martes, 14 de agosto de 2018

Confesiones de un joven novelista. Umberto Eco.


Construyendo un mundo

¿Qué hago durante los años de gestación literaria? Recopilo documentos, visito lugares y dibujo mapas; observo planos de edificios, o quizá de un barco, como en el caso de La isla del día de antes, y también esbozo las caras de los personajes. Para El nombre de la rosa hice retratos de todos los monjes de los que hablaba la novela. Paso esos años de preparación en una especie de castillo encantado, o, si lo prefieren, en un estadio de enajenación autista. Nadie sabe qué estoy haciendo, ni siquiera los miembros de mi familia. Doy la impresión de estar haciendo un montón de cosas diferentes, pero estoy siempre concentrado en captar ideas, imágenes y palabras para mi relato. Si al escribir sobre la Edad Media veo pasar un coche por la calle y me impresiona por ejemplo su color, consigno la experiencia en mi cuaderno, o simplemente en mi memoria, y ese color desempeñará más tarde un papel en la descripción de, pongamos, una miniatura.
Durante mis preparativos para El péndulo de Foucault, pasé una tarde tras otra, justo hasta la hora de cerrar, andando por los pasillos del Conservatorio de Artes y Oficios, donde se desarrollan algunos de los principales acontecimientos de la historia. Para describir el paseo nocturno de Casaubon por París, desde el Conservatorio hasta la place des Vosges y luego hasta la torre Eiffel, pasé varias noches deambulando por la ciudad entre las dos y las tres de la madrugada, dictando a una grabadora de bolsillo todo lo que veía, para no equivocarme con los nombres de las calles y las intersecciones.
Cuando preparaba la redacción de La isla del día de antes, fui por supuesto a los mares del Sur, a la localización geográfica exacta donde transcurre la acción del libro, para ver los colores del agua y del cielo a diferentes horas del día, y los matices de los peces y de los corales. Pero también me pasé dos o tres años estudiando dibujos y modelos de barcos de la época, para averiguar cómo era de grande una cabina o un cuchitril, y cómo podía una persona moverse del uno al otro.
Tras la publicación de El nombre de la rosa, el primer cineasta que me propuso hacer una adaptación cinematográfica fue Marco Ferreri. Me dijo: «Tu libro parece concebido especialmente para un guión de cine, ya que los diálogos tienen la longitud adecuada». Al principio, no entendí por qué. Luego, recordé que antes de ponerme a escribir, había dibujado centenares de laberintos y planos de abadías, de modo que sabía cuánto tardarían dos personajes en ir de un sitio a otro, conversando como lo hacían. Así que el diseño de mi mundo ficticio es lo que dictaba la longitud de los diálogos.
De esta manera, aprendí que una novela no es solamente un fenómeno lingüístico. En poesía, las palabras son difíciles de traducir porque lo que cuenta es su sonido, así como sus significados deliberadamente múltiples, y es la elección de las palabras lo que determina el contenido. En narrativa, encontramos la situación opuesta: es el universo que ha construido el autor lo que dicta el ritmo, el estilo e incluso la elección de las palabras. La narrativa está gobernada por la norma latina «Rem tene, verba sequentur» («Si dominas el tema, las palabras vendrán solas»), mientras que en poesía, deberíamos cambiarla por «Si dominas las palabras, el tema vendrá solo».
La narrativa es, en primer lugar y principalmente, un asunto cosmológico. Para narrar algo, uno empieza como una suerte de demiurgo que crea un mundo, un mundo que debe ser lo más exacto posible, de manera que pueda moverse en él con absoluta confianza.
Sigo esta regla con tal rigor que, por ejemplo, cuando digo en El péndulo de Foucault que las editoriales Manuzio y Garamond están en dos edificios adyacentes, entre los cuales se ha construido un pasaje, me pasé mucho tiempo dibujando varios planos e imaginándome el aspecto de ese pasaje, y si debía tener algunos escalones para compensar la diferencia de altura entre los edificios. En la novela menciono brevemente los escalones, y el lector pasa por ellos con paso largo sin, creo, fijarse demasiado en ellos. Pero para mí eran cruciales, y de no haberlos dibujado, hubiera sido incapaz de continuar con mi historia.
Dicen que Luchino Visconti hizo algo similar en sus películas. Cuando el guión requería que dos personajes hablaran de un joyero, él insistía en que el joyero, aunque nunca se abriera, contuviera joyas de verdad. De otro modo, los intérpretes hubieran actuado con menos convicción.
No doy por sentado que los lectores de El péndulo de Foucault conocen el trazado exacto de las oficinas de las editoriales. Aunque la estructura del mundo de una novela —el escenario para los acontecimientos y los personajes de la historia— es fundamental para el escritor, a menudo debe permanecer imprecisa para el lector. En El nombre de la rosa, sin embargo, hay un plano de la abadía al principio del libro. Se trata de una referencia juguetona a las muchas novelas de detectives pasadas de moda que incluyen un plano de la escena del crimen (una vicaría o una casa señorial, pongamos por caso), y es una suerte de marca irónica de realismo, una pequeña «prueba» de que la abadía existió realmente. Pero también quería que mis lectores visualizaran claramente de qué manera mis personajes se mueven por el monasterio.

Tras la publicación de La isla del día de antes, mi editor alemán me preguntó si no sería de ayuda que la novela incluyera un diagrama del diseño del barco. Yo tenía un diagrama semejante, y me pasé mucho tiempo dibujándolo, como lo había hecho con el plano de la abadía de El nombre de la rosa. Pero en el caso de La isla, quería que el lector estuviera confundido, igual que el héroe, incapaz de encontrar el camino dentro de un barco tan laberíntico, explorándolo a menudo tras generosas libaciones alcohólicas. Así que necesitaba enredar al lector manteniendo al mismo tiempo mis ideas muy claras, refiriéndome siempre, como he escrito, a espacios calculados hasta el último milímetro.
Fuente:
Título original: Confessions of a Young Novelist
Primera edición: septiembre de 2011
© 2011, The President and Fellows of Harvard College
© 2011, de la presente edición en castellano para todo el mundo:
Random House Mondadori, S.A.
Travessera de Gracia, 47-49. 08021 Barcelona
© 2011, Guillera Sans Mora, por la traducción

domingo, 12 de agosto de 2018

Rubem Fonseca Bufo & Spallanzani. (Fragmento). Novela Policíaca.


Rubem Fonseca 
(Brasil, 1925) 
 Escritor, profesor universitario, periodista y crítico de cine brasileño nacido en Juiz de Fora, Estado de Minas Gerais. Estudió Derecho en Río de Janeiro, especializándose en Derecho Penal, y Administración en las Universidades de Nueva York y Boston. Es autor de los libros de cuentos Los prisioneros (1963), su primera obra con 38 años y El collar de perro (1965), de las novelas El caso Morel (1973), que convocaría los elogios de la crítica y que sería confiscada por la policía, El gran arte (1983), que le daría pleno reconocimiento mundial, Bufo y Spallanzani (1986), Vastas Emociones y Pensamientos Imperfectos (1988), donde rinde homenaje al gran cuentista ruso Isaac Babel, Agosto (1990) y Romance Negro y otras historias (1995), y de los volúmenes de relatos Lucía Mc Cartney (1967), El cobrador (1970) y Feliz año nuevo (1976). Considerado un narrador excepcional, su novela El Gran Arte fue llevada al cine en 1991, con guión del mismo Fonseca, y en el año 2003 le fueron concedidos los premios literarios Juan Rulfo y Camoes. 
Gustavo Flávio, un hombre que tiene «un pasado negro», descubre el amor y la literatura y se convierte en un novelista famoso. Pero un día, la millonaria Delfina Delamare aparece muerta en su automóvil. En la guantera del coche de la mujer asesinada, un policía curioso encuentra un libro de Gustavo con una dedicatoria.
Sobre este turbador esquema inicial, Rubem Fonseca ha construido una de sus obras más sugestivas, de la que no han cesado de venderse ediciones en el Brasil desde su aparición en 1985. La presente edición restituye el título original de este moderno thriller (publicado anteriormente como Pasado negro), una novela divertida, desconcertante y de sorprendente factura, marcada por la inquietante relación sexo-muerte habitual en el autor.




Rubem Fonseca


Bufo & Spallanzani


Pasado negro




Título original: Bufo & Spallanzani
Rubem Fonseca, 1985
Traducción: Basilio Losada




Aviso del editor digital





Al hacer las comprobaciones frente al original en portugués, se encontraron (y corrigieron) errores graves de traducción. Entre otros:
Palabras inexistentes en español: alcohólatras por alcohólicos, desconexa por inconexa, edible por comestible, mistificatorio por mistificador, necroterio por depósito de cadáveres, zigomas por pómulos, zumbí por zombi…
Traslados defectuosos: batiendo por latiendo, cata por caza, tela por pantalla, Crucero del Sur por Cruz del Sur (constelación), minero por mineiro (gentilicio), spala por el italiano spalla (perdiendo la relación con el título), hiponga por hippionga (respetando más el original riponga, pronunciación peyorativa de hippie), «se quedó mirando para mí y para Minolta» por «se nos quedó mirando»…
Desconocimiento de flora y fauna tropical: papaia por papaya, següís por titís, garduños por tigrillos, quatís por coatís…
Asimismo, se restituyó del texto portugués:
Ortografía de nombres propios: Flávio, Albuquerque, Afrânio, Aurélio, Baran, Benjamim, Piraquê, Sílvio
Días y años expresados con números, no palabras (recomendación RAE, además).
Un cambio innecesario e imperdonable: cuando el narrador cita una línea de «Jane Eyre, Brontë», el traductor pone «Orgullo y prejuicio, Austen» (y el texto sí corresponde al primero).
Que disfruten la obra.
jugaor [ePubLibre]




I - FOUTRE TON ENCRIER







1





«HAS hecho de mí un sátiro (y un hambrón), por eso me gustaría seguir agarrado a tus espaldas, como Bufo y, como él, podría tener mi pierna carbonizada sin llegar a perder esta obsesión. Pero tú, ahora que estás saciada, quieres que yo vuelva a hablar de Madame X. Muy bien, sea. Pero antes quiero contar un sueño que tuve últimamente.
»En mi pesadilla, aparece Tolstói vestido de negro, con sus largas barbas descuidadas, diciendo en ruso: “Para escribir Guerra y paz hice este gesto doscientas mil veces”; y tiende la mano, descarnada y blanca como la cera de una vela, que no sale entera de la ancha manga del levitón, y hace el movimiento de mojar una pluma en un tintero. Ante mí, sobre una mesa, hay un tintero de metal brillante, una pluma grande, probablemente de ganso y una resma de hojas de papel. “Anda —dice Tolstói—, ahora te toca a ti”. Me atraviesa una sensación desgarradora, la certeza de que no conseguiré extender la mano centenares de miles de veces para mojar aquella pluma en el tintero y llenar páginas vacías de letras y palabras y frases y párrafos. Entonces, se apodera de mí la convicción de que moriré antes de realizar ese esfuerzo sobrehumano. Despierto afligido y trastornado, y paso en vela el resto de la noche. Como sabes, no consigo escribir a mano, como deberían escribir todos los escritores, según el idiota de Nabokov.
»Me preguntabas cómo puedo ser tan pródigo, malgastando tanto tiempo con las mujeres. Mira, nunca entendí a Flaubert cuando decía: “reserve ton priapisme pour le style, foutre ton encrier, calme-toi sur la viande… une once de sperme perdue fatigue plus que trois litres de sang”. No jodo a mi tintero; no obstante, en compensación, no tengo vida social, no descuelgo el teléfono, no respondo a las cartas, sólo reviso mi texto una vez, cuando lo reviso. Simenon tiene, o tenía, tantas amantes como yo, quizá más, y escribió una enorme cantidad de libros. Sí, es verdad, apenas malgasto tiempo —lo de la esperma es otra cosa— con las mujeres, gasto también dinero, pues soy, como tú, generoso. Por otra parte, la necesidad de dinero es gran propiciadora de las artes.
»¿Puedo confesar una cosa? Me ha venido de repente un sueño terrible y, si no te molesta, voy a echarme un rato. No, no voy a soñar con Tolstói, no me invoques esa calamidad. ¿Sabes lo que dijo el ruso, después de mojar la pluma tantas veces en el tintero?: “La difusión de material impreso es el arma más poderosa de la ignorancia”. Tiene gracia.
»¿Quieres ver el retrato de Madame X? Nos prometimos que yo siempre te contaría todo con la mayor franqueza, pero que no te daría nombres, ni te enseñaría retratos, ni te dejaría leer las cartas. Con Madame X la cosa no fue distinta de lo que me ocurrió con las demás: me enamoré de ella en cuanto la vi, y eso no deja de ser culpa tuya, pues fuiste tú quien me despertó para el amor. Madame X no era una mujer opulenta, pero su cuerpo era espléndido: piernas, nalgas y senos eran perfectos. Su pelo, aquel día, estaba sujeto en un moñete tras la cabeza, dejando aparecer el rostro y el cuello en toda su blancura. Se movía con elegancia y magnetismo por el salón en el que yo, estremecido, la contemplaba. Era un vernissage y el pintor, el amo de la fiesta, andaba haciendo carantoñas de manera servil. Yo acababa de publicar Muerte y deporte (Agonía como esencia), atacando la glorificación del deporte competitivo, esa forma de preservación institucionalizada de los impulsos destructivos del hombre, ritual obsceno y belicista, abominable metáfora de la carrera armamentista y de la violencia entre pueblos e individuos. ¿Hay algo más grotesco que esos montajes hormonales fabricados en los laboratorios deportivos, las enanas simiescas de las barras asimétricas, los gigantes, de ambos sexos, de constitución bovina y mirada imbécil, tirando pesos y martillos al aire? Está bien, está bien, volvamos a Madame X.
»Se sentó para asistir a una exhibición de diapositivas, apoyó el recto espinazo en el respaldo de la silla y cruzó las piernas dejando asomar las rodillas. Llevaba un vestido de seda, y el tejido fino delineaba sus muslos de forma atractiva. Sentí ganas de arrodillarme a sus pies (véase M. Mendes) pero me pareció mejor un abordaje convencional. Todas las diapositivas eran de cuadros de Chagall. “¿Te gusta Chagall?”, pregunté en la primera oportunidad. Respondió que sí. “Toda esa gente volando”, dije, y ella respondió que Chagall era un artista que creía sobre todo en el amor. En su mano izquierda, en el anular, había un aro de diamantes. Tendría unos treinta años y debía de llevar cinco de casada, que es cuando las mujeres empiezan a darse cuenta de que el matrimonio es algo opresivo, morboso incluso, inicuo y agotador; aparte de las carencias sexuales que tienen que sufrir, pues los maridos ya se han cansado de ellas. Una mujer de ésas es presa fácil, se ha acabado el sueño romántico, quedan la desilusión, el tedio, la perturbación moral, la vulnerabilidad. Entonces aparece un libertino como yo y seduce a la pobre mujer. Allí había alguien que creía en el amor. “Que nul ne meure qu’il n’ait aimé” (véase Saint-John Perse), dije. El francés puede que sea una lengua muerta, pero funciona muy bien con las burguesas. “Desgraciadamente, el mundo no es como los poetas quieren”, dijo ella. La invité a cenar, vaciló y acabó aceptando comer conmigo. Era la primera vez que iba a un restaurante con un hombre que no fuese su marido.
»El marido era un hombre adinerado y con prestigio social. Su matrimonio, como he dicho, había llegado a aquel punto en que la rutina había llevado al tedio y el tedio a la apatía y la apatía a la ansiedad, y luego a la incomprensión, a la aversión y todo lo demás. Ella intentó invertir este proceso viajando con el marido a la India, a China, yendo cada vez más lejos, como si no los acompañaran sus problemas. Compró el marido una hacienda cercana (la otra que poseían estaba en el Mato Grosso), les dio la mamadera a los cabritillos unas tres veces, y luego dejó de gustarle aquello. Intentó tener hijos, pero era estéril; se dedicó a la beneficencia y entró en la directiva de una asociación destinada a recuperar prostitutas y mendigos.
»El primer día en que comimos juntos, prácticamente no probó bocado. Bebió una copa de vino. Hablamos de libros, y ella dijo que no le gustaba la literatura brasileña y admitió cándidamente que no había leído ninguno de mis libros, lo que destruye tu teoría, querida mía, de que estaba deslumbrada por el escritor. Le pregunté cuál era su novelista preferido, y citó a Moravia. Había leído La vita interiore y L’amante infelice, en el idioma original, insistió. El que hubiera mencionado a Moravia me dio la oportunidad que esperaba para hablar del sexo. Le dije que yo contemplaba el sexo, en la vida y en la literatura, igual que Moravia, es decir, algo que no debe ser pervertido por la metáfora, aunque sólo sea por el hecho de que no hay nada que se le parezca o le sea análogo. Desarrollé este razonamiento astuto que desembocó naturalmente en el terreno de las consideraciones de orden personal. Los viejos y manidos temas de la libertad sexual, de la pasión sin posesión, del hedonismo, del derecho al placer, fueron hábilmente abordados por mí. Eran las cinco de la tarde y aún seguíamos en el restaurante, hablando mucho los dos, sin parar, creo que no hubo ni un solo segundo de silencio entre los dos. Recuerdo que, en un momento determinado, me preguntó qué diferencia hay entre el sexo practicado por dos personas que se aman y el realizado por dos personas que sólo se desean. Respondí: “Confianza, las personas que se aman saben que pueden confiar el uno en el otro”. Para una mujer casada, que contempla por primera vez la posibilidad de tener una aventura amorosa, no existe frase más excitante y tranquilizadora.
»Nuestro primer encuentro, en mi piso, fue algo dantesco. Yo estaba loco de deseo y ella me miraba con los ojos muy abiertos, pasmada y jadeante. Tuve que quitarle la ropa y tumbarla desnuda en la cama, suntuosa, el pelo negro y la piel blanca relucientes, y entonces ocurrió algo aterrador: mi pene quedó inerte, se encogió. No puede ocurrirle al hombre desgracia mayor. Empecé a sudar de pánico, besándola, acariciándola de una manera angustiosa que no hacía más que aumentar mi impotencia. Ella intentó ayudarme, pero se puso también nerviosa, y se asustó, pues pensaba, como me dijo luego, que había alguien oculto bajo la cama. Se levantó y fue al cuarto de baño. Me quedé en la cama, manoseándome desesperado el pene, inútilmente, durante largo tiempo, hasta que me eché a llorar. Imagínate, un hombre gordo y desnudo llorando tendido en la cama, intentando afanosamente que se le enderece el cacharro. Al fin, enjugué los ojos, me puse la bata y fui a ver qué estaba haciendo en el cuarto de baño.
»Estaba sentada en la tapa del retrete, con las piernas cruzadas, desconsolada, mirándose las uñas, medio acurrucada; hasta una barriguita adiposa surgía en su vientre impoluto; se le había corrido la pintura de los ojos y se me quedó mirando patéticamente. Encendí el gas del calentador, pensando quizá que un baño nos purificaría, nos haría olvidar aquel horror y volvería a llenar de sangre mi pene. Súbitamente, el calentador explotó (véase Fonseca). Me tiré sobre ella para protegerla, caímos al suelo y, en aquel infierno de fuego y humo, nuestros cuerpos se conciliaron en una cópula excelsa y delirante. Hasta la noche no me di cuenta de que tenía el cuerpo lleno de quemaduras. Creo que fue entonces cuando decidí, al comprobar la superioridad del orgasmo sobre el dolor, escribir Bufo & Spallanzani. Hasta con el cuerpo embadurnado de picrato, dejando jirones de piel en las sábanas, empecé a encontrarme con ella todos los días, más potente yo que Simenon y Maupassant juntos.

»Diariamente, hacia la una de la tarde, llegaba a mi casa, tras pasar por el gimnasio, donde hacía sus ejercicios. Mientras no llegaba, yo iba y venía ansioso de un lado a otro, sintiendo con los dedos la erección de mi pene, hablando solo. Cuando aparecía, yo agarraba su cuerpo con fervor demente y jodíamos en pie, en el hall, sin que se hubiera quitado la ropa, metiéndosela por la pernera de las bragas mientras la alzaba sujetándola por el trasero, aplastándola contra la pared. Luego, la llevaba a la cama y nos pasábamos la tarde jodiendo. Hasta entonces no había tenido un orgasmo en su vida. En las pausas le leía poemas. Le gustaba particularmente uno de Baudelaire que habla de un cunnilingus, “la très-chère était nue, et, connaissant mon coeur”, etc. Siempre le leía el poema cuando acabábamos de echar un polvo, exactamente como hago contigo, amor mío. Ahora, déjame dormir».

jueves, 9 de agosto de 2018

Thomas de Quincey. Confesiones de un comedor de opio inglés. Fragmento 7.

Ahora cambió la naturaleza de las aguas; los lagos translúcidos, brillantes como un espejo, se convirtieron en mares y océanos. Sobrevino un cambio tremendo que, al irse desenvolviendo lentamente durante muchos meses como un rollo de pergamino, me anunció un perpetuo tormento; así fue, en efecto, y ya no me libraría de él sino cuando mi caso llegara a su término. Hasta entonces el rostro humano había intervenido muchas veces en mis sueños, aunque no despóticamente ni con un poder especial de atormentar. Ahora empezó a manifestarse lo que he llamado la tiranía del rostro humano. Tal vez esto tenga su origen en una época de mi vida en Londres. Sea como fuere, ahora el rostro humano empezó a aparecer sobre las aguas agitadas del océano: el mar estaba pavimentado de rostros innumerables vueltos hacia el cielo: rostros implorantes, coléricos, desesperados, que surgían por millares, por miríadas, por generaciones, por siglos —mi agitación era infinita —mi alma se hundía —y se alzaba con el océano.

Mayo 1818
El malayo ha sido un enemigo temible durante varios meses. Cada noche su poder me arrastró a los escenarios de Asia. No sé si en esto los demás comparten mis sentimientos, pero he pensado muchas veces que si me viese obligado a abandonar Inglaterra y a vivir en China, entre costumbres, formas de vida y paisajes chinos, me volvería loco. Las causas de mi horror son muy profundas y seguramente compartiré algunas de ellas con mis lectores. En general el Asia meridional es asiento de imágenes y asociaciones atroces. El hecho de haber sido la cuna de la humanidad bastaría para inspirarnos un vago sentimiento de reverencia, aunque para ello existen además otras razones. Nadie pretenderá que las supersticiones salvajes, bárbaras y caprichosas del África, o de las tribus de salvajes que habitan en otras partes del mundo, lo afectan de la misma manera que las religiones antiguas, monumentales, crueles y refinadas del Indostán, etc. La mera antigüedad de las cosas asiáticas, de las instituciones, historias, formas religiosas, etc., es tan impresionante que para mí la edad inmemorial de la raza y el nombre predomina sobre el sentido de la juventud en el individuo. Un joven chino me parece un hombre antediluviano renovado. Ni siquiera los ingleses, aunque no fueron criados en el conocimiento de esas instituciones, pueden dejar de estremecerse ante la mística sublimidad de las castas que fluyen separadas y se niegan a mezclarse a través de vastísimas extensiones de tiempo; nadie escucha sin temor los nombres del Ganges o el Eufrates. Contribuye en mucho a estos sentimientos el que Asia meridional sea, y haya sido durante miles de años, la región de la tierra más pululante de vida humana, la gran officina gentium. En esas regiones el hombre es una hierba. También los grandes imperios en que siempre se organizó la enorme población de Asia dan mayor sublimidad a las sensaciones que evocan los nombres e imágenes orientales. En China, además de lo que tiene en común con el resto del Asia meridional, me aterran las formas de vida y las costumbres; entre ella y yo se interpone la barrera de una aversión y una falta de simpatía totales, asentada en sentimientos tan profundos que no soy capaz de analizarlos. Anjes viviría con locos o animales irracionales. Todo esto y mucho más de lo que puedo decir, de lo que tengo tiempo para decir, ha de tenerlo presente el lector para comprender el horror inconcebible que me inspiran esos sueños de imaginería oriental, esas torturas mitológicas. En una misma sensación de calor y luz vertical reunía todas las criaturas, pájaros, fieras y reptiles, todos los árboles y plantas, usos y apariencias que se encuentran en todas las regiones tropicales y las congregaba en China o el Indostán. Llevado por sentimientos afines pronto impuse la misma ley a Egipto y todos sus dioses. Monos, papagayos, cacatúas me miraban fijamente parloteando, gruñendo, chillando. Me refugiaba en pagodas y quedaba aprisionado durante siglos en la cúspide o en salas secretas; fui el ídolo, fui el sacerdote, fui adorado, fui sacrificado. Huía de la cólera de Brahma a través de todas las selvas de Asia: Vishnú me odiaba: Siva me tendía una emboscada. De pronto me encontré con Isis y Osiris: algo había hecho, me dijeron, que hacía temblar al ibis y al cocodrilo. Fui sepultado durante mil años en féretros de piedra, junto a momias y esfinges, en las cámaras estrechas que cierran en su corazón las negras pirámides. Me besaron los cocodrilos con besos cancerosos; yací, confundido con todas las indecibles cosas viscosas, entre los juncos y el lodo del Nilo.
Doy al lector una ligera idea de mis sueños orientales, eni los que siempre me sorprendía tanto lo monstruoso del escenario que durante un momento el horror parecía absorbido en el puro asombro. Tarde o temprano un reflujo del sentimiento ahogaba el asombro y me dejaba menos espantado que poseído por el odio y la abominación ante lo que veía. Sobre cada forma, amenaza y castigo, sobre cada prisión sombría y ciega, se cernía una sensación de eternidad e infinito que suscitaba en mí una opresión semejante a la locura. Tan sólo en estos sueños, con una o dos ligeras excepciones, se manifestaban circunstancias de horror físico. Hasta entonces todos los terrores habían sido morales y espirituales. En estos sueños los principales agentes eran horribles pájaros, serpientes o cocodrilos, sobre todo los últimos. El maldito cocodrilo fue para mí objeto de más horror que casi todos los demás. Por fuerza había de vivir a su lado y (como sucedía siempre en mis sueños) durante siglos. A veces lograba escapar y me encontraba en casas chinas con mesas de bambú, etc. Pronto en todas las patas de las mesas, los sofás, etc., bullía la vida: la cabeza abominable del cocodrilo me acechaba con ojos malignos, multiplicada en mil repeticiones: yo la contemplaba lleno de odio y fascinado. Tanto obsedió mis sueños el horroroso reptil que en muchas ocasiones el mismo sueño se interrumpió de la misma manera: oía las dulces voces de los míos (oigo todo mientras duermo) y me despertaba inmediatamente: era el mediodía y mis hijos habían llegado cogidos de la mano hasta mi lecho para enseñarme sus zapatos de color o sus trajes nuevos o para que los viera vestidos antes de salir. Juro que tan tremenda era la transición del inmundo cocodrilo y otros monstruos y abortos nefandos de mis sueños a la visión de la naturaleza inocente y humana de la infancia que, por una reacción violenta y repentina de la conciencia, me echaba a llorar sin poder contenerme mientras besaba las caras de mis hijos.

Junio 1819


He tenido ocasión de observar en distintas épocas de mi vida que la muerte de los seres queridos y en general la contemplación de la muerte es (ceteris paribus) más conmovedora en el verano que en cualquier otra estación del año. Ello se debe, a mi juicio, a tres razones: la primera que en el verano los cielos visibles parecen mucho más altos, más distantes y (si puede disculparse el solecismo) más infinitos; las nubes por las que el ojo aprecia las distancias del pabellón azul extendido sobre nuestras cabezas son durante el verano más voluminosas y se acumulan en masas más grandiosas e imponentes; en segundo lugar, la luz y la figura del sol que declina y se hunde en el horizonte son mucho más propias para conformar tipos y caracteres del Infinito; y en tercer lugar (ésta es la principal de las razones), la prodigalidad exuberante y desenfrenada de la vida, como es natural, impone con mayor fuerza a la conciencia la idea antagónica de la muerte y la esterilidad invernal de la tumba. Cabe observar de manera general que siempre que dos ideas se hallan vinculadas entre sí por la ley del antagonismo existen, por así decirlo, en virtud de su mutua repulsión y es frecuente que una de ellas evoque la otra. Por ello, cuando paseo a solas en los días interminables del verano, me es imposible proscribir la idea de la muerte; en esa estación la muerte de alguien, si no me afecta más, por lo menos asedia mi pensamiento con un cerco más obstinado. Tal vez esta razón, y un ligero incidente que omito, sean las causas más próximas del sueño que voy a contar, aunque siempre debí estar predispuesto a él, pues desde el momento en que apareció ya no volvió a dejarme nunca, si bien se dividía en mil variedades fantásticas, que de pronto se reunían para componer otra vez el sueño original.
Creía que era la mañana de un domingo de mayo, el Domingo de Pascua y a una hora muy temprana. Me parecía estar a la puerta de mi propia casa. Ante mí tenía la misma vista que en realidad se divisaba desde ese lugar, pero exaltada y solemnizada, como suele ocurrir, por el poder de los sueños. Eran las mismas montañas y a sus pies el mismo valle encantador, pero las montañas levantadas a una altura más que alpina y entre ellas un espacio mucho mayor de prados y bosques; en los setos florecían muchas rosas blancas y no se veía criatura viviente con excepción de unas cuantas vacas descansando tranquilamente en torno a las verdes tumbas del cementerio rural, sobre todo junto a la tumba de una niña a quien ye amé con ternura: la escena era igual a la que en verdad viera cuando murió la niña una mañana de ese verano, poco antes de salir el sol. Miré ese cuadro que conocía tan bien y tuve la impresión de que hablaba conmigo mismo en voz alta y decía «Falta mucho para que salga el sol; es Domingo de Pascua, día en que se celebran los primeros frutos de la resurrección. Saldré a caminar; hoy olvidaré mis viejos dolores; el aire es quieto y fresco, altas las montañas que se elevan hasta el cielo y los claros del bosque tan silenciosos como el cementario; lavaré con rocío la fiebre que me abrasa la frente y dejaré de ser desgraciado.» Me di vuelta para abrir la puerta del jardín e inmediatamente, sobre mi izquierda, vi una escena muy distint que el poder de los sueños armonizaba con la otra. El cuadr era oriental; también era un Domingo de Pascua a una hor muy temprana de la mañana. A gran distancia, como una mancha en el horizonte, distinguía los domos y cúpulas de una gran ciudad, imagen o leve abstracción vista quizá cuando era niño en un grabado de Jerusalén. A tiro de ballesta de donde me hallaba, sentada en una piedra y a la sombra de palmas de Judea, había una mujer; la miré y era —¡Ann! Fijó en mí la mirada gravemente y al cabo le dije: «Por fin te he encontrado.» Esperé, pero no me respondió una sola palabra. Su rostro era el mismo de la última vez que la vi y, sin embargo, muy diferente. Diecisiete años antes, cuando a la luz de la lámpara que le caía en la cara besé por última vez sus labios (labios que para mí no eran impuros, Ann) se le llenaron los ojos de lágrimas: ahora esas lágrimas habían sido enjugadas; me parecía más hermosa que antes, pero en todo lo demás era la misma y no había envejecido. La mirada era tranquila aunque de una extraordinaria solemnidad de expresión; la contemplé asombrado, de pronto sus facciones comenzaron a borrarse y, al volverme hacia las montañas vi la niebla que se precipitaba entre nosotros; un instante después todo se había desvanecido; me envolvió la oscuridad y, en un abrir y cerrar de ojos, me encontré lejos de las montañas, caminando otra vez junto a Ann bajo las farolas de la calle de Oxford, tal como caminamos diecisiete años antes, cuando ambos éramos niños.

Como último ejemplo, citaré un caso distinto, de 1820.
El sueño comenzó con una música que ahora oía a menudo en mis sueños: una música de preparación y creciente ansiedad, una música como la primera parte del Himno de la Coronación que, al igual que éste, daba la impresión de una gran marcha —de infinitas cabalgatas que se alejaban —del paso de ejércitos innumerables. Había llegado la mañana de un gran día, un día decisivo, última esperanza de la naturaleza humana entonces misteriosamente eclipsada, agitada en una crisis terrible. En algún lugar, no sé dónde —de alguna manera, no sé cómo —unos seres, no sé cuáles, libraban una batalla, un combate, una agonía que se desarrollaba como un gran drama o una composición musical; mi inquietud era tanto más difícil de soportar, puesto que ignoraba el sitio, la causa, la naturaleza, el posible resultado de la lucha. Como suele ocurrir en los sueños en los que por necesidad nos hacemos el centro de todo movimiento, yo tenía y no tenía poder para decidir el combate. Lo tenía si lograba hacer un esfuerzo de voluntad y sin embargo no lo tenía, pues pesaban sobre mí veinte Atlánticos o la opresión de una culpa inexpiable. Yacía inmóvil en «abismos que no tocó la sonda». Luego, como en un coro, la pasión se hizo más profunda. Algo aún más grave estaba en juego; una causa más grandiosa de la que nunca defendiera la espada o proclamara la trompeta. De pronto sonaron alarmas: confusión, desorden: agitación de una multitud incontable que huye, no sé si del bando bueno o del malo: luces y sombras: tempestad y rostros humanos: y al final, con la sensación de que todo se ha perdido, formas femeninas, los rasgos que más quiero en el mundo y, sólo durante un momento, las manos entrelazadas en el dolor de la despedida y luego —¡los eternos adioses! y con un suspiro, como suspiraron las cavernas del infierno cuando la madre incestuosa pronunció el nombre aborrecido de la muerte, el sonido quedó resonando —¡los eternos adioses! y otra vez y aún otra vez resonando —¡los eternos adioses! t Y desperté forcejeando y grité «¡No dormiré más!»
Pero debo poner punto final a un relato que ha alcanzado ya una extensión excesiva. Dentro de límites más espaciosos hubiera sido posible desarrollar mejor los materiales que he utilizado y añadir con eficacia muchos que he omitido. Sin embargo, tal vez lo dicho sea suficiente. Aún me queda por explicar cómo, finalmente, este conflicto de horrores llegó a su crisis. El lector ya sabe (por haberlo leído al comienzo de la introducción a la primera parte) que, de una u otra manera, el comedor de opio «ha desatado, casi hasta el último eslabón, la maldita cadena que lo aprisionaba». ¿De qué modo? Contar esto, como en un principio fue mi intención, me llevaría a exceder con mucho el espacio de que ahora dispongo. Es una suerte que haya tan buenas razones para abreviar pues, bien mirado, me hubiera sido muy penoso alterar con detalles poco interesantes la impresión que deja la historia, en cuanto es un llamado a la sensatez y la conciencia de todo comedor de opio no confirmado, y aun disminuir el efecto de composición artística (si bien esta consideración es muy secundaria). El lector advertido no se interesará en el tema de los ensalmos fascinantes sino sobre todo en el poder de fascinación. El verdadero protagonista de la historia y el centro legítimo en torno al cual gira el interés no es el comedor de opio sino el opio. Mi propósito fue demostrar la eficacia maravillosa del opio para el placer y para el dolor: si lo he conseguido la acción de la pieza ha terminado.
No obstante, como a pesar de todas las leyes en contrario no faltarán personas que sigan preguntando lo que ocurrió con el comedor de opio y en qué estado se encuentra ahora, respondo por él lo siguiente: como sabe el lector, desde hacía tiempo el opio no fundaba su imperio en los lazos del placer sino que mantenía su dominio únicamente a causa de las torturas asociadas a los intentos de abjurar de él. Sin embargo, puesto que la no revocación del tirano entrañaba otras torturas, que cabe suponer no menos graves, sólo restaba elegir entre dos males y más valía aquel que, por más terrible que fuese en sí mismo, prometía en última instancia la restauración de la felicidad. El razonamiento parece irrefutable, pero la buena lógica no daba al autor las fuerzas para aplicarlo. Sin embargo, en la vida del autor sobrevino una crisis, una crisis que afectaba a personas que le son y le serán siempre más queridas que la propia vida, aun cuando ésta vuelva a ser feliz, y comprendió que moriría si seguía usando el opio: por consiguiente, decidí que, en caso de ser necesario, moriría tratando de librarme de él. No puedo decir la cantidad que tomaba entonces, pues me serví del opio que compraba para mí un amigo, que luego se negó a que le pagara, de modo que ni siquiera pude precisar la cantidad que usé durante el año. Entiendo que lo tomaba muy irregularmente y que pasaba de cincuenta o sesenta granos a ciento cincuenta por día. Para comenzar traté de bajar a cincuenta, a treinta y, lo antes posible, a doce granos.
Triunfé: pero no creas, lector, que con ello acabaron mis sufrimientos, ni me imagines sumido en un estado de depresión. Cree más bien que ya habían pasado cuatro meses y aún seguía agitado, adolorido, tembloroso, palpitante, deshecho, en una condición muy semejante, quizá, a la de quien ha sido torturado en el potro, si no recuerdo mal la conmovedora relación de ese suplicio que nos dejó una víctima del todo inocente1 (de la época de Jaime I). Entretanto no me aprovechaba ninguna medicina, con excepción de la que me recetó un médico eminentísimo de Edimburgo, la tintura amoniatada de valeriana. Por lo tanto, no es mucho lo que puedo decir, desde el punto de vista médico, acerca de mi emancipación, y aun la escasa relación que pudiera ofrecer al lector, en boca de un hombre tan ignorante de la medicina como yo, no haría probablemente sino inducirle a error. En todo caso tales explicaciones no se hallarían aquí en su lugar. La moraleja de mi narrativa se dirige al comedor de opio y, por consiguiente, es de aplicación necesariamente limitada. Si aprende a temer y a temblar bastante se habrá conseguido. Desde luego, podría decir que la conclusión de mi caso demuestra, por lo menos, que después de usar opio durante diecisiete años, y abusar de sus poderes durante ocho, todavía es posible renunciar a él, y que tal vez mi lector pondrá en ello más energía que yo, o bien, siendo de constitución más robusta que la mía, obtendrá iguales resultados con menos esfuerzos. Bien puede ser: no me atrevería a comparar los esfuerzos de los demás con los míos; le deseo, con toda sinceridad, mayor energía y le deseo el mismo éxito. Con todo, quizá yo tuve incentivos exteriores que a él, por desgracia, pueden faltarle y que me dieron puntos de apoyo más firmes de los que ofrecen los intereses meramente personales a una mente debilitada por el opio.
Jeremy Taylor conjetura que nacer puede ser doloroso como morir; lo creo probable: mientras duró el período en que reduje la cantidad de opio sufrí los tormentos de un hombre que pasa de una forma de existencia a otra. El resultado no fue la muerte sino una especie de regeneración física y puedo añadir que, desde entonces, he sentido restaurarse en mí fuerzas más que juveniles, aunque estoy sometido a la presión de dificultades que, en un estado de ánimo menos feliz, llamaría desgracias.
Todavía subsiste un recuerdo de mi condición anterior y es que mis sueños no son perfectamente tranquilos; aún no han cesado por entero la temible furia y agitación de la tormenta; las legiones acampadas en ellos se están retirando, pero no todas han partido; mi sueño sigue siendo tumultuoso y, tal las puertas del Paraíso que nuestros primeros padres se volvían a mirar desde lejos, todavía se hallan (según el tremendo verso de Milton):

Llenos de caras terribles y brazos de fuego.

Apéndice
Habiendo decidido los propietarios de esta pequeña obra imprimirla nuevamente, conviene dar aquí alguna explicación de por qué no apareció la Tercera Parte prometida en el número de la London Magazine de diciembre pasado; sobre todo porque, de no ser así, los propietarios, bajo cuya garantía se hizo dicha promesa, podrían compartir la culpa —poco o mucha— que se asigne al incumplimiento. El autor, llevado por un simple sentido de justicia, asume enteramente esta responsabilidad. El peso exacto de la culpa que toma sobre sí es, a su juicio, cuestión oscurísima y ninguno de los maestros de casuística consultados al efecto ha logrado alumbrarla gran cosa. De un lado parece aceptado que, en general, una promesa es obligatoria en relación inversa al número de personas a quienes se hace; por esta razón vemos a muchas personas que violan sin el menor escrúpulo las promesas hechas a toda una nación y en cambio cumplen religiosamente las obligaciones contraídas en la vida privada, ya que faltar a la palabra empeñada cuando la otra parte es más fuerte entraña cierto riego; por lo demás, las únicas partes interesadas en las promesas de un autor son sus lectores, y la modestia exige que todo autor crea tener muy pocos, o quizá sólo uno, en cuyo caso cualquier promesa impone tal santidad a las obligaciones morales que asusta pensar en ellas. Pero, dejando de lado la casuística, el autor se somete a la consideración indulgente de aquellos que pudieran sentirse ofendidos por su demora, exponiéndoles la siguiente relación de su estado de salud desde fines del año pasado, en que asumió el compromiso, hasta casi este momento. Para disculparle bastaría decir que un sufrimiento físico intolerable le hacía incapaz de cualquier ejercicio intelectual, sobre todo de los que requieren y suponen un estado de ánimo tranquilo y placentero; no obstante, como es posible que el caso constituya una modesta aportación a la historia médica del opio, pues ilustra una fase de su acción más avanzada que las que por lo general se señalan a la atención de los especialistas, el autor ha creído que algunos lectores encontrarían aceptable una exposición más detenida. Fiat in experimentum corpore vili es una norma justa cuando existe la presunción razonable de obtener un gran beneficio; cuál sea este beneficio está sujeto a dudas, pero no cabe duda alguna en cuanto al valor del cuerpo, puesto que el autor confiesa con entera libertad que no puede haber cuerpo más ruin que el suyo, se enorgullece en considerarlo el ideal mismo de un sistema de humanidad bajo, disparatado y despreciable, y se asombra de que estuviese destinado a mantenerse a flote durante más de un par de días en medio de las tormentas y el deterioro normal en el mar de la vida; aún más, si ésta fuese una manera decente de disponer de los cuerpos, reconoce que casi le daría vergüenza legar su escuálida estructura a cualquier perro digno de respeto. Pero volvamos a nuestro tema que, a fin de evitar el constante recurso a perífrasis tan enojosas, el autor se tomará la libertad de exponer en primera persona.

Quienes leyeron las Confesiones las habrán terminado con la impresión de que yo había renunciado completamente al uso del opio. Esta es la impresión que quería dar, y ello por dos razones: la primera, porque el hecho mismo de registrar voluntariamente tal estado de sufrimiento entraña la facultad de examinar el propio casó, como lo haría un espectador desinteresado, así como la energía para describirlo de manera cabal, cualidades que sería absurdo suponer en una persona que está padeciendo en ese momento; la segunda, porque, habiendo bajado de una cantidad tan grande como 8.000 gotas a una tan pequeña (en comparación) como es una cantidad que oscilaba entre 300 y 160 gotas, bien podía suponer que la victoria era mía. Así pues, al permitir que mis lectores pensaran en mí como en un comedor de opio reformado, no hacía sino dar una impresión que yo mismo compartía y, según podrá apreciarse, aun esta impresión provenía del tono general de la conclusión y no de las palabras empleadas, que en ningún caso eran contrarias a la verdad más estricta. No había pasado mucho tiempo desde que escribiera ese texto cuando comprendí que el esfuerzo que todavía quedaba por hacer me costaría mucha más energía de la prevista. La necesidad de emprenderlo se tornaba más evidente a medida que pasaban los meses. En particular, comencé a notar en el estómago una sensación de embotamiento o falta de sensibilidad cada vez mayor, que atribuí a una condición cirrótica, ya formada o en vías de formarse, en dicho órgano. Un médico enminente, a cuya bondad debí entonces muchos favores, me hizo saber que en mi caso este final no era imposible aunque, si seguía usando opio, probablemente se le adelantaría otro desenlace distinto. Por consiguiente, decidí abjurar totalmente del opio en cuanto tuviese libertad para dedicar a tal propósito toda mi atención y energía. Sin embargo, hasta el 24 de junio pasado no se manifestó una coincidencia aceptable de circunstancias. Ese día inicié el experimento, no sin antes jurarme que «estaría a la altura» cualquiera fuese el «castigo». Debo señalar que durante varios meses mi ración había sido de 170 ó 180 gotas: a veces llegaba a 500 y, en una oportunidad, casi a 700; en otros diversos preludios a mi experimento decisivo bajé hasta 100 gotas, pero me fue imposible soportarlo después del cuarto día; añadiré, de paso, que siempre me fue más difícil superar este día que cualquiera de los tres anteriores. Me hice a la mar sin tender todas mis velas: tomé 130 gotas diarias los tres primeros días y el cuarto reduje de golpe la dosis a 80; los tormentos que sufrí me «bajaron los humos» en el acto; me mantuve casi un mes en esta cantidad, con altos y bajos, luego descendí a 60 y al día siguiente a nada. Persistí en mis abstinencia durante noventa horas, es decir, más de media semana. Luego tomé —no me pregunten cuánto: ¿qué hubieran hecho los hombres más severos?— Luego volví a abstenerme; tomé unas 25 gotas; me abstuve, y así sucesivamente.
Entretanto, los síntomas que se presentaron en mi caso durante las seis semanas del experimento fueron las siguientes: enorme irritabilidad y excitación de todo el organismo; plena recuperación de las sensaciones de vitalidad y sensibilidad del estómago, pero con frecuencia grandes dolores; incesante desasosiego, noche y día; en cuanto al sueño, apenas sabía lo que era: dormía a lo sumo 3 horas de las 24, con sueño tan inquieto y ligero que oía los ruidos cercanos; constante hinchazón de la mandíbula inferior; boca ulcerada, y muchos otros síntomas penosos que sería cansado repetir, aunque debo mencionar uno de ellos, pues acompañó siempre a todos los intentos de renunciar al opio: la violencia de los estornudos, que llegaron a ser violentísimos: estornudaba por lo menos dos o tres veces al día y en ocasiones durante dos horas seguidas. Esto no me sorprendió mucho, ya que recordaba haber oído o leído en alguna parte que las fosas nasales están revestidas por una membrana que es una prolongación de la que reviste el estómago, lo cual explica, a mi juicio, el aspecto inflamado que tienen las narices de los bebedores. El hecho de que el estómago hubiese recobrado tan bruscamente su sensibilidad original se manifestaba, supongo, en este forma. También es notable que durante todos los años que tomé opio no atrapase (como suele decirse) un solo resfriado y ni siquiera la más leve tos. Ahora, en cambio, tuve un resfriado muy violento, al que siguió la tos poco más tarde. En un fragmento inconcluso de una carta a….. comenzada entonces, leo estas palabras: «Me pide usted que escriba…….. ………. ¿Conoce usted la pieza de Thierry y Theodoret que escribieron Beaumont y Fletcher? En ella verá usted cómo me encuentro en cuanto al sueño; la descripción tampoco es exagerada en otros aspectos. Le aseguro que en una hora me vienen a la cabeza más ideas de las que tenía en todo un año bajo el reino del opio. Se diría que todas las ideas congeladas desde hace una década por el opio se deshielan a un tiempo, como en la vieja fábula, tal es la multitud que fluye hacia mí de todas partes. Sin embargo, mi impaciencia y mi detestable irritabilidad son tan grandes que por una idea que logro precisar y escribir se me escapan cincuenta. A pesar del cansancio, los sufrimientos y la falta de sueño, no puedo estarme quieto, sea de pie o sentado, durante dos minutos. I nunc, et versus tecum meditare canoros
En esta fase del experimento mandé avisar a un médico vecino mío que viniera a verme. Acudió esa noche y, tras exponerle el caso en pocas palabras, le hice esta pregunta: ¿Si no pensaba que el opio había tenido una acción estimulante sobre los órganos digestivos, y si los dolores de estómago, causa innegable de que no consiguiera dormir, podían deberse a una indigestión? Me respondió que: No, por el contrario, atribuía el dolor a las propias funciones digestivas que, en condiciones normales, no llegan a la conciencia, pero que se habían vuelto perceptibles a causa del estado antinatural del estómago, enviciado por un uso tan prolongado del opio. La opinión era plausible y el carácter ininterrumpido de mis sufrimientos hace que me incline a creerla exacta, ya que si se hubiese tratado de una simple afección irregular del estómago, lo natural hubiese sido que desapareciese de cuando en cuando y que su intensidad fluctuase continuamente. La intención de la naturaleza, manifiesta en el estado de salud, es sin duda que no advertimos todos los movimientos vitales como son la circulación de la sangre, la expansión y contracción de los pulmones, la acción peristáltica del estómago, etc., y parece que el opio, en esto como en otras cosas, es capaz de oponerse a sus propósitos. Por consejo del médico probé licores amargos que durante un breve espacio aliviaron en mucho los males que me aquejaban, pero a partir del cuadragésimo segundo día del experimento, los síntomas ya señalados comenzaron a desaparecer y surgieron otros, distintos y más dolorosos; de estos últimos he seguido sufriendo desde entonces, con unos cuantos intervalos de tranquilidad. Sin embargo, no he de describirlos, por dos razones: 1a, porque la mente se resiste a representar en detalle cualquier padecimiento del cual la separa poco o ningún tiempo: dar al relato el pormenor suficiente para que tuviese utilidad sería infandum renovare dolorem y quizá sin justificación pues, 2.a razón, dudo de que este último estado pueda atribuirse de manera alguna al opio por vía positiva o aún negativa, es decir que haya de contarse entre los últimos males producidos por la acción directa del opio o entre los males más tempranos que inflige la falta de opio en un organismo alterado desde hace tiempo por su uso. Indudablemente, parte de los síntomas se deben a la época del año (agosto) puesto que, si bien el verano no fue muy caluroso, la suma del calor acumulado (si cabe la expresión) durante los meses anteriores, añadido al calor propio del mes, hace que en el mes de agosto caigan los quince días más calurosos del año; por lo demás, la transpiración excesiva que es inevitable cuando se reduce mucho la ración diaria de opio (aunque sea por Navidad) y que durante el mes de julio fue tan violenta que estuve obligado a bañarme cinco o seis veces al día, había cesado completamente cuando emperazon los grandes calores, lo cual aumentó todas las molestias que traía consigo el verano. Otro de los síntomas, que yo en mi ignorancia llamo reumatismo interno (y que a veces me afecta los hombros, si bien casi siempre parece tener su asiento en el estómago), parece deberse también, menos que al opio, a la humedad de la casa en que vivo2, que en esta época del año aumentó al máximo puesto que, como suele ocurrir en nuestra región, la más lluviosa de Inglaterra, julio fue un mes de lluvias incesantes.
En vista de las razones que me asisten para dudar de que el opio tenga alguna relación con la etapa más reciente de mis dolencias (salvo, por cierto, en tanto que causa ocasional, al dejar mi cuerpo más débil y descabellado de lo que era, predisponiéndolo así a cualquier influencia maligna), absuelvo de buena gana al lector de toda descripción: perezca esa época para él, y ojalá pudiera decir con la misma facilidad, perezca en mis propios recuerdos, a fin de que un ideal demasiado vívido de las congojas humanas no venga a trastornar en el futuro mis horas de tranquilidad.
Esto por lo que toca a las consecuencias de mi experimento; en cuanto a la primera etapa, que en realidad conforma dicho experimento, y su aplicación a otros casos, debo pedir al lector que no olvide las razones por las que dejo testimonio de ella, que son dos: en primer lugar, la idea de que podría hacer un aporte, aunque insignificante, a la historia del opio en tanto que agente médico; en esto tengo conciencia de no haber cumplido mis propias intenciones debido al letargo mortal, el malestar físico y la extrema repugnancia ante el tema que me asaltaron mientras escribía esa parte de mi texto, que ahora ya no cabe corregir o mejorar, puesto que la envié de inmediato a la imprenta (distante de mi casa en unos cinco grados de latitud). Sin embargo, es evidente que esta relación, a pesar ele su incoherencia, puede ser de gran provecho a quienes más se interesan en la historia del opio —es decir, a los comedores de opio en general—, pues demuestra, para su aliento y consuelo, que es posible renunciar al opio disminuyendo la cantidad con bastante rapidez3 sin que los sufrimientos exqedan lo que es capaz de soportar un hombre de fuerza de voluntad corriente.
Informar sobre el resultado de mi experimento era el primero de mis propósitos. En segundo lugar, mi intención colateral era explicar las razones por las cuales me resultó imposible componer una Tercera Parte a tiempo para que figurase en la presente publicación puesto que, justamente mientras llevaba a cabo el experimento, me enviaron de Londres las pruebas de página de esta reimpresión, y tal fue mi incapacidad para aumentarlas o mejorarlas que ni siquiera tuve paciencia para leerlas con bastante atención como para advertir las erratas o corregir los errores de impresión. Estas han sido las causas de que molestase al lector con un relato, largo o corto, de los experimentos relativos a un sujeto tan verdaderamente abyecto como es mi propio cuerpo, e insto al lector a que no las olvide y a que no me juzgue tan mal como para creer que si me rebajé a un tema tan innoble fue por el interés que pudiera tener o por cualquier otra razón que no fuese el beneficio general. Bien sé que existen valetudinarios que se observan a sí mismos; conozco al animal; yo mismo me he encontrado con él alguna vez; sé que es el peor de los heautontimoroumenos que pueda imaginarse y que, al llevarlos a la luz de la conciencia, mantiene y agrava todos los síntomas que quizá de otra manera —dando al pensamiento una dirección distinta— se desvanecerían. En lo que a mí respecta, siento un desprecio tan profundo ante costumbres tan ruines y egoístas que rebajarme a ellas sería como si perdiese el tiempo en espiar a la pobre sirvienta a quien en este momento, lo estoy oyendo, enamora un galán en la parte de atrás de la casa. ¿Cómo puede un filósofo transcendental sentir ninguna curiosidad en ocasiones semejantes? ¿Cómo imaginar que me sobra ocio para tales trivialidades si mi vida no vale una inscripción de ocho años y medio de renta? Para zanjar definitivamente la cuestión, voy a decir algo que tal vez escandalice a algunos lectores si bien, teniendo en cuenta los motivos que me animan, estoy convencido de que no debiera ser así. Creo que nadie pierde el tiempo con los fenómenos de su propio cuerpo a menos que sienta por él cierta consideración en tanto que, como advierte el lector, lejos de sentir gusto o estimación de ninguna clase por el mío, yo lo detesto y lo hago objeto del escarnio y el desprecio más amargos, y no me desagradaría saberlo objeto de las últimas indignidades que inflige la ley a los cadáveres de los peores malhechores. En prueba de la sinceridad de lo que digo me permito hacer la siguiente oferta. Tengo, al igual que todo el mundo, ciertas ideas sobre el lugar en que me gustaría ser enterrado; como he vivido casi siempre en la sierra me inclino a pensar que una tumba en un verde cementerio, entre las montañas antiguas y solitarias, es un lugar de descanso más sublime y sereno para el filósofo que cualquiera de los horribles Gólgotas de Londres. No obstante, si los caballeros de la Escuela de Medicina creen que podría ser de algún provecho para su ciencia examinar el cuerpo de un comedor de opio, no tienen más que pronunciar una sola palabra y me ocuparé de que el mío les sea transferido legalmente —esto es, una vez que yo haya terminado con él—. Que no titubeen en expresar sus deseos, llevados por escrúpulos de falsa delicadeza y consideración a mis sentimientos: les aseguro que me harán demasiado honor si utilizan en sus «demostraciones» un cuerpo tan disparatado como el mío, y yo he de sentirme muy contento anticipando esta venganza y ofensa postumas impuestas a lo que ha sido en vida causa de tantos padecimientos. Tales legados no son frecuentes; más aún, en muchos casos es peligroso anunciar los bienes que han de transferirse como consecuencia de la muerte del testador: de ello tenemos un ejemplo notable en las costumbres de un príncipe romano quien, al ser notificado de que unas personas de gran fortuna le habían dejado una hermosa propiedad en sus testamentos, expresaba su entera satisfacción ante tales arreglos y aceptaba generosamente los reales legados: pero si los testadores omitían el darle posesión inmediata de sus bienes, si traidoramente «persistían en vivir» (si vivere perseverant como dice Suetonio) montaba en cólera y tomaba las medidas del caso. No nos sorprende tal conducta en esos tiempos y en uno de los peores Césares, pero estoy seguro que en los médicos ingleses de nuestra época no he de advertir muestras de impaciencia, ni de ningún otro sentimiento que no provengan de ese amor desinteresado por la ciencia y sus intereses que me induce a formular este ofrecimiento.
30 de septiembre de 1822

1 Villiam Luthgow: su libro (Viajes, etc.) es mal escritor y pedante, pero la relación de sus propios sufrimientos en el potro de Málaga es de una emoción sobrecogedora.
2 Al decir esto no tengo la intención de faltar al respeto a mi casa, y el lector lo comprenderá mejor si le digo que, salvo una o dos mansiones principescas y unas cuantas menos ilustres que han ido revestidas de cemento, no conozco en este distrito montañoso ninguna casa que sea por completo impermeable. En nuestro condado aplicamos principios exactos a la arquitectura de los libros, me precio de ello, pero la otra arquitectura se halla en estado de barbarie y, lo que es peor, en situación retrógrada.


3 En cuanto a esto, señalaré que yo disminuí la cantidad con demasiada rapidez, lo cual agravó innecesariamente el sufrimiento o, más bien, que no lo hice en forma tan constante y graduada como debía. En fin, para que el lector pueda juzgar por sí mismo, y sobre todo para que el comedor de opio que se está preparando a retirarse de los negocios tenga ante sí toda clase de informaciones, presento aquí mi diario:

Primera Semana Segunda Semana
Gotas de Laud. Gotas de Laud.
Lunes 24 de Jun.. 130 Lunes Julio 1 ... 80
25 ... 140 2 ... 80
26 ... 130 3 ... 90
27 ... 80 4 ... 100
28 ... 80 5 ... 80
29 ... 80 6 ... 80
30 ... 80 7 ... 80
Tercera Semana Cuarta Semana
Lunes Julio 8 ... 300 Lunes Julio 15 ... 76
9 ... 50 16 ... 73.5
10 } 17 ... 73.5
11 } Hiatus en 18 ... 70
12 } MS. 19 ... 240
13 } 20 ... 80
14 ... 76 21 ... 350
Quinta Semana
Lunes Julio 22 ... 60
23 ... nada.
24 ... nada.
25 ... nada.
26 ... 200
27 ... nada.

¿Qué significan, preguntará tal vez el lector, esas bruscas recaídas a cifras como 300, 350, etc.? El impulso a dichas recaídas fue la simple flaqueza de ánimo; el motivo, cuando al impulso se unió un motivo, fue el principio de reculer pour mieux sauter (pues, con la languidez inducida por una dosis mayor, el estómago quedaba luego satisfecho con una cantidad más reducida y, al despertar, se encontraba acostumbrado, en cierta medida, a la nueva ración), o bien este otro principio: que a igualdad de sufrimientos, se resisten mejor aquellos a los que se hace frente con cólera y así, cada vez que aumentaba mucho la dosis, al día siguiente me sentía furioso y hubiera soportado cualquier cosa.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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