martes, 7 de agosto de 2018

Confesiones de un comedor de opio inglés. Thomas de Quincey.


(Fragmento 5).
Esta es la doctrina de la verdadera iglesia en cuanto al opio: iglesia de la que confieso ser el único miembro, el alfa y el omega; pero téngase en cuenta que mis palabras se sustentan en una experiencia personal amplia y profunda, en tanto que casi todos los autores ajenos a la ciencia1 que han tratado del tema, y aun aquellos que se refieren expresamente a cuestiones de medicina, muestran con el horror de sus expresiones que carecen del más mínimo conocimiento experimental en cuanto a la acción del opio. No obstante, he de reconocer con entera honradez que me ha ocurrido encontrarme con alguien cuyo testimonio del poder embriagador del opio hizo vacilar mi propia incredulidad, puesto que se trataba de un cirujano que había probado el opio y en grandes cantidades. En una ocasión le dije que (según había oído) sus enemigos lo acusaban de desvariar cuando hablaba de política mientras que sus amigos lo defendían aduciendo que se hallaba en permanente estado de embriaguez a causa del opio. Ahora bien, añadí, la acusación no es prima facie y de necesidad absurda y, en cambio, sí lo es la defensa. Cual no sería mi sorpresa cuando insistió en que tanto sus enemigos como sus amigos tenían razón. «Le aseguro a usted», me dijo, «que es cierto que desvarío y, en segundo lugar, le aseguro que no desvarío por principio ni tampoco por afán de lucro, sino lisa y llanamente, lisa y llanamente, lisa y llanamente (lo repitió tres veces) porque estoy embriagado de opio, cosa que me ocurre todos los días». Le respondí que, en cuanto a la acusación de sus enemigos, puesto que parecía fundarse en testimonios respetables y que las tres partes interesadas convenían en ello, no sería yo quien la pusiese en duda, pero que sí debía oponerme a la defensa. Mi amigo procedió entonces a discutir la cuestión y exponer sus razones, y creí tan descortés continuar un debate en que se daba por supuesto que una persona se equivocaba en algo relativo a su propia profesión, que no insistí ni siquiera cuando me pareció que sus argumentos daban pie a objeciones; no hace falta agregar que un hombre que desvaría, aunque «sin fines de lucro», no es el más agradable de los interlocutores en una discusión, ya sea como ponente o como opositor. Admito, sin embargo, que la autoridad del cirujano, que por otra parte era bien considerado como tal, parecerá de peso ante mi prejuicio, mas he de alegar mi experiencia, que era mayor que la suya en 7.000 gotas diarias; y si bien no cabe pensar que un médico pueda no hallarse familiarizado con los síntomas de la embriaguez alcohólica, tengo la impresión de que tal vez cometía un error de lógica al emplear la palabra embriaguez con excesiva amplitud, abarcando con ella genéricamente todas las formas de la excitación nerviosa en vez de limitarla a un caso específico de excitación relacionado con ciertos diagnósticos. He oído a algunas personas afirmar que se habían embriagado con té verde, y un estudiante de medicina de Londres, cuyos conocimientos profesionales tengo razones para respetar mucho, me aseguraba el otro día que un paciente, al recobrarse de una enfermedad, se había embriagado con un beef-steak.
Habiéndome demorado tanto en este primer error, el principal con respecto al opio, señalaré muy brevemente un segundo y un tercero, o sea que a la exaltación que produce sigue de necesidad la correspondiente depresión, y que la consecuencia natural y aun inmediata del opio es la somnolencia y el embotamiento, tanto en lo físico como en lo mental. Me contentaré tan sólo con negar el primero de estos errores asegurando al lector que, durante los diez años que tomé opio espaciadamente, disfruté siempre de un bienestar excepcional al día siguiente de permitirme este placer.
En cuanto al embotamiento que, según se dice, sigue o más bien (si hemos de creer a las muchas imágenes de turcos comedores de opio) acompaña a la práctica de comer opio, también lo niego. El opio está clasificado, por supuesto, entre los estupefacientes y al cabo puede tener, en cierta medida, efectos de esta clase, pero sus efectos primordiales son siempre excitar y estimular el sistema en el más alto grado; durante mi noviciado la primera fase de su acción duraba más de ocho horas, de modo que la culpa será del propio comedor de opio si no gradúa la dosis (para hablar en términos médicos) en forma tal que todo el peso de la influencia estupefaciente recaiga en sus horas de sueño. Al parecer los turcos que comen opio son tan absurdos que se quedan sentados, como si fuesen estatuas ecuestres, en troncos de madera tan estúpidos como ellos. A fin de que el lector juzgue el grado en que el opio puede enajenar las facultades de un inglés, describiré (para tratar la cuestión por vía ilustrativa y no argumentativa) la manera como yo mismo pasaba una tarde de opio en Londres entre los años 1804 y 1812. Como se apreciará, no cabe decir que el opio me incitase a buscar la soledad ni mucho menos la inactividad o ese lánguido volverse sobre sí mismo que se atribuye a los turcos. Con mi relato corro el riesgo de pasar por un entusiasta o visionario enloquecido, pero esto me importa muy poco: quiero recordar al lector que durante el resto del tiempo me hallaba dedicado a mis estudios, por cierto muy severos, y que al igual que cualquiera tenía pleno derecho a divertirme de cuando en cuando, aunque me lo permitía muy raras veces.
El desaparecido duque de [Norfolk] solía decir: «El próximo viernes, con la bendición del cielo, tengo intención de emborracharme»; de modo semejante yo fijaba por anticipado el número de veces dentro de un plazo determinado, así como las fechas exactas, en que me permitiría una orgía de opio. Por lo general esto sucedía, como máximo, una vez cada tres semanas, ya que entonces no me hubiera atrevido a pedir diariamente (como después lo hice): «un vaso de láudano negus, caliente y sin azúcar». No, como he dicho, era muy raro en esa época que bebiera láudano más de una vez cada tres semanas. Elegía siempre, por principio, la noche del martes o del sábado y mi razón para ello era la siguiente: esos días cantaba en la Opera la Grassini y su voz era la más deliciosa de cuantas haya escuchado nunca. Hace siete u ocho años que no he vuelto al Teatro de la Opera e ignoro en qué estado se hallará ahora, pero por ese entonces era, con mucho, el lugar público de Londres en que podía pasarse más agradablemente una velada. La entrada de galería costaba cinco chelines y en ella se estaba expuesto a menos molestias que en las plateas de los teatros; la orquesta se distinguía, por su sonido tan dulce y melodioso, de las demás orquestas inglesas cuya composición, he de confesarlo, no es grata a mis oídos por el predominio de los instrumentos estridentes y la casi absoluta tiranía del violín. Los coros eran divinos y dudo que al entrar al paraíso de los comedores de opio ningún turco sintiera jamás la mitad del placer que yo sentía cuando aparecía la Grassini en un interludio, como ocurría a menudo, y vertía su alma apasionada en el papel de Anditómaca ante la tumba de Héctor, etc. Pero en verdad hago demasiado honor a esos bárbaros al suponerlos capaces de cualquier placer que se aproxime a los goces intelectuales de un inglés. En efecto, la música es un placer intelectual o sensual, de acuerdo con el temperamento de quien la escucha. Dicho sea de paso, con excepción de una página de espléndida fantasía en la Noche de Reyes, la única observación acertada sobre el tema de la múscia que recuerdo en toda la literatura es un pasaje de la Religio Medici2, de sir T. Browne, notable sobre todo por su carácter sublime aunque no sin valor filosófico, ya que apunta a la teoría más cierta de los efectos musicales. El error de la mayoría de las gentes consiste en creer que se comunican con la música por los oídos y por tanto que perciben sus efectos en actitud meramente pasiva. No es así: el placer se construye por reacción de la mente ante los avisos del oído (la materia viene de los sentidos, la forma de la mente) lo cual explica que dos personas de oído igualmente bueno pueden tener pareceres muy distintos. Ahora bien, como en general el opio aumenta mucho la actividad de la mente, por fuerza aumentará también el modo particular de dicha actividad, que nos permite construir con la materia prima del sonido orgánico un refinado placer intelectual. Pero me dice un amigo, para mí la sucesión de notas musicales es, como una serie de caracteres arábigos, no me inspira ideas de ninguna clase. ¿Ideas, mi querido señor? No es el momento de tenerlas: todas las ideas que surgen en tales casos disponen del idioma de los sentimientos representativos. Mas por ahora el tema se aparta de mis propósitos; baste decir que la complicada armonía de un coro, etc., desplegaba ante mí, como en un tapiz, toda mi vida pasada, no evocada por un acto de la memoria sino presente y encarnada en la música: ya sin dolor para mí, suprimidos o bien confundidos en una brumosa abstracción los detalles de sus incidentes y las pasiones exaltadas, espiritualizadas, sublimadas. Todo esto podía ser mío por cinco chelines. Además de la música de la escena y la orquesta, en los intermedios de la función escuchada a mi alrededor la música de la lengua italiana hablada por mujeres italianas, pues la galería estaba casi siempre llena de gentes de Italia a quienes yo escuchaba con la misma delicia que sentía Weld el viajero al oír en el Canadá las dulces risas de las indias; cuanto menos entendemos un idioma más sensibles somos a lo melodioso o lo áspero de sus sonidos, y en esto me aprovechaba saber tan poco italiano ya que era incapaz de hablarlo, lo leía a duras penas y no comprendía ni la décima parte de las conversaciones. LIMBRICK.
Estos eran mis placeres de la Opera: tenía además otro placer que, como sólo estaba a mi alcance los sábados por la noche, entraba a veces en pugna con mi afición a la ópera, puesto que por entonces se cantaban óperas los martes y sábados. Me temo que al describirlo seré algo oscuro, aunque puedo asegurar al lector que no lo seré más que Marino en su vida de Proclo o que muchos otros autores famosos de biografías y autobiografías. Este placer, como he dicho, sólo era posible el sábado por la noche. ¿Por qué la noche del sábado significaba para mí algo más que la de cualquier otro día? Si no tenía labores de las que descansar, ni salario que recibir ¿qué podía importarme la noche del sábado, como no fuera una invitación para escuchar a la Grassini? Tienes razón, lógico lector: lo que dices es irrefutable. Y no obstante sucedía, y sucede, que los sentimientos de las distintas personas van por distintos caminos, y en tanto que la mayoría demuestra el interés que le inspiran los pobres expresando, de una u otra manera, compasión ante sus penas y desgracias, por esos tiempos yo me inclinaba a expresar mi interés compartiendo sus placeres. Poco antes había visto demasiado de cerca los dolores de la pobreza, hasta tal punto que prefería no acordarme de ellos, pero siempre es grato contemplar los placeres del pobre, los consuelos de su espíritu, el descanso de sus rudas fatigas. La noche del sábado es para los pobres el momento principal, regular y periódico, del reposo: en esto se unen las sectas más hostiles para reconocer un vínculo común de fraternidad: casi toda la Cristiandad descansa de sus labores. Es un descanso que sirve de introducción a otro descanso, y un día entero y dos noches lo separan de la reanudación del trabajo. Por ello siempre me ha parecido, al llegar la noche del sábado, que yo también quedo liberado del yugo del trabajo, cobro un salario y disfruto de las delicias del reposo. En ese entonces, llevado por la intención de asistir en lo posible a un espectáculo por el que sentía tan plena simpatía, era frecuente que los sábados por la noche, después de tomar opio, me echase a caminar, sin fijarme en la dirección ni en la distancia, hacia los mercados y otros lugares de Londres donde acuden los pobres la noche del sábado para gastar su dinero. Me he detenido a escuchar a muchas familias, formadas por un hombre, su mujer y a veces uno o dos de sus hijos, mientras consultaban su presupuesto, el peso de su bolsa o el precio de los artículos domésticos. Poco a poco me fui familiarizando con sus deseos, sus dificultades y sus opiniones. A veces oía murmullos de descontento pero más a menudo veía en los rostros y escuchaba en las palabras expresiones de paciencia, esperanza y serenidad. En términos generales soy de opinión de que, al menos en este aspecto, los pobres son mucho más filósofos que los ricos, puesto que se resignan antes y con mejor ánimo a lo que consideran como pérdidas irreparables o males sin remedio. Cada vez que se me presentaba la oportunidad o que podía hacerlo sin pasar por entrometido me unía a la partida para dar mi parecer sobre el tema en debate y, aunque mi intervención no fuese siempre atinada, siempre era recibida con indulgencia. Su los jornales habían aumentado o se esperaba que aumentasen un poco, si el pan de cuatro libras había bajado de precio o estaban a punto de bajar las cebollas y la mantequilla, me sentía contento; si ocurría lo contrario encontraba en el opio medios de consolarme. Pues el opio (como la abeja, que extrae indiscriminadamente sus materiales de las rosas y del hollín de las chimeneas) puede imponerse a todos los sentimientos y someterlos a la clave dominante. En algunas de estas caminatas recorrí grandes distancias, ya que el comedor de opio es demasiado feliz para notar el paso del tiempo. A veces, en mis intentos de navegar de vuelta a casa con arreglo a los principios náuticos, fijando la mirada en la estrella polar y buscando ambiciosamente el paso del Noroeste en lugar de circunnavegar todos los cabos y puntas que doblara en mi viaje de salida, terminaba por tropezarme con los más arduos problemas en forma de callejuelas intrincadas, entradas misteriosísimas y calles sin salida, que eran como enigmas de la esfinge que hubiesen burlado la audacia de los mozos de cuerda y confundido el intelecto de los cocheros. Casi me persuadía por momentos de ser el primero en descubrir algunas de esas terrae incognitae y dudaba de que figurasen en los mapas modernos de Londres. Por todo esto habría de pagar un precio elevadísimo años después, cuando el rostro humano tiranizó mis sueños y las perplejidades de mis pasos por Londres regresaron para asediarme mientras dormía con la sensación de perplejidades morales o intelectuales que trajeron consigo desconcierto a la razón, angustia y remordimiento a la conciencia.
Como puede apreciarse, el opio no produce necesariamente inactividad o embotamiento y, por el contrario, me llevó muchas veces a mercados y teatros. A pesar de ello estoy dispuesto a admitir lealmente que los mercados y los teatros no son el lugar más apropiado para el comedor de opio que se halla en el grado más divino que alcanza su deleite. En ese estado las multitudes son intolerables y hasta la música se vuelve demasiado sensual y grosera: por inclinación natural busca la soledad y el silencio, condiciones indispensables de los trances y ensoñaciones profundísimas que son la corona y consumación de lo que puede hacer el opio por la naturaleza humana. De mí cabe decir que mi enfermedad consistió en meditar demasiado y observar demasiado poco, y cuando ingresé a la universidad estuve a punto de sumirme en una honda melancolía por elmucho cavilar en los sufrimientos de que fuera testigo en Londres, aunque tenía lo bastante presente la tendencia de mis propios pensamientos como para esforzarme en lo que estuviese a mi alcance por contrarrestarla. Era, en verdad, como el personaje de la antigua leyenda que entra a la caverna de Trofonio; los remedios que me impuse consistían en obligarme al trato con los demás y mantener mi inteligencia ocupada en todo momento con cuestiones científicas. Estoy seguro de que sin estos remedios me habría hundido en una melancolía de hipocondríaco. Sólo años después, cuando mi alegría quedó más plenamente restablecida, cedí a mi inclinación natural a la vida solitaria. Para entonces el opio provocaba en mí un estado de ensoñación y más de una vez, sentado frente a una ventana abierta sobre el mar que divisaba una milla más abajo, y sobre la gran ciudad de L[iverpool], a una distancia semejante, pasé noches enteras de verano, desde el atardecer hasta el alba, perfectamente inmóvil y sin ningún deseo de moverme.
Me acusarán de misticismo, Behmenismo, quietismo, etc., pero eso me tiene sin cuidado. Sir H. Vane, el joven, fue uno de nuestros hombres más sabios: que mis lectores comprueben en sus obras filosóficas si es menos místico que yo. Añadiré que muchas veces me ha ocurrido pensar que, en sí misma, la escena era en cierta medida característica de lo que sucedía durante la ensoñación. La ciudad de L[iverpool] representaba la tierra con sus dolores y tumbas, dejada atrás aunque no perdida de vista ni enteramente olvidada. El océano de movimiento eterno y sosegado, sobre el que se cernía una quietud de paloma, podía representar con justicia la mente y la sensación que la embargaba. Por primera vez sentía como si estuviese lejos del estruendo de la vida, indiferente a él; como si el tumulto, la fiebre y la lucha se interrumpiesen, y se me concediera una tregua a las penas secretas del corazón, un sábado de calma, un descanso en mis trabajos. Aquí las esperanzas que florecen en los caminos de la vida se reconciliaban con la paz de la tumba; el movimiento de la inteligencia era incesante como el de los cielos y una calma alciónica aplacaba todas las ansiedades, una tranquilidad que no parecía fruto de la inercia sino resultado de vastos antagonismos en equilibrio: actividades infinitas, infinito reposo.
¡Oh justo, sutil y poderoso opio! que a los corazones de ricos y pobres, a las heridas que no cierran y a «los tormentos que tientan al espíritu con la rebelión» traes un bálsamo que apacigua: opio elocuente que con tu fuerte retórica deshaces las victorias de la ira; que durante una noche devuelves al culpable las esperanzas de la juventud y le lavas la sangre de las manos; y al hombre orgulloso concedes un breve olvido de

Males sin remedio y ofensas sin venganza;

que convocas a la cancillería de los sueños, para los triunfos de la inocencia perseguida, testigos falsos, confundes al perjuro y revocas la sentencia del juez prevaricador; que construyes en el seno de la oscuridad, con la imaginería fantástica del cerebro, ciudades y templos que no alcanzó el arte de Fidias y Praxiteles, superiores en esplendor a Babilonia y Hekatómpylos, y de «la anarquía del profundo sueño» devuelves a la luz del sol las mejillas de muchachas hace tiempo sepultadas, los rostros benditos del hogar limpios de «los deshonores de la tumba». Sólo tú haces estos regalos al hombre y posees las llaves del Paraíso, ¡oh justo, sutil y poderoso opio!
Introducción a los dolores del opio
Lector cortés y, espero, indulgente (todos mis lectores han de ser indulgentes, pues de no ser así temo que he de escandalizarlos demasiado para contar con su cortesía) que me has acompañado hasta ahora, permíteme rogarte que te adelantes unos ocho años, o sea de 1804 (en que, como tengo dicho, se inició mi relación con el opio) a 1812. Pasaron los años de vida universitaria y casi los he olvidado; la gorra de estudiante ya no me oprime las sienes y, si todavía existe, ha de cubrirse con ella algún joven humanista a quien quisiera tan feliz como yo y con el mismo amor apasionado por el conocimiento. A estas alturas mi túnica se hallará en la condición de muchos miles de excelentes volúmenes de la Bodleiana que examinan con diligencia polillas y gusanos estudiosos, o habrá ido a parar (nada más sé de su destino) a ese gran depósito de alguna parte donde se encuentran todas las tazas, teteras, cajas de té, etc. (para no hablar de recipientes aún más frágiles como vasos o garrafas, etc.) cuyo parecido ocasional con la presente generación de tazas, etc., me recuerda que una vez fui dueño de tales posesiones, si bien, al igual que la mayoría de los doctos togados de ambas universidades, sospecho que sólo podría ofrecer una historia oscura y conjetural de su desaparición y destino último. La persecución de la campana que a las seis de la mañana sonaba en la capilla su importuno llamado a maitines ya no interrumpe mi sueño: murió el portero que la tocaba, sobre cuya hermosísima nariz (bronce con incrustaciones de cobre) escribí en represalia tantos epigramas griegos mientras me vestía, y ha dejado de molestar a la gente: y yo, y muchos otros, que tanto sufrimos con sus inclinaciones tintinabulantes, hemos convenido en pasar por alto sus errores y perdonarlo. Hasta la campana me inspira hoy sentimientos caritativos: supongo que aún repica, como entonces, tres veces al día, y sin duda molesta cruelmente a muchos dignos caballeros y perturba su tranquilidad de espíritu, pero, por mi parte, ya no escucho en este año de gracia de 1812 su voz traicionera (traicionera la llamo, ya que por refinada malignidad hablaba en tonos dulces y argentinos como si nos estuviera invitando a una fiesta); en verdad su sonido no tiene fuerza para alcanzarme, ni siquiera con ayuda de los vientos más favorables a que aspire la perversidad de la propia campana, pues me encuentro a 250 millas de distancia, sepultado en lo más hondo de la sierra. ¿Y qué es lo que hago en la sierra? Tomar opio. Sí, pero ¿qué más? Lector, en 1812, año al que hemos llegado, así como durante los años que lo precedieron estoy dedicado a estudiar la metafísica alemana en las obras de Kant, Fichte, Schelling, etc. ¿Y cómo, y de qué manera, vivo? En suma, ¿a qué clase o grupo de hombres pertenezco? En este período, es decir en 1812, vivo en una pequeña casa de campo, con una sola sirvienta (honni soit qui mal y pense) que mis vecinos conocen por mi «ama de llaves». En mi calidad de estudioso y de persona que ha recibido una educación ilustrada, y en tal sentido un caballero, me atrevo a considerarme como miembro indigno de esa clase indefinida que forman los caballeros. En parte, quizá, por estas razones, y en parte porque no tengo oficio ni beneficio conocido, se piensa con razón que vivo de mis rentas; así lo creen mis vecinos y, conforme a los usos de urbanidad de la Inglaterra moderna, recibo en la correspondencia, etc., el título de esquire, aunque mucho me temo que, en rigurosa heráldica, mis pretensiones a honor tan distinguido sean escasas. Sí, la voz popular declara que soy X. Y. Z. esquire, pero no juez de paz ni Custos Rotulorum. ¿Me he casado? Todavía no. ¿Sigo tomando opio? Los sábados por la noche. ¿Y acaso lo he tomado sin la menor vergüenza a partir del «domingo lluvioso», el «augusto Panteón» y el «beatífico boticario» de 1804? Así es. ¿Y cómo me encuentro de salud después de tanto comer opio, en una palabra, cómo me siento? Bastante bien, lector, muchas gracias; como dicen las señoras que están de parto: «tan bien como puede esperarse». Más aún, si debo confesar la pura verdad, lo cierto es que, aunque conforme a las teorías de los médicos debería haber estado enfermo, en mi vida me sentí mejor que durante la primavera de 1812 y espero muy sinceramente, amable lector, que todo el clarete, el Oporto y el «Madeira especial» que, con toda probabilidad, has bebido o piensas beber en un plazo de ocho años de tu vida natural, no afecte más a tu salud de lo que afectó a la mía tomar opio los ocho años que median entre 1804 y 1812. Aquí compruebas nuevamente lo peligroso que es seguir en cuestiones médicas el consejo del Anastasio; es muy probable que en teología o en derecho sea un consejo de fiar, pero no en medicina. No: vale mucho más consultar al Dr. Buchan; por mi parte así lo hice, no eché en saco roto la magnífica sugerencia de un hombre tan sabio y puse «especial cuidado en no tomar más de veinticinco onzas de láudano». A esta moderación, a un uso tan morigerado del artículo, cabe atribuir, supongo, que por lo menos hasta el momento (es decir, hasta 1812) no conozca, y ni tan siquiera sospeche, los terrores que guarda el opio para vengarse de quienes abusan de su condescendencia. Al mismo tiempo no hay que olvidar que he sido siempre un comedor de opio dilettante: aun el haber practicado el opio durante ocho años, con la única precaución de ir dejando cada vez intervalos suficientes, no ha bastado para convertirlo en elemento indispensable de mi régimen cotidiano. Ahora viene una época distinta. Te ruego, lector, que pases al año 1813. Durante el verano del año que acabamos de abandonar mi salud seresintió mucho como consecuencia de un estado de angustia que, a su vez, se debió a un acontecimiento muy lamentable. En vista de que dicho acontecimiento no tiene otra relación con el tema que ahora me ocupa, aparte de haber provocado la enfermedad, no será necesario que me refiera a él con más detalle. Ignoro si la enfermedad de 1812 influyó en la de 1813; lo cierto es que este último año empecé a padecer de una molestísima irritación del estómago, enteramente semejante a la que tanto me hiciera sufrir en mi juventud, acompañada por una reanudación de todos los antiguos sueños. Puede decirse que, en lo que respecta a mi justificación, todo lo que ha de seguir depende de este momento de mi relato. Aquí me enfrento a un intrincado dilema: o bien agotaré la paciencia del lector narrando mi enfermedad y mis esfuerzos por curarme con los detalles que sean necesarios para convencerlo de que me era imposible seguir luchando con la irritación y el dolor incesantes; o, de otra parte, si no me detengo en este momento crítico de la historia, perderé la ventaja que sería dejar en el lector una impresión más fuerte y me expondré a una falsa interpretación de los hechos, según la cual fui avanzando, con los pasos fáciles y graduales de las personas sin voluntad, de la primera a la última fase en la costumbre de comer opio (y en vista de lo que ya he confesado, la mayoría de los lectores estarán secretamente predispuestos a tal error). Este es el dilema: el primero de sus cuernos bastaría para coger y echar por tierra a toda una columna de lectores pacientes, aunque formaran de dieciséis en fondo y constantemente acudiesen nuevas huestes al relevo: no cabe pensar en ello. Lo único que me queda es postular lo que sea necesario para mi propósito. Te ruego, amable lector, que tengas fe en lo que digo como si lo hubiese demostrado a costa de tu paciencia y de la mía. No seas tan poco generoso como para negarme tu aprecio a causa de mi propio comedimiento y de mi respeto por tu tranquilidad. No; cree todo lo que te pido, o sea que no era posible resistir más; créelo con liberalidad, en un acto de gracia, o bien por simple prudencia, ya que de no ser así en la próxima edición, corregida y aumentada, de mis Confesiones del Opio, te obligaré a creer y a temblar y, à force d'ennuyer, a pura fuerza de bostezos, aterraré a mis lectores para que no vuelvan a atreverse nunca a poner en tela de juicio una aseveración que yo tenga a bien formular.
Esto, permíteme repetirlo, es lo que afirmo: que cuando comencé a tomar opio todos los días no podía hacer otra cosa. El que más tarde me fuera posible liberarme del hábito, aun cuando me parecía que todos mis esfuerzos serían inútiles, y el que muchos de los innumerables esfuerzos que en realidad hice pudieran llevarse más adelante, o el que mis graduales reconquistas del terreno perdido debieron ser más enérgicas —todas estas son cuestiones que no he de tratar—. Tal vez podría alegar circunstancias atenuantes, pero —¿hablaré con toda sinceridad?— confieso que siempre fue mi punto débil ser demasiado eudemonista: tengo un deseo excesivo de felicidad para mí y para los demás, no puedo enfrentarme al sufrimiento —propio o ajeno— con ojo bastante firme, y soy muy poco capaz de soportar el dolor presente pensando en futuros beneficios. En otras cosas puedo estar de acuerdo con los caballeros de la Bolsa de Algodón de Manchester3 y afectar la filosofía estoica, pero no en esto. Aquí me tomo las libertades de un filósofo ecléctico y busco una secta delicada y civil que transija mejor con la fragilidad del comedor de opio, «hombres apacibles para dar la absolución» —como dice Chaucer— que tengan conciencia de las penitencias que infligen y de los esfuerzos de abstinencia que reclaman a pobres pecadores como yo. Un moralista inhumano me es tan insoportable, en mi espiado de nervios, como el opio sin hervir. En todo caso, quien me invite a despachar una carga de sacrificios y mortificaciones en un crucero de perfeccionamiento moral habrá de probarme claramente que la empresa tiene esperanzas de éxito. No cabe suponer que a mi edad (treinta y seis años) me sobra mucha energía; de hecho, creo que es muy poca la que me queda para las labores intelectuales que traigo entre manos; nadie se imagine que con unas cuantas palabras duras me asustará tanto como para hacerme embarcar una parte de ella en desesperadas aventuras de moralidad.
Desesperados o no, mis esfuerzos de 1813 terminaron de la manera que he mencionado y a partir de entonces el lector debe considerarme un comedor de opio habitual y confirmado, a quien preguntarle un día cualquiera si ha comido opio es como preguntarle si los pulmones han respirado o el corazón ha cumplido con sus funciones. Ahora comprendes, lector, lo que soy y puedes darte cuenta que ningún viejo caballero de «barba blanca como la nieve» tendrá la más remota posibilidad de convencerme de que renuncie al «pequeño receptáculo dorado de la perniciosa droga». No: aviso a todos, moralistas o médicos, cualesquiera sean sus pretensiones o habilidades en sus respectivos ramos, que no deben esperar favor alguno de mi parte si pretenden comenzar con una salvaje propuesta de una Cuaresma o Ramadán de abstinencia de opio. Quede esto bien entendido entre nosotros y en adelante navegaremos viento en popa. Ahora bien, lector, te ruego que te pongas de pie en 1813, donde nos hemos sentado a perder el tiempo, ponte de pie, te lo ruego, y camina unos tres años más. Levanta el telón y me encontrarás transformado en un nuevo personaje.
1 Entre el gran rebaño de viajeros, etc., cuya estupidez indica de modo sufíciente que nunca tuvieron relación alguna con el opio, debo advertir en particular a mis lectores contra el brillante autor de Anastasio. El ingenio de este caballero nos haría presumir que estamos ante un comedor de opio, pero es imposible considerarlo como tal en vista de lo torcidamente que describe sus efectos en las págs. 215-17 del vol. I. Pensándolo bien, aparte de los errores a que hago referencia y que él adopta (entre otros) de la manera más completa, tendrá que reconocer que un anciano caballero de «barba blanca como la nieve» que consume «abundantes dosis de opio» y, sin embargo, es capaz de ofrecer graves consejos (dados y recibidos como tales) acerca de las nefastas consecuencias de dicha práctica no constituye una prueba muy convincente de que el opio provoque la muerte prematura o abra las puertas del manicomio. Por mi parte, sé muy bien lo que se trae entre manos el viejo caballero y adivino sus intenciones: lo cierto es que estaba enamorado del «pequeño receptáculo dorado de la perniciosa droga» que Anastasio llevaba consigo, y la manera más fácil y segura de apoderarse de ella que se le ocurrió fue volver loco de terror a su propietario (quien, dicho sea de paso, no era, para comenzar, persona muy sensata). Mi comentario arroja nueva luz sobre el caso y mejora mucho el cuento, ya que el discurso del caballero es ridículo en tanto que lección de farmacia, pero como broma a Anastasio resulta excelente.
2 No tengo a mano el libro para consultarlo en este momento, pero cred que el pasaje comienza: «Y aún esa música de taberna que alegra a unos y enarl dece a otros, a mí suele inspirarme un rapto de profunda devoción», etc.


3 Un elegante gabinete de lectura en el que, a mi paso por Manchester, me acogieron muy cordialmente varios caballeros de esa ciudad, se llama, creo, El Pórtico. Siendo extranjero en Manchester deduje que los suscriptores querían proclamarse discípulos de Zenón. Sin embargo, desde entonces me han asegurado que me equivocaba.

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