jueves, 10 de marzo de 2016

La agonia del asesino James Sallis-





La agonia del asesino

James Sallis

Nació en Estados Unidos en 1944.
Inició estudios en la Universidad de Tulame que abandonó, obteniendo posteriormente el título de terapeuta respiratorio. Colabora en revistas en especial en temas de fantasía y ciencia ficción y ha trabajado como editor. Musicólogo y aficionado a la música, en especial el jazz, toca varios instrumentos.
De abundante obra, ha tratado los cuentos, poesía, ensayo y traducción, pero sobre todo es conocido por sus novelas policíacas. Aunque dentro del clásico género negro, escribe con una prosa muy poética, con mucho sentimiento y emotividad, como el espíritu del blues americano. Son muy frecuentes las citas sobre literatura y temas musicales.

***

Phoenix, la quinta ciudad más grande de Estados Unidos. Un solitario asesino a sueldo afronta su último trabajo. Un detective cínico y harto de todo asiste impotente a la lenta agonía de su mujer. Un chico de trece años al que sus padres han abandonado tiene que aprender a valerse por sí mismo y sobrevive vendiendo cosas por eBay. Tres personajes solitarios, desarraigados de la sociedad.
Cuando Christian, el asesino, está listo para liquidar a su víctima, alguien se le adelanta y hace una chapuza. Y entonces él tratará de dar caza al hombre que le ha impedido finalizar correctamente su trabajo. Mientras tanto, el detective Dale Sayles sigue la pista de Christian. Y el chico, Jimmie Kostof, tiene aterradoras pesadillas que acaso sean las del asesino. Y aunque estos tres personajes no lleguen a encontrarse, sus destinos están fatalmente conectados.

Editorial RBA.


Título original inglés: The Killer is Dying.

  PARA KARYN,

POR PRÁCTICAMENTE TODO

 1
Vuelve a estar despierto, sin tener ni idea de la hora que es o de si, realmente, ha conseguido pegar ojo. Últimamente duerme muy mal. Y también es extraño el modo en que el tiempo se difumina. Al principio no hay motivo para saber qué hora es, pero luego van pasando los días y estos se transforman en años. Hasta que solo el cambio de estación marca una nueva transición, un nuevo declinar. Para recordar tiene que regresar mentalmente a donde vivía, a una habitación alquilada o a un apartamento barato en Gary, Gretna, Memphis o Seattle.
No hay farolas en esta parte de la ciudad. Las reservan para zonas más agradables del norte y el este. Aquí no puede haber más oscuridad. La luz de la valla publicitaria, al otro lado de la calle, que anuncia en español el último vehículo de lujo, entra sesgada en el cuarto. Según él, lo único que consigue es difuminar la oscuridad.
De forma periódica levanta una mano, la izquierda, en dirección a esa luz, convierte sus dedos en un puño y lo abre de nuevo, observando la acción de músculos, tendones y cicatrices. Mientras se abre, la mano empieza a temblar. Son los medicamentos. Los medicamentos le hacen temblar. Pero sin ellos aún temblaría más. Eso sí, las drogas lo idiotizan, algo que no puede permitirse.
Oye a dos personas gritándose mutuamente, ahí fuera, en el balcón del piso de arriba, a juzgar por el ruido.
—¡Es mi puto dinero!
—¡Pero es mi puto coche!
Luego llega el sonido de un cuerpo humano arrojado contra una pared o una puerta.
En la habitación de al lado, una radio o una televisión sigue emitiendo un zumbido, el mismo que nuestro hombre lleva aguantando durante los cuatro días que lleva ahí. Está sintonizada en un canal de debates, pero las palabras no se entienden, solo se capta la cadencia y la inflexión de las voces, que se alternan entre presentadores, invitados, gente que llama y anuncios comerciales. De vez en cuando se suma otra voz, la del ocupante del cuarto, como si quisiera participar en la conversación.
Se levanta y, con los pies hinchados, se arrastra hasta el baño. Una cucaracha que estaba bebiendo del fondo del lavabo asciende por el mármol y desaparece por una esquina en cuanto se enciende la luz. Con una cuchilla, el hombre parte una pastilla por la mitad. Controlan los temblores, durante un rato. Una hora, dos. Y aunque no calman el dolor, consiguen que el mundo sea más compasivo de maneras interesantes. Las paredes se curvan hacia fuera, las esquinas y los ángulos se retraen, todo se hace más lento. Como si se erigieran unos muros transparentes entre él y todo lo demás.
Ya que está ahí, llena y bebe de ese vaso que, a pesar de lo mucho que le desagradan el olor y el sabor del plástico, transporta con él a todas partes. Las pastillas lo mantienen permanentemente con la boca pastosa.
En camiseta y calzoncillos, sale al exterior. El clamor del balcón superior ha remitido. Se da cuenta de que casi se había olvidado de dónde está, pero ahora las luces lejanas, los edificios bajos y el manto de cielo oscuro se lo recuerdan. En la calle, tras pasar ante un aparcamiento cuyo agrietado asfalto negro hace pensar en una erupción de lava, rueda un coche tuneado a treinta kilómetros por hora. Es un Ford Galaxie de los años cincuenta, que luce pinchos en los guardabarros y está decorado con dragones de brillantes colores e iridiscentes mujeres medio desnudas. En la distancia, oye lo que deben de ser disparos de un fusil de grueso calibre. Los tiros son limpios, precisos y con pausas entre ellos. Desde esa dirección, al cabo de unos instantes, se oye el gemido de una sirena que se interrumpe de manera abrupta.
Pero hay otro sonido. En el alero de su motel cutre por semanas, aprovechando un rinconcito, un pichón ha construido su nido, del que acaba de caerse un polluelo. Frenético e impotente, el progenitor mira hacia abajo, torciendo la cabeza y parpadeando, mientras su hijito intenta ponerse de pie, aletea inútilmente y pía tan bajito que apenas se le oye.
El hombre se queda mirando un buen rato hasta que se da la vuelta y entra en la habitación.
En la de al lado, o en la radio o en la televisión, alguien llora.

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