Ahora
cambió la naturaleza de las aguas; los lagos translúcidos,
brillantes como un espejo, se convirtieron en mares y océanos.
Sobrevino un cambio tremendo que, al irse desenvolviendo lentamente
durante muchos meses como un rollo de pergamino, me anunció un
perpetuo tormento; así fue, en efecto, y ya no me libraría de él
sino cuando mi caso llegara a su término. Hasta entonces el rostro
humano había intervenido muchas veces en mis sueños, aunque no
despóticamente ni con un poder especial de atormentar. Ahora empezó
a manifestarse lo que he llamado la tiranía del rostro humano. Tal
vez esto tenga su origen en una época de mi vida en Londres. Sea
como fuere, ahora el rostro humano empezó a aparecer sobre las aguas
agitadas del océano: el mar estaba pavimentado de rostros
innumerables vueltos hacia el cielo: rostros implorantes, coléricos,
desesperados, que surgían por millares, por miríadas, por
generaciones, por siglos —mi agitación era infinita —mi alma se
hundía —y se alzaba con el océano.
Mayo
1818
El
malayo ha sido un enemigo temible durante varios meses. Cada noche su
poder me arrastró a los escenarios de Asia. No sé si en esto los
demás comparten mis sentimientos, pero he pensado muchas veces que
si me viese obligado a abandonar Inglaterra y a vivir en China, entre
costumbres, formas de vida y paisajes chinos, me volvería loco. Las
causas de mi horror son muy profundas y seguramente compartiré
algunas de ellas con mis lectores. En general el Asia meridional es
asiento de imágenes y asociaciones atroces. El hecho de haber sido
la cuna de la humanidad bastaría para inspirarnos un vago
sentimiento de reverencia, aunque para ello existen además otras
razones. Nadie pretenderá que las supersticiones salvajes, bárbaras
y caprichosas del África, o de las tribus de salvajes que habitan en
otras partes del mundo, lo afectan de la misma manera que las
religiones antiguas, monumentales, crueles y refinadas del Indostán,
etc. La mera antigüedad de las cosas asiáticas, de las
instituciones, historias, formas religiosas, etc., es tan
impresionante que para mí la edad inmemorial de la raza y el nombre
predomina sobre el sentido de la juventud en el individuo. Un joven
chino me parece un hombre antediluviano renovado. Ni siquiera los
ingleses, aunque no fueron criados en el conocimiento de esas
instituciones, pueden dejar de estremecerse ante la mística
sublimidad de las castas que fluyen separadas y se niegan a mezclarse
a través de vastísimas extensiones de tiempo; nadie escucha sin
temor los nombres del Ganges o el Eufrates. Contribuye en mucho a
estos sentimientos el que Asia meridional sea, y haya sido durante
miles de años, la región de la tierra más pululante de vida
humana, la gran officina gentium.
En esas regiones el hombre es una hierba.
También los grandes imperios en que
siempre se organizó la enorme población de Asia dan mayor
sublimidad a las sensaciones que evocan los nombres e imágenes
orientales. En China, además de lo que tiene en común con el resto
del Asia meridional, me aterran las formas de vida y las costumbres;
entre ella y yo se interpone la barrera de una aversión y una falta
de simpatía totales, asentada en sentimientos tan profundos que no
soy capaz de analizarlos. Anjes viviría con locos o animales
irracionales. Todo esto y mucho más de lo que puedo decir, de lo que
tengo tiempo para decir, ha de tenerlo presente el lector para
comprender el horror inconcebible que me inspiran esos sueños de
imaginería oriental, esas torturas mitológicas. En una misma
sensación de calor y luz vertical reunía todas las criaturas,
pájaros, fieras y reptiles, todos los árboles y plantas, usos y
apariencias que se encuentran en todas las regiones tropicales y las
congregaba en China o el Indostán. Llevado por sentimientos afines
pronto impuse la misma ley a Egipto y todos sus dioses. Monos,
papagayos, cacatúas me miraban fijamente parloteando, gruñendo,
chillando. Me refugiaba en pagodas y quedaba aprisionado durante
siglos en la cúspide o en salas secretas; fui el ídolo, fui el
sacerdote, fui adorado, fui sacrificado. Huía de la cólera de
Brahma a través de todas las selvas de Asia: Vishnú me odiaba: Siva
me tendía una emboscada. De pronto me encontré con Isis y Osiris:
algo había hecho, me dijeron, que hacía temblar al ibis y al
cocodrilo. Fui sepultado durante mil años en féretros de piedra,
junto a momias y esfinges, en las cámaras estrechas que cierran en
su corazón las negras pirámides. Me besaron los cocodrilos con
besos cancerosos; yací, confundido con todas las indecibles cosas
viscosas, entre los juncos y el lodo del Nilo.
Doy
al lector una ligera idea de mis sueños orientales, eni los que
siempre me sorprendía tanto lo monstruoso del escenario que durante
un momento el horror parecía absorbido en el puro asombro. Tarde o
temprano un reflujo del sentimiento ahogaba el asombro y me dejaba
menos espantado que poseído por el odio y la abominación ante lo
que veía. Sobre cada forma, amenaza y castigo, sobre cada prisión
sombría y ciega, se cernía una sensación de eternidad e infinito
que suscitaba en mí una opresión semejante a la locura. Tan sólo
en estos sueños, con una o dos ligeras excepciones, se manifestaban
circunstancias de horror físico. Hasta entonces todos los terrores
habían sido morales y espirituales. En estos sueños los principales
agentes eran horribles pájaros, serpientes o cocodrilos, sobre todo
los últimos. El maldito cocodrilo fue para mí objeto de más horror
que casi todos los demás. Por fuerza había de vivir a su lado y
(como sucedía siempre en mis sueños) durante siglos. A veces
lograba escapar y me encontraba en casas chinas con mesas de bambú,
etc. Pronto en todas las patas de las mesas, los sofás, etc., bullía
la vida: la cabeza abominable del cocodrilo me acechaba con ojos
malignos, multiplicada en mil repeticiones: yo la contemplaba lleno
de odio y fascinado. Tanto obsedió mis sueños el horroroso reptil
que en muchas ocasiones el mismo sueño se interrumpió de la misma
manera: oía las dulces voces de los míos (oigo todo mientras
duermo) y me despertaba inmediatamente: era el mediodía y mis hijos
habían llegado cogidos de la mano hasta mi lecho para enseñarme sus
zapatos de color o sus trajes nuevos o para que los viera vestidos
antes de salir. Juro que tan tremenda era la transición del inmundo
cocodrilo y otros monstruos y abortos nefandos de mis sueños a la
visión de la naturaleza inocente y humana de la infancia que, por
una reacción violenta y repentina de la conciencia, me echaba a
llorar sin poder contenerme mientras besaba las caras de mis hijos.
Junio 1819
He
tenido ocasión de observar en distintas épocas de mi vida que la
muerte de los seres queridos y en general la contemplación de la
muerte es (ceteris paribus)
más conmovedora en el verano que en cualquier otra estación del
año. Ello se debe, a mi juicio, a tres razones: la primera que en el
verano los cielos visibles parecen mucho más altos, más distantes y
(si puede disculparse el solecismo) más infinitos; las nubes por las
que el ojo aprecia las distancias del pabellón azul extendido sobre
nuestras cabezas son durante el verano más voluminosas y se acumulan
en masas más grandiosas e imponentes; en segundo lugar, la luz y la
figura del sol que declina y se hunde en el horizonte son mucho más
propias para conformar tipos y caracteres del Infinito; y en tercer
lugar (ésta es la principal de las razones), la prodigalidad
exuberante y desenfrenada de la vida, como es natural, impone con
mayor fuerza a la conciencia la idea antagónica de la muerte y la
esterilidad invernal de la tumba. Cabe observar de manera general que
siempre que dos ideas se hallan vinculadas entre sí por la ley del
antagonismo existen, por así decirlo, en virtud de su mutua
repulsión y es frecuente que una de ellas evoque la otra. Por ello,
cuando paseo a solas en los días interminables del verano, me es
imposible proscribir la idea de la muerte; en esa estación la muerte
de alguien, si no me afecta más, por lo menos asedia mi pensamiento
con un cerco más obstinado. Tal vez esta razón, y un ligero
incidente que omito, sean las causas más próximas del sueño que
voy a contar, aunque siempre debí estar predispuesto a él, pues
desde el momento en que apareció ya no volvió a dejarme nunca, si
bien se dividía en mil variedades fantásticas, que de pronto se
reunían para componer otra vez el sueño original.
Creía
que era la mañana de un domingo de mayo, el Domingo de Pascua y a
una hora muy temprana. Me parecía estar a la puerta de mi propia
casa. Ante mí tenía la misma vista que en realidad se divisaba
desde ese lugar, pero exaltada y solemnizada, como suele ocurrir, por
el poder de los sueños. Eran las mismas montañas y a sus pies el
mismo valle encantador, pero las montañas levantadas a una altura
más que alpina y entre ellas un espacio mucho mayor de prados y
bosques; en los setos florecían muchas rosas blancas y no se veía
criatura viviente con excepción de unas cuantas vacas descansando
tranquilamente en torno a las verdes tumbas del cementerio rural,
sobre todo junto a la tumba de una niña a quien ye amé con ternura:
la escena era igual a la que en verdad viera cuando murió la niña
una mañana de ese verano, poco antes de salir el sol. Miré ese
cuadro que conocía tan bien y tuve la impresión de que hablaba
conmigo mismo en voz alta y decía «Falta mucho para que salga el
sol; es Domingo de Pascua, día en que se celebran los primeros
frutos de la resurrección. Saldré a caminar; hoy olvidaré mis
viejos dolores; el aire es quieto y fresco, altas las montañas que
se elevan hasta el cielo y los claros del bosque tan silenciosos como
el cementario; lavaré con rocío la fiebre que me abrasa la frente y
dejaré de ser desgraciado.» Me di vuelta para abrir la puerta del
jardín e inmediatamente, sobre mi izquierda, vi una escena muy
distint que el poder de los sueños armonizaba con la otra. El cuadr
era oriental; también era un Domingo de Pascua a una hor muy
temprana de la mañana. A gran distancia, como una mancha en el
horizonte, distinguía los domos y cúpulas de una gran ciudad,
imagen o leve abstracción vista quizá cuando era niño en un
grabado de Jerusalén. A tiro de ballesta de donde me hallaba,
sentada en una piedra y a la sombra de palmas de Judea, había una
mujer; la miré y era —¡Ann! Fijó en mí la mirada gravemente y
al cabo le dije: «Por fin te he encontrado.» Esperé, pero no me
respondió una sola palabra. Su rostro era el mismo de la última vez
que la vi y, sin embargo, muy diferente. Diecisiete años antes,
cuando a la luz de la lámpara que le caía en la cara besé por
última vez sus labios (labios que para mí no eran impuros, Ann) se
le llenaron los ojos de lágrimas: ahora esas lágrimas habían sido
enjugadas; me parecía más hermosa que antes, pero en todo lo demás
era la misma y no había envejecido. La mirada era tranquila aunque
de una extraordinaria solemnidad de expresión; la contemplé
asombrado, de pronto sus facciones comenzaron a borrarse y, al
volverme hacia las montañas vi la niebla que se precipitaba entre
nosotros; un instante después todo se había desvanecido; me
envolvió la oscuridad y, en un abrir y cerrar de ojos, me encontré
lejos de las montañas, caminando otra vez junto a Ann bajo las
farolas de la calle de Oxford, tal como caminamos diecisiete años
antes, cuando ambos éramos niños.
Como
último ejemplo, citaré un caso distinto, de 1820.
El
sueño comenzó con una música que ahora oía a menudo en mis
sueños: una música de preparación y creciente ansiedad, una música
como la primera parte del Himno de la Coronación que, al igual que
éste, daba la impresión de una gran marcha —de infinitas
cabalgatas que se alejaban —del paso de ejércitos innumerables.
Había llegado la mañana de un gran día, un día decisivo, última
esperanza de la naturaleza humana entonces misteriosamente eclipsada,
agitada en una crisis terrible. En algún lugar, no sé dónde —de
alguna manera, no sé cómo —unos seres, no sé cuáles, libraban
una batalla, un combate, una agonía que se desarrollaba como un gran
drama o una composición musical; mi inquietud era tanto más difícil
de soportar, puesto que ignoraba el sitio, la causa, la naturaleza,
el posible resultado de la lucha. Como suele ocurrir en los sueños
en los que por necesidad nos hacemos el centro de todo movimiento, yo
tenía y no tenía poder para decidir el combate. Lo tenía si
lograba hacer un esfuerzo de voluntad y sin embargo no lo tenía,
pues pesaban sobre mí veinte Atlánticos o la opresión de una culpa
inexpiable. Yacía inmóvil en «abismos que no tocó la sonda».
Luego, como en un coro, la pasión se hizo más profunda. Algo aún
más grave estaba en juego; una causa más grandiosa de la que nunca
defendiera la espada o proclamara la trompeta. De pronto sonaron
alarmas: confusión, desorden: agitación de una multitud incontable
que huye, no sé si del bando bueno o del malo: luces y sombras:
tempestad y rostros humanos: y al final, con la sensación de que
todo se ha perdido, formas femeninas, los rasgos que más quiero en
el mundo y, sólo durante un momento, las manos entrelazadas en el
dolor de la despedida y luego —¡los eternos adioses! y con un
suspiro, como suspiraron las cavernas del infierno cuando la madre
incestuosa pronunció el nombre aborrecido de la muerte, el sonido
quedó resonando —¡los eternos adioses! y otra vez y aún otra vez
resonando —¡los eternos adioses! t Y desperté forcejeando y grité
«¡No dormiré más!»
Pero
debo poner punto final a un relato que ha alcanzado ya una extensión
excesiva. Dentro de límites más espaciosos hubiera sido posible
desarrollar mejor los materiales que he utilizado y añadir con
eficacia muchos que he omitido. Sin embargo, tal vez lo dicho sea
suficiente. Aún me queda por explicar cómo, finalmente, este
conflicto de horrores llegó a su crisis. El lector ya sabe (por
haberlo leído al comienzo de la introducción a la primera parte)
que, de una u otra manera, el comedor de opio «ha desatado, casi
hasta el último eslabón, la maldita cadena que lo aprisionaba».
¿De qué modo? Contar esto, como en un
principio fue mi intención, me llevaría a exceder con mucho el
espacio de que ahora dispongo. Es una suerte que haya tan buenas
razones para abreviar pues, bien mirado, me hubiera sido muy penoso
alterar con detalles poco interesantes la impresión que deja la
historia, en cuanto es un llamado a la sensatez y la conciencia de
todo comedor de opio no confirmado, y aun disminuir el efecto de
composición artística (si bien esta consideración es muy
secundaria). El lector advertido no se interesará en el tema de los
ensalmos fascinantes sino sobre todo en el poder de fascinación. El
verdadero protagonista de la historia y el centro legítimo en torno
al cual gira el interés no es el comedor de opio sino el opio. Mi
propósito fue demostrar la eficacia maravillosa del opio para el
placer y para el dolor: si lo he conseguido la acción de la pieza ha
terminado.
No
obstante, como a pesar de todas las leyes en contrario no faltarán
personas que sigan preguntando lo que ocurrió con el comedor de opio
y en qué estado se encuentra ahora, respondo por él lo siguiente:
como sabe el lector, desde hacía tiempo el opio no fundaba su
imperio en los lazos del placer sino que mantenía su dominio
únicamente a causa de las torturas asociadas a los intentos de
abjurar de él. Sin embargo, puesto que la no revocación del tirano
entrañaba otras torturas, que cabe suponer no menos graves, sólo
restaba elegir entre dos males y más valía aquel que, por más
terrible que fuese en sí mismo, prometía en última instancia la
restauración de la felicidad. El razonamiento parece irrefutable,
pero la buena lógica no daba al autor las fuerzas para aplicarlo.
Sin embargo, en la vida del autor sobrevino una crisis, una crisis
que afectaba a personas que le son y le serán siempre más queridas
que la propia vida, aun cuando ésta vuelva a ser feliz, y comprendió
que moriría si seguía usando el opio: por consiguiente, decidí
que, en caso de ser necesario, moriría tratando de librarme de él.
No puedo decir la cantidad que tomaba entonces, pues me serví del
opio que compraba para mí un amigo, que luego se negó a que le
pagara, de modo que ni siquiera pude precisar la cantidad que usé
durante el año. Entiendo que lo tomaba muy irregularmente y que
pasaba de cincuenta o sesenta granos a ciento cincuenta por día.
Para comenzar traté de bajar a cincuenta, a treinta y, lo antes
posible, a doce granos.
Triunfé:
pero no creas, lector, que con ello acabaron mis sufrimientos, ni me
imagines sumido en un estado de depresión. Cree más bien que ya
habían pasado cuatro meses y aún seguía agitado, adolorido,
tembloroso, palpitante, deshecho, en una condición muy semejante,
quizá, a la de quien ha sido torturado en el potro, si no recuerdo
mal la conmovedora relación de ese suplicio que nos dejó una
víctima del todo inocente1
(de la época de Jaime I). Entretanto no me aprovechaba ninguna
medicina, con excepción de la que me recetó un médico eminentísimo
de Edimburgo, la tintura amoniatada de valeriana. Por lo tanto, no es
mucho lo que puedo decir, desde el punto de vista médico, acerca de
mi emancipación, y aun la escasa relación que pudiera ofrecer al
lector, en boca de un hombre tan ignorante de la medicina como yo, no
haría probablemente sino inducirle a error. En todo caso tales
explicaciones no se hallarían aquí en su lugar. La moraleja de mi
narrativa se dirige al comedor de opio y, por consiguiente, es de
aplicación necesariamente limitada. Si aprende a temer y a temblar
bastante se habrá conseguido. Desde luego, podría decir que la
conclusión de mi caso demuestra, por lo menos, que después de usar
opio durante diecisiete años, y abusar de sus poderes durante ocho,
todavía es posible renunciar a él, y que tal vez mi lector pondrá
en ello más energía que yo, o bien, siendo de constitución más
robusta que la mía, obtendrá iguales resultados con menos
esfuerzos. Bien puede ser: no me atrevería a comparar los esfuerzos
de los demás con los míos; le deseo, con toda sinceridad, mayor
energía y le deseo el mismo éxito. Con todo, quizá yo tuve
incentivos exteriores que a él, por desgracia, pueden faltarle y que
me dieron puntos de apoyo más firmes de los que ofrecen los
intereses meramente personales a una mente debilitada por el opio.
Jeremy
Taylor conjetura que nacer puede ser doloroso como morir; lo creo
probable: mientras duró el período en que reduje la cantidad de
opio sufrí los tormentos de un hombre que pasa de una forma de
existencia a otra. El resultado no fue la muerte sino una especie de
regeneración física y puedo añadir que, desde entonces, he sentido
restaurarse en mí fuerzas más que juveniles, aunque estoy sometido
a la presión de dificultades que, en un estado de ánimo menos
feliz, llamaría desgracias.
Todavía
subsiste un recuerdo de mi condición anterior y es que mis sueños
no son perfectamente tranquilos; aún no han cesado por entero la
temible furia y agitación de la tormenta; las legiones acampadas en
ellos se están retirando, pero no todas han partido; mi sueño sigue
siendo tumultuoso y, tal las puertas del Paraíso que nuestros
primeros padres se volvían a mirar desde lejos, todavía se hallan
(según el tremendo verso de Milton):
Llenos
de caras terribles y brazos de fuego.
Apéndice
Habiendo
decidido los propietarios de esta pequeña obra imprimirla
nuevamente, conviene dar aquí alguna explicación de por qué no
apareció la Tercera Parte prometida en el número de la London
Magazine de diciembre pasado; sobre
todo porque, de no ser así, los propietarios, bajo cuya garantía se
hizo dicha promesa, podrían compartir la culpa —poco o mucha—
que se asigne al incumplimiento. El autor, llevado por un simple
sentido de justicia, asume enteramente esta responsabilidad. El peso
exacto de la culpa que toma sobre sí es, a su juicio, cuestión
oscurísima y ninguno de los maestros de casuística consultados al
efecto ha logrado alumbrarla gran cosa. De un lado parece aceptado
que, en general, una promesa es obligatoria en relación inversa
al número de personas a quienes se hace; por esta razón vemos a
muchas personas que violan sin el menor escrúpulo las promesas
hechas a toda una nación y en cambio cumplen religiosamente las
obligaciones contraídas en la vida privada, ya que faltar a la
palabra empeñada cuando la otra parte es más fuerte entraña cierto
riego; por lo demás, las únicas partes interesadas en las promesas
de un autor son sus lectores, y la modestia exige que todo autor crea
tener muy pocos, o quizá sólo uno, en cuyo caso cualquier promesa
impone tal santidad a las obligaciones morales que asusta pensar en
ellas. Pero, dejando de lado la casuística, el autor se somete a la
consideración indulgente de aquellos que pudieran sentirse ofendidos
por su demora, exponiéndoles la siguiente relación de su estado de
salud desde fines del año pasado, en que asumió el compromiso,
hasta casi este momento. Para disculparle bastaría decir que un
sufrimiento físico intolerable le hacía incapaz de cualquier
ejercicio intelectual, sobre todo de los que requieren y suponen un
estado de ánimo tranquilo y placentero; no obstante, como es posible
que el caso constituya una modesta aportación a la historia médica
del opio, pues ilustra una fase de su acción más avanzada que las
que por lo general se señalan a la atención de los especialistas,
el autor ha creído que algunos lectores encontrarían aceptable una
exposición más detenida. Fiat in
experimentum corpore vili es una norma
justa cuando existe la presunción razonable de obtener un gran
beneficio; cuál sea este beneficio está sujeto a dudas, pero no
cabe duda alguna en cuanto al valor del cuerpo, puesto que el autor
confiesa con entera libertad que no puede haber cuerpo más ruin que
el suyo, se enorgullece en considerarlo el ideal mismo de un sistema
de humanidad bajo, disparatado y despreciable, y se asombra de que
estuviese destinado a mantenerse a flote durante más de un par de
días en medio de las tormentas y el deterioro normal en el mar de la
vida; aún más, si ésta fuese una manera decente de disponer de los
cuerpos, reconoce que casi le daría vergüenza legar su escuálida
estructura a cualquier perro digno de respeto. Pero volvamos a
nuestro tema que, a fin de evitar el constante recurso a perífrasis
tan enojosas, el autor se tomará la libertad de exponer en primera
persona.
Quienes
leyeron las Confesiones las habrán terminado con la impresión de
que yo había renunciado completamente al uso del opio. Esta es la
impresión que quería dar, y ello por dos razones: la primera,
porque el hecho mismo de registrar voluntariamente tal estado de
sufrimiento entraña la facultad de examinar el propio casó, como lo
haría un espectador desinteresado, así como la energía para
describirlo de manera cabal, cualidades que sería absurdo suponer en
una persona que está padeciendo en ese momento; la segunda, porque,
habiendo bajado de una cantidad tan grande como 8.000 gotas a una tan
pequeña (en comparación) como es una cantidad que oscilaba entre
300 y 160 gotas, bien podía suponer que la victoria era mía. Así
pues, al permitir que mis lectores pensaran en mí como en un comedor
de opio reformado, no hacía sino dar una impresión que yo mismo
compartía y, según podrá apreciarse, aun esta impresión provenía
del tono general de la conclusión y no de las palabras empleadas,
que en ningún caso eran contrarias a la verdad más estricta. No
había pasado mucho tiempo desde que escribiera ese texto cuando
comprendí que el esfuerzo que todavía quedaba por hacer me costaría
mucha más energía de la prevista. La necesidad de emprenderlo se
tornaba más evidente a medida que pasaban los meses. En particular,
comencé a notar en el estómago una sensación de embotamiento o
falta de sensibilidad cada vez mayor, que atribuí a una condición
cirrótica, ya formada o en vías de formarse, en dicho órgano. Un
médico enminente, a cuya bondad debí entonces muchos favores, me
hizo saber que en mi caso este final no era imposible aunque, si
seguía usando opio, probablemente se le adelantaría otro desenlace
distinto. Por consiguiente, decidí abjurar totalmente del opio en
cuanto tuviese libertad para dedicar a tal propósito toda mi
atención y energía. Sin embargo, hasta el 24 de junio pasado no se
manifestó una coincidencia aceptable de circunstancias. Ese día
inicié el experimento, no sin antes jurarme que «estaría a la
altura» cualquiera fuese el «castigo». Debo señalar que durante
varios meses mi ración había sido de 170 ó 180 gotas: a veces
llegaba a 500 y, en una oportunidad, casi a 700; en otros diversos
preludios a mi experimento decisivo bajé hasta 100 gotas, pero me
fue imposible soportarlo después del cuarto día; añadiré, de
paso, que siempre me fue más difícil superar este día que
cualquiera de los tres anteriores. Me hice a la mar sin tender todas
mis velas: tomé 130 gotas diarias los tres primeros días y el
cuarto reduje de golpe la dosis a 80; los tormentos que sufrí me
«bajaron los humos» en el acto; me mantuve casi un mes en esta
cantidad, con altos y bajos, luego descendí a 60 y al día siguiente
a nada. Persistí en mis abstinencia durante noventa horas, es decir,
más de media semana. Luego tomé —no me pregunten cuánto: ¿qué
hubieran hecho los hombres más severos?— Luego volví a
abstenerme; tomé unas 25 gotas; me abstuve, y así sucesivamente.
Entretanto,
los síntomas que se presentaron en mi caso durante las seis semanas
del experimento fueron las siguientes: enorme irritabilidad y
excitación de todo el organismo; plena recuperación de las
sensaciones de vitalidad y sensibilidad del estómago, pero con
frecuencia grandes dolores; incesante desasosiego, noche y día; en
cuanto al sueño, apenas sabía lo que era: dormía a lo sumo 3 horas
de las 24, con sueño tan inquieto y ligero que oía los ruidos
cercanos; constante hinchazón de la mandíbula inferior; boca
ulcerada, y muchos otros síntomas penosos que sería cansado
repetir, aunque debo mencionar uno de ellos, pues acompañó siempre
a todos los intentos de renunciar al opio: la violencia de los
estornudos, que llegaron a ser violentísimos: estornudaba por lo
menos dos o tres veces al día y en ocasiones durante dos horas
seguidas. Esto no me sorprendió mucho, ya que recordaba haber oído
o leído en alguna parte que las fosas nasales están revestidas por
una membrana que es una prolongación de la que reviste el estómago,
lo cual explica, a mi juicio, el aspecto inflamado que tienen las
narices de los bebedores. El hecho de que el estómago hubiese
recobrado tan bruscamente su sensibilidad original se manifestaba,
supongo, en este forma. También es notable que durante todos los
años que tomé opio no atrapase (como suele decirse) un solo
resfriado y ni siquiera la más leve tos. Ahora, en cambio, tuve un
resfriado muy violento, al que siguió la tos poco más tarde. En un
fragmento inconcluso de una carta a….. comenzada entonces, leo
estas palabras: «Me pide usted que escriba…….. ……….
¿Conoce usted la pieza de Thierry y Theodoret que escribieron
Beaumont y Fletcher? En ella verá usted cómo me encuentro en cuanto
al sueño; la descripción tampoco es exagerada en otros aspectos. Le
aseguro que en una hora me vienen a la cabeza más ideas de las que
tenía en todo un año bajo el reino del opio. Se diría que todas
las ideas congeladas desde hace una década por el opio se deshielan
a un tiempo, como en la vieja fábula, tal es la multitud que fluye
hacia mí de todas partes. Sin embargo, mi impaciencia y mi
detestable irritabilidad son tan grandes que por una idea que logro
precisar y escribir se me escapan cincuenta. A pesar del cansancio,
los sufrimientos y la falta de sueño, no puedo estarme quieto, sea
de pie o sentado, durante dos minutos. I
nunc, et versus tecum meditare canoros.»
En
esta fase del experimento mandé avisar a un médico vecino mío que
viniera a verme. Acudió esa noche y, tras exponerle el caso en pocas
palabras, le hice esta pregunta: ¿Si no pensaba que el opio había
tenido una acción estimulante sobre los órganos digestivos, y si
los dolores de estómago, causa innegable de que no consiguiera
dormir, podían deberse a una indigestión? Me respondió que: No,
por el contrario, atribuía el dolor a las propias funciones
digestivas que, en condiciones normales, no llegan a la conciencia,
pero que se habían vuelto perceptibles a causa del estado
antinatural del estómago, enviciado por un uso tan prolongado del
opio. La opinión era plausible y el carácter ininterrumpido de mis
sufrimientos hace que me incline a creerla exacta, ya que si se
hubiese tratado de una simple afección irregular
del estómago, lo natural hubiese sido que desapareciese de cuando en
cuando y que su intensidad fluctuase continuamente. La intención de
la naturaleza, manifiesta en el estado de salud, es sin duda que no
advertimos todos los movimientos vitales como son la circulación de
la sangre, la expansión y contracción de los pulmones, la acción
peristáltica del estómago, etc., y parece que el opio, en esto como
en otras cosas, es capaz de oponerse a sus propósitos. Por consejo
del médico probé licores amargos que durante un breve espacio
aliviaron en mucho los males que me aquejaban, pero a partir del
cuadragésimo segundo día del experimento, los síntomas ya
señalados comenzaron a desaparecer y surgieron otros, distintos y
más dolorosos; de estos últimos he seguido sufriendo desde
entonces, con unos cuantos intervalos de tranquilidad. Sin embargo,
no he de describirlos, por dos razones: 1a, porque la mente se
resiste a representar en detalle cualquier padecimiento del cual la
separa poco o ningún tiempo: dar al relato el pormenor suficiente
para que tuviese utilidad sería infandum
renovare dolorem y quizá sin
justificación pues, 2.a razón, dudo de que este último estado
pueda atribuirse de manera alguna al opio por vía positiva o aún
negativa, es decir que haya de contarse entre los últimos males
producidos por la acción directa del opio o entre los males más
tempranos que inflige la falta de opio en un organismo alterado desde
hace tiempo por su uso. Indudablemente, parte de los síntomas se
deben a la época del año (agosto) puesto que, si bien el verano no
fue muy caluroso, la suma del calor acumulado (si cabe la expresión)
durante los meses anteriores, añadido al calor propio del mes, hace
que en el mes de agosto caigan los quince días más calurosos del
año; por lo demás, la transpiración excesiva que es inevitable
cuando se reduce mucho la ración diaria de opio (aunque sea por
Navidad) y que durante el mes de julio fue tan violenta que estuve
obligado a bañarme cinco o seis veces al día, había cesado
completamente cuando emperazon los grandes calores, lo cual aumentó
todas las molestias que traía consigo el verano. Otro de los
síntomas, que yo en mi ignorancia llamo reumatismo interno (y que a
veces me afecta los hombros, si bien casi siempre parece tener su
asiento en el estómago), parece deberse también, menos que al opio,
a la humedad de la casa en que vivo2,
que en esta época del año aumentó al máximo puesto que, como
suele ocurrir en nuestra región, la más lluviosa de Inglaterra,
julio fue un mes de lluvias incesantes.
En
vista de las razones que me asisten para dudar de que el opio tenga
alguna relación con la etapa más reciente de mis dolencias (salvo,
por cierto, en tanto que causa ocasional, al dejar mi cuerpo más
débil y descabellado de lo que era, predisponiéndolo así a
cualquier influencia maligna), absuelvo de buena gana al lector de
toda descripción: perezca esa época para él, y ojalá pudiera
decir con la misma facilidad, perezca en mis propios recuerdos, a fin
de que un ideal demasiado vívido de las congojas humanas no venga a
trastornar en el futuro mis horas de tranquilidad.
Esto
por lo que toca a las consecuencias de mi experimento; en cuanto a la
primera etapa, que en realidad conforma dicho experimento, y su
aplicación a otros casos, debo pedir al lector que no olvide las
razones por las que dejo testimonio de ella, que son dos: en primer
lugar, la idea de que podría hacer un aporte, aunque insignificante,
a la historia del opio en tanto que agente médico; en esto tengo
conciencia de no haber cumplido mis propias intenciones debido al
letargo mortal, el malestar físico y la extrema repugnancia ante el
tema que me asaltaron mientras escribía esa parte de mi texto, que
ahora ya no cabe corregir o mejorar, puesto que la envié de
inmediato a la imprenta (distante de mi casa en unos cinco grados de
latitud). Sin embargo, es evidente que esta relación, a pesar ele su
incoherencia, puede ser de gran provecho a quienes más se interesan
en la historia del opio —es decir, a los comedores de opio en
general—, pues demuestra, para su aliento y consuelo, que es
posible renunciar al opio disminuyendo la cantidad con bastante
rapidez3
sin que los sufrimientos exqedan lo que es capaz de soportar un
hombre de fuerza de voluntad corriente.
Informar
sobre el resultado de mi experimento era el primero de mis
propósitos. En segundo lugar, mi intención colateral era explicar
las razones por las cuales me resultó imposible componer una Tercera
Parte a tiempo para que figurase en la presente publicación puesto
que, justamente mientras llevaba a cabo el experimento, me enviaron
de Londres las pruebas de página de esta reimpresión, y tal fue mi
incapacidad para aumentarlas o mejorarlas que ni siquiera tuve
paciencia para leerlas con bastante atención como para advertir las
erratas o corregir los errores de impresión. Estas han sido las
causas de que molestase al lector con un relato, largo o corto, de
los experimentos relativos a un sujeto tan verdaderamente abyecto
como es mi propio cuerpo, e insto al lector a que no las olvide y a
que no me juzgue tan mal como para creer que si me rebajé a un tema
tan innoble fue por el interés que pudiera tener o por cualquier
otra razón que no fuese el beneficio general. Bien sé que existen
valetudinarios que se observan a sí mismos; conozco al animal; yo
mismo me he encontrado con él alguna vez; sé que es el peor de los
heautontimoroumenos
que pueda imaginarse y que, al llevarlos a la luz de la conciencia,
mantiene y agrava todos los síntomas que quizá de otra manera
—dando al pensamiento una dirección distinta— se desvanecerían.
En lo que a mí respecta, siento un desprecio tan profundo ante
costumbres tan ruines y egoístas que rebajarme a ellas sería como
si perdiese el tiempo en espiar a la pobre sirvienta a quien en este
momento, lo estoy oyendo, enamora un galán en la parte de atrás de
la casa. ¿Cómo puede un filósofo transcendental sentir ninguna
curiosidad en ocasiones semejantes? ¿Cómo imaginar que me sobra
ocio para tales trivialidades si mi vida no vale una inscripción de
ocho años y medio de renta? Para zanjar definitivamente la cuestión,
voy a decir algo que tal vez escandalice a algunos lectores si bien,
teniendo en cuenta los motivos que me animan, estoy convencido de que
no debiera ser así. Creo que nadie pierde el tiempo con los
fenómenos de su propio cuerpo a menos que sienta por él cierta
consideración en tanto que, como advierte el lector, lejos de sentir
gusto o estimación de ninguna clase por el mío, yo lo detesto y lo
hago objeto del escarnio y el desprecio más amargos, y no me
desagradaría saberlo objeto de las últimas indignidades que inflige
la ley a los cadáveres de los peores malhechores. En prueba de la
sinceridad de lo que digo me permito hacer la siguiente oferta.
Tengo, al igual que todo el mundo, ciertas ideas sobre el lugar en
que me gustaría ser enterrado; como he vivido casi siempre en la
sierra me inclino a pensar que una tumba en un verde cementerio,
entre las montañas antiguas y solitarias, es un lugar de descanso
más sublime y sereno para el filósofo que cualquiera de los
horribles Gólgotas de Londres. No obstante, si los caballeros de la
Escuela de Medicina creen que podría ser de algún provecho para su
ciencia examinar el cuerpo de un comedor de opio, no tienen más que
pronunciar una sola palabra y me ocuparé de que el mío les sea
transferido legalmente —esto es, una vez que yo haya terminado con
él—. Que no titubeen en expresar sus deseos, llevados por
escrúpulos de falsa delicadeza y consideración a mis sentimientos:
les aseguro que me harán demasiado honor si utilizan en sus
«demostraciones» un cuerpo tan disparatado como el mío, y yo he de
sentirme muy contento anticipando esta venganza y ofensa postumas
impuestas a lo que ha sido en vida causa de tantos padecimientos.
Tales legados no son frecuentes; más aún, en muchos casos es
peligroso anunciar los bienes que han de transferirse como
consecuencia de la muerte del testador: de ello tenemos un ejemplo
notable en las costumbres de un príncipe romano quien, al ser
notificado de que unas personas de gran fortuna le habían dejado una
hermosa propiedad en sus testamentos, expresaba su entera
satisfacción ante tales arreglos y aceptaba generosamente los reales
legados: pero si los testadores omitían el darle posesión inmediata
de sus bienes, si traidoramente «persistían en vivir» (si
vivere perseverant como dice Suetonio)
montaba en cólera y tomaba las medidas del caso. No nos sorprende
tal conducta en esos tiempos y en uno de los peores Césares, pero
estoy seguro que en los médicos ingleses de nuestra época no he de
advertir muestras de impaciencia, ni de ningún otro sentimiento que
no provengan de ese amor desinteresado por la ciencia y sus intereses
que me induce a formular este ofrecimiento.
30
de septiembre de 1822
1
Villiam
Luthgow: su libro (Viajes,
etc.) es mal escritor y pedante, pero la relación de sus propios
sufrimientos en el potro de Málaga es de una emoción
sobrecogedora.
2
Al decir esto no tengo la
intención de faltar al respeto a mi casa, y el lector lo
comprenderá mejor si le digo que, salvo una o dos mansiones
principescas y unas cuantas menos ilustres que han ido revestidas de
cemento, no conozco en este distrito montañoso ninguna casa que sea
por completo impermeable. En
nuestro condado aplicamos principios exactos a la arquitectura de
los libros, me precio de ello, pero la otra arquitectura se halla en
estado de barbarie y, lo que es peor, en situación retrógrada.
3
En cuanto
a esto, señalaré que yo disminuí la cantidad con demasiada
rapidez, lo cual agravó innecesariamente el sufrimiento o, más
bien, que no lo hice en forma tan constante y graduada como debía.
En fin, para que el lector pueda juzgar por sí mismo, y sobre todo
para que el comedor de opio que se está preparando a retirarse de
los negocios tenga ante sí toda clase de informaciones, presento
aquí mi diario:
Primera
Semana Segunda Semana
Gotas
de Laud. Gotas de Laud.
Lunes
24 de Jun.. 130 Lunes Julio 1 ... 80
25
... 140 2 ... 80
26
... 130 3 ... 90
27
... 80 4 ... 100
28
... 80 5 ... 80
29
... 80 6 ... 80
30
... 80 7 ... 80
Tercera
Semana Cuarta Semana
Lunes
Julio 8 ... 300 Lunes Julio 15 ... 76
9
... 50 16 ... 73.5
10
} 17 ... 73.5
11
} Hiatus en 18 ... 70
12
} MS. 19 ... 240
13
} 20 ... 80
14
... 76 21 ... 350
Quinta
Semana
Lunes
Julio 22 ... 60
23
... nada.
24
... nada.
25
... nada.
26
... 200
27
... nada.
¿Qué
significan, preguntará tal vez el lector, esas bruscas recaídas a
cifras como 300, 350, etc.? El impulso
a dichas recaídas fue la simple flaqueza de ánimo; el motivo,
cuando al impulso se unió un motivo, fue el principio de reculer
pour mieux sauter (pues, con la languidez inducida por una dosis
mayor, el estómago quedaba luego satisfecho con una cantidad más
reducida y, al despertar, se encontraba acostumbrado, en cierta
medida, a la nueva ración), o bien este otro principio: que a
igualdad de sufrimientos, se resisten mejor aquellos a los que se
hace frente con cólera y así, cada vez que aumentaba mucho la
dosis, al día siguiente me sentía furioso y hubiera soportado
cualquier cosa.
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