí; pero sólo importaba el que tenía la cabeza rodeada por un círculo marcado con rotulador. Éste era el encargo, y el tipo no me gustó. Había también un pie de foto que decía: «Tercer Encuentro de Organizaciones No Gubernamentales, ONG». Tampoco me gustó. Nunca me han gustado los filántropos y aquel tipo apestaba a moderna filantropía. Una mínima ética profesional prohíbe preguntar qué han hecho los tipos que uno tiene que liquidar, pero mirando la foto sentí curiosidad y eso me molestó. En el sobre no venía nada más y así tenía que ser. Debía empezar a familiarizarme con ese rostro, a observar los detalles reveladores de su fortaleza o debilidad. El rostro humano jamás miente; es el único mapa que registra todos los territorios que hemos habitado.
Estaba dándole una propina al mozo que me había subido la maleta cuando sonó el teléfono. Reconocí la voz del hombre de los encargos, un tipo al que jamás he visto ni quiero ver, porque así son las cosas entre profesionales, pero cuya voz podría reconocer entre una multitud.
—¿Has tenido un buen viaje? ¿Te entregaron el sobre? Lamento joderte las vacaciones —dijo a manera de saludo.
—Sí a las dos preguntas; en cuanto a lo de las vacaciones, no te creo.
—Mañana tendrás que viajar —prosiguió—. Procura descansar.
—De acuerdo —dije, y colgué.
Me tendí en la cama y miré el reloj. Faltaban todavía cinco horas para que aterrizara el avión que traía a mi chica —vaya una manera pelotuda de llamarla— desde México y la imaginaba tostada por el sol veracruzano. Le había prometido pasar juntos una semana en Madrid antes de regresar a París. Una semana recorriendo librerías y visitando museos, cosas que a ella le gustaban y que yo aceptaba reprimiendo bostezos, porque esa chica —desde luego, suena definitivamente pelotudo llamarla así— me tenía comido el coco.
Un profesional vive solo. Para aliviar el cuerpo, el mundo le ofrece un montón de putas. Siempre había respetado a rajatabla esa consigna misógina. Siempre. Hasta que la conocí.
Fue en un café del Boulevard Saint-Michel. Todas las mesas estaban ocupadas y ella me preguntó si podía tomar un café en la mía. Iba cargada con una pila de libros que dejó en el suelo; pidió un café y un vaso de agua, cogió uno de los libros y empezó a señalar frases con un rotulador. Yo seguí con lo que hacía antes de que llegara: repasar el programa hípico.
De pronto me interrumpió pidiéndome fuego. Alargué la mano con el encendedor y ella la aprisionó entre las suyas. Quería guerra la nenita.
Hay mujeres que saben comunicar sus ganas de follar sin decir palabra.
«¿Cuántos años tienes?», le pregunté.
«Veinticuatro», respondió con una boca pequeña y roja.
«Yo tengo cuarenta y dos», le confesé mirando sus ojos de almendra.
«Eres un hombre joven», mintió con toda la calentura que emanaba de sus gestos al fumar, al ordenarse el cabello, que tenía el color de las castañas maduras y la textura fina y suave del agua deslizándose sobre las rocas cubiertas de musgo.
«¿Quieres comer antes o después de follar?», dije al tiempo que llamaba al camarero para pedir la cuenta.
«Cómeme y fóllame en el orden que quieras», respondió aferrada a sus libros.
Salimos del café y nos metimos en el primer hotel que encontramos. No recordaba haber estado con una chica tan inexperta; no sabía nada, pero tenía ganas de aprender. Y aprendió, tanto que violé la regla elemental de la soledad y me transformé en un killer con pareja.
Ella quería ser traductora y, como todas las intelectuales, era lo suficientemente ingenua como para tragarse cualquier cuento, de tal manera que no me costó convencerla de que yo era representante de una empresa de aeronáutica y que por eso debía viajar mucho.
Tres años con ella. Se hizo mujer rápidamente, le florecieron las caderas a fuerza de usarlas, su mirada se tornó astuta, entendió que el placer consiste en la exigencia, su cuerpo se aficionó a la seda, a los perfumes exclusivos, a los restaurantes en los que los camareros van elegantes como embajadores y a las joyas de diseño. Dio un gran salto de nenita a minón.
Y entretanto fui violando varias reglas de seguridad, sobre todo las que insisten en la soledad, en permanecer anónimo, desconocido, en no ser más que una sombra, y así el lugar en que establecía mis contactos pasó a ser una oficina a la que tenía que acudir todos los días por la mañana. Por las tardes y por las noches compartía con mi chica un piso que empezó a apestar a casa burguesa, porque allí acudían sus amigos y se hacían fiestas. Durante esos tres años cumplí con varios encargos en Asia y América, y creo que hasta me superé como profesional porque actué rápido para regresar a ella. Lo dicho: me había comido el coco.
A eso de las nueve de la noche decidí salir del hotel para comer algo y beber un par de ginebras. Sabía que no le gustaría que la dejara sola en Madrid. Le había pagado un mes de vacaciones en México para alejarla mientras yo cumplía con un encargo en Moscú. Unos rusos se habían puesto demasiado insolentes con alguien de Cali, y ese alguien contrató mis servicios para recordarles que no eran más que unos aficionados. No. No le gustará que la deje sola en Madrid. En fin, se lo diría después del segundo o tercer polvo.
Tras un atracón de mariscos en un restaurante gallego, di un largo paseo por las inmediaciones del Prado. No debía pensar en el tipo de la foto, pero no lograba sacármelo de la cabeza. Ni siquiera sabía su nombre, su nacionalidad, pero algo me decía que era latinoamericano y que, para bien o para mal, nuestros caminos empezaban a acercarse.
«Ese tipo es un encargo como cualquier otro, nada más. Un encargo que, apenas deje de respirar, representa para mí un cheque con seis ceros a la derecha, libre de impuestos, así que déjate de pendejadas», me dije entrando en un bar.
Me acodé en la barra, pedí una ginebra y decidí despejarme la cabeza mirando el televisor que presidía el lugar. En la pantalla, una gorda imbécil recibía llamadas telefónicas de otros imbéciles y luego hacía girar la rueda de una tómbola. Los premios no eran tan imbéciles como los que participaban en el programa. En una pausa, la pantalla se llenó de chicas con minifalda que me hicieron pensar en la mía. Faltaban menos de dos horas para que aterrizara el avión con mi minón francés. Digamos que en dos horas y media la tendría en el hotel. No había ido a recibirla al aeropuerto obedeciendo a una consigna que aconseja evitar los aeropuertos internacionales. Hay una posibilidad entre un millón de que alguien te reconozca, pero la ley de Murphy pesa como una maldición entre los profesionales.
Soporté dos ginebras frente al televisor y salí de allí. La gorda de la tómbola no logró alejar de mis pensamientos al tipo de la foto. ¿Qué diablos me estaba ocurriendo? De pronto me vi a mí mismo preguntando qué había hecho ese tipo al hombre de los encargos. «Quiero saber por qué tengo que matarlo. Ridículo. La única razón es un cheque con seis ceros a la derecha.» Estaba seguro de no haberlo visto antes. Y, aunque así fuera, eso no cambiaba nada. Una vez liquidé a un hombre por el que incluso llegué a sentir algún aprecio. Pero él se lo había buscado y, al verme llegar, entendió que no tenía escapatoria.
«Me ha llegado la hora, ¿verdad?», preguntó.
«Así es. Cometiste un error y lo sabes.»
«¿Nos tomamos un último trago?», propuso.
«Como quieras.»
Sirvió dos whiskies, brindamos, bebió y cerró los ojos. Era un hombre digno y me esforcé por borrarlo de la lista de los vivos con el primer plomo.
¿Por qué demonios me importaba, pues, el tipo de la foto? Al parecer trabajaba para alguna ONG, pero el motivo de mi encargo no venía por ese lado. Ninguna ONG dispone de suficiente dinero como para contratar los servicios de un profesional, y supongo que tampoco arreglan así sus cuitas.
Malhumorado, empecé a caminar de regreso al hotel. La noche seguía calurosa y me alegré por mi minón francés. Por lo menos no extrañaría el calor de Veracruz. Le gustaba que le mordiera el cuello, y, tostadita como vendría, sería una invitación a morderle el cuerpo entero. «Vaya», me dije, «vuelves a pensar como un hombre normal.»
En la recepción pedí la llave de la habitación y encontré que había otro sobre para mí. No me gustó. El hombre de los encargos nunca me haría llegar instrucciones por escrito. En la habitación saqué una cerveza del minibar y abrí el sobre. Era un fax remitido desde México por mi minón francés:

«No me esperes. Lo siento pero no llegaré. He conocido a un hombre que me ha hecho ver el mundo de una manera totalmente diferente. Te quiero, pero creo que estoy enamorada. Me quedaré en México otras dos semanas antes de regresar a París. Allí hablaremos de todo esto. Quisiera quedarme para siempre con él, sin embargo regreso por ti, porque te quiero y debemos hablar. Un beso».

Regla número uno: permanecer solo y aliviar el cuerpo con alguna puta. Pedí que me subieran un periódico del día y busqué la sección «Relax» en las páginas de anuncios. Media hora después llamaron a la puerta, abrí y dejé pasar a una mulata que arrastraba tras de sí todo el aire caliente del Caribe.
—Son treinta mil por adelantado, mi amor —dijo inclinada frente al minibar.
—Aquí hay cien mil, por si te portas bien.
—Yo siempre me porto bien, papacito —respondió estirando su boca grande y roja.
Y lo hizo. Los buenos efectos de la panzada de marisco se agotaron después del tercer round.
Mientras ella se vestía, comentó:
—Estuviste siempre callado, papacito. A mí me excita que me hablen, que me digan guarradas. ¿Eres siempre así?
—No. Pero hoy he tenido un mal día. Un pésimo día. Un día de mierda —le respondí, porque ésa era la verdad, la condenada y puñetera verdad.
Cuando la mulata salió llevándose las cien mil pesetas y las brisas calientes del Caribe, llamé al bar y pedí que me subieran una botella de whisky.
Y así, pasé la noche de aquel mal día sin abrir la botella, aunque sentía unas ganas terribles de emborracharme, hablando con la foto del tipo que tendría que eliminar, porque, por muy cornudo que sea, un profesional siempre es un profesional.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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