Jorge Luis Borges. Historia Universal de la Infamia. 1935.
LAS VIRTUDES DE LA DISPARIDAD
Tichborne era un esbelto caballero de aire envainado, con los
rasgos agudos, la tez morena, el pelo negro y lacio, los ojos vivos
y la palabra de una precisión ya molesta; Orton era un palurdo
desbordante, de vasto abdomen, rasgos de una infinita vaguedad,
cutis que tiraba a pecoso, pelo ensortijado castaño, ojos dormilones
y conversación ausente o borrosa. Bogle inventó que el deber
de Orton era embarcarse en el primer vapor para Europa y satisfacer
la esperanza de Lady Tichborne, declarando ser su hijo.
El proyecto era de una insensata ingeniosidad. Busco un fácil
ejemplo. Si un impostor en 1914 hubiera pretendido hacerse pasar
por el Emperador de Alemania, lo primero que habría falsificado
serían los bigotes ascendentes, el brazo muerto, el entrecejo autoritario,
la capa gris, el ilustre pecho condecorado y el alto yelmo.
Bogle era más sutil: hubiera presentado un kaiser lampiño, ajeno
de atributos militares y de águilas honrosas y con el brazo izquierdo
en un estado de indudable salud. No precisamos la metáfora;
uos consta que presentó un Tichborne fofo, con sonrisa amaHISTORIA.
UNIVERSAL ' DE LA INFAMIA 303
ble de imbécil, peló castaño y una: inmejorable ignorancia del
idioma francés. Bogle sabía que-un facsímil perfecto del anhelado
Roger Charles Tichborne era de imposible obtención. Sabía también
que todas las similitudes logradas no harían otra cosa que
destacar ciertas diferencias inevitables. Renunció, pues, a todo
parecido. Intuyó qué la enorme ineptitud dé la pretensión sería'
urik convincente prueba de que no se trataba de un fraude, que
nunca hubiera descubierto de ese modo flagrante los rasgos más
sencillos dé convicción. No hay que olvidar tampoco la colaboración
todopoderosa del tiempo: catorce años de hemisferio austral
y de azar pueden cambiar a un hombre.
Otra razón fundamental: Los repetidos e insensatos avisos de
Lady Tichborne demostraban su plena seguridad de que Roger
Charles no había muerto, su voluntad de reconocerlo.
EL ENCUENTRO
Tom Castró, siempre servicial, escribió a Lady Tichborne. Para
fundar su identidad invocó la prueba fehaciente de dos lunares
ubicados en la tetilla izquierda y de aquel episodio de su niñez,
tan aflígeme- pero por lo mismo tan memorable, en que lo acometió
un enjambre de abejas. La comunicación era breve y a
semejanza de Tom Castro y de Bogle, prescindía de escrúpulos
ortográficos, En la imponente soledad de un hotel de París, la dama
la leyó y la releyó,con, lágrimas felices, y en pocos días encontró
los recuerdos que le pedía su hijo.
El dieciséis de enero de 1867, Roger Charles Tichborne se
anunció en ese hotel. Lo precedió su respetuoso sirviente, Ebenezer
Bogle. El día de invierno era de muchísimo sol; los ojos
fatigados de Lady Tichborne estaban velados de llanto. El negro
abrió de par en par las ventanas. La luz hizo de máscara: la madre
reconoció, al hijo pródigo y le franqueó su abrazo. Ahora que de
veras lo tenía, podía prescindir del diario y las.cartas que él le
mandó desde Brasil: meros reflejos adorados que habían alimentado,
su soledad de catorce años lóbregos. Se las devolvía con orgullo:
ni una faltaba.
.Bogle sonrió con toda discreción: ya tenía dónde documentarse
el plácido fantasma de Roger Charles.
AD MAJOREM DEI GLORIAM
Ese reconocimiento dichoso —que parece cumplir una tradición
de las tragedias clásicas— debió coronar esta historia, dejando tres
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felicidades aseguradas o a lo menos probables: la de la madre
verdadera, la del hijo apócrifo y tolerante, la del conspirador recompensado
por la apoteosis providencial de su industria. Él
Destino (tal es el nombre que aplicamos a la infinita operación
incesante de millares de causas entreveradas) no lo resolvió así.
Lady Tichborne murió en 1870 y los parientes entablaron querella
contra Arthur Orton por usurpación de estado civil. Desprovistos
de lágrimas y de soledad, pero no de codicia, jamás creyeron
en el obeso y casi analfabeto hijo pródigo que resurgió tan intempestivamente
de Australia. Orton contaba con el apoyo de los
innumerables acreedores que habían determinado que él era
Tichborne, para que pudiera pagarles.
Asimismo contaba con la amistad del abogado de la familia,
Édward Hopkins y con la del anticuario Francis J. Baigent. Ello
no bastaba, con todo. Bogle pensó que para ganar la partida era
imprescindible el favor de una fuerte corriente popular. Requirió
el sombrero de copa y el decente paraguas y fue a buscar inspiración
por las decorosas calles de Londres. Era el atardecer; Bogle
vagó hasta que una luna del color de la miel se duplicó en el
agua rectangular de las fuentes públicas. El dios lo visitó. Bogle
chistó a un carruaje y se hizo conducir al departamento del anticuario
Baigent. Éste mandó una larga carta al Times, que aseguraba
que el supuesto Tichborne era un descarado impostor.
La firmaba el padre Goudron, de la Sociedad de Jesús. Otras
denuncias igualmente papistas la sucedieron. Su efecto fue inmediato:
las buenas gentes no dejaron de adivinar que Sir Roger
Charles era blanco de un complot abominable de los jesuítas.
Obras Completas. Editorial EMECÉ editores, 1972. Buenos Aires, Argentina.
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