jueves, 17 de septiembre de 2015

Cabrera Infante. Todo está hecho con espejos. Cuentos casi completos.


Cuento.
La soprano vienesa

   El fonógrafo siempre distorsionará

   Thomas Alva Edison

 
   I

   Creo que llegó la hora de contar el cuento del escultor
húngaro sobre la soprano vienesa.
   El escultor se llama (o se llamaba: no sé decir) Carol
Tobir, pero éste no era (es) su nombre verdadero, ya que su
verdadero nombre (Tibor Karolyi) le dio bastantes dolores de
cabeza con las bromas que la sola mención del mismo
desencadenaba como reflejos verbales condicionados. Un ligero
cambio en las sílabas, un trueque en la ordenación de nombre y
apellido (cosa que importa bien poco a los húngaros, ya que
nunca se ha sabido si Lajos Zilahy se llamaba en realidad
Zilahy Lajos) y el maestro Tobir pudo vivir en paz: ya no
recordó más en su apellido que era pariente del primer
presidente húngaro (Michel Karolyi o Karolyi Michel), pero
tampoco ningún otro cubano volvió a defecar metáforas dentro
de su nombre. (Tibor en Cuba no es "un vaso grande de barro
decorado exteriormente" sino algo más íntimo: un orinal.)
   Carol era un hombre grande y aquí quiero decir que era tan
alto como gordo y tenía un tipo que solamente su acento
extranjero y cierta aura europea evitaba que fuera un mulato
lavado ejemplar o un ejemplar de mulato lavado. Se parecía ya
bastante a Dan Seymour, el actor, cuando decidió acentuar el
parecido (después de ver "Tener y no tener") echándose una
boina negra sobre la cabeza que comenzaba a calvear.
   Sus amigos ven aquí la razón profunda para calarse el
"beret", como él decía, más que la frivolidad de seguir a Dan
Seymour, después de todo un actor bastante oscuro. Si ustedes
no recuerdan a Dan Seymour es porque está olvidado. Pero puedo
refrescarles la memoria añadiendo que Dan Seymour se parecía
bastante a un busto (apócrifo) de Metrodoro de Kyos que hay en
el museo de Bellas Artes de La Habana. Si todavía no lo
describo bien, añado que Julián Orbón, el compositor premiado
en el Festival de Caracas de 1957, siempre gustaba de
compararse (al pararse al lado) al busto (apócrifo) de
Metrodoro de Kyos. Para los que no conozcan a Orbón tan bien
como el peripatético poeta habanero Lezama Lima, sería bueno
decir que Julián es el vivo retrato de Dan Seymour. Pero no
creo que haga falta completar la imagen de Carolón, como le
llamábamos sus amigos. Quiero decir, el retrato físico. Sí
añado unos cuantos rasgos que podemos llamar, por no decirlo
de otra manera, morales.
   Carol había venido a Cuba alrededor del año cuarenta
huyéndoles a esas facciones que lo hacían en Hungría un tipo
de judío sefardita ejemplar. Había sido escultor laureado (un
parque de Pest, junto al Danubio, tiene todavía una fuente
firmada al pie, o a la cola, de un delfín con su nombre
húngaro) y gozaba de cierta fama centroeuropea, que se
convirtió, por la magia de la ignorancia antillana, en una
anonimidad total. No vivió mucho tiempo, sin embargo, en el
anónimo (en la nómina del Ministerio de Obras Públicas) porque
por aquella época Batista decidió inmortalizar su alma en
piedra de cantería y Carol hizo una o dos fuentes que nunca
firmó. Luego, durante la guerra, se inició con unos refugiados
flamencos (Beno Cravieski, ciudadano cubano de Amberes, lo
recuerda muy bien), en el negocio de joyería y ganó (y gastó)
una fortuna cubana. Los años cincuenta lo vieron de nuevo
pobre, pero en camino de una fama centroamericana como
escultor de masivos grupos humanos. Para su mal, de la noche a
la mañana decidió hacerse escultor abstracto y el arte de la
soldadura aprendida en la joyería, lo puso al servicio de
enormes brazaletes de bronce que querían ser estatuas
ecuestres o férreas maternidades que semejaban un "pendantif"
o aun anillos de compromiso en vías de derretirse en pietás
con un Cristo ausente -y dejó de aparecer en los anuarios de
"Art News Magazine".

   Ii

   Después de la Revolución lo vi pocas veces, porque yo
estaba muy ocupado escribiendo las memorias de un viejo
político ortodoxo (del Partido Ortodoxo) que murió, a resultas
de un derrame cerebral, en la amnesia total, mientras que
Carolón parecía mirar a La Habana con sus ajados ojos de
Budapest. Un día me lo encontré en la Biblioteca Nacional.
Hacía yo una investigación
literaria-policialhistórico-geográfica de los trabajos de
espías enemigos infiltrados en Cuba poco antes de la toma de
La Habana por los ingleses, para una monografía a editar por
las Fuerzas Armadas Revolucionarias, que luego apareció como
un capítulo de la obra titulada "Detección de la Infiltración
desde Colón, hasta la Revolución", afortunadamente firmada por
el capitán ÑIco Núñez.
   Me contó este cuento en el camino al café de Ayestarán
(muchos escriben todavía Ayesterán, incorrectamente) y 20 de
Mayo. Al regreso, lo dejé en la biblioteca leyendo el magazine
dominical del "New York Times". Antes de marcharse me puso una
de sus infinitas pero limitadas manos sobre (pesante) un
hombro y me dijo, "Acabo lerr una phrase de Marrcell Duchán
que serrá mi divisa", dijo, pero dijo difiso en vez de divisa.
"Dice Duchán que el ferdaderro arte es siempre subersifo. ?Qué
te parrese¿" Él había dicho arete en vez de arte y me quedé
pensando en unos pendientes de tNT.
   Cuando por fin entendí, ya me decía, "Voy irr suterránio
con mi esculturra". Me parecieron palabras de una cierta
profundidad y lo dejé allí, a que el silencio de la sala de
lectura le sirviera de eco histórico. No volví a saber de él,
hasta que pocos días antes del Primer Congreso de Escritores,
alguien me dijo que Carol había desaparecido. Ahora
probablemente esculpe estalactitas figurativas en una cueva de
Pinar del Río o los parques de Santo Domingo (República
Dominicana) comienzan a tener fuentes con delfines o en
Greenwich Village, Nueva York, hay una joyería de limallas de
hierro más.

   Iii

   Nunca fue tan esperado el debut de una soprano. Al menos,
ustedes y yo con ustedes (y el lector nunca sabe hasta qué
punto el escritor se ve atrapado por su trama literaria) hemos
bogado ansiosamente por este río discursivo, hecho tirabuzón
navegable por los meandros sucesivos de innúmeras digresiones,
para llegar al puerto escondido del secreto de la soprano que
vino de Viena.
   Pues bien, puedo decirles que sé poco de esta soprano
vienesa: ni siquiera sé si vino o no de Viena, porque por
aquella época (años 1939, 1940, 1941) todas las sopranos
venían de Viena. Por lo menos, eso es lo que de ellas decía la
prensa habanera y lo que decía la prensa habanera era lo que
ellas decían, ya que la crítica musical de ese tiempo se
reducía a elogios más o menos bien pagados. Lo cierto es que
la soprano tuvo su hora de éxito y por un momento pareció ser
más bien una ventrílocua (no estoy muy seguro de que esta
palabra tenga uso femenino: son muy pocas las mujeres que
hablan con el estómago), porque una tarde estaba cantando en
un recital de "lieder" de Hugo Wolf (todo su "Spanische
Liederbuch") en el saloncito recién inaugurado del Lyceum y a
prima noche tenía su acostumbrada media hora por Radio O.Shea
y de nueve a diez cantaba siempre en (?dónde si no¿) el
restaurant Vienés, usando en la emisora y en el restaurant las
mismas melodías de Strauss y Franz Lehar y de "ese músico que
ofende a Bach", como decía Tobir, Offenbach, y casi ya a
medianoche estaba en casa de Zaydín, entonces Primer Ministro,
o en una "soirée" musical de la Casa Cultural de Católicas o
en el programa sabatino o dominical del anfiteatro municipal,
cantando habaneras con un acento musical perfecto.
   Su gran momento, sin embargo, ocurrió un día, para decirlo
con palabras de Polonio, histórico-religioso-patriótico. Fue
el 12 de octubre de 1941 o el 10 de Tishri, año 5701 en el
calendario hebreo, o Día de las Américas o Aniversario del
Descubrimiento, en las efemérides del almanaque. Ese domingo
glorioso ella cantó en la Catedral por la mañana en una misa
(Te Deum) ofrecida en honor o en recuerdo o de gracia o de
descanso al alma emprendedora de Cristóbal Colón, cantó por la
tarde, ocasión del Yon Kippur, en la B.Naith B.Rith o en la
sinagoga del Vedado, y cantó en una velada ofrecida por el
Centro Gallego esa noche, en celebración del Día de la Raza.
Por muy poco falló en celebrar también el advenimiento del
nuevo año musulmán, ya que el Muharram en esa ocasión cayó
diez días más tarde.
   Ella se llamaba (o se hacía llamar) Militza Dolfus. No creo
que tuviera la menor intención de recordar en cada "lied" la
memoria asesinada del incauto canciller Engelbert Dollfuss, ni
mucho menos de condenar en toda aria al astuto regicida Otto
Planetta. No solamente las simples eses y eles de su apellido
me persuaden, sino que sé que "fr)ulein" Dolfus (siempre
tendré esta duda de su estado civil: ?señora o señorita¿)
había visto muy poco el Danubio o si lo vio no fue el mismo
Danubio que convocó en el daltónico compositor Johan Strauss
las recurrentes inundaciones musicales que padecimos tantas
veces en su voz de soprano ligera: nadie se inspira dos veces
en el mismo río. Pienso que había en ese seudónimo (porque
persona tuvo nunca dudas de que era un "nombre para el arte":
ella misma lo declaraba) algo más simple y más vil. El afán
comercial de parecerse aún más (cabellera oxigenada, nariz de
alas batientes al compás, manos entrelazadas sobre la organza
ventral o bajo el pecho capaz de dar el do, mientras exhibe
otras cualidades menos sonoras pero más visibles por los
escotes oportunamente abiertos), de ser posible, a otra
soprano vienesa famosa en aquel tiempo, que solía desplegar en
marquesinas y carteles el fílmico y notorio nombre
centroeuropeo de Miliza Korjus. Aun la sabia semejanza sonora
y la más hábil desemejanza ortográfica del nombre (que regula
la conocida ley que afirma que más se parece lo que no se
parece del todo, que lo absolutamente idéntico) lo indican.
Pero hay otra prueba concluyente: ambas millizas... perdón,
ambas Milizas fueron mellizas, al menos en la fama: cuando
ascendió una, subió la otra y las dos conocieron la decadencia
por el mismo tiempo, con la misma velocidad, en igual ausencia
de estela notoria. Pero las estrellas (las nuestras, las de
este mundo) declinan, no se apagan y un historiador acucioso
siempre encontrará su cola luminosa, perdida en el negro
espacio interestelar solamente para los ciegos ojos legos.
Nosotros, los astrónomos de la fama, sabemos sin embargo
situar en las cartas del cielo de la farándula estas novas,
supernovas y estrellas negras (me ocuparé de Sabor Vidal, la
mulata rumbera, otro día) que por años luz de olvido
parecieron extinguidas. Pueden brillar todavía con luz propia,
si existe el telescopio literario capaz de alcanzar, con su
potencia verbal, las débiles huellas de luz pública que deja
en el firmamento el paso de uno de estos astros del arte del
bel canto. Lo que hizo Nabokov con La Slavska, lo hago yo
ahora con la Dolfus. Quizás otra vez otro maestro (Jorge Luis
Borges, Ionesco, S.J. Perelman) rescatará del olvido cósmico
también a Miliza Korjus, ese facsímil.

   Iv

   Sé que me he dejado llevar por un arranque lírico, casi un
aria. Pero quiero reproducir en mis palabras la vehemencia con
que Carol Tobir me contaba en el largo viaje del día hacia el
café, la vida y los milagros de Militza Dolfus. Anoto ahora un
impromptu que compuso Carol en la ocasión, para mostrar su
carácter pendenciero y comunicativo y entusiasmado,
típicamente humano. Pasamos por un parque con una fuente al
medio y nos acercamos. Estaba firmada por Rita Longa, nuestra
conocida escultora. Había en el parque también dos o tres
grupos escultóricos. La fuente representaba o quería
representar un tiburón fugitivo de su detenida piedra al que
rodeaban sucesivas sardinas de hormigón y cantería, en
actitudes beligerantes. Todos echaban un agua sucia por la
boca en la que se bañaban después (como ocurre con todas las
fuentes: no hay nada más antihigiénico) y Tobir me sugirió que
el grupo parecía un tanto alegórico, aunque "en la mejorr
trradición del peorr gusto", me dijo riendo. "Parrecen
políticas de una phábula". Seguimos caminando y casi bojeamos
el parque, reconociendo cada una de las estatuas. Había una
tropa de ciervos de bronce o de yeso pintado de bronce, unas
aves estilizadas hasta perder toda capacidad para el vuelo y
una reunión heroica que parecía más bien un pulpo abarrotado
de brazos combativos. (Recordé ante estas pétreas imágenes un
cartel entonces popular representando a un negro rompiendo las
cadenas raciales en una metáfora cruda que hacía pensar a su
vez, automáticamente, en el Congo: la figura del negro, por un
cruel fallo técnico o una intención torcida, parecía un gorila
en atuendo de obrero militante al que superpusieran !la cabeza
de Patrice Lumumba¡) Todas las masas escultóricas estaban
firmadas por Rita Longa. Carolón las miró una a una y en cada
estatua ("de alguna manera hay que llamarlas", me dijo) dejaba
la impronta de una o dos frases lapidarias, más definitivas
que las piedras que enfrentábamos. Finalmente pareció abarcar
todo el parque con sus brazos de escultor y allí, bajo el sol
implacable, dijo una frase más implacable que el sol: "Ars
brevis, Rrita Longa".

   V

   La señora Dolfus dejó de cantar paulatinamente. Hoy una
velada musical en el salón de actos del Comité por un Quemado
de Güines Mejor, mañana un recital de fados en los salones de
la Artística Gallega, luego un ágape cantado en el Club Atenas
(banquete con pretexto en el centenario del primer concierto
ejecutado por Brindis de Salas, "el Paganini negro"), más
tarde una aparición ni al comienzo ni al final en el tercer
homenaje de despedida de Zoila Gálvez, soprano oficial, y,
finalmente, avisado en caritativas gacetillas "de gratis", su
propio homenaje (que se anunciaba, como siempre se anuncian
los autohomenajes, "nacional"), en gran función de mutis en el
teatro de los Yesistas. El teatro (contra lo que se pueda
pensar no pertenecía a una sociedad religiosa, sino al
sindicato de los obreros del yeso) estaba lleno aquella noche.
Lo que no es una hazaña musical, pues los Yesistas tienen
cabida solamente para ciento setenta y cinco personas. Tobir
me contó que esa noche de la primavera (que en Los Yesistas se
convirtió en noche de tórrido verano) de 1951 el teatro estaba
lleno, pero no de personas que pagaran la entrada, sino de
viandantes y vecinos y gente del barrio de la Victoria que
habían venido a oír tocar gratis a su pianista acompañante,
Juan Bruno Tarraza, entonces en vogue. Sin embargo, todas las
entradas se vendieron entre la colonia israelita y las
amistades europeas y cubanas de La Dolfus. (Así se hacía
llamar ella.) Por un tiempo La Dolfus disfrutó su bonanza
económica, y solamente los empresarios del teatro que venían a
diario a su casa a cobrar su parte (y nunca encontraban a
nadie) y la persuasión de dos o tres amigas, impidieron que
ese "adiós a la farándula" tuviera tantas repeticiones como la
dilatada despedida de Romeo de la alcoba de Julieta. Es que la
fama suele ser también una amante pegajosa.
   Tobir la veía, de vez en cuando, porque coincidían en el
Café Vienés una que otra noche, o a la hora del almuerzo
ocasional en Moshe Pippi, o en Fraga y Vázquez (12 y 23) en
las raras cenas de madrugada que Carolón se permitía (siempre
padeció de hipertensión) y en otros sitios parecidos: café
Ambos Mundos, Lucero Bar, Bodeguita del Medio, que él llamaba
del Miedo. La Dolfus venía invariablemente acompañada por un
viejo vienés, delgado, distinguido, de sempiterno sombrero
tirolés calado sobre la sien derecha, que apenas murmuraba un
saludo confuso siempre realizado con una cortesía nítida. A
Carol le pareció que el viejo vienés rejuvenecía. Hasta que un
día se dio cuenta de que el viejo era tan viejo como siempre:
era La Dolfus la que se derrumbaba físicamente bajo el peso de
los años y el tinte para el pelo y sus horribles "manteaus"
centroeuropeos, llevados aún en el memorable agosto de 1953,
cuando el termómetro subió a cuarenta y cuatro grados
centígrados a la sombra -y de día como de noche. Fue
precisamente poco después de ese verano que vio a La Dolfus
sola varias veces y al preguntar a amigos mutuos, supo que el
barón G9norres (tal era su nombre y Tobir sintió una difusa
pero intensa simpatía por el difunto barón, al saber que ambos
habían padecido el mismo suplicio nominal: ni siquiera el
título nobiliario lograba contener las desaforadas
asociaciones verbales cubanas una vez que la adventicia crema
del apellido del barón era olvidada, lo que ocurría a menudo)
había muerto en una batalla campal entre sus leucocitos y
fagocitos de un bando (el blanco) y sus hematíes del bando
contrario (el rojo). Una víctima más de esa guerra civil de la
sangre llamada por los médicos leucemia.

   V

   Habían pasado seis meses o un año cuando una tarde La
Dolfus se apareció en el estudio que Carol tenía en la Plaza
del Vapor. Ella conocía bien el lugar, porque en otros tiempos
de más fama artística y mayor esplendor físico (y no me estoy
refiriendo tan sólo a la voz), La Dolfus había cantado varias
veces en su ducha, por la mañana temprano, después de una
"noche rromántica". Esta vez no venía en busca de caricias,
sino de consejos: ella quería ser escultora. El salto que
alguno de ustedes ha dado (no ahora, sino al sentarse sobre un
clavo) fue discreto en comparación con el estrépito de Tobir
al caer de su banqueta de escultor. ?Una soprano escultora¿
?Por qué¿ ?Cuándo¿ Y además, ?de qué manera¿ La Dolfus lo
explicó bien. Ella tenía algún dinero (dejado por el barón en
recuerdo de noches en que su sangre era más roja), se aburría
en casa, quería tener un hobby y había pensado en la
escultura. ?Por qué había pensado en la escultura¿ Porque
cuando joven, en Viena, había tenido un novio escultor llamado
Miguel Angel, nacido, doble curiosidad, en Florencia, pero,
ay, sin talento.
   ?No le había contado esto a Carolito una madrugada en que
los dos llegaron borrachos al parque Maceo y montaron los
caballos de bronce y los espolearon hacia el mar para salir de
Cuba y volver a Europa, decretando la infalibilidad hípica
para la navegación¿ Los caballos nunca se hunden ni los
torpedea nadie, ?no¿ Tobir no recordaba una palabra. Además,
estaba cansado, no servía para dar lecciones a nadie y había
roto, completa y definitivamente "con la figuración". Eso no
era obstáculo para La Dolfus: "Enséñame el arete de
lesculturra avstrakta, Carolín", fue lo que le dijo. Tobir
comprendió que nunca sacaría de su estudio aquel mal recuerdo
y decidió enseñarle el abecé de la escultura usando la
plastilina Woolworth.
   Un mes más tarde, sin embargo, La Dolfus regresó trayendo
en una balsa una yegua plástica que recordaba a un perro
mutilado, una paloma que parecía más bien un pavorreal enano y
una vaca que de haber tenido debajo a Cástor y a su carnal
Pólux, habría sido una copia pasable de la loba romana. "No
modelaba más que animales", me dijo Tobir, que le preguntó qué
significaba aquella "ménagerie". "Parra ser abstraksiones son
demasiada rreales y para ser figurrasiones son demasiados
abstraktas", le dijo. Ella no se inmutó (se recordará que una
vez en la escena del teatro Alkázar, en el show obligado que
se intercalaba entonces entre película y película, un operador
disgustado por la espera interminable de un agudo sostenido
más allá del umbral de la paciencia le "echó encima" la
película y sin embargo la voz de La Dolfus superó los fieles
rugidos del león de la Metro, la espesa música de George
Bakhaleinikoff (?o era de Daniel Amfitheatrof¿) y los
atronadores cañonazos del departamento de sonido del estudio.
El do sostenido final de "Il baccio", en la voz de la soprano
vienesa, acompañó unos cuantos segundos de acción bélica en
las fingidas Ardenas de "Sangre en la nieve") y le respondió
simplemente a Tobir: "Soy una primitiva sophisticada". Pero
ella no venía a discutir su arte, sino a perfeccionarlo.
"Vengo me ensegnes a esculpir", le dijo a Tobir. Carolón
acababa de dejar la escultura tradicional y no tenía
disposición más que para la soldadura, por lo que la barra de
aleación, el soplete y el tanque de acetileno y el yelmo
protector ocupaban todo su estudio, donde esculpía (es un
decir) por las noches, mientras de día trabajaba con Ernesto
González en las obras esculpidas del Palacio de Bellas Artes.
Pero de alguna manera la Dolfus convenció a Carolón, que le
dio unas cuantas lecciones rudimentarias del arte de la
escultura y además le regaló un tronco de ácana y varios
trozos de baría y sabicú y caoba, y una gubia, un formión y un
mallete. "Empieza con la maderra", le dijo. "Que es muy
noble".
   Si Carolón creyó que allí terminaba su misión didáctica, se
equivocaba, porque La Dolfus regresó al mes por más: ahora
quería completar su curso. "Quierro me ensegnes la pietra a
esculpirr", le dijo a Tobir, que le respondió: "Se dice
trabagar". "Bueno", dijo ella, "quiero me ensegnes la pietra a
trabagar". A lo que respondió Carolón: "Es lo mismo que la
maderra, solamente que más dura. Tienes comprarte un cincel y
una sierrra para mármol". "?Y tú no podrías todo
regalármelo¿", fue su penúltima pregunta. "Nein", dijo Tobir.
"Traurig", dijo ella queriendo decir lástima en alemán. Antes
de irse hizo la última pregunta: "Wollen wir Morgen abend
ausgehen?". Pero Tobir que no tenía ganas de ir a ninguna
parte con aquella bola de primavera, grasa y maquillaje,
cubierta conspicuamente por la pelliza, a la que los años y el
calor y la humedad le habían dado un aspecto arratonado, dijo:
"Nicht. Danke sch9n". Y ella respondió, casi cerrando la
puerta: "Traurig. bitte sch9n". Algo en la voz, en esta mano
demorada en la puerta, en aquel rabo de ratón mojado que se
escurría entre la hoja y el marco al cerrarla, le hizo
llamarla y regalarle un mallete para mármol y el cincel y la
sierra. Solamente exigió Carol un favor (la verdad) a cambio y
La Dolfus le pagó en moneda falsa (la mentira). "¿Qué haces
con l.esculturra? ¿Te ganas la fida así ahorra?" "Nein", dijo
ella, tratando de sonreír. "Te dije, "Dumm Kopf", que más no
es que un hobby". La mano húmeda cerró la puerta.

 
   Vi

   Pero no es por gusto que un chachachá llamado "La
engañadora" fue durante años casi el himno nacional cubano.
Hay un verso de su letra que dice: "Pero todo en esta vida se
sabe". Lo cual es cierto, aunque más cierto aún es el final de
esta feliz frase musical: "Sin siquiera averiguar". Carolón se
enteró de todo sin preguntar a nadie. La Dolfus era ahora
escultora, pero no era la vieja enloquecida por la cultura que
tomaba la escultura como pasatiempo, como él creía, sino una
profesional que se ganaba la vida haciendo toda clase de
encargos esculpidos: la Rita Longa del rico. porque La Dolfus
no había heredado del barón la apreciable fortuna que ella
decía, pero sí su círculo de amistades escogidas, que por una
actitud muy cubana (y muy colonial), aceptaron a la amante
como amiga por el simple hecho de que era una extranjera,
cuando en otra ocasión no habrían aceptado a la esposa
legítima. De este grupo, tres amigas fueron más que sus
íntimas, sus compañeras de canasta. Hay algo en este largo y
complejo juego uruguayo que predispone a la amistad, a la
confesión, a una intimidad solamente aparejada por la cama, y
en su frivolidad intensa hay mucho de los amores físicos
violentos: tan sólo una noche de despliegue sexual puede dejar
tanta fatiga física y tal exaltación espiritual como seis o
siete horas seguidas de canasta. En uno de estos maratones, La
Dolfus dejó ver que su estrella declinaba (en realidad estaba
apagada hacía tantos años que nadie lo recordaba) y en otro
juego con pareja discreción sugirió su penuria económica (se
trataba en verdad de otra palabra, miseria) y en otro match
sabatino ("El sábado es el día imaginado para la canasta",
Virgilio Piñera) dijo en una suerte de proclama, que era una
escultora ahora y mostró las piedras creadas. Ese día jugaban
en su casa. Todas tres, sus compañeras de mesa cambiaron
miradas inteligentes (sí, eso dije: miradas inteligentes) y a
la salida se coaligaron para ayudar a La Dolfus -"sin que ella
supiera nada".
   Ahora quiero hablar, brevemente, de las amigas. Una es una
princesa rusa que es una de las reliquias habaneras más
preciadas. Por este tiempo estaba tan arruinada como La
Dolfus, pero nunca se quejaba y vestía con una elegancia tan
antigua que había pasado de moda y se había vuelto a poner de
moda. Poco después de este tiempo, esta princesa que se
llamaba Tania o Zinia o quizás Sonia y a quien llamaremos la
princesa Olga para simplificar, abandonó para siempre la
canasta y redujo el cuarteto a sonata trío. La princesa Olga
había venido de Rusia, por supuesto, muy joven, en aiag o
1918, "huyendo de la Revolución de Octubre o de Noviembre",
decía ella, con su padre, coronel de cosacos y príncipe: nada
excepcional, como se ve, para un exilado ruso de 1917, y que
debe de haber muerto hace años o desapareció sin dejar
rastros, porque nadie parecía haberlo conocido. Pero la
princesa Olga sí es excepcional. Es un personaje del folklore
habanero, con sus boinas o sombreros o tocados que parecen
adornar su cabeza como una segunda cabellera, y su eterna
boquilla de ámbar con un cigarrillo incesante humeando sobre
su ojo izquierdo, que guiña siempre a su destino. En zigzag.
El penúltimo zigzag (esta palabra inconsistente) del errático
fatum de la princesa Olga fue que la alcanzara una revolución
socialista fatalmente (estas tres mujeres fueron afectadas por
la revolución de una manera aparatosa y diversa), a ella que
había viajado diez mil kilómetros escapada de una revolución
semejante, para encontrar refugio en el único sitio de la
tierra donde una revolución comunista no sólo no parecía
factible, sino escasamente probable. El último rasgo de esta
zeta fatal fue que la Revolución llegó como providencial
salvavidas para la princesa Olga, casi ahogada en un océano de
acreedores. Hoy ella enseña ruso en la tierra firme de la
academia nacionalizada de idiomas John Reed (apodada Diez Días
que Conmovieron a Berlitz), y por primera vez en muchos años
gana un sueldo decente y ha conseguido un nuevo nombre: la
princesa Olga se llama ahora, cosas de la historia, la
compañera Vernisjaya.
   La segunda mujer es más oscura y está muerta: la oscuridad
en la oscuridad: "noches para una noche", que diría el Bardo
que siempre responde cuando Avón llama. Se llamaba María Luisa
Bonichea, era condueña del Frontón Jai-alai y cuando llegó la
Revolución pensó que pasaría de rica a millonaria, porque el
turismo norteamericano tendría que aumentar por fuerza, ahora
que había caído batista. Error de cálculo se llama esa figura
retórica: en este caso craso error patético. (Se oye una
marcha fúnebre que se parece a la Sinfonía Patética.) La
armonía (para encarrilar el pensamiento sobre el pentagrama:
"Todas las artes aspiran a la música") de su alarma fue un
pesar in crescendo, para llegar a una serie de secuencias con
las sucesivas nacionalizaciones y culminar en un tutti e
fortissimo el Día que Cambiaron la Moneda. Doña María Luisa
tenía en su casa cerca de %s250,000 (doscientos cincuenta mil
pesos) escondidos en una caja fuerte, un colchón del último
cuarto y una caja de zapatos en su armario. El golpe produjo
un eco "in lontano" en su corazón y no recobró el conocimiento
ya más. La enterraron con doscientos pesos de sus ahorros que
su vieja y fiel criada tenía en el banco. Como cosa casi
ejemplar, Doña María Luisa (que tenía horror a las colas y
había contratado un hombre para que le hiciera las
imprescindibles) Bonichea tuvo que esperar seis horas en una
fila funeral en el cementerio de Colón para ser enterrada.
   La historia de la tercera mujer es el final de esta
historia.

   Vii

   Mariamelia Maciá es (o debe ser, porque una mujer que podía
refutar la evidencia bien puede alejar la muerte eternamente
por el simple expediente de negarse a creer en ella) una mujer
de carácter y una mujer de carácter tiene que ser viuda por
fuerza y por idéntica causa, tener un hijo sin carácter.
Mariamelia Maciá no tuvo un hijo débil de carácter, sino de un
carácter peculiar, por no decir otra palabra y añadir a la
pornografía la obscenidad. Mariano Pi y Maciá (conocido por
ciertos amigos suyos por otros nombres: María Nopi, Dalia
Maciapí y La Maciá) era, en fin, una loca. No era una loca
cualquiera pero era una loca "con su fama". Alguien la
describió una vez como "una loca de tacón, peineta y encaje
antiguo", tal vez porque su aspecto español era marcado. Su
gran momento (exceptuada, claro está, la culminación
sacrosanta) lo tuvo en las reuniones del Marqués de Pinar del
Río. Carol Tobir me contó que el poeta Ovidio Chato (atrapado
en la gran cacería de prostitutas, proxenetas y pederastas,
conocida como la Larga Noche de las Tres Pes, en La Habana, el
1 de octubre de 1961, detenido aparentemente por error, pero
juzgado por actos contra natura o contra la sociedad o contra
el estado (no recuerdo), enviado luego a un campo de
rehabilitación en Cayo Largo. A pesar de su nombre y de sus
relaciones y de las muchas cartas que escribió a funcionarios
que eran también poetas laureados, solicitando un perdón que
nunca llegó, y muerto finalmente como el vate latino, el otro
Ovidio, en su destierro insular) tenía una carta de un amigo,
enviada a su casa de Camagüey ("La ciudad de los tinajones"),
mucho antes de cometer el error inmortal de venir a vivir a La
Habana, donde le relataba una de estas provincianamente
depravadas soirées del Divino Marqués de P. R. Decía el
corresponsal, luego de describir un momento brillante de la
reunión (había, además, algunas insensateces y chismes de
comunidad cursis y otros detalles poco edificantes, pero es
solamente esta mención a Mariano Pi y Maciá lo que interesa),
decía: "... y ése fue el instante, querida, que Marianito Pi
escogió para atravesar el salón, dejando a su paso un reguero
de mariconería".
   Por supuesto que Mariamelia Maciá viuda de Pi, su nombre
completo en la "Guía Social de 1959* (la última que se editó
en La Habana), ignoraba todo esto: para ella, mujer devota (no
mujer "de botas", linotipista amable pero descuidado, como
ocurrió en mi inquisitiva biografía "¿Fue Cornelia la única
madre de los Graco?"), su hijo era un santo. No un santo
imaginado, sino un santo real. La muestra fehaciente estaba en
su devoción por los pobres (a menudo, Marianito traía, casi
siempre de noche, "invitados de baja estofa", como se solía
decir) y en su aspecto piadoso (es evidente que esta madre
ejemplar había visto demasiados Grecos: "Don.t you see that El
Greco is a maricón¿", (preguntó retórico Hemingway) y en su
virginidad a toda prueba.
   Tengo que decir que Mariamelia Maciá había puesto a
Marianito en cada una de sus etapas hacia el cielo "pruebas de
santidad". Lo había alejado de los humildes. Antes Marianito
siempre andaba por los muelles, por el Parque Central y la
Manzana de Gómez y el Dirty Dick.s: por los "barrios bajos".
Había intentado enfurecerlo, llevarlo a la desesperación, casi
al frenesí (al de ella), pero Marianito siempre conservaba su
natural calmado, de voz apagada, de gestos lívidos. Trajo a su
casa a sus ahijadas más bellas, empleó a las criadas más
atractivas y hasta una que otra exuberante mujer fácil, que no
sólo prodigaban sus atenciones al unigénito misógino y
melancólico (el gótico es esdrújulo), sino que llegaban a
exhibirle sus encantos en un despliegue que convertía al
"strip-tease" alevoso y nocturno en una ocasión deportiva,
sana. Pero Marianito ("Las situaciones de vodevil hay que
describirlas con frases de vodevil", Eugene Labiche),
Marianito, nada, nada, nada.
   No es extraño que cuando murió de repente, después de haber
atravesado la vida como se cruza un salón y dejado a su paso
una estela de pederastia, su madre, casi viuda y mártir,
pensara que era hora de tener una imagen del santo de su hijo
en la iglesia. Por supuesto, no era cosa de iniciar un lento
proceso de beatificación a través de los conductos
eclesiásticos. Mariamelia Maciá viuda de Pi tenía dinero y el
dinero lo consigue (o lo conseguía) casi todo en Cuba, hasta
la canonización: ella donaría una imagen monumental a la nueva
iglesia de Jesús de Miramar. ?Qué había de singular si por un
azar errático o por la segura mano de Dios esa imagen santa
sería también la vera efigie del hijo beato¿

   Viii

   Tobir cree todavía (o creía el soleado día que me hizo
largo este cuento corto) que en el proceso se produjo un
milagro cierto: la imagen del santo (Santo Tomás, no el
teólogo de Aquino sino el incrédulo) tenía un indudable
parecido con María Nopi. Perdón, con Mariano Pi y Maciá. ?Cómo
La Dolfus había logrado con sus rudimentos escultóricos aquel
parecido asombroso¿ Carol nunca se lo explicó. "Un milacro,
chico", me decía. "Un ferdaderro milacro". La estatua era
colosal y La Dolfus la había esculpido en pura piedra de San
José, en su casa -o mejor dicho, en su
apartamento-cuarto-estudio de la calle Baños. Cuando estuvo
terminada, vino un camión a cargarla y llevarla atravesando
toda La Habana hasta la Quinta Avenida, en Miramar, como el
que atraviesa un salón asfaltado.
   Hubo una ceremonia discreta (la viuda no quería publicidad
para aquella donación dolorosamente piadosa) y un
emplazamiento, ay, demasiado apropiado: todo el que llegaba a
la iglesia topaba (físicamente) de pronto con la imagen de
Marianito Pi, que ahora inundaba el sagrado recinto con sus
efluvios rarificados. Para última desazón y entendimiento
tardío de la madre y la viuda, algunos amigos indiscretos de
Marianito también vieron la imagen (pía no Pi) y notaron el
parecido y preguntaron. El resultado final fue que se enteró
la parroquia y la junta de feligreses y el patronato de la
iglesia, y todo paró en un reporte a la Nunciatura Apostólica.
Un recado discreto al Palacio Cardenalicio consiguió que la
escultura (ya no era más una imagen venerable, sino un trozo
de piedra tallada) se removiera con menos ruido que se instaló
y el mismo camión la transportó de la iglesia -?adónde¿ Por
supuesto que la madre dolida no quiso ver ante sí la muestra
palpable (en piedra de San José) del escarnio y del engaño -y
del fracaso. No quedaba más que un camino y era el camino de
regreso (dejando detrás las huellas de las pisadas sodomitas)
a la casa de su Frankenstein: La Dolfus tuvo que recibir aquel
monstruo hierático pero culpable. Todavía debe estar en su
salaestudio...

   Ix

   La última vez que Carol Tobir vio a Militza Dolfus, la
soprano vienesa, fue porque ella lo mandó a llamar urgente,
fingiéndose enferma de muerte. Cuenta Carol que llegó al
edificio y sintió el choque nemotécnico del olor que casi
había olvidado de la comida israelí (o de la cocina askenazi),
con su espeso aroma eslavo, y subió las escaleras oscuras
hasta el quinto piso y tocó en la oscuridad una puerta
invisible. Una mujer envuelta en una bata de grandes flores
naranjas sobre un fondo azul pastel y el pelo en ganchos de
onda (recordó, dijo, a Elsa Lanchester en "La novia de
Frankenstein") y un cigarrito en la boca, lo recibió con algo
que sonó como una sonrisa, si es que este sonido existe.
Cuando ella se hizo a un lado y pudo reconocer a la antigua
doble de Miliza Korjus con otro golpe de recuerdos que entraba
esta vez por la vista, casi quedó mudo y fue porque vio una
enorme masa de piedra en medio del cuarto, que tocaba al
techo. No distinguió facciones ni ademanes ni estilos (además,
él ya no tenía ojo para nada que no fueran las "formas en sí")
y solamente pudo preguntar: "?Y por dónde carrajo sacas tú
este Golem¿" La Dolfus le explicó que "ya (dejá", dijo, sin
darse cuenta de que hablaba en francés) lo habían sacado y, lo
que es peor, metido (otros: aquí vino, más o menos, el cuento
contado) con una grúa, por la ventana (demostración con
gesticulación semita), el no convidado de piedra fue
desmontado previamente y armado después, dos veces, pero
(creía, todavía con los dedos que indicaban el infeliz doble
viaje de la efigie demasiado veraz, levantados ante la cara
grasosa que antes fue graciosa, creía que él le estaba dando
consejos antes de oír su petición) ella no tenía dinero para
repetir el proceso. ("?Qué hacer¿", V. I. Lenin.) Tobir se
olvidó de la enfermedad supuesta y La Dolfus no la recordó,
porque juntos empezaron a calcular la manera de derribar,
destruir, deshacer, demoler, desbaratar, desmantelar,
desmoronar, desgastar, talar, arrasar, romper, roer, moler,
hacer trizas, quebrar, partir, gastar, hacer polvo,
volatilizar, desintegrar, no dejar piedra sobre piedra de
aquel mamut de pecado. No había nada que hacer y Carol dio una
solución práctica: "Chica, te fas tenerr que quedarr con tu
hijo en la barriga". Fue su brutal diagnóstico profesional y
La Dolfus, la soprano vienesa, se tiró con un crujido (?fueron
sus huesos¿, ?fueron los muelles¿, ?fue una imagen literaria
de Carolón¿) en el único mueble de la sala capaz de recibirla:
un sillón Viena.

   X

   --?Qué te parece¿ -me dijo Carol Tobir, alias Carolón, ci
devant Tibor Karolyi-. ?No verdad que un buen cuento¿
   Le dije que sí.
   --?Por qué no lo escribe, chico¿

 
   Fin de la obra.
_
Fuente:
Cabrera Infante
Todo está hecho con espejos
Cuentos casi completos
Alfaguara S.A.

 

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