domingo, 12 de agosto de 2018

Rubem Fonseca Bufo & Spallanzani. (Fragmento). Novela Policíaca.


Rubem Fonseca 
(Brasil, 1925) 
 Escritor, profesor universitario, periodista y crítico de cine brasileño nacido en Juiz de Fora, Estado de Minas Gerais. Estudió Derecho en Río de Janeiro, especializándose en Derecho Penal, y Administración en las Universidades de Nueva York y Boston. Es autor de los libros de cuentos Los prisioneros (1963), su primera obra con 38 años y El collar de perro (1965), de las novelas El caso Morel (1973), que convocaría los elogios de la crítica y que sería confiscada por la policía, El gran arte (1983), que le daría pleno reconocimiento mundial, Bufo y Spallanzani (1986), Vastas Emociones y Pensamientos Imperfectos (1988), donde rinde homenaje al gran cuentista ruso Isaac Babel, Agosto (1990) y Romance Negro y otras historias (1995), y de los volúmenes de relatos Lucía Mc Cartney (1967), El cobrador (1970) y Feliz año nuevo (1976). Considerado un narrador excepcional, su novela El Gran Arte fue llevada al cine en 1991, con guión del mismo Fonseca, y en el año 2003 le fueron concedidos los premios literarios Juan Rulfo y Camoes. 
Gustavo Flávio, un hombre que tiene «un pasado negro», descubre el amor y la literatura y se convierte en un novelista famoso. Pero un día, la millonaria Delfina Delamare aparece muerta en su automóvil. En la guantera del coche de la mujer asesinada, un policía curioso encuentra un libro de Gustavo con una dedicatoria.
Sobre este turbador esquema inicial, Rubem Fonseca ha construido una de sus obras más sugestivas, de la que no han cesado de venderse ediciones en el Brasil desde su aparición en 1985. La presente edición restituye el título original de este moderno thriller (publicado anteriormente como Pasado negro), una novela divertida, desconcertante y de sorprendente factura, marcada por la inquietante relación sexo-muerte habitual en el autor.




Rubem Fonseca


Bufo & Spallanzani


Pasado negro




Título original: Bufo & Spallanzani
Rubem Fonseca, 1985
Traducción: Basilio Losada




Aviso del editor digital





Al hacer las comprobaciones frente al original en portugués, se encontraron (y corrigieron) errores graves de traducción. Entre otros:
Palabras inexistentes en español: alcohólatras por alcohólicos, desconexa por inconexa, edible por comestible, mistificatorio por mistificador, necroterio por depósito de cadáveres, zigomas por pómulos, zumbí por zombi…
Traslados defectuosos: batiendo por latiendo, cata por caza, tela por pantalla, Crucero del Sur por Cruz del Sur (constelación), minero por mineiro (gentilicio), spala por el italiano spalla (perdiendo la relación con el título), hiponga por hippionga (respetando más el original riponga, pronunciación peyorativa de hippie), «se quedó mirando para mí y para Minolta» por «se nos quedó mirando»…
Desconocimiento de flora y fauna tropical: papaia por papaya, següís por titís, garduños por tigrillos, quatís por coatís…
Asimismo, se restituyó del texto portugués:
Ortografía de nombres propios: Flávio, Albuquerque, Afrânio, Aurélio, Baran, Benjamim, Piraquê, Sílvio
Días y años expresados con números, no palabras (recomendación RAE, además).
Un cambio innecesario e imperdonable: cuando el narrador cita una línea de «Jane Eyre, Brontë», el traductor pone «Orgullo y prejuicio, Austen» (y el texto sí corresponde al primero).
Que disfruten la obra.
jugaor [ePubLibre]




I - FOUTRE TON ENCRIER







1





«HAS hecho de mí un sátiro (y un hambrón), por eso me gustaría seguir agarrado a tus espaldas, como Bufo y, como él, podría tener mi pierna carbonizada sin llegar a perder esta obsesión. Pero tú, ahora que estás saciada, quieres que yo vuelva a hablar de Madame X. Muy bien, sea. Pero antes quiero contar un sueño que tuve últimamente.
»En mi pesadilla, aparece Tolstói vestido de negro, con sus largas barbas descuidadas, diciendo en ruso: “Para escribir Guerra y paz hice este gesto doscientas mil veces”; y tiende la mano, descarnada y blanca como la cera de una vela, que no sale entera de la ancha manga del levitón, y hace el movimiento de mojar una pluma en un tintero. Ante mí, sobre una mesa, hay un tintero de metal brillante, una pluma grande, probablemente de ganso y una resma de hojas de papel. “Anda —dice Tolstói—, ahora te toca a ti”. Me atraviesa una sensación desgarradora, la certeza de que no conseguiré extender la mano centenares de miles de veces para mojar aquella pluma en el tintero y llenar páginas vacías de letras y palabras y frases y párrafos. Entonces, se apodera de mí la convicción de que moriré antes de realizar ese esfuerzo sobrehumano. Despierto afligido y trastornado, y paso en vela el resto de la noche. Como sabes, no consigo escribir a mano, como deberían escribir todos los escritores, según el idiota de Nabokov.
»Me preguntabas cómo puedo ser tan pródigo, malgastando tanto tiempo con las mujeres. Mira, nunca entendí a Flaubert cuando decía: “reserve ton priapisme pour le style, foutre ton encrier, calme-toi sur la viande… une once de sperme perdue fatigue plus que trois litres de sang”. No jodo a mi tintero; no obstante, en compensación, no tengo vida social, no descuelgo el teléfono, no respondo a las cartas, sólo reviso mi texto una vez, cuando lo reviso. Simenon tiene, o tenía, tantas amantes como yo, quizá más, y escribió una enorme cantidad de libros. Sí, es verdad, apenas malgasto tiempo —lo de la esperma es otra cosa— con las mujeres, gasto también dinero, pues soy, como tú, generoso. Por otra parte, la necesidad de dinero es gran propiciadora de las artes.
»¿Puedo confesar una cosa? Me ha venido de repente un sueño terrible y, si no te molesta, voy a echarme un rato. No, no voy a soñar con Tolstói, no me invoques esa calamidad. ¿Sabes lo que dijo el ruso, después de mojar la pluma tantas veces en el tintero?: “La difusión de material impreso es el arma más poderosa de la ignorancia”. Tiene gracia.
»¿Quieres ver el retrato de Madame X? Nos prometimos que yo siempre te contaría todo con la mayor franqueza, pero que no te daría nombres, ni te enseñaría retratos, ni te dejaría leer las cartas. Con Madame X la cosa no fue distinta de lo que me ocurrió con las demás: me enamoré de ella en cuanto la vi, y eso no deja de ser culpa tuya, pues fuiste tú quien me despertó para el amor. Madame X no era una mujer opulenta, pero su cuerpo era espléndido: piernas, nalgas y senos eran perfectos. Su pelo, aquel día, estaba sujeto en un moñete tras la cabeza, dejando aparecer el rostro y el cuello en toda su blancura. Se movía con elegancia y magnetismo por el salón en el que yo, estremecido, la contemplaba. Era un vernissage y el pintor, el amo de la fiesta, andaba haciendo carantoñas de manera servil. Yo acababa de publicar Muerte y deporte (Agonía como esencia), atacando la glorificación del deporte competitivo, esa forma de preservación institucionalizada de los impulsos destructivos del hombre, ritual obsceno y belicista, abominable metáfora de la carrera armamentista y de la violencia entre pueblos e individuos. ¿Hay algo más grotesco que esos montajes hormonales fabricados en los laboratorios deportivos, las enanas simiescas de las barras asimétricas, los gigantes, de ambos sexos, de constitución bovina y mirada imbécil, tirando pesos y martillos al aire? Está bien, está bien, volvamos a Madame X.
»Se sentó para asistir a una exhibición de diapositivas, apoyó el recto espinazo en el respaldo de la silla y cruzó las piernas dejando asomar las rodillas. Llevaba un vestido de seda, y el tejido fino delineaba sus muslos de forma atractiva. Sentí ganas de arrodillarme a sus pies (véase M. Mendes) pero me pareció mejor un abordaje convencional. Todas las diapositivas eran de cuadros de Chagall. “¿Te gusta Chagall?”, pregunté en la primera oportunidad. Respondió que sí. “Toda esa gente volando”, dije, y ella respondió que Chagall era un artista que creía sobre todo en el amor. En su mano izquierda, en el anular, había un aro de diamantes. Tendría unos treinta años y debía de llevar cinco de casada, que es cuando las mujeres empiezan a darse cuenta de que el matrimonio es algo opresivo, morboso incluso, inicuo y agotador; aparte de las carencias sexuales que tienen que sufrir, pues los maridos ya se han cansado de ellas. Una mujer de ésas es presa fácil, se ha acabado el sueño romántico, quedan la desilusión, el tedio, la perturbación moral, la vulnerabilidad. Entonces aparece un libertino como yo y seduce a la pobre mujer. Allí había alguien que creía en el amor. “Que nul ne meure qu’il n’ait aimé” (véase Saint-John Perse), dije. El francés puede que sea una lengua muerta, pero funciona muy bien con las burguesas. “Desgraciadamente, el mundo no es como los poetas quieren”, dijo ella. La invité a cenar, vaciló y acabó aceptando comer conmigo. Era la primera vez que iba a un restaurante con un hombre que no fuese su marido.
»El marido era un hombre adinerado y con prestigio social. Su matrimonio, como he dicho, había llegado a aquel punto en que la rutina había llevado al tedio y el tedio a la apatía y la apatía a la ansiedad, y luego a la incomprensión, a la aversión y todo lo demás. Ella intentó invertir este proceso viajando con el marido a la India, a China, yendo cada vez más lejos, como si no los acompañaran sus problemas. Compró el marido una hacienda cercana (la otra que poseían estaba en el Mato Grosso), les dio la mamadera a los cabritillos unas tres veces, y luego dejó de gustarle aquello. Intentó tener hijos, pero era estéril; se dedicó a la beneficencia y entró en la directiva de una asociación destinada a recuperar prostitutas y mendigos.
»El primer día en que comimos juntos, prácticamente no probó bocado. Bebió una copa de vino. Hablamos de libros, y ella dijo que no le gustaba la literatura brasileña y admitió cándidamente que no había leído ninguno de mis libros, lo que destruye tu teoría, querida mía, de que estaba deslumbrada por el escritor. Le pregunté cuál era su novelista preferido, y citó a Moravia. Había leído La vita interiore y L’amante infelice, en el idioma original, insistió. El que hubiera mencionado a Moravia me dio la oportunidad que esperaba para hablar del sexo. Le dije que yo contemplaba el sexo, en la vida y en la literatura, igual que Moravia, es decir, algo que no debe ser pervertido por la metáfora, aunque sólo sea por el hecho de que no hay nada que se le parezca o le sea análogo. Desarrollé este razonamiento astuto que desembocó naturalmente en el terreno de las consideraciones de orden personal. Los viejos y manidos temas de la libertad sexual, de la pasión sin posesión, del hedonismo, del derecho al placer, fueron hábilmente abordados por mí. Eran las cinco de la tarde y aún seguíamos en el restaurante, hablando mucho los dos, sin parar, creo que no hubo ni un solo segundo de silencio entre los dos. Recuerdo que, en un momento determinado, me preguntó qué diferencia hay entre el sexo practicado por dos personas que se aman y el realizado por dos personas que sólo se desean. Respondí: “Confianza, las personas que se aman saben que pueden confiar el uno en el otro”. Para una mujer casada, que contempla por primera vez la posibilidad de tener una aventura amorosa, no existe frase más excitante y tranquilizadora.
»Nuestro primer encuentro, en mi piso, fue algo dantesco. Yo estaba loco de deseo y ella me miraba con los ojos muy abiertos, pasmada y jadeante. Tuve que quitarle la ropa y tumbarla desnuda en la cama, suntuosa, el pelo negro y la piel blanca relucientes, y entonces ocurrió algo aterrador: mi pene quedó inerte, se encogió. No puede ocurrirle al hombre desgracia mayor. Empecé a sudar de pánico, besándola, acariciándola de una manera angustiosa que no hacía más que aumentar mi impotencia. Ella intentó ayudarme, pero se puso también nerviosa, y se asustó, pues pensaba, como me dijo luego, que había alguien oculto bajo la cama. Se levantó y fue al cuarto de baño. Me quedé en la cama, manoseándome desesperado el pene, inútilmente, durante largo tiempo, hasta que me eché a llorar. Imagínate, un hombre gordo y desnudo llorando tendido en la cama, intentando afanosamente que se le enderece el cacharro. Al fin, enjugué los ojos, me puse la bata y fui a ver qué estaba haciendo en el cuarto de baño.
»Estaba sentada en la tapa del retrete, con las piernas cruzadas, desconsolada, mirándose las uñas, medio acurrucada; hasta una barriguita adiposa surgía en su vientre impoluto; se le había corrido la pintura de los ojos y se me quedó mirando patéticamente. Encendí el gas del calentador, pensando quizá que un baño nos purificaría, nos haría olvidar aquel horror y volvería a llenar de sangre mi pene. Súbitamente, el calentador explotó (véase Fonseca). Me tiré sobre ella para protegerla, caímos al suelo y, en aquel infierno de fuego y humo, nuestros cuerpos se conciliaron en una cópula excelsa y delirante. Hasta la noche no me di cuenta de que tenía el cuerpo lleno de quemaduras. Creo que fue entonces cuando decidí, al comprobar la superioridad del orgasmo sobre el dolor, escribir Bufo & Spallanzani. Hasta con el cuerpo embadurnado de picrato, dejando jirones de piel en las sábanas, empecé a encontrarme con ella todos los días, más potente yo que Simenon y Maupassant juntos.

»Diariamente, hacia la una de la tarde, llegaba a mi casa, tras pasar por el gimnasio, donde hacía sus ejercicios. Mientras no llegaba, yo iba y venía ansioso de un lado a otro, sintiendo con los dedos la erección de mi pene, hablando solo. Cuando aparecía, yo agarraba su cuerpo con fervor demente y jodíamos en pie, en el hall, sin que se hubiera quitado la ropa, metiéndosela por la pernera de las bragas mientras la alzaba sujetándola por el trasero, aplastándola contra la pared. Luego, la llevaba a la cama y nos pasábamos la tarde jodiendo. Hasta entonces no había tenido un orgasmo en su vida. En las pausas le leía poemas. Le gustaba particularmente uno de Baudelaire que habla de un cunnilingus, “la très-chère était nue, et, connaissant mon coeur”, etc. Siempre le leía el poema cuando acabábamos de echar un polvo, exactamente como hago contigo, amor mío. Ahora, déjame dormir».

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