EL
PÁJARO DE LAS PLUMAS DE CRISTAL
— 1970 —
El argumento de la novela ‘The Screaming Mimi’ —que en su edición italiana
debió detentar las tapas amarillas (giallo)
que darían nombre al género
cinematográfico popularizado por Argento— gira en tomo a un periodista
alcohólico que se prenda de una showgirl
herida por un supuesto psicópata, e inicia su particular cruzada detectivesca
en pos del culpable, hasta dar con una pista en forma de estatuilla, que
representa a una joven gritando de terror: la screaming Mimi del título original. Al final, la bella showgirl resulta ser la responsable de
los asesinatos. El pasaje literario en el que Brown da cuenta de su descubrimiento
debió entusiasmar a Argento, de tan cercano a su sensibilidad:
“Tu hermano Charlie modeló la estatua
—continuó—, Bessie. Tú fuiste su modelo. La estatua expresaba perfectamente lo
que sentiste cuando… cuando ocurrió lo que fue causa de tu locura. Ignoro si te
reconociste en la figura o si comprendiste que era obra de Charlie. Mas la
vista de la estatua destruyó todo lo que Greene había hecho por ti. Con una
diferencia, mejor dicho, una ‘transferencia’. Al verte a ti misma en la
estatua, en calidad de víctima, te convertiste mentalmente en tu agresor. En el
asesino con el cuchillo”.
Con más suerte de la que tuviera en su momento F. W. Murnau con
Florence (Bram) Stoker para su «Nosferatu», versión pirata donde las haya del
‘Dracula’ literario original, Dario Argento canibalizó sin efectos secundarios
el texto de Brown (que no figura en los créditos), tomando y cambiando macguffins a su gusto, para hacer de su
ópera prima la institucionalización de un género que había pergeñado tiempo
atrás su caro amigo y maestro Mario Bava. Con el guión bajo el brazo, y la
sólida certeza de que sólo él debía dirigirlo, el cineasta buscó fuentes de
financiación que le obligaron, inicialmente, a ceder la realización: la Euro
Films propuso a Terence Young como candidato ideal, dado que en aquel momento
había probado su solvencia en el campo del thriller
con «Sola en la oscuridad». Argento, decidido a dirigirlo él, unió entonces
fuerzas con su padre, el productor Salvatore Argento, y ambos formaron una
sociedad de producción, la SEDA, proponiendo «El pájaro de las plumas de
cristal» a la poderosa Titanus, regentada por Goffredo Lombardo. El proyecto
prosperó, pero también las dificultades. Lombardo, que no se fiaba del nuevo
cineasta, intentó sustituirlo a medio rodaje por Ferdinando Baldi, pero una
providencial cláusula en el contrato se lo impidió. La profesionalidad y
experiencia de Salvatore, así como la confianza plena en el trabajo de su hijo,
fueron decisivas para conducir el film hasta la correcta línea de salida, donde
triunfaría por sí solo.
Cartel original de «El pájaro de las plumas de cristal».
Sinopsis
El escritor norteamericano Sam Dalmas (Tony Musante) es testigo de la
agresión criminal que sufre una mujer. Monica Ranieri (Eva Renzi), en el interior
de una galería de arte. La delicada situación de Dalmas en el lugar de los
hechos —está accidentalmente atrapado entre dos puertas de cristal— hace de él
un sospechoso para el Comisario Morosini (Enrico Maria Salerno), que investiga
el anterior asesinato de otras tres mujeres. De regreso a su casa. Dalmas
escapa milagrosamente de un atentado, hecho que lo convence de que ha sido
testigo de algún detalle excepcional —aunque es incapaz de recordarlo— y que el
asesino es consciente de ello. Con la bendición del comisario, y la
aquiescencia, a regañadientes, de su compañera sentimental Julia (Suzy
Kendall), Dalmas va implicándose en el caso. Las pesquisas le conducen hasta
una tienda de antigüedades, donde adquiere la reproducción de un cuadro cuyo
original pertenecía a la primera víctima: el cuadro muestra el asesinato de una
adolescente. Los acontecimientos se precipitan a partir de dos nuevos crímenes,
y de dos llamadas telefónicas del propio criminal: de ambas emerge, como ruido
de fondo, un sonido indescifrable. Dalmas sufre un intento de atropello, en
compañía de Julia. Después, ambos son tiroteados por un desconocido que lleva
una cazadora amarilla (Reggie Nalder), y que resulta ser un ex púgil contratado
circunstancialmente por el asesino. Dalmas encontrará su cadáver en una
posterior indagación. El protagonista visita finalmente al autor de la pintura,
Berto Consalvi (Mario Adorf), que le revela que el tema del cuadro está basado
en un hecho auténtico. Mientras, Julia se enfrenta al asedio del criminal, que
no consigue su propósito gracias al oportuno regreso de Dalmas. Carlo, un
ornitólogo, identifica el sonido de fondo de la grabación telefónica: se trata
del canto del Hornitus Novalis, un
pájaro del que existe un ejemplar en el zoo de la ciudad. Frente a su jaula,
los investigadores, descubren las ventanas del apartamento de los Ranieri. La
policía irrumpe en el lugar salvando a la esposa de la violencia del marido.
Éste, durante el forcejeo, cae a través de una ventana. Segundos antes de
morir, se confiesa autor de los crímenes. Dalmas quiere hablar con Mónica, pero
ésta ha desaparecido, junto a Julio y Carlo. Dalmas los busca hasta llegar a un
viejo edificio en cuyo interior encuentra la pintura original de Berto
Consalvi, el cadáver de Carlo, a Julia amordazada, y al auténtico asesino: la
mismísima Monica Ranieri. Súbitamente, Dalmas recuerda el detalle excepcional
que se le resistía en la memoria: era Monica quien empuñaba el arma, y era su
marido quien intentaba detenerla. Dalmas persigue a la mujer hasta la galería
de arte donde la vio por vez primera. Ella intenta apuñalarlo, pero la llegada
de la policía le salva la vida. Un psiquiatra da las oportunas explicaciones:
Monica, que fue atacada por un loco en su adolescencia, revivió la traumática experiencia
al encontrarse con una pintura que representaba una situación similar, pero se
identificó esta vez con su atacante, y inició el rosario de muertes. El marido,
conocedor de los hechos, pretendía protegerla a cualquier precio.
Los suaves modales del anticuario amenazan la virilidad de Sam Dalmas.
Invitación al Giallo
Las primeras imágenes de «El pájaro de las plumas de cristal» poseen, bajo
su trazo vigoroso y su eco bavariano, el valor añadido de lo fundacional. Nos
hallamos en la ominosa antesala del crimen, y en presencia de su ejecutor, del
que tan sólo apreciamos las manos, enfundadas en guantes negros, y sorprendidas
en gestos de estudiada ritualidad, mientras eligen el instrumento destructor,
un arma blanca de poderoso filo reluciente. Una suma de planos hilvanados por
Argento con encomiable sentido de la elipsis permiten un recorrido que
relaciona, por una parte, al enigmático asesino con su víctima inmediata, cuya
muerte se consuma en un off
expeditivo y, por otra, con el protagonista del film, Sam Dalmas, el rostro del
cual se nos descubre tras un periódico con titulares del sangriento
acontecimiento. En el aire queda el apunte musical debido a Ennio Morricone,
que nos atrapa en su contraste, inaugurando los futuros sonidos del giallo. No sería descabellado pensar que
el nombre de Dalmas constituya un homenaje a uno de los primeros personajes que
sirvieron de borrador a Raymond Chandler para su inmortal detective Philip
Marlowe. Pero el protagonista de «El pájaro de las plumas de cristal» no es
detective, sino un aburrido escritor norteamericano cuya estancia en Italia no
ha dado más frutos literarios que el encargo de un libro de ornitología,
escrito a su pesar, los dividendos del cual le van a permitir costearse el
viaje de vuelta a Nueva York. Tal situación se verá intensamente trastocada, al
ser conducido por un todavía novicio Dario Argento a una suerte de sádico vía crucis, que le permitirá recuperar
—la letra con sangre entra— el gusto por la escritura. El giallo encuentra su inolvidable rito de fundación cuando los pasos
de Dalmas convergen en el escaparate de la galería de arte donde él cree ver un
asesinato. El escritor, testigo solitario de esa supuesta agresión criminal,
queda atrapado en una doble puerta de cristal y asiste impotente a la petición
de ayuda de Monica Ranieri, que se arrastra por el suelo de la galería tras ser
apuñalada. La secuencia, con un total de sesenta y seis planos, y más de tres
minutos de duración, posee un enfermizo poder de atracción, pero también es una
magnífica prefiguración de lo que será el peculiar sentido espacial, de
resonancias onírico-operísticas, de toda la obra posterior del cineasta. Aquí,
Argento aboga por un tempo lento, mostrando el recorrido del personaje femenino
que, herido, se debate en medio de una atmósfera cuya textura acuática parece
contener a la mujer, y exasperando la imposibilidad del contacto físico entre
la víctima y Dalmas, atrapado a su vez en un espacio que no le permite ni
entrar ni salir: peces en una pecera, según la voluntad del propio realizador.
La composición de la secuencia en tomo a tan singular escaparate, cuya marcada
geometría e intensa luminosidad lo asemejan a una pantalla de cine, invita a
alinear esas imágenes con algunas de las inolvidables alegorías sobre la
realidad, el cine y la ficción que nacieron quizás en «El moderno Sherlock
Holmes», y que encontraron en «La ventana indiscreta» su más incuestionable
paradigma… La pantalla/escaparate, cuya transparencia permite al protagonista
el acceso visual a un intento de asesinato, actúa de umbral lewiscarrolliano
que, en su vocacional forma de pantalla de cine, atrapa, seduce y succiona a
Dalmas para conducirlo por las sendas todavía vírgenes de lo que será el nuevo
género del giallo cinematográfico. La
estilizada dramaturgia a que recurre el cineasta parece, pues, llevar implícita
la férrea voluntad de querer institucionalizar el giallo como un ámbito estético de carácter insolentemente italiano.
El protagonista se introduce —y nos introduce— en un hábitat desconocido donde
el crimen y el miedo van a tener una nueva proyección plástica. No son
solamente dos figuras en conflicto lo que ve Sam Dalmas a través del
escaparate: es un incipiente universo genérico que se manifiesta y agita.
Podríamos acudir a la ironía y sostener en último término, que el escritor
norteamericano se ve en la obligación de completar su educación italiana, que hasta ese momento había consistido en
ciudades pintorescas, bonanza climática, arte, descanso, vino y espaguettis,
incorporando a su experiencia turística los rigores de una muy especial crónica
negra cinematográfica, que acabará siendo tan genuina del país como el resto de
excelencias mencionadas. El giallo de
Argento, nacido de esta magistral secuencia primigenia, será ya, desde
entonces, un abstracto laberinto de crímenes a los que se llega, con excelente
sentido de la elipsis, después de un diligente recorrido por los mínimos
espacios cotidianos de sus súbitos héroes. En el caso de «El pájaro de las
plumas de cristal», ese entorno cotidiano tiene su centro más seguro en la
figura de Julia, novia del protagonista, pero a la que éste rehúsa
significativamente, llamado por la inesperada invitación al giallo que ha constituido el prólogo. Y
es que si el protagonista de la novela de Brown se enamoraba de la víctima, y
ello actuaba de acicate para la búsqueda del culpable, en «El pájaro de las
plumas de cristal» es el espectáculo de la muerte por sí sola lo que consigue
despertar la aburrida mirada del escritor, ponerle en marcha, y dejar atrás su
convencional relación amorosa. Antes que de Julia, la novia legítima, Sam
parece órficamente enamorado de esa Señora Muerte con la que se ha encontrado
por azar, y que ni tan sólo ha sabido entender bien (su mismo sentido de la
percepción se alía, paradójicamente, en su contra, al velarle el auténtico
significado de lo que ha visto), y a la que seguirá la pista —y con él, su
sorprendido público— por una serie de antológicas secuencias de violencia, la
primera (y quizás más comedida) de las muchas series sangrientas que edifican
la filmografía de Argento.
Sam Dalmas visita al excéntrico pintor y comedor de gatos.
Cadáveres exquisitos
Junto con la escena inicial (en realidad, un falso intento de asesinato),
los crímenes que Sam Dalmas descubre en ese primer itinerario de giallo sangriento, se concretan en dos
secuencias ejemplares, que sirven de impecable carta de presentación para un
cineasta que hará de tales acciones un segmento de referencia obligada en su
obra venidera.
—La chica del hipódromo. El prólogo del primero de los crímenes filmados
por Argento está construido como una auténtica abertura hacia el territorio del
miedo: Dalmas y Julia se abrazan en su apartamento. La joven contempla,
inquieta, por encima del hombro, la reproducción en blanco y negro de un cuadro
que Dalmas ha traído del archivo del anticuario donde trabajaba una anterior
víctima del criminal, y que se ha constituido como una pista clave de la
investigación. La reproducción en blanco y negro ocupa toda la pantalla, para
fundirse, a continuación, con la pintura auténtica en color: estamos en la
mismísima guarida del asesino que, mediante una mezcla de zoom y travelling de
retroceso, nos es mostrado sentado en un sillón, de espaldas a nosotros.
Reconocemos, en las fotografías que reposan sobre una mesa cercana, la imagen
de una joven que habíamos visto fotografiada anteriormente por el criminal
(acción en apariencia banal pero que pudiera conectar con el hecho de poseer la
pieza antes de cazarla). La perturbadora sensación que se desprende del inminente
asesinato nace de la concatenación de las secuencias anteriores, a partir de la
mirada de Julia sobre la reproducción de la pintura, y su fundido encadenado
con la original, de la que penden fascinados los ojos del asesino. La pintura
es vista, pues, como una desasosegante superficie en la que colisionan dos
miradas —la del miedo y la de la muerte—, de cuya comunión se contagia el
espectador como paso previo para el crimen. De la guarida del asesino pasamos
nuevamente a la imagen de la futura víctima fotografiada, ahora caminando por
un parque solitario, y seguida de cerca por los ojos del aquel. Una vez en su
casa, la joven se tumba en la cama, y Argento le concede el privilegio extraño
de la cámara subjetiva, tantas otras veces cedida a la mirada criminal. Somos,
por unos instantes, los ojos de la inminente víctima, y vemos lo que ella ve:
el vano de la puerta que da entrada a la habitación queda unos segundos fuera
de campo al moverse la joven —la cámara— para apagar un cigarrillo: al volver
al punto de partida, el asesino, con gabardina y sombrero, se recorta en dicho
vano. Un corte directo, rompiendo el plano subjetivo, muestra un inesperado y
provocativo primerísimo plano de la lengua de la joven, que se abre rápidamente
mediante un zoom violento, y que
canaliza su grito de terror. Siguen varios planos del asesino y la víctima
compartiendo el encuadre —él le arranca la ropa con el cuchillo—, combinados
con tres esencialísimos primeros planos: la mano de la víctima acusando el
dolor, el arma descendiendo, y la almohada salpicada por la sangre. En este
impecable ejercicio de concisión late ya la demostrada capacidad de Argento
para aunar la sensualidad con el crimen.
—La chica del ascensor. Mucho más escueto es el segundo asesinato que
Argento visualiza (otra indefensa chica baja de un coche, entra en un portal,
sube una escalera y es asesinada a golpes de navaja), pero merece destacarse
por la densidad atmosférica que Argento —con la complicidad maestra de Storaro—
extrae de la oscura arquitectura interior, por el picado sobre el hueco
triangular de la escalera y, sobre todo, por el brutal desenlace en el ascensor
del edificio: un choque de planos entre la imagen incisiva de la navaja y la
joven recibiendo cortes en las manos con las que pretende vanamente protegerse,
cruel ejercicio quirúrgico de manicura sangrienta que Brian De Palma repetirá,
en un escenario similar, para la muerte de Angie Dickinson en «Vestida para
matar».
Cazar a una asesina
La confirmación definitiva del talento de Argento tuvo lugar, más allá de
los crímenes descritos hasta ahora, en el abrumador clímax de su opera prima,
que es inevitable convocar plano a plano. Tras la muerte del marido de Monica
Ranieri, que se ha confesado culpable de los asesinatos (una secuencia filmada
con el realismo y la crudeza de los reportajes periodísticos de crónica negra),
una rara sensación de extrañeza se adhiere y expande por las imágenes de «El
pájaro de las plumas de cristal». Se diría, incluso, que los policías recuperan
su condición de figurantes, de extras y actores puntuales que dan por terminado
un rodaje después de la última secuencia. Y, sin embargo. Dalmas sigue en el
interior de la ficción, negándose a aceptar lo que a todas luces promete ser el
definitivo acto, atrapado en una red de misterios que le sigue aislando del
mundo con más ímpetu que nunca. La búsqueda de su novia Julia y de su amigo
ornitólogo Carlo, ambos desaparecidos tras la muerte de Ranieri, ya no es
meramente una operación mecánica que reclama el relato, sino una necesidad
vital del personaje para reencontrar su identidad. A la indefensión de Dalmas
se une la sospecha de que el verdadero miedo todavía no ha sido desvelado: un
sugerente movimiento de cámara con zoom
y panorámica, que se inicia con un expresivo picado del protagonista, nos
adelanta el lugar en que se oculta el verdadero criminal. Un pasillo y una
escalera median entre Dalmas y la verdad, pero ni uno ni otra son ajenos a la
densidad del momento: Argento teje un tenso y ominoso halo que interrumpe su
vocación realista y que refleja el perfil de lo que serán sus expresivas
arquitecturas del miedo. Tres rápidos planos nos muestran la escalera y el
pasillo que Dalmas ha dejado atrás, espacios sin figura que refuerzan la
tonalidad angustiosa del inminente desenlace.
Siguen las indagaciones del protagonista.
Espacios vacíos y en pasado que clausuran toda posibilidad de retorno y
preparan a Dalmas y al espectador para cruzar el umbral de la zona prohibida,
refugio sagrado para el demiurgo criminal. Dalmas descorre una cortina,
ejerciendo una acción casi simbólica, pues está dejando entrar la luz para que
el misterio se revele. Esa luz trepa por la superficie de la pintura a la que
esta ligado el asesino, y nos descubre a Carlo empuñando un cuchillo,
desconcertándonos unos segundos que nos obligan a rebobinar todo el relato.
Pero es una falsa alarma que admite el giallo:
Carlo está muerto, y el verdadero culpable no tarda en manifestarse. Una risa
histérica nos anuncia su aparición. Una figura emerge del fondo de la
oscuridad, como naciendo de ella: una figura femenina, Monica Ranieri, la
primera de la larga serie de hermosas asesinas que poblarán el cine de Dario
Argento. La auténtica caída de telón de «El pájaro de las plumas de cristal»
tiene lugar justo entonces, en la galería de arte del inicio, pero está
precedida por un golpe visual inolvidable: durante la persecución de la mujer,
Dalmas entra por una puerta que le lleva hasta una nueva zona de oscuridad
total. Argento mantiene el plano unos segundos, con un encuadre en el que sólo
es visible el hueco de la puerta —un rectángulo menor y luminoso inscrito en el
gran y oscuro rectángulo que permite el formato panorámico— y luego se produce
un súbito relámpago de luz cegadora que nos devuelve al espacio originario, la
galería de arte, con la misma Monica Ranieri del inicio, la supuesta víctima
primera, como dueña y perversa señora del lugar. El círculo se cierra y Dalmas,
al fin, en el corazón mismo de la pantalla del giallo, purga su soltería pusilánime, atrapado por el peso de una escultura cósmica, inoportuna vagina dentada que le arroja la Ranieri.
La llegada de la policía y la invocación del nombre de Julia como su salvadora no dejan lugar a dudas
sobre el destino final de Dalmas. El misterio que le alejaba de Julia y Nueva
York, y en el cual afianzaba inconscientemente su independencia, ha tocado a su
fin. Un expeditivo rite de passage
con indiscutible sabor a giallo hace
de Dalmas un nuevo personaje, que acude sumiso al avión donde le aguardan los
brazos de su compañera. Aunque es posible que, después de todo. Sam Dalmas,
escritor de éxito, vuelva a Roma con los rasgos de Peter Neal, el protagonista
de la aún lejana «Tenebrae», para entrar nueva y definitivamente en los
laberintos fascinantes que Dario Argento ha puesto en marcha, dando
ensangrentadas alas de giallo a aquel
primitivo pájaro de las plumas de cristal.