Rubem
Fonseca
(Brasil,
1925)
Escritor,
profesor universitario, periodista y crítico de cine brasileño
nacido en Juiz de Fora, Estado de Minas Gerais. Estudió Derecho en
Río de Janeiro, especializándose en Derecho Penal, y Administración
en las Universidades de Nueva York y Boston. Es autor de los libros
de cuentos Los prisioneros (1963), su primera obra con 38 años y El
collar de perro (1965), de las novelas El caso Morel (1973), que
convocaría los elogios de la crítica y que sería confiscada por la
policía, El gran arte (1983), que le daría pleno reconocimiento
mundial, Bufo y Spallanzani (1986), Vastas Emociones y Pensamientos
Imperfectos (1988), donde rinde homenaje al gran cuentista ruso Isaac
Babel, Agosto (1990) y Romance Negro y otras historias (1995), y de
los volúmenes de relatos Lucía Mc Cartney (1967), El cobrador
(1970) y Feliz año nuevo (1976). Considerado un narrador
excepcional, su novela El Gran Arte fue llevada al cine en 1991, con
guión del mismo Fonseca, y en el año 2003 le fueron concedidos los
premios literarios Juan Rulfo y Camoes.
Gustavo
Flávio, un hombre que tiene «un pasado negro», descubre el amor y
la literatura y se convierte en un novelista famoso. Pero un día, la
millonaria Delfina Delamare aparece muerta en su automóvil. En la
guantera del coche de la mujer asesinada, un policía curioso
encuentra un libro de Gustavo con una dedicatoria.
Sobre
este turbador esquema inicial, Rubem Fonseca ha construido una de sus
obras más sugestivas, de la que no han cesado de venderse ediciones
en el Brasil desde su aparición en 1985. La presente edición
restituye el título original de este moderno thriller
(publicado anteriormente como Pasado
negro),
una novela divertida, desconcertante y de sorprendente factura,
marcada por la inquietante relación sexo-muerte habitual en el
autor.
Rubem
Fonseca
Bufo
& Spallanzani
Pasado
negro
Título
original: Bufo
& Spallanzani
Rubem
Fonseca, 1985
Traducción:
Basilio Losada
Aviso del editor digital
Al
hacer las comprobaciones frente al original en portugués, se
encontraron (y corrigieron) errores graves de traducción. Entre
otros:
—Palabras
inexistentes en español: alcohólatras
por alcohólicos, desconexa
por inconexa, edible
por comestible, mistificatorio
por mistificador, necroterio
por depósito de cadáveres, zigomas
por pómulos, zumbí
por zombi…
—Traslados
defectuosos: batiendo
por latiendo, cata
por caza, tela
por pantalla, Crucero
del Sur
por Cruz del Sur (constelación), minero
por mineiro (gentilicio), spala
por el italiano spalla
(perdiendo la relación con el título), hiponga
por hippionga
(respetando más el original riponga,
pronunciación peyorativa de hippie), «se quedó mirando para mí y
para Minolta» por «se nos quedó mirando»…
—Desconocimiento
de flora y fauna tropical: papaia
por papaya, següís
por titís, garduños
por tigrillos, quatís
por coatís…
Asimismo,
se restituyó del texto portugués:
—Ortografía
de nombres propios: Flávio,
Albuquerque, Afrânio, Aurélio, Baran, Benjamim, Piraquê, Sílvio…
—Días
y años expresados con números, no palabras (recomendación RAE,
además).
—Un
cambio innecesario e imperdonable: cuando el narrador cita una línea
de «Jane
Eyre,
Brontë», el traductor pone «Orgullo
y prejuicio,
Austen» (y el texto sí corresponde al primero).
Que
disfruten la obra.
jugaor
[ePubLibre]
I - FOUTRE TON ENCRIER
1
«HAS
hecho de mí un sátiro (y un hambrón), por eso me gustaría seguir
agarrado a tus espaldas, como Bufo y, como él, podría tener mi
pierna carbonizada sin llegar a perder esta obsesión. Pero tú,
ahora que estás saciada, quieres que yo vuelva a hablar de Madame X.
Muy bien, sea. Pero antes quiero contar un sueño que tuve
últimamente.
»En
mi pesadilla, aparece Tolstói vestido de negro, con sus largas
barbas descuidadas, diciendo en ruso: “Para escribir Guerra
y paz
hice este gesto doscientas mil veces”; y tiende la mano, descarnada
y blanca como la cera de una vela, que no sale entera de la ancha
manga del levitón, y hace el movimiento de mojar una pluma en un
tintero. Ante mí, sobre una mesa, hay un tintero de metal brillante,
una pluma grande, probablemente de ganso y una resma de hojas de
papel. “Anda —dice Tolstói—, ahora te toca a ti”. Me
atraviesa una sensación desgarradora, la certeza de que no
conseguiré extender la mano centenares de miles de veces para mojar
aquella pluma en el tintero y llenar páginas vacías de letras y
palabras y frases y párrafos. Entonces, se apodera de mí la
convicción de que moriré antes de realizar ese esfuerzo
sobrehumano. Despierto afligido y trastornado, y paso en vela el
resto de la noche. Como sabes, no consigo escribir a mano, como
deberían escribir todos los escritores, según el idiota de Nabokov.
»Me
preguntabas cómo puedo ser tan pródigo, malgastando tanto tiempo
con las mujeres. Mira, nunca entendí a Flaubert cuando decía:
“reserve
ton priapisme pour le style, foutre ton encrier, calme-toi sur la
viande… une once de sperme perdue fatigue plus que trois litres de
sang”.
No jodo a mi tintero; no obstante, en compensación, no tengo vida
social, no descuelgo el teléfono, no respondo a las cartas, sólo
reviso mi texto una vez, cuando lo reviso. Simenon tiene, o tenía,
tantas amantes como yo, quizá más, y escribió una enorme cantidad
de libros. Sí, es verdad, apenas malgasto tiempo —lo de la esperma
es otra cosa— con las mujeres, gasto también dinero, pues soy,
como tú, generoso. Por otra parte, la necesidad de dinero es gran
propiciadora de las artes.
»¿Puedo
confesar una cosa? Me ha venido de repente un sueño terrible y, si
no te molesta, voy a echarme un rato. No, no voy a soñar con
Tolstói, no me invoques esa calamidad. ¿Sabes lo que dijo el ruso,
después de mojar la pluma tantas veces en el tintero?: “La
difusión de material impreso es el arma más poderosa de la
ignorancia”. Tiene gracia.
»¿Quieres
ver el retrato de Madame X? Nos prometimos que yo siempre te contaría
todo con la mayor franqueza, pero que no te daría nombres, ni te
enseñaría retratos, ni te dejaría leer las cartas. Con Madame X la
cosa no fue distinta de lo que me ocurrió con las demás: me enamoré
de ella en cuanto la vi, y eso no deja de ser culpa tuya, pues fuiste
tú quien me despertó para el amor. Madame X no era una mujer
opulenta, pero su cuerpo era espléndido: piernas, nalgas y senos
eran perfectos. Su pelo, aquel día, estaba sujeto en un moñete tras
la cabeza, dejando aparecer el rostro y el cuello en toda su
blancura. Se movía con elegancia y magnetismo por el salón en el
que yo, estremecido, la contemplaba. Era un vernissage
y el pintor, el amo de la fiesta, andaba haciendo carantoñas de
manera servil. Yo acababa de publicar Muerte
y deporte (Agonía como esencia),
atacando la glorificación del deporte competitivo, esa forma de
preservación institucionalizada de los impulsos destructivos del
hombre, ritual obsceno y belicista, abominable metáfora de la
carrera armamentista y de la violencia entre pueblos e individuos.
¿Hay algo más grotesco que esos montajes hormonales fabricados en
los laboratorios deportivos, las enanas simiescas de las barras
asimétricas, los gigantes, de ambos sexos, de constitución bovina y
mirada imbécil, tirando pesos y martillos al aire? Está bien, está
bien, volvamos a Madame X.
»Se
sentó para asistir a una exhibición de diapositivas, apoyó el
recto espinazo en el respaldo de la silla y cruzó las piernas
dejando asomar las rodillas. Llevaba un vestido de seda, y el tejido
fino delineaba sus muslos de forma atractiva. Sentí ganas de
arrodillarme a sus pies (véase M. Mendes) pero me pareció mejor un
abordaje convencional. Todas las diapositivas eran de cuadros de
Chagall. “¿Te gusta Chagall?”, pregunté en la primera
oportunidad. Respondió que sí. “Toda esa gente volando”, dije,
y ella respondió que Chagall era un artista que creía sobre todo en
el amor. En su mano izquierda, en el anular, había un aro de
diamantes. Tendría unos treinta años y debía de llevar cinco de
casada, que es cuando las mujeres empiezan a darse cuenta de que el
matrimonio es algo opresivo, morboso incluso, inicuo y agotador;
aparte de las carencias sexuales que tienen que sufrir, pues los
maridos ya se han cansado de ellas. Una mujer de ésas es presa
fácil, se ha acabado el sueño romántico, quedan la desilusión, el
tedio, la perturbación moral, la vulnerabilidad. Entonces aparece un
libertino como yo y seduce a la pobre mujer. Allí había alguien que
creía en el amor. “Que
nul ne meure qu’il n’ait aimé”
(véase Saint-John Perse), dije. El francés puede que sea una lengua
muerta, pero funciona muy bien con las burguesas. “Desgraciadamente,
el mundo no es como los poetas quieren”, dijo ella. La invité a
cenar, vaciló y acabó aceptando comer conmigo. Era la primera vez
que iba a un restaurante con un hombre que no fuese su marido.
»El
marido era un hombre adinerado y con prestigio social. Su matrimonio,
como he dicho, había llegado a aquel punto en que la rutina había
llevado al tedio y el tedio a la apatía y la apatía a la ansiedad,
y luego a la incomprensión, a la aversión y todo lo demás. Ella
intentó invertir este proceso viajando con el marido a la India, a
China, yendo cada vez más lejos, como si no los acompañaran sus
problemas. Compró el marido una hacienda cercana (la otra que
poseían estaba en el Mato Grosso), les dio la mamadera a los
cabritillos unas tres veces, y luego dejó de gustarle aquello.
Intentó tener hijos, pero era estéril; se dedicó a la beneficencia
y entró en la directiva de una asociación destinada a recuperar
prostitutas y mendigos.
»El
primer día en que comimos juntos, prácticamente no probó bocado.
Bebió una copa de vino. Hablamos de libros, y ella dijo que no le
gustaba la literatura brasileña y admitió cándidamente que no
había leído ninguno de mis libros, lo que destruye tu teoría,
querida mía, de que estaba deslumbrada por el escritor. Le pregunté
cuál era su novelista preferido, y citó a Moravia. Había leído La
vita interiore
y L’amante
infelice,
en el idioma original, insistió. El que hubiera mencionado a Moravia
me dio la oportunidad que esperaba para hablar del sexo. Le dije que
yo contemplaba el sexo, en la vida y en la literatura, igual que
Moravia, es decir, algo que no debe ser pervertido por la metáfora,
aunque sólo sea por el hecho de que no hay nada que se le parezca o
le sea análogo. Desarrollé este razonamiento astuto que desembocó
naturalmente en el terreno de las consideraciones de orden personal.
Los viejos y manidos temas de la libertad sexual, de la pasión sin
posesión, del hedonismo, del derecho al placer, fueron hábilmente
abordados por mí. Eran las cinco de la tarde y aún seguíamos en el
restaurante, hablando mucho los dos, sin parar, creo que no hubo ni
un solo segundo de silencio entre los dos. Recuerdo que, en un
momento determinado, me preguntó qué diferencia hay entre el sexo
practicado por dos personas que se aman y el realizado por dos
personas que sólo se desean. Respondí: “Confianza, las personas
que se aman saben que pueden confiar el uno en el otro”. Para una
mujer casada, que contempla por primera vez la posibilidad de tener
una aventura amorosa, no existe frase más excitante y
tranquilizadora.
»Nuestro
primer encuentro, en mi piso, fue algo dantesco. Yo estaba loco de
deseo y ella me miraba con los ojos muy abiertos, pasmada y jadeante.
Tuve que quitarle la ropa y tumbarla desnuda en la cama, suntuosa, el
pelo negro y la piel blanca relucientes, y entonces ocurrió algo
aterrador: mi pene quedó inerte, se encogió. No puede ocurrirle al
hombre desgracia mayor. Empecé a sudar de pánico, besándola,
acariciándola de una manera angustiosa que no hacía más que
aumentar mi impotencia. Ella intentó ayudarme, pero se puso también
nerviosa, y se asustó, pues pensaba, como me dijo luego, que había
alguien oculto bajo la cama. Se levantó y fue al cuarto de baño. Me
quedé en la cama, manoseándome desesperado el pene, inútilmente,
durante largo tiempo, hasta que me eché a llorar. Imagínate, un
hombre gordo y desnudo llorando tendido en la cama, intentando
afanosamente que se le enderece el cacharro. Al fin, enjugué los
ojos, me puse la bata y fui a ver qué estaba haciendo en el cuarto
de baño.
»Estaba
sentada en la tapa del retrete, con las piernas cruzadas,
desconsolada, mirándose las uñas, medio acurrucada; hasta una
barriguita adiposa surgía en su vientre impoluto; se le había
corrido la pintura de los ojos y se me quedó mirando patéticamente.
Encendí el gas del calentador, pensando quizá que un baño nos
purificaría, nos haría olvidar aquel horror y volvería a llenar de
sangre mi pene. Súbitamente, el calentador explotó (véase
Fonseca). Me tiré sobre ella para protegerla, caímos al suelo y, en
aquel infierno de fuego y humo, nuestros cuerpos se conciliaron en
una cópula excelsa y delirante. Hasta la noche no me di cuenta de
que tenía el cuerpo lleno de quemaduras. Creo que fue entonces
cuando decidí, al comprobar la superioridad del orgasmo sobre el
dolor, escribir Bufo
& Spallanzani.
Hasta con el cuerpo embadurnado de picrato, dejando jirones de piel
en las sábanas, empecé a encontrarme con ella todos los días, más
potente yo que Simenon y Maupassant juntos.
»Diariamente,
hacia la una de la tarde, llegaba a mi casa, tras pasar por el
gimnasio, donde hacía sus ejercicios. Mientras no llegaba, yo iba y
venía ansioso de un lado a otro, sintiendo con los dedos la erección
de mi pene, hablando solo. Cuando aparecía, yo agarraba su cuerpo
con fervor demente y jodíamos en pie, en el hall,
sin que se hubiera quitado la ropa, metiéndosela por la pernera de
las bragas mientras la alzaba sujetándola por el trasero,
aplastándola contra la pared. Luego, la llevaba a la cama y nos
pasábamos la tarde jodiendo. Hasta entonces no había tenido un
orgasmo en su vida. En las pausas le leía poemas. Le gustaba
particularmente uno de Baudelaire que habla de un cunnilingus,
“la
très-chère était nue, et, connaissant mon coeur”,
etc. Siempre le leía el poema cuando acabábamos de echar un polvo,
exactamente como hago contigo, amor mío. Ahora, déjame dormir».
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