viernes, 26 de mayo de 2023

Dario Argento o la alquimia del miedo Salvador Bernabé EL PÁJARO DE LAS PLUMAS DE CRISTAL — 1970 —

 





  

EL PÁJARO DE LAS PLUMAS DE CRISTAL

 

— 1970 —

 

 

El argumento de la novela ‘The Screaming Mimi’ —que en su edición italiana debió detentar las tapas amarillas (giallo) que darían nombre al género cinematográfico popularizado por Argento— gira en tomo a un periodista alcohólico que se prenda de una showgirl herida por un supuesto psicópata, e inicia su particular cruzada detectivesca en pos del culpable, hasta dar con una pista en forma de estatuilla, que representa a una joven gritando de terror: la screaming Mimi del título original. Al final, la bella showgirl resulta ser la responsable de los asesinatos. El pasaje literario en el que Brown da cuenta de su descubrimiento debió entusiasmar a Argento, de tan cercano a su sensibilidad:

Tu hermano Charlie modeló la estatua —continuó—, Bessie. Tú fuiste su modelo. La estatua expresaba perfectamente lo que sentiste cuando… cuando ocurrió lo que fue causa de tu locura. Ignoro si te reconociste en la figura o si comprendiste que era obra de Charlie. Mas la vista de la estatua destruyó todo lo que Greene había hecho por ti. Con una diferencia, mejor dicho, una ‘transferencia’. Al verte a ti misma en la estatua, en calidad de víctima, te convertiste mentalmente en tu agresor. En el asesino con el cuchillo”.

Con más suerte de la que tuviera en su momento F. W. Murnau con Florence (Bram) Stoker para su «Nosferatu», versión pirata donde las haya del ‘Dracula’ literario original, Dario Argento canibalizó sin efectos secundarios el texto de Brown (que no figura en los créditos), tomando y cambiando macguffins a su gusto, para hacer de su ópera prima la institucionalización de un género que había pergeñado tiempo atrás su caro amigo y maestro Mario Bava. Con el guión bajo el brazo, y la sólida certeza de que sólo él debía dirigirlo, el cineasta buscó fuentes de financiación que le obligaron, inicialmente, a ceder la realización: la Euro Films propuso a Terence Young como candidato ideal, dado que en aquel momento había probado su solvencia en el campo del thriller con «Sola en la oscuridad». Argento, decidido a dirigirlo él, unió entonces fuerzas con su padre, el productor Salvatore Argento, y ambos formaron una sociedad de producción, la SEDA, proponiendo «El pájaro de las plumas de cristal» a la poderosa Titanus, regentada por Goffredo Lombardo. El proyecto prosperó, pero también las dificultades. Lombardo, que no se fiaba del nuevo cineasta, intentó sustituirlo a medio rodaje por Ferdinando Baldi, pero una providencial cláusula en el contrato se lo impidió. La profesionalidad y experiencia de Salvatore, así como la confianza plena en el trabajo de su hijo, fueron decisivas para conducir el film hasta la correcta línea de salida, donde triunfaría por sí solo.

 

 

 

 

 

Cartel original de «El pájaro de las plumas de cristal».

 

 

Sinopsis

 

 

El escritor norteamericano Sam Dalmas (Tony Musante) es testigo de la agresión criminal que sufre una mujer. Monica Ranieri (Eva Renzi), en el interior de una galería de arte. La delicada situación de Dalmas en el lugar de los hechos —está accidentalmente atrapado entre dos puertas de cristal— hace de él un sospechoso para el Comisario Morosini (Enrico Maria Salerno), que investiga el anterior asesinato de otras tres mujeres. De regreso a su casa. Dalmas escapa milagrosamente de un atentado, hecho que lo convence de que ha sido testigo de algún detalle excepcional —aunque es incapaz de recordarlo— y que el asesino es consciente de ello. Con la bendición del comisario, y la aquiescencia, a regañadientes, de su compañera sentimental Julia (Suzy Kendall), Dalmas va implicándose en el caso. Las pesquisas le conducen hasta una tienda de antigüedades, donde adquiere la reproducción de un cuadro cuyo original pertenecía a la primera víctima: el cuadro muestra el asesinato de una adolescente. Los acontecimientos se precipitan a partir de dos nuevos crímenes, y de dos llamadas telefónicas del propio criminal: de ambas emerge, como ruido de fondo, un sonido indescifrable. Dalmas sufre un intento de atropello, en compañía de Julia. Después, ambos son tiroteados por un desconocido que lleva una cazadora amarilla (Reggie Nalder), y que resulta ser un ex púgil contratado circunstancialmente por el asesino. Dalmas encontrará su cadáver en una posterior indagación. El protagonista visita finalmente al autor de la pintura, Berto Consalvi (Mario Adorf), que le revela que el tema del cuadro está basado en un hecho auténtico. Mientras, Julia se enfrenta al asedio del criminal, que no consigue su propósito gracias al oportuno regreso de Dalmas. Carlo, un ornitólogo, identifica el sonido de fondo de la grabación telefónica: se trata del canto del Hornitus Novalis, un pájaro del que existe un ejemplar en el zoo de la ciudad. Frente a su jaula, los investigadores, descubren las ventanas del apartamento de los Ranieri. La policía irrumpe en el lugar salvando a la esposa de la violencia del marido. Éste, durante el forcejeo, cae a través de una ventana. Segundos antes de morir, se confiesa autor de los crímenes. Dalmas quiere hablar con Mónica, pero ésta ha desaparecido, junto a Julio y Carlo. Dalmas los busca hasta llegar a un viejo edificio en cuyo interior encuentra la pintura original de Berto Consalvi, el cadáver de Carlo, a Julia amordazada, y al auténtico asesino: la mismísima Monica Ranieri. Súbitamente, Dalmas recuerda el detalle excepcional que se le resistía en la memoria: era Monica quien empuñaba el arma, y era su marido quien intentaba detenerla. Dalmas persigue a la mujer hasta la galería de arte donde la vio por vez primera. Ella intenta apuñalarlo, pero la llegada de la policía le salva la vida. Un psiquiatra da las oportunas explicaciones: Monica, que fue atacada por un loco en su adolescencia, revivió la traumática experiencia al encontrarse con una pintura que representaba una situación similar, pero se identificó esta vez con su atacante, y inició el rosario de muertes. El marido, conocedor de los hechos, pretendía protegerla a cualquier precio.

 

 

 

 

 

Los suaves modales del anticuario amenazan la virilidad de Sam Dalmas.

 

 

 


  Invitación al Giallo

 

 

Las primeras imágenes de «El pájaro de las plumas de cristal» poseen, bajo su trazo vigoroso y su eco bavariano, el valor añadido de lo fundacional. Nos hallamos en la ominosa antesala del crimen, y en presencia de su ejecutor, del que tan sólo apreciamos las manos, enfundadas en guantes negros, y sorprendidas en gestos de estudiada ritualidad, mientras eligen el instrumento destructor, un arma blanca de poderoso filo reluciente. Una suma de planos hilvanados por Argento con encomiable sentido de la elipsis permiten un recorrido que relaciona, por una parte, al enigmático asesino con su víctima inmediata, cuya muerte se consuma en un off expeditivo y, por otra, con el protagonista del film, Sam Dalmas, el rostro del cual se nos descubre tras un periódico con titulares del sangriento acontecimiento. En el aire queda el apunte musical debido a Ennio Morricone, que nos atrapa en su contraste, inaugurando los futuros sonidos del giallo. No sería descabellado pensar que el nombre de Dalmas constituya un homenaje a uno de los primeros personajes que sirvieron de borrador a Raymond Chandler para su inmortal detective Philip Marlowe. Pero el protagonista de «El pájaro de las plumas de cristal» no es detective, sino un aburrido escritor norteamericano cuya estancia en Italia no ha dado más frutos literarios que el encargo de un libro de ornitología, escrito a su pesar, los dividendos del cual le van a permitir costearse el viaje de vuelta a Nueva York. Tal situación se verá intensamente trastocada, al ser conducido por un todavía novicio Dario Argento a una suerte de sádico vía crucis, que le permitirá recuperar —la letra con sangre entra— el gusto por la escritura. El giallo encuentra su inolvidable rito de fundación cuando los pasos de Dalmas convergen en el escaparate de la galería de arte donde él cree ver un asesinato. El escritor, testigo solitario de esa supuesta agresión criminal, queda atrapado en una doble puerta de cristal y asiste impotente a la petición de ayuda de Monica Ranieri, que se arrastra por el suelo de la galería tras ser apuñalada. La secuencia, con un total de sesenta y seis planos, y más de tres minutos de duración, posee un enfermizo poder de atracción, pero también es una magnífica prefiguración de lo que será el peculiar sentido espacial, de resonancias onírico-operísticas, de toda la obra posterior del cineasta. Aquí, Argento aboga por un tempo lento, mostrando el recorrido del personaje femenino que, herido, se debate en medio de una atmósfera cuya textura acuática parece contener a la mujer, y exasperando la imposibilidad del contacto físico entre la víctima y Dalmas, atrapado a su vez en un espacio que no le permite ni entrar ni salir: peces en una pecera, según la voluntad del propio realizador. La composición de la secuencia en tomo a tan singular escaparate, cuya marcada geometría e intensa luminosidad lo asemejan a una pantalla de cine, invita a alinear esas imágenes con algunas de las inolvidables alegorías sobre la realidad, el cine y la ficción que nacieron quizás en «El moderno Sherlock Holmes», y que encontraron en «La ventana indiscreta» su más incuestionable paradigma… La pantalla/escaparate, cuya transparencia permite al protagonista el acceso visual a un intento de asesinato, actúa de umbral lewiscarrolliano que, en su vocacional forma de pantalla de cine, atrapa, seduce y succiona a Dalmas para conducirlo por las sendas todavía vírgenes de lo que será el nuevo género del giallo cinematográfico. La estilizada dramaturgia a que recurre el cineasta parece, pues, llevar implícita la férrea voluntad de querer institucionalizar el giallo como un ámbito estético de carácter insolentemente italiano. El protagonista se introduce —y nos introduce— en un hábitat desconocido donde el crimen y el miedo van a tener una nueva proyección plástica. No son solamente dos figuras en conflicto lo que ve Sam Dalmas a través del escaparate: es un incipiente universo genérico que se manifiesta y agita. Podríamos acudir a la ironía y sostener en último término, que el escritor norteamericano se ve en la obligación de completar su educación italiana, que hasta ese momento había consistido en ciudades pintorescas, bonanza climática, arte, descanso, vino y espaguettis, incorporando a su experiencia turística los rigores de una muy especial crónica negra cinematográfica, que acabará siendo tan genuina del país como el resto de excelencias mencionadas. El giallo de Argento, nacido de esta magistral secuencia primigenia, será ya, desde entonces, un abstracto laberinto de crímenes a los que se llega, con excelente sentido de la elipsis, después de un diligente recorrido por los mínimos espacios cotidianos de sus súbitos héroes. En el caso de «El pájaro de las plumas de cristal», ese entorno cotidiano tiene su centro más seguro en la figura de Julia, novia del protagonista, pero a la que éste rehúsa significativamente, llamado por la inesperada invitación al giallo que ha constituido el prólogo. Y es que si el protagonista de la novela de Brown se enamoraba de la víctima, y ello actuaba de acicate para la búsqueda del culpable, en «El pájaro de las plumas de cristal» es el espectáculo de la muerte por sí sola lo que consigue despertar la aburrida mirada del escritor, ponerle en marcha, y dejar atrás su convencional relación amorosa. Antes que de Julia, la novia legítima, Sam parece órficamente enamorado de esa Señora Muerte con la que se ha encontrado por azar, y que ni tan sólo ha sabido entender bien (su mismo sentido de la percepción se alía, paradójicamente, en su contra, al velarle el auténtico significado de lo que ha visto), y a la que seguirá la pista —y con él, su sorprendido público— por una serie de antológicas secuencias de violencia, la primera (y quizás más comedida) de las muchas series sangrientas que edifican la filmografía de Argento.

 

 

 

 

 

Sam Dalmas visita al excéntrico pintor y comedor de gatos.

 

 

  Cadáveres exquisitos

 

 

Junto con la escena inicial (en realidad, un falso intento de asesinato), los crímenes que Sam Dalmas descubre en ese primer itinerario de giallo sangriento, se concretan en dos secuencias ejemplares, que sirven de impecable carta de presentación para un cineasta que hará de tales acciones un segmento de referencia obligada en su obra venidera.

—La chica del hipódromo. El prólogo del primero de los crímenes filmados por Argento está construido como una auténtica abertura hacia el territorio del miedo: Dalmas y Julia se abrazan en su apartamento. La joven contempla, inquieta, por encima del hombro, la reproducción en blanco y negro de un cuadro que Dalmas ha traído del archivo del anticuario donde trabajaba una anterior víctima del criminal, y que se ha constituido como una pista clave de la investigación. La reproducción en blanco y negro ocupa toda la pantalla, para fundirse, a continuación, con la pintura auténtica en color: estamos en la mismísima guarida del asesino que, mediante una mezcla de zoom y travelling de retroceso, nos es mostrado sentado en un sillón, de espaldas a nosotros. Reconocemos, en las fotografías que reposan sobre una mesa cercana, la imagen de una joven que habíamos visto fotografiada anteriormente por el criminal (acción en apariencia banal pero que pudiera conectar con el hecho de poseer la pieza antes de cazarla). La perturbadora sensación que se desprende del inminente asesinato nace de la concatenación de las secuencias anteriores, a partir de la mirada de Julia sobre la reproducción de la pintura, y su fundido encadenado con la original, de la que penden fascinados los ojos del asesino. La pintura es vista, pues, como una desasosegante superficie en la que colisionan dos miradas —la del miedo y la de la muerte—, de cuya comunión se contagia el espectador como paso previo para el crimen. De la guarida del asesino pasamos nuevamente a la imagen de la futura víctima fotografiada, ahora caminando por un parque solitario, y seguida de cerca por los ojos del aquel. Una vez en su casa, la joven se tumba en la cama, y Argento le concede el privilegio extraño de la cámara subjetiva, tantas otras veces cedida a la mirada criminal. Somos, por unos instantes, los ojos de la inminente víctima, y vemos lo que ella ve: el vano de la puerta que da entrada a la habitación queda unos segundos fuera de campo al moverse la joven —la cámara— para apagar un cigarrillo: al volver al punto de partida, el asesino, con gabardina y sombrero, se recorta en dicho vano. Un corte directo, rompiendo el plano subjetivo, muestra un inesperado y provocativo primerísimo plano de la lengua de la joven, que se abre rápidamente mediante un zoom violento, y que canaliza su grito de terror. Siguen varios planos del asesino y la víctima compartiendo el encuadre —él le arranca la ropa con el cuchillo—, combinados con tres esencialísimos primeros planos: la mano de la víctima acusando el dolor, el arma descendiendo, y la almohada salpicada por la sangre. En este impecable ejercicio de concisión late ya la demostrada capacidad de Argento para aunar la sensualidad con el crimen.

—La chica del ascensor. Mucho más escueto es el segundo asesinato que Argento visualiza (otra indefensa chica baja de un coche, entra en un portal, sube una escalera y es asesinada a golpes de navaja), pero merece destacarse por la densidad atmosférica que Argento —con la complicidad maestra de Storaro— extrae de la oscura arquitectura interior, por el picado sobre el hueco triangular de la escalera y, sobre todo, por el brutal desenlace en el ascensor del edificio: un choque de planos entre la imagen incisiva de la navaja y la joven recibiendo cortes en las manos con las que pretende vanamente protegerse, cruel ejercicio quirúrgico de manicura sangrienta que Brian De Palma repetirá, en un escenario similar, para la muerte de Angie Dickinson en «Vestida para matar».

 


  Cazar a una asesina

 

 

La confirmación definitiva del talento de Argento tuvo lugar, más allá de los crímenes descritos hasta ahora, en el abrumador clímax de su opera prima, que es inevitable convocar plano a plano. Tras la muerte del marido de Monica Ranieri, que se ha confesado culpable de los asesinatos (una secuencia filmada con el realismo y la crudeza de los reportajes periodísticos de crónica negra), una rara sensación de extrañeza se adhiere y expande por las imágenes de «El pájaro de las plumas de cristal». Se diría, incluso, que los policías recuperan su condición de figurantes, de extras y actores puntuales que dan por terminado un rodaje después de la última secuencia. Y, sin embargo. Dalmas sigue en el interior de la ficción, negándose a aceptar lo que a todas luces promete ser el definitivo acto, atrapado en una red de misterios que le sigue aislando del mundo con más ímpetu que nunca. La búsqueda de su novia Julia y de su amigo ornitólogo Carlo, ambos desaparecidos tras la muerte de Ranieri, ya no es meramente una operación mecánica que reclama el relato, sino una necesidad vital del personaje para reencontrar su identidad. A la indefensión de Dalmas se une la sospecha de que el verdadero miedo todavía no ha sido desvelado: un sugerente movimiento de cámara con zoom y panorámica, que se inicia con un expresivo picado del protagonista, nos adelanta el lugar en que se oculta el verdadero criminal. Un pasillo y una escalera median entre Dalmas y la verdad, pero ni uno ni otra son ajenos a la densidad del momento: Argento teje un tenso y ominoso halo que interrumpe su vocación realista y que refleja el perfil de lo que serán sus expresivas arquitecturas del miedo. Tres rápidos planos nos muestran la escalera y el pasillo que Dalmas ha dejado atrás, espacios sin figura que refuerzan la tonalidad angustiosa del inminente desenlace.

 

 

 

 

 

Siguen las indagaciones del protagonista.

 

 

Espacios vacíos y en pasado que clausuran toda posibilidad de retorno y preparan a Dalmas y al espectador para cruzar el umbral de la zona prohibida, refugio sagrado para el demiurgo criminal. Dalmas descorre una cortina, ejerciendo una acción casi simbólica, pues está dejando entrar la luz para que el misterio se revele. Esa luz trepa por la superficie de la pintura a la que esta ligado el asesino, y nos descubre a Carlo empuñando un cuchillo, desconcertándonos unos segundos que nos obligan a rebobinar todo el relato. Pero es una falsa alarma que admite el giallo: Carlo está muerto, y el verdadero culpable no tarda en manifestarse. Una risa histérica nos anuncia su aparición. Una figura emerge del fondo de la oscuridad, como naciendo de ella: una figura femenina, Monica Ranieri, la primera de la larga serie de hermosas asesinas que poblarán el cine de Dario Argento. La auténtica caída de telón de «El pájaro de las plumas de cristal» tiene lugar justo entonces, en la galería de arte del inicio, pero está precedida por un golpe visual inolvidable: durante la persecución de la mujer, Dalmas entra por una puerta que le lleva hasta una nueva zona de oscuridad total. Argento mantiene el plano unos segundos, con un encuadre en el que sólo es visible el hueco de la puerta —un rectángulo menor y luminoso inscrito en el gran y oscuro rectángulo que permite el formato panorámico— y luego se produce un súbito relámpago de luz cegadora que nos devuelve al espacio originario, la galería de arte, con la misma Monica Ranieri del inicio, la supuesta víctima primera, como dueña y perversa señora del lugar. El círculo se cierra y Dalmas, al fin, en el corazón mismo de la pantalla del giallo, purga su soltería pusilánime, atrapado por el peso de una escultura cósmica, inoportuna vagina dentada que le arroja la Ranieri. La llegada de la policía y la invocación del nombre de Julia como su salvadora no dejan lugar a dudas sobre el destino final de Dalmas. El misterio que le alejaba de Julia y Nueva York, y en el cual afianzaba inconscientemente su independencia, ha tocado a su fin. Un expeditivo rite de passage con indiscutible sabor a giallo hace de Dalmas un nuevo personaje, que acude sumiso al avión donde le aguardan los brazos de su compañera. Aunque es posible que, después de todo. Sam Dalmas, escritor de éxito, vuelva a Roma con los rasgos de Peter Neal, el protagonista de la aún lejana «Tenebrae», para entrar nueva y definitivamente en los laberintos fascinantes que Dario Argento ha puesto en marcha, dando ensangrentadas alas de giallo a aquel primitivo pájaro de las plumas de cristal.

jueves, 25 de mayo de 2023

Dario Argento o la alquimia del miedo Salvador Bernabé

  


 

 

 

           

 

 

  Dario Argento

 

 

o la alquimia del miedo

 

 

 




Salvador Bernabé

 


 

 

 

Título original: Dario Argento o la alquimia del miedo

 

Salvador Bernabé, 2001

 

Diseño de cubierta: Recesvinto

 

Editor digital: Titivilus

 

ePub base r1.2

 

 

 

 

 

 

 


 
 Para Samuel, pirata de primavera,

bajo cuyo pabellón navegan los insignes Chucky, Creepy y Tom Savini;

y un grumete pokemón oculto en el barril de las manzanas.

Con el sincero deseo de que algún día le alcance la luz de Moonfleet.

 

 

 

 


 
 
 1a Parte.
 Introducción

 

 

  Introducción a Dario Argento

 

 

 «En la infancia no desfigura muñecas, no rompe platos ni martiriza animales. Pero apenas crece, se siente atraído de manera irresistible precisamente por esa clase de diversiones. Busca febrilmente una esfera de aplicación en la que pueda manifestar sus apetitos de la manera menos peligrosa. Así, no puede dejar de convertirse en director de cine…».

 

S. M. Eisenstein

“A lo largo de mi carrera he matado a más de 150 personas” confesó, finalmente, Dario Argento en Sitges, en octubre de 1999, durante la XXXII edición del Festival Internacional de Cinema de Catalunya. La transparente inculpación podría pasar por una justificable broma del maestro del giallo, si no fuera por la denodada convicción con que el autor de «Rojo oscuro» se ha entregado siempre al arte del crimen cinematográfico. Como él mismo refiere en la entrevista incluida en este libro, todo empezó de una forma fortuita durante el rodaje de «El pájaro de las plumas de cristal», su impactante ópera prima, cuando, para ajustarse al tiempo y al presupuesto del que disponía, utilizó la imagen de sus propias manos para dar vida a las del primero de sus múltiples psicópatas de celuloide. La puntual improvisación le sedujo en tal grado que la adoptó luego, de forma sistemática, hasta el extremo de convertirla en dogma para todas sus puestas en crimen. Uno de los placeres adicionales que proporciona el cine de Dario Argento es la contemplación de esas manos de artesano, en conexión con el impulso criminal del lunático que actúa desde la sombra. Pero tan sugestiva transferencia posee connotaciones que desbordan su componente lúdico. O, al menos, así nos gusta sentirlo. Las manos de Argento contienen el goce de la huella que se inserta adrede en el delito, pero son también la evidente encarnación de una presencia habitual en los ritos sacrificiales: la del chamán que, pertinentemente ungido del poder que su estatus le confiere, va a hacer posible y efectiva la ceremonia. Presentes en cada uno de sus films, las manos de Argento son la encarnación radical de un demiurgo que, lejos de contentarse con dirigir el film desde el exterior, se adentra en él con una incontinencia kamikaze. Junto a esas manos de naturaleza oscura y taumatúrgica, Argento libera su delirio escoptofílico mediante una cámara de subjetividad esquizofrénica, al conjugar la mirada del asesino y la del cineasta, que se cuela en el relato aprovechando el vacío que deja el encuadre. El terror que proporciona esa mirada tiene el mismo origen que las manos asesinas: nace de una ambigüedad no poco opresiva. ¿Quién mira a las víctimas? ¿Argento? ¿El criminal? ¿Su público? Con su celebración casi autobiográfica del crimen, su prolífica expresión artesanal de un insaciable complejo de Orlac, y su malabarista necesidad de convertirse en un nuevo fotógrafo del pánico que prolongue los manierismos de «Peeping Tom», Dario Argento ha terminado por elaborar una presencia fantasmagórica y liminar que habita en los intersticios que separan al realizador de sus películas. Ese ente intermedio canaliza lo más desasosegante que esconde su creación artística. El espectro intangible que el director agita, a manera de máscara, como reclamo para sus más acérrimos seguidores esconde, entre su pliegues, las claves de la condición chamánica de su arte: su capacidad alquímica para extraer, de la naturaleza evanescente del celuloide, el elemento matérico del miedo.

Mario Bava —maestro iniciador de Argento por tantas razones— soñó una vez en un músico que tocaba una serenata con los nervios de su brazo. Émulo de esa bella parábola onírica. Argento ha ejecutado, con gravedad extrema, una sinfonía cinematográfica de excesos sadomasoquistas a la que nunca ha querido dar límites. Es una implicación directa con el material en que se forjan sus antológicas series criminales lo que consigue revelar ante su público la cara pura y dura del terror. Los objetivos eminentemente catárticos de esa operación son compartibles por sus espectadores, pero nacen de las necesidades de su propio autor. Los miedos que convoca el cine de Dario Argento son los miedos originarios del cineasta, aunque su transferencia en la platea sea ritualmente posible por su saber chamánico, por su dominio de la liturgia. El diálogo que las víctimas de sus películas sienten con el verdugo es, también, el diálogo solitario de los espectadores con sus propios miedos, que el estilo sacerdotal de Dario Argento pone al descubierto. Ese viaje hacia un mundo solitario y despoblado (despoblada es siempre la escenografía de sus películas, programáticamente antinaturalista), lleva implícito el recurso al mundo de lo sueños, pesadillas íntimas que parecen constituir la única geografía posible de su entramado dramatúrgico. La ausencia de lógica de muchos de sus guiones, sustituida por una magistral coherencia simbólica, traslada su cine a un territorio de abstracción máxima, a las antípodas de toda tentación realista. En el corazón de esa poética, existen unos trazos persistentes que afirman la irreductible identidad del cineasta. Antes de pasar a estudiar, film a film, los prodigios concretos que se plasman en su construcción artesanal y alquímica del miedo, puede ser útil al lector que repasemos brevemente algunas de las claves de su arte ritual.

Una de las condiciones que tuvo que aceptar Dario Argento para el rodaje de la serie de televisión «La porta sul buio» fue la de no incluir ningún cuchillo, por estar considerado un símbolo fálico que no tenía cabida en la moral de la pequeña pantalla. Ni corto ni perezoso, el cineasta se decidió, en el episodio «Il tram», por un gancho de hierro, artilugio sin duda tenebroso al que los ejecutivos de la RAI dieron, paradójicamente, su visto bueno. Fálicas o no, las armas en el giallo son tan decisivas como el crimen y la sangre. En el cine de Dario Argento reina el arma blanca (cuchillos de brillante y erecto filo, dagas aristocráticas, tijeras puntiagudas, navajas de afeitar)… pero tampoco se excluyen las armas de fuego, ni las hachas de leñador, las hachetas de carnicero, un buen lazo de estrangulador (o un improvisado alambre para el mismo efecto), una jeringuilla con veneno, un cortador de cabezas eléctrico, o el simple cristal roto de una ventana. Los asesinos de sus films son auténticos profesionales, devotos de sus herramientas: una imagen clásica de sus películas es la que nos muestra la intimidad del criminal en contacto con las armas, observándolas, eligiendo la más precisa. La cámara de Argento las privilegia siempre, aislándolas de la secuencia con primerísimos planos, y filmándolas con delectación fetichista. Las armas son el rostro del criminal, lo representan metonímicamente, y se cargan de su malignidad. Hagamos inventario:

 

 

 

 

 

La mirada de Cristina Marsillach, víctima de la alquimia del maestro, en «Opera».

 

 

 


  El demonio de las armas

 

 

«… y en su boca abierta sintió el agudo filo de un cuchillo atravesándole la lengua y después la mejilla; chirrió la hoja al tropezar con los dientes».

 

‘El cuchillo’, Patricia Highsmith.

—Armas blancas. La herramienta destructora más utilizada en el cine de Dario Argento es el cuchillo o la daga. Pocas veces se han visto instrumentos criminales poseídos de tanta física ferocidad. Entre el cuchillo fálico que arranca la ropa a una de las víctimas en «El pájaro de las plumas de cristal» y la cuchillada mortal que le infringe el cazador de ratas a Erik en «Il fantasma dell’Opera», median una selecta colección de crímenes protagonizados por arma blanca: el rostro de la amante de Roberto se refleja fugazmente en la hoja del cuchillo que se abate inexorable sobre ella en «Cuatro moscas sobre terciopelo gris»; el profesor Giordani se arma con una daga para defenderse del asesino que le acecha, ignorando que empuña el instrumento que causará su propia muerte, en «Rojo oscuro»; una de las alumnas de la misteriosa academia de baile de «Suspiria» es apuñalada una y otra vez, mientras contemplamos, en opresivo primer plano, la hoja del cuchillo abriendo brechas en su corazón; Sara, la amiga del protagonista de «Inferno», es brutalmente asesinada por el mismo cuchillo que ha atravesado el cuello de un escéptico cronista deportivo; el agente literario de Peter Neal es apuñalado en el vientre por un reluciente cuchillo en medio de una plaza pública y a pleno día, en «Tenebrae»; la daga es el instrumento ritual en los juegos sexuales y criminales de Santini y la madre de Betty, en «Opera»; en ese mismo film, es el arma que utilizará el primero para asesinar al amante de Betty, para destrozar su vestido de Lady Macbeth, y para saciar su impulso criminal destazando unos cuantos cuervos.

Una variante en el instrumental con filo muy querida por Argento es la clásica navaja de afeitar. La encontramos ya en «El pájaro de las plumas de cristal»: un asesinato en un ascensor, con la joven víctima interponiendo las manos para protegerse mientras su atacante se las corta sucesivamente. La navaja vuelve a ser protagonista en la muerte de la Sara de «Suspiria»: destaca el momento en que el arma intenta abrir el pestillo de la puerta tras la que se esconde la víctima, y el primer plano del filo cortándole el cuello. Y en «Tenebrae», una navaja es el arma que utiliza el asesino que se inspira presuntamente en los libros del escritor Peter Neal, y la que éste mismo utilizará para fingir su muerte; Argento ironiza al descubrirnos la falsedad del artilugio: una hoja de pega con un pequeño depósito de hemoglobina que se acciona al presionar.

 

 

 

 

 

Dario Argento empuñando uno de sus más queridos instrumentos litúrgicos.

 

 

—Armas de fuego. Son las que menos abundan. La secuencia del tiroteo del que es víctima Sam Dalmas en «El pájaro de las plumas de cristal» sorprende por la poca relación que tiene con el cine que después ha practicado Argento.

A pesar de todo, un arma de fuego puede convertir una secuencia en un espectacular tour de force técnico en el clímax de «Cuatro moscas sobre terciopelo gris»: Nina Tobias dispara contra su marido, y el ralentí nos deja apreciar nítidamente cómo la bala sale del cañón. La imagen, que tiene su origen en «Performance» de Nicolás Roeg y Donald Cammell, volverá a ser tratada por el cineasta romano en «Opera», pero de forma espectacular e hiperbólica: el personaje interpretado por Daría Nicolodi intenta ver el rostro del asesino a través del ojo de la cerradura; el asesino dispara su arma y Argento nos coloca en el interior de la mirilla para ofrecemos una visión insólita de la trayectoria de la bala. Años más tarde, en «La sindrome di Stendhal», la visualización de un proyectil que sale de la pistola y traspasa la cara de una joven es una de las imágenes de impacto que sobrecoge por su efectividad visual inmediata, pero también como la guinda cruel de la experiencia brutal que vive la protagonista en Florencia.

—El lazo. Al inicio de «Los estranguladores de Bombay» de Terence Fisher, el cabecilla de la secta asesina que protagoniza el film contaba a los neófitos el mito fundacional del grupo: un combate entre la diosa Kali y un feroz monstruo se saldaba con la victoria de la primera; sin embargo, de las gotas de sangre de su contrincante muerto nacían nuevos monstruos en lo que prometía ser una cadena infinita. A fin de evitarlo, la diosa utilizó un lazo de seda. No sabemos si la escasez de estranguladores en las películas de Dario Argento viene motivada precisamente por ser un método excesivamente cauto con la sangre, un elemento indispensable de sus puestas en crimen. En todo caso, el cineasta eligió el lazo como rnodus operandi del asesino genético de «El gato de las nueve colas», quizás como homenaje a uno de sus mitos del terror, el Erik de «Il fantasma dell’Opera», del cual cuenta Gastón Lerroux que era un experto en el manejo del lazo de Pendjab (como recordaba la versión cinematográfica de Lon Chaney, donde los dos protagonistas debían mantener el brazo alzado durante su descenso a los subterráneos de la ópera para evitar que el fantasma les sorprendiera con el susodicho lazo). «El gato de las nueve colas» contenía dos muertes por asfixia: la del fotógrafo Righetto y la de Bianca Merusi, dos asesinatos a los que el cineasta sabía dotar del tempo cinematográfico que demanda el letal ejercicio del lazo. Una variación sobre el tema se produce en «Cuatro moscas sobre terciopelo gris», con Nina Tobias utilizando un alambre para acabar con la vida de su cómplice, pero con una puesta en crimen más elíptica.

Peter Neal, en «Tenebrae», recuperaría el lazo para acabar con su joven e incauto admirador Guianni, en un plano en el que la subjetividad del criminal y la mirada de la víctima era tan tensa como el lazo que les unía.

 

 

 

 

 

Sara, literalmente digerida en uno de los ámbitos siniestros de «Suspiria».

 

 

—Tijeras. En «El pájaro de las plumas de cristal» el criminal asedia a Julia en su apartamento. La joven, aterrorizada, ve impotente cómo su asaltante va abriendo pacientemente un agujero en la puerta utilizando un cuchillo. Julia se arma con unas tijeras, y cuando el asesino mira a través del hueco se lanza hacia él. Aunque su ataque falla, la sensación que transmite la posible colisión entre el ojo y la punta de la tijera es escalofriante. Las tijeras de la posterior «Phenomena» sí alcanzan su objetivo, clavándose primero en la mano de la turista que interpreta Fiora Argento, y después en su vientre. El rocambolesco ejemplo de «Opera» hace gala de una brutalidad sin cuento: la víctima, al morir, se traga una pulsera en la que figura el nombre de su asesino. Este utiliza la punta de las tijeras para hurgar en la boca de la muerta, y ante la inutilidad de este gesto se decide sin más dilación por la autopsia.

—Cristales. Helga Ulman, la vidente de «Rojo oscuro», se estrella contra el cristal de la ventana después de recibir un último golpe de hacheta: su cuerpo cae a peso y se incrusta en el cristal astillado de la base. Con esta hiriente conclusión, Dario Argento se inicia en los placeres sádicos de la comunión entre la carne y el cristal, debilidad para la cual no ha dudado, en los años siguientes, en orquestar quebradizas set pieces de formato barroco, entre las que destaca la del crimen inicial de «Suspiria», con el techo de cristal viniéndose abajo después de engullir a una de las víctimas y eliminar, de paso, a su aterrorizada amiga con la mortal lluvia de fragmentos. Tan cortante modalidad criminal irá apareciendo de forma intermitente en su filmografía: la hermana del protagonista de «Inferno» muere degollada por una improvisada guillotina de cristal que una mano se encarga de hacer descender un par de veces; en «Tenebrae» la frenética noche de la louma (artilugio especial que posibilitó una serie de complicados movimientos de la cámara sobre la fachada de la casa de las víctimas) se salda con la muerte de dos mujeres, una de las cuales encuentra el reposo definitivo entre los filos de una cristalera que encuentra trágicamente en su camino; y en «Phenomena», la turista danesa del inicio sigue una suerte similar al embestir el cristal del mirador de una cascada, después de ser apuñalada.

—Hachas, hachetas y otras formas de cortar cabezas. La hacheta de «Rojo oscuro», con la cual era asesinada la médium, pesa con rotundidad en la memoria del aficionado por la gran interpretación que Argento conseguía del instrumento: un montaje encadenadamente agresivo daba a la truculencia gore —el filo abriéndose camino en la víctima— más trascendencia de la que en realidad tenía. Peter Neal, el escritor loco de «Tenebrae», alterna, como ya hemos dicho, el arma blanca con el lazo, pero obtiene sus mejores páginas empuñando el hacha, como el Jack Torrance de «El resplandor». De sus sangrientos resultados se hacen perfecto eco los cadáveres que se amontonan en el suelo del escenario en el último acto del film. Pero la reina de las decapitaciones de Argento quizás sea la guillotina doméstica con la que la perturbada Adriana Petrescu despacha un equipo médico al completo en «Trauma»: un ingenio ideado por Argento y construido por Tom Savini a partir de una irónica derivación de los modelos Black & Decker.

 

 

 

 

 

Fiora Argento sometida a la disciplina paternal en «Phenomena».

 

 

 


  El demonio de los elementos

 

 

—El agua. Elemento indispensable de su poética, adopta distintas formas.

Uno. El agua ligada a la lluvia.

Aparece por primera vez en «Cuatro moscas sobre terciopelo gris»: Roberto Tobias golpea a un cartero bajo la lluvia al confundirlo con el chantajista que le asedia. Nada hace presagiar, todavía, las antológicas tormentas de «Suspiria» e «Inferno»: manifestaciones latentes del Mal en estado puro, tormentas que Argento no tuvo más remedio que trucar hasta conseguir su fantástica densidad. Argento, que quería abrir «Inferno» con el delirante plano subjetivo de un rayo (sueño que no pudo realizar por falta de medios) se ha seguido luego acompañando de la lluvia para practicar su alquimia del miedo: en «Tenebrae» una tormenta sirve de telón de fondo para el violento desenlace; en «Opera», Betty vaga sin rumbo bajo otra tormenta, después de presenciar la muerte de su amante; en «Trauma», la asesina sólo actúa los días de lluvia; y el primer plano de «Il fantasma dell’Opera» nos muestra a una mujer caminando desolada por la lluvia después de deshacerse de su pequeño hijo.

Dos. El agua ligada a la inmersión.

La mejor secuencia de este tipo pertenece a «Inferno»; Rose Elliot se sumerge en la habitación inundada, a modo de simbólico viaje intrauterino. El motivo reaparece en «Phenomena», con la estancia forzosa de la protagonista en la fosa de los cadáveres putrefactos y, después, en una última prueba ritual, en su descenso a las aguas purificadoras del lago; en «La sindrome di Stendhal» Anna penetra y se sumerge en el fondo acuático de una obra de Brueghel, constituyendo una de las más felices evocaciones que el cine ha ofrecido nunca sobre los poderes hipnóticos de la pintura.

Tres. El agua trepidante de las cataratas.

Con la incorporación del paisaje natural en «Phenomena», Argento amplía su pasión por el agua hacia esos accidentes geográficos que le ayudan a abrigar el crimen: el asesinato inicial de la turista danesa extraviada se produce, así, ante una espectacular cascada. Otras cataratas, simbólicas arquitecturas de la fuerza implacable de una naturaleza criminal donde la vida humana pinta más bien poco, serán las que se lleven el cuerpo de Alfredo en «La sindrome di Stendhal».

Cuatro. El agua ligada a un grifo abierto.

Esta persistente imagen constituye una obsesión visual en Argento, cuyos máximos exponentes quizás se encuentren en el asesinato de la escritora Amanda Righetti en «Rojo oscuro» (con toda la grifería del cuarto de baño chorreando agua caliente); en los respectivos lavados de la navaja asesina bajo el grifo de «Tenebrae», y de la pulsera sangrienta con las iniciales del psicópata en «Opera»; y en dos secuencias simétricas de «Suspiria» y «Phenomena», con sus respectivas heroínas en idéntico empeño: Jessica Harper deshaciéndose del vino envenenado en el lavabo, y Jennifer Connolly intentando vomitar las pastillas que le ha dado Daria Nicolodi, siempre ante la persistencia enfermiza del grifo abierto.

 

 

 

 

 

La metafórica vuelta al vientre de la madre en «Inferno».

 

 

—El viento. Roberto Tobias aguarda en «Cuatro moscas sobre terciopelo gris» la inminente llegada del asesino; en el exterior, las ramas de unos árboles se agitan con el viento. El efecto aún es ingenuo, y se pierde en medio del fragor de la intriga. Como para tantos otros motivos visuales de la obra de Argento, habrá que esperar a la inabarcable «Inferno» para dar al viento su carta de nobleza. Al descubrir la imposibilidad de obtener el mencionado plano subjetivo de la trayectoria de un rayo, Argento se decidirá por la subjetividad del viento: la cámara, cual pluma al viento, entra espectacularmente en el auditorio romano, sumándose al ‘Va Pensiero’ de Verdi. En «Phenomena» el viento tiene nombre propio, el Phón, y una naturaleza que puede hacer enloquecer al más templado. Originariamente, Argento quería prescindir de toda música y concentrarse exclusivamente en el sonido de ese viento. Erik, el protagonista de «Il fantasma dell’Opera» está también unido al viento. Su poder se manifiesta a través de él. El nacimiento de un súbito viento frío obliga al cazador de ratas a dejarse atrapar en una de sus trampas; otro misterioso viento obliga al periodista y a la vieja acomodadora a abandonar el palco del Fantasma. Christine acude a la llamada de Erik, y su traje blanco revolotea con el viento, marcándole el camino que debe seguir. Cuando la joven se ve acosada en el escenario por el cazador de ratas, el Fantasma acude en su ayuda, y su descenso está concebido como un impetuoso arranque de invisible viento.

—El fuego. El fuego ligado siempre a la función purificadora tiene su primera aparición en «Rojo oscuro»: la misteriosa casa modernista, donde va a parar el protagonista Marcus Daly en su retorcida investigación, arde irremisiblemente, llevándose consigo los secretos criminales que oculta. Otra vez es en la trilogía inacabada de las Madres («Suspiria» e «Inferno») donde el fuego adquirirá rasgos catárticos, al destruir con contundencia los dominios del Mal. Es un fuego que nace desde el corazón de las entrañas mismas de los edificios donde se produce la aventura, una vez desmantelado el poder oculto de sus ocupantes. El carácter purificador del fuego llega, luego, a «Phenomena», cuando unas llamas definitivamente benéficas se suman a la terapia de las aguas, para la ceremonia de renacimiento de la princesa Corbino.

 

 

 

 

 

El asesino conduce a su víctima a un lóbrego altar para ser sacrificada en «La sindrome di Stendhal».

 

 

 


  La oscuridad

 

 

La oscuridad es una de las grandes protagonistas de «El pájaro de las plumas de cristal». En la escena inaugural, una estancia apenas iluminada por una lamparilla de mesa da paso a la oscuridad total cuando una mano enguantada la apaga, en un gesto que nos conduce inapelablemente al crimen. Contra esa misma oscuridad lucha el investigador Saín Dalmas en las últimas secuencias del film: la bombilla que se apaga en el rellano, la habitación sin luz del criminal —las manos de Dalmas buscan desesperadamente un interruptor que le libere— y la total negrura que le conduce hasta la trampa mortal que es la galería de arte. La oscuridad más memorable de «El gato de las nueve colas» la experimenta el periodista Giordani al quedarse encerrado en una cripta con la única compañía de los muertos. Otra aterradora oscuridad es convocada en el vestíbulo del hogar de los Tobias en «Cuatro moscas sobre terciopelo gris», desde donde un intruso amenaza de muerte al protagonista. Esa luz que se apaga sin avisar, a menudo por la mano del propio criminal, se ha convertido en un axioma del cine de Argento: el preludio de la oscuridad trae consigo la muerte. A veces es pura experimentación, como en «Rojo oscuro», donde el cineasta practica un teatral y brevísimo fundido en negro sobre el profesor Giordani antes de que éste muera, o como en «Inferno», donde la muerte de Sara se acompaña de una luz que viene y va, intermitente, al son del entrecortado ‘Va Pensiero’. Al otro extremo de ese gusto por la oscuridad se sitúa una escena de «Tenebrae»: el asesinato del agente literario de Neal a plena luz diurna, pero el film, en su conjunto, no descuida ni el clásico apagón preparatorio para el crimen —el asesinato de la mechera—, ni el premonitorio plano de la navaja de afeitar rompiendo la bombilla antes de entrar en acción.

 


  La zoología

 

 

El protagonismo de los animales en los films de Argento ha ido creciendo a medida que el título de éstos dejaba de nombrarlos. La fascinación zoológica de sus tres primeros films no está contenida en la fauna que muestran sus imágenes, sino en el poder sugerente de sus títulos. «El pájaro de las plumas de cristal», «El gato de las nueve colas» y «Cuatro moscas sobre terciopelo gris» parecen el resultado de una partida memorable de cadáver exquisito con fondo cinegético. De su contagioso surrealismo dará perfecta cuenta la lista de giallos que adoptan la llamada de la zoología en sus serpenteantes títulos: «La tarántula del vientre negro», «Una lagartija con piel de mujer», «La lengua de fuego de la iguana», «Una mariposa con las alas ensangrentadas»… Víctima propiciatoria o verdugo recalcitrante, el gato es indudablemente el animal por el que Dario Argento siente mayor debilidad. Aparece ya en «El pájaro de las plumas de cristal», como integrante de la dieta del pintor ermitaño, y se mantiene en su papel de víctima —esta vez ahorcado— en «Cuatro moscas sobre terciopelo gris». La gran apoteosis felina se produce en «Inferno»: el palacio neogótico del episodio de Nueva York está plagado de gatos, y su intervención es clave en relación a dos personajes, la condesa Elisa, que muere en un feroz ataque, y el anticuario Kazanian, que se dedica a ahogarlos en una charca de Central Park. Paradojas del mundo animal, serán luego las ratas las que, por una vez, edifiquen una venganza ejemplar contra Kazanian, con la misma persistencia tenebrosa con que decidirán criar piadosamente al futuro Fantasma de la ópera en la versión de Argento. Siguiendo todavía con los gatos, en su versión de ‘El gato negro’ Argento cruza nuevamente su pasión felina con la de Edgar Alan Poe, para dar vida a un gato de subjetividad steadicamizada, que asoma terroríficamente su cabeza por el tabique que Usher ha construido para esconder el cadáver de la esposa. Y hasta en la frenética «Trauma» el realizador no puede evitar un pequeño alto en el camino criminal, para mostrarnos al asesino acariciando a un gato, mientras vigila la casa de Mark. Los pájaros de Argento están ligados sobre todo a filigranas técnicas: tanto en la secuencia de «Suspiria» rodada en la Kéningplatz de Munich, con el pianista ciego vigilado por unos diabólicos pájaros de piedra, como en el delirante vuelo de los cuervos a la caza de Santini dentro del teatro en «Opera», la cámara aérea representa con todo su esplendor ingrávido la mirada subjetiva de las aves. Una utilización premonitora de la muerte alada tiene lugar, por otra parte, en una secuencia prodigiosa de «Rojo oscuro»: el asesinato de Giuliana Calandra viene precedido por el atmosférico ataque a la mujer por parte de unos inquietantes pajarracos negros. Aunque un sin fin de planos fugaces de mariposas, arañas, gusanos y hormigas han alimentado de pasión entomóloga todas las películas de Dario Argento, es en «Phenomena» donde se edifica su más emocionante himno a los insectos, y donde la propia cámara —que, por una vez, les otorga mirada subjetiva— ofrece algunas memorables páginas de conciliación con los mismos. Al lado de esos planos imposibles de miradas invertebradas y ligeras destacan también los travellings de Jennifer Corvino siguiendo a una luciérnaga hasta el guante que el criminal ha olvidado, y acompañando luego al gran necrófago en su búsqueda de restos humanos. De ese amor por los bichos se nutrirá más tarde la emocionante caída de telón de «Opera», con la imagen naif de su desquiciada protagonista arrastrándose por el prado suizo, en comunicación extática con lo más diminuto e inocente de la fauna alpina. Cierran la cadena zoológica manifestaciones mamíferas aisladas: el chimpancé nodriza del entomólogo inválido de «Phenomena», criatura paciente y bondadosa que no vacila en armarse con una navaja de afeitar para vengar la muerte de su amo; el impertinente doberman que persigue a la joven Maria hasta la casa del asesino en «Tenebrae»; y, como delicatessen más terrible y excesiva, el perro del pianista ciego, volcándose embrujado contra su indefenso amo hasta acabar con él, en la cenital escena de la plaza desierta de «Suspiria».

 

 

 

 

 

Las ratas de Central Park dan buena cuenta de las piernas de Kazanian en «Inferno».

 

 

 


  El demonio de los sentimientos

 

 

—La familia. Para los personajes —siempre víctimas— del cine de Argento, la familia es lugar poco confortable: su hermético caparazón doméstico suele esconder cadáveres en la despensa. Paradigma de esa mirada siniestra sobre el claustrofóbico mundo del hogar es «Rojo oscuro»: de niño, Carlo fue testigo del asesinato de su padre a manos de su propia madre; ese lejano crimen navideño saldrá de nuevo a flote para destruir a ambos sobrevivientes, no sin dejar por el camino una estela de sangre inocente. Antes de este film crucial, los dos últimos títulos de la Trilogía Zoológica de Argento ya destapan un cúmulo de horrores escondidos en familia: en «El gato de las nueve colas», el respetable profesor Terzi siente unos inconfesables deseos incestuosos por su hija Anna; en «Cuatro moscas sobre terciopelo gris», la locura que impulsa a Nina Tobias hacia el crimen tiene su origen en un padre déspota y sádico que, empeñado en tener un varón en la familia, amargó la infancia de la inocente niña. La filmografía posterior de Argento sigue insistiendo en estas biografías sombrías, crecidas al amparo de la institución familiar. Destaca, en el conjunto, la particular colección de madres terribles que el director ha ido perfilando a la sombra hitchcockiana de la madre criminal de «Rojo oscuro»: así, la Ms. Bruckner de «Phenomena», capaz de los más abyectos actos para encubrir a su monstruosa descendencia; la madre de Betty en «Ópera», devota de una sexualidad aberrante y sanguinaria; y la Adriana Petrescu de «Trauma», parricida y vengadora compulsiva. La lista se completa, claro está, con la versión fantástica del asunto: la tríada de las Madres, que sobrevuelan los cielos hechiceros de «Suspiria» e «Inferno», “en realidad perversas madrastras”, según define un personaje de este último film, con nombres tan definitivos como Mater Tenebrarum. Mater Lacrimorum y Mater Suspiriorum.

—La Pareja. Antes que la familia, estuvo la pareja: Argento la trata con el mismo pesimismo escéptico. En «El pájaro de las plumas de cristal», Sam Dalmas supedita su proyecto de investigación obsesiva a su relación con Julia, su compañera sentimental, hasta poner en crisis el romance. En el mismo film, el matrimonio de los Ranieri —cómplices en el crimen, y prisioneros de su infierno privado— constituye una nada halagüeña visión de la vida marital. La historia de amor entre Giordani y Anna en «El gato de las nueve colas» sufre un progresivo deterioro que culmina cuando el periodista sospecha que la joven es responsable de las muertes: Giordani se da cuenta finalmente de su error, pero Argento mantiene firme el plano general, dejando que el silencio construya una barrera, que el realizador hará infranqueable al no incluir, en el montaje final del film, la secuencia de la reconciliación de la pareja. Cuenta Fabio Giovannini (‘Dario Argento: il brivido, il sangue, il trilling’) hasta qué punto sorprendió a los miembros del rodaje de «Cuatro moscas sobre terciopelo gris» el parecido físico entre Maria Casale, esposa del cineasta por aquel entonces, y la actriz protagonista Mimsy Farmer. Que esta última interpretase el papel de asesina, y que su marido fuera la víctima propiciatoria, da perfecta idea de las tentaciones autobiográficas del caso: el film actuaba de perfecto ejercicio terapéutico, liberador, con Argento dando rienda suelta a sus más ocultos demonios:

Las mujeres me dan miedo, son misteriosas, tienen muchas caras; cuando era más joven pensaba que mi novia quería asesinarme. Me resulta enormemente difícil conciliar el sueño con una mujer al lado: la respiración de una persona extraña me inquieta”.

Reflejando, en clave de giallo, un pasaje decisivo de su vida privada, Argento anticipaba, no hace falta decirlo, su divorcio inminente con Maria Casale. La guerra de sexos al estilo screwball comedy se impone tímidamente en algunos momentos de la relación entre la periodista y el músico de «Rojo oscuro», pero Argento no permite que el asunto trascienda al plano sentimental, y les niega nuevamente, como a la pareja protagonista de su segundo film, un reencuentro tranquilizador al final de la pesadilla. El panorama no mejora en «Tenebrae», donde Peter Neal no perdona la traición de su esposa, a la que asesina a golpes de hacha, ni es capaz de emprender ninguna relación con su secretaria, a la que intenta asesinar más tarde. La felicidad que promete el idílico paisaje suizo para Marco y Betty, protagonistas de «Opera», salta brutalmente por los aires con la inesperada aparición de Santini, que acaba con el rival masculino sin contemplaciones. «El gato negro» ofrece una desoladora crónica de la vida doméstica de una pareja, y de su inevitable destrucción. Y si bien en «Trauma», por una vez. Argento se muestra condescendiente, y permite que Mark y Aura encaren su futuro con ciertas esperanzas, en «La sindrome di Stendhal» las aguas vuelven a su cauce negativo: el fatídico encuentro con Alfredo en Florencia trae funestas consecuencias para la inspectora Anna Manni que, transformada ella misma en asesina, queda imposibilitada para cualquier relación sentimental venidera. En cuanto al final de «Il fantasma dell’Opera», trae consigo la muerte de Erik, y el forzoso debilitamiento del amor entre Christine y Raoul: el generoso sacrificio del fantasma supondrá, para la pareja, un recuerdo interpuesto del que difícilmente podrá prescindir.

 

 

 

 

 

Julia y Sam, intimando en «El pájaro de las plumas de cristal».

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