miércoles, 14 de septiembre de 2016

Jorge Luis Borges. EL HACEDOR (1960) Poemario completo.


  EL HACEDOR
  (1960)


  A Leopoldo Lugones

  Los rumores de la plaza quedan atrás y entro en la Biblioteca. De una manera casi física siento la gravitación de los libros, el ámbito sereno de un orden, el tiempo disecado y conservado mágicamente. A izquierda y a derecha, absortos en su lúcido sueño, se perfilan los rostros momentáneos de los lectores, a la luz de las lámparas estudiosas, como en la hipálage de Milton. Recuerdo haber recordado ya esa figura, en este lugar, y después aquel otro epíteto que también define por el contorno, el árido camello del Lunario, y después aquel hexámetro de la Eneida, que maneja y supera el mismo artificio:
  Ibant obscuri sola sub nocte per umbram.

  Estas reflexiones me dejan en la puerta de su despacho. Entro; cambiamos unas cuantas convencionales y cordiales palabras y le doy este libro. Si no me engaño, usted no me malquería, Lugones, y le hubiera gustado que le gustara algún trabajo mío. Ello no ocurrió nunca, pero esta vez usted vuelve las páginas y lee con aprobación algún verso, acaso porque en él ha reconocido su propia voz, acaso porque la práctica deficiente le importa menos que la sana teoría.
  En este punto se deshace mi sueño, como el agua en el agua. La vasta Biblioteca que me rodea está en la calle México, no en la calle Rodríguez Peña, y usted, Lugones, se mató a principios del treinta y ocho. Mi vanidad y mi nostalgia han armado una escena imposible. Así será (me digo) pero mañana yo también habré muerto y se confundirán nuestros tiempos y la cronología se perderá en un orbe de símbolos y de algún modo será justo afirmar que yo le he traído este libro y que usted lo ha aceptado.
  J. L. B.
 Buenos Aires, 9 de agosto de 1960


  POEMA DE LOS DONES

  Nadie rebaje a lágrima o reproche
  esta declaración de la maestría
  de Dios, que con magnífica ironía
  me dio a la vez los libros y la noche.
  De esta ciudad de libros hizo dueños
  a unos ojos sin luz, que sólo pueden
  leer en las bibliotecas de los sueños
  los insensatos párrafos que ceden
  las albas a su afán. En vano el día
  les prodiga sus libros infinitos,
  arduos como los arduos manuscritos
  que perecieron en Alejandría.
  De hambre y de sed (narra una historia griega)
  muere un rey entre fuentes y jardines;
  yo fatigo sin rumbo los confines
  de esa alta y honda biblioteca ciega.
  Enciclopedias, atlas, el Oriente
  y el Occidente, siglos, dinastías,
  símbolos, cosmos y cosmogonías
  brindan los muros, pero inútilmente.
  Lento en mi sombra, la penumbra hueca
  exploro con el báculo indeciso,
  yo, que me figuraba el Paraíso
  bajo la especie de una biblioteca.
  Algo, que ciertamente no se nombra
  con la palabra azar, rige estas cosas;
  otro ya recibió en otras borrosas
  tardes los muchos libros y la sombra.
  Al errar por las lentas galerías
  suelo sentir con vago horror sagrado
  que soy el otro, el muerto, que habrá dado
  los mismos pasos en los mismos días.
  ¿Cuál de los dos escribe este poema
  de un yo plural y de una sola sombra?
  ¿Qué importa la palabra que me nombra
  si es indiviso y uno el anatema?
  Groussac o Borges, miro este querido
  mundo que se deforma y que se apaga
  en una pálida ceniza vaga
  que se parece al sueño y al olvido.

  EL RELOJ DE ARENA

  Está bien que se mida con la dura
  sombra que una columna en el estío
  arroja o con el agua de aquel río
  en que Heráclito vio nuestra locura.
  El tiempo, ya que al tiempo y al destino
  se parecen los dos: la imponderable
  sombra diurna y el curso irrevocable
  del agua que prosigue su camino.
  Está bien, pero el tiempo en los desiertos
  otra substancia halló, suave y pesada,
  que parece haber sido imaginada
  para medir el tiempo de los muertos.
  Surge así el alegórico instrumento
  de los grabados de los diccionarios,
  la pieza que los grises anticuarios
  relegarán al mundo ceniciento
  del alfil desparejo, de la espada
  inerme, del borroso telescopio,
  del sándalo mordido por el opio,
  del polvo, del azar y de la nada.
  ¿Quién no se ha demorado ante el severo
  y tétrico instrumento que acompaña
  en la diestra del dios a la guadaña
  y cuyas líneas repitió Durero?
  Por el ápice abierto el cono inverso
  deja caer la cautelosa arena,
  oro gradual que se desprende y llena
  el cóncavo cristal de su universo.
  Hay un agrado en observar la arcana
  arena que resbala y que declina
  y, a punto de caer, se arremolina
  con una prisa que es del todo humana.
  La arena de los ciclos es la misma
  e infinita es la historia de la arena;
  así, bajo tus dichas o tu pena,
  la invulnerable eternidad se abisma.
  No se detiene nunca la caída.
  Yo me desangro, no el cristal. El rito
  de decantar la arena es infinito
  y con la arena se nos va la vida.
  En los minutos de la arena creo
  sentir el tiempo cósmico: la historia
  que encierra en sus espejos la memoria
  o que ha disuelto el mágico Leteo.
  El pilar de humo y el pilar de fuego,
  Cartago y Roma y su apretada guerra,
  Simón Mago, los siete pies de tierra
  que el rey sajón ofrece al rey noruego,
  todo lo arrastra y pierde este incansable
  hilo sutil de arena numerosa.
  No he de salvarme yo, fortuita cosa
  de tiempo, que es materia deleznable.

  AJEDREZ

 I


  En su grave rincón, los jugadores
  rigen las lentas piezas. El tablero
  los demora hasta el alba en su severo
  ámbito en que se odian dos colores.
  Adentro irradian mágicos rigores
  las formas: torre homérica, ligero
  caballo, armada reina, rey postrero,
  oblicuo alfil y peones agresores.
  Cuando los jugadores se hayan ido,
  cuando el tiempo los haya consumido,
  ciertamente no habrá cesado el rito.
  En el Oriente se encendió esta guerra
  cuyo anfiteatro es hoy toda la tierra.
  Como el otro, este juego es infinito.
 II


  Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada
  reina, torre directa y peón ladino
  sobre lo negro y blanco del camino
  buscan y libran su batalla armada.
  No saben que la mano señalada
  del jugador gobierna su destino,
  no saben que un rigor adamantino
  sujeta su albedrío y su jornada.
  También el jugador es prisionero
  (la sentencia es de Omar) de otro tablero
  de negras noches y de blancos días.
  Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
  ¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza
  de polvo y tiempo y sueño y agonías?

  LOS ESPEJOS

  Yo que sentí el horror de los espejos
  no sólo ante el cristal impenetrable
  donde acaba y empieza, inhabitable,
  un imposible espacio de reflejos
  sino ante el agua especular que imita
  el otro azul en su profundo cielo
  que a veces raya el ilusorio vuelo
  del ave inversa o que un temblor agita
  y ante la superficie silenciosa
  del ébano sutil cuya tersura
  repite como un sueño la blancura
  de un vago mármol o una vaga rosa,
  hoy, al cabo de tantos y perplejos
  años de errar bajo la varia luna,
  me pregunto qué azar de la fortuna
  hizo que yo temiera los espejos.
  Espejos de metal, enmascarado
  espejo de caoba que en la bruma
  de su rojo crepúsculo disfuma
  ese rostro que mira y es mirado,
  infinitos los veo, elementales
  ejecutores de un antiguo pacto,
  multiplicar el mundo como el acto
  generativo, insomnes y fatales.
  Prolongan este vano mundo incierto
  en su vertiginosa telaraña;
  a veces en la tarde los empaña
  el hálito de un hombre que no ha muerto.
  Nos acecha el cristal. Si entre las cuatro
  paredes de la alcoba hay un espejo,
  ya no estoy solo. Hay otro. Hay el reflejo
  que arma en el alba un sigiloso teatro.
  Todo acontece y nada se recuerda
  en esos gabinetes cristalinos
  donde, como fantásticos rabinos,
  leemos los libros de derecha a izquierda.
  Claudio, rey de una tarde, rey soñado,
  no sintió que era un sueño hasta aquel día
  en que un actor mimó su felonía
  con arte silencioso, en un tablado.
  Que haya sueños es raro, que haya espejos,
  que el usual y gastado repertorio
  de cada día incluya el ilusorio
  orbe profundo que urden los reflejos.
  Dios (he dado en pensar) pone un empeño
  en toda esa inasible arquitectura
  que edifica la luz con la tersura
  del cristal y la sombra con el sueño.
  Dios ha creado las noches que se arman
  de sueños y las formas del espejo
  para que el hombre sienta que es reflejo
  y vanidad. Por eso nos alarman.

  ELVIRA DE ALVEAR

  Todas las cosas tuvo y lentamente
  todas la abandonaron. La hemos visto
  armada de belleza. La mañana
  y el claro mediodía le mostraron,
  desde su cumbre, los hermosos reinos
  de la tierra. La tarde fue borrándolos.
  El favor de los astros (la infinita
  y ubicua red de causas) le había dado
  la fortuna, que anula las distancias
  como el tapiz del árabe, y confunde
  deseo y posesión y el don del verso,
  que transforma las penas verdaderas
  en una música, un rumor y un símbolo,
  y el fervor, y en la sangre la batalla
  de Ituzaingó y el peso de laureles,
  y el goce de perderse en el errante
  río del tiempo (río y laberinto)
  y en los lentos colores de las tardes.
  Todas las cosas la dejaron, menos
  una. La generosa cortesía
  la acompañó hasta el fin de su jornada,
  más allá del delirio y del eclipse,
  de un modo casi angélico. De Elvira
  lo primero que vi, hace tantos años,
  fue la sonrisa y es también lo último.

  SUSANA SOCA

  Con lento amor miraba los dispersos
  colores de la tarde. Le placía
  perderse en la compleja melodía
  o en la curiosa vida de los versos.
  No el rojo elemental sino los grises
  hilaron su destino delicado,
  hecho a discriminar y ejercitado
  en la vacilación y en los matices.
  Sin atreverse a hollar este perplejo
  laberinto, atisbaba desde afuera
  las formas, el tumulto y la carrera,
  como aquella otra dama del espejo.
  Dioses que moran más allá del ruego
  la abandonaron a ese tigre, el Fuego.

  LA LUNA

  Cuenta la historia que en aquel pasado
  tiempo en que sucedieron tantas cosas
  reales, imaginarias y dudosas,
  un hombre concibió el desmesurado
  proyecto de cifrar el universo
  en un libro y con ímpetu infinito
  erigió el alto y arduo manuscrito
  y limó y declamó el último verso.
  Gracias iba a rendir a la fortuna
  cuando al alzar los ojos vio un bruñido
  disco en el aire y comprendió, aturdido,
  que se había olvidado de la luna.
  La historia que he narrado aunque fingida,
  bien puede figurar el maleficio
  de cuantos ejercemos el oficio
  de cambiar en palabras nuestra vida.
  Siempre se pierde lo esencial. Es una
  ley de toda palabra sobre el numen.
  No lo sabrá eludir este resumen
  de mi largo comercio con la luna.
  No sé dónde la vi por vez primera,
  si en el cielo anterior de la doctrina
  del griego o en la tarde que declina
  sobre el patio del pozo y de la higuera.
  Según se sabe, esta mudable vida
  puede, entre tantas cosas, ser muy bella
  y hubo así alguna tarde en que con ella
  te miramos, oh luna compartida.
  Más que las lunas de las noches puedo
  recordar las del verso: la hechizada
  dragon moon que da horror a la balada
  y la luna sangrienta de Quevedo.
  De otra luna de sangre y de escarlata
  habló Juan en su libro de feroces
  prodigios y de júbilos atroces;
  otras más claras lunas hay de plata.
  Pitágoras con sangre (narra una
  tradición) escribía en un espejo
  y los hombres leían el reflejo
  en aquel otro espejo que es la luna.
  De hierro hay una selva donde mora
  el alto lobo cuya extraña suerte
  es derribar la luna y darle muerte
  cuando enrojezca el mar la última aurora.
  (Esto el Norte profético lo sabe
  y también que ese día los abiertos
  mares del mundo infestará la nave
  que se hace con las uñas de los muertos.)
  Cuando, en Ginebra o Zurich, la fortuna
  quiso que yo también fuera poeta,
  me impuse, como todos, la secreta
  obligación de definir la luna.
  Con una suerte de estudiosa pena
  agotaba modestas variaciones,
  bajo el vivo temor de que Lugones
  ya hubiera usado el ámbar o la arena.
  De lejano marfil, de humo, de fría
  nieve fueron las lunas que alumbraron
  versos que ciertamente no lograron
  el arduo honor de la tipografía.
  Pensaba que el poeta es aquel hombre
  que, como el rojo Adán del Paraíso,
  impone a cada cosa su preciso
  y verdadero y no sabido nombre.
  Ariosto me enseñó que en la dudosa
  luna moran los sueños, lo inasible,
  el tiempo que se pierde, lo posible
  o lo imposible, que es la misma cosa.
  De la Diana triforme Apolodoro
  me dejó divisar la sombra mágica;
  Hugo me dio una hoz que era de oro,
  y un irlandés, su negra luna trágica.
  Y, mientras yo sondeaba aquella mina
  de las lunas de la mitología,
  ahí estaba, a la vuelta de la esquina,
  la luna celestial de cada día.
  Sé que entre todas las palabras, una
  hay para recordarla o figurarla.
  El secreto, a mi ver, está en usarla
  con humildad. Es la palabra luna.
  Ya no me atrevo a macular su pura
  aparición con una imagen vana;
  la veo indescifrable y cotidiana
  y más allá de mi literatura.
  Sé que la luna o la palabra luna
  es una letra que fue creada para
  la compleja escritura de esa rara
  cosa que somos, numerosa y una.
  Es uno de los símbolos que al hombre
  da el hado o el azar que un día
  de exaltación gloriosa o de agonía
  pueda escribir su verdadero nombre.

  LA LLUVIA

  Bruscamente la tarde se ha aclarado
  porque ya cae la lluvia minuciosa.
  Cae y cayó. La lluvia es una cosa
  que sin duda sucede en el pasado.
  Quien la oye caer ha recobrado
  el tiempo en que la suerte venturosa
  le reveló una flor llamada rosa
  y el curioso color del colorado.
  Esta lluvia que ciega los cristales
  alegrará en perdidos arrabales
  las negras uvas de una parra en cierto
  patio que ya no existe. La mojada
  tarde me trae la voz, la voz deseada,
  de mi padre que vuelve y que no ha muerto.

  A LA EFIGIE DE UN CAPITÁN DE LOS EJÉRCITOS DE CROMWELL

  No rendirán de Marte las murallas
  a éste, que salmos del Señor inspiran;
  desde otra luz (desde otro siglo) miran
  los ojos, que miraron las batallas.
  La mano está en los hierros de la espada.
  Por la verde región anda la guerra;
  detrás de la penumbra está Inglaterra,
  y el caballo y la gloria y tu jornada.
  Capitán, los afanes son engaños,
  vano el arnés y vana la porfía
  del hombre, cuyo término es un día;
  todo ha concluido hace ya muchos años.
  El hierro que ha de herirte se ha herrumbrado;
  estás (como nosotros) condenado.

  A UN VIEJO POETA

  Caminas por el campo de Castilla
  y casi no lo ves. Un intrincado
  versículo de Juan es tu cuidado
  y apenas reparaste en la amarilla
  puesta del sol. La vaga luz delira
  y en el confín del Este se dilata
  esa luna de escarnio y de escarlata
  que es acaso el espejo de la Ira.
  Alzas los ojos y la miras. Una
  memoria de algo que fue tuyo empieza
  y se apaga. La pálida cabeza
  bajas y sigues caminando triste,
  sin recordar el verso que escribiste:
  Y su epitafio la sangrienta luna.

  EL OTRO TIGRE

  And the craft that createth a semblance.

  MORRIS, Sigurd the Volsung, 1876

  Pienso en un tigre. La penumbra exalta
  la vasta Biblioteca laboriosa
  y parece alejar los anaqueles;
  fuerte, inocente, ensangrentado y nuevo,
  él irá por su selva y su mañana
  y marcará su rastro en la limosa
  margen de un río cuyo nombre ignora
  (en su mundo no hay nombres ni pasado
  ni porvenir, sólo un instante cierto.)
  Y salvará las bárbaras distancias
  y husmeará en el trenzado laberinto
  de los olores el olor del alba
  y el olor deleitable del venado.
  Entre las rayas del bambú descifro
  sus rayas y presiento la osatura
  bajo la piel espléndida que vibra.
  En vano se interponen los convexos
  mares y los desiertos del planeta;
  desde esta casa de un remoto puerto
  de América del Sur, te sigo y sueño,
  oh tigre de las márgenes del Ganges.
  Cunde la tarde en mi alma y reflexiono
  que el tigre vocativo de mi verso
  es un tigre de símbolos y sombras,
  una serie de tropos literarios
  y de memorias de la enciclopedia
  y no el tigre fatal, la aciaga joya
  que, bajo el sol o la diversa luna,
  va cumpliendo en Sumatra o en Bengala
  su rutina de amor, de ocio y de muerte.
  Al tigre de los símbolos he opuesto
  el verdadero, el de caliente sangre,
  el que diezma la tribu de los búfalos
  y hoy, 3 de agosto del 59,
  alarga en la pradera una pausada
  sombra, pero ya el hecho de nombrarlo
  y de conjeturar su circunstancia
  lo hace ficción del arte y no criatura
  viviente de las que andan por la tierra.
  Un tercer tigre buscaremos. Éste
  será como los otros una forma
  de mi sueño, un sistema de palabras
  humanas y no el tigre vertebrado
  que, más allá de las mitologías,
  pisa la tierra. Bien lo sé, pero algo
  me impone esta aventura indefinida,
  insensata y antigua, y persevero
  en buscar por el tiempo de la tarde
  el otro tigre, el que no está en el verso.

  BLIND PEW

  Lejos del mar y de la hermosa guerra,
  que así el amor lo que ha perdido alaba,
  el bucanero ciego fatigaba
  los terrosos caminos de Inglaterra.
  Ladrado por los perros de las granjas,
  pifia de los muchachos del poblado,
  dormía un achacoso y agrietado
  sueño en el negro polvo de las zanjas.
  Sabía que en remotas playas de oro
  era suyo un recóndito tesoro
  y esto aliviaba su contraria suerte;
  a ti también, en otras playas de oro,
  te aguarda incorruptible tu tesoro:
  la vasta y vaga y necesaria muerte.

  ALUSIÓN A UNA SOMBRA DE MIL OCHOCIENTOS NOVENTA Y TANTOS

  Nada. Sólo el cuchillo de Muraña.
  Sólo en la tarde gris la historia trunca.
  No sé por qué en las tardes me acompaña
  ese asesino que no he visto nunca.
  Palermo era más bajo. El amarillo
  paredón de la cárcel dominaba
  arrabal y barrial. Por esa brava
  región anduvo el sórdido cuchillo.
  El cuchillo. La cara se ha borrado
  y de aquel mercenario cuyo austero
  oficio era el coraje, no ha quedado
  más que una sombra y un fulgor de acero.
  Que el tiempo, que los mármoles empaña,
  salve este firme nombre, Juan Muraña.

  ALUSIÓN A LA MUERTE DEL CORONEL FRANCISCO BORGES (1833-1874)

  Lo dejo en el caballo, en esa hora
  crepuscular en que buscó la muerte;
  que de todas las horas de su suerte
  ésta perdure, amarga y vencedora.
  Avanza por el campo la blancura
  del caballo y del poncho. La paciente
  muerte acecha en los rifles. Tristemente
  Francisco Borges va por la llanura.
  Esto que lo cercaba, la metralla,
  esto que ve, la pampa desmedida,
  es lo que vio y oyó toda la vida.
  Está en lo cotidiano, en la batalla.
  Alto lo dejo en su épico universo
  y casi no tocado por el verso.

  IN MEMORIAM A. R.

  El vago azar o las precisas leyes
  que rigen este sueño, el universo,
  me permitieron compartir un terso
  trecho del curso con Alfonso Reyes.
  Supo bien aquel arte que ninguno
  supo del todo, ni Simbad ni Ulises,
  que es pasar de un país a otros países
  y estar íntegramente en cada uno.
  Si la memoria le clavó su flecha
  alguna vez, labró con el violento
  metal del arma el numeroso y lento
  alejandrino o la afligida endecha.
  En los trabajos lo asistió la humana
  esperanza y fue lumbre de su vida
  dar con el verso que ya no se olvida
  y renovar la prosa castellana.
  Más allá del Myo Cid de paso tardo
  y de la grey que aspira a ser oscura,
  rastreaba la fugaz literatura
  hasta los arrabales del lunfardo.
  En los cinco jardines del Marino
  se demoró, pero algo en él había
  inmortal y esencial que prefería
  el arduo estudio y el deber divino.
  Prefirió, mejor dicho, los jardines
  de la meditación, donde Porfirio
  erigió ante las sombras y el delirio
  el Árbol del Principio y de los Fines.
  Reyes, la indescifrable Providencia
  que administra lo pródigo y lo parco
  nos dio a los unos el sector o el arco,
  pero a ti la total circunferencia.
  Lo dichoso buscabas o lo triste
  que ocultan frontispicios y renombres;
  como el Dios del Erígena, quisiste
  ser nadie para ser todos los hombres.
  Vastos y delicados esplendores
  logró tu estilo, esa precisa rosa,
  y a las guerras de Dios tornó gozosa
  la sangre militar de tus mayores.
  ¿Dónde estará (pregunto) el mexicano?
  ¿Contemplará con el horror de Edipo
  ante la extraña Esfinge, el Arquetipo
  inmóvil de la Cara o de la Mano?
  ¿O errará, como Swedenborg quería,
  por un orbe más vívido y complejo
  que el terrenal, que apenas es reflejo
  de aquella alta y celeste algarabía?
  Si (como los imperios de la laca
  y del ébano enseñan) la memoria
  labra su íntimo Edén, ya hay en la gloria
  otro México y otro Cuernavaca.
  Sabe Dios los colores que la suerte
  propone al hombre más allá del día;
  yo ando por estas calles. Todavía
  muy poco se me alcanza de la muerte.
  Sólo una cosa sé. Que Alfonso Reyes
  (dondequiera que el mar lo haya arrojado)
  se aplicará dichoso y desvelado
  al otro enigma y a las otras leyes.
  Al impar tributemos, al diverso
  las palmas y el clamor de la victoria;
  no profane mi lágrima este verso
  que nuestro amor inscribe a su memoria.

  LOS BORGES

  Nada o muy poco sé de mis mayores
  portugueses, los Borges: vaga gente
  que prosigue en mi carne, oscuramente,
  sus hábitos, rigores y temores.
  Tenues como si nunca hubieran sido
  y ajenos a los trámites del arte,
  indescifrablemente forman parte
  del tiempo, de la tierra y del olvido.
  Mejor así. Cumplida la faena,
  son Portugal, son la famosa gente
  que forzó las murallas del Oriente
  y se dio al mar y al otro mar de arena.
  Son el rey que en el místico desierto
  se perdió y el que jura que no ha muerto.

  A LUIS DE CAMOENS

  Sin lástima y sin ira el tiempo mella
  las heroicas espadas. Pobre y triste
  a tu patria nostálgica volviste,
  oh capitán, para morir en ella
  y con ella. En el mágico desierto
  la flor de Portugal se había perdido
  y el áspero español, antes vencido,
  amenazaba su costado abierto.
  Quiero saber si aquende la ribera
  última comprendiste humildemente
  que todo lo perdido, el Occidente
  y el Oriente, el acero y la bandera,
  perduraría (ajeno a toda humana
  mutación) en tu Eneida lusitana.

  MIL NOVECIENTOS VEINTITANTOS

  La rueda de los astros no es infinita
  y el tigre es una de las formas que vuelven,
  pero nosotros, lejos del azar y de la aventura,
  nos creíamos desterrados a un tiempo exhausto,
  el tiempo en el que nada puede ocurrir.
  El universo, el trágico universo, no estaba aquí
  y fuerza era buscarlo en los ayeres;
  yo tramaba una humilde mitología de tapias y cuchillos
  y Ricardo pensaba en sus reseros.
  No sabíamos que el porvenir encerraba el rayo,
  no presentimos el oprobio, el incendio y la tremenda noche de la
  [Alianza;

  nada nos dijo que la historia argentina echaría a andar por las
  [calles,

  la historia, la indignación, el amor,
  las muchedumbres como el mar, el nombre de Córdoba,
  el sabor de lo real y de lo increíble, el horror y la gloria.

  ODA COMPUESTA EN 1960

  El claro azar o las secretas leyes
  que rigen este sueño, mi destino,
  quieren, oh necesaria y dulce patria
  que no sin gloria y sin oprobio abarcas
  ciento cincuenta laboriosos años,
  que yo, la gota, hable contigo, el río,
  que yo, el instante, hable contigo, el tiempo,
  y que el íntimo diálogo recurra,
  como es de uso, a los ritos y a la sombra
  que aman los dioses y al pudor del verso.
  Patria, yo te he sentido en los ruinosos
  ocasos de los vastos arrabales
  y en esa flor de cardo que el pampero
  trae al zaguán y en la paciente lluvia
  y en las lentas costumbres de los astros
  y en la mano que templa una guitarra
  y en la gravitación de la llanura
  que desde lejos nuestra sangre siente
  como el britano el mar y en los piadosos
  símbolos y jarrones de una bóveda
  y en el rendido amor de los jazmines
  y en la plata de un marco y en el suave
  roce de la caoba silenciosa
  y en sabores de carnes y de frutas
  y en la bandera casi azul y blanca
  de un cuartel y en historias desganadas
  de cuchillo y de esquina y en las tardes
  iguales que se apagan y nos dejan
  y en la vaga memoria complacida
  de patios con esclavos que llevaban
  el nombre de sus amos y en las pobres
  hojas de aquellos libros para ciegos
  que el fuego dispersó y en la caída
  de las épicas lluvias de setiembre
  que nadie olvidará, pero estas cosas
  son apenas tus modos y tus símbolos.
  Eres más que tu largo territorio
  y que los días de tu largo tiempo,
  eres más que la suma inconcebible
  de tus generaciones. No sabemos
  cómo eres para Dios en el viviente
  seno de los eternos arquetipos,
  pero por ese rostro vislumbrado
  vivimos y morimos y anhelamos,
  oh inseparable y misteriosa patria.

  ARIOSTO Y LOS ÁRABES

  Nadie puede escribir un libro. Para
  que un libro sea verdaderamente,
  se requieren la aurora y el poniente,
  siglos, armas y el mar que une y separa.
  Así lo pensó Ariosto, que al agrado
  lento se dio, en el ocio de caminos
  de claros mármoles y negros pinos,
  de volver a soñar lo ya soñado.
  El aire de su Italia estaba henchido
  de sueños, que con formas de la guerra
  que en duros siglos fatigó la tierra
  urdieron la memoria y el olvido.
  Una legión que se perdió en los valles
  de Aquitania cayó en una emboscada;
  así nació aquel sueño de una espada
  y del cuerno que clama en Roncesvalles.
  Sus ídolos y ejércitos el duro
  sajón sobre los huertos de Inglaterra
  dilató en apretada y torpe guerra
  y de esas cosas quedó un sueño: Arturo.
  De las islas boreales donde un ciego
  sol desdibuja el mar, llegó aquel sueño
  de una virgen dormida que a su dueño
  aguarda, tras un círculo de fuego.
  Quién sabe si de Persia o del Parnaso
  vino aquel sueño del corcel alado
  que por el aire el hechicero armado
  urge y que se hunde en el desierto ocaso.
  Como desde el corcel del hechicero,
  Ariosto vio los reinos de la tierra
  surcada por las fiestas de la guerra
  y del joven amor aventurero.
  Como a través de tenue bruma de oro
  vio en el mundo un jardín que sus confines
  dilata en otros íntimos jardines
  para el amor de Angélica y Medoro.
  Como los ilusorios esplendores
  que al Indostán deja entrever el opio,
  pasan por el Furioso los amores
  en un desorden de calidoscopio.
  Ni el amor ignoró ni la ironía
  y soñó así, de pudoroso modo,
  el singular castillo en el que todo
  es (como en esta vida) una falsía.
  Como a todo poeta, la fortuna
  o el destino le dio una suerte rara;
  iba por los caminos de Ferrara
  y al mismo tiempo andaba por la luna.
  Escoria de los sueños, indistinto
  limo que el Nilo de los sueños deja,
  con ellos fue tejida la madeja
  de ese resplandeciente laberinto,
  de ese enorme diamante en el que un hombre
  puede perderse venturosamente
  por ámbitos de música indolente,
  más allá de su carne y de su nombre.
  Europa entera se perdió. Por obra
  de aquel ingenuo y malicioso arte,
  Milton pudo llorar de Brandimarte
  el fin y de Dalinda la zozobra.
  Europa se perdió, pero otros dones
  dio el vasto sueño a la famosa gente
  que habita los desiertos del Oriente
  y la noche cargada de leones.
  De un rey que entrega, al despuntar el día,
  su reina de una noche a la implacable
  cimitarra, nos cuenta el deleitable
  libro que al tiempo hechiza todavía.
  Alas que son la brusca noche, crueles
  garras de las que pende un elefante,
  magnéticas montañas cuyo amante
  abrazo despedaza los bajeles,
  la tierra sostenida por un toro
  y el toro por un pez; abracadabras,
  talismanes y místicas palabras
  que en el granito abren cavernas de oro;
  esto soñó la sarracena gente
  que sigue las banderas de Agramante;
  esto, que vagos rostros con turbante
  soñaron, se adueñó del Occidente.
  Y el Orlando es ahora una risueña
  región que alarga inhabitadas millas
  de indolentes y ociosas maravillas
  que son un sueño que ya nadie sueña.
  Por islámicas artes reducido
  a simple erudición, a mera historia,
  está solo, soñándose. (La gloria
  es una de las formas del olvido.)
  Por el cristal ya pálido la incierta
  luz de una tarde más toca el volumen
  y otra vez arden y otra se consumen
  los oros que envanecen la cubierta.
  En la desierta sala el silencioso
  libro viaja en el tiempo. Las auroras
  quedan atrás y las nocturnas horas
  y mi vida, este sueño presuroso.

  AL INICIAR EL ESTUDIO DE LA GRAMÁTICA ANGLOSAJONA

  Al cabo de cincuenta generaciones
  (tales abismos nos depara a todos el tiempo)
  vuelvo en la margen ulterior de un gran río
  que no alcanzaron los dragones del viking,
  a las ásperas y laboriosas palabras
  que, con una boca hecha polvo,
  usé en los días de Nortumbria y de Mercia,
  antes de ser Haslam o Borges.
  El sábado leímos que Julio César
  fue el primero que vino de Romeburh para debelar a Bretaña;
  antes que vuelvan los racimos habré escuchado
  la voz del ruiseñor del enigma
  y la elegía de los doce guerreros
  que rodean el túmulo de su rey.
  Símbolos de otros símbolos, variaciones
  del futuro inglés o alemán me parecen estas palabras
  que alguna vez fueron imágenes
  y que un hombre usó para celebrar el mar o una espada;
  mañana volverán a vivir,
  mañana fyr no será fire sino esa suerte
  de dios domesticado y cambiante
  que a nadie le está dado mirar sin un antiguo asombro.
  Alabada sea la infinita
  urdimbre de los efectos y de las causas
  que antes de mostrarme el espejo
  en que no veré a nadie o veré a otro
  me concede esta pura contemplación
  de un lenguaje del alba.

  LUCAS, XXIII

  Gentil o hebreo o simplemente un hombre
  cuya cara en el tiempo se ha perdido;
  ya no rescataremos del olvido
  las silenciosas letras de su nombre.
  Supo de la clemencia lo que puede
  saber un bandolero que Judea
  clava a una cruz. Del tiempo que antecede
  nada alcanzamos hoy. En su tarea
  última de morir crucificado,
  oyó, entre los escarnios de la gente,
  que el que estaba muriéndose a su lado
  era Dios y le dijo ciegamente:
  Acuérdate de mí cuando vinieres
  a tu reino, y la voz inconcebible
  que un día juzgará a todos los seres
  le prometió desde la Cruz terrible
  el Paraíso. Nada más dijeron
  hasta que vino el fin, pero la historia
  no dejará que muera la memoria
  de aquella tarde en que los dos murieron.
  Oh amigos, la inocencia de este amigo
  de Jesucristo, ese candor que hizo
  que pidiera y ganara el Paraíso
  desde las ignominias del castigo,
  era el que tantas veces al pecado
  lo arrojó y al azar ensangrentado.

  ADROGUÉ

  Nadie en la noche indescifrable tema
  que yo me pierda entre las negras flores
  del parque, donde tejen su sistema
  propicio a los nostálgicos amores
  o al ocio de las tardes, la secreta
  ave que siempre un mismo canto afina,
  el agua circular y la glorieta,
  la vaga estatua y la dudosa ruina.
  Hueca en la hueca sombra, la cochera
  marca (lo sé) los trémulos confines
  de este mundo de polvo y de jazmines,
  grato a Verlaine y grato a Julio Herrera.
  Su olor medicinal dan a la sombra
  los eucaliptos: ese olor antiguo
  que, más allá del tiempo y del ambiguo
  lenguaje, el tiempo de las quintas nombra.
  Mi paso busca y halla el esperado
  umbral. Su oscuro borde la azotea
  define y en el patio ajedrezado
  la canilla periódica gotea.
  Duermen del otro lado de las puertas
  aquellos que por obra de los sueños
  son en la sombra visionaria dueños
  del vasto ayer y de las cosas muertas.
  Cada objeto conozco de este viejo
  edificio: las láminas de mica
  sobre esa piedra gris que se duplica
  continuamente en el borroso espejo
  y la cabeza de león que muerde
  una argolla y los vidrios de colores
  que revelan al niño los primores
  de un mundo rojo y de otro mundo verde.
  Más allá del azar y de la muerte
  duran, y cada cual tiene su historia,
  pero todo esto ocurre en esa suerte
  de cuarta dimensión, que es la memoria.
  En ella y sólo en ella están ahora
  los patios y jardines. El pasado
  los guarda en ese círculo vedado
  que a un tiempo abarca el véspero y la aurora.
  ¿Cómo pude perder aquel preciso
  orden de humildes y queridas cosas,
  inaccesibles hoy como las rosas
  que dio al primer Adán el Paraíso?
  El antiguo estupor de la elegía
  me abruma cuando pienso en esa casa
  y no comprendo cómo el tiempo pasa,
  yo, que soy tiempo y sangre y agonía.

  ARTE POÉTICA

  Mirar el río hecho de tiempo y agua
  y recordar que el tiempo es otro río,
  saber que nos perdemos como el río
  y que los rostros pasan como el agua.
  Sentir que la vigilia es otro sueño
  que sueña no soñar y que la muerte
  que teme nuestra carne es esa muerte
  de cada noche, que se llama sueño.
  Ver en el día o en el año un símbolo
  de los días del hombre y de sus años,
  convertir el ultraje de los años
  en una música, un rumor y un símbolo,
  ver en la muerte el sueño, en el ocaso
  un triste oro, tal es la poesía
  que es inmortal y pobre. La poesía
  vuelve como la aurora y el ocaso.
  A veces en las tardes una cara
  nos mira desde el fondo de un espejo;
  el arte debe ser como ese espejo
  que nos revela nuestra propia cara.
  Cuentan que Ulises, harto de prodigios,
  lloró de amor al divisar su Ítaca
  verde y humilde. El arte es esa Ítaca
  de verde eternidad, no de prodigios.
  También es como el río interminable
  que pasa y queda y es cristal de un mismo
  Heráclito inconstante, que es el mismo
  y es otro, como el río interminable.

  MUSEO


  CUARTETA

  Murieron otros, pero ello aconteció en el pasado,
  que es la estación (nadie lo ignora) más propicia a la muerte.
  ¿Es posible que yo, súbdito de Yaqub Almansur,
  muera como tuvieron que morir las rosas y Aristóteles?
  Del Diván de Almotásim el Magrebí (siglo XII)


  LÍMITES

  Hay una línea de Verlaine que no volveré a recordar.
  Hay una calle próxima que está vedada a mis pasos,
  hay un espejo que me ha visto por última vez,
  hay una puerta que he cerrado hasta el fin del mundo.
  Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos)
  hay alguno que ya nunca abriré.
  Este verano cumpliré cincuenta años;
  la muerte me desgasta, incesante.
  De Inscripciones, de Julio Platero Haedo (Montevideo, 1923)


  EL POETA DECLARA SU NOMBRADÍA

  El Círculo del cielo mide mi gloria,
  las bibliotecas del Oriente se disputan mis versos,
  los emires me buscan para llenarme de oro la boca,
  los ángeles ya saben de memoria mi último zéjel.
  Mis instrumentos de trabajo son la humillación y la angustia;
  ojalá yo hubiera nacido muerto.
  Del Diván de Abulcásim el Hadramí (siglo XII)


  EL ENEMIGO GENEROSO

  Magnus Barford, en el año 1102, emprendió la conquista general de los reinos de Irlanda; se dice que la víspera de su muerte recibió este saludo de Muirchertach, rey en Dublín:
  Que en tus ejércitos militen el oro y la tempestad, Magnus Barford.
  Que mañana, en los campos de mi reino, sea feliz tu batalla.
  Que tus manos de rey tejan terribles la tela de la espada.
  Que sean alimento del cisne rojo los que se oponen a tu espada.
  Que te sacien de gloria tus muchos dioses, que te sacien de sangre.
  Que seas victorioso en la aurora rey que pisas a Irlanda.
  Que de tus muchos días ninguno brille como el día de mañana.
  Porque ese día será el último. Te lo juro, rey Magnus.
  Porque antes que se borre su luz, te venceré y te borraré, Magnus
  [Barford.



  De Anhang zur Heimskringla de H. Gering, 1893


  LE REGRET D’HÉRACLITE

  Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca
  aquel en cuyo amor desfallecía Matilde Urbach.
  Gaspar Camerarius, en Deliciae Poetarum Borussiae, VII, 16.


  EPÍLOGO

  Quiera Dios que la monotonía esencial de esta miscelánea (que el tiempo ha compilado, no yo, y que admite piezas pretéritas que no me he atrevido a enmendar, porque las escribí con otro concepto de la literatura) sea menos evidente que la diversidad geográfica o histórica de los temas. De cuantos libros he entregado a la imprenta, ninguno, creo, es tan personal como esta colecticia y desordenada silva de varia lección, precisamente porque abunda en reflejos y en interpolaciones. Pocas cosas me han ocurrido y muchas he leído. Mejor dicho: pocas cosas me han ocurrido más dignas de memoria que el pensamiento de Schopenhauer o la música verbal de Inglaterra.
  Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara.
  J. L. B.
 Buenos Aires, 31 de octubre de 1960.
Fuente:
PRIMERA EDICIÓN VINTAGE ESPAÑOL, SEPTIEMBRE 2012.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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