domingo, 5 de agosto de 2018

Thomas de Quincy. Confesiones de un comedor de opio inglés. Fragmento 4).


Me demoro en el tema porque para mí el recuerdo de esa época de mi vida tiene profundo interés. Pero no daré al lector más causas de queja y me apresuro a terminar. En el camino entre Slough y Eton me quedé dormido y al romper el alba me despertó la voz de alguien que estaba de pie a mi lado, mirándome. No sé quién era; tenía mala catadura, lo cual no significa por fuerza que sus intenciones fueran malas, o si lo eran supongo que se dijo que no valía la pena robar a nadie que duerme al aire libre en pleno invierno. Ahora me permito señalarle, si se encuentra entre mis lectores, que en lo que a mí respecta esta última conclusión era equivocada. Después de unas palabras siguió su camino y a mí no me pesó el incidente puesto que me permitió atravesar Eton antes que la gente estuviese en pie. La noche había sido fría y nublada; al amanecer cayó una ligera escarcha y el suelo y los árboles se cubrieron de hielo. Pasé por Eton inadvertido, me lavé y arreglé mis ropas, en lo posible, en una pequeña taberna de Windsor y a eso de las ocho de la mañana me encaminé a Pote's. Antes de llegar me encontré con unos alumnos de los primeros años a quienes hice unas preguntas: un etoniano es siempre un caballero y, a pesar de mis prendas tan raídas, me respondieron cortésmente. Mi amigo Lord [Altamont] había partido a la Universidad de [Cambridge]. «Ibi omnis effusus labor!» Tenía otros amigos en Eton, pero quien se halla en apuros no se presenta de buena gana a todos los que en la prosperidad se llaman amigos suyos. Tras pensarlo un instante pregunté por el conde de D[esart] ante quien no tenía reparo en presentarme en cualquier circunstancia, por más que mi relación con él no fuese tan íntima como con algunos otros amigos. Todavía se encontraba en Eton si bien creo que a punto de salir para Cambridge. Fui a verlo, me recibió amablemente y me invitó a desayunar con él.
Aquí me permito detenerme un momento para evitar que mi lector llegue a conclusiones falsas: si bien he tenido ocasión de referirme de paso a varios amigos aristócratas, no debe suponerse que tengo la menor pretensión de ser noble o de sangre ilustre. No es así, a Dios gracias: soy hijo de un comerciante inglés común y corriente, estimado mientras vivió por su integridad ejemplar, gran aficionado al ejercicio literario (como que fue, anónimamente, autor de un libro); de haber vivido hubiera llegado a ser muy rico, pero al morir prematuramente dejó sólo unas 30.000 libras a siete herederos distintos. Me honro al mencionar las dotes aún mayores de mi madre; no ha aspirado nunca al título ni a los honores de la literata, pero me atrevo a llamarla una mujer intelectual (lo que no son muchas literatas) y creo que si un día se reuniesen y publicasen sus cartas se encontraría en ellas un buen sentido fuerte y masculino, expresado en un inglés tan castizo, tan lleno de la gracia y frescura del uso idiomático como puede hallarse en cualquiera de nuestras colecciones de cartas, con la posible excepción de las de Lady M. W. Montagu. Estos son los honores de mi ascendencia; no tengo otros y he dado sinceras gracias a Dios por no tenerlos ya que, a mi juicio, una posición que eleva demasiado al hombre por encima del prójimo no es la más favorable para las cualidades morales o intelectuales.
Lord D[esart] puso ante mí el más espléndido desayuno. En verdad lo era y a mis ojos su esplendidez se triplicaba por ser la primera comida normal, la primera «mesa bien provista» a la que me sentaba después de meses. Sin embargo, por raro que parezca, apenas probé bocado. El día que recibí el billete de diez libras había comprado un par de bollos en una panadería: la misma tienda, por cierto, que dos meses o seis semanas antes contemplara con deseo tan intenso que recordarlo me era casi una humillación. Tenía presente la historia de Otway y temí que fuera peligroso comer con demasiada rapidez. Mas no tenía por qué alarmarme, había perdido el apetito y sentí náuseas antes de comer la mitad de lo que había comprado. Durante semanas me ocurrió lo mismo cada vez que tomaba algo que se pareciese a una comida: aunque no sintiera náuseas devolvía siempre parte de lo que había comido, a veces con una sensación de acidez y otras de inmediato y sin acidez alguna. En la presente ocasión, sentado a la mesa de Lord D[esart], no me encontré mejor que de costumbre y en medio de los más sabrosos manjares no sentí el menor apetito. En cambio, no me dejaba ni un momento, para mi desgracia, un vivo deseo de beber vino; expliqué mi situación a Lord D[esart] y le hice un breve relato de los males por que había pasado, y él, tras escucharme con compasión, ordenó que trajesen vino. Beber me daba placer y alivio momentáneos y no dejaba de hacerlo cada vez que se me presentaba la ocasión; entonces adoraba el vino como luego he adorado el opio. Estoy convencido de que esta afición al vino contribuyó a agravar mi enfermedad ya que, si bien el tono del estómago parecía muy decaído, es probable que con un régimen mejor me recobrara antes y quizá con mayor seguridad. Espero que no fuese el amor al vino lo que me hizo demorarme en compañía de mis amigos de Eton: yo me convencí entonces de que lo hacía por no pedirle a Lord D[esart], con quien no tenía suficiente confianza, el favor tan especial que me había traído a Eton. De otra parte me resistía a dar por perdido el viaje y acabé por decidirme. Lord D[esart] me había acogido con una bondad sin límites por la compasión que le inspiraba mi estado y por la íntima amistad que me unía con parientes suyos, no porque examinase con rigor la razón que me asistía, pero no estuvo a la altura de mi petición. Reconoció que no le gustaba tener ningún trato con prestamistas y expresó el temor de que una transacción de esta clase llegase a oídos de sus relaciones. Por lo demás, siendo sus expectativas mucho más restringidas que las de Lord A[ltamont], dudaba que a mis no bautizados amigos les bastara su firma. Tampoco deseaba mortificarme con una negativa absoluta y, tras pensarlo un poco, me prometió que me daría su garantía con arreglo a ciertas condiciones. Lord D[esart] no había cumplido entonces dieciocho años: al recordar la prudencia y buen sentido que demostró en esta oportunidad, así como la cortesía de su trato (cortesía que en él se iluminaba con la gracia de la sinceridad juvenil) he dudado muchas veces que un hombre de estado —aun el más viejo y avezado en la diplomacia— hubiera podido portarse mejor en tales circunstancias. Más aún, en casi todos los casos no sería posible presentarse a alguien con una propuesta semejante sin ganarse una mirada tan adusta y poco propicia como la de esas cabezas de sarracenos que cuelgan a la puerta de las posadas.
Animado por esta promesa, que no era lo mejor que hubiese podido desear aunque sí mucho más de lo peor que había imaginado, regresé en coche de Windsor a Londres tres días después de mi partida. Llego ahora al final de mi historia: los judíos no accedieron a las condiciones de Lord D[esart]; no sé si sólo querían ganar tiempo para hacer averiguaciones y hubiesen terminado por aceptarlas; surgieron muchas demoras, pasó el timpo, el pequeño fragmento de billete que me restaba acabó por disolverse enteramente y me vi a punto de recaer en mi anterior estado de postración sin haber logrado cerrar ningún trato. De pronto, en medio de esta crisis, se presentó casi por accidente la posibilidad de reconciliarme con mis amigos. Salí apresuradamente de Londres para dirigirme a un remoto rincón de Inglaterra; pasado cierto tiempo ingresé en la universidad y sólo después de muchos meses me fue posible visitar de nuevo los lugares que habían llegado a ser tan entrañables para mí, y hasta el día de hoy lo siguen siendo, ya que fueron el principal escenario de mis desventuras juveniles.
Entretanto ¿qué había ocurrido con la pobre Ann? He guardado para ella mis últimas palabras: tal como lo habíamos convenido, mientras estuve en Londres la busqué todos los días y fui a esperarla cada noche a la esquina de la calle Titch-field. Pregunté por ella a todo el que podía conocerla y durante las últimas horas de mi estancia en Londres puse en juego todos los medios de encontrarla que me sugería mi conocimiento de la ciudad y me permitía el alcance limitado de mis posibilidades. Conocía la calle, aunque no la casa, donde había vivido Ann, pero al cabo recordé que, según me contara, el propietario la trataba mal, por lo que probablemente se había mudado antes de separarnos. Ann tenía pocas relaciones y, por lo demás, casi todas las personas a las que acudí pensaban que el fervor de mi búsqueda se debía a razones que les inspiraban risa o menosprecio; otros, creyéndome a la caza de una muchacha que me había robado algo, se negaban, como es natural y disculpable, a darme cualquier indicio de su paradero si es que acaso podían dármelo. Por último, a modo de recurso desesperado, el día que dejé Londres puse en manos de la única persona que (estoy seguro) conocía de vista a Ann, ya que nos acompañó una o dos veces, las señas de…… en ……shire, donde entonces residía mi familia. Pero hasta hoy no he oído una palabra de ella. Entre las muchas penas que todos encontramos en la vida ésta ha sido mi más honda aflicción. Si vive no hay duda que a veces nos hemos buscado en el mismo instante a través de los poderosos laberintos de Londres; tal vez hemos estado a pocos pasos uno del otro; ¡no es más ancha la barrera en una calle de Londres y muchas veces equivale a la separación por toda la eternidad! Durante años tuve esperanza de que viviera y supongo que, en el sentido literal y no retórico de la palabra miríada, puedo decir que en mis distintas visitas a Londres he mirado muchas miríadas de rostros de mujeres con la esperanza de encontrarla. La reconocería entre mil con sólo verla un instante pues, aunque no era hermosa, tenía una expresión de dulzura y un gracioso porte de cabeza que le era propio. La busqué, he dicho, con esperanza. Así fue durante años pero ahora tendría miedo de verla: y su tos, que me entristeció al separarme de ella, es ahora mi consuelo. Ya no quiero verla: prefiero pensar en ella como alguien que descansa desde hace tiempo en la tumba; en la tumba, espero, de una Magdalena arrebatada antes de que los agravios y la crueldad borrasen y transfigurasen su naturaleza inocente o que las brutalidades de los rufianes completasen la ruina que habían empezado.
Parte II
Así pues, calle Oxford, ¡madrastra de corazón de piedra! Tú que escuchaste los suspiros de los huérfanos y bebiste las lágrimas de los niños, al cabo fui despedido de tu presencia, llegó por fin el momento en que no volvería a recorrer lleno de angustia tus aceras interminables, en que ya no soñaría ni me despertaría otra vez en el cautiverio de los tormentos del hambre. Sin duda, Ann y yo tuvimos demasiados sucesores que desde entonces marcharon sobre nuestras huellas, herederos de nuestras calamidades: otros huérfanos que no eran Ann suspiraron, otros niños vertieron lágrimas, y tú, calle Oxford, resonaste desde entonces con los gemidos de innumerables corazones. Pero en mi caso se diría que la tempestad a que sobreviví trajo consigo una promesa de buen tiempo y que con mis sufrimientos prematuros pagué por adelantado el rescate de muchos años por venir y el precio de una larga inmunidad al dolor, y si volví a caminar por la calle de Oxford, solitario, contemplativo, fue casi siempre sereno y con el corazón en calma. Y aunque es cierto que las desgracias de mi noviciado de Londres se arraigaron tan hondamente en mi constitución física que más tarde brotaron y florecieron otra vez, follaje nocivo cuya sombra oscureció mi vida, estos segundos asaltos del sufrimiento encontraron una fortaleza más probada, los recursos de una inteligencia más madura y los paliativos de un afecto compadecido, hondo y tiernísimo.
Sin embargo, cualesquiera fuesen los paliativos, los vínculos sutiles del dolor, derivados de una raíz común, unieron entre sí años que estaban muy separados. Aquí propondré un ejemplo de la ceguera de los deseos humanos y es que la primera vez que viví, tan tristemente, en Londres, las noches de luna solía ser mi consuelo (si tal puede llamarse) mirar desde la calle de Oxford en dirección de todas las avenidas sucesivas que atraviesan el corazón de Marylebone hasta llegar a los campos y los bosques; allá, me decía a mí mismo viajando con los ojos por los amplios panoramas en parte iluminados y en parte en sombra, «allá está el camino del norte que lleva a……, y si tuviese las alas de la paloma hacia allá volaría en busca de consuelo». Esto es lo que me decía, esto es lo que deseaba en mi ceguera; y sin embargo en esa misma región del norte, en ese mismo valle —¡qué digo!—, en la misma casa a que apuntaban mis deseos extraviados, surgieron por segunda vez mis sufrimientos y amenazaron sitiar la ciudadela de la vida y la esperanza. Allí me persiguieron durante años fantasmas tan atroces, como los que rodeaban el lecho de Orestes y en algo fui más desgraciado que él, pues el sueño que a todos trae descanso y refrigerio derramó un bálsamo bendito1 sobre su corazón herido y su cerebro alucinado, y para mí, fue el más amargo de los flagelos. Tan ciego era en mis deseos; pero si en verdad se interpone un velo entre la ignorancia del hombre y sus futuros desastres, el mismo velo oculta también lo que será su consuelo, y el dolor que no se temió encuentra el alivio que no se esperaba. Yo compartía, por así decirlo, todas las congojas de Orestes (con la única excepción de su conciencia atormentada) y compartí también sus defensas: como las suyas, mis Euménides se apostaron a los pies de la cama y clavaron en mí los ojos a través de los cortinajes; pero junto a la almohada, renunciando al sueño para acompañarme noche a noche en las duras vigilias, velaba mi Electra: tú, querida M., querida compañera de esos años, tú fuiste mi Electra y no permitiste que una hermana griega fuese más que una esposa inglesa en la lealtad del corazón ni en la infinita paciencia del afecto. No tuviste en poco inclinarte a los humildes oficios de la bondad y a las atenciones serviles2 del cariño más tierno, y enjugar el rocío malsano de la frente o refrescar los labios resecos que ardían de fiebre; y ni siquiera cuando perdiste la tranquilidad de tus propios sueños —que por la mucha lástima se contagiaron ante el espectáculo de mi lucha terrible con fantasmas y sombras enemigas que tantas veces me ordenaron «no duermas»—, ni siquiera entonces hubo en ti una queja o un murmullo, ni cesaron tus sonrisas angelicales, ni te retrajiste al servicio del amor más de lo que en otro tiempo se retrajera Electra. Pues también ella, aunque griega e hija del rey de hombres3, lloraba a veces y ocultaba el rostro en la túnica4.
Pero estas penas han pasado: el lector tiene ante sí la relación de una época que para nosotros dos fue tan dolorosa como la leyenda de un sueño horrible que ya no volverá. Entre tanto he venido otra vez a Londres: otra vez recorro por las noches la calle de Oxford; a menudo, cuando me abruman las ansiedades que sólo puedo resistir acudiendo a toda mi filosofía y al consuelo de tu presencia, advierto que me separan de ti trescientas millas y tres meses de tristeza, miro las avenidas que van de la calle de Oxford hacia el norte, recuerdo las angustiadas exclamaciones de mi juventud y, al pensar que aguardas sola en el mismo valle, señora de la misma casa a la que hace diecinueve años se volvía mi corazón en su ceguera, me digo que aunque en verdad ciegos y en los últimos tiempos lanzados a todos los vientos, los impulsos de mi corazón se hunden en un pasado más remoto y cabe buscar en ellos otro sentido; y si me permitiera retornar a los deseos impotentes de la infancia, me diría otra vez mientras miro hacia el norte: «Oh, quién tuviera las alas de la paloma», y con certera confianza en la bondad de tu naturaleza llena de gracia podría añadir la otra mitad de mi antigua exclamación: «para volar hacia allá en busca de consuelo».
Los Placeres del Opio
Hace tanto tiempo que probé por primera vez el opio que si este hecho fuera en mi vida un incidente sin importancia habría olvidado la fecha; pero los acontecimientos decisivos no se olvidan y, por circunstancias relacionadas con el caso, sé que ello debió ocurrir durante el otoño de 1804. Me hallaba entonces en Londres, adonde venía por primera vez desde que ingresara a la universidad. Mi introducción al opio sucedió de la manera siguiente. Desde temprana edad estaba acostumbrado a lavarme la cabeza con agua fría por lo menos una vez al día; una noche sentí un violento dolor de muelas que atribuí al haber interrumpido, por simple accidente, dicha práctica; salté de la cama, hundí la cabeza en una jofaina de agua y me eché a dormir con el cabello mojado. Casi no hace falta decir que la mañana siguiente desperté con agudísimos dolores reumáticos en la cabeza y en la cara, que no me dejaron un instante de alivio durante veinte días. Creo que el vigésimo-primer día, un domingo, salí a la calle más para huir de mis tormentos, si acaso era posible, que con ningún propósito definido. Un conocido de la universidad, encontrado por azar, me recomendó el opio. ¡Opio! ¡Temible agente de placeres y sufrimientos inimaginables! Había oído hablar del opio como del maná o la ambrosía pero nada más. ¡Qué poco sentido tenía entonces su nombre! ¡Qué solemnes acordes hace resonar ahora en mi alma! ¡Cómo se estremece el corazón con recuerdos amargos o felices! Al evocar estos recuerdos siento que las más leves circunstncias relativas al lugar, la hora y el hombre (si era un hombre) que me condujeron por primera vez al Paraíso de los comedores de opio tienen una importancia mística. Era una tarde de domingo húmeda y triste; no hay en el mundo espectáculo más aburrido que un domingo lluvioso de Londres. El camino a casa pasaba por la calle de Oxford y cerca del «augusto Panteón» (como ha tenido la amabilidad de llamarlo el Sr. Wordsworth) vi la tienda de un boticario. El boticario, ministro inconsciente de placeres celestiales, estaba en armonía con el domingo lluvioso, pues parecía todo lo aletargado y estúpido que cabe esperar de cualquier boticario mortal un domingo, y cuando le pedí tintura de opio me la dio como podía haberlo hecho cualquier otra persona; aún más, al cambiarme una moneda de un chelín me entregó lo que parecía ser un verdadero medio penique de cobre, que sacó de un verdadero cajón de madera. Sin embargo, a pesar de tales indicios de humanidad, perdura desde entonces en mi memoria como la visión beatífica de un boticario inmortal enviado a la tierra en misión especial ante mi persona. Confirma mi modo de pensar el hecho de que, la siguiente vez que vine a Londres, lo busqué cerca del augusto Panteón y no logré encontrarlo; con lo cual a mí, que ignoraba su nombre (si es que lo tenía), me quedó la impresión de que se había desvanecido de la calle de Oxford y no retirado de ella de manera material. El lector, si así lo prefiere, puede suponer que posiblemente se trataba tan sólo de un boticario sublunar; bien pudiera ser, pero mi fe es superior: creo que se esfumó5 o se evaporó, tan poco dispuesto estoy a poner en relación cualquier recuerdo mortal con esa hora, ese lugar y esa criatura que por vez primera me dieron a conocer la droga celestial.
Como es de suponer, al llegar a casa no perdí un momento en tomar la cantidad prescrita. Naturalmente, nada sabía del arte y misterio del opio y lo que tomé lo tomé con todas las desventajas posibles. Pero lo tomé, y, una hora más tarde, ¡oh cielos!, ¡qué cambio tan repentino!, ¡cómo se elevó, desde las más hondas simas, el espíritu interior!, ¡qué apocalipsis del mundo dentro de mí! Que mis dolores se desvanecieran fue, a mis ojos, una insignificancia: este efecto negativo se hundía en la inmensidad de los efectos positivos que se abrían ante mí, en el abismo de divino deleite súbitamente revelado. Esta era la panacea —el (texto griego)— de todos los males humanos; aquí estaba, descubierto de un golpe, el secreto de la felicidad sobre el que disputaron los filósofos a través de las edades; la felicidad podía comprarse por un penique y llevarse en el bolsillo del chaleco, los éxtasis portátiles encerrarse con un corcho en una botella de medio litro, la paz del alma transportarse por galones en coches de correo. Pero si hablo de esta manera el lector creerá que me estoy riendo, y puedo asegurarle que n^die ríe mucho tiempo si frecuenta el opio: sus placeres tienen un carácter grave y solemne; ni siquiera en su estado más feliz puede presentarse al comedor de opio como un modelo del Allegro: aun entonces habla y piensa como conviene a Il Penseroso. Sin embargo, tengo la costumbre, por cierto muy censurable, de andar con burlas en medio de mis propias desgracias y, si no me refrenan otros sentimientos más intensos, mucho me temo que me haré culpable de práctica tan indecente aun en estos anales del dolor y la delicia. Sea el lector indulgente ante lo débil de mi naturaleza y, con unas pocas concesiones de esta clase, trataré de ser tan grave, ya que no tan soporífico, cual corresponde al tema del opio, que es en verdad antimercurial aunque no adormecedor como falsamente se le considera.
Para empezar, una palabra en cuanto a sus efectos corporales, ya que acerca de todo lo hasta ahora escrito sobre el opio por los viajeros que han recorrido Turquía (quienes pueden reclamar el privilegio de mentir como un derecho antiguo e inmemorial) o los profesores de medicina que hablan ex cathedra he de pronunciar, con el mayor énfasis posible, una sola crítica: ¡Mentiras! ¡Mentiras! ¡Mentiras! Recuerdo que en una ocasión, al pasar ante un puesto de libros, leí estas palabras en las páginas de un autor satírico: «Para entonces me había convencido de que los periódicos de Londres dicen la verdad dos veces por semana, a saber: el martes y el jueves, y que se puede tener fe en ello —cuando publican la lista de quiebras.» De manera semejante, no pretendo negar que se hayan comunicado al mundo algunas verdades en lo que respecta al opio: por ejemplo, los doctores han declarado en varias oportunidades que el opio es de color castaño oscuro y —dejo constancia de ello— estoy dispuesto a admitirlo; en segundo lugar, afirman que es más bien caro y también lo concedo, ya que en mi tiempo el opio de las Indias Orientales costaba tres guineas por libra y el de Turquía ocho; y, en tercer lugar, advierten que si lo come usted en grandes cantidades, muy probablemente se verá obligado a hacer algo que resulta en extremo desagradable a toda persona de costumbres morigeradas, o sea morirse6. Estas ponderosas afirmaciones, todas y cada una de ellas, son ciertas; no puedo negarlas y la verdad ha sido y será siempre digna de elogio. Creo, sin embargo, que con estos tres teoremas hemos agotado todos los conocimientos que el hombre ha acumulado hasta ahora acerca del opio. Por lo tanto, ilustres doctores, en vista de que todavía hay lugar para nuevos descubrimientos, háganse ustedes a un lado y permítanme presentarme a disertar sobre el tema.
En primer lugar, todo el que formal o incidentalmente toca la cuestión ni siquiera se molesta en afirmar, sino que da por sentado, que el opio es, o puede ser, causa de embriaguez. Ahora bien, lector, puedes estar seguro, meo periculo, que ninguna cantidad de opio embriagó ni puede embriagar nunca a nadie. En cuanto a la tintura de opio (comúnmente llamada láudano) eso sí que puede embriagar, ciertamente, si alguien tiene bastante resistencia como para bebería en cantidades suficientes; ¿por qué? Por la cantidad de alcohol y no por el opio que contiene. En cambio afirmo de modo perentorio que el opio crudo no puede producir en absoluto ningún estado corporal que se parezca remotamente al que produce el alcohol: es incapaz de ello no sólo en cuanto al grado sino también en cuanto a la clase de los efectos: lo que difiere no es sólo la cantidad sino sobre todo la calidad. El placer que da el vino va siempre en aumento y tiende a una crisis, pasada la cual declina; el del opio, una vez generado, se mantiene estacionario durante ocho o diez horas; el primero, según la distinción técnica utilizada en medicina, es un placer agudo, el segundo es crónico; el primero es una llama, el otro un resplandor constante y uniforme. Pero la diferencia principal estriba en esto, que mientras el vino desordena las facultades mentales, el opio, por el contrario (si se toma de manera apropiada), introduce en ellas el orden, legislación y armonía más exquisitos. El vino roba alj hombre el dominio de sí mismo; el opio, en gran medida, lo fortalece. El vino perturba y oscurece el juicio y da una claridad sobrenatural y una exaltación muy vívida a los desprecios y admiraciones, amores y odios de bebedor; el opio, en cambio, imparte serenidad y armonía a todas las facultades, sean activas o pasivas, y con respecto al carácter, y los sentimientos morales en general, comunica tan sólo esa especie de calor vital que la razón aprueba y que probablemente acompañó siempre a toda constitución dotada de una salud primitiva y antediluviana. El opio, al igual que el vino, acrece en el corazón los afectos más benignos, pero con esta diferencia notable, que la súbita expansión de la cordialidad que acompaña a la embriaguez es siempre más o menos sensiblera, lo cual la expone al menosprecio de los espectadores. Aquí será el estrecharse la mano, el jurarse amistad eterna y el echarse a llorar, aunque nadie sepa por qué: el predominio de la criatura sensual es evidente. En cambio, la expansión de los sentimientos benévolos característica del opio no es un acceso febril, sino una saludable restauración al estado que la mente recobra de modo natural al suspenderse cualquier honda irritación de dolor que altere y contrarreste los impulsos de un corazón de por sí justo y bueno. Cierto es que también el vino, en algunas personas y hasta cierto punto, tiende a exaltar y fortalecer la inteligencia; yo mismo, que nunca he sido gran bebedor de vino, encontraba que media docena de vasos afectaban para bien mis facultades, aclaraban e intensificaban la sensibilidad y daban a la mente la sensación de ser «ponderibus librata suis»: y sin duda es absurdo decir, como en la expresión popular inglesa, que alguien está disfrazado por el vino cuando, por ell contrario, la mayoría de los hombres están disfrazados por la sobriedad y sólo al beber muestran su verdadero carácter, (texto griego) (como dice el viejo caballero de Ateneo) lo cual seguramente no es difrazarse. Pero el vino suele llevar al borde del desvarío y la extravagancia y, pasado cierto límite, volatiliza y dispersa las energías intelectuales, mientras que el opio parece siempre sosegar lo que estaba agitado y concentrar lo discorde. En suma, para decirlo todo en una palabra, el hombre que está embriagado o que tiende a la embriaguez se halla, y siente que se halla, en unas condición que favorece la supremacía de la parte meramente humana, y a menudo brutal, de su naturaleza, en tanto que el comedor de opio (hablo de aquel que no sufre de ninguna enfermedad ni de otros efectos remotos del opio) siente que en él predomina la parte más divina de su naturaleza: los afectos morales se encuentran en un estado de límpida serenidad y sobre todas las cosas se dilata la gran luz del intelecto majestuoso.
1 Φιλον υπνη θελyητρον επικουρον νοσον.
2 ηδυ δουλευμα.  EURIP.  Orest.
3 αναξανδρων ’Αyαμεμνων.
4 ομμα θεισ’ ειτω πεπλων. El conocedor de los clásicos sabe que en todo este pasaje me refiero a las primeras escenas de Orestes, una de las más bellas exposiciones de los efectos familiares que ofrecen los dramas de Eurípides. Tal vez sea preciso advertir al lector inglés que, al comenzar el drama, la situación es la de la de un hermano a quien sólo asiste su hermana mientras dura la posesión demoníaca de una conciencia afligida (o, en la mitología de la pieza, mientras lo asedian las furias) en circunstancias de inminente peligro a causa de sus enemigos y del abandono o indiferencia de quienes eran amigos tan sólo de nombre.

5 Se esfumó: esta manera de retirarse de la escena de la vida parece haber sido muy conocida en el siglo xvn, aunque entonces se consideraba como un j privilegio privativo de la sangre real y en modo alguno permitido a los boticarios. En efecto, alrededor del año 1686, un poeta de nombre más bien ominoso (que, dicho sea de paso, hizo entera justicia a su nombre) i.e. el Sr. Flat-man, al hablar de la muerte de Carlos II, expresa su sorpresa ante el hecho de que un príncipe cometa un acto tan absurdo como morir, y añade:

Desdeñen morir los reyes, sólo desaparezcan.

o sea, que deben fugarse sigilosamente al otro mundo.



6 Se diría, no obstante, que últimamente la gente más enterada abriga ciertas dudas al respecto, ya que en una edición pirata de la Medicina Doméstica, de Buchan, vista una vez en manos de la mujer de un agricultor que la consultaba por cuestiones de salud, se hace decir al doctor: «Póngase especial cuidado en no tomar nunca más de veinticinco onzas de láudano al mismo tiempo.» Lo más probable es que el texto original dijera veinticinco gotas, que equivalen a alrededor de un gramo de opio crudo.

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