miércoles, 8 de agosto de 2018

THOMAS DE QUINCEY Confesiones de un inglés comedor de opio. Fragmento 6.


Si cualquier hombre, pobre o rico, nos anunciara que iba a decirnos cuál fue el día más feliz de su vida, y el cómo y el porqué, creo que todos reclamaríamos a voces la más viva atención. Ha de ser muy difícil para un hombre prudente señalar el día más feliz de su vida, puesto que todo acontecimiento que ocupe un lugar tan distinguido en su memoria, o que haya significado una felicidad tan extraordinaria en un día determinado, tendrá por fuerza un carácter durable como para seguir causando (salvo accidente) una felicidad igual o imperceptiblemente menor durante muchos años. En cambio, puede admitirse que señalar el lustro o aun el año más feliz, sin faltar por ello a la prudencia, está al alcance de cualquiera. En mi caso, lector, este año fue el que ahora hemos alcanzado aunque, lo confieso, a manera de un paréntesis entre años más sombríos. Fue un año de aguas muy puras (como dicen los joyeros) engastado y aislado en la melancolía brumosa y apagada del opio. Por extraño que parezca, poco antes de esta época bajé, súbitamente sin mucho esfuerzo, de 320 granos de opio diarios (o sea ocho mil1 gotas de láudano) a cuarenta granos, es decir, una octava parte. Al instante, como por arte de magia, la nube de profundísima melancolía asentada en mi cerebro, tal esos negros vapores que he visto retirarse de las cimas de las montañas, desapareció en un solo día (texto griego), se alejó con negras banderas, como un barco encallado que la marea viva pone a flote, con movimiento tan entero que

Se mueve todo él, si acaso se mueve. LIMBRICK.

Ahora volvía a ser feliz: tomaba sólo 1.000 gotas de láudano por día y ¿qué era eso? Una primavera tardía ponía término a la estación de mi juventud; mi cerebro cumplía sus fun- ciones con la salud de antes; otra vez leí a Kant y otra vez lo entendí o creí entenderlo. Mis sensaciones de placer volvieron a expandirse a todos los que me rodeaban y, de haber llegado a mi modesta casa un visitante de Oxford o Cambridge, o de cualquier otro sitio, le habría dado la más suntuosa acogida que pudiera brindar una persona tan pobre. Ya podían faltar otras cosas de las que hacen la felicidad del sabio: a cambio de ellas le ofrecería todo el láudano que quisiera y en copa de oro. A propósito, ya que hablo de regalar láudano, recuerdo que hacia esta época se produjo un pequeño incidente que he j de relatar, pues, aunque muy trivial, pronto volverá el lector a encontrarlo en mis sueños, sobre los que tuvo una influencia más terrible de lo que pueda imaginarse. Un día golpeó a mi puerta un malayo. No acierto a conjeturar los asuntos que pudiesen traer a un malayo hasta las montañas inglesas: posiblemente estaba en camino a un puerto de mar, situado a unas cuarenta millas de distancia.
La sirvienta que le abrió la puerta era una muchacha nacida y criada en la sierra, donde nunca había visto ropas asiáticas de ninguna clase, por lo que el turbante del malayo le sorprendió mucho, y como el visitante tenía exactamente el mismo dominio del inglés que ella del malayo, al parecer se abrió entre las partes un golfo infranqueable a toda comunicación de ideas, suponiendo que alguna de ellas las tuviese. Ante este dilema, la muchacha, recordando la fama de erudito de su patrón (y sin duda atribuyéndome el conocimiento de todos los idiomas de la tierra, además de unos cuantos de los idiomas lunares) vino en busca mía y me dio a entender que en la planta baja había una especie de demonio que sólo mi arte podría exorcizar de la casa. No bajé de inmediato y, cuando por fin lo hice, el grupo que se había formado por simple accidente, aunque no muy elaborado, despertó mi interés y mi fantasía como nunca lo hicieran las actitudes esculturales, tan ostentosamente complejas, del Ballet del Teatro de la Opera. La cocina parecía un rústico salón de recibo más que otra cosa, con las paredes cubiertas de paneles de una manera oscura que el tiempo y los muchos rozamientos hacían semejante al roble; contra este fondo resaltaban el turbante y los sueltos pantalones blancuzcos del malayo, quien se había acercado demasiado como para que la muchacha se sintiese tranquila, aunque en ella el ánimo intrépido de serrana luchase con el ingenuo terror que se pintaba en su rostro al mirar al tigre que tenía ante sí. No cabe imaginar cuadro más sorprendente que el hermoso rostro inglés de la muchacha, de exquisita blancura, y su actitud erguida e independiente, en contraste con la piel cetrina y biliosa del malayo, que el aire de mar había charolado o plaqueado hasta darle tonos de caoba, sus ojos pequeños, crueles e inquietos, sus labios finísimos, sus gestos y adoraciones serviles. Medio oculto por el malayo de tan feroz aspecto se hallaba el niño de unos vecinos que había entrado tras él y que ahora, levantando la cabeza para mirar el turbante y debajo de él los ojos ardientes, cogía con una mano el vestido de la muchacha en busca de protección. Mi conocimiento de las lenguas orientales no es muy notable ya que en realidad se limita a dos palabras, la palabra árabe para decir cebada y la palabra turca para decir opio (madjoon) que aprendí de Anastasio. Como no tenía a mano un diccionario malayo, y ni siquiera el Mithridates de Adelung que hubiera acudido en mi ayuda con unas cuantas palabras, me dirigí al malayo con unos versos de la Ilíada pensando que entre lo idiomas que conozco el griego es aquel cuya longitud geográfica más se aproxima al Oriente. Me respondió con un gesto muy devoto de adoración y unas palabras en lo que supongo era malayo. Así dejé a salvo mi prestigio entre los vecinos puesto que el malayo no podía traicionarme el secreto. Se acostó una hora en el suelo y luego siguió su camino; al momento de partir le regalé un poco de opio creyendo que en su calidad de orientalista debía conocerlo y, en efecto, su expresión me persuadió de que así era. No obstante, me sentí un poco consternado cuando de pronto lo vi llevarse la mano a la boca y echárselo todo entre pecho y espalda, dividido en tres pedazos que no hicieron sino un bocado. La cantidad bastaba para matar a tres soldados de caballería con sus respectivos caballos; me quedé algo inquieto por la pobre criatura, mas ¿qué podía hacer? Le había regalado el opio compadecido de su vida solitaria y suponiendo que, si venía a pie desde Londres, hacía tres semanas que no cambiaba palabra con un ser humano. No podía, desde luego, violar las leyes de la hospitalidad ordenando que le echasen mano para obligarlo a tomar un vomitivo, con lo cual creería espantado que lo íbamos a sacrificar a algún ídolo inglés. No, evidentemente no había nada que hacer; el hombre se despidió; me sentí preocupado unos días, pero, como nunca oí que se encontrase el cadáver de un malayo, me convencí de Nque estaba acostumbrado al opio2 y de que, tal como era mi intención, le había prestado un servicio al ofrecerle una noche de descanso en medio de los dolores de su vida errante.
He incurrido en una digresión para mencionar este incidente porque el malayo (en parte por el cuadro tan pintoresco que contribuyó a formar, y en parte por la ansiedad que asocié a su figura durante unos días) se adueñó más tarde de mis sueños y trajo consigo a otros malayos peores que él, quienes se lanzaron amok3 contra mí para arrastrarme a un mundo de congojas. Pero dejemos este episodio y volvamos a mi año intermedio de felicidad. Ya he dicho que cuando se trata de un tema tan importante para todos nosotros como es la felicidad, escucharemos de buena gana la experiencia o los experimentos de cualquiera, aunque sea un humilde mozo de arado, incapaz de abrir un surco muy hondo en un suelo intratable como son los placeres y penas del hombre o de llevar a cabo sus estudios en función de principios muy ilustrados. En cambio yo, que he tomado la felicidad en estado sólido y líquido, tanto hervida como sin hervir, de las Indias Orientales y de Turquía —que he efectuado mis experimentos sobre esta interesante cuestión con una especie de pila galvánica— y que en beneficio de todo el mundo me he inoculado, por así decirlo, el veneno de 8.000 gotas diarias de láudano (por la misma razón que un médico francés se inoculó recientemente el cáncer, un médico inglés, hace unos veinte años, la peste, y un tercero, no sé de qué país, la hidrofobia), yo (y no cabe discutirlo) tengo que saber lo que es la felicidad si es que alguien lo sabe. Por lo tanto, emprenderé ahora un análisis de la felicidad y, para dar el máximo interés a mi exposición, no lo presentaré de manera didáctica sino envuelto e implicado en el relato de una noche, de la forma como pasaba una noche durante el año intercalar en que el láudano, aunque lo tomaba todos los días, era para mí tan sólo el elíxir del placer. Hecho esto, dejaré enteramente el tema de la felicidad y pasaré a otro muy distinto: los dolores del opio.
Sea una casita en un valle, a 18 millas de la ciudad más próxima, no un valle espacioso sino de unas dos millas de largo por tres cuartos de milla, como promedio, de ancho; esto tiene la ventaja de que todas las familias que residen dentro de su contorno forman, por así decirlo, una sola gran familia cuyos miembros se conocen entre sí y se tienen cierto afecto. Sean las montañas montañas de verdad, de 3 a 4.000 pies de . altura, y la casita una verdadera casita y no (como dice un autor ingenioso) «una casita con dos cocheras»; sea, pues (quiero ceñirme a la realidad), una casita blanca cubierta de enredaderas floridas, elegidas para desplegar una sucesión de flores sobre los muros y en torno a las ventanas durante todos los meses de primavera, verano y otoño, desde las rosas de mayo hasta los jazmines. Sin embargo, que no sea primavera ni verano, ni otoño, sino el invierno en su forma más cruda. Este es un punto de máxima importancia en la ciencia de la felicidad. Me sorprende que haya gente que no repare en él y piense que existen razones para alegrarse si el invierno se está acabando o, cuando empieza, si parece que no será muy frío. Yo, por el contrario, presento cada año una petición para que tengamos todas las nieves, granizos, heladas y tormentas de cualquier clase que puedan ofrecer los cielos. Ciertamente todos debieran conocer los divinos placeres que en invierno trae consigo una chimenea: velas a las cuatro de la tarde, alfombras abrigadoras al lado del fuego, té, una hermosa muchacha que lo prepare, persianas corridas, cortinas que caen al suelo formando amplios pliegues, en tanto que fuera el viento y la lluvia

Cual si quisieran juntar cielo y tierra,
Rugen, llamando a puertas y ventanas,
Mas no logran entrar, y es más grato
Nuestro descanso en la segura sala.
(El Castillo de la Indolencia)

Todos estos son elementos en la descripción de una noche de invierno que sin duda conocerá muy bien cualquiera que haya nacido en una longitud septentrional. Es evidente que, al igual que los helados, la mayoría de estos placeres requieren temperaturas atmosféricas muy bajas; son frutos que, de una u otra manera, sólo maduran en climas tormentosos e inclementes. No soy muy quisquilloso, como suele decirse, y me da igual que se trate de nieve, granizadas o un viento tan fuerte que en las palabras del Sr. [Thomas Clarkson] «pueda apoyarse la espalda contra él, como en un poste». Hasta me conformo con la lluvia, siempre que llueva a cántaros, pero exijo algo por el estilo y si no lo tengo me sentiré engañado; ¿por qué habría de costarme el invierno tan caro en carbón, velas y las muchas privaciones que debe soportar un caballero si no voy a conseguir un artículo de buena calidad? No: pago mi dinero por un invierno canadiense o al menos ruso en el que cada persona sea, a lo sumo, copropietaria con el viento del norte en el dominio absoluto de sus propias orejas. Más aún, soy tan refinado epicúreo en la materia que me declaro incapaz de apreciar plenamente una noche de invierno si ha pasado mucho tiempo del día de Santo Tomás y se ha iniciado la degeneración hacia las lamentables tendencias primaverales; no, la noche ha de estar separada del retorno a la luz y el calor por una ancha muralla de noches oscurísimas. Por consiguiente, entre las últimas semanas de octubre y la Navidad corre la estación de la felicidad que, a mi juicio, ingresa a la habitación con la bandeja de té: pues ej té, aunque objeto de burlas para quienes por ser de nervios groseros o beber mucho vino no son susceptibles a la influencia de un estimulante tan refinado, el té será siempre la bebida preferida del intelectual y, por mi parte, me habría unido al Dr. Johnson en una bellum internecinum contra Jonas Hanway o cualquier otra persona impía que se atreviese a difamarlo. En fin, para ahorrarme el trabajo de una excesiva descripción verbal, llamaré ahora a un pintor y le daré instrucciones sobre el resto del cuadro. A los pintores no les gustan las casitas blancas a menos que estén muy castigadas por el clima, pero, como ya sabe el lector, se trata de una noche de invierno de modo que sus servicios sólo serán necesarios para pintar el interior de la casa.
Píntame entonces una habitación de diecisiete pies por doce y no más de siete pies y medio de alto. En mi familia, lector, esto se llama ambiciosamente el salón, pero como está adaptado para «matar dos pájaros de un tiro» se llama también, con más propiedad, la biblioteca, puesto que los libros son los únicos bienes en que soy más rico que mis vecinos. Tengo unos cinco mil, que he ido coleccionando gradualmente desde los dieciocho años. Así pues, pintor, pon en la habitación todos los que puedas. Hazla populosa de libros; píntame también un buen fuego y muebles sencillos y modestos, cual conviene a la sobria vivienda de un hombre de estudio. Cerca del fuego píntame una mesa de té y (como es claro que nadie podrá venir a verme en noche tan tormentosa) sólo dos tazas y platillos en la bandeja; y si sabes pintarla simbólicamente o en cualquier otra forma píntame una tetera eterna —eterna a parte ante y a parte post, ya que suelo beber té de ocho de la noche a cuatro de la mañana. Y como es muy desagradable preparar el té o servírselo uno mismo, píntame una joven encantadora sentada a la mesa. Píntale los brazos de Aurora y la sonrisa de Hebe. Pero no, querida M., no me dejes insinuar ni siquiera en broma que tu poder de iluminar mi casa está fundado en algo tan perecedero como la simple belleza personal, o que el embrujo de las sonrisas angélicas se halla bajo el imperio de un lápiz terrestre. Pasa, mi querido pintor, a algo que esté más a tu alcance: el próximo artículo que debes presentar soy, naturalmente, yo mismo: un retrato del comedor de opio con el «pequeño receptáculo dorado de la perniciosa droga» a su lado, sobre la mesa. En cuanto al opio no tengo ninguna i objeción a verlo retratado, aunque preferiría ver el original; puedes pintarlo si quieres, pero te diré que ya en 1816, hallándome tan distante del «augusto Panteón» y de todos los boticarios (mortales y de otra especie) ningún «pequeño» receptáculo podría bastarme. No: más vale que pintes el verdadero recipiente, que no de oro sino de vidrio, y lo más parecido a una garrafa de vino. En él puedes poner un litro de láudano rojo como el rubí; eso y un libro de metafísica alemana darán testimonio suficiente de que me encuentro en las inmediaciones. En lo que toca a mi propia figura —esto ya es otro cantar—. Admito que, como es natural, debería ocupar el primer plano del cuadro; que siendo el héroe de la pieza o (si así lol prefieres) el criminal enjuiciado, tendría que comparecer ante el tribunal. Esto parece razonable, mas ¿por qué he de confesarle tales cosas a un pintor? ¿Por qué confesar? Si el público (ante cuyo oído —y no ante el de ningún pintor— estoy susurrando en secreto mis confesiones) se ha formado para sí una imagen agradable del físico del comedor de opio, si le ha asignado románticamente una silueta elegante o un rostro bien parecido ¿por qué habría de deshacer como un bárbaro una ilusión tan grata, grata para el público tanto como para mí? No: píntame, si quieres pintarme, conforme a tu propia fantasía y, como la fantasía de un pintor debe estar llena de creaciones hermosas, estoy seguro que saldré ganando. Y ahora, lector, ya hemos recorrido las diez categorías de lo que era mi condición hacia 1816-17; considero que hasta mediados de este último año fui un hombre feliz y he tratado de exponer ante ti los elementos de tal felicidad en el esbozo de la biblioteca de un hombre de letras, en una casa de las montañas, una tormentosa noche de invierno.
Pero ahora adiós —un largo adiós a la felicidad, en invierno o en verano—, adiós a las sonrisas y a las risas, adiós a la paz del alma, adiós a la esperanza, al sueño tranquilo y a sus benditos consuelos —durante más de tres años y medio no disfrutaré de ellos: he llegado a una llíada de males, pues ahora tengo que dar cuenta de

Los dolores del opio

como hunde el gran pintor
Su pincel en la negrura del terremoto y el eclipse.
Shelley, Rebelión del Islam

Lector que me has acompañado hasta aquí, debo solicitar tu atención para una breve nota explicativa en tres puntos:

1. Por varias razones no he podido componer las notas sobre esta parte de mi narrativa en forma ordenada y coherente. Ofrezco mis notas en desorden, tal como las encuentro o como ahora las redacto de memoria. Algunas indican su propia fecha; he fechado otras y algunas no están fechadas. Siempre que convino a mis propósitos transplantarlas de su orden natural o cronológico así lo hice sin mayores escrúpulos. A veces empleo el presente, otras el pasado. Sólo unas cuantas notas, quizá, se escribieron precisamente en la época a que se refieren, pero esto afecta en muy poco su exactitud, pues las impresiones fueron tales que no podrán desvanecerse nunca de mi mente. Es mucho lo que se ha omitido. No podía, sin gran esfuerzo, obligarme a la tarea de recordar, o de exponer en una narración ordenada, toda la carga de horrores que pesa sobre mi cerebro. Como disculpa invoco en parte este sentimiento y en parte el hecho de que ahora me encuentro en Londres, separado de las manos que suelen prestarme servicios de amanuense, y soy de esas personas tan desmañadas que ni siquiera pueden arreglar sus propios papeles sin ayuda.
2. Creerás tal vez que hago demasiadas confidencias y soy demasiado comunicativo de mi propia historia privada. Es posible. Pero mi manera de escribir es casi pensar en voz alta y seguir mis movimientos de humor, sin reparar en quién me está escuchando; si me detengo a reflexionar en lo que es propio decir a esta o aquella persona, pronto dudaré de que exista una parte de mi relato que con propiedad pueda contarse. Lo cierto es que me imagino que ya han pasado quince o veinte años y me hago a la idea de que escribo para quienes entonces se interesarán por mí; y como quiero ofrecer la relación de una época y soy el único que puede conocer toda la historia, doy a mi narrativa la mayor amplitud posible haciendo los esfuerzos de que ahora soy capaz, pues no sé si alguna vez volveré a tener tiempo para hacerlo.
3. Muchas veces querrás preguntarme por qué no me libré de los horrores del opio suprimiendo o disminuyendo su uso. A esto responderé en pocas palabras: podría pensarse que cedí con demasiada facilidad a las fascinaciones del opio; no cabe suponer que nadie se sienta atraído por sus terrores. El lector puede estar seguro de que hice innumerables intentos por reducir la cantidad. Añadiré que fueron quienes presenciaban la agonía de dichos intentos, y no yo mismo, los primeros en rogarme que cediese. Pero ¿acaso no podía ir disminuyendo una gota diaria o bien agregar agua y luego dividir una gota en dos o tres partes? Dividir mil gotas me hubieran llevado casi seis años: no hay duda de que tal método era insuficiente. Sin embargo, este error es muy frecuente en quienes no tienen ningún conocimiento experimental del opio, pero me dirijo a quienes sí lo tienen para preguntarles si no ocurre siempre que es posible reducir la cantidad con facilidad y aun con placer sólo hasta cierto punto, pasado el cual toda nueva reducción es causa de intensos sufrimientos. Sí, responden algunos insensatos que no saben lo que dicen, sufrirá usted de tristeza y decaimiento durante unos días. No, contesto; lo que sucede no se parece en nada al decaimiento; por el contrario, la mera vitalidad animal aumenta extraordinariamente: el pulso es más firme, la salud mejor. El malestar no consiste en esto, ni recuerda en lo menor a lo que se siente cuando se renuncia al vino. Es un estado de indecible irritación del estómago (lo cual, por cierto, no se asemeja mucho a sentirse triste y decaído) acompañado por una transpiración muy fuerte así como por sensaciones que no intentaré describir en tan poco espacio.

Empiezo ahora in media res y, anticipándome a la época en la que puede decirse que los dolores del opio llegaron a su acmè, trataré de sus efectos paralizantes sobre las facultades intelectuales.

Hace tiempo que he interrumpido mis estudios. No siento ningún placer en leer y apenas si puedo hacerlo más de un momento. En cambio leo a veces en voz alta por dar gusto a los demás, ya que no me falta talento para este tipo de lectura; diré más, en el sentido vulgar de la palabra talento —o sea un mérito superficial, un adorno— es casi el único que tengo, y si en otro tiempo pude envanecerme de alguno de mis méritos o facultades, fue de esta habilidad que, según he observado, es la menos frecuente de todas. Los actores leen peor que nadie: [Kemble] es un pésimo lector y la Sra. [Siddons], tan celebrada, sólo acierta en las composiciones dramáticas y es incapaz de leer a Milton de manera soportable. En general, la gente lee la poesía sin ninguna pasión o bien excede la sobriedad natural y lee sin inteligencia. Si en los últimos tiempos algo encontré en los libros que me conmoviera, fueron las nobles quejas de Sansón Agonistes o las grandes armonías de los parlamentos de Satán en el Paraíso Recobrado, leídas a solas y en voz alta. A veces viene una señorita a tomar té con nosotros; a petición de ella y de M., les leo de cuando en cuando los poemas de W[ordsworth]. (W[ordswoth], dicho sea de paso, es el único poeta que he conocido nunca que sea capaz de leer sus propios versos; diré más: a menudo lee admirablemente.)
Creo que durante dos años no leí libros, con una sola excepción, y quiero recordar cuál es para pagar la gran deuda de gratitud que tengo con su autor. Todavía solía leer a los poetas más sublimes y apasionados aunque, como he dicho, por trozos y ocasionalmente. Bien sabía yo que mi verdadera vocación era el ejercicio del entendimiento analítico, pero la mayoría de los estudios analíticos son continuos y no pueden practicarse con interrupciones o en esfuerzos fragmentarios. Las matemáticas, la filosofía intelectual, por ejemplo, se me habían vuelto intolerables; les huía poseído de una sensación de enervamiento impotente y pueril que me angustiaba todavía más al evocar la época en que disfrutaba ejercitándome en ellas horas enteras, y también por esta otra razón, que había orientado los esfuerzos de toda mi vida, y dedicado mi inteligencia, sus flores y sus frutos, a la lenta y compleja labor de construir una sola obra, que tenía la presunción de llamar con el título de un libro inconcluso de Spinoza, De emendatione humani intellectus. Este trabajo se hallaba ahora detenido y como congelado, tal un puente o acueducto español, comenzado en escala demasiado grande para los recursos del arquitecto; y en vez de sobrevivirme, al menos como monumento a mis deseos y aspiraciones, y a una vida de trabajo dedicada a exaltar la naturaleza humana en la forma como Dios creyó apropiado dotarme para tan vasta empresa, serviría para que mis hijos hicieran memoria de mis esperanzas derrotadas y mis esfuerzos sin resultado, de los materiales acumulados en vano y de los cimientos sobre los que nunca se levantó una superestructura: del dolor y la ruina del arquitecto. Hallándome en esta condición de imbecilidad procuraba entretenerme dirigiendo mi atención a la economía política; supongo que, mientras me quedase un soplo de vida, mi entendimiento, antes activo e inquieto como una hiena, era incapaz de sumirse en un letargo absoluto. Para las personas que se hallan en el estado en que me encontraba, la economía política tiene la ventaja de que, si bien es una ciencia eminentemente orgánica (es decir, que en ella todas las partes influyen sobre el todo así como, a su vez, el todo influye sobre cada una de las partes), es posible separar cada una de las distintas partes y considerarla en sí misma. A pesar de la gran postracción en que por entonces se hallaban mis facultades, no podía olvidar mis conocimientos, y mi inteligencia había estado íntimamente familiarizada durante demasiados años con los pensadores más estrictos, con la lógica y los grandes maestros de la ciencia, como para no darme cuenta de la extremada debilidad del grupo principal de los economistas modernos. En 1811 había tenido ocasión de examinar muchos libros y folletos sobre las diversas ramas de la economía, y a veces, cuando se lo pedía, M. me leía capítulos de las obras más recientes o fragmentos de los debates parlamentarios. Por lo general me parecía que estos textos eran la hez de la inteligencia humana y que cualquier persona de cabeza bien ordenada, acostumbrado a manejar la lógica con habilidad escolástica, podía coger entre el índice y el pulgar a toda la academia de economistas modernos y ahogarlos a mitad de camino entre el cielo y la tierra o bien pulverizar sus cabezas con un abanico de señora. Al cabo, en 1819, un amigo de Edimburgo me envió el libro del Sr. Ricardo y, recurriendo a mi propia anticipación profética sobre el advenimiento de un legislador para esa ciencia, exclamé antes de terminar el primer capítulo: «¡Tú eres el hombre!». El asombro y la curiosidad eran para mí emociones muertas desde hacía mucho tiempo. Ahora, sin embargo, volví a sentirlas: me pregunté si una vez más tendría estímulos suficientes para el esfuerzo de leer y el propio libro me inspiró una viva curiosidad. ¿En verdad se había escrito esta obra tan profunda en Inglaterra y en el siglo diecinueve? ¿Era posible? Yo había dado por supuesto que el pensamiento4 se había extinguido en Inglaterra. ¿Cómo podía ser que un inglés, ajeno a los recintos académicos, y abrumado por sus obligaciones comerciales y senatoriales, llegase a la meta cuando todas las universidades de Europa no habían conseguido avanzar ni un palmo en cien años de trabajo? Todos los demás autores habían desaparecido aplastados por la carga descomunal de datos y documentos; el Sr. Ricardo había deducido a priori del propio entendimiento leyes que por primera vez arrojaban un rayo de luz sobre el intrincado caos de materiales y, con lo que apenas era una colección de vagas discusiones, había construido una ciencia de proporciones ordenadas que ahora se levantaba sobre bases eternas.
Así fue como una sola obra de profunda inteligencia, además de darme placer, me movió a una actividad que no había tenido desde hacía varios años: hasta me incitó a escribir o al menos a dictarle a M. que escribía por mí. Me pareció que algunas verdades imponentes habían escapado inclusive al «ojo inevitable» del Sr. Ricardo y, como eran de tal naturaleza que en la mayoría de los casos podía expresarlas o ilustrarlas mediante símbolos algebraicos con más brevedad y elegancia que en el estilo torpe y difuso de los economistas, toda la exposición cabía en un cuaderno; aunque me sentía incapaz de todo esfuerzo fui tan lacónico en esta ocasión que, con M. como amanuense, conseguí redactar mis Prolegómenos a todos los futuros sistemas de economía política. Espero que no se pensará que huelen a opio, aunque a decir verdad el tema es ya lo bastante opiáceo para casi todo el mundo.
Pero este esfuerzo no fue sino un destello, como se apreciará por lo que ocurrió luego, ya que decidí publicar mi obra y se hicieron los arreglos necesarios a fin de imprimirla en una prensa de provincia, situada a unas dieciocho millas de distancia. Con tal objeto se retuvo especialmente a un cajista durante varios días. Hasta se anunció en dos ocasiones el libro, por lo que, en cierta forma, estaba obligado a llevar a la práctica mis intenciones. No obstante, me quedaba por escribir un prefacio y una dedicatoria —que yo quería brillante— al Sr. Ricardo. Me fue del todo imposible hacerlo. Se revocaron los arreglos, se despidió al cajista y mis Prolegómenos descansaron en paz al lado de su más respetable hermano mayor.
He descrito o ilustrado mi embotamiento intelectual en términos que, en una u otra forma, se aplican a los cuatro años que estuve bajo el hechizo del Circe del opio. De no ser por la angustia y el sufrimiento cabría afirmar sin faltar a la verdad que entonces existía en un estado de total inactividad y como dormido. Era raro que pudiese forzarme a ecribir una carta; a lo mucho lograba responder en pocas palabras las que había recibido y no sin que, muchas veces, la carta no aguardase antes durante semanas o aun meses sobre mi escritorio. Sin la ayuda de M. todos los recibos de las cuentas pagadas o por pagar habrían desaparecido y mi economía doméstica, cualquiera que fuese la suerte de la Economía Política, se habría precipitado por entero a una confusión inextricable. No volveré a aludir a este aspecto del caso a pesar de que, en última instancia, agobia y atormenta al comedor de opio tanto como cualquier otro, a causa de la sensación de debilidad e impotencia provocada por los incidentes vergonzosos que sobrevienen cuando se descuidan y postergan las obligaciones de cada día, así como de los remordimientos que a menudo enconan el aguijón de estos males en un ánimo meditativo y escrupuloso. El comedor de opio no pierde un ápice de su sensibilidad o sus aspiraciones morales; desea y anhela, tan vivamente como siempre, hacer lo que cree posible y lo que a su juicio le exige el deber, pero su percepción intelectual de lo que es posible sobrepasa infinitamente no sólo su capacidad de ejecutar sino también su capacidad de intentar; yace bajo el peso de un íncubo, de una pesadilla: tiene ante los ojos todo lo que de buena gana quisiera hacer, tal como un hombre postrado en el lecho por la mortal languidez de una enfermedad enervante a quien se obligara a ser testigo de los abusos y ultrajes infligidos a la persona que ama sobre todas las cosas: maldice los ensalmos que lo encadenan y lo privan de todo movimiento, sacrificaría su vida si lograra ponerse de pie y andar, pero es impotente como un recién nacido y ni siquiera puede intentar levantarse.
Paso ahora al tema principal de estas últimas confesiones, a la historia y el diario de lo que sucedió en mis sueños, causa inmediata y próxima de mis sufrimientos más intensos.
El primer aviso de que estaba ocurriendo un cambio importante en esta parte de mi economía física fue que volvió a manifestarse una condición del ojo que, por lo general, se presenta en la infancia o en estados de extrema irritabilidad. Ignoro si el lector tiene noticia de que muchos niños, tal vez la mayoría, son capaces de pintar, por así decirlo, toda suerte de fantasmas sobre la oscuridad; en algunos, tal facultad es tan sólo una afección mecánica del ojo; otros disponen de un poder voluntario o semivoluntario para convocar y despedir las imágenes o, como en una ocasión me dijo un niño al que interrogaba sobre esto: «Puedo decirles que se vayan y se van, pero a veces vienen sin que les haya dicho que vengan.» Le respondí que tenía sobre las apariciones autoridad casi tan ilimitada como la de un centurión romano sobre los soldados. A mediados de 1817, si mal no recuerdo, esta facultad se volvió verdaderamente penosa; por las noches, mientras me hallaba acostado y sin dormir, desfilaban ante mí vastas procesiones de lúgubre pompa, frisos de historias interminables tan tristes y solemnes como si fuesen de tiempos anteriores a Edipo y a Príamo —anteriores a Tiro—, anteriores a Menfis. Al mismo tiempo se produjo un cambio equivalente en mis sueños; de pronto se abrió e iluminó en mi cerebro un teatro en el que cada noche se presentaban espectáculos de esplendor más que terrenal. Debo mencionar también los cuatro hechos siguientes, que por entonces empecé a advertir:

1. A medida que aumentaba la disposición creativa del ojo parecía surgir cierta simpatía entre los estados de sueño y vigilia del cerebro, en el sentido que, por lo general, todo lo que yo invocaba y dibujaba en la oscuridad mediante un acto de voluntad se transfería a mis sueños; hasta tal punto que temía ejercer esta facultad, pues, así como los objetos que Midas tranformaba en oro burlaban sus esperanzas y defraudaban sus deseos humanos, bastaba que imaginase en la oscuridad las cosas que pueden representarse visualmente para que asumieran al instante la forma de fantasmas del ojo y, por un proceso al parecer no menos inevitable, una vez trazadas las imágenes en colores pálidos y visionarios, como escrituras en tinta simpática, la química feroz de mis sueños las reavivaba hasta darles un esplendor intolerable que me oprimía el corazón.
2. Este y todos los demás cambios ocurridos en mis sueños vinieron acompañados de una honda ansiedad y una amarga melancolía que es enteramente imposible comunicar con palabras. Cada noche sentía que bajaba, no metafóricamente, sino que en realidad bajaba a grietas y simas tenebrosas, abismos en los abismos, sin ninguna esperanza de reascender. Y al despertarme no me parecía que hubiese reascendido. No me detendré a explicarlo, ya que no hay palabras que basten para dar una idea del negro desaliento que me embargaba ante esos grandiosos espectáculos, por lo menos igual a la absoluta oscuridad de una desesperación suicida.
3. El sejrtids del espacio y, al final, el sentido del tiempo, quedaron ambos gravemente afectados. Los edificios, los paisajes, etc., se mostraban en proporciones más vastas de las que perciben los ojos mortales. El espacio se hinchaba y expandía hasta alcanzar el infinito indecible. Sin embargo, esto ne me inquieta tanto como la gran expansión del tiempo; a veces tenía la impresión de haber vivido 70 ó 100 años en una noche; más aún, sentía que durante ese lapso había transcurrido todo un milenio o, por lo menos, una duración muy superior a los límites de cualquier experiencia humana.
4. Volvían a mí los más nimios incidentes de la infancia o escenas olvidadas de otros años; no puede decirse que los recordara, ya que si alguien me hubiese hablado de ellos estando yo despierto no habría podido darme cuenta de que formaban parte de mi experiencia. Pero tal como se disponían ante mí, en sueños semejantes a intuiciones, revestidos de las más efímeras circunstancias y sentimientos que una vez los acompañaron, los reconocía al instante. Una de mis parientes más cercanas me ha contado que, siendo niña, se cayó al río y estaba a punto de perecer cuando acudieron en su auxilio: en ese momento crítico vio su vida entera desplegarse simultáneamente ante sus ojos, como en un espejo, al tiempo que se desarrollaba en ella la facultad de comprender el todo y cada una de sus partes. Bien puedo creerlo cuando recuerdo algunas de mis experiencias con el opio; luego, en dos ocasiones, he visto que se afirma la mismo en libros modernos junto a una observación de cuya verdad estoy convencido, a saber que el temible Libro del Juicio Final de que hablan las Escrituras es, en realidad, la propia mente de cada persona. Al menos me siento seguro de esto, la mente no es capaz de nada que se parezca al olvido; mil accidentes interponen un velo entre nuestra conciencia y las inscripciones secretas de la mente, pero otros accidentes de la misma clase lo desgarran y, velada o no, la inscripción perdura para siempre, tal las estrellas que parecen retirarse ante la luz común del día aunque en verdad, como todos sabemos, la luz haya corrido su velo sobre ellas, que volverán a mostrarse cuando otra vez se descorra la luz oscurecedora del día.
Habiendo señalado estos cuatro factores, diferencias memorables entre mis sueños de entonces y aquellos de la salud, citaré ahora un ejemplo que servirá de ilustración al primero de ellos y luego contaré los demás que recuerde, ya sea en orden cronológico o en cualquier otro que aumente el efecto de los cuadros sobre el lector.
Fui en mi juventud —y lo sigo siendo de tiempo en tiempo, cuando quiero entretenerme— gran lector de Livio, a quien, lo confieso, prefiero sobre los demás historiadores romanos tanto por el estilo como por la materia; muchas veces he sentido que los sonidos más graves y solemnes, más enfáticamente representativos de la majestad del pueblo romano, son esas dos palabras que con tanta frecuencia aparecen en su obra: Consul Romanus, sobre todo cuando están referidas al cónsul en sus funciones militares. En efecto, expresiones como sultán, regente, etc., o cualquiera de los títulos usados por quienes encarnan en sus propias personas las majestad colectiva de un gran pueblo, tenían menos poder sobre mis sentimientos reverenciales. De otra parte, aunque no soy gran lector de historia, había llegado a familiarizarme minuciosa y críticamente con un período de la historia de Inglaterra, el de la Guerra Parlamentaria, en el que me atraían la grandeza moral de algunos personajes y los muchos e interesantes libros de memorias que nos quedan de una época tan agitada. Estas dos partes de mis lecturas más ligeras, que habían sido a menudo tema de mis reflexiones, me dieron ahora la materia de mis sueños. Muchas veces, habiendo pintado en la oscuridad una especie de ensayo general cuando aún me hallaba despierto, veía una multitud de damas, tal vez una fiesta y bailes, y oía decir, o bien yo mismo me decía: «Estas son las damas inglesas de los desventurados tiempos de Carlos I. Estas son las mujeres e hijas de aquellos que se reunían en paz, se sentaban a las mismas mesas y estaban unidos por lazos de matrimonio o de sangre, pero que, pasado cierto día de agosto de 1642, no volvieron a sonreírse ni se encontraron más, como no fuera en el campo de batalla, y en Marston Moor, Newbury o Naseby tajaron con el sable cruel los vínculos del amor y ahogaron en sangre el recuerdo de la antigua amistad.» Las damas bailaban y eran tan hermosas como las de la corte de Jorge IV y no obstante yo sabía, aún en sueños, que llevaban casi dos siglos bajo tierra. De pronto se desvanecía el suntuoso desfile, sonaba una palmada, las palabras Consul Romanus me estremecía el corazón y de inmediato avanzaban majestuosamente, en túnicas deslumbrantes, Paulo o Mario, rodeados por una compañía de centuriones, con la púrpura enarbolada en una lanza, y seguidos por el alalagmos de las legiones romanas.
Hace muchos años hojeaba yo las Antigüedades de Roma, de Piranesi, mientras el Sr. Coleridge, que se hallaba a mi lado, me describía una serie de grabados de ese artista, llamados los Sueños, en los que registró el escenario de las visiones que ló asediaron con el delirio de la fiebre. Algunos de ellos (según recuerdo de lo que me contó el Sr. Coleridge) representaban enormes salas góticas, con el suelo cubierto de toda clase de máquinas y artefactos, ruedas, cables, poleas, palancas, catapultas, etc., que expresaban lo enorme de la potencia aplicada y la resistencia vencida. Pegada a los muros se veía una escalera por la que subía trabajosamente el propio Piranesi: un poco más allá la escalera terminaba abrupta, súbitamente, sin balaustrada de ninguna clase: se había llegado al extremo y era imposible dar un solo paso más sin precipitarse al vacío. Cualquiera sea la suerte del pobre Piranesi, pensamos, por lo menos aquí terminan, de alguna manera, sus sufrimientos. Pero al levantar la vista vemos, todavía más alto, una segunda escalera y en ella distinguimos nuevamente a Piranesi, ahora al borde mismo del precipicio; volvemos a elevar la mirada y divisamos una escalera aún más aérea y al pobre Piranesi ocupado en su fatigosa ascensión: y así una y otra vez hasta que la escalera interminable y Piranesi se pierden ambos en la tiniebla superior del recinto. Con la misma potencia incesante de crecimiento y reproducción de sí misma procedía la arquitectura de mis sueños. En las primeras fases de mi enfermedad los esplendores de los sueños fueron sobre todo arquitectónicos: contemplé ciudades y palacios de una pompa que nunca contemplaron ojos despiertos, como no fuese en las nubes. Citaré los versos en que un gran poeta moderno describe, como aparición surgida en las nubes, lo que yo solía ver, con muchos de los mismos detalles, en mis sueños:

La aparición, de pronto revelada,
De una gran ciudad —diré mejor

Un agitado océano de edificios

Cerrado sobre sí mismo en prodigiosos
Interminables abismos de esplendor.
Vi murallas de oroj diamantes
Cúpulas de alabastro, agujas de plata
Y terrales sobre terrazas relucientes
En alto levantadas; avenidas
De claros pabellones; torres rodeadas
Por almenas en cuya frente inquieta
Brillaba una estrella —¡luz de todas las gemas!
La naturaleza terrestre con el turbio
Material de la tormenta, ahora en calma,
Forjara esta visión, con las bóvedas,
Laderas, cumbres hechas de nubes
Detenidas bajo el cielo azul, etc.

Uno de estos sublimes detalles —almenas con estrellas en las frentes inquietas— podría estar copiado de mis sueños arquitecturales, donde se presentó varias veces. Se afirma que, en nuestros tiempos, Dryden y Fuseli comían carne cruda a fin de provocarse sueños espléndidos: más les valiera comer opio para lograr su propósito, lo que hasta ahora, que yo sepa, no ha hecho ningún poeta, como no sea el dramaturgo Shadwell; se cree también, y a mi juicio con razón, que en la antigüedad Homero conocía las virtudes del opio.
A mi arquitectura siguieron sueños de lagos y plateadas extensiones de agua, sueños que me obsesionaron hasta tal punto que llegué a temer (lo cual parecerá absurdo a un médico) que una condición o tendencia hidrópica del cerebro se estuviese haciendo (para emplear una palabra metafísica) objetiva y que el órgano sensible se proyectase como objeto de sí mismo. Durante dos meses me dolió mucho la cabeza, una parte del cuerpo que hasta entonces había tenido tan libre de toda muestra o asomo de debilidad (hablo de lo físico) que solía decir, como el último lord Orford de su estómago, que probablemente sobreviviría al resto de mi persona. Antes de esta época yo nunca supe lo que era una jaqueca, ni el más ligero dolor de cabeza, con excepción de los dolores reumáticos provocados por mis propias imprudencias. Felizmente conseguí superar el ataque, aunque estuvo a punto de convertirse en algo muy peligroso.
1 Calculo que veinticinco gotas de láudano equivalen a un grano de opio, lo cual, según creo, es la estimación más corriente, Sin embargo, como ambas cantidades pueden considerarse variables (la potencia del opio varia mucho y la de la tintura de opio aún más), supongo que en estas cuentas no es posible llegar a una exactitud infinitesimal. El tamaño de las cucharillas de té varía tanto como la potencia del opio. Las pequeñas contienen unas cien gotas, de modo que 8.000 gotas son unas ochenta cucharadas. Como puede apreciar el lector, me mantuve, con mucho, dentro de los amplios límites fijados por el Dr. Buchan.


2 Esta conclusión no es, sin embargo, inevitable: la variedad de los efectos que produce el opio según las distintas constituciones es infinita. Un magistrado de Londres (Marriott, Struggels through Life, vol [II, pág. 391, tercera edición) ha dejado constancia de que la primera vez que usó láudano para calmar los dolores de la gota tomó cuarente gotas, la noche siguiente sesenta y la quinta noche ochenta, sin sentir el más mínimo efecto, y esto a una edad avanzada. Aún más: gracias a un cirujano de provincias, me he enterado de una anécdota junto a la cual el caso del Sr. Harriott resulta insignificante; la contaré en el tratado médico sobre el opio que pienso publicar si el Colegio de Médicos me paga por iluminar en la materia los oscurecidos entendimientos de sus miembros: la historia es demasiado buena para contarla gratis.

3 Véanse en las relaciones de cualquier viajero que haya recorrido el Oriente los furiosos excesos cometidos por malayos que han tomado opio o a quienes la mala suerte en el juego empuja a la desesperación.


4 El lector debe tener presente lo que quiero decir por pensamiento: de otra manera esta afirmación resultaría presuntuosa. Últimamente Inglaterra ha tenido, hasta el exceso, pensadores magníficos en los ramos de la creación y la combinación, pero la escasez de pensadores masculinos en todas las vías analíticas es lamentable. Un escocés de nombre eminente nos decía hace poco que se había visto obligado a abandonar hasta las matemáticas por falta de apoyo.

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