viernes, 11 de marzo de 2016

Segunda entrega: La gran novela latinoamericana. (Frgamento). Carlos Fuentes.


Segunda entrega: La gran novela latinoamericana.
(Fragmento). Carlos Fuentes.
2. Descubrimiento y conquista
(En la gráfica en segundo plano: la periodista Silvia Lemus, esposa de Carlos Fuentes).

Entre el 27 de agosto y el 2 de septiembre de 1520, en el palacio real de Bruselas, Alberto Durero fue el primer artista europeo que vio los objetos de arte azteca enviados por el conquistador Hernán Cortés al emperador Carlos V. «He visto los objetos enviados al rey desde la nueva tierra bajo el sol», escribe Durero, «y en todos los días de mi vida no había visto ninguna cosa que conmoviera mi corazón tanto como lo han hecho esos objetos, pues en ellos descubrí obras de arte que me maravillaron. Allí está la imaginación sutil de los pueblos de esas extrañas tierras». Ojalá el espíritu del gran artista se hubiera hecho presente entre aquellos que destruyeron gran parte de la herencia precolombina de las Américas porque la consideraron obra de salvajes demonios.
América es un sueño y una pesadilla, y asimismo forma parte de la cultura de la Europa renacentista. Es decir: Europa encuentra en América un espacio que da cabida al exceso de energías del Renacimiento. Pero encuentra también un espacio para limpiar la historia y regenerar al hombre.
La invención de América


El historiador mexicano Edmundo O’Gorman sugiere que América no fue descubierta: fue inventada. Y fue inventada, seguramente, porque fue necesitada. En su libro La invención de América, O’Gorman habla de un hombre europeo que era prisionero de su mundo. La cárcel medieval estaba fabricada con las piedras del geocentrismo y la escolástica, dos visiones jerárquicas de un universo arquetípico, perfecto, incambiable aunque finito, porque era el lugar de la Caída.
La naturaleza del Nuevo Mundo confirma el hambre de espacio del Viejo Mundo. Perdidas las estructuras estables del orden medieval, el hombre europeo se siente disminuido y desplazado de su antigua posición central. La tierra se empequeñece en el universo de Copérnico. Las pasiones —la voluntad sobre todo— se agrandan para compensar esta disminución. Ambas conmociones se resuelven en el deseo de ensanchar los dominios de la tierra y del hombre: se desea al Nuevo Mundo, se inventa al Nuevo Mundo, se descubre al Nuevo Mundo; se le nombra.
De esta manera, todos los dramas de la Europa renacentista van a ser representados en la América europea: el drama maquiavélico del poder, el drama erasmiano del humanismo, el drama utópico de Tomás Moro. Y también el drama de la nueva percepción de la naturaleza.
Si el Renacimiento concibió que el mundo natural estaba al fin dominado y que el hombre, en verdad, era la medida de todas las cosas, incluyendo la naturaleza, el Nuevo Mundo se reveló de inmediato como una naturaleza desproporcionada, excesiva, hiperbólica, inconmensurable. Ésta es una percepción constante de la cultura iberoamericana, que nace del sentimiento de asombro de los exploradores originales y continúa en las exploraciones de una naturaleza sin fin en libros como Os sertões de Euclides da Cunha, Canaima de Rómulo Gallegos, Los pasos perdidos de Alejo Carpentier, Gran sertón: veredas de Guimarães Rosa y Cien años de soledad de Gabriel García Márquez. Pero, significativamente, este mismo asombro, este mismo miedo ante una naturaleza que escapa de los límites del poder humano, ruge sobre el páramo del rey Lear y su «noche helada». «Nos convertirá a todos en necios y locos», gime Lear.
El Nuevo Mundo es descubierto (perdón: inventado, imaginado, deseado, necesitado) en un momento de crisis europea: la confirma y la refleja. Para el cristianismo, la naturaleza es prueba del poder divino. Pero también es una tentación: nos seduce y aleja de nuestro destino ultraterreno; la tentación de la naturaleza consiste en repetir el pecado y el placer de la Caída.
En cambio, la rebeldía renacentista percibe a la naturaleza como la razón de cuanto existe. La naturaleza es el aquí y ahora celebrado por los inventores del humanismo renacentista: el poeta Petrarca, el filósofo Ficino, el pintor Leonardo. El Renacimiento nace —por así decirlo— cuando Petrarca evoca la concreción del día, la hora, la estación florida en que por primera vez vio a Laura —una amante de carne y hueso, no una alegoría— cruzar el puente sobre el Arno:
Bendito el día y el mes y el año
y la estación y el tiempo, la hora, el punto,
el hermoso país y el lugar donde yo me reuní
con dos bellos ojos, que me han ligado…
Soneto XXIX


En 1535, Gonzalo Fernández de Oviedo, el conquistador español y gobernador de la fortaleza de Santo Domingo, escribió su Historia natural de las Indias y rápidamente enfrentó este problema, que yace en el corazón de las relaciones entre el Viejo y el Nuevo Mundo. La actitud de Oviedo hacia las tierras recién descubiertas, nos dice su biógrafo italiano, Antonello Gerbi, pertenece tanto al mundo cristiano como al renacentista. Pertenece al cristianismo porque Oviedo se muestra pesimista hacia la historia. Pertenece al Renacimiento porque se muestra optimista hacia la naturaleza. De esta manera, si el mundo de los hombres es absurdo y pecaminoso, la naturaleza es la razón misma de Dios y Oviedo puede cantar el ditirambo de las nuevas tierras porque son tierras sin historia: son tierras sin tiempo. Son utopías intemporales.
América se convierte en la Utopía de Europa. Una utopía inventada por Europa, como escribe O’Gorman. Pero también una utopía deseada y por ello una utopía necesitada. ¿Necesaria también?
La Utopía americana es una utopía proyectada en el espacio, porque el espacio es el vehículo de la invención, el deseo y la necesidad europeos en el tránsito entre el Medioevo y el Renacimiento. La ruptura de la unidad medieval se manifiesta primero en el espacio. Las ciudades amuralladas pierden sus límites, sus contrafuertes se cuartean, sus puentes levadizos caen para siempre y a las nuevas ciudades abiertas —ciudades de don Juan y Fausto, la ciudad de la Celestina— entran atropelladamente las epidemias del escepticismo, el orgullo individual, la ciencia empírica y el crimen contra el Espíritu Santo: las tasas de interés. Entran el amor y la imaginación sin Dios, como los conciben la Cleopatra de Shakespeare y el Quijote de Cervantes.
Antes de ser tiempo, la historia moderna fue espacio porque nada, como el espacio, distingue tan nítidamente lo viejo de lo nuevo. Colón y Copérnico revelan un hambre de espacio que, en su versión propiamente hispanoamericana, culmina irónicamente en la historia contemporánea por Jorge Luis Borges, El Aleph: el espacio que los contiene todos (el Aleph) no depende de una descripción minuciosa y realista de todos los lugares en el espacio; sólo es visible simultáneamente, en un instante gigantesco: todos los espacios del Aleph ocupan el mismo punto, «sin superposición y sin transparencia»: «cada cosa era infinitas cosas… porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres)… vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó».
La ironía de esta visión es doble. Por una parte, Borges debe enumerar lo que vio con simultaneidad, porque una visión puede ser simultánea, pero su transcripción ha de ser sucesiva, ya que el lenguaje lo es. Y por otra parte, este espacio de todos los espacios, una vez visto, es totalmente inútil a menos que lo ocupe una historia personal. En este caso, la historia personal de una mujer hermosa y muerta, Beatriz Viterbo, «alta, frágil» y con «una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis» en su andar.
Una historia personal. Y la historia es tiempo.
No es gratuito que Borges, a guisa de exergo, inicie el cuento con una cita de Hamlet: «Oh Dios, podría encerrarme en una cáscara de nuez, y sentirme rey del infinito espacio…».
Erasmo en América


En el Renacimiento, que es una de las claves profundas de gestación de la novela iberoamericana, se afirmó una libertad para actuar sobre lo que es, tradicionalmente asociada con la filosofía política de Maquiavelo, aunque calificada, en nuestro tiempo, por la interpretación de Antonio Gramsci: Maquiavelo es el filósofo de la Utopía activa, enderezada a la creación de un Estado moderno. Contrapuesta a esta libertad, se afirmó la de actuar sobre lo que debería ser: es la Utopía de Tomás Moro, calificada, a su vez, por la práctica política de nuestro siglo, que ha querido imponer la felicidad ciudadana por métodos violentos o sublimados.
Una tercera libertad renacentista nos invita, con una sonrisa, a considerar lo que puede ser. Es la sonrisa de Erasmo de Rotterdam y de ella se desprende una vasta progenie literaria, empezando por la influencia de Erasmo en España y sobre Cervantes, cuyas figuras, Quijote y Sancho, representan las dos maneras del erasmismo: creer y dudar, universalizar y particularizar; la ilusión de las apariencias, la dualidad de toda verdad y el elogio de la locura. Será el gran antecedente de la obra de Julio Cortázar.
Moriae encomium: el elogio de la locura es el elogio de Moro, el amigo de Erasmo; es el elogio irónico de Utopía, y de Topía también, pues ambas —el deber ser y el ser— se someten a la crítica de la razón; pero la razón, para ser razonable, debe verse a sí misma con los ojos de una locura irónica. Erasmo propone esta operación relativa en el cruce de dos épocas de absolutos. Critica el absoluto medieval de la Fe. Pero también el absoluto humanista de la Razón. La locura de Erasmo se instala en el corazón de la Fe y en el de la Razón, advirtiéndoles a ambas: si la Razón ha de ser razonable, requiere un complemento crítico, lo que Erasmo llama el elogio de la locura, para no caer en el dogmatismo que corrompió a la Fe. Locura para los absolutos de la Fe o de la Razón, la ironía la convierte en cuestionamiento del hombre por el hombre y de la razón por la razón. Relativizado por la locura crítica e irónica, el hombre se libera en la fatalidad dogmática de la Fe, pero no se convierte en el dueño absoluto de la Razón.
Políticamente, el pensamiento de Erasmo se tradujo en un llamado al reformismo razonable, desde dentro de la sociedad y de la Iglesia cristianas. Pues el sabio de Rotterdam no sólo dirigió su mensaje a la iglesia romana, sino a la cultura ética de la cristiandad, al Estado católico y a su violencia. Su enorme influencia en la España de la iniciación imperial, en la corte del joven Carlos V, la atestigua el propio secretario del emperador, Alfonso de Valdés, discípulo de Erasmo, quien hace un llamado a la coincidencia entre la fe y la práctica. No es posible que la cristiandad proclame una fe y practique cuanto la niega. Si esta contradicción no se puede superar, dice Valdés, más vale abandonar de una vez la fe y convertirse al islamismo o a la animalidad.
Decir esto en el momento en que España inauguraba su inmenso imperio de ultramar mediante la conquista de culturas diferentes, después de expulsar a los judíos y derrotar a los moros, importaba bastante. Decirlo cuando el poder monárquico se congelaba en estructuras verticales, marcadas por la intolerancia de la Iglesia y del Estado, era, más que importante, intolerable. La Iglesia católica y el Estado español no iban a aceptar ninguna teoría de la doble verdad: sólo la unidad ortodoxa; ninguna reforma desde dentro: sólo la contrarreforma militante; ninguna fe razonable: la Inquisición; y ninguna razón irónica: el Santo Oficio.
La popularidad de Erasmo en la España de los Austrias fue sustituida gradualmente por sospecha primero, prohibición en seguida y, al cabo, silencio. Pero, por lo que hace al Nuevo Mundo, este proceso se retrasó mucho en relación con la popularidad del escritor en tierras de América. De las Antillas a México y al Río de la Plata, Erasmo fue prohibido, pero leído, nos informa Marcel Bataillon en Erasmo y España. La prohibición misma revela, añade el historiador francés, hasta qué grado sus obras eran estimadas y preservadas celosamente contra la Inquisición. Importaban.
Erasmo fue introducido a la cultura de las Américas por hombres como Diego Méndez de Segura, el principal escribano de la expedición de Cristóbal Colón, quien al morir en 1536 en Santo Domingo, le dejó a sus hijos diez libros, cinco de ellos escritos por Erasmo; por Cristóbal de Pedraza, cantor de la catedral de México y futuro obispo de Honduras, quien introdujo a Erasmo en la Nueva España; y por nadie menos que Pedro de Mendoza, el fundador de Buenos Aires, cuyo inventario de propiedades, de 1538, incluye «un libro por Erasmo, mediano, guarnecido de cuero». Bataillon, en la parte final de su libro, da un catálogo completo y seductor de la presencia de Erasmo en América.
Erasmo importaba tanto, que hasta podemos decir que su espíritu, el espíritu de la ironía, del pluralismo y del relativismo, ha sobrevivido como uno de los valores más exigentes, aunque políticamente menos cumplidos, de la civilización iberoamericana. Si el gobernador Pedro de Mendoza ya estaba leyendo a Erasmo en Buenos Aires en 1538, es obvio que, en la misma ciudad, Julio Cortázar lo leía cuatro siglos después.
La edad de oro


La disolución de la unidad medieval por el fin del geocentrismo y el descubrimiento del Nuevo Mundo da origen a las respuestas de Maquiavelo, Moro y Erasmo: Esto es. Esto debe ser. Esto puede ser. Pero esas respuestas del tiempo europeo son contestaciones a preguntas sobre el espacio americano. No hay sindéresis real. Como el Nuevo Mundo carece de tiempo, carece de historia. Son respuestas a una interrogante sobre la naturaleza del espacio del Nuevo Mundo y transforman a éste en Utopía. De allí su contrasentido, pues Utopía, por definición, es el lugar imposible: el lugar que no es. Y sin embargo, aunque no hay tal lugar, la historia de América se empeña en creer que no hay otro lugar. Este conflicto territorial, histórico, moral, intelectual, artístico, aún no termina.
La invención de América es la invención de Utopía: Europa desea una utopía, la nombra y la encuentra para, al cabo, destruirla.
Para el europeo del siglo XVI, el Nuevo Mundo representaba la posibilidad de regeneración del Viejo Mundo. Erasmo y Montaigne, Vives y Moro anuncian el siglo de las guerras religiosas, uno de los más sangrientos de la historia europea, y le contraponen una utopía que finalmente, contradictoriamente, tiene un lugar: América, el espacio del buen salvaje y de la edad de oro.
En el espacio, las cosas están aquí o allá. Resulta que la edad de oro y el buen salvaje están allá: en otra parte: en el Nuevo Mundo. Colón le describe un paraíso terrestre a la reina Isabel la Católica en sus cartas. Utopía es objeto de una confirmación y, enseguida, de una destrucción. Si estos aborígenes encontrados por Colón en las Antillas son tan dóciles y están en armonía con las cosas naturales, ¿por qué se siente obligado el Almirante a esclavizarlos y mandarlos a España cargados de cadenas?
Estos hechos llevan a Colón a presentar la edad de oro no como una sociedad ideal, sino como el lugar del oro: no un tiempo feliz sino, literalmente, un espacio dorado, una fuente de riqueza inagotable. Colón insiste en la abundancia de maderas, perlas, oro. El Nuevo Mundo sólo es naturaleza: es una u-topía a-histórica, idealmente deshabitada o, a la postre, deshabitada por el genocidio y rehabitable mediante la colonización europea. La civilización o la humanidad no están presentes en ella.
Pero Colón cree, después de todo, que ha encontrado un mundo antiguo: los imperios de Catay y Cipango: China y Japón. Américo Vespucio, en cambio, es el primer europeo que dice que éste es, en verdad, un Mundo Nuevo: merecemos su nombre. Es Vespucio quien, firmemente, hunde la raíz utópica en América. Utopía es una sociedad, los habitantes de Utopía viven en comunidad armónica y desprecian el oro: «Los pueblos viven con arreglo a la naturaleza y mejor los llamaríamos epicúreos que estoicos… No tienen propiedad alguna sino que todas son comunes». Como no tienen propiedad, no necesitan gobierno: «Viven sin rey y sin ninguna clase de soberanía y cada uno es su propio dueño».
Todo esto impresiona mucho a los lectores contemporáneos de Colón y Vespucio, explica Gerbi, pues ellos sabían que Cristóbal era un gitano afiebrado, oriundo de Génova, puerto de mala fama, codicia visionaria, pasiones prácticas y testarudas; en tanto que Américo era un florentino escéptico y frío.
De tal suerte que cuando este hombre tan cool le dice a sus lectores que el Nuevo Mundo es nuevo, no sólo en su lugar, sino en su materia: plantas, frutas, bestias y pájaros; que es en verdad el paraíso terrestre, los europeos están dispuestos a creerlo, pues este Vespucio es como Santo Tomás. No cree sino lo que ve y lo que ve es que Utopía existe y que él ha estado allí, testigo de esa «edad de oro y su estado feliz» (l’età dell’oro e suo stato felice) cantada por Dante, donde «siempre es primavera, y las frutas abundan» (qui primavera è sempre, ed ogni frutto). América, pues, no fue descubierta: fue inventada. Todo descubrimiento es un deseo, y todo deseo, una necesidad. Inventamos lo que descubrimos; descubrimos lo que imaginamos. Nuestra recompensa es el asombro.
Lo real maravilloso


De Durero a Henry Moore, pasando por Shakespeare y Vivaldi, el Aduanero Rousseau y Antonin Artaud, América ha sido imaginada por Europa, tanto como Europa ha sido imaginada por América.
Esta imaginación, en sus inicios, cobra un carácter fantástico.
Si lo fantástico es un duelo con el miedo, la imaginación es la primera exorcista del terror de lo desconocido. La fantasía europea de América opera mediante fabulosos bestiarios de Indias, en los que el Mar Caribe y el Golfo de México aparecen como los hábitat de sirenas vistas por el mismísimo Colón el 9 de enero de 1493 «que salieron bien alto de la mar», aunque, admite el Almirante, «no eran tan hermosas como las pintan, que en alguna manera tenían forma de hombre en la cara».
En cambio, Gil González, explorador del istmo panameño, se topa allí, en una anchura de mar oscuro, con «peces que cantaban con armonía, como cuentan de las sirenas, y que adormecen del mismo modo». Y Diego de Rosales ve «una bestia que, descollándose sobre el agua, mostraba por la parte anterior cabeza, rostro y pechos de mujer, bien agestada, con cabellos y crines largas, rubias y sueltas. Traía en los brazos a un niño. Y al tiempo de zambullir notaron que tenía cola y espaldas de pescado».
Acaso, con febril imaginación, los navegantes del Caribe y el Golfo no vieron sirenas sino ballenas, pues a éstas les atribuyeron, como escribe Fernández de Oviedo «dos tetas en los pechos [menos mal] e así pare los hijos y los cría».
Más problemática es la configuración del llamado peje tiburón de estas costas, descrito por Fernández de Oviedo con precisión anatómica: «Muchos destos tiburones he visto —escribe en su Sumario de la natural historia de las Indias— que tienen el miembro viril o generativo doblado». «Quiero decir —añade Oviedo— que cada tiburón tiene dos vergas… cada una tan larga como desde el codo de un hombre grande a la punta mayor del dedo de la mano». «Yo no sé —admite con discreción el cronista— si en el uso dellas las ejercita ambas juntas… o cada una por sí, o en tiempos diversos».
Por mi parte, yo no sé si envidiar o compadecer a estos tiburones del Golfo y el Caribe, pero sí recuerdo con el cronista Pedro Gutiérrez de Santa Clara que por fortuna estas bestias sólo paren una vez en toda su vida, lo cual parecería contraponer la existencia del órgano y su función —abundante una, parca la otra…
Las cartas de Pedro Mártir de Anglería sobre los asombrosos bestiarios del mar americano fueron objeto de burlas en la Roma pontificia, hasta que el arzobispo de Cosenza y legado pontificio de España, de nombre —otra vez, asómbrense ustedes— Juan Rulfo, confirmó las historias de Pedro Mártir y ensanchó el campo de lo real maravilloso del Golfo y el Caribe para incluir el peje vihuela capaz de hundir, con su fortísimo cuerno, a un navío; el cocuyo a cuya luz los naturales «hilan, tejen, cosen, pintan, bailan y hacen otras cosas las noches». Son linternas de las costas…
Los alcatraces que cubren el aire en busca de sardinas. Las auras o zopilotes que vio Colón en la costa de Veragua, «aves hediondas y abominables» que caen sobre los soldados muertos y que son «tormento intolerable a los de la tierra». Es la noche de la iguana, que Cieza de León no sabe «si es carne o pescado», pero que de pequeña cruza las aguas ligera y por encimita, pero de vieja, se desplaza lentamente por el fondo de las lagunas.
Las maravillas se acumulan. Tortugas de concha tan grande que podían cubrir una casa. Hicoteas fecundas depositando en las arenas de nuestros mares nidadas de mil huevos. Playas de perlas «tan negras como azabache, e otras leonadas, e otras muy amarillas e resplandescientes como oro», escribe Fernández de Oviedo. Y la mítica salamandra, ardiendo en sí misma pero tan fría, dice Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la Lengua Castellana, «que pasando por las ascuas las mata como si fuere puro yelo».
No tardarían estos portentos del mar y las costas del descubrimiento en cobrar cuerpo como maravillas de la civilización humana, maravillosamente descritas por Bernal Díaz del Castillo al entrar, con la hueste de Hernán Cortés, a la capital azteca, México-Tenochtitlan:
«Y otro día por la mañana llegamos a la calzada ancha [que] iba a México y nos quedamos admirados, y decíamos que parecía a las cosas y encantamientos que cuentan en el libro de Amadís… y aun algunos de nuestros soldados decían que si aquello que veían, si era entre sueños».
El primer novelista


Digo que es nuestro primer novelista y lo digo con todas las reservas del caso. ¿No es el libro de Bernal una «crónica verdadera», un relato de sucesos realmente acaecidos entre 1519 y 1521? Pero es, a su vez, el relato de algo acontecido a cuarenta y siete años de que Bernal, ciego, de edad ochenta y cuatro, escribiendo desde Guatemala y olvidado de todos, decide que nada se olvide de lo que ocurrió medio siglo antes: «Agora que estoy escribiendo se me presenta todo delante de los ojos como si ayer fuera cuando esto pasó».
Sí, sólo que no pasó ni ayer ni hoy sino en otro país: el de la memoria, el país inevitable del novelista, la memoria, que por más veraz que quisiera ser, sabe que no pasará del mero listado de fechas y hechos si no le da alas la imaginación. Sobre todo, cuando lo que los ojos han visto en la realidad histórica es comparable a lo que los cronistas de Indias han visto en la fabulación del Nuevo Mundo: «Ver cosas nunca oídas ni vistas ni aun soñadas, como veíamos».
Bernal reúne, como lo ha visto el penetrante crítico del pasado literario de España, Francisco Rico, «la singular convivencia de naturalidad y pasmo».
«Ver cosas nunca oídas ni vistas ni aun soñadas, como veíamos», escribe Bernal, dándole carta de crédito a la imaginación fabulosa de Fernández de Oviedo y Pedro Mártir. Pero éstos, los fabuladores, ¿no anticiparon acaso, con su imaginación propia, la visión de Anáhuac de Bernal Díaz del Castillo?
Vean ustedes cómo nuestras ficciones cobran simultáneamente carta de naturalización fantástica y sueño de imaginación comprobada.
¿Qué hay en el fondo de esta aparente contradicción?
¿Se trata más bien de una andadera complementaria?
No. Detrás de cada sirena y de cada hicotea, como detrás de cada batalla de armas y conquista imperial, hay una paradoja de civilización: un país agotado llama Conquista al acto final de siete siglos de Reconquista. Es la lanzada final del Cid Campeador, ya no contra el moro, sino contra el azteca, el inca y el araucano.
Cuando era un joven estudiante, solía caminar cada mañana al cuarto para las ocho a través del Zócalo, la plaza central de la Ciudad de México, mi aterradora y maravillosa ciudad. El taxi colectivo me llevaba de casa, cerca del Paseo de la Reforma, a la esquina de la Avenida Madero donde se encuentra el Hotel Majestic. Luego caminaba por la anchura de la plaza hasta un pequeño barrio colonial que llevaba a la Escuela de Leyes de la Universidad Nacional, en la calle de San Ildefonso.
Todos los días, al cruzar el Zócalo, otra escena violenta, cruzaba al vuelo ante mi mirada. Podía ver, al sur, a hombres y mujeres en maxtles y huipiles blancos viajando en piraguas que fluían sobre un oscuro canal. Al norte había una esquina donde la piedra se rompía en formas de flechas llameantes y calaveras rojas y mariposas quietas; al oeste, un muro de serpientes bajo los techos gemelos de los templos de la lluvia y del fuego. Al este, otro muro de calaveras.
Ambas imágenes, la de la antigua ciudad y la de la urbe moderna, se disolvían una y otra vez ante mis ojos.
En 1521, el conquistador Hernán Cortés arrasó con la ciudad azteca —una Venecia india—, y sobre sus ruinas levantó la capital del Virreinato de la Nueva España, después capital de la República Mexicana. En el lugar del templo del dios de la guerra, Huitzilopochtli, se construyó el palacio virreinal. Las casas de los conquistadores se ubicaron sobre el antiguo sitial de las serpientes y la gran Catedral —la mayor de Latinoamérica—, sobre el antiguo palacio del emperador Moctezuma, un palacio con patios llenos de aves y bestias, con cámaras de albinos, jorobados y enanos, y habitaciones llenas de plata y oro.
Mientras caminaba sobre la enorme plaza de piedra rota, sabía que mis pies pisaban sobre el patio de una civilización. Sabía que todas estas cosas que yo imaginaba habían existido ahí y ya no estaban. Caminaba sobre las cenizas de la ciudad capital de Tenochtitlan, desaparecida para siempre.
Mi admiración no era menos tangible que el pasmo que podemos imaginar del cronista de la Conquista, Bernal Díaz del Castillo, quien comienza por decirnos, al entrar él y sus compañeros a la capital azteca en 1519: «Nos quedamos admirados y decíamos que parecía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís… y algunos de nuestros soldados decían que si aquello que veían, si era entre sueños».
Historia y ficción: un pueblo, escribió el historiador francés Jules Michelet, tiene derecho de soñar en su futuro.
Yo agregaría que tiene el derecho de soñar en su pasado.
Todos estamos en la historia porque los tiempos de los hombres y mujeres todavía no concluyen. Todavía no hemos dicho nuestra última palabra.
Es una cuestión de la más alta importancia política e histórica: ¿qué es lo que recordamos, qué es lo que olvidamos, de qué somos responsables, a quién tenemos que rendir cuentas?
Mas, finalmente, no es una cuestión sujeta a valoraciones meramente políticas. Es parte de la dinámica de la cultura, así como el artista se atreve a imaginar el pasado y a recordar el futuro, dando una versión más plena de la realidad que la de las controversias políticas, las rutinarias estadísticas o la neutralidad factual.
Recordar el futuro. Imaginar el pasado.
Éste es un modo de decir que, ya que el pasado es irreversible y el futuro incierto, los hombres y mujeres se quedan sólo con el escenario del ahora si quieren representar el pasado y el futuro.
El pasado humano se llama Memoria. El futuro humano se llama Deseo. Ambos confluyen en el presente, donde recordamos, donde anhelamos.
William Faulkner, uno de los creadores de la memoria colectiva de las Américas, hace decir a uno de sus personajes: «Todo es presente, ¿entiendes? El ayer sólo terminará mañana y el mañana comenzó hace diez mil años». Y en Cien años de soledad, los habitantes de Macondo inventan el mundo, aprenden cosas y las olvidan, y son forzados a volver a nombrar, a volver a escribir, a volver a evocar: para Gabriel García Márquez la memoria no es espontánea o gratuita o legitimadora; es un acto de supervivencia creativa. Debemos imaginar el pasado para que el futuro, cuando llegue, también pueda ser recordado, evitando así la muerte de los eternamente olvidados.
A la memoria compartida de los escritores de las Américas, permitan que agregue el nombre del cronista español de la épica de la conquista del Imperio Azteca, Bernal Díaz del Castillo; reclamo compartir su memoria y compartir la imaginación en la creación de las Américas, con su poderoso despliegue de valor, sueño, desengaño, fatalidad y empeño, sentido de los límites, quebradas ambiciones, cosmogonías pulverizadas y, surgiendo de entre las ruinas, el perfil de una nueva civilización.
Bernal Díaz del Castillo nació en Medina del Campo, Valladolid, en 1495 —tres años después del primer viaje de Cristóbal Colón al Nuevo Mundo—. Llegó a América en 1514, y en 1519 se unió a la expedición de Hernán Cortés de Cuba a México.
Después de la Conquista fue a residir a Guatemala, donde escribió su Verdadera historia de la conquista de la Nueva España, concebida como una respuesta al historiador Antonio López de Gómara, quien exaltó la figura del conquistador Hernán Cortés, a expensas de los soldados comunes.
Bernal terminó de escribir su Historia en 1568, cuando tenía setenta y tres años de edad, y cuarenta y siete años después de los sucesos. Envió su manuscrito a España, donde fue publicado hasta 1632 —ciento once años después de los hechos.
Pero antes, en 1580, Bernal, ciego y acabado, murió en Guatemala a la edad de ochenta y cuatro años y no pudo supervisar la edición incompleta de su libro, el que finalmente apareció en su versión completa en 1904, en Guatemala.
Pero en 1519, cuando desembarcó con Cortés en México, Bernal tenía sólo veinticuatro años de edad. Tenía un pie en Europa y otro en América. Llena el dramático vacío entre los dos mundos de un modo literario y singularmente moderno.
En efecto, hace lo que Marcel Proust hizo en su búsqueda del tiempo perdido. Sólo que en lugar de magdalenas mojadas en té, los resortes de la memoria en Bernal eran los guerreros, el número de sus corceles, la lista de sus batallas:
«Digo que haré esta relación… quiénes fueron los capitanes y soldados que conquistamos y poblamos [estas tierras]… y quiero aquí poner por memoria todos los caballos y yeguas que pasaron». Y así lo hace soldado por soldado. Caballo por caballo.
«Pasó un Martín López; fue muy buen soldado…»
«Y pasó un Ojeda… y quebráronle un ojo en lo de México…»
«Y un fulano de la Serna… tenía una cuchillada por la cara que le dieron en la guerra; no me acuerdo qué se hizo de él.»
«Y pasó un fulano Morón, gran músico…»
«Y pasaron dos hermanos que se decían Carmonas, naturales de Jerez; murieron de sus muertes.»
Éste es un mundo que había desaparecido cuando Bernal escribió sobre él. Está en busca del tiempo perdido: es nuestro primer novelista.
Y el tiempo perdido es, como en Proust, un tiempo que uno puede recuperar sólo como un minuto liberado de la sucesión del tiempo.
Lo que ocurre con Bernal es que en su libro es el poeta épico mismo quien se convierte en el buscador del instante perdido.
Bernal, como Proust, ya ha vivido lo que está a punto de contar, pero debe darnos la impresión de que lo que cuenta está sucediendo mientras es escrito y leído: la vida fue vivida, pero el libro debe ser descubierto.
Llegamos con Bernal, en el amanecer de la memoria compartida de las Américas, a un nuevo modo de vivir: de volver a vivir, ciertamente, pero también de vivir, por vez primera, la experiencia recordada como la experiencia escrita.
Al desplegarse el relato, la voluntad épica titubea. Pero una épica vacilante ya no es una épica: es una novela. Y una novela es algo contradictorio y ambiguo. Es la mensajera de la noticia de que en verdad ya no sabemos quiénes somos, de dónde venimos o cuál es nuestro lugar en el mundo. Es la mensajera de la libertad al precio de la inseguridad. Es una reflexión sobre el precio que se paga por el progreso material a costa de perder nuestras premisas fundamentales y nuestras raíces filosóficas: es el precio de Prometeo. Don Quijote será la mayor contribución española a este drama de la modernidad, pero Bernal Díaz lo prefigura con su épica quebrada. ¿Qué quiero decir con épica quebrada, con crónica vacilante?
Paseando por el Zócalo


Yo, descendiente de España y de México, caminé sobre las ruinas ocultas de la capital de Moctezuma y mi asombro ante lo que podía imaginar en el siglo veinte no fue menor que aquel de Bernal Díaz del Castillo, el cronista de la conquista, en el siglo dieciséis. No menor, tampoco, es el titubeo de mi pluma. Pues en medio de una de las mayores aventuras épicas de todos los tiempos, el soldado español Bernal Díaz podía decir que no sabía o siquiera imaginaba que podría escribir realmente sobre tantas cosas «nunca oídas, ni vistas, ni aun soñadas, como veíamos».
Este sentimiento de pasmo seguido de un sentimiento de humildad en la descripción literaria del sueño se resuelve finalmente en la obligación de destruir el sueño, de transformarlo en una pesadilla. Bernal Díaz escribe con admiración, con auténtico amor, sobre la nobleza y la belleza de muchos de los aspectos del mundo indígena. Su descripción del gran mercado de Tlatelolco, del palacio del emperador, del encuentro entre Cortés y Moctezuma, está entre los pasajes más emotivos de la literatura.
Pero la épica de Bernal también está llena de rumores distantes de tambores y muerte, de antorchas y sacrificios secretos: «sangre y humo». Un tono de constante amenaza, de inminente desastre y de temor de que el valiente batallón de menos de cincuenta mil guerreros, anulado su retiro por la decisión de barrenar las naves, pudiese ser arrasado por el poder superior de los ejércitos aztecas en cualquier momento. Aun así la ciudad cae en manos de los españoles en 1521 y sus habitantes lamentan la muerte del guerrero, la sangre del niño, la marca con fuego de la mujer y la caída del Imperio; el conquistador, el destructor, se une a sus víctimas en la gran elegía, dice Bernal, por todo lo «derribado, desperdigado y perdido para siempre».
No es usual entre los cronistas épicos de la Edad Media ni del Renacimiento (en verdad, Simone Weil diría, es inusual en cualquier poeta épico desde Homero) amar lo que está obligado a destruir. Pero Bernal se acerca mucho a su paradigma. De cara a él, su libro es una crónica épica de acontecimientos. Está escribiendo sobre una página gloriosa de la historia y sobre un grupo de hombres correosos amoldados a su conciencia individual y a sus medios y fines políticos. Están aquí para lograr los fines de la Providencia, la salvación de los paganos y, con menor ímpetu, para extender el poder de la Corona española. De esta manera, todas las principales corrientes que conducen a los hombres de España al Nuevo Mundo están ahí: la individualista ambición militante, el ejército cruzado, la Iglesia militante y la Corona militante también.
Esta integridad entre el relato contado y la conciencia detrás del contar es común al tema épico. Pero Bernal, al escribir la primera épica europea del Nuevo Mundo, introduce una novedad en la voz épica, quizá porque en realidad describe la novedad misma, un Nuevo Mundo, mientras que la épica, de acuerdo tanto con el filósofo español José Ortega y Gasset como con el crítico ruso Mijail Bajtin, sólo se ocupa de lo que ya es conocido.
Permitan que demore un momento en el problema genérico que afecta la Verdadera historia de la conquista de la Nueva España, ya que estoy convencido de que toda gran obra literaria, como la de Bernal, contiene no sólo un diálogo con el mundo, sino también consigo misma.
La mayoría de los teóricos literarios oponen la épica a la novela. Veamos qué tienen que decir para colocar la épica de Bernal en su lugar adecuado, en el amanecer del Nuevo Mundo.
Para José Ortega y Gasset, la novela y la épica son «exactamente lo contrario». La épica se aboca al pasado como tal. La épica nos habla de un mundo que fue y ha concluido: el pasado épico huye del presente.
El poeta épico, dice Ortega, sólo habla de lo que ya ha terminado, de lo que su público ya conoce: «Homero —escribe— no pretende contarnos nada nuevo. Lo que sabe, los oyentes ya lo saben, y Homero sabe que lo saben». Esto es: en el momento en que aparece el poema épico, éste cuenta un relato bien conocido, aceptado y celebrado por todos.
La novela, por el contrario, es la operación literaria basada en la novedad, como indica Mijail Bajtin. La épica, escribe el crítico ruso, se finca en una visión unificada y única del mundo, obligatoria e indudablemente verdadera para los héroes, el autor y el auditorio. Junto con Ortega, Bajtin piensa que la épica trata con las categorías e implicaciones de un pasado terminado, de un mundo comprendido (o comprensible).
Pero si la épica es algo concluido, la novela es algo inconcluso: «refleja las tendencias de un nuevo mundo que todavía está haciéndose», explica Bajtin. La unidad épica del mundo es hecha añicos por la historia y la novela aparece para tomar su lugar.
Hegel le dio a la épica otro lugar en el discurso literario: el de hacer añicos, precisamente el mundo precedente, el mundo del mito. Para Hegel, la épica era un acto humano desestabilizador que trastornaba la tranquilidad de la existencia en su mítica integridad. Una especie de dinámica que nos arranca de nuestro hogar mítico y nos manda a la guerra de Troya y a los viajes de Ulises: el accidente que hiere la esencia.
Por su parte, la gran filósofa judeocristiana, la francesa Simone Weil, atribuye a la épica homérica exactamente lo contrario de lo que Ortega le concede. Para Weil, La Ilíada es un movimiento inconcluso, cuyo mensaje moral está en espera de cumplirse en nuestro propio tiempo. La Ilíada no es un poema pasado, sino un poema por venir, cuando probemos ser capaces, dice Weil, de aprender la lección de la Grecia homérica: «Cómo no admirar nunca el poder, ni odiar al enemigo, ni despreciar a los que sufren».
Creo que Bernal pertenece más a este movimiento épico, o épica-en-movimiento descrita por Hegel y Simone Weil, que a la épica conclusa evocada por Ortega y Bajtin. Pero si aceptamos las premisas del filósofo español o del crítico ruso, Bernal también escribe una novela que es una novedad en relación con la épica previa, la de los romances medievales de caballerías.
Permitan que me exprese como lo haría un católico y diga que quizá Bernal escribe una novela épica con tanto movimiento y novedad como la épica según Hegel y Weil, y con tanta novedad y dinamismo como la novela según Bajtin y Ortega.
De cualquier modo, la gran crónica popular de Bernal Díaz del Castillo, como toda gran literatura, transforma los hechos del pasado y los rememora en un suceso continuo que está siendo leído en el futuro —el futuro en relación tanto con los acontecimientos narrados como con la escritura de esos acontecimientos por el autor—, pero que realmente tiene lugar en el presente, donde tanto la obra literaria y el lector siempre, y finalmente, se encuentran.
Primero, mientras escribe la respuesta a la biografía de Cortés por Gómara, Bernal niega que la conquista haya sido una épica individual, sino más bien una empresa colectiva actuada por la clase media naciente a la que él, y Cortés, pertenecían. Bernal no menosprecia a Cortés, a quien admira enormemente. Pero lanza un alegato contra el culto a la personalidad del conquistador en favor de los soldados de a pie, los de caballería, los escopeteros: los quinientos camaradas que obliteraron su retirada y cruzaron el Rubicón hacia el desconocido imperio de los aztecas y su rumor de muerte y sacrificio. Ésta es la épica colectiva no de los grandes héroes, reyes y caballeros, sino de los hombres humildes que delinearon su propio destino: los pueblos como actores de la historia: un presagio de la interpretación que Michelet haría de la Revolución Francesa como el tránsito de «todo un pueblo» del silencio a la voz.
Pero, en segundo lugar, esta crónica no es un registro de los acontecimientos en el momento en que ocurren, sino bajo la perspectiva de cincuenta años y de la vejez. Bernal, ahora residente en Guatemala, rompe su largo silencio con el fin de hacer justicia a los soldados de la conquista. No tiene pretensiones literarias: escribe su libro para sus hijos y nietos y, en verdad, lo lega como una especie de herencia. No vivió para ver su obra impresa. Pero a la edad de ochenta y cuatro años, cuando murió, estaba satisfecho al considerarla como la única fortuna que pudo transferir a su familia. Esta perspectiva le da al libro una extraña nota melancólica: un lamento por el tiempo perdido, la juventud; un recordatorio vibrante y triste de la promesa inmaculada de recompensar el valor personal.
Bajo el signo del romance épico —el libro está lleno de referencias al paladín Rolando, a Amadís de Gaula, a los libros de caballerías—, la obra de Bernal ha sido escrita de manera tan comprehensiva y moralmente armónica como el poema épico. Todo será incluido en letanías impresionantes: soldados, caballos, batallas, vendimias en el mercado. Aun así se saldrá por la tangente y abreviará el relato mientras se aproxima a una estrategia novelística más moderna: «Pero no gastaré más tiempo en el tema de los ídolos» dice, o… «Dejemos el asunto del tesoro», o «Dejémosle ir —al intérprete Melchor—, y mala suerte la suya, y volvamos a nuestra historia».
La conformidad de Bernal con los ideales de la fe cristiana nunca estuvo en duda, ni su lealtad a la Corona de España. No obstante es capaz de algunas notas discordantes, si no heréticas, ciertamente cargadas de ironía. Gómara había dicho que la batalla en la sabana de Tabasco había sido ganada por el arribo material de los apóstoles Santiago y San Pedro. Pero Bernal escribe que «yo, como pecador, no era digno de verlos».
Lo que sí ve son las grandes hazañas de Cortés y su regimiento, y su genio narrativo consiste en emplear los poderes de la memoria para evocarlas mientras preserva su frescor para nosotros. La novedad y el asombro son las premisas de su escritura: «nos maravillamos», «un lugar maravilloso», «obra muy maravillosa»: «y no es de maravillar que yo escriba aquí de esta manera, porque hay mucho que ponderar en ello que no sé cómo lo cuente, ver cosas nunca oídas, ni vistas, ni aun soñadas, como veíamos». Pero la memoria es el receptáculo que recupera el alud de maravillas: los sucesos parecen estar sucediendo porque la memoria está en el suceder: «He leído la memoria atrás dicha de todos los capitanes y soldados… Pero más tarde, en su lugar y sazón, diré los nombres de todos aquellos que tomaron parte en esta expedición, tanto como pueda recordarlos».
La memoria de Bernal es el moderno recuerdo del novelista. Está marcada por cinco rasgos profundamente novelísticos:
1) Amor por la caracterización: Bernal nos hará saber que se está refiriendo a un Rojas, no a Rojas el rico; a Juan de Nájera, no al sordo que jugaba pelota en México. Son individuos concretos, no guerreros alegóricos. Sus figuras son a veces tan excéntricas como cualquiera de Shakespeare o Melville. He ahí al lunático Cervantes, el Loco que precede y avisa al desfile de soldados. He ahí al Astrólogo, Juan Millán, el viejo chiflado y adivino de la expedición.
2) Amor por el detalle que desacraliza las figuras épicas: Cortés pierde una alpargata en Champotón y cae en el lodo con un pie descalzo para su gran batalla en México: Moctezuma y Cortés juegan a los dados para matar el tiempo en la ciudad de México, y el emperador acusa al bravo capitán Pedro de Alvarado de hacer trampa.
3) Amor por la murmuración. Sin la cual, sin lugar a dudas, no habría novela moderna y ni siquiera épica narrativa: desde la violación de Helena de Troya hasta el secuestro de Albertina, desde Homero hasta Proust, Defoe, Dickens o Stendhal, todos, en este sentido, son chismosos de oficio. Bernal no fue la excepción. Nos informa que Cortés se había recién casado en Cuba con una mujer llamada La Marcaida; se decía que se habían casado por amor; pero aquellos que lo han visto de cerca «tienen mucho que decir sobre ese matrimonio». Así que Bernal, habiendo sembrado la semilla del rumor con tanta sutileza como Henry James, se escabulle de «este tema delicado».
4) Hay grandes retratos sociales, retratos sociales críticos. Bernal es especialmente receptivo al describir la tradición española —y luego latinoamericana— del hidalgo, el caballero, literalmente, el hijo-de-algo. Bernal Díaz pinta un extraordinario retrato de Cortés en la isla de Cuba donde, tan pronto como es nombrado general, comienza «a pulir y ataviar su persona mucho más que antes». Usa «un penacho de plumas, con su medalla y una cadena de oro, y una ropa de terciopelo, sembradas por ella unas lazadas de oro». Aun así, este espléndido hidalgo «para hacer estos gastos que he dicho, no tenía de qué, porque en aquella sazón estaba muy adeudado y pobre». Lujos, juegos, prodigalidad: de la deuda de la Armada española a la deuda del FMI, la generosidad dispendiosa de los clanes patrimonialistas de América Latina y sus ambiciones señoriales son ya perfiladas por Bernal en la figura de Cortés y de los conquistadores.
Pero éstos, en el caso de Hernán Cortés —y he aquí nuestro quinto rasgo narrativo—, son sólo signos externos de un amor profundo por 5) La teatralidad y la intriga que se volvieron fundamentales para lograr sus propósitos políticos. Cortés impresiona a los enviados de Moctezuma con el recurso casi cinematográfico de las cabalgatas sobre la playa con la marea baja ante gente que nunca antes había visto caballos: «Un caballo —escribe el poeta sueco Artur Lundkvist como si estuviese describiendo los corceles de los conquistadores tal como los pintó en un mural José Clemente Orozco—, un caballo: esa poderosa criatura con fuego en el vientre y relámpago en los cascos; con un oscuro torrente de sangre pesada, poderosa, como una catarata contenida». Imaginen ver a estas bestias por primera vez; sólo la magia y el mito podían explicar, ante los ojos de los indios, tal aparición. Cortés adora la duplicidad, emplea a dobles y descubre la farsa de los dobles que Moctezuma envía en su propio lugar. Cortés seduce, asombra y atemoriza a los enemigos potenciales; hace que los caballos huelan a sus yeguas y que cañones furiosos escupan fuego a determinadas horas con propósitos teatrales. Pero también escucha, aprende, oye las quejas, arresta a los recaudadores de impuestos, libera a los pueblos del tributo de Moctezuma y se ocupa de que las nuevas se difundan: los españoles han llegado a liberar a los pueblos indios sujetos a la tiranía de los aztecas. Cortés ha venido para llevar el peso del hombre blanco. De esta manera, la política maquiavélica transforma la novela de Bernal, que en sí misma es la transformación de la épica de Bernal, en la historia política de Bernal. Finalmente ésta es la historia de la colonización, del imperialismo, del genocidio y de la codicia.
Desde el instante en Zempoala cuando los españoles reciben sus primeros mil tamemes, o cargadores, al instante cuando los primeros indios son hechos esclavos y marcados con fuego, la violencia ocupa el lugar de la fascinación, y luego el lugar del pasmo es arrebatado por la ambición, la corrupción y la sombra del autoritarismo burocrático.
La descripción de la escaramuza por el oro de Moctezuma es un feo cuento de traición, sospecha y franco robo: los soldados de a pie no ven nada de esos botines.
Sin embargo, hay una sexta faceta de este cuento que deseo recordar: el drama de la voluntad contra el destino. La determinación contra el hado.
Moctezuma se rige por el destino. Cortés, por la voluntad. Ambos se encaran en una de las confrontaciones más dramáticas de la historia. Cortés es el gran personaje maquiavélico del descubrimiento y la conquista del Nuevo Mundo. Maquiavelo, desde luego, nunca fue leído por Cortés. El Príncipe fue escrito en 1513, pero no fue publicado sino hasta 1532, póstumamente, y una vez que Cortés consumó la conquista de México cayó del favor real. No obstante, él es la mejor prueba viva del maquiavelismo, la figura del Príncipe que ha conquistado su propio poder estaba en el aire, representada en la esencial realidad de la afirmación del humanismo, y se estaba volviendo real no sólo en las figuras evocadas por Maquiavelo en la historia europea, sino, con coincidencias aún más dramáticas, en las figuras deslumbrantes, nunca antes vistas, de los conquistadores del Nuevo Mundo.
Maquiavelo es el hermano de los conquistadores.
Pues, ¿qué es El Príncipe, sino una alabanza de la voluntad y una negación de la providencia, un manual del hombre nuevo del Renacimiento que se prepara para convertirse en el nuevo estadista, liberado de las obligaciones excesivas para con una fortuna, herencia o noble cuna inciertos? El Príncipe gana su reino terrenal a través del derecho de conquista.
Fiel a su destino maquiavélico, Hernán Cortés encarna esta profunda ironía: toda su virtù, la fuerza de su brazo y la magnitud de su voluntad, no son suficientes para conquistar su fracaso secreto, su suerte, sus peligros, su providencia.
En esto se parece, finalmente, a su víctima, el emperador Moctezuma.
Moctezuma se rige por el destino. Al final es lapidado por su propio pueblo, en junio de 1521.
La gran voz


Moctezuma, el gran tlatoani de México, esto es, el Señor de la Gran Voz, el Dueño Absoluto de las Palabras, fue despojado de sus atributos por un europeo renacentista, la encarnación misma del espíritu maquiavélico, Hernán Cortés, y por una mujer que otorgó la lengua india a los españoles y la lengua española a los indios: Marina, la Malinche, princesa esclava, intérprete y amante de Cortés y, simbólicamente, madre del primer mestizo mexicano, el primer hijo de sangre tanto india como europea. Moctezuma dudó entre someterse a la fatalidad del regreso de Quetzalcóatl el día previsto por la profecía religiosa, o luchar contra estos hombres blancos y barbados montados en bestias de cuatro patas y armados con el trueno y el fuego.
Esta duda le costó la vida: su propio pueblo perdió la fe en él y lo apedreó hasta matarlo. Cuauhtémoc, el último rey, luchó por salvar a la nación azteca como centro de identificación y solidaridad con todos los pueblos mexicas.
Era demasiado tarde.
Cortés, el político maquiavélico, descubrió la secreta debilidad del imperio azteca: el pueblo sujeto a Moctezuma lo odiaba y se unía a los españoles contra el déspota azteca.
Se libraron de la tiranía azteca, pero adquirieron la tiranía española.
Tiempo perdido: escrita cinco décadas después de haber sucedido, Bernal ofrece una aventura perdurable; una memoria, una resurrección del reino perdido. Pero no es sólo una retrospectiva que le permite comprender la tristeza y la futilidad inherente a toda gloria humana. Es una visión más profunda que generalmente atribuimos a la gran ficción. En el libro de Bernal resuenan profecías de peligros y derrotas, pero ninguna es tan grande como el peligro y la derrota que llevamos en el propio corazón.
Esta sabiduría es proyectada implícitamente a las dos figuras principales del relato, el emperador indio y el conquistador español.
La autocracia vertical de Moctezuma fue sustituida por la autocracia vertical de los Habsburgo españoles. Somos descendientes de ambas verticalidades, y nuestras tercas luchas por la democracia son tanto más difíciles y, quizá, incluso admirables por ello.
La traducción española de El Príncipe de Maquiavelo fue publicada en 1552 y luego incluida en el Index de Libros Prohibidos —el Index Librorum Prohibitorum— por el cardenal Gaspar de Quiroga en 1584.
Pero antes, la Corona había ordenado, en marzo de 1527, que no se imprimiesen más las Cartas de Cortés al rey Carlos. Seis años después de consumada la conquista, el conquistador, quien había privado a Moctezuma, el gran tlatoani, de su voz, era a su vez condenado al silencio.
Y en 1553 otro decreto real prohibió exportar a las colonias americanas todas las historias de la conquista.
No gozamos de anuencia para conocernos a nosotros mismos, así que en lugar de historias tuvimos, al final, que escribir novelas.
La primera novela, cargada de rumores, de silencios, de vacilaciones y de ambigüedades que humanizan la certeza épica de la conquista imperial del mundo indígena por los españoles, fue escrita por Bernal Díaz del Castillo.
Su contemplación popular, colectiva, de los acontecimientos, nos dice, no obstante, una historia necesariamente individual, porque si el destino de Cortés representa el de los soldados españoles, el destino de los soldados españoles también representa el de Cortés. Todo esto junto lo contiene el libro de Bernal.
La tensión creciente en el libro es la de esas novelas donde el destino individual se entrecruza con el destino histórico.
Pero aún hay otra tensión en la crónica de Bernal, y es la que se instaura entre la promesa utópica del Nuevo Mundo, la certeza europea del paraíso redescubierto en América, y la destrucción de la utopía por la necesidad militar y política de los acontecimientos épicos.
Bernal nos brinda así una épica enamorada de su utopía, de su edad dorada, de su edén perdido, ahora destruido por el hierro y las botas de la épica misma.
Un enorme vacío hispanoamericano se abre entre la promesa utópica y la realidad épica:
Este vacío ha sido llenado de muchos modos, a través de las renovadas promesas utópicas, aunque con violencia aún mayor, como sucedió en la mayoría de los países indios recién conquistados; a través del barroco, un arte diseñado para llenar vacíos, y eso, en Latinoamérica, se convierte en un ingrediente esencial de lo que el escritor cubano José Lezama Lima llamó la contra-conquista: una absorción de las culturas europeas y africanas y el mantenimiento de las culturas indígenas que, encontradas y mezcladas, crean la cultura latinoamericana o la cultura indo-afro-iberoamericana.
Nombre, Memoria y Voz: cómo te llamas, quiénes fueron tu madre y tu padre, cuál es tu palabra, cómo hablas, quién habla por ti. Todas estas preguntas urgentes, actuales, del continente americano son formuladas tácita o expresamente por Bernal, y serán las preguntas de Rubén Darío y de Pablo Neruda, de Alejo Carpentier y de Juan Rulfo, de Gabriela Mistral y de Gabriel García Márquez.
Porque la conquista de México no sólo fue una batalla entre Hombres y Dioses, o entre Mito y Artillería. También fue un conflicto de voces: una lucha por el lenguaje.
El emperador Moctezuma, el Tlatoani, el de la Gran Voz, sólo escucha a los Dioses: es derrotado por los hombres.
Hernán Cortés, el Conquistador, sólo escucha las voces de los hombres: es derrotado por las instituciones, la Iglesia y la Corona.
Quizá la que en verdad rescata las voces de todos, los vencedores y los vencidos, los indios, europeos y mestizos, es una mujer:
Malintzin es su nombre indio, un nombre de aciaga fortuna. Nacida princesa, sus padres, temiendo las profecías acerca de su nacimiento, la cedieron como esclava a los caciques, los jefes indios de Tabasco, quienes a su vez la obsequiaron a Cortés como trofeo de guerra.
Marina es su nombre español, el que recibió al ser bautizada.
Pero la Malinche es su nombre mexicano, el nombre de la traidora que se entregó al conquistador, se convirtió en su amante pero también en su intérprete —mi lengua, la llamaba Cortés—, y gracias a sus palabras, a su conocimiento del universo indio, Cortés conquistó México.
Simbólicamente, ella da a luz al primer mexicano, el primer mestizo, Martín Cortés, quien ya, en la primera generación después de la conquista, se convierte en el protagonista, junto con su medio hermano, también llamado Martín, el hijo de Cortés y una noble española, del primer movimiento en ciernes hacia la independencia de México, pronto sofocado por la Corona española en 1567.
Una nueva realidad nació con la Malinche y su hijo mestizo, abandonados ambos por las aspiraciones políticas y sociales del padre, Hernán Cortés.
Su voz nos pone en el borde mismo de una comprensión más profunda de un suceso como el de la conquista ibérica del Nuevo Mundo:
Nos transforma a nosotros, los descendientes de los indios y europeos de las Américas, en testigos del hecho terrible de nuestra muerte e inmediata resurrección.
Antes nuestros ojos, en el presente, todos vivimos el hecho que nos dio a luz.
Somos los eternos testigos de nuestra propia creación.
Y nos repetimos infinitamente las preguntas de esa creación:
¿Cuál es nuestro lugar en el Mundo?
¿A quién debemos lealtad?
¿A nuestros padres españoles?
¿A nuestras madres aztecas, mayas, quechuas, araucanas?
¿A quién debemos hablarle ahora: a los antiguos dioses, o a los nuevos?
¿Qué lengua debemos hablar ahora, la de los conquistados o la de los conquistadores?
Bernal Díaz nos da las respuestas a estos dilemas por medio de su memoria épica traducida por una imaginación novelística.
Porque además del lenguaje del conquistado y del conquistador, Bernal le da palabras a un libro que canta su propia gestación, contemplándose y debatiéndose. Y en el centro de ese libro está su autor, Bernal, descubriendo, así como descubre las maravillas y los peligros del mundo, que él también se descubre a sí mismo. Y que en su propio ser oculta el verdadero enemigo: el yo enemigo, pero también el verdadero salvador: el yo amante, amatorio, el yo enamorado del mundo que describe.
Porque hay una hendidura en la coraza del guerrero cristiano contra los paganos aztecas, y a través de ella relumbra un corazón tristemente enamorado de sus enemigos.
Ésta es la fuente secreta de la ficción hispanoamericana de cara a los enigmas del mundo histórico. Bernal Díaz escribe un misterioso lamento por las oportunidades que perdieron los hombres de la España moderna bajo la forma de una épica atribulada —una novela esencial— en la cual el vencedor termina por amar a los vencidos y por reconocerse a sí mismo en ellos.
Otra voz, una nueva voz algunas veces oculta, silenciosa, insultante, amarga a veces, una voz vulnerable y amorosa a veces, que grita con la estridencia de un ser que demanda ser oído, ser visto y, así existir, repitiéndose incesantemente nuestra pregunta:
¿Quién habla?
¿A quién, a cuántos, pertenece la voz de Hispanoamérica? Éstas son las preguntas dirigidas al nombre, a la voz y a la memoria de las Américas.
Memoria y deseo


Describimos lo maravilloso, como hizo Bernal Díaz cuando llegó a la ciudad lacustre de los aztecas: «Que parecía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís… Algunos de nuestros soldados decían que si aquello que veían, si era entre sueños…». Nos fincamos en esta imaginación de América: este deseo por el Nuevo Mundo.
Pero todos los deseos tienen sus objetos y éstos, según Buñuel, son siempre oscuros, porque no sólo queremos poseer, sino transformar el objeto de nuestro deseo. No hay deseos inocentes; ni descubrimientos inmaculados; no hay viajero que, secretamente, no se arrepienta de dejar su tierra y no tema jamás regresar a su hogar.
El deseo nos arrastra con él porque no estamos solos; un deseo es la imitación de otro deseo que queremos compartir, poseerlo nosotros. El viaje, el descubrimiento, termina con la conquista: queremos el mundo para transformarlo.
Colón descubre en las islas la Edad Dorada de los nobles salvajes. Envía a éstos, encadenados, a España. Y el paraíso terrenal es incendiado, marcado y explotado. La melancolía de Bernal Díaz es la del peregrino que descubre la visión del paraíso y luego es forzado a matar lo que ama. El azoro se convierte en dolor, pero ambos se salvan por la memoria; ya no deseamos viajar, descubrir y conquistar: ahora recordamos para no volvernos locos y para evadir los insomnios.
La historia es la violencia que, como Macbeth, asesina el sueño. La gloria ofrece la muerte y, cuando es desenmascarada, aparece como la muerte misma. Bernal, el cronista, el escritor, sólo puede recordar: ahí, en su memoria, el descubrimiento permanece siempre maravilloso. El jardín está intacto, el fin es un nuevo comienzo y los estragos de la guerra coexisten con la aparición de un nuevo mundo, nacido de la catástrofe.
Recordar; volver. Entonces podemos percatarnos de que vivimos rodeados de mundos perdidos, de historias desaparecidas. Estos mundos y sus historias son nuestra responsabilidad: fueron hechos por hombres y por mujeres. No podemos olvidarlos sin condenarnos nosotros mismos a ser olvidados. Debemos mantener la historia para tener historia; somos los testigos del pasado para tener un futuro.
Comprendemos entonces que el pasado depende de nuestra memoria aquí y ahora, y el futuro de nuestro deseo, aquí y ahora. La memoria y el deseo son nuestra imaginación presente: éste es el horizonte de nuestros constantes descubrimientos y éste el viaje que debemos renovar cada día.
Para ello escribimos novelas.
Fuente: Fuente: Editorial Alfaguara, 2011. Barcelona. España.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Archivo del blog

Un cuervo llamado Bertolino Fragmento Novela EL HACEDOR DE SOMBRAS

  Un cuervo llamado Bertolino A la semana exacta de heredar el anillo con la piedra púrpura, me dirigí a la Torre de los Cuervos. No lo hací...

Páginas