domingo, 9 de septiembre de 2018

NOTAS, FRAGMENTOS Y COMENTARIOS A EL CONDE DE MONTECRISTO. DÍA 6.


(EL CONDE DE MONTECRISTO. FRAGMENTO).
LA INSTRUCCIÓN A EDMUNDO DANTÉS.
Nota: Es mi criterio y a pesar que muchos estudios críticos de la novela desean redimir al personaje de la culpa y muerte de sus enemigos, la verdad es que el Conde jamás es redimido de su venganza. El odio lo seguirá hasta el final de la historia cuando Edmundo Dantés se aleja de Francia para siempre y no perdona a Mercedes novia-esposa por haberse casado por segunda vez creyéndolo muerto con Fernand Mondego, conde de Morcerf. Primo de Mercédès.
El Conde de Montecristo nos apabulla por la complejidad de la trama, lo abundante de los personajes, la intensidad de la narración y por qué no decirlo: sentimos cierta perversión de sabernos todos nosotros un poco Condes de Montecristo en algún momento de nuestras vidas. J. Méndez-Limbrick.
Página.123-124.
Editorial Capricornio. Bogotá. Colombia.
1967.
‑Siento ‑le dijo el abate‑ el haberos ayudado en vuestras averi­guaciones de ayer y haberos dicho lo que os díje.
‑¿Por qué?
‑Porque he engendrado en vuestro corazón un sentimiento que antes no abrigaba: la venganza.
Dantés se sonrió y dijo:
‑Hablemos de otra cosa.
Contemplóle el abate un momento todavía, y bajó tristemente la cabeza. Después, como Dantés le había exigido, se puso a hablar de otra cosa. El anciano era uno de esos hombres cuya conversación, como la de todos aquellos que han sufrido mucho, a la par que sirve de enseñan­za, interesa y conmueve, empero no era egoísta, pues nunca hablaba de desgracias. Dantés escuchaba todas sus palabras con admiración, unas le revela­ban ciertas ideas, de que él ya tenía noción por rozarse con la marina, que profesaba, y otras, referente a cosas desconocidas, le abrían hori­zontes nuevos, como esas auroras polares que alumbran a los nave­gantes en las regiones australes. Dantés comprendió entonces cuánta felicidad sería para una inteligencia bien organizada, seguir a la del abate en su vuelo por las esferas morales, filosóficas y sociales, en que ordinariamente se cernía.
‑Debíais de enseñarme algo de lo que sabéis, aunque no fuese sino para no cansaros de mí ‑le dijo una vez‑. Paréceme que la soledad os sería preferible a un compañero sin educación ni modales, como yo. Si accedéis a lo que os pido, empeño mi palabra en no hablaros más de la fuga.
El abate se sonrió.
‑¡Ay, hijo mío! ‑le contestó‑. El saber humano es tan limitado que cuando os enseñe las matemáticas, la física, la historia y las tres o cuatro lenguas que poseo, sabréis tanto como yo; ahora, pues, siem­pre necesitaré dos años para enseñaros toda mi ciencia.
‑¡Dos años! ‑exclamó Dantés‑. ¿Creéis que podré aprender tantas cosas en dos años?
‑En su aplicación, no; en sus principios, sí. Aprender no es saber, de aquí nacen los eruditos y los sabios, la memoria forma a los unos, y la filosofía a los otros.
‑Pero ¿no se puede aprender la filosofía?
‑La filosofía no se aprende. La filosofía es el matrimonio entre las ciencias y el genio que las aplica. La filosofía es la nube resplandecien­te en que puso Dios el pie para subir a la gloria.
‑Veamos ‑dijo Dantés‑. ¿Qué me enseñaréis primero? Tengo deseos de empezar, tengo sed de aprender.
‑Todo ‑contestó el abate.
En efecto, aquella noche imaginaron los dos presos un sistema de educación, que desde el día siguiente se puso en práctica. Tenía Dan­tés una memoria prodigiosa y una extremada facilidad en concebir las ideas. La inclinación matemática de su inteligencia le predisponía a comprenderlo todo con ayuda del cálculo, al paso que el instinto poéti­co del marino corregía lo que hubiese de aridez sobrada y materialismo en la demostración reducida a números o a líneas. Sabía ya, como se ha dicho, el italiano y un poco del romanico o griego moderno, aprendi­do en sus viajes a Oriente. Estas dos lenguas le hicieron comprender fácilmente el mecanismo de las demás, por lo que a los seis meses empezaba a hablar el español, el inglés y el alemán.
Tal como le había prometido al abate Faria, bien que la distracción del estudio le sirviese como de libertad, o que él fuese rígido cum­plidor de su palabra, como hemos visto, Edmundo no hablaba ya de escaparse, y los días pasaban para él tan rápidos como instruc­tivos. Al año estaba convertido en otro hombre.

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