martes, 11 de septiembre de 2018

NOTAS, FRAGMENTOS Y COMENTARIOS A EL CONDE DE MONTECRISTO. DÍA 8.


NOTA: La "fidelidad" de Dantés con sus "seres queridos" es proporcional a su venganza con aquellos que fraguaron un plan y conspiraron en contra de su persona.
Ejemplo de lo anterior es el fragmento del presente capítulo.
J. Méndez-Limbrick.

(Fragmento. Capítulo XVII. El calabozo del Abate Faria). 

Este había recobrado ya el conocimiento, pero seguía tendido inerte sobre su lecho.
Ya creía no volveros a ver ‑dijo a Edmundo.
¿Por qué? ‑le preguntó el joven‑. ¿Pensabais morir?
No, pero como todo está dispuesto para la fuga, creí que os es­caparíais.
La indignación se pintó en el rostro de Dantés.
¡Sin vos! ¡Me habéis creído capaz de escaparme solo! ¿De veras? ‑exclamó.
Ya veo que estaba equivocado ‑dijo el enfermo‑. ¡Qué débil y qué rendido estoy!
¡Valor! Pronto recobraréis las fuerzas ‑le dijo Edmundo sen­tándose junto a la cama y cogiendo una de sus manos.
El abate Faria movió la cabeza:
La otra vez ‑le dijo‑ el ataque me duró una hora, y luego tuve hambre y pude andar solo. Hoy no puedo levantar mi pierna ni mi brazo derecho, y mi cabeza está aturdida, lo que prueba un derrame cerebral. A la tercera vez quedaré enteramente paralítico o tal vez moriré de repente.
No, no, tranquilizaos; no moriréis. Cuando os dé, si os da, ese tercer ataque, ya estaremos libres, entonces os salvaremos como ahora y mejor que ahora, porque tendremos todos los recursos necesarios.
Amigo mío ‑le contestó el anciano‑, no os engañéis a vos mis­mo. La crisis que acabo de pasar me ha condenado a prisión eterna. Para huir es preciso poder nadar.
Pues bien, esperaremos ocho días, un mes, dos meses si es nece­sario. En ese intervalo recobraréis vuestras fuerzas. Todo está prepa­rado para nuestra fuga, y hasta podremos elegir la hora y la ocasión que más nos convenga. El día que os sintáis capaz de nadar, aquel mismo día pondremos nuestro proyecto en ejecución.
Yo jamás podré nadar ‑dijo Faria‑, este brazo está paralítico, y no para un día, sino para siempre. Levantadlo vos mismo y veréis cuánto pesa.
El joven levantó aquel brazo, y volvió a caer inerte por su propio peso.
Edmundo suspiró.
Ya estáis convencido, ¿no es cierto? ‑le preguntó Faria‑. Creedme, sé bien lo que me digo. Desde que sufrí el primer ataque de este mal, no he dejado un punto de pensar en él. Ya me lo espera­ba, porque es hereditario en mi familia. Mi padre murió al tercer ata­que, y mi abuelo también. El médico que preparó ese licor, que no es otro que el famoso Cabanis, me predijo la misma suerte.
¡El médico se engaña! ‑exclamó Dantés‑. Y tocante a la pará­lisis, no me importa. Cargaré con vos y nadaré llevándoos a la es­palda.
Joven ‑repuso el abate‑, sois marino y nadador, y debéis sa­ber por consiguiente que con tal peso ningún hombre es capaz de nadar cincuenta brazas. Dejad de alucinaros con quimeras, que no pue­de creer ni vuestro mismo corazón, tan generoso. Yo permaneceré aquí hasta que suene la hora de mi libertad, que será la de la muerte. Vos huid, huid. Sois joven, diestro y fuerte, no os cuidéis de mí, os de­vuelvo vuestra palabra.
¡Oh! Entonces ‑dijo Edmundo‑, también yo permaneceré aquí.
Luego, levantándose y extendiendo su mano sobre Faria, añadió solemnemente:
Por la sangre de Cristo, juro no abandonaros hasta la muerte.
El abate contempló a aquel joven tan noble y sencillo, tan grande, leyendo en sus facciones, animadas con el fuego del entusiasmo más puro, la sinceridad de su afecto y la lealtad de su juramento.
Lo acepto ‑contestó‑. Gracias.
Y tendiéndole la mano añadió:
Quizá seréis recompensado por ese afecto tan desinteresado, empero como yo no puedo escaparme y vos no queréis, lo que importa es cegar el subterráneo que hemos hecho debajo de la galería. El sol­dado puede advertir que el suelo repite el eco de sus pasos, y avisar al gobernador, con lo cual nos descubrirían. Id, pues, a cegarlo vos, ya que desgraciadamente yo no puedo ayudaros. Emplead toda la noche si es preciso, y no volváis a verme hasta mañana después de la visita del carcelero. Entonces acaso tendré que deciros alguna cosa impor­tante.
Dantés estrechó la mano del abate, que el pagó con una sonrisa, y salió de la prisión, obediente y respetuoso, como era en todas ocasio­nes con su anciano amigo.


***
El conde de Montecristo (Le comte de Monte-Cristo) es una novela de aventuras clásica de Alexandre Dumas, padre y Auguste Maquet. Éste último no figuró en los títulos de la obra ya que Alexandre Dumas pagó una elevada suma de dinero para que así fuera. Maquet era un colaborador muy activo en las novelas de Dumas, llegando a escribir obras enteras, reescribiéndolas Dumas después. Se suele considerar como el mejor trabajo de Dumas, y a menudo se incluye en las listas de las mejores novelas de todos los tiempos. El libro se terminó de escribir en 1844, y fue publicado en una serie de 18 partes durante los dos años siguientes.
Fuente: Wikipedia.

lunes, 10 de septiembre de 2018

NOTAS, FRAGMENTOS Y COMENTARIOS A EL CONDE DE MONTECRISTO. DÍA 7.


Fragmento. Capítulo XVII. 
El calabozo del Abate Faria.

"En este período, y al mismo tiempo que trabajaban, el abate seguía instruyendo a Dantés, hablán­dole ora en una lengua, ora en otra, enseñándole la historia de los pue­blos y la de los grandes hombres que dejan en pos de sí de siglo en si­glo una de esas estelas brillantes que llaman la gloria. Hombre de mun­do, Faria, y del gran mundo, tenía además en sus maneras una como grandeza melancólica que Dantés, gracias al espíritu de asimilación de que le había dotado la naturaleza, supo convertir en la finura elegante que le faltaba, y en esas maneras aristocráticas que no se adquieren sino con las costumbres y el continuo trato de las clases elevadas o de los hombres distinguidos".
Editorial PORRÚA.

Nota: Es evidente que sin una instrucción y sin una cultura universal, Edmundo Dantés (aparte de sus dotes naturales para asimilar una educación), no hubiera podido urdir un plan de venganza como el trazado. El Abate Faria, sin proponérselo le otorga a Edmundo Dantés, todos los medios tanto materiales como intelectuales para urdir su venganza. Desde el inicio de la narración Alejandro Dumas, va concatenando TODAS las historias: en este capítulo y los anteriores como los posteriores con una gran maestría.  
J.Méndez-Limbrick.

domingo, 9 de septiembre de 2018

NOTAS, FRAGMENTOS Y COMENTARIOS A EL CONDE DE MONTECRISTO. DÍA 6.


(EL CONDE DE MONTECRISTO. FRAGMENTO).
LA INSTRUCCIÓN A EDMUNDO DANTÉS.
Nota: Es mi criterio y a pesar que muchos estudios críticos de la novela desean redimir al personaje de la culpa y muerte de sus enemigos, la verdad es que el Conde jamás es redimido de su venganza. El odio lo seguirá hasta el final de la historia cuando Edmundo Dantés se aleja de Francia para siempre y no perdona a Mercedes novia-esposa por haberse casado por segunda vez creyéndolo muerto con Fernand Mondego, conde de Morcerf. Primo de Mercédès.
El Conde de Montecristo nos apabulla por la complejidad de la trama, lo abundante de los personajes, la intensidad de la narración y por qué no decirlo: sentimos cierta perversión de sabernos todos nosotros un poco Condes de Montecristo en algún momento de nuestras vidas. J. Méndez-Limbrick.
Página.123-124.
Editorial Capricornio. Bogotá. Colombia.
1967.
‑Siento ‑le dijo el abate‑ el haberos ayudado en vuestras averi­guaciones de ayer y haberos dicho lo que os díje.
‑¿Por qué?
‑Porque he engendrado en vuestro corazón un sentimiento que antes no abrigaba: la venganza.
Dantés se sonrió y dijo:
‑Hablemos de otra cosa.
Contemplóle el abate un momento todavía, y bajó tristemente la cabeza. Después, como Dantés le había exigido, se puso a hablar de otra cosa. El anciano era uno de esos hombres cuya conversación, como la de todos aquellos que han sufrido mucho, a la par que sirve de enseñan­za, interesa y conmueve, empero no era egoísta, pues nunca hablaba de desgracias. Dantés escuchaba todas sus palabras con admiración, unas le revela­ban ciertas ideas, de que él ya tenía noción por rozarse con la marina, que profesaba, y otras, referente a cosas desconocidas, le abrían hori­zontes nuevos, como esas auroras polares que alumbran a los nave­gantes en las regiones australes. Dantés comprendió entonces cuánta felicidad sería para una inteligencia bien organizada, seguir a la del abate en su vuelo por las esferas morales, filosóficas y sociales, en que ordinariamente se cernía.
‑Debíais de enseñarme algo de lo que sabéis, aunque no fuese sino para no cansaros de mí ‑le dijo una vez‑. Paréceme que la soledad os sería preferible a un compañero sin educación ni modales, como yo. Si accedéis a lo que os pido, empeño mi palabra en no hablaros más de la fuga.
El abate se sonrió.
‑¡Ay, hijo mío! ‑le contestó‑. El saber humano es tan limitado que cuando os enseñe las matemáticas, la física, la historia y las tres o cuatro lenguas que poseo, sabréis tanto como yo; ahora, pues, siem­pre necesitaré dos años para enseñaros toda mi ciencia.
‑¡Dos años! ‑exclamó Dantés‑. ¿Creéis que podré aprender tantas cosas en dos años?
‑En su aplicación, no; en sus principios, sí. Aprender no es saber, de aquí nacen los eruditos y los sabios, la memoria forma a los unos, y la filosofía a los otros.
‑Pero ¿no se puede aprender la filosofía?
‑La filosofía no se aprende. La filosofía es el matrimonio entre las ciencias y el genio que las aplica. La filosofía es la nube resplandecien­te en que puso Dios el pie para subir a la gloria.
‑Veamos ‑dijo Dantés‑. ¿Qué me enseñaréis primero? Tengo deseos de empezar, tengo sed de aprender.
‑Todo ‑contestó el abate.
En efecto, aquella noche imaginaron los dos presos un sistema de educación, que desde el día siguiente se puso en práctica. Tenía Dan­tés una memoria prodigiosa y una extremada facilidad en concebir las ideas. La inclinación matemática de su inteligencia le predisponía a comprenderlo todo con ayuda del cálculo, al paso que el instinto poéti­co del marino corregía lo que hubiese de aridez sobrada y materialismo en la demostración reducida a números o a líneas. Sabía ya, como se ha dicho, el italiano y un poco del romanico o griego moderno, aprendi­do en sus viajes a Oriente. Estas dos lenguas le hicieron comprender fácilmente el mecanismo de las demás, por lo que a los seis meses empezaba a hablar el español, el inglés y el alemán.
Tal como le había prometido al abate Faria, bien que la distracción del estudio le sirviese como de libertad, o que él fuese rígido cum­plidor de su palabra, como hemos visto, Edmundo no hablaba ya de escaparse, y los días pasaban para él tan rápidos como instruc­tivos. Al año estaba convertido en otro hombre.

sábado, 8 de septiembre de 2018

(FRAGMENTOS Y COMENTARIOS A EL CONDE DE MONTECRISTO. DÍA 5)


(FRAGMENTOS Y COMENTARIOS A EL CONDE DE MONTECRISTO. DÍA 5)

"Capítulo diecisiete
El calabozo del abate Faria
(Página 120. EL DONDE DE MONTECRISTO).
Después de haber pasado encorvado, pero con bastante facilidad, por el camino subterráneo, llegó Dantés al extremo opuesto, que lin­daba con el calabozo del abate. Allí el paso era más difícil, y tan estre­cho, que apenas bastaba a un hombre.
El calabozo del abate estaba embaldosado, y levantando una de estas baldosas del rincón más oscuro fue como empezó la maravillosa empresa cuyo término vio Dantés, y de pie todavía, púsose a examinar el cuarto con suma atención. A primera vista no presentaba nada de particular.
‑Bueno ‑dijo el abate‑, no son más que las doce y cuarto, po­demos disponer aún de algunas horas.
Dantés miró en torno suyo buscando el reloj, en que el abate había podido ver la hora con tanta seguridad.
‑Observad ‑le dijo Faria‑ ese rayo de luz que entra por mi ventana, y reparad en la pared las líneas que yo he trazado. Gracias a esas líneas, combinadas con el doble movimiento de la Tierra, y la elipse que ella describe en derredor del Sol, sé con más exactitud la hora que si tuviese reloj, porque el reloj se descompone, y el Sol y la Tierra no se descomponen jamás.
Dantés no había comprendido nada de esta explicación. Al ver salir el Sol detrás de las montañas y ponerse en el Mediterráneo, siempre había creído que era el Sol quien giraba, no la Tierra. Este doble movimiento del globo que habitamos, y que él, sin embargo, no echaba de ver, se le antojaba casi imposible, conque en cada una de las pala­bras de su interlocutor entreveía misterios profundos de ciencia tan admirables, como las minas de oro y de diamantes que visitó años atrás en un viaje que hizo a Guzarate y Golconda.
‑Veamos ‑dijo al abate‑. Estoy impaciente por examinar vues­tros tesoros.
Dirigióse Faria a la chimenea, y levantó, con ayuda del cincel que tenía siempre en la mano, la piedra que en otro tiempo sirvió de ho­gar, que ocultaba un hoyo bastante profundo. En este hoyo estaban guardados todos los objetos de que habló a Dantés.
El abate le preguntó:
‑¿Qué queréis ver primero?
‑Enseñadme vuestra obra sobre Italia.
Faria sacó de su precioso armario tres o cuatro rollos de lienzo, semejantes a hojas de papiro. Eran retazos de tela, de cuatro pulgadas sobre poco más o menos de ancho, por dieciocho de largo. Estaban todos numerados y llenos de un texto que Dantés pudo leer porque era italiano, lengua materna del abate, y que Dantés, como provenzal, conocía perfectamente.
‑Ved, todo está aquí. Hace ocho días que he escrito la palabra fin en el lienzo sexagesimoctavo. Me he quedado sin dos camisas y sin todos mis pañuelos, pero si algún día salgo de aquí, y si logro encon­trar en Italia un impresor que se atreva a imprimirla, tengo asegurada mi reputación.
‑Sí ‑respondió Dantés‑, bien lo veo. Enseñadme ahora, yo os lo suplico, las plumas con que habéis escrito esta obra.
‑Vedlas ‑dijo Faria.
Y enseñó al joven una varita como de seis pulgadas de largo, y coma el mango de un pincel de grueso, a cuyo extremo había puesto y atado con un hilo uno de los tales cartílagos, aún manchado con la tinta de que habló a Dantés. Era picudo y tenía puntos como una pluma ordi­naria. Dantés lo examinó buscando con la mirada por el cuarto el instru­mento con que había sido cortado.
‑¡Ah! Buscáis el cortaplumas, ¿no es cierto? ‑le preguntó Faria‑. Esa es mi obra maestra. Lo he hecho, así como este cuchillo, del hierro de un candelero viejo.
El cortaplumas cortaba como una navaja de afeitar, y en cuanto al cuchillo, reunía la ventaja de poder servir de cuchillo y de puñal.
Dantés contempló estos diferentes objetos con la misma curiosidad con que en las tiendas de quincalla de Marsella había examinado otras veces las chucherías construidas por los salvajes, y traídas de los mares del Sur por marinos aventureros.
‑En cuanto a la tinta ‑dijo Faria‑, ya sabéis cómo me la pro­porciono; sabed además que la voy haciendo a medida que la necesito.
‑Pero lo que más me admira ‑dijo Dantés‑ es que los días os hayan bastado para trabajos tan grandes.
‑Disponía también de las noches ‑respondió el abate.
‑¿Sois como los gatos? ¿Veis a oscuras?
‑No, pero Dios ha dado al hombre la inteligencia para remediar la pobreza de sus sentidos; la luz me la procuré.
‑¿De qué modo?
‑De la comida que me traen, extraigo la grasa, la derrito y hago una especie de aceite muy espeso; mirad mi luz.
Y el abate enseñó a Edmundo una especie de lamparilla, semejante a las que suelen emplear en los festejos públicos.
‑Pero ¿y el fuego?
‑He aquí dos pedernales con su correspondiente yesca. Con pretex­to de una enfermedad cutánea pedí un poco de azufre, que me con­cedieron.
Dantés puso sobre la mesa los objetos que tenía en la mano, e incli­nó la cabeza sintiéndose humillado por tanta perseverancia y fortaleza de espíritu.
‑Y esto no es todo ‑prosiguió Faria‑, porque nadie debe ocultar sus tesoros en un mismo sitio; vamos a otra cosa.
En seguida colocaron la baldosa en su sitio. Echó un poco de tierra por encima el abate, la pisoteó para que desapareciese todo rastro de solución de continuidad, y en seguida separó su cama del sitio en que se hallaba.
Detrás de la cabecera, oculto con una piedra que lo cerraba casi herméticamente, había un agujero que contenía una escala de cuerda de veinticinco a treinta pies de largo.
Dantés la examinó y la encontró de una solidez a toda prueba.
‑¿Quién os dio la cuerda que habréis necesitado para esta obra maravillosa?
‑Al principio algunas camisas que yo tenía, y después la ropa de mi cama que he deshilachado en tres años de mi prisión en Fenestrelle. Cuando me transportaron al castillo de If hallé medio para traerme las hilas, y aquí continué mi trabajo.
‑Pero ¿no advirtieron que las sábanas de vuestra cama se iban quedando sin dobladillos?
‑No, que yo las cosía.
‑¿Con qué?
‑Con esta aguja.
Y de uno de los jirones de su vestido sacó Faria una espina larga y afilada que llevaba consigo.
‑Sí ‑prosiguió Faria‑, tuve primeramente intenciones de limar los hierros y huir por esa ventana, que como veis, es más grande que la vuestra, y aún la hubiese agrandado para escaparme, pero descu­brí que caía a un patio interior y renuncié a mi proyecto por aventu­rado. Conservo, sin embargo, la escala para cualquier caso imprevisto, para una de esas fugas que proporciona la casualidad, como antes os decía.
Aunque, al parecer, Dantés examinaba la escala, pensaba en reali­dad en otra cosa. Se le había ocurrido de repente que aquel hombre tan ingenioso, tan sabio, tan profundo, quizás acertaría a ver claro en las tinieblas de su propia desgracia, que él nunca había podido penetrar.
‑¿En qué pensáis? ‑le preguntó el abate con una sonrisa, cre­yendo que el ensimismamiento de Dantés procedía de su admira­ción.
‑Pienso, en primer lugar, en la inmensa inteligencia que habéis empleado para llegar a esta situación. ¿Qué no habríais hecho gozan­do de libertad?
‑Quizá nada; acaso mi cerebro exuberante se hubiera evaporado en cosas pequeñas. Así como es necesaria la presión para hacer esta­llar la pólvora, así el infortunio es necesario también para descu­brir ciertas minas misteriosas ocultas en la inteligencia humana. La prisión ha concentrado todas mis facultades intelectuales en un solo punto, que por ser estrecho ha ocasionado que ellas choquen unas con otras. Como ya sabéis, del choque de las nubes resulta la electri­cidad, de la electricidad el relámpago y del relámpago la luz.
‑Yo no sé nada ‑contestó Dantés humillado por su ignorancia‑, casi todas las palabras que pronunciáis carecen para mí de sentido. ¡Qué dichoso sois sabiendo tanto!
El abate se sonrió.
‑¿No decíais ahora que pensabais en dos cosas?
‑Sí.
‑Sólo me habéis dicho la primera. ¿Cuál es la segunda?
‑La segunda es que vos me habéis contado vuestra historia y yo no os he referido la mía.
‑Vuestra historia, joven, es demasiado corta para encerrar sucesos de importancia.
‑Sin embargo ‑repuso Dantés‑, contiene una desgracia inmensa, una desgracia inmerecida, y quisiera, para no blasfemar de Dios, como lo he hecho hartas veces, poder quejarme de los hombres.
‑¿Os creéis inocente del crimen de que os acusan?
‑Completamente. Lo juro por las únicas personas caras a mi cora­zón, por mi padre y por Mercedes.
‑Veamos, contadme vuestra historia ‑dijo Faria, cerrando su es­condrijo y volviendo a poner la cama en su lugar.
Dantés hizo la relación de todo lo que él llamaba su historia, que se limitaba a un viaje a la India, y dos o tres a Levante, llegando al fin a su último viaje, a la muerte del capitán Leclerc, al encargo que le dio para el gran mariscal, a su plática con éste, a la misiva que le con­fió para un tal señor Noirtier, a su llegada a Marsella, a su entrevista con su padre, a sus amores, a su desposorio con Mercedes, a la comida de aquel día, y por último, a su detención, a su interrogatorio, a su prisión provisional en el palacio de justicia, y a su traslación definitiva al castillo de If. Desde este punto no sabía nada más, ni aun el tiempo que llevaba encerrado. Acabada la relación, el abate se puso a reflexionar profundamente. Después de un corto espacio, dijo:
‑Hay en legislación un axioma profundísimo, que prueba lo que hace poco yo os decía, esto es, que a no nacer los malos pensamientos de una organización mala también, el crimen repugna a la naturaleza humana. Sin embargo, la civilización nos ha creado necesidades, vicios y falsos apetitos, cuya influencia llega tal vez a ahogar en nosotros los buenos instintos, arrastrándonos al mal. De aquí esta máxima: Para descubrir al culpable, averiguad quién se aprovecha del crimen. ¿A quién podía ser provechosa vuestra desaparición?
‑A nadie, ¡Dios mío! ¡Yo era tan poca cosa!
‑No respondáis así, que falta a vuestra respuesta lógica y filo­sofía. Todo es relativo, querido amigo, desde el rey, que estorba a su futuro sucesor, hasta el empleado, que estorba a su supernumera­rio. Si el rey muere, el sucesor hereda una corona; si el empleado mue­re, el supernumerario hereda su sueldo y sus gajes. Este sueldo es su lista civil, su presupuesto, necesita de él para vivir, como el rey pre­cisa de sus millones.
»En torno a cada individuo, así en lo más alto como en lo más bajo de la escala social, se agrupa constantemente un mundo entero de intereses, con sus torbellinos y sus átomos, como los mundos de Des­cartes.
»Volvamos, pues, a vuestro mundo. ¿Decís que ibais a ser nombra­do capitán del Faraón?
‑Sí.
‑¿Podía interesar a alguno que no fueseis capitán del Faraón? Po­día interesar a alguno que no os casaseis con Mercedes? Contestad ante todo a mi primera pregunta, porque el orden es la clave de los problemas. ¿Podía interesar a alguno que no fueseis capitán del Fa­raón?
‑No, porque yo era muy querido a bordo. Si los marineros hubie­sen podido elegir su jefe, estoy seguro de que lo habría sido yo. Un solo hombre estaba algo picado conmigo, porque cierto día tuvimos una disputa, le desafié, y él no aceptó.
‑Veamos, veamos. ¿Cómo se llamaba ese hombre?
‑Danglars.
‑¿Cuál era su empleo a bordo?
‑Sobrecargo.
‑Si hubieseis llegado a ser capitán, ¿le conservaríais en su em­pleo?
‑No; a depender de mí, porque creí encontrar en sus cuentas al­guna inexactitud.
‑Bien. Decidme ahora¿presenció alguien vuestra última entre­vista con el capitán Leclerc?
‑No, porque estábamos solos.
‑¿Pudo oír alguien la conversación?
‑Sí, porque la puerta estaba abierta y aún... esperad... sí... sí... Danglars pasó precisamente en el instante en que el capitán Le­derc me entregaba el paquete para el gran mariscal.
‑Bien ‑murmuró el abate‑, ya dimos con la pista. Cuando des­embarcasteis en la isla de Elba ¿os acompañó alguien?
‑Nadie.
‑¿Y os entregaron una misiva?
‑Sí, el gran mariscal.
‑¿Qué hicisteis con ella?
‑La guardé en mi cartera.
‑¿Llevabais vuestra cartera? ¿Y cómo una cartera capaz de conte­ner una carta oficial podía caber en un bolsillo?
‑Tenéis razón. Mi cartera estaba a bordo.
‑Luego fue a bordo donde colocasteis la carta en la cartera.
‑Sí.
‑Desde Porto‑Ferrajo a bordo, ¿qué hicisteis de la carta?
‑La tuve en la mano.
‑Cuando abordasteis de nuevo al Faraón, ¿pudieron ver todos que
llevabais una carta?
.‑Sí.
‑¿Y Danglars también lo vio?
‑También.
‑Poco a poco. Escuchad bien: refrescad vuestra memoria. ¿Os acordáis de los términos en que estaba concebida la denuncia?
‑¡Oh!, sí, sí: la he leído y releído muchas veces, y tengo sus palabras muy presentes.
‑Repetídmelas.
Dantés reflexionó un instante y repuso:
‑Así decía textualmente:
«Un amigo del trono y de la religión previene al señor procurador del rey que un tal Edmundo Dantés, segundo del Faraón, que llegó esta mañana de Esmirna, después de haber tocado en Nápoles y en Porto‑Ferrajo, ha recibido de Murat una carta para el usurpador, y de éste otra carta para la junta bonapartista de París.
»Fácilmente se tendrá la prueba de su crimen prendiéndole, por­que la carta se hallará en su poder, o en casa de su padre, o en su ca­marote, a bordo del Faraón.»
El abate se encogió de hombros.
‑Eso está claro como la luz del día ‑dijo‑, y es necesario tener un alma muy buena, y muy inocente, para no comprenderlo todo des­de el principio.
‑¿Lo creéis así? ‑exclamó Edmundo‑. ¡Oh! ¡Sería una acción muy infame!
‑¿Cuál era la letra ordinaria de Danglars?
‑Cursiva, y muy hermosa.
‑¿Y la del anónimo?
‑Inclinada a la izquierda.
El abate se sonrió:
‑Una letra desfigurada, ¿no es verdad?
‑Muy correcta era para desfigurada.
‑Esperad ‑dijo.
Y diciendo esto, cogió el abate su pluma, o lo que él llamaba plu­ma, la mojó en tinta, y escribió con la mano izquierda en un lienzo de los que tenía preparados, los dos o tres primeros renglones de la de­nuncia.
Edmundo retrocedió, mirando al abate con terror:
‑¡Oh! ¡Es asombroso! ‑exclamó‑. ¡Cómo se parece esa letra a la otra!
‑Es que sin duda se escribió la denuncia con la mano izquierda. He observado siempre una cosa ‑prosiguió el abate. 
‑¿Cuál? 
‑Todas las letras escritas con la mano derecha son varias, y seme­jantes todas las escritas con la mano izquierda. 
‑¡Cuánto habéis visto! ¡Cuánto habéis observado! 
‑Continuemos. 
‑¡Oh!, sí, sí".

(Notas.FRAGMENTOS Y COMENTARIOS DE EL CONDE DE MONTECRISTO. DÍA 4

(FRAGMENTOS Y COMENTARIOS DE EL CONDE DE MONTECRISTO. DÍA 4)
REDENCIÓN VS CONDENA DEL CONDE DE MONTECRISTO?
"Si se analiza o se hace un recorrido de esta monumental novela no existe un solo acto violento personal de Edmundo Dantés. Es aquí en donde reside lo magistral de Alejandro Dumas al construir el arquetipo del Conde. Todos sus enemigos son destruidos por terceras personas o por descalabros financieros que los lleva a algunos al suicidio. En este punto, la violencia de la trama y la perversión del Conde se hace patente y monstruosa: asesinos, truhanes y estafadores harán el trabajo sucio del Conde a cambio de recompensas"
J.Méndez-Limbrick.
***
El abate Faria (abbé Faria en el original) es un personaje de la novela El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas y Auguste Maquet, inspirado en el monje y estudioso del hipnotismo indoportugués José Custódio de Faria. Fuente Wikipedia.

(Notas.FRAGMENTOS Y COMENTARIOS DE EL CONDE DE MONTECRISTO. DÍA 4)
"Fuese el carcelero y esta vez quiso Dantés asegurarse de si su veci­no había en efecto renunciado o no a su empresa, y se puso a escuchar atentamente. Todo permaneció en silencio como durante aquellos tres días en que los trabajos se habían interrumpido. Suspiró, convencido de que el preso desconfiaba de él. Con todo, no por esto dejó de trabajar toda la noche; pero a las dos o tres horas tropezó con un obstáculo. El hierro no se hundía, sino que resbalaba sobre una superficie plana. Metió la mano, y pudo cerciorarse de que había tropezado con una viga que atravesaba, o, mejor dicho, cubría enteramente el agujero comenzado por él. Era preciso cavar por debajo de ella o por encima. El desgraciado no había pensado en este obstáculo.
‑¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! ‑exclamó‑, tanto os recé, que con­fié que me oyeseis. ¡Dios mío!, después de haberme quitado la liber­tad en vida... ¡Dios mío!, después de haber hecho renunciar al repo­so de la muerte... ¡Dios mío!, que me habéis devuelto al mundo... ¡Dios mío! ¡Apiadaos de mí, no me dejéis morir entregado a la deses­peración!
‑¿Quién es el que habla de Dios y se desespera? ‑murmuró una voz, que como salida del centro de la tierra, llegaba a Edmundo opa­ca, por decirlo así, y con un acento sepulcral.
Erizáronsele los cabellos y retrocedió, aunque estaba de rodillas.
‑¡Ah! ‑dijo‑, oigo la voz de un hombre.
Ya hacía cuatro o cinco años que Edmundo no hablaba sino con el carcelero, y para los presos el carcelero no es un hombre, es una puer­ta viva que se aumenta a la puerta de encina, es una barra de carne sujetada a los hierros de su ventana.
‑En nombre del cielo, quienquiera que seáis el que habló, imploro que sigáis hablando, aunque vuestra voz me asuste: ¿quién sois?
‑¿Y vos, quién sois? ‑le preguntó la voz.
‑Un preso desdichado ‑respondió Edmundo, que no tenía nin­gún inconveniente en responder.
‑¿De dónde sois?
‑Francés.
‑¿Os llamáis?
‑Edmundo Dantés".
EL CONDE DE MONTECRISTO. PÁGINA 106.


(FRAGMENTOS Y COMENTARIOS DE EL CONDE DE MONTECRISTO. DÍA 4).
(Fragmento. EL CONDE DE MONTECRISTO. PÁGINA 115).
"‑En Roma tenía una biblioteca de cerca de cinco mil volúmenes, y a fuerza de leerlos y releerlos comprendí que con ciento cincuenta obras elegidas con inteligencia, se posee, si no el resumen completo del saber humano, lo más útil tan siquiera. Dediqué tres años de mi vida a leer y releer esas ciento cincuenta obras, de modo que cuando me prendieron las sabía casi de memoria, y con un leve esfuerzo las he ido recordando todas en mi prisión. De cabo a rabo podría recitaros a Tucídides, Jenofonte, Plutarco, Tito Livio, Tácito, Strada, Jornan­dés, Dante, Montaigne, Shakespeare, Espinosa, Maquiavelo y Bos­suet. Solamente os cito los más importantes.
‑¿Sabéis muchos idiomas?
‑Hablo cinco lenguas: el alemán, el francés, el italiano, el inglés y el español. Con ayuda del griego antiguo comprendo el griego moder­no; aunque lo hablo mal, lo estoy al presente estudiando.
‑¿Lo estáis estudiando? ‑dijo Dantés.
‑Sí, ciertamente. He hecho un vocabulario de las palabras que sé, combinándolas de todas las maneras para que puedan expresar lo que pienso. Sé cerca de mil palabras, y en rigor no necesito de más, aun­que haya cien mil en los diccionarios, si no me equivoco. No seré quizás elocuente, pero me daré a entender, y con esto me basta.
Cada vez más asombrado, Edmundo empezaba a juzgar sobrenatu­rales las facultades de aquel hombre. Puso empeño en cogerle en des­cubierto en algún punto y continuó:
‑Pero si no os han dado plumas, ¿cómo habéis podido escribir esta obra tan voluminosa?
‑He hecho plumas excelentes que, a ser conocidas, las preferiría todo el mundo, con los cartílagos de la cabeza de esas enormes pesca­dillas que algunas veces nos dan a comer los días de vigilia. Por lo cual, veo con mucho placer llegar los miércoles, los viernes y los sábados, porque espero aumentar mi provisión de plumas, y porque son mi tarea más dulce los trabajos históricos, yo lo confieso. Absorbién­dome en el pasado me olvido del presente, volando libre y a mis an­chas por la historia, me olvido de que no tengo libertad.
‑Pero ¿y la tinta? ¿Con qué hacéis la tinta? ‑dijo Dantés.
‑En otro tiempo ‑contestó Faria‑ había en mi calabozo una chimenea, que sin duda estuvo tapiada antes de mi venida, pero por espacio de muchos años han encendido en ella lumbre, puesto que todo el cañón está cubierto de hollín. He disuelto este hollín en el vino que me dan todos los domingos, y he ahí una tinta magnífica. Para las notas, y para aquellos pasajes que han de atraer poderosamente la atención de los lectores, me pico los dedos con un alfiler y los es­cribo con mi sangre.
‑Y ¿cuándo podré yo ver todo eso? ‑le preguntó Dantés.
‑Cuando queráis ‑respondió Faria.
‑¡Oh! ¡Ahora! ¡Ahora mismo! ‑exclamó el joven.
‑Pues seguidme ‑dijo Faria, y se metió en el camino subte­rráneo. Dantés le siguió".

NOTAS Y COMENTARIOS A EL CONDE DE MONTECRISTO DE ALEJANDRO DUMAS. DÍA 3.


COMENTARIOS DÍA#3
EL CONDE JAMÁS ES REDIMIDO.
El Conde de Montecristo mantendrá su odio hasta el último momento. Conforme avanzemos en la narración haré comentarios al respecto. MI TEORÍA es que el Conde jamás es redimido de su culpa -porque al final es un asesino y ¿justiciero?- no mata por mano propia sino que lo hace por medio de interpósita mano. Siempre existe una razón de CAUSALIDAD entre los hechos o eventos que perjudican a sus anteriores conspiradores y sus muertes. En cuanto si el ARTE es ético o moral. Yo creo que sí lo es, es moral y ético. Quien haya leído a Jaeger se acordará de los conceptos de NOBLEZA Y ARETÉ del que toma mano para explicar la ILIÍADA Y LA ODISEA. Creo que ahí reside lo grandioso de la novela EL CONDE DE MONTECRISTO: Alejandro Dumas, deja abierta la interrogante de lo que puede ser JUSTO O INJUSTO. ¿Realmente fue justo Edmundo Dantés con sus conspiradores y el castigo impuesto a todos?


***
"En cuanto a Villefort, guardó cuidadosamente aquella solicitud que para salvar en lo presente a Dantés le comprometía tanto en lo futuro, caso de que sucediese una cosa que ya los sucesos y el aspec­to de Europa dejaban entrever: otra restauración.
Por lo tanto, Edmundo continuó en la cárcel. Aletargado en su ca­labozo no oyó el rumor espantoso de la caída del trono de Luis XVIII, ni el más espantoso aún de la del trono del emperador.
Sin embargo, el sustituto lo había observado todo con ojo avizor. Durante esta corta aparición imperial llamada los Cien Días, Morrel había vuelto a la carga insistiendo siempre por la libertad de Dantés; pero Villefort le había tranquilizado con promesas y esperanzas. AI fin llegó el día de Waterloo.
Morrel había hecho por su joven amigo cuanto humanamente le había sido posible. Ensayar nuevos medios durante la segunda res­tauración hubiese sido comprometerse en vano". Página 89. 

***
FRAGMENTO. DÍA # 3.
"En mitad de la estancia, dentro de un círculo trazado en el suelo con un pedazo de yeso de la pared, veíase agazapado un hombre casi desnudo, tan roto estaba su traje. Ocupábase en aquellos momentos en hacer dentro del círculo líneas geométricas muy bien trazadas, y parecía tan preocupado con su problema como Arquímedes cuando le mató el soldado de Marcelo. Ni siquiera pestañeó al rumor de la puerta que se abría, ni dio muestra alguna de sorpresa cuando el res­plandor de las antorchas iluminó con desusado brillo el húmedo sue­lo en que trabajaba. Volvióse entonces y vio con gran sorpresa la nu­merosa comitiva que acababa de entrar en su calabozo.
Acto continuo se puso en pie y cogió un cobertor que yacía a los pies de su miserable lecho para envolverse y recibir con mayor decen­cia a los recién venidos".
Pag, 94. EL CONDE DE MONTECRISTO.

EL CONDE DE MONTECRISTO.
Editorial Porrúa. 1999. México DF.
EL CONDE DE MONTECRISTO.
***
COMENTARIO DÍA#3
 Abate Faria. Sacerdote y erudito italiano. Traba amistad con Edmond mientras ambos son prisioneros en el Castillo de If, le enseña todos sus conocimientos y le revela el secreto de la isla de Montecristo, diciéndole que lo busque y lo consiga y será todo de él, se lo recuerda por última vez en sus últimos minutos de vida.

NOTAS Y COMENTARIOS A EL CONDE DE MONTECRISTO DE ALEJANDRO DUMAS. DÍA 2.



EL CONDE DE MONTECRISTO.






LOS CONSPIRADORES: CADEROUSSE, DANGLARS, FERNANDO Y VILLEFORT.
Nunca he leído una novela tan violenta y con tanta sed de venganza como el Conde de Montecristo.

Más allá de ser catalogada - en la mayoría de los casos- como una novela de aventura en el Conde de Montecristo se esconde un tema que hasta donde yo he podido investigar siempre se ha soslayado o al menos no se hace – creo - un análisis riguroso y es: el aspecto ético y moral de la obra".
J. MÉNDEZ-LIMBRICK

"Yo mismo, cuando veo brillar de rabia los ojos de un acusado, me animo, me exalto; entonces ya no es un proceso, es un combate; lucho con él, y el combate acaba, como todos los combates, en una victoria o en una derrota. A esto se le llama acusar; ésos son los resultados de la elocuencia. Un acusado que se sonriera después de mi réplica me haría creer que hablé mal, que lo que dije era pálido, flojo, insuficiente. Figuraos, en cambio, qué sensación de orgullo experimentará un procurador del rey cuando, convencido de la culpabilidad del acusado, le ve inclinarse bajo el peso de las prue­bas y bajo los rayos de su elocuencia... La cabeza que se inclina caerá inevitablemente".
EL CONDE DE MONTECRISTO. PÁGINA 48.
Editorial Porrúa.
1999.México DF.

El CONDE DE MONTECRISTO O LA OBSESIÓN POR UNA VENGANZA. ALEJANDRO DUMAS. LECTURA: EL CONDE DE MONTECRISTO. DÍA #1- La conjura. La envidia.


¿Quién no ha oído hablar del Conde de Montecristo? Las ediciones, reimpresiones y hasta los famosos "comics" se han encargado de ir proyectando la obra a una fama insospechada quizá, hasta para el mismo autor Alejandro Dumas. 
J. Méndez-Limbrick.


El CONDE DE MONTECRISTO O
LA OBSESIÓN POR UNA VENGANZA.
ALEJANDRO DUMAS.
LECTURA: EL CONDE DE MONTECRISTO. DÍA #1- La conjura. La envidia.
Fragmento.
"pero ahora el señor Dantés no necesitará de nadie, pues va a ser capitán.
‑Pero aún no lo es -observó Danglars.
‑Mejor que no lo fuese ‑dijo Caderousse‑, porque entonces, ¿quién lo toleraba?
‑De nosotros depende ‑dijo Danglars‑ que no llegue a serlo, y hasta que sea menos de lo que es.
‑¿Qué dices?
‑Yo me entiendo. ¿Y sigue amándole la catalana?
‑Con frenesí; ahora estará en su casa. Pero, o mucho me engaño, o algún disgusto le va a dar ella.
‑Explícate.
‑¿Para qué?
‑Es mucho más importante de lo que tú lo imaginas.
‑Tú no le quieres bien, ¿es verdad?
‑No me gustan los orgullosos.
‑Entonces dime todo lo que sepas de la catalana.
‑Nada sé de positivo; pero he visto cosas que me hacen creer, como lo dije, que esperaba al futuro capitán algún disgusto por los alrededores de las Vieilles‑Infirmeries.
‑¿Qué has visto? Vamos, di.
‑Observé que siempre que Mercedes viene por la ciudad, la acompaña un joven catalán, de ojos negros, de piel tostada, moreno, muy ardiente, y a quien llama primo.
‑¡Ah! ¿De veras? Y ¿te parece que ese primo le haga la corte?
‑A lo menos lo supongo. ¿Qué otra cosa puede haber entre un muchacho de veintiún años y una joven de diecisiete?
‑¿Y Dantés ha ido a los Catalanes?
‑Ha salido de su casa antes que yo.
‑Si fuésemos por el mismo lado, nos detendríamos en la Reserva, en casa del compadre Pánfilo, y bebiendo un vaso de vino, sabríamos algunas noticias...
‑¿Y quién nos las dará?
‑Estaremos al acecho, y cuando pase Dantés adivinaremos en la expresión de su rostro lo que haya pasado.
‑Vamos allá ‑dijo Caderousse‑, pero ¿pagas tú?
‑Pues claro ‑respondió Danglars.
Los dos se encaminaron apresuradamente hacia el lugar indicado, donde pidieron una botella y dos vasos. El compadre Pánfilo acababa, según dijo, de ver pasar a Dantés diez minutos antes. Seguros de que se hallaba en los Catalanes, se sentaron bajo el follaje naciente de los plátanos y sicómoros, en cuyas ramas una alegre bandada de pajarillos saludaba con sus gorjeos los primeros días de la primavera". Páginas 11-12- Editorial. Capricornio. Bogotá. 1954.

JORGE LUIS BORGES. REVISTA: Sur, Buenos Aires, Año X, N° 64, enero de 1940.


Olaf Stapledon
PHILOSOPHY AND LIVING
Penguin Books

Una declaración editorial que adorna la solapa del primer tomo (y aún del segundo) repite que este libro resume las opiniones filosóficas del autor y que su contribución es más bien "de orden afirmativo". Sospecho que esa declaración puede ser ampliada. Philosophy and living no se limita a resumir las (eventuales) opiniones filosóficas del autor: prefiere, con menos vanidad que amplitud, resumir todas las opiniones de todos los filósofos. Sus cuatrocientas páginas son un excelente manual de las perplejidades organizadas que componen la metafísica. Tal vez no es inferior a las introducciones congéneres de James, de Russell y de Joad. Es sin duda muy superior a los productos áridos y teutónicos que misteriosamente entusiasman a los editores de Castilla y de Cataluña y que les permiten interpolar el módico neologismo vivencia... Lo anterior no quiere decir que esta obra no contenga afirmaciones muy discutibles. En la página 453, Stapledon informa que el libro Mathematics de Whitehead es más legible que la Introduction to mathematicalphilosophy de Russell. Yo he leído el segundo dos o tres veces y no he logrado superar los primeros capítulos del primero.

Un párrafo de esta obra resume (y ligeramente reforma) cierta curiosa imaginación cosmogónica de Bertrand Russell. Éste (The analysis of mind, 1921, página 159) supone que el planeta ha sido creado hace pocos minutos, provisto de una humanidad que "recuerda" un pasado ilusorio. Stapledon, buen imaginador de quimeras, fantasea que el universo consta de una sola persona —mejor, de una sola conciencia— y de los procesos mentales de esa conciencia. Esa persona (que naturalmente es usted, el lector) ha sido creada en este preciso momento y dispone de un surtido completo de recuerdos autobiográficos, familiares, históricos, topográficos, astronómicos y geológicos, entre los que figura, digamos, la circunstancia irreal de empezar a leer esta nota.

Se trata, claro está, de una exacerbación o reductio ad absurdum del idealismo. Russell la juzga razonable, pero no interesante.


Sur, Buenos Aires, Año X, N° 64, enero de 1940.

jueves, 6 de septiembre de 2018

JORGE LUIS BORGES. Sur, Buenos Aires, Año IX, N° 63, diciembre de 1939.


John Milton
COMPLETE POETRY AND SELECTED PROSE
The Nonesuch Library

(En la gráfica: un empleado de la Revista Sur, doña Victoria Ocampo, la madre del escritor Jorge Luis Borges y en primer plano Borges).

Ninguna de las ediciones de Milton es del todo satisfactoria. Las del siglo diecinueve corrigen la puntuación y la ortografía de los textos del diecisiete, las más recientes las conservan; todas (que yo sepa) reducen el aparato crítico a un lacónico censo de latinismos y a un prefacio biográfico-laudatorio. La mejor de cuantas he manejado, la del profesor David Masson, proporciona asimismo varios diagramas circulares de la cosmogonía miltónica, pero vierte ninguna o escasa luz sobre la teología de los poemas. Pese a las advertencias de Macaulay, es habitual asimilar esa teología a la pura ortodoxia (o heterodoxia) calvinista. Esa atribución es errónea. Milton, al morir, dejó un tratado manuscrito —Johannes Miltoni Angli de Doctrina Christiana libri dúo— que hasta 1825 no se imprimió. En esos libros postumos y polémicos, "Milton, inglés" niega en sesenta mil palabras la inmortalidad de las almas, niega la generación eterna del Hijo, niega la Trinidad, niega que Dios haya creado el mundo material y concluye (con argumentos derivados de la Escritura) por vindicar el divorcio y la poligamia. Uno de sus biógrafos, Mark Pattison, considera que ese volumen es el preciso duplicado prosaico de Paradise Lost. Ningún editor, sin embargo, ha recurrido a él para ilustrar las muchas oscuridades de la epopeya. Tampoco el editor de este libro; E. H. Visiak.

Milton, contra la opinión general, hace que Adán y Eva consuman su boda paradisíaca antes de la comisión del pecado (P. L., IV, 740). Ejecutan con inocencia el acto carnal; después, con malicia:

There they their fill of love and love's disport
Took largely, of their mutual guilt the seal,
The solace of their sin, till dewy sleep
Oppressed them, wearied with their amorous play.

San Agustín (De civitate Dei, libro catorce, capítulos dieciocho-venticuatro) razona largamente ese parecer y opina que antes del pecado "las partes del varón y de la mujer eran movidas por la voluntad, no estimuladas por el torpe apetito". El Doctor Angélico (Summa, cuestión 98, segundo artículo) confirma esa opinión verosímil y agrega que el placer, aunque sujeto a la voluntad, tiene que haber sido más vivo en cuerpos no mellados por el pecado.

Como en el Sánin de Arzibáshef, como en algunas aventuras de Chaplin, como en el Martín Fierro, la última escena de Paradise Lost es una partida.

They, hand in hand, with wandering steps and slow,
Through Edén took their solitary way.

Addison condenó ese final de carácter cíclico y propuso que lo tacharan; Bentley, que lo substituyeran estos dos versos, impíamente manufacturados por él:

Then hand in hand with social steps their way
Through Edén took, with heavenly comfort cheered.

Sur, Buenos Aires, Año IX, N° 63, diciembre de 1939.


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