martes, 22 de septiembre de 2015

Siete días en Nueva Creta ROBERT GRAVES.


Siete días en Nueva Creta
ROBERT GRAVES
Este fascinante libro de un importante poeta y autor inglés de novelas históricas también es conocido por su título americano Watch the North Wind Rise. En el momento de su aparición Graves acababa de publicar su controvertido libro, no de ficción, La diosa blanca: una gramática histórica del mito poético (1948), donde sostiene que toda gran poesía se inspira en lo eterno femenino, la antigua Diosa trina que ha sido desplazada en tiempos moder-nos por la «razón» científica masculina. Siete días en Nueva Creta (Seven Days in New Crete) aborda el mismo tema, en la forma de una fantasía de viaje en el tiempo. El narrador, un poeta del si-glo xx llamado Edward Venn–Thomas, despierta en un lejano futuro para encontrarse en un lugar utópico pero armonioso llamado Nueva Creta. Es una sociedad de hornillos de madera y luz de velas, gobernada por poetas y brujas de magia blanca, donde todo el mundo expresa su creencia en la única verdade-ra diosa. No hay violencia alguna –las guerras se han convertido en torneos amistosos librados en los pastos de la aldea– y hay una sorprendentemente escasa actividad sexual («en casos de total simpatía, nos echamos uno junto a otro, o pie con pie, sin contacto corporal, y nuestros espíritus flotan hacia arriba y vagan en un movimiento a través de la habitación»).
Aparentemente, Edward Venn–Thomas ha sido invocado por las brujas para que responda a sus preguntas acerca de su propio período, la Época Cristiana Tardía. (El conocimiento que tienen sus anfitriones del pasado es brumoso: en un mo-mento se siente mortificado al descubrir uno de sus poemas en un libro titulado El canon poético inglés, que ha sido «torpemen-te reescrito y atribuido al "poeta Tseliot"».) Pero en realidad, como llega a comprender gradualmente, él está allí para reali-zar los designios profundos de la Gran Diosa. Nueva Creta pue-de ser un paraíso no violento, pero es también aburrida y sin vida, y la tarea de Edward es inyectar un poco de maldad y locu-ra en las vidas excesivamente virtuosas de sus ciudadanos. Lo hace, sin ser consciente al principio de lo que está ocurriendo: se ve

 enredado en amores con dos jóvenes mujeres, despertan-do así sentimientos de celos que luego conducen a actos de ase-sinato y suicidio. Edward dice, en su principal discurso, al final de la novela:

–Yo soy un bárbaro, un poeta del pasado ... tengo un mensaje que transmitiros; ¡escuchadme bien! La Diosa es omnipotente, la Diosa es de una suprema sabiduría, la Diosa es totalmente buena; pero hay veces en que se pone la máscara del mal y del engaño. Durante demasiado tiempo, nuevos cretenses, ella os ha mostrado su rostro clemente y natural; la costumbre y la prosperidad os han cegado para su belleza. En mi época bár-bara, un tiempo de gran obscuridad, ella llevaba una máscara perpetua de crueldad hacia los incontables renegados de su servicio, y se la quitaba, raramente y en secreto, sólo para los locos, los poetas y los amantes.
»... Ella me ha llamado del pasado, como simiente de des-venturas, para proveeros de una cosecha de aflicciones, pues el verdadero amor y la verdadera sabiduría sólo surgen de la ca-lamidad ... ¡Sopla, viento del Norte, sopla! Aleja la seguridad, levanta los antiguos techos arrancándolos de sus vigas, destru-ye las ramas podridas de los alisos, las encinas y los membrillos; rompe las puertas ... y pon en libertad a los locos ...

En esta interesante (y a menudo divertida) fantasía de im-pulsos en conflicto, Robert Graves (1895–1985) no nos pide que nos unamos a su culto de la Diosa, sino que más bien explora todos sus propios sentimientos ambiguos en relación con la poesía, las mujeres, el progreso técnico, la guerra y la civili-zación.


Primera edición: Creative Age Press, Nueva York, 1949

Primera edición en castellano: Seix Barral, Barcelona, 1973
 David Pringle.

(Fragmento).
La evocación
—Soy una autoridad en la lengua inglesa-elijo el hombre del traje blanco en un acento extrañamente incoloro y con bastante titubeo, como si se tratase de una autoridad en
sánscrito que intenta hablar sánscrito familiar—. Espero que usted nos perdonará por haberle traído tan lejos, v.gr., tantas generaciones más allá de su época. Es usted el señor
Edward Venn-Thomas, ¿no es así?
Yo asentí con la cabeza, sintiéndome aún un poco confuso por el cambio tan repentino de escena, pero completamente despierto.
—¿Hablo con correctitud?-preguntó. —Con gran "correctitud"-le aseguré, intentando no sonreír—, pero sin las modulaciones de tono que nosotros, los ingleses, usamos para
expresar o para disimular nuestros sentimientos.
—Es conveniente menospreciar tales insignificancias. Tengo entendido que los letrados de su tiempo menospreciaban del mismo modo las modulaciones del griego antiguo.
Mas no debo molestarle con detalles tan agudos como ¿te.
—No es molestia ninguna. Cuanto más agudo sea el detalle más feliz me sentiré. Incluso estaría dispuesto a discutir con usted sobre las modulaciones del griego antiguo.
—Es usted muy amable, pero desgraciadamente no soy una autoridad en griego. Sin embargo, señor, hay una cuestión sobre la cual mi colega Quant y yo hemos estado
discutiendo estos últimos días-pues nos ha sido encomendado, debéis saber, la revisión del Diccionario Inglés—. A la luz del testimonio que ha llegado a nuestras manos con el
hallazgo de las felicitaciones de Navidad de Liverpool, en las que podemos leer versos como este:
y olvidaremos nuestras penas
en estas fiestas navideñas
o este:
Que cada noche sea amena
en esta pascua navideña
yo mantengo que la palabra "navideña" se pronunciaba con frecuencia "navidena" y que se trata de una variación dialectal de "navidera" que sin duda es un adjetivo más antigua
Quant me contradice con un entusiasmo muy poco corriente en él.
—Quant tiene razón.
—Oh, qué desilusión. Yo creía que había hecho un descubrímento de gran valía.
—¿Quién es usted? ¿Dónde estoy?
—¿Acaso no me he explicado claramente, a saber, que soy un estudiante de las lenguas europeas en la Última Época Cristiana y una autoridad en la lengua inglesa? En cuanto
a su segunda pregunta, si mira por la ventana puede que reconozca esta comarca.
Sí, la comarca me resultaba conocida. Aquella punta rocosa, el pequeño monte con la iglesia de Sainte Véronique sobre su cima-sólo que ya no era la misma iglesia, o quizás ya
no era siquiera una iglesia. Pero el Mediterráneo había retrocedido como un kilómetro o más, dejando que se extendiese, casi hasta el horizonte, una tira muy ancha de tierra de
cultivos. Los montes desnudos se veían ahora cubiertos de árboles y me gustaron mucho más así. Se lo dije a aquel hombre.
-¿Cómo he llegado hasta aquí?-pregunté.
—¿No recuerda usted nada?
—Nada en absoluto.
—Se cantaron conjuros a la luz de una hoguera desde el amanecer hasta el mediodía, y cuando apareció usted fue invitado muy cordialmente a que nos visitase. Usted respondió
que no tenia ningún inconveniente, aunque en realidad el futuro no le interesaba.
—Es verdad, no me interesa. Por cierto, ¿no estaré muerto, verdad?
—No, le hemos llamado del mundo de los vivos. Los muertos están, salvo error, muertos. A usted aún le quedan unos años de vida.
—Entonces, por favor, no me diga nada respecto a mi futuro inmediato. Echaríamos a perder mi historia, y yo tengo que vivirla día a día.
—Como usted quiera, señor.
—Y tampoco tengo demasiado interés en saber exactamente a cuántos cientos de años en el futuro me han traído. Si lo supiera puede que me sintiese incómodamente primitivo.
—Como usted quiera, señor.
—¿Para qué he sido llamado?
—Los poetas quieren hacerle unas preguntas sobre la Última Época Cristiana, que para nosotros tiene una especie de fascinación melancólica. Sus respuestas, si nos las quiere
conceder, serán guardadas en nuestros archivos.
—¿Tienen por costumbre esto de evocar a la gente del pasado?
—No, señor. No hace mucho que nuestras brujas han perfeccionado esta técnica, y usted es la primera persona que ha sido evocada de una época tan lejana como la Última
Cristiana, con excepción de su tío tocayo quien fue evocado, hace una semana, equivocándole por usted. Se quedó sorprendido y confuso ya que usted aún no había nacido entonces;
pero nos contestó con bastante amabilidad.
—Apuesto a que el tío Edward no divulgaría nada; era un diplomático de la vieja escuela. Pero ¿por qué me han llamado a mí y no a cualquier otra persona?
-¿A qué otra persona de su época le hubiese gustado que evocara la bruja?
—Bueno pues, no sé... Alguien que tuviese unos conocimientos más profundos de asuntos contemporáneos. Yo no soy ni un científico ni un estadístico, ni el editor de, una
enciclopedia. Ni tan siquiera soy un historiador instruido.
—Le escogimos a usted porque resulta que uno de sus poemas, a saber, "Retractación", ha sobrevivido hasta nuestros días, y se sabe que usted vivió por estos contornos.
—¿Es usted poeta?
Se quedó un poco cabizbajo al tener que repetirse una vez más.
—No-dijo-soy una autoridad en la gramática y la sintaxis de la Lengua Inglesa en la Última Época Cristiana. Las damas y los poetas os esperan en la próxima sala. Mi misión es
la de presentarle a ellos y la de ser su intérprete. ¿Cómo se encuentra? ¿Está mareado?
—Estoy muy bien, gracias. Y me gusta esta habitación; me recuerda nuestro estilo georgiano. Sosegada, sólida, bien proporcionada, aunque, claro está, las proporciones no
cambian con el tiempo, así que no me extraña mucho. Pero no hay cuadros. ¿Por qué no hay cuadros?
—¿Qué clase de cuadro desearía usted?
—Ah, pues no sé. Retratos de familia, por ejemplo.
—¿No le parece una tontería registrar una cara con su mirada de hoy, si dentro de unas estaciones su mirada será diferente?
—Pues entonces paisajes.
—Sin duda es más fácil y preferible admirar un paisaje en el original.
Dejé correr el tema.
—Veo que aún queman madera en sus hogares-dije—. —Los profetas de mi época han asegurado que en el futuro la energía atómica reemplazará la madera, el carbón y la
electricidad en la calefacción doméstica.
—Aquél fue un futuro muy temporal, y además, según la Historia breve, un futuro nada feliz. ¿Le gustaría tomar algo?
—¿Qué es lo que tienen? ¿Un vaso de vino y una galleta? —Era una pregunta para ponerle a prueba.
—Consultaré con las damas de la casa. Ya que es usted una visita del pasado, sería poco hospitalario negarle vino, si lo necesita. Pero nos sentiríamos todos mucho más
cómodos si aceptara usted beber, por ejemplo un vaso de cerveza, en lugar de vino. Esta no es la hora en que solemos beber vino. El vino, como la carne, lo reservamos para los
festivales. Pero es buena la cerveza.
—¡Cielos-dije—, si a mí me da igual! Deme cerveza, no faltaba más.
Sonrió agradecido, salió de la habitación y pronto volvió con un vaso de cerveza y unas galletitas saladas dentro de un plato.
—Hoy hacen fiesta los sirvientes; de otro modo le hubieran servido ellos-me explicó—. Pero de esta manera ha sido un día más propicio para su evocación. Pronto volverán.
La cerveza era buenísima. Las galletitas también.
—Cuánto me gustaría llevarme este plato a mi época-dije—, y también este vaso. ¿Son de mucho valor?
Tardó un rato en a justar su mente a esta pregunta. Por fin dijo:
—Si usted quiere decir "¿son valorados como dignos de uso diario?" la respuesta será, que no usamos ningún objeto que no sea valorado de este modo, aunque cada estado,
es decir, cada clase de nuestra sociedad reconoce y confesa tener una serie de valores distintos a los demás. Es, en efecto, la discrepancia entre los valores lo que diferencia a los
estados. Este vaso y este plato son del tipo que el estado de los magos valora como dignos de uso diario: yo personalmente no admiro estos objetos en lo más mínimo.
-Bueno, yo sí. Pero lo que quería decir es esto: ¿valen mucho dinero?
-¿Dinero?-dijo—. Oh, no. El dinero cayó en desuso hace mucho tiempo. Se portó mal, ¿comprende?
—¡Ya. lo puede usted decir! ¿Y qué usan en su lugar? ¿Cupones?
—Oh, ¡no, no, no! Cupones sí que no.
—¿Conchas de cauri?
Levantó las manos en signo de desesperación.
—Por favor, señor, ¿le molestaría pasar a la próxima sala, en donde esperan las damas y los poetas?
Entramos en la habitación donde dos mujeres y tres hombres estaban sentados alrededor de otro fuego.
—Presénteme, por favor-le dije al intérprete al tiempo que hacía una pequeña reverencia a los presentes.
Los hombres ya estaban de pie. Me devolvieron la reverencia. Las mujeres, tan guapas que casi me hacían sentirme molesto, se quedaron sentadas, sonriendo agradablemente.
El intérprete explicó:
—Ahora ya no llamamos a la gente públicamente por su nombre, como en su época; sólo damos el apodo o el título. Esta dama es una bruja. No, por favor, aquí no se da la mano.
La bruja, que me recordaba vivamente a Marlene Dietrich, parecía que se había divertido al verme tan decidido, pero no dijo nada.
—Su apodo es Hoja-de-Sarga o Sally en diminutivo.
-¿Señorita o señora?
-¿Cómo dice?
Le expliqué.
-Oh, no; las diferencias de este tipo solamente existen entre los comunes, pero aquí no.
-¿No existe entre poetas y otros magos, quiere decir?
—Sí, eso es. Aquí, como solemos decir, la casa escoge al hombre, no es el hombre quien escoge la casa; v. gr., las mujeres que gobiernan una casa no adquieren ningún título
como resultado de sus relaciones con hombres.
—Asegúrele a la bruja que no era mi intención ofenderla, le dije al Intérprete.
—Esta dama relativamente joven es..., bueno, es una nin— la... una ninfa del mes. Pero quizá usted no comprenderá el significado de ninfa... La llamamos por su título de joya, a
saber Zafira
Hablaban en una lengua basada en el catalán (mi madre era catalana), pero tenia también mucho de inglés, algo de gaélico y un poco de eslavo, y aunque pronunciaban con una
lentitud majestuosa, al principo no pude entenderles bien.
Los tres hombres tenían apodos que me recordaban a los pieles rojas: Veo-un-Pájaro, Pan de Higo y Estrella de Mar. Eran poetas y magos. Veo-un-Pájaro era un hombre alto,
amable, de cierta edad. Pan de Higo y Estrella de Mar, que debían tener cerca de los treinta años, parecían hermanos: los dos tenían las espaldas anchas, el cuerpo delgado y ojos
oscuros de mirada sincera.
—Me han invitado ustedes para que les conteste algunas preguntas...-empecé diciendo.
Sally le hizo señas con la mirada a Estrella de Mar y él preguntó por ella:
—¿Le somos simpáticos?
—Mucho-y lo dije en serio. Hubo un murmullo de alivio. El Intérprete explicó:
—Ahora podemos continuar nuestra conversación. Si hubiese vacilado o si hubiésemos percibido una nota discordante en su voz, le hubiésemos ofrecido nuestras disculpas,
devolviéndole a su época sin más preguntas.
—¿Por qué?
—Las conversaciones entre personas que no armonizan, siempre son estériles-dijo con la tos consiguiente.
—¿Quién hubiese percibido la nota discordante?
Parecía sorprendido.
—Todos. En este grupo todos son magos. Pan de Higo miró a su alrededor, como pidiendo permiso pasa hablar.
—¿Qué se siente al ser un poeta de la Ültima Época Cristiana?-preguntó.
La pregunta era tan amplia que me estuve medio minuto callado. Luego contesté con precaución:
—¿Quiere que haga la comparación con la Primera Época Cristiana o con la Época Pre-Cristiana? No puede usted pedirme que compare con su época; y por cierto, ¿cómo la
llaman?
—Esta es la Época de Nueva Creta.
—Bueno, pues no puede pedirme que compare con su Época de Nueva Creta, de la cual aún no sé nada.
—Lo mejor sería dejar a un lado las comparaciones. Nadie ¡Hiede responder más que de su propia época.
—Entonces ¿puedo decir que no me gusta la mía? ¿O acaso le parecería una confesión de estupidez?
—Si es usted feliz en sus amistades personales y le sigue disgustando su época, entonces usted mismo la está acusando de un cambio muy violento. Y un cambio siempre debe
ser doloroso.
—Gracias por explicármelo de este modo. Y por cierto, ¿cuánto ha de durar la Última Época Cristiana?
Se consultaron entre ellos, y luego el Intérprete informó:
—Según la Historia breve, señor, aún quedan varios papas por elegir. Señalamos el final de la Era Cristiana cuando termina el pontificado, aunque el cristianismo en sí persiste
en formas múltiples durante muchas generaciones después de la suya.
—¿Ah, sí? ¿y quién suprimó el pontificado?-pregunté con un interés cada vez mayor.
—La sede fue trasladada de Roma a San Francisco en un momento crítico entre dos guerras, y fue suprimida una o dos generaciones más tarde por los Pantisócratas, o
Niveladores, de Norteamérica. Adriano VIII y Pío XVI fueron los últimos papas. Entonces hubo un concilio Mundial de Iglesias, convocado en Pittsburg, en el cual se llegó al acuerdo de
distinguir entre el Jesús israelita y Cristo el Dios, y de considerarle como el primer Pantisócrata. Cristo el Dios fue abolido por una mayoría de votos, del mismo modo en que había
sido establecido por otra mayoría de votos en el Concilio de Nicea. A pesar de esto, se mantuvo entre los Mystiques, una secta secreta y hereje de habla francesa del Canadá, como
la segunda persona de su trinidad; aunque le llamaban Paz en lugar de Cristo, en parte por razones de seguridad, y en parte porque querían librarse de la preocupación constante que
les daba el Jesús israelita, y también porque las palabras Jesús y Cristo se habían convertido en sinónimas en el habla popular. Pero ahora me callo, ya que el futuro no le interesa, y
ya que solamente me había pedido que le facilitara una definición temporal de la Última Epoca Cristiana.
—Quizás sea mejor así. Pero no debe pensar que, por lo que dije referente al futuro, quiera decir que no lo esté pasando bien en el futuro en que estoy ahora. Lo que quise decir
es que, en mis tiempos, ponerse a especular sobre un porvenir al que no pertenecemos y que no podemos pronosticar por falta de medios (ni siquiera podemos pronosticar los
vientos dominantes más allá de las veinticuatro horas) nos distrae del presente y a menudo perturba la mente de las personas. Si pudiese prever algunos acontecimientos, por poco
importantes que fuesen, como los resultados de carreras de caballos que aún no han tenido lugar, me pondría en una posición muy ventajosa, pero al mismo tiempo molesta, en
cuanto a mis contemporáneos.
-Ninguno de nosotros le ofrecemos voluntariamente cualquier información que pueda poner en desorden su vida-dijo Sally.
—Deben comprender-empecé a decir, algo nervioso-que el hecho de ser un poeta en mis tiempos es algo así como un anacronismo, porque ninguno de los principales intereses
de la gente se relaciona, ni siquiera indirectamente, con la poesía. Me refiero por ejemplo al dinero, el deporte y la religión, la política y la ciencia.
—Y todos estos intereses, ¿son exclusivos?-me preguntó Pan de Higo, con voz pesada, inclinándose hacia adelante en su sillón de cuera
—Oh, no-le dije-exclusivos, na Claro que no son exclusivos. —Los ojos serios y oscuros de Pan de Higo roe daban complejo de vendedor ambulante, charla que te charla—. En
teoría, el hombre de negocios pone el dinero por éncjrn? de todo lo demás en el mundo; en tiempos de guerra puede incluso llegar a vender armas a un poder enemigo para ser
usadas contra su propio país. Un comunista declarado, que es el tipo de político más activo, pone al comunismo por encima de todo, incluso sería capaz de denunciar a sus propios
parientes o hijos por "actividades burguesas". Un fanático de la religión podría dar todos sus bienes a los pobres y morir feliz en una cuneta. Un verdadero científico se sentiría
contento si pudiese hacer volar el mundo en que vive sólo para demostrar una de las teorías de la energía atómica. Sin embargo, en la práctica, el comunista también puede ser un
científico, el hombre de negocios puede que los domingos enseñe el catecismo en una iglesia cristiana, el cristiano también puede ser comunista, y el científico puede que tenga
negocios. Reconozco que es un poco desconcertante. Pues bien; la poesía es algo que no vale la pena comprar ni vender a gran escala, así que al hombre de negocios no le interesa.
El comunista la condena porque dice que es una divergencia individualística de los principios marxistas. El fanático de la religión la aparta de su vista, diciendo que es una frivolidad.
El científico la descarta porque no se puede reducir a ecuaciones matemáticas y por lo tanto, según él, le falta principio. Y por estar al margen de concursos, tampoco tiene relación
alguna con el deporte.
-Entonces, ¿cómo puede uno seguir siendo poeta?
-Yo mismo a menudo me hago esta pregunte. Pero al menos los intereses que se oponen no están unidos. Es la me canizadón de la vida lo que hace que nuestra época sea
como es: la ciencia y el dinero se unen para hacer girar las ruedas más y más deprisa cada vez. En la teoría comunista se glorifica al tractor como emblema de la prosperidad; y por
ahora ningún papa ha publicado una encíclica contra el motor de combustión interna o contra la turbina eléctrica. Sin embargo se teme que la mecanización, y lo que llamamos la
tipificación, tengan sus desventajas y sus peligros, y por consiguiente se tolera al poeta porque es bien sabido que se opone a ellas. De este modo el arroyo en que fluye la verdadera
poesía jamás se ha secado, aunque haya quedado reducido a un pequeño...
Aquí dejé de hablar repentinamente. Lo que había estado diciendo, me hacía sentir como si formara parte de un consejo de cerebros especializados, y realmente no tenía
sentido. Yo siempre apago la radio cuando me balbucea palabras como "tipificación" y "mecanización".
El viejo Veo-un-Pájaro rompió aquel silencio incómodo.
—Según nos dice el Intérprete, usted ha vivido dos guerras mundiales. ¿Han participado en ellas algunos poetas?
—Casi todos los mejores. ¿Eso le escandaliza?
—Entre nosotros, un poeta puede hacer lo que quiera mientras conserve su dignidad. Tanto Pan de Higo como yo hemos tomado parte en guerras. Pero parece ser que en la
guerra de su tiempo había pérdida de vidas y daños materiales además de obras indignidades.
—Naturalmente. La misión de un comandante-jefe es la de destruir los ejércitos contrarios y forzar al gobierno enemigo a rendirse incondicionalmente.
—Pues es una manera muy poco agradable de hacer la guerra. Entre nosotros la guerra es siempre muy divertida, aparte de las luchas en defensa propia en las que algunas
veces se ven envueltos nuestros viajeros al pasar la frontera de Nueva Creta, y si alguien muriera la concluiríamos inmediatamente.
—Nuestras guerras son realmente odiosas.
—Así pues ¿es cierto que sus ejércitos no muestran ningún respeto hacia mujeres y niños? No puede ser posible que un poeta mate una mujer... Esto no tendría sentida
—Yo nunca maté ninguna-dije débilmente—. Al menos, que yo sepa, no.
Siguió otro silencio, que finalmente rompió Pan de Higo, diciendo:
—Su voz está cargada de matices que no me son familiares. Supongo que la vida para usted es tan compleja que nunca le resulta fácil decir la verdad. Cuando está dialogando
sobre las instituciones y los acontecimientos de sus tiempos, la falta de seguridad en su voz se contrasta de una manera extraña con el convencimiento con que nos habló al principio,
cuando nos dijo que le gustábamos.
—Bueno, usted también nos gusta-dijo Sally.-¿Le apetecería quedarse un poco más con nosotros, o se encuentra incómodo tan por delante de su época?
—Si pudiese estar seguro de que mi ausencia no está preocupando a nadie, me quedaría hasta que se cansaran de mí.
—Por esto no se preocupe. En su época usted está dormido, y tiene entera libertad para quedarse aquí meses o años en un sueño que no durará más de lo que tarda en respirar
dos veces.
—Muy bien entonces; pero no quisiera volver y encontrar mi casa en ruinas y mi hijo de dos años con una larga barba blanca sentado sobre un silla de ruedas.
Me acomodé en mi asiento y estuvimos hablando hasta la puesta del sol; entonces se oyó repicar una campana a lo lejos y encendieron unas velas. Estaban hechas de ceras de
abeja y colocadas en unos candelabros de oro pesado. No sé porque, pero me había imaginado que encontraría un tipo de alumbrado más avanzado.
A la mayoría de la gente de mi época no le hubieran parecido bien mis nuevos amigos por ser, en una palabra, demasía— do apuestos-físicamente de pura sangre-y con una
intensidad intelectual desconcertante. Parecían no haber en su vida enfermos; tenían la cara apacible, sin arrugas y parecían tan felices que casi resultaba indecente. Y sin embargo
les faltaba aquella cualidad que viene tras una horrible experiencia que hemos afrontado con nobleza y logrado superar. Intenté imaginármelos haciendo frente a los problemas de
nuestro tiempo; no, pensé, en menos de una semana acabarían desfigurados y ojerosos. No solamente les faltaba personalidad, que las condiciones de su vida no les había permitido
desarrollar, sino que también carecían de sentido del humor, la pizca de rapé que hace huir al toro cuando embiste, o la tarta de crema bien lanzada que también hace huir al policía
cuando nos acomete. No tenían necesidad de estas cosas, y durante toda mi estancia con ellos no pude escuchar ni un solo chiste que tuviera gracia. La gente se reía, claro está,
pero sólo ante una inesperada alegría, nunca de las desgracias de los demás. Si el ambiente se pudiese aclimatar a una época tan vil como la nuestra, lo describiríamos como un
ambiente santurrón, palabra que transmite un reproche por su complecencia e indiferencia hacia los sufrimientos del resto del mUndo. Pero esta resultaba ser una época de "buenos",
sin lugar para humor, sátira o parodia. Recuerdo una ocasión en que Veo-un-Pájaro colgó un espejo distraídamente en lo que pensó que era un clavo, pero que en realidad era una
mosca que se había posado sobre la pared. Todos se rieron a carcajadas, pero no por su error: se rieron del puro placer de ver cómo logró atrapar el espejo que se caía con el dedo
de pie, salvándolo así de estrellarse contra el suelo.

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