viernes, 18 de septiembre de 2015

DIARIO DE UN KILLER SENTIMENTAL Luis Sepúlveda


Luis Sepúlveda.
Con Diario de un Killer Sentimental y Yacaré, dos novelas cortas reunidas aquí en forma de libro, Luis Sepúlveda se adentra de lleno en el género policiaco que tanto le ha gustado desde siempre. Si, en la primera, el asesino a sueldo infringe con su enamoramiento todas las normas de su implacable profesión, en la segunda, el investigador de una compañía de seguros no puede evitar saltarse los límites de su misión, dejándose llevar por su fino olfato de antiguo agente de policía. Y, mientras el asesino a sueldo conduce al lector desde París a Madrid y desde Estambul a Mexico en busca de su futura víctima, un blanco nada fácil de encontrar ni de definir, el investigador de la compañía de seguros, tras cambiar su cálida y tranquila oficina de Zurich por las gélidas calles de Milán, se introducirá en el desconocido mundo de los indios anaré, misteriosos habitantes del sur de Brasil cuya existencia gira en torno a los yacarés, pequeños cocodrilos que, como se verá, valen su peso en oro.
Fuente: Editorial Tusquets.
***
DIARIO DE UN KILLER SENTIMENTAL 
Luis Sepúlveda
  


  Diario de un killer sentimental. (Fragmento).
 Un mal día
El día empezó mal, y no es que yo sea supersticioso, pero creo que en días como éste lo mejor es no aceptar ningún encargo, aunque la recompensa lleve seis ceros a la derecha, libre de impuestos. El día empezó mal, y tarde, porque aterricé en Madrid a las seis y treinta, hacía mucho calor y durante el trayecto hasta el hotel Palace el taxista insistió en soltarme un rollo sobre la copa europea de fútbol. Tuve ganas de apuntarle en la nuca con el cañón de una cuarenta y cinco para que cerrara el pico, pero no llevaba ningún fierro y, además, un profesional no se lía a tiros con un cretino aunque sea taxista.
En la recepción del hotel me entregaron las llaves de la habitación y un sobre. En él venía una fotografía donde se veía a un grupo de seis sujetos con buena pinta, jóvenes, todos entre los treinta y los cuarenta años, bastante parecidos entre sí; pero sólo importaba el que tenía la cabeza rodeada por un círculo marcado con rotulador. Éste era el encargo, y el tipo no me gustó. Había también un pie de foto que decía: «Tercer Encuentro de Organizaciones No Gubernamentales, ONG». Tampoco me gustó. Nunca me han gustado los filántropos y aquel tipo apestaba a moderna filantropía. Una mínima ética profesional prohíbe preguntar qué han hecho los tipos que uno tiene que liquidar, pero mirando la foto sentí curiosidad y eso me molestó. En el sobre no venía nada más y así tenía que ser. Debía empezar a familiarizarme con ese rostro, a observar los detalles reveladores de su fortaleza o debilidad. El rostro humano jamás miente; es el único mapa que registra todos los territorios que hemos habitado.
Estaba dándole una propina al mozo que me había subido la maleta cuando sonó el teléfono. Reconocí la voz del hombre de los encargos, un tipo al que jamás he visto ni quiero ver, porque así son las cosas entre profesionales, pero cuya voz podría reconocer entre una multitud.
—¿Has tenido un buen viaje? ¿Te entregaron el sobre? Lamento joderte las vacaciones —dijo a manera de saludo.
—Sí a las dos preguntas; en cuanto a lo de las vacaciones, no te creo.
—Mañana tendrás que viajar —prosiguió—. Procura descansar.
—De acuerdo —dije, y colgué.
Me tendí en la cama y miré el reloj. Faltaban todavía cinco horas para que aterrizara el avión que traía a mi chica —vaya una manera pelotuda de llamarla— desde México y la imaginaba tostada por el sol veracruzano. Le había prometido pasar juntos una semana en Madrid antes de regresar a París. Una semana recorriendo librerías y visitando museos, cosas que a ella le gustaban y que yo aceptaba reprimiendo bostezos, porque esa chica —desde luego, suena definitivamente pelotudo llamarla así— me tenía comido el coco.
Un profesional vive solo. Para aliviar el cuerpo, el mundo le ofrece un montón de putas. Siempre había respetado a rajatabla esa consigna misógina. Siempre. Hasta que la conocí.
Fue en un café del Boulevard Saint-Michel. Todas las mesas estaban ocupadas y ella me preguntó si podía tomar un café en la mía. Iba cargada con una pila de libros que dejó en el suelo; pidió un café y un vaso de agua, cogió uno de los libros y empezó a señalar frases con un rotulador. Yo seguí con lo que hacía antes de que llegara: repasar el programa hípico.
De pronto me interrumpió pidiéndome fuego. Alargué la mano con el encendedor y ella la aprisionó entre las suyas. Quería guerra la nenita.
Hay mujeres que saben comunicar sus ganas de follar sin decir palabra.
«¿Cuántos años tienes?», le pregunté.
«Veinticuatro», respondió con una boca pequeña y roja.
«Yo tengo cuarenta y dos», le confesé mirando sus ojos de almendra.
«Eres un hombre joven», mintió con toda la calentura que emanaba de sus gestos al fumar, al ordenarse el cabello, que tenía el color de las castañas maduras y la textura fina y suave del agua deslizándose sobre las rocas cubiertas de musgo.
«¿Quieres comer antes o después de follar?», dije al tiempo que llamaba al camarero para pedir la cuenta.
«Cómeme y fóllame en el orden que quieras», respondió aferrada a sus libros.
Salimos del café y nos metimos en el primer hotel que encontramos. No recordaba haber estado con una chica tan inexperta; no sabía nada, pero tenía ganas de aprender. Y aprendió, tanto que violé la regla elemental de la soledad y me transformé en un killer con pareja.
Ella quería ser traductora y, como todas las intelectuales, era lo suficientemente ingenua como para tragarse cualquier cuento, de tal manera que no me costó convencerla de que yo era representante de una empresa de aeronáutica y que por eso debía viajar mucho.
Tres años con ella. Se hizo mujer rápidamente, le florecieron las caderas a fuerza de usarlas, su mirada se tornó astuta, entendió que el placer consiste en la exigencia, su cuerpo se aficionó a la seda, a los perfumes exclusivos, a los restaurantes en los que los camareros van elegantes como embajadores y a las joyas de diseño. Dio un gran salto de nenita a minón.
Y entretanto fui violando varias reglas de seguridad, sobre todo las que insisten en la soledad, en permanecer anónimo, desconocido, en no ser más que una sombra, y así el lugar en que establecía mis contactos pasó a ser una oficina a la que tenía que acudir todos los días por la mañana. Por las tardes y por las noches compartía con mi chica un piso que empezó a apestar a casa burguesa, porque allí acudían sus amigos y se hacían fiestas. Durante esos tres años cumplí con varios encargos en Asia y América, y creo que hasta me superé como profesional porque actué rápido para regresar a ella. Lo dicho: me había comido el coco.
A eso de las nueve de la noche decidí salir del hotel para comer algo y beber un par de ginebras. Sabía que no le gustaría que la dejara sola en Madrid. Le había pagado un mes de vacaciones en México para alejarla mientras yo cumplía con un encargo en Moscú. Unos rusos se habían puesto demasiado insolentes con alguien de Cali, y ese alguien contrató mis servicios para recordarles que no eran más que unos aficionados. No. No le gustará que la deje sola en Madrid. En fin, se lo diría después del segundo o tercer polvo.
Tras un atracón de mariscos en un restaurante gallego, di un largo paseo por las inmediaciones del Prado. No debía pensar en el tipo de la foto, pero no lograba sacármelo de la cabeza. Ni siquiera sabía su nombre, su nacionalidad, pero algo me decía que era latinoamericano y que, para bien o para mal, nuestros caminos empezaban a acercarse.
«Ese tipo es un encargo como cualquier otro, nada más. Un encargo que, apenas deje de respirar, representa para mí un cheque con seis ceros a la derecha, libre de impuestos, así que déjate de pendejadas», me dije entrando en un bar.
Me acodé en la barra, pedí una ginebra y decidí despejarme la cabeza mirando el televisor que presidía el lugar. En la pantalla, una gorda imbécil recibía llamadas telefónicas de otros imbéciles y luego hacía girar la rueda de una tómbola. Los premios no eran tan imbéciles como los que participaban en el programa. En una pausa, la pantalla se llenó de chicas con minifalda que me hicieron pensar en la mía. Faltaban menos de dos horas para que aterrizara el avión con mi minón francés. Digamos que en dos horas y media la tendría en el hotel. No había ido a recibirla al aeropuerto obedeciendo a una consigna que aconseja evitar los aeropuertos internacionales. Hay una posibilidad entre un millón de que alguien te reconozca, pero la ley de Murphy pesa como una maldición entre los profesionales.
Soporté dos ginebras frente al televisor y salí de allí. La gorda de la tómbola no logró alejar de mis pensamientos al tipo de la foto. ¿Qué diablos me estaba ocurriendo? De pronto me vi a mí mismo preguntando qué había hecho ese tipo al hombre de los encargos. «Quiero saber por qué tengo que matarlo. Ridículo. La única razón es un cheque con seis ceros a la derecha.» Estaba seguro de no haberlo visto antes. Y, aunque así fuera, eso no cambiaba nada. Una vez liquidé a un hombre por el que incluso llegué a sentir algún aprecio. Pero él se lo había buscado y, al verme llegar, entendió que no tenía escapatoria.
«Me ha llegado la hora, ¿verdad?», preguntó.
«Así es. Cometiste un error y lo sabes.»
«¿Nos tomamos un último trago?», propuso.
«Como quieras.»
Sirvió dos whiskies, brindamos, bebió y cerró los ojos. Era un hombre digno y me esforcé por borrarlo de la lista de los vivos con el primer plomo.
¿Por qué demonios me importaba, pues, el tipo de la foto? Al parecer trabajaba para alguna ONG, pero el motivo de mi encargo no venía por ese lado. Ninguna ONG dispone de suficiente dinero como para contratar los servicios de un profesional, y supongo que tampoco arreglan así sus cuitas.
Malhumorado, empecé a caminar de regreso al hotel. La noche seguía calurosa y me alegré por mi minón francés. Por lo menos no extrañaría el calor de Veracruz. Le gustaba que le mordiera el cuello, y, tostadita como vendría, sería una invitación a morderle el cuerpo entero. «Vaya», me dije, «vuelves a pensar como un hombre normal.»
En la recepción pedí la llave de la habitación y encontré que había otro sobre para mí. No me gustó. El hombre de los encargos nunca me haría llegar instrucciones por escrito. En la habitación saqué una cerveza del minibar y abrí el sobre. Era un fax remitido desde México por mi minón francés:

«No me esperes. Lo siento pero no llegaré. He conocido a un hombre que me ha hecho ver el mundo de una manera totalmente diferente. Te quiero, pero creo que estoy enamorada. Me quedaré en México otras dos semanas antes de regresar a París. Allí hablaremos de todo esto. Quisiera quedarme para siempre con él, sin embargo regreso por ti, porque te quiero y debemos hablar. Un beso».

Regla número uno: permanecer solo y aliviar el cuerpo con alguna puta. Pedí que me subieran un periódico del día y busqué la sección «Relax» en las páginas de anuncios. Media hora después llamaron a la puerta, abrí y dejé pasar a una mulata que arrastraba tras de sí todo el aire caliente del Caribe.
—Son treinta mil por adelantado, mi amor —dijo inclinada frente al minibar.
—Aquí hay cien mil, por si te portas bien.
—Yo siempre me porto bien, papacito —respondió estirando su boca grande y roja.
Y lo hizo. Los buenos efectos de la panzada de marisco se agotaron después del tercer round.
Mientras ella se vestía, comentó:
—Estuviste siempre callado, papacito. A mí me excita que me hablen, que me digan guarradas. ¿Eres siempre así?
—No. Pero hoy he tenido un mal día. Un pésimo día. Un día de mierda —le respondí, porque ésa era la verdad, la condenada y puñetera verdad.
Cuando la mulata salió llevándose las cien mil pesetas y las brisas calientes del Caribe, llamé al bar y pedí que me subieran una botella de whisky.
Y así, pasé la noche de aquel mal día sin abrir la botella, aunque sentía unas ganas terribles de emborracharme, hablando con la foto del tipo que tendría que eliminar, porque, por muy cornudo que sea, un profesional siempre es un profesional.

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