(Fragmento 5).
Esta
es la doctrina de la verdadera iglesia en cuanto al opio: iglesia de
la que confieso ser el único miembro, el alfa y el omega; pero
téngase en cuenta que mis palabras se sustentan en una experiencia
personal amplia y profunda, en tanto que casi todos los autores
ajenos a la ciencia1
que han tratado del tema, y aun aquellos que se refieren expresamente
a cuestiones de medicina, muestran con el horror de sus expresiones
que carecen del más mínimo conocimiento experimental en cuanto a la
acción del opio. No obstante, he de reconocer con entera honradez
que me ha ocurrido encontrarme con alguien cuyo testimonio del poder
embriagador del opio hizo vacilar mi propia incredulidad, puesto que
se trataba de un cirujano que había probado el opio y en grandes
cantidades. En una ocasión le dije que (según había oído) sus
enemigos lo acusaban de desvariar cuando hablaba de política
mientras que sus amigos lo defendían aduciendo que se hallaba en
permanente estado de embriaguez a causa del opio. Ahora bien, añadí,
la acusación no es prima facie
y de necesidad absurda y, en cambio, sí lo es la defensa. Cual no
sería mi sorpresa cuando insistió en que tanto sus enemigos como
sus amigos tenían razón. «Le aseguro a usted», me dijo, «que es
cierto que desvarío y, en segundo lugar, le aseguro que no desvarío
por principio ni tampoco por afán de lucro, sino lisa y llanamente,
lisa y llanamente, lisa y llanamente (lo repitió tres veces) porque
estoy embriagado de opio, cosa que me ocurre todos los días». Le
respondí que, en cuanto a la acusación de sus enemigos, puesto que
parecía fundarse en testimonios respetables y que las tres partes
interesadas convenían en ello, no sería yo quien la pusiese en
duda, pero que sí debía oponerme a la defensa. Mi amigo procedió
entonces a discutir la cuestión y exponer sus razones, y creí tan
descortés continuar un debate en que se daba por supuesto que una
persona se equivocaba en algo relativo a su propia profesión, que no
insistí ni siquiera cuando me pareció que sus argumentos daban pie
a objeciones; no hace falta agregar que un hombre que desvaría,
aunque «sin fines de lucro», no es el más agradable de los
interlocutores en una discusión, ya sea como ponente o como
opositor. Admito, sin embargo, que la autoridad del cirujano, que por
otra parte era bien considerado como tal, parecerá de peso ante mi
prejuicio, mas he de alegar mi experiencia, que era mayor que la suya
en 7.000 gotas diarias; y si bien no cabe pensar que un médico pueda
no hallarse familiarizado con los síntomas de la embriaguez
alcohólica, tengo la impresión de que tal vez cometía un error de
lógica al emplear la palabra embriaguez con excesiva amplitud,
abarcando con ella genéricamente todas las formas de la excitación
nerviosa en vez de limitarla a un caso específico de excitación
relacionado con ciertos diagnósticos. He oído a algunas personas
afirmar que se habían embriagado con té verde, y un estudiante de
medicina de Londres, cuyos conocimientos profesionales tengo razones
para respetar mucho, me aseguraba el otro día que un paciente, al
recobrarse de una enfermedad, se había embriagado con un beef-steak.
Habiéndome
demorado tanto en este primer error, el principal con respecto al
opio, señalaré muy brevemente un segundo y un tercero, o sea que a
la exaltación que produce sigue de necesidad la correspondiente
depresión, y que la consecuencia natural y aun inmediata del opio es
la somnolencia y el embotamiento, tanto en lo físico como en lo
mental. Me contentaré tan sólo con negar el primero de estos
errores asegurando al lector que, durante los diez años que tomé
opio espaciadamente, disfruté siempre de un bienestar excepcional al
día siguiente de permitirme este placer.
En
cuanto al embotamiento que, según se dice, sigue o más bien (si
hemos de creer a las muchas imágenes de turcos comedores de opio)
acompaña a la práctica de comer opio, también lo niego. El opio
está clasificado, por supuesto, entre los estupefacientes y al cabo
puede tener, en cierta medida, efectos de esta clase, pero sus
efectos primordiales son siempre excitar y estimular el sistema en el
más alto grado; durante mi noviciado la primera fase de su acción
duraba más de ocho horas, de modo que la culpa será del propio
comedor de opio si no gradúa la dosis (para hablar en términos
médicos) en forma tal que todo el peso de la influencia
estupefaciente recaiga en sus horas de sueño. Al parecer los turcos
que comen opio son tan absurdos que se quedan sentados, como si
fuesen estatuas ecuestres, en troncos de madera tan estúpidos como
ellos. A fin de que el lector juzgue el grado en que el opio puede
enajenar las facultades de un inglés, describiré (para tratar la
cuestión por vía ilustrativa y no argumentativa) la manera como yo
mismo pasaba una tarde de opio en Londres entre los años 1804 y
1812. Como se apreciará, no cabe decir que el opio me incitase a
buscar la soledad ni mucho menos la inactividad o ese lánguido
volverse sobre sí mismo que se atribuye a los turcos. Con mi relato
corro el riesgo de pasar por un entusiasta o visionario enloquecido,
pero esto me importa muy poco: quiero recordar al lector que durante
el resto del tiempo me hallaba dedicado a mis estudios, por cierto
muy severos, y que al igual que cualquiera tenía pleno derecho a
divertirme de cuando en cuando, aunque me lo permitía muy raras
veces.
El
desaparecido duque de [Norfolk] solía decir: «El próximo viernes,
con la bendición del cielo, tengo intención de emborracharme»; de
modo semejante yo fijaba por anticipado el número de veces dentro de
un plazo determinado, así como las fechas exactas, en que me
permitiría una orgía de opio. Por lo general esto sucedía, como
máximo, una vez cada tres semanas, ya que entonces no me hubiera
atrevido a pedir diariamente (como después lo hice): «un
vaso de láudano negus, caliente y sin azúcar».
No, como he dicho, era muy raro en esa época que bebiera láudano
más de una vez cada tres semanas. Elegía siempre, por principio, la
noche del martes o del sábado y mi razón para ello era la
siguiente: esos días cantaba en la Opera la Grassini y su voz era la
más deliciosa de cuantas haya escuchado nunca. Hace siete u ocho
años que no he vuelto al Teatro de la Opera e ignoro en qué estado
se hallará ahora, pero por ese entonces era, con mucho, el lugar
público de Londres en que podía pasarse más agradablemente una
velada. La entrada de galería costaba cinco chelines y en ella se
estaba expuesto a menos molestias que en las plateas de los teatros;
la orquesta se distinguía, por su sonido tan dulce y melodioso, de
las demás orquestas inglesas cuya composición, he de confesarlo, no
es grata a mis oídos por el predominio de los instrumentos
estridentes y la casi absoluta tiranía del violín. Los coros eran
divinos y dudo que al entrar al paraíso de los comedores de opio
ningún turco sintiera jamás la mitad del placer que yo sentía
cuando aparecía la Grassini en un interludio, como ocurría a
menudo, y vertía su alma apasionada en el papel de Anditómaca ante
la tumba de Héctor, etc. Pero en verdad hago demasiado honor a esos
bárbaros al suponerlos capaces de cualquier placer que se aproxime a
los goces intelectuales de un inglés. En efecto, la música es un
placer intelectual o sensual, de acuerdo con el temperamento de quien
la escucha. Dicho sea de paso, con excepción de una página de
espléndida fantasía en la Noche de
Reyes, la única observación acertada
sobre el tema de la múscia que recuerdo en toda la literatura es un
pasaje de la Religio Medici2,
de sir T. Browne, notable sobre todo por su carácter sublime aunque
no sin valor filosófico, ya que apunta a la teoría más cierta de
los efectos musicales. El error de la mayoría de las gentes consiste
en creer que se comunican con la música por los oídos y por tanto
que perciben sus efectos en actitud meramente pasiva. No es así: el
placer se construye por reacción de la mente ante los avisos del
oído (la materia
viene de los sentidos, la forma
de la mente) lo cual explica que dos personas de oído igualmente
bueno pueden tener pareceres muy distintos. Ahora bien, como en
general el opio aumenta mucho la actividad de la mente, por fuerza
aumentará también el modo particular de dicha actividad, que nos
permite construir con la materia prima del sonido orgánico un
refinado placer intelectual. Pero me dice un amigo, para mí la
sucesión de notas musicales es, como una serie de caracteres
arábigos, no me inspira ideas de ninguna clase. ¿Ideas,
mi querido señor? No es el momento de
tenerlas: todas las ideas que surgen en tales casos disponen del
idioma de los sentimientos representativos. Mas por ahora el tema se
aparta de mis propósitos; baste decir que la complicada armonía de
un coro, etc., desplegaba ante mí, como en un tapiz, toda mi vida
pasada, no evocada por un acto de la memoria sino presente y
encarnada en la música: ya sin dolor para mí, suprimidos o bien
confundidos en una brumosa abstracción los detalles de sus
incidentes y las pasiones exaltadas, espiritualizadas, sublimadas.
Todo esto podía ser mío por cinco
chelines. Además de la música de la
escena y la orquesta, en los intermedios de la función escuchada a
mi alrededor la música de la lengua italiana hablada por mujeres
italianas, pues la galería estaba casi siempre llena de gentes de
Italia a quienes yo escuchaba con la misma delicia que sentía Weld
el viajero al oír en el Canadá las dulces risas de las indias;
cuanto menos entendemos un idioma más sensibles somos a lo melodioso
o lo áspero de sus sonidos, y en esto me aprovechaba saber tan poco
italiano ya que era incapaz de hablarlo, lo leía a duras penas y no
comprendía ni la décima parte de las conversaciones. LIMBRICK.
Estos
eran mis placeres de la Opera: tenía además otro placer que, como
sólo estaba a mi alcance los sábados por la noche, entraba a veces
en pugna con mi afición a la ópera, puesto que por entonces se
cantaban óperas los martes y sábados. Me temo que al describirlo
seré algo oscuro, aunque puedo asegurar al lector que no lo seré
más que Marino en su vida de Proclo o que muchos otros autores
famosos de biografías y autobiografías. Este placer, como he dicho,
sólo era posible el sábado por la noche. ¿Por qué la noche del
sábado significaba para mí algo más que la de cualquier otro día?
Si no tenía labores de las que descansar, ni salario que recibir
¿qué podía importarme la noche del sábado, como no fuera una
invitación para escuchar a la Grassini? Tienes razón, lógico
lector: lo que dices es irrefutable. Y no obstante sucedía, y
sucede, que los sentimientos de las distintas personas van por
distintos caminos, y en tanto que la mayoría demuestra el interés
que le inspiran los pobres expresando, de una u otra manera,
compasión ante sus penas y desgracias, por esos tiempos yo me
inclinaba a expresar mi interés compartiendo sus placeres. Poco
antes había visto demasiado de cerca los dolores de la pobreza,
hasta tal punto que prefería no acordarme de ellos, pero siempre es
grato contemplar los placeres del pobre, los consuelos de su
espíritu, el descanso de sus rudas fatigas. La noche del sábado es
para los pobres el momento principal, regular y periódico, del
reposo: en esto se unen las sectas más hostiles para reconocer un
vínculo común de fraternidad: casi toda la Cristiandad descansa de
sus labores. Es un descanso que sirve de introducción a otro
descanso, y un día entero y dos noches lo separan de la reanudación
del trabajo. Por ello siempre me ha parecido, al llegar la noche del
sábado, que yo también quedo liberado del yugo del trabajo, cobro
un salario y disfruto de las delicias del reposo. En ese entonces,
llevado por la intención de asistir en lo posible a un espectáculo
por el que sentía tan plena simpatía, era frecuente que los sábados
por la noche, después de tomar opio, me echase a caminar, sin
fijarme en la dirección ni en la distancia, hacia los mercados y
otros lugares de Londres donde acuden los pobres la noche del sábado
para gastar su dinero. Me he detenido a escuchar a muchas familias,
formadas por un hombre, su mujer y a veces uno o dos de sus hijos,
mientras consultaban su presupuesto, el peso de su bolsa o el precio
de los artículos domésticos. Poco a poco me fui familiarizando con
sus deseos, sus dificultades y sus opiniones. A veces oía murmullos
de descontento pero más a menudo veía en los rostros y escuchaba en
las palabras expresiones de paciencia, esperanza y serenidad. En
términos generales soy de opinión de que, al menos en este aspecto,
los pobres son mucho más filósofos que los ricos, puesto que se
resignan antes y con mejor ánimo a lo que consideran como pérdidas
irreparables o males sin remedio. Cada vez que se me presentaba la
oportunidad o que podía hacerlo sin pasar por entrometido me unía a
la partida para dar mi parecer sobre el tema en debate y, aunque mi
intervención no fuese siempre atinada, siempre era recibida con
indulgencia. Su los jornales habían aumentado o se esperaba que
aumentasen un poco, si el pan de cuatro libras había bajado de
precio o estaban a punto de bajar las cebollas y la mantequilla, me
sentía contento; si ocurría lo contrario encontraba en el opio
medios de consolarme. Pues el opio (como la abeja, que extrae
indiscriminadamente sus materiales de las rosas y del hollín de las
chimeneas) puede imponerse a todos los sentimientos y someterlos a la
clave dominante. En algunas de estas caminatas recorrí grandes
distancias, ya que el comedor de opio es demasiado feliz para notar
el paso del tiempo. A veces, en mis intentos de navegar de vuelta a
casa con arreglo a los principios náuticos, fijando la mirada en la
estrella polar y buscando ambiciosamente el paso del Noroeste en
lugar de circunnavegar todos los cabos y puntas que doblara en mi
viaje de salida, terminaba por tropezarme con los más arduos
problemas en forma de callejuelas intrincadas, entradas
misteriosísimas y calles sin salida, que eran como enigmas de la
esfinge que hubiesen burlado la audacia de los mozos de cuerda y
confundido el intelecto de los cocheros. Casi me persuadía por
momentos de ser el primero en descubrir algunas de esas terrae
incognitae y dudaba de que figurasen en
los mapas modernos de Londres. Por todo esto habría de pagar un
precio elevadísimo años después, cuando el rostro humano tiranizó
mis sueños y las perplejidades de mis pasos por Londres regresaron
para asediarme mientras dormía con la sensación de perplejidades
morales o intelectuales que trajeron consigo desconcierto a la razón,
angustia y remordimiento a la conciencia.
Como
puede apreciarse, el opio no produce necesariamente inactividad o
embotamiento y, por el contrario, me llevó muchas veces a mercados y
teatros. A pesar de ello estoy dispuesto a admitir lealmente que los
mercados y los teatros no son el lugar más apropiado para el comedor
de opio que se halla en el grado más divino que alcanza su deleite.
En ese estado las multitudes son
intolerables y hasta la música se vuelve demasiado sensual y
grosera: por inclinación natural busca la soledad y el silencio,
condiciones indispensables de los trances y ensoñaciones
profundísimas que son la corona y consumación de lo que puede hacer
el opio por la naturaleza humana. De mí cabe decir que mi enfermedad
consistió en meditar demasiado y observar demasiado poco, y cuando
ingresé a la universidad estuve a punto de sumirme en una honda
melancolía por elmucho cavilar en los sufrimientos de que fuera
testigo en Londres, aunque tenía lo bastante presente la tendencia
de mis propios pensamientos como para esforzarme en lo que estuviese
a mi alcance por contrarrestarla. Era, en verdad, como el personaje
de la antigua leyenda que entra a la caverna de Trofonio; los
remedios que me impuse consistían en obligarme al trato con los
demás y mantener mi inteligencia ocupada en todo momento con
cuestiones científicas. Estoy seguro de que sin estos remedios me
habría hundido en una melancolía de hipocondríaco. Sólo años
después, cuando mi alegría quedó más plenamente restablecida,
cedí a mi inclinación natural a la vida solitaria. Para entonces el
opio provocaba en mí un estado de ensoñación y más de una vez,
sentado frente a una ventana abierta sobre el mar que divisaba una
milla más abajo, y sobre la gran ciudad de L[iverpool], a una
distancia semejante, pasé noches enteras de verano, desde el
atardecer hasta el alba, perfectamente inmóvil y sin ningún deseo
de moverme.
Me
acusarán de misticismo, Behmenismo, quietismo, etc., pero eso
me tiene sin cuidado. Sir H. Vane, el joven, fue uno de nuestros
hombres más sabios: que mis lectores comprueben en sus obras
filosóficas si es menos místico que yo. Añadiré que muchas veces
me ha ocurrido pensar que, en sí misma, la escena era en cierta
medida característica de lo que sucedía durante la ensoñación. La
ciudad de L[iverpool] representaba la tierra con sus dolores y
tumbas, dejada atrás aunque no perdida de vista ni enteramente
olvidada. El océano de movimiento eterno y sosegado, sobre el que se
cernía una quietud de paloma, podía representar con justicia la
mente y la sensación que la embargaba. Por primera vez sentía como
si estuviese lejos del estruendo de la vida, indiferente a él; como
si el tumulto, la fiebre y la lucha se interrumpiesen, y se me
concediera una tregua a las penas secretas del corazón, un sábado
de calma, un descanso en mis trabajos. Aquí las esperanzas que
florecen en los caminos de la vida se reconciliaban con la paz de la
tumba; el movimiento de la inteligencia era incesante como el de los
cielos y una calma alciónica aplacaba todas las ansiedades, una
tranquilidad que no parecía fruto de la inercia sino resultado de
vastos antagonismos en equilibrio: actividades infinitas, infinito
reposo.
¡Oh
justo, sutil y poderoso opio! que a los corazones de ricos y pobres,
a las heridas que no cierran y a «los tormentos que tientan al
espíritu con la rebelión» traes un bálsamo que apacigua: opio
elocuente que con tu fuerte retórica deshaces las victorias de la
ira; que durante una noche devuelves al culpable las esperanzas de la
juventud y le lavas la sangre de las manos; y al hombre orgulloso
concedes un breve olvido de
Males
sin remedio y ofensas sin venganza;
que
convocas a la cancillería de los sueños, para los triunfos de la
inocencia perseguida, testigos falsos, confundes al perjuro y revocas
la sentencia del juez prevaricador; que construyes en el seno de la
oscuridad, con la imaginería fantástica del cerebro, ciudades y
templos que no alcanzó el arte de Fidias y Praxiteles, superiores en
esplendor a Babilonia y Hekatómpylos, y de «la anarquía del
profundo sueño» devuelves a la luz del sol las mejillas de
muchachas hace tiempo sepultadas, los rostros benditos del hogar
limpios de «los deshonores de la tumba». Sólo tú haces estos
regalos al hombre y posees las llaves del Paraíso, ¡oh justo, sutil
y poderoso opio!
Introducción
a los dolores del opio
Lector
cortés y, espero, indulgente (todos mis
lectores han de ser indulgentes, pues de no ser así temo que he de
escandalizarlos demasiado para contar con su cortesía) que me has
acompañado hasta ahora, permíteme rogarte que te adelantes unos
ocho años, o sea de 1804 (en que, como tengo dicho, se inició mi
relación con el opio) a 1812. Pasaron los años de vida
universitaria y casi los he olvidado; la gorra de estudiante ya no me
oprime las sienes y, si todavía existe, ha de cubrirse con ella
algún joven humanista a quien quisiera tan feliz como yo y con el
mismo amor apasionado por el conocimiento. A estas alturas mi túnica
se hallará en la condición de muchos miles de excelentes volúmenes
de la Bodleiana que examinan con diligencia polillas y gusanos
estudiosos, o habrá ido a parar (nada más sé de su destino) a ese
gran depósito de alguna parte
donde se encuentran todas las tazas, teteras, cajas de té, etc.
(para no hablar de recipientes aún más frágiles como vasos o
garrafas, etc.) cuyo parecido ocasional con la presente generación
de tazas, etc., me recuerda que una vez fui dueño de tales
posesiones, si bien, al igual que la mayoría de los doctos togados
de ambas universidades, sospecho que sólo podría ofrecer una
historia oscura y conjetural de su desaparición y destino último.
La persecución de la campana que a las seis de la mañana sonaba en
la capilla su importuno llamado a maitines ya no interrumpe mi sueño:
murió el portero que la tocaba, sobre cuya hermosísima nariz
(bronce con incrustaciones de cobre) escribí en represalia tantos
epigramas griegos mientras me vestía, y ha dejado de molestar a la
gente: y yo, y muchos otros, que tanto sufrimos con sus inclinaciones
tintinabulantes, hemos convenido en pasar por alto sus errores y
perdonarlo. Hasta la campana me inspira hoy sentimientos caritativos:
supongo que aún repica, como entonces, tres veces al día, y sin
duda molesta cruelmente a muchos dignos caballeros y perturba su
tranquilidad de espíritu, pero, por mi parte, ya no escucho en este
año de gracia de 1812 su voz traicionera (traicionera la llamo, ya
que por refinada malignidad hablaba en tonos dulces y argentinos como
si nos estuviera invitando a una fiesta); en verdad su sonido no
tiene fuerza para alcanzarme, ni siquiera con ayuda de los vientos
más favorables a que aspire la perversidad de la propia campana,
pues me encuentro a 250 millas de distancia, sepultado en lo más
hondo de la sierra. ¿Y qué es lo que hago en la sierra? Tomar opio.
Sí, pero ¿qué más? Lector, en 1812, año al que hemos llegado,
así como durante los años que lo precedieron estoy dedicado a
estudiar la metafísica alemana en las obras de Kant, Fichte,
Schelling, etc. ¿Y cómo, y de qué manera, vivo? En suma, ¿a qué
clase o grupo de hombres pertenezco? En este período, es decir en
1812, vivo en una pequeña casa de campo, con una sola sirvienta
(honni soit qui mal y pense)
que mis vecinos conocen por mi «ama de llaves». En mi calidad de
estudioso y de persona que ha recibido una educación ilustrada, y en
tal sentido un caballero, me atrevo a considerarme como miembro
indigno de esa clase indefinida que forman los caballeros.
En parte, quizá, por estas razones, y en parte porque no tengo
oficio ni beneficio conocido, se piensa con razón que vivo de mis
rentas; así lo creen mis vecinos y, conforme a los usos de urbanidad
de la Inglaterra moderna, recibo en la correspondencia, etc., el
título de esquire,
aunque mucho me temo que, en rigurosa heráldica, mis pretensiones a
honor tan distinguido sean escasas. Sí, la voz popular declara que
soy X. Y. Z. esquire,
pero no juez de paz ni Custos Rotulorum.
¿Me he casado? Todavía no. ¿Sigo tomando
opio? Los sábados por la noche. ¿Y
acaso lo he tomado sin la menor vergüenza a partir del «domingo
lluvioso», el «augusto Panteón» y el «beatífico boticario» de
1804? Así es. ¿Y cómo me encuentro de
salud después de tanto comer opio, en una palabra, cómo me siento?
Bastante bien, lector, muchas gracias; como dicen las señoras que
están de parto: «tan bien como puede esperarse». Más aún, si
debo confesar la pura verdad, lo cierto es que, aunque conforme a las
teorías de los médicos debería
haber estado enfermo, en mi vida me sentí mejor que durante la
primavera de 1812 y espero muy sinceramente, amable lector, que todo
el clarete, el Oporto y el «Madeira especial» que, con toda
probabilidad, has bebido o piensas beber en un plazo de ocho años de
tu vida natural, no afecte más a tu salud de lo que afectó a la mía
tomar opio los ocho años que median entre 1804 y 1812. Aquí
compruebas nuevamente lo peligroso que es seguir en cuestiones
médicas el consejo del Anastasio;
es muy probable que en teología o en derecho sea un consejo de fiar,
pero no en medicina. No: vale mucho más consultar al Dr. Buchan; por
mi parte así lo hice, no eché en saco roto la magnífica sugerencia
de un hombre tan sabio y puse «especial cuidado en no tomar más de
veinticinco onzas de láudano». A esta moderación, a un uso tan
morigerado del artículo, cabe atribuir, supongo, que por lo menos
hasta el momento (es decir, hasta 1812) no conozca, y ni tan siquiera
sospeche, los terrores que guarda el opio para vengarse de quienes
abusan de su condescendencia. Al mismo tiempo no hay que olvidar que
he sido siempre un comedor de opio dilettante: aun el haber
practicado el opio durante ocho años, con la única precaución de
ir dejando cada vez intervalos suficientes, no ha bastado para
convertirlo en elemento indispensable de mi régimen cotidiano. Ahora
viene una época distinta. Te ruego, lector, que pases al año 1813.
Durante el verano del año que acabamos de abandonar mi salud
seresintió mucho como consecuencia de un estado de angustia que, a
su vez, se debió a un acontecimiento muy lamentable. En vista de que
dicho acontecimiento no tiene otra relación con el tema que ahora me
ocupa, aparte de haber provocado la enfermedad, no será necesario
que me refiera a él con más detalle. Ignoro si la enfermedad de
1812 influyó en la de 1813; lo cierto es que este último año
empecé a padecer de una molestísima irritación del estómago,
enteramente semejante a la que tanto me hiciera sufrir en mi
juventud, acompañada por una reanudación de todos los antiguos
sueños. Puede decirse que, en lo que respecta a mi justificación,
todo lo que ha de seguir depende de este momento de mi relato. Aquí
me enfrento a un intrincado dilema: o bien agotaré la paciencia del
lector narrando mi enfermedad y mis esfuerzos por curarme con los
detalles que sean necesarios para convencerlo de que me era imposible
seguir luchando con la irritación y el dolor incesantes; o, de otra
parte, si no me detengo en este momento crítico de la historia,
perderé la ventaja que sería dejar en el lector una impresión más
fuerte y me expondré a una falsa interpretación de los hechos,
según la cual fui avanzando, con los pasos fáciles y graduales de
las personas sin voluntad, de la primera a la última fase en la
costumbre de comer opio (y en vista de lo que ya he confesado, la
mayoría de los lectores estarán secretamente predispuestos a tal
error). Este es el dilema: el primero de sus cuernos bastaría para
coger y echar por tierra a toda una columna de lectores pacientes,
aunque formaran de dieciséis en fondo y constantemente acudiesen
nuevas huestes al relevo: no cabe pensar en ello. Lo único que me
queda es postular lo que sea necesario para mi propósito. Te ruego,
amable lector, que tengas fe en lo que digo como si lo hubiese
demostrado a costa de tu paciencia y de la mía. No seas tan poco
generoso como para negarme tu aprecio a causa de mi propio
comedimiento y de mi respeto por tu tranquilidad. No; cree todo lo
que te pido, o sea que no era posible resistir más; créelo con
liberalidad, en un acto de gracia, o bien por simple prudencia, ya
que de no ser así en la próxima edición, corregida y aumentada, de
mis Confesiones del Opio,
te obligaré a creer y a temblar y, à
force d'ennuyer, a pura fuerza de
bostezos, aterraré a mis lectores para que no vuelvan a atreverse
nunca a poner en tela de juicio una aseveración que yo tenga a bien
formular.
Esto,
permíteme repetirlo, es lo que afirmo: que cuando comencé a tomar
opio todos los días no podía hacer otra cosa. El que más tarde me
fuera posible liberarme del hábito, aun cuando me parecía que todos
mis esfuerzos serían inútiles, y el que muchos de los innumerables
esfuerzos que en realidad hice pudieran llevarse más adelante, o el
que mis graduales reconquistas del terreno perdido debieron ser más
enérgicas —todas estas son cuestiones que no he de tratar—. Tal
vez podría alegar circunstancias atenuantes, pero —¿hablaré con
toda sinceridad?— confieso que siempre fue mi punto débil ser
demasiado eudemonista: tengo un deseo excesivo de felicidad para mí
y para los demás, no puedo enfrentarme al sufrimiento —propio o
ajeno— con ojo bastante firme, y soy muy poco capaz de soportar el
dolor presente pensando en futuros beneficios. En otras cosas puedo
estar de acuerdo con los caballeros de la Bolsa de Algodón de
Manchester3
y afectar la filosofía estoica, pero no en esto. Aquí me tomo las
libertades de un filósofo ecléctico y busco una secta delicada y
civil que transija mejor con la fragilidad del comedor de opio,
«hombres apacibles para dar la absolución» —como dice Chaucer—
que tengan conciencia de las penitencias que infligen y de los
esfuerzos de abstinencia que reclaman a pobres pecadores como yo. Un
moralista inhumano me es tan insoportable, en mi espiado de nervios,
como el opio sin hervir. En todo caso, quien me invite a despachar
una carga de sacrificios y mortificaciones en un crucero de
perfeccionamiento moral habrá de probarme claramente que la empresa
tiene esperanzas de éxito. No cabe suponer que a mi edad (treinta y
seis años) me sobra mucha energía; de hecho, creo que es muy poca
la que me queda para las labores intelectuales que traigo entre
manos; nadie se imagine que con unas cuantas palabras duras me
asustará tanto como para hacerme embarcar una parte de ella en
desesperadas aventuras de moralidad.
Desesperados
o no, mis esfuerzos de 1813 terminaron de la manera que he mencionado
y a partir de entonces el lector debe considerarme un comedor de opio
habitual y confirmado, a quien preguntarle un día cualquiera si ha
comido opio es como preguntarle si los pulmones han respirado o el
corazón ha cumplido con sus funciones. Ahora comprendes, lector, lo
que soy y puedes darte cuenta que ningún viejo caballero de «barba
blanca como la nieve» tendrá la más remota posibilidad de
convencerme de que renuncie al «pequeño receptáculo dorado de la
perniciosa droga». No: aviso a todos, moralistas o médicos,
cualesquiera sean sus pretensiones o habilidades en sus respectivos
ramos, que no deben esperar favor alguno de mi parte si pretenden
comenzar con una salvaje propuesta de una Cuaresma o Ramadán de
abstinencia de opio. Quede esto bien entendido entre nosotros y en
adelante navegaremos viento en popa. Ahora bien, lector, te ruego que
te pongas de pie en 1813, donde nos hemos sentado a perder el tiempo,
ponte de pie, te lo ruego, y camina unos tres años más. Levanta el
telón y me encontrarás transformado en un nuevo personaje.
1
Entre el
gran rebaño de viajeros, etc., cuya estupidez indica de modo
sufíciente que nunca tuvieron relación alguna con el opio, debo
advertir en particular a mis lectores contra el brillante autor de
Anastasio.
El ingenio de este caballero nos haría presumir que estamos ante un
comedor de opio, pero es imposible considerarlo como tal en vista de
lo torcidamente que describe sus efectos en las págs. 215-17 del
vol. I. Pensándolo bien, aparte de los errores a que hago
referencia y que él adopta (entre otros) de la manera más
completa, tendrá que reconocer que un anciano caballero de «barba
blanca como la nieve» que consume «abundantes dosis de opio» y,
sin embargo, es capaz de ofrecer graves consejos (dados y recibidos
como tales) acerca de las nefastas consecuencias de dicha práctica
no constituye una prueba muy convincente de que el opio provoque la
muerte prematura o abra las puertas del manicomio. Por mi parte, sé
muy bien lo que se trae entre manos el viejo caballero y adivino sus
intenciones: lo cierto es que estaba enamorado del «pequeño
receptáculo dorado de la perniciosa droga» que Anastasio llevaba
consigo, y la manera más fácil y segura de apoderarse de ella que
se le ocurrió fue volver loco de terror a su propietario (quien,
dicho sea de paso, no era, para comenzar, persona muy sensata). Mi
comentario arroja nueva luz sobre el caso y mejora mucho el cuento,
ya que el discurso del caballero es ridículo en tanto que lección
de farmacia, pero como broma a Anastasio resulta excelente.
2
No tengo a
mano el libro para consultarlo en este momento, pero cred que el
pasaje comienza: «Y aún esa música de taberna que alegra a unos y
enarl dece a otros, a mí suele inspirarme un rapto de profunda
devoción», etc.
3
Un
elegante gabinete de lectura en el que, a mi paso por Manchester, me
acogieron muy cordialmente varios caballeros de esa ciudad, se
llama, creo, El
Pórtico.
Siendo extranjero en Manchester deduje que los suscriptores querían
proclamarse discípulos de Zenón. Sin embargo, desde entonces me
han asegurado que me equivocaba.
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