viernes, 1 de julio de 2016

Alejandra Pizarnik & León Ostrov Cartas. No.7


 Carta N.º 7[21]
Muy querido León Ostrov:
Espero que habrá recibido mi carta anterior, dedicada exclusivamente al tema «televisión y trabajo». Lamento anunciarle que lo de la televisión no anduvo pero que en cambio me sirvió para ponerme en contacto con la revista Cuadernos, en la que soy ahora empleada (y robadora de hojas, como es evidente). Trabajo desde el lunes, hoy es mi cuarto día, estoy contenta y no lo estoy, tengo un horario de oficinista, 9 a 12 y 14 a 18. El sueldo es muy bueno y sirve para vivir tranquilamente en esta ciudad que ya está en mí y que, según todos mis deseos, no abandonaré tan pronto. Pero le escribo a usted todo esto porque me siento un poco confusa con la novedad de que mi deseo de quedarme será realizado (si bien me excedo en el optimismo pues los tres primeros meses de todo empleo parisino son de prueba, y nosotros sabemos lo lejana que estoy de la empleada eficaz y necesaria. En fin…). El gran y enorme problema es, como decíamos ayer, mi madre. Ella sabe que tengo pasaje que me sirve para volver hasta marzo (mi anhelo secreto es devolverlo y comprarme algún autito viejo). Ahora bien: necesito de todas las fuerzas del mundo para no hacer la hija pródiga, para no volver y llorar y prometer ser buena y pedir perdón por haber nacido. Todos estos meses de soledad, de cambio de domicilio, de búsqueda de empleo, me han fortalecido algo. Para darle una idea de mi vida por aquí: dejé la casa de mi tío en Agosto y me fui a la residencia universitaria de Antony (veinte minutos de París) donde me quedé dos meses hasta que me cansé de su confort, de su ambiente universitario, de su poca relación con París, etc. La semana pasada me conseguí una pieza en un sexto piso de la Place de Clichy (en el corazón de Clichy, lleno de prostitutas y compañía). El hecho de que yo, la nacida temerosa y miedosa por orden y venganza de no sé quién, habite sola y solitaria una chambre de bonne en una dudosa calle de Montmartre, no es un hecho vulgar y corriente en la historiografía alejandrina. La pieza es muy hermosa pues no tiene ratas ni pieles sarnosas de viejas locas, pero en cambio no tiene agua y el baño (un agujero detrás de una puerta) queda a unos sesenta metros, y para ir allí ¡¡¡¡¡¡¡no hay luz de noche!!!!! Quiere decir que te prendes un fósforo y tanteas las paredes y las puertas hasta llegar a un infecto agujero casi siempre ocupado por un viejo siniestro que te saluda con los ojos en tu… Bueno, estoy exagerando, como siempre. Y ya que hablamos de corredores oscuros y agujeros volvamos al tema «madre»: a mi temor de volver por temor a su temor. A su venganza silenciosa. En fin, a todo eso que está en cualquier manual de psicoanálisis. Pero me gustaría quedarme varios años, ganarme mi vida varios años, trabajar como cualquier ser adulto, escribir (estoy escribiendo), no pensar en publicar sino escribir algunos años, sin urgencia, lentamente, tranquila, etc. Y además leer, estudiar, en fin, vivir adultamente. Si consigo quedarme en este empleo (estoy trabajando con Edmundo Eichelbaum, quiero decir, en la misma oficina, creo que usted lo conoce; en verdad, fue él quien le habló de mí a Gorkin y fue por él que conseguí el empleo). Lo que sucede es que no deja de parecerme irrisorio y sorprendente donar siete horas de mi día, donarlas así, sabiendo que la muerte existe, y muchas cosas hermosas existen, y muchas cosas terribles, y trabajar así, como si no pasara nada, como si uno no viniera a la tierra por un tiempo breve. Todo esto me asombra profundamente, pero considerando racionalmente que hace un mes yo me quería suicidar, considerando que la imagen de mi vida era un golpearse la cabeza en la pared, y que ahora, cuando salgo de aquí, sólo tengo sed de cosas bellas, considerando todo esto, creo, en fin, que todo irá mejor. Y ahora lo dejo. Abrazos para usted, Aglae y Andrea,
Alejandra

Respuesta de León Ostrov
Buenos Aires, octubre 21 de 1960.

Querida Alejandra:
Me pregunta Ud. si recibí su carta anterior, dedicada al tema: T. V. y trabajo. Sí, la recibí, y a mi vez le pregunto si recibió la mía porque su interrogante me lleva a pensar que no llegó a Ud. La mandé al Consulado, y en ella trataba de colaborar con Ud. en el asunto Vallejo.
Me alegra todo lo que me dice en su carta. Creo que es el camino para Ud., por lo menos inmediatamente. Si siente que está logrando conciliar sus proyectos, a pesar de las siete horas de oficina, no ceda. Defiéndase, defiéndalos. Veo —complacido— que lo que siempre sostuve —que París es terapéutico— se está cumpliendo. Espero que no me defraude, y que pueda pasar por esos tres meses de prueba y poder quedar así en el empleo. Yo la «veo» a Ud. viviendo en París. Es una ciudad para espíritus como el suyo. Me acuerdo que Phillips —un psicoanalista inglés que estuvo hace un par de años en Buenos Aires, excepcionalmente culto— me decía que sus vacaciones —y eventualmente los fines de semana— los pasa en París. Y me acuerdo que yo, cuando estuve en el 55 en Europa, la primera ciudad que visité fue París. Arreglé mis cosas para recorrer algunas otras, pero para terminar mi estada en Europa de nuevo en ella, como si necesitara, como última impresión, llevarme la de París, que está en mí y me dibuja un futuro feliz pensando que alguna vez estaré de nuevo allí.
Arregle sus cosas, acepte que en esta breve vida —es inevitable— tenemos que dormir y trabajar a veces en cosas que no nos interesan del todo, es decir, reducir las horas de la contemplación y de la tarea que expresa nuestra vocación mejor. Todo eso que, aparentemente es perder tiempo puede, en definitiva, no serlo. Recuerde aquel cartelito que Saint Paul Roux colocaba sobre la puerta de su habitación cuando se iba a dormir: «Se ruega no molestar. El poeta trabaja».
Trabaje, en lo suyo y en la oficina, puesto que esto último es condición inexorable para seguir en París. Y vaya ahorrando, si puede, algunos francos y córrase a Roma cuando pueda. Y ya me dirá.
Un gran abrazo mío, de Aglae y de Andrea,
León Ostrov


Como la dirección que pone en el sobre es ilegible, resuelvo mandarle ésta a la de su oficina. En todo caso, acláreme la suya, particular.

Novela. LECTURAS. FRAGMENTOS. La Montaña Mágica. Thomas Mann.


LECTURAS. FRAGMENTOS. LA MONTAÑA MÁGICA. Páginas: 709, 710,711.
Pero de la muerte, nadie que volviese de ella podría decir que vale la pena, pues no se la vive. Salimos de las tinieblas y entramos en las tinieblas. Entre esos dos instantes hay cosas vividas, pero nosotros no vivimos ni el principio ni el fin, ni el nacimiento ni la muerte; no tienen carácter subjetivo; como acontecimiento, no se hallan más que en el dominio de lo objetivo. Así pasa la cosa.
Tal era la manera de consolar del consejero. Esperamos que hiciese algún bien a la razonable señora Ziemssen. limbrick
Y sus seguridades se confirmaron, en efecto, bastante exactamente. Joachim, debilitado, durmió largas horas, durante sus últimos días; soñó también todo lo que le era agradable soñar, es decir, suponemos que vio en sueños el país llano y la vida militar, y cuando se despertaba y le preguntaban cómo se encontraba, contestaba siempre, aunque indistintamente, que se sentía bien y feliz, a pesar de que apenas tuviese pulso y no sintiese casi el pinchazo de la jeringa de inyecciones. Su cuerpo habíase vuelto insensible, le hubiesen podido quemar y pellizcar, sin que eso interesara para nada al buen Joachim.
A pesar de esto, desde la llegada de su madre se operaron grandes cambios en él. Como le resultaba muy penoso el afeitarse y había dejado de hacerlo desde hacía ocho o diez días, su rostro estaba ahora encuadrado en una especie de collar de barba negra, de una barba de guerrero, como la que los soldados se dejan crecer en campaña y que, según opinión de todos, le daban una belleza viril. Sí, Joachim, de joven se había convertido en hombre maduro a causa de esa barba, y sin duda no solamente a causa de ella. Vivía deprisa, como un mecanismo de reloj que se estropea, franqueaba al galope las edades que no le era concedido alcanzar en el tiempo, y durante las últimas veinticuatro horas se convirtió en un anciano. La debilidad de su corazón le producía una hinchazón en el rostro, lo que daba a Hans Castorp la impresión de que la muerte debía ser, por lo menos, un esfuerzo muy penoso, a pesar de que Joachim, gracias a los frecuentes eclipses de su conciencia, no parecía darse cuenta. Esta hinchazón alcanzaba principalmente a los labios, y a la sequedad o el enervamiento del interior de la boca contribuía visiblemente a que Joachim balbucease como un viejo, cosa que le irritaba. Si no hubiese tenido esa molestia, decía balbuceando, todo hubiera ido bien, pero eso constituía una fastidiosa contrariedad.
Lo que quería decir al manifestar «que todo hubiera ido bien» no estaba muy claro. La tendencia de su estado al equívoco aparecía de una manera impresionante. Más de una vez dijo cosas de doble sentido. Parecía saber y no saber, y declaró una vez, visiblemente sacudido por un escalofrío de agotamiento, moviendo la cabeza y con una cierta contrición, que «jamás se había sentido tan mal afinado».
Luego su actitud se hizo distante, severa, inabordable, incluso incivil; no se dejaba impresionar por ninguna ficción ni por ningún paliativo, ni contestaba; miraba ante él con un aire ausente. Sobre todo después que el joven pastor, que Luisa Ziemssen había hecho llamar y que, con gran sentimiento de Hans Castorp, no llevaba alzacuello almidonado, sino sencillamente un pequeño cuello, hubo rezado con él, su actitud adquirió un empaque oficial y no expresó sus deseos más que bajo la forma de breves órdenes.
A las seis de la tarde manifestó una manía chocante. Con la mano derecha, cuya muñeca se hallaba más ceñida por un pequeño brazalete, se frotó repetidas veces la región de la cadera, elevando un poco la mano y luego arrastrándola hacia él, sobre la colcha, con un gesto de rascar, como si atrajese o recogiese algo.
A las siete murió, Alfreda Schidlknecht se encontraba en el comedor, y estaban únicamente presentes la madre y el primo. Joachim se había hundido en la cama y ordenó brevemente que le alzasen. Mientras que la señora Ziemssen enlazaba con su brazo la espalda de su hijo, obedeciendo esa orden, dijo éste con apresuramiento que inmediatamente debía redactar y enviar una solicitud de prolongación de su permiso, mientras decía eso, el «breve tránsito» se realizó, observado por Hans Castorp con recogimiento, a la luz de la lamparilla de la cabecera, velada con una pantalla roja. Los ojos giraron, la inconsciente tensión de sus facciones desapareció, la penosa hinchazón de los labios se desvaneció rápidamente, y el mudo rostro de nuestro Joachim recobró la belleza de una juventud viril.

jueves, 30 de junio de 2016

LECTURAS. FRAGMENTOS. LA MONTAÑA MÁGICA. Páginas: 701-702.


NOVELA. LECTURAS. FRAGMENTOS. LA MONTAÑA MÁGICA.  THOMAS MANN.
Diariamente Joachim asistía a la cura. Era un bello otoño; con pantalones de franela blanca y chaqueta azul, llegaba con frecuencia retrasado a las comidas, correcto y marcial, saludaba brevemente, de un modo amable y viril, se excusaba de su inexactitud y se sentaba en su sitio para la comida especial que le era preparada, pues ya no habría podido adaptarse a las comidas ordinarias sin correr el peligro de atragantarse. Le servían potajes, purés y papillas. Los vecinos de mesa comprendieron rápidamente la situación. Contestaban a su saludo con una cortesía y un apresuramiento marcados, le llamaban «teniente». En su ausencia interrogaban a Hans Castorp, y también acudían de las otras mesas para interrogarle. La señora Stoehr acudió retorciéndose las manos y se lamentó trivialmente. Pero Hans Castorp no contestó más que con monosílabos, reconoció la importancia del incidente, pero negó hasta un cierto punto su extrema gravedad; lo hizo por honor, con la sensación de que no tenía derecho a abandonar a Joachim prematuramente.
Paseaban juntos, recorrían tres veces al día la distancia prescrita, a la que el consejero había limitado a Joachim para evitar un gasto inútil de fuerzas. A la izquierda de su primo iba Hans Castorp. Antes hubiera sido así de otra manera, pero ahora Hans Castorp se mantenía con preferencia a su izquierda. No hablaban mucho, pronunciaban las palabras que el día normal del Berghof llevaba a sus labios y nada más. Sobre la cuestión que se hallaba en suspenso entre ellos, no había nada que decir, sobre todo entre gentes inclinadas al pudor y que no se llamaban por sus nombres de pila más que en circunstancias extremas. Sin embargo, la necesidad de expansiones se hacía sentir por instantes, se hallaba próxima a desbordar en el pecho de hombre paisano de Hans Castorp. Pero era imposible. Lo que había afluido dolorosa y tumultuosamente volvía a caer, y permanecía mudo.
Joachim iba a su lado, con la cabeza baja. Miraba al suelo, como si se considerase de la tierra. Era muy extraño: marchaba correctamente, saludaba, a los que pasaban, de un modo caballeresco, mantenía el porte y la corrección de siempre... y pertenecía a la tierra. ¡Dios mío, todos seremos de ella, tarde o temprano!

miércoles, 29 de junio de 2016

Alejandra Pizarnik & León Ostrov Cartas. No.6.


Carta N.º 6[20]
Muy querido León Ostrov:
Tenía pensado escribirle más tarde, cuando hubiera sobrevenido lo que yo esperaba y que tal vez sobrevenga pero yo ya no lo espero tanto, ni como antes, como ayer. Me habían propuesto que yo hiciera el scénario de un film corto sobre Vallejo para difundirse por la televisión en varios países sudamericanos. Acepté feliz. La propuesta coincidía con mi buen estado anímico: había salido mucho, había visto. Había acariciado la esperanza de quedarme en París mucho tiempo, indefinidamente, esperanza que se resolvió en certeza cuando la propuesta. La había aceptado con todas mis buenas intenciones de hacer algo alguna vez por mí, algo bueno y que me alegre, que me libere. De esto hace unos 15 días. Dos semanas sin ver nada, sin visitar a nadie, sino como empujada por algo o alguien terriblemente fuerte, y yo me decía: trabajá, si trabajás te vas a salvar. Anduve torturándome en la Biblioteca Nacional donde no hay nada sobre la vida de Vallejo. Ni siquiera tenía sus poemas que están agotados y que por fin me consiguió Jonquières. Fui a la Unesco y hablé con cuanto peruano existe. Por intermedio de un amigo de un amigo de un amigo de alguien que conozco di con la noticia de la existencia de una vieja bailarina peruana, viuda de Ernesto More, gran amigo de Vallejo. Anteayer, pues, fui a lo de una vieja condesa rusa fanáticamente marxista, que vive en «su» calle Visconti. Como la reunión era muy tarde pasé por el café Old Navy lleno de argentinos y no sé cómo fue pero enganché a un italiano que me acompañó. Llego y está el chico peruano (amigo de un amigo… etc.), la bailarina, la Condesa, una vieja bouquiniste que me vendió una vez el Kama–Sutra junto al Sena y un muchacho español que trabaja de sifonero en el verano y en el invierno ayuda a un filólogo a traducir al francés el Mío Cid. Todo muy interesante pero frustrador cuanto a Vallejo. La vieja bailarina se hacía la importante y mentía abiertamente. Por fin se dio el gusto y me enseñó cómo bailaba Vallejo cuando se embriagaba. Entonces me fui y era tarde y el italiano no pudo volver a su casa a causa del metro que no andaba a esa hora. Entonces se metió por la ventana de mi cuarto (habito provisoriamente en la Résidence Universitaire d’Antony: «Les visites masculines sont interdites»). Y por supuesto hicimos el amor —expresión infiel en este caso. Y todo pasó de una manera muy interesante sólo que es muy largo y difícil contarlo ahora. No es esto todo: me vi con la sirvienta de Jonquières, que tenía una revista peruana; me vi con Ricardo Paseyro, yerno del finado Supervielle; me vi ayer con Jorge Carrera Andrade, quien me miraba con desconfianza al principio y finalizó comprándome cigarrillos y nos veremos de nuevo, etc. En suma: no tengo casi nada de material para el film. Porque se necesitan cosas vivas, circunstancias, etc. Y no hay sino poemas e interpretaciones metafísicas. Además, con mi inteligencia muerta, con mi imaginación absurda, con mis visiones cada día más alucinadas, qué estructura dar a este film, de manera que sea aceptado por personas que piensan en el interés comercial y en la aceptación pública que puede tener. Y lo peor es que quiero encarnizadamente hacerlo. Y quiero que me den a mí los otros que piensan hacer: Darío, Gómez Carrillo, Supervielle, etc. Y me interesa profundamente ganar dinero haciéndolos, y me interesa hondamente aprender el oficio de escribir para la televisión.
Me pasé dos semanas en estado de ansiedad dichosa: todo esto que digo que me interesaría hacer se me presentaba posible. Y le confieso que pensé con alegría en la posibilidad de ganar mucho dinero, escribir sobre lo que existe y jamás sobre lo ausente, es decir, escribir produciendo obras que serían artículos de consumo (para la T. V.) y pensé con alegría, digo, en no escribir poemas nunca más. «Salvada», me dije. Pero me di cuenta que había exagerado: corrí y anduve mucho y me fatigué horriblemente y todos me decían si estoy enferma. Pero me hacía trampa, porque dentro de mí no hacía el scénario, no lo pensaba, dentro sólo había la esperanza de salvarme. Y cuando ayer recibí una carta bastante fría de mamá, motivada posiblemente por alguna desaprobadora de mi persona de mi tío de aquí (me he distanciado completamente de mi maldita familia) y me preguntaba cuándo volveré, (la primera vez que lo pregunta) y me decía cosas tan sin importancia, tanto hastío, tanta frustración en las pequeñas familias, que me juré trabajar hasta morir y no volver, o si vuelvo, volver fuerte y casi o algo o apenas libre. Pero hoy comienzo el scénario y me desespero. Entonces le escribo a usted, como si le pidiera que me ayude contra lo que en mí quiere ir a la caída, eso en mí enamorado de la miseria, de la pobreza, del malestar, del desamparo, de lo huérfano, de la muerte. Hasta pensé esto, a propósito del scénario: o lo haces y trabajas como una mujer adulta o te vas al Sena y das el sonido de un cuerpo menos. Pero no es tan fácil. No es tan fácil. Hoy, como no hice nada, me angustié y de pronto se vino todo: hice o se hicieron cinco poemas, absolutamente incomprensibles y no muy malos. Alegría entonces. Bienvenidos. Termino de escribirlos y se va la esperanza de la salvación por la profesión remunerada. Al diablo todo. Mientras lleguen los poemas. Pero quiero hacerlo. No quiero ir a Bs. As. a vivir con mi familia. Pero no puedo pensar en el scénario. No estoy muy angustiada ni muy triste pero no puedo pensar en las cosas concretas. No me interesan. Me pidió también una chica que hace cine y televisión que colabore con ella en un film corto sobre un desencuentro amoroso. Le di ideas buenas. Pero hacer los diálogos me es imposible. Yo no sé hablar como todos. Mis palabras suenan extrañas y vienen de lejos, de donde no es, de los encuentros con nadie. ¿Qué artículos de consumo fabricar con mi lenguaje de melancólica a perpetuidad? (A propósito de mí: ¿conoce Las noches blancas, de Dostoievski? Nunca sentí más fuerte temor que leyéndolo). Bueno, he creído que sería tan fácil cambiar como si fuera vestirse distintamente. Hasta me ocupé de leer los diarios en estas 2 semanas. Y saber de política. Hoy hice los poemas, necesito escribirle y medito en la muerte y en lo de siempre. Estoy absolutamente convencida de que la vida es invivible. Ejemplo: estamos muertos. Luego, quisiera trabajar y leer y escribir y ganar dinero y no ver nunca a mi familia, y estar sola sin sentirme culpable por eso. Vida tranquila, industriosa, la que me prometo siempre. Hasta que reviento y me embriago y fornico durante una noche que no es noche sino un oscuro rito para restablecer el hastío y la calma y la espera absurda de siempre. Le escribiré pronto, le diré cómo anda todo esto, posiblemente mal repito (lo digo proustianamente: para que no suceda, por el solo hecho de haberlo pensado). Lamento lo de la Facultad y de su «colega». No comprendo por qué la gente es tan idiota. Le envían gran saludos Jonquières y familia. Ayer la vi a N. Gerstein, y me dijo lo hermosa que es Andrea. Entonces, para ella, para usted y Aglae grandes abrazos,
Alejandra


Perdón por el exceso de pronombres en primera personas
 

ha salido en plural: la semana pasada tuve, al fin, una experiencia nervaliana: salgo de mi pieza, llego al parque, miro mi enorme ventana y ¿a quién vi, en un centésimo de segundo? A mí. Me asusté y me sentí feliz. La experiencia del doble me fascinó siempre. Es curioso, pero no me acusé de esquizofrenia. Mejor dicho, me sentí agradecida.

  Respuesta de León Ostrov


Querida Alejandra:
Apenas recibí su carta fui a «Verbum» para comprar un libro sobre la vida de Vallejo que hacía un tiempo había visto en la vidriera. Ya no estaba; lo habían vendido. Y Vázquez no pudo darme ningún dato concreto —autor, editor— como para tratar de conseguirlo en otra librería. Lo único que pudo decirme es que, dentro de uno o dos meses, lo recibirá de nuevo. Pasé por otras librerías y nadie sabía nada. Hubiera querido ayudarla con algo positivo en su empresa, pero desgraciadamente —por lo menos en forma inmediata— no es posible. Lo único que puedo hacer es, sí, decirle que si por unos días vivió con convicción y entusiasmo el proyecto, es indicio de que algo en Ud. está queriendo cambiar. No se desanime. Y no plantee las cosas como excluyentes. No se trata de no escribir más poemas para dedicarse a una literatura de distinta densidad. Si fuera así, le diría rotundamente que rechace toda invitación en ese sentido. Por otro lado no se engañe: no podría Ud. hacerlo: ni dejar de escribir poemas ni dedicarse exclusivamente a lo otro.
Además, creo que debería hacer, aun para T. V., lo que Ud. realmente siente. No se me escapa que la perspectiva comercial y el gran público como destinatario pueden ser un obstáculo insalvable, pero ¡quién sabe! A lo mejor lo suyo es captado, apreciado, porque su lenguaje, aunque lo considere Ud. como que proviene de mundos irreales y fantásticos, puede tocar, en más gente de lo que sospecha, cuerdas que están esperando quien sepa hacerlas vibrar.
En cuanto a su proyecto de quedarse, a lo mejor, indefinidamente en París, no quiero opinar. Lo único que importa es que descubra Ud. qué es lo que realmente quiere y en qué lugar del mundo siente Ud. que podría realizarlo mejor. He hecho la fantasía de que Ud., en París, puede llegar a convertirse en algo importante literariamente, porque ya lo es, pero París —nos guste o no— sigue siendo el gran resonador de la literatura en el mundo.
Escríbame pronto para decirme en qué anda con su scénario.
Un gran abrazo de Aglae, Andrea y mío,
León Ostrov


Apenas termino esta carta y me pongo a hojear un número reciente de Insula, me encuentro con esta noticia: la revista Indice, de Madrid, en su ejemplar de febrero de 1960 se dedica a examinar, en diversos artículos, la vida y obra de Vallejo. Se me ocurre que no tendrá dificultades para consultar ese número en París o para hacérselo llegar desde Madrid en último caso.

Lecturas. Fragmentos. La Montaña Mágica. Páginas: 685, 686,687.


LECTURAS. FRAGMENTOS. NOVELA. LA MONTAÑA MÁGICA. Thomas Mann.
Los cuatro pensionistas del Berghof habían encontrado a Settembrini y, por casualidad, Naphta se había reunido a ellos. Se hallaban sentados todos en torno de una mesita de hierro cargada de aperitivos, anís y vermut. Naphta se había hecho servir vino y pasteles. Joachim humedecía con frecuencia su garganta enferma con limonada, que bebía muy cargada y muy ácida, porque así contraía los tejidos y le aliviaba. Settembrini bebía únicamente agua azucarada; la bebía por medio de una paja, con una gracia glotona, como si hubiese degustado el más precioso de los refrescos.
Dijo en broma:
—¿Qué he oído, ingeniero? ¿Qué rumor es ese que ha llegado hasta mis oídos? ¿Va a volver Beatrice? ¿Vuestra guía a través de las nueve esferas giratorias del paraíso? ¡Espero que, a pesar de eso, no desdeñará completamente la mano amistosa de su Virgilio! Nuestro eclesiástico, aquí presente, le confirmará que el universo del medioevo no queda completo si falta, al misticismo franciscano, el polo contrario del conocimiento tomista.
Todos rieron al oír tan chusca pedantería y miraron a Hans Castorp, que también se reía y que levantó su copa de vermut a la salud de «su Virgilio».
Difícilmente puede creerse el inagotable conflicto de ideas que debía producirse, a la hora siguiente, a causa de palabras inofensivas y rebuscadas de Settembrini, pues Naphta, que en cierta manera había sido provocado, pasó inmediatamente al ataque y arremetió contra el poeta latino —que Settembrini adoraba notoriamente— hasta colocarle por debajo de Homero; Naphta había manifestado más de una vez su desdén por la poesía latina en general, y aprovechó de nuevo, con malicia y rapidez, la ocasión que se le ofrecía.
—Constituía un prejuicio del gran Dante —dijo— eso de rodear de tanta solemnidad a ese mediocre versificador y concederle, en una significación demasiado masónica. ¿Qué tenía de particular ese laureado cortesano, ese lamedor de suelas de la casa Juliana, ese literato de metrópoli y polemista de aparato, desprovisto de la menor chispa creadora, cuya alma, si la poseía, era seguramente de segunda mano, y que no había sido, en manera alguna, poeta, sino un francés de peluca empolvada de la época de Augusto?
Settembrini no dudó de que su honorable interlocutor poseía medios de conciliar su desprecio hacia el período romano de la más alta civilización con sus funciones de profesor de latín. Pero le parecía necesario llamar la atención de Naphta sobre la contradicción más grave que se desprendía de tales juicios y que le ponían en desacuerdo con sus siglos preferidos, en los cuales no solamente no se había despreciado a Virgilio, sino que se le había hecho justicia bastante ingenuamente, convirtiéndole en un mago y un sabio.
—Es en vano —replicó Naphta— que Settembrini llame en su socorro a la ingenuidad de esa joven y victoriosa época que había demostrado su fuerza creadora hasta la «demonización» de lo que vencía. Por otra parte, los doctores de la joven Iglesia no se cansaban de poner en guardia contra las mentiras de los filósofos y de los poetas de la antigüedad, y en particular contra la elocuencia voluptuosa de Virgilio. ¡Y en nuestros días, en que termina una era y aparece un alba proletaria, se es favorable a esos sentimientos! M. Lodovico podía estar persuadido —para zanjar la cuestión— de que él, Naphta, se entregaba a su profesión privada, a la que había aludido, con toda la reservatio mentalis conveniente. No era más que por ironía por lo que participaba en un sistema de educación clásica y oratoria al que el mayor optimismo no podía usted prometer más que algunos decenios de existencia.
—Usted los ha estudiado —exclamó Settembrini—, usted ha estudiado a costa del sudor de su frente a esos viejos poetas y filósofos; usted ha intentado apropiarse su preciosa herencia, de la misma manera que usted ha utilizado el material de construcción antiguo para sus casas de piedra. Habéis comprendido que no seríais capaces de producir una nueva forma de arte con las solas fuerzas de vuestra alma proletaria, y habéis confiado en derrotar a la antigüedad con sus propias armas. ¡Eso es lo que pasa siempre! Vuestra juventud inculta deberá estudiar en la escuela lo que vosotros desearíais poder desdeñar y hacer que los demás desdeñasen, pues sin cultura no podéis imponeros a la humanidad y no hay más que una sola cultura, la que llamáis cultura burguesa, que es la cultura humana. ¡Y os atrevéis a calcular por decenios el tiempo de vida que queda a las humanidades!
La cortesía impedía a Settembrini acompañar sus palabras con una risa burlona. Una Europa que sabía administrar su patrimonio eterno pasaría, con toda tranquilidad, al orden del día de la razón clásica, despreciando el apocalipsis proletario que algunos se imaginaban gustosos.

martes, 28 de junio de 2016

César Aira Ema, la cautiva (Fragmento). Novela.



Definida por su autor como «historiola» —mezcla de historia y fantasía— esta  novela es un viaje al confín del desierto patagónico, pero no solamente un desplazamiento físico sino especialmente el pasaje a un mundo entre mágico y absurdo, donde desde una fría narrativa que simula ser antropológica se construye un universo de salvaje sensualidad, de comportamientos al mismo tiempo idílicos e inhumanos. Con el pretexto de una novela de frontera, Aira logra en la pasión de Ema lo que él mismo llama «una historia gótica simplificada»

 
César Aira
 Ema, la cautiva
(Fragmento).

Una caravana viajaba lentamente al amanecer, los soldados que abrían la marcha se bamboleaban en las monturas medio dormidos, con la boca llena de saliva rancia. Cada día los hacían levantar unos minutos más temprano, según avanzaba la estación, de modo que dormían durante muchas leguas, hasta que salía el sol. Los caballos iban hechizados, o aterrorizados, por el ruido lúgubre que producían los cascos al tocar la llanura, no menos que por el contraste de la tierra tenebrosa con la hondura diáfana del aire. Les parecía que el cielo se iluminaba demasiado rápido, sin darle tiempo de disolverse a la noche.
Del cinto les colgaban sables sin vaina; el paño de los uniformes había sido cortado por manos inhábiles; en las cabezas rapadas, los quepis demasiado grandes los volvían pueriles. Los que fumaban no estaban más despiertos que los demás; llevarse el cigarrillo a los labios, inhalar con fuerza, eran gestos del sueño. El humo se disolvía en la brisa helada. Los pájaros se dispersaron en la radiación gris, sin hacer ruido. Todo era silencio, resaltado a veces por el grito lejano de un tero, o los resoplidos ansiosos, con una nota muy aguda, de los caballos, a los que sólo el adormecimiento de sus dueños les impedía echarse a correr hasta la disolución, tanto era el espanto que les producía la tierra. Pero de aquellas sombras no salía nada, excepto una liebre trasnochada que huía por la hierba, o una polilla de seis pares de alas.
Los bueyes, en cambio, bestias de patas muy cortas a los que la media luz hacía parecer orugas contoneándose en un pantano, eran totalmente mudos y nadie les había oído proferir siquiera un murmullo. Sólo el ruido del agua en el interior, porque bebían cientos de litros por día; estaban llenos, intoxicados de agua. Cuatro yuntas tiraban de cada carreta, grandes como inmuebles. Tan lenta era la marcha, y tanta la cantidad de fuerza empleada para moverlas, que se deslizaban con facilidad imperturbable. La falta de accidentes del campo contribuía, y sobre todo el diámetro desmesurado de las ruedas, de madera roja, con una bola hueca de metal en el eje, que llenaban dos veces al día con grasa de color de miel. Las primeras carretas tenían toldos e iban llenas de cajas, todas las demás eran abiertas y una multitud heterogénea apiñada en ellas dormitaba o movía con tedio los miembros encadenados, para mirar algún horizonte vacío y remoto.
Pero la luz sepia y bistre no siguió aumentando indefinidamente. Llegado cierto momento comenzó a decaer, como si el día se rindiese a una noche de eterna impaciencia; y para completar el cuadro pronto estuvo lloviendo oscuramente. Los soldados se cubrieron con los ponchos que llevaban enrollados en las sillas, con gestos no menos aletargados que la lluvia indecisa que les mojaba las manos y hacía subir del pelo de los caballos un olor penetrante. Los hombres y las mujeres de las carretas no se movieron. Apenas uno que otro alzaba la cara al agua suspendida para lavársela como un muerto. Y nadie hablaba. No todos habían abierto los ojos. Poco a poco volvió la claridad, y las nubes se pusieron blancas. La falta de viento hacía irreal la escena del viaje.
Al cabo de tres o cuatro horas la lluvia cesó como había empezado, dejando el suelo cubierto de reflejos, vuelto otro cielo, y no menos temible para los pusilánimes caballos; al final de la caravana se arrastraba una tropilla de doscientos lobunos de refresco, delgadísimos, de grandes cabezas expresivas y ojos cargados; ya habían debido sacrificar una gran cantidad de los que montaban, y seguirían haciéndolo, de modo que a todos los de la retaguardia les llegaría el turno de ser utilizados: aturdidos y casi ciegos como iban, el menor tropiezo, o la mordedura inocua de un sapo bastaban para inutilizarlos. Por supuesto, y a modo de justicia poética, se los comían.
Tan invariable era la configuración de la pampa que en el curso de toda la mañana sólo tuvieron que desviarse unos cientos de metros de la línea recta marcada por los baqueanos, para evitar el único accidente: unas profundas cañadas excavadas en el suelo quién sabe en qué antiguas perturbaciones geológicas, muros calizos de un blanco y pardo recién lavados por la lluvia, en los que brillaban como el ónix los huecos de las vizcacheras. De los bordes colgaban trémulos ramos de junquillos con las flores secas, y un gran chingolo solitario se sacudía la humedad de las plumas con aleteos vigorosos. Frente a las cortadas los soldados parecieron salir del entresueño. Uno de ellos, hirsuto y desaliñado, se adelantó hasta el teniente y pidió permiso para cazar vizcachas para el almuerzo. El oficial se limitó a encoger los hombros sin ocultar lo poco que le importaba lo que hicieran o dejaran de hacer.
Fuente:
 Título original: Ema, la cautiva
César Aira, 1981
Editor digital: gertdelpozo
ePub base r1.2

lunes, 27 de junio de 2016

Thomas Mann. La Montaña Mágica. Lecturas. Fragmentos.


LECTURAS. FRAGMENTOS. LA MONTAÑA MÁGICA. Páginas: 655,656,657.
Hans Castorp se apoyó en un codo, tendió enérgicamente las rodillas, tiró, se apoyó y se puso en pie. Pisoteó las nieves con sus plantas, se golpeó los brazos y sacudió los hombros, lanzando animadas miradas curiosas por todas partes y hacia el cielo, en donde un azul pálido aparecía entre los velos sutiles de las nubes de un gris azul que resbalaba suavemente y que descubrían los delgados cuernos de la luna.
Ligero crepúsculo. ¡Nada de tempestad de nieve! La pared rocosa del otro lado con su espalda erizada de pinos, era visible plenamente y reposaba en paz. La sombra subía hasta media altura y la otra mitad se hallaba delicadamente iluminada de rosa. ¿Qué pasaba, cómo se comportaba, pues, el mundo? ¿Era por la mañana? ¿Había pasado Hans Castorp la noche en la nieve, sin morir de frío, como ocurría siempre, según podía leerse en los libros? Ninguno de sus miembros estaba muerto, ninguno se rompía con un ruido seco, mientras él se debatía, se movía y se esforzaba en reflexionar sobre su situación. Sus orejas, las puntas de sus dedos, los dedos de sus pies estaban entumecidos sin duda, pero nada más, cosa que ya le había ocurrido con frecuencia cuando permanecía tendido en el balcón.
Consiguió sacar el reloj. Andaba. No se había detenido como acostumbraba hacer cuando se olvidaba de darle cuerda. No marcaba todavía las cinco, ni mucho menos. Faltaban aún doce o trece minutos. ¡Sorprendente! ¿Era, pues, posible que no hubiese permanecido aquí, tendido en la nieve, más que diez minutos o un poco más, y que hubiese inventado tantas imágenes alegres y espantosas y tantos pensamientos temerarios, mientras el tumulto hexagonal se disipaba con la misma rapidez con que había llegado? Además, había tenido una gran suerte para hacer posible su regreso, pues por dos veces sus sueños y sus fábulas habían adquirido tal aspecto que le habían sobresaltado, reanimado el cuerpo, primero de espanto, luego de alegría. Parecía que la vida había tenido buenas intenciones para con su hijo mimado y extraviado...
Sea lo que sea, y aunque fuese por la mañana o por la tarde —sin duda alguna era el principio del crepúsculo vespertino— no había nada en las circunstancias ni en el estado personal que pudiese impedir a Hans Castorp regresar al Sanatorio, y esto es lo que hizo.
Con un empuje magnífico, con una especie de vuelo de pájaro, descendió hacia el valle, donde ya brillaban las luces cuando llegó, a pesar de que los restos de una claridad conservada por la nieve hubiese bastado plenamente. Descendió por el Brehmenbühl, a lo largo del Mattenwald, y llegó a las cinco y media a Dorf, dejando los esquíes en la tienda y descansando en la celda del desván de Settembrini, al que dio cuenta de la tempestad de nieve por la que se había dejado sorprender.
El humanista se mostró muy alarmado. Movió la mano por encima de su cabeza, riñó enérgicamente al imprudente que había corrido tal peligro y encendió la lámpara de alcohol, que dejaba oír pequeñas explosiones, para preparar café al joven agotado, un café cuya fuerza no impidió a Hans Castorp el dormirse sobre la silla.
La atmósfera civilizada del Berghof le rodeaba, una hora más tarde, con su aliento acariciador. En la comida mostró un gran apetito. Lo que había soñado empezó a palidecerse. Aquella misma noche ya no comprendía muy bien lo que había pasado.

sábado, 25 de junio de 2016

FERVOR DE BUENOS AIRES (1923). POESÍA. JORGE LUIS BORGES.


 FERVOR DE BUENOS AIRES
  (1923)
(En la gráfica: Borges con su madre doña Leonor Acevedo Suárez).

  PRÓLOGO

  No he reescrito el libro. He mitigado sus excesos barrocos, he limado asperezas, he tachado sensiblerías y vaguedades y, en el decurso de esta labor a veces grata y otras veces incómoda, he sentido que aquel muchacho que en 1923 lo escribió ya era esencialmente –¿qué significa esencialmente?– el señor que ahora se resigna o corrige. Somos el mismo; los dos descreemos del fracaso y del éxito, de las escuelas literarias y de sus dogmas; los dos somos devotos de Schopenhauer, de Stevenson y de Whitman. Para mí, Fervor de Buenos Aires prefigura todo lo que haría después. Por lo que dejaba entrever, por lo que prometía de algún modo, lo aprobaron generosamente Enrique Díez-Canedo y Alfonso Reyes.
  Como los de 1969, los jóvenes de 1923 eran tímidos. Temerosos de una íntima pobreza, trataban como ahora de escamotearla bajo inocentes novedades ruidosas. Yo, por ejemplo, me propuse demasiados fines: remedar ciertas fealdades (que me gustaban) de Miguel de Unamuno, ser un escritor español del siglo XVII, ser Macedonio Fernández, descubrir las metáforas que Lugones ya había descubierto, cantar un Buenos Aires de casas bajas y, hacia el poniente o hacia el Sur, de quintas con verjas.
  En aquel tiempo, buscaba los atardeceres, los arrabales y la desdicha; ahora, las mañanas, el centro y la serenidad.
  J. L. B.
 Buenos Aires, 18 de agosto de 1969


 

  A quien leyere



  Si las páginas de este libro consienten algún verso feliz, perdóneme el lector la descortesía de haberlo usurpado yo, previamente. Nuestras nadas poco difieren; es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios, y yo su redactor.
  J. L. B.


  LA RECOLETA

  Convencidos de caducidad
  por tantas nobles certidumbres del polvo,
  nos demoramos y bajamos la voz
  entre las lentas filas de panteones,
  cuya retórica de sombra y de mármol
  promete o prefigura la deseable
  dignidad de haber muerto.
  Bellos son los sepulcros,
  el desnudo latín y las trabadas fechas fatales,
  la conjunción del mármol y de la flor
  y las plazuelas con frescura de patio
  y los muchos ayeres de la historia
  hoy detenida y única.
  Equivocamos esa paz con la muerte
  y creemos anhelar nuestro fin
  y anhelamos el sueño y la indiferencia.
  Vibrante en las espadas y en la pasión
  y dormida en la hiedra,
  sólo la vida existe.
  El espacio y el tiempo son formas suyas,
  son instrumentos mágicos del alma,
  y cuando ésta se apague,
  se apagarán con ella el espacio, el tiempo y la muerte,
  como al cesar la luz
  caduca el simulacro de los espejos
  que ya la tarde fue apagando.
  Sombra benigna de los árboles,
  viento con pájaros que sobre las ramas ondea,
  alma que se dispersa en otras almas,
  fuera un milagro que alguna vez dejaran de ser,
  milagro incomprensible,
  aunque su imaginaria repetición
  infame con horror nuestros días.
  Estas cosas pensé en la Recoleta,
  en el lugar de mi ceniza.

  EL SUR

  Desde uno de tus patios haber mirado
  las antiguas estrellas,
  desde el banco de sombra haber mirado
  esas luces dispersas,
  que mi ignorancia no ha aprendido a nombrar
  ni a ordenar en constelaciones,
  haber sentido el círculo del agua
  en el secreto aljibe,
  el olor del jazmín y la madreselva,
  el silencio del pájaro dormido,
  el arco del zaguán, la humedad
  –esas cosas, acaso, son el poema.

  CALLE DESCONOCIDA*

  Penumbra de la paloma
  llamaron los hebreos a la iniciación de la tarde
  cuando la sombra no entorpece los pasos
  y la venida de la noche se advierte
  como una música esperada y antigua,
  como un grato declive.
  En esa hora en que la luz
  tiene una finura de arena,
  di con una calle ignorada,
  abierta en noble anchura de terraza,
  cuyas cornisas y paredes mostraban
  colores tenues como el mismo cielo
  que conmovía el fondo.
  Todo –la medianía de las casas,
  las modestas balaustradas y llamadores,
  tal vez una esperanza de niña en los balcones–
  entró en mi vano corazón
  con limpidez de lágrima.
  Quizá esa hora de la tarde de plata
  diera su ternura a la calle,
  haciéndola tan real como un verso
  olvidado y recuperado.
  Sólo después reflexioné
  que aquella calle de la tarde era ajena,
  que toda casa es un candelabro
  donde las vidas de los hombres arden
  como velas aisladas,
  que todo inmeditado paso nuestro
  camina sobre Gólgotas.

  LA PLAZA SAN MARTÍN

  A Macedonio Fernández

  En busca de la tarde
  fui apurando en vano las calles.
  Ya estaban los zaguanes entorpecidos de sombra.
  Con fino bruñimiento de caoba
  la tarde entera se había remansado en la plaza,
  serena y sazonada,
  bienhechora y sutil como una lámpara,
  clara como una frente,
  grave como ademán de hombre enlutado.
  Todo sentir se aquieta
  bajo la absolución de los árboles
  –jacarandás, acacias–
  cuyas piadosas curvas
  atenúan la rigidez de la imposible estatua
  y en cuya red se exalta
  la gloria de las luces equidistantes
  del leve azul y de la tierra rojiza.
  ¡Qué bien se ve la tarde
  desde el fácil sosiego de los bancos!
  Abajo
  el puerto anhela latitudes lejanas
  y la honda plaza igualadora de almas
  se abre como la muerte, como el sueño.

  EL TRUCO*

  Cuarenta naipes han desplazado la vida.
  Pintados talismanes de cartón
  nos hacen olvidar nuestros destinos
  y una creación risueña
  va poblando el tiempo robado
  con las floridas travesuras
  de una mitología casera.
  En los lindes de la mesa
  la vida de los otros se detiene.
  Adentro hay un extraño país:
  las aventuras del envido y del quiero,
  la autoridad del as de espadas,
  como don Juan Manuel, omnipotente,
  y el siete de oros tintineando esperanza.
  Una lentitud cimarrona
  va demorando las palabras
  y como las alternativas del juego
  se repiten y se repiten,
  los jugadores de esta noche
  copian antiguas bazas:
  hecho que resucita un poco, muy poco,
  a las generaciones de los mayores
  que legaron al tiempo de Buenos Aires
  los mismos versos y las mismas diabluras.

  UN PATIO

  Con la tarde
  se cansaron los dos o tres colores del patio.
  Esta noche, la luna, el claro círculo,
  no domina su espacio.
  Patio, cielo encauzado.
  El patio es el declive
  por el cual se derrama el cielo en la casa.
  Serena,
  la eternidad espera en la encrucijada de estrellas.
  Grato es vivir en la amistad oscura
  de un zaguán, de una parra y de un aljibe.

  INSCRIPCIÓN SEPULCRAL

  Para mi bisabuelo

  el coronel Isidoro Suárez

  Dilató su valor sobre los Andes.
  Contrastó montañas y ejércitos.
  La audacia fue costumbre de su espada.
  Impuso en la llanura de Junín
  término venturoso a la batalla
  y a las lanzas del Perú dio sangre española.
  Escribió su censo de hazañas
  en prosa rígida como los clarines belísonos.
  Eligió el honroso destierro.
  Ahora es un poco de ceniza y de gloria.

  LA ROSA

  A Judith Machado

  La rosa,
  la inmarcesible rosa que no canto,
  la que es peso y fragancia,
  la del negro jardín en la alta noche,
  la de cualquier jardín y cualquier tarde,
  la rosa que resurge de la tenue
  ceniza por el arte de la alquimia,
  la rosa de los persas y de Ariosto,
  la que siempre está sola,
  la que siempre es la rosa de las rosas,
  la joven flor platónica,
  la ardiente y ciega rosa que no canto,
  la rosa inalcanzable.

  BARRIO RECUPERADO

  Nadie vio la hermosura de las calles
  hasta que pavoroso en clamor
  se derrumbó el cielo verdoso
  en abatimiento de agua y de sombra.
  El temporal fue unánime
  y aborrecible a las miradas fue el mundo,
  pero cuando un arco bendijo
  con los colores del perdón la tarde,
  y un olor a tierra mojada
  alentó los jardines,
  nos echamos a caminar por las calles
  como por una recuperada heredad,
  y en los cristales hubo generosidades de sol
  y en las hojas lucientes
  dijo su trémula inmortalidad el estío.

  SALA VACÍA

  Los muebles de caoba perpetúan
  entre la indecisión del brocado
  su tertulia de siempre.
  Los daguerrotipos
  mienten su falsa cercanía
  de tiempo detenido en un espejo
  y ante nuestro examen se pierden
  como fechas inútiles
  de borrosos aniversarios.
  Desde hace largo tiempo
  sus angustiadas voces nos buscan
  y ahora apenas están
  en las mañanas iniciales de nuestra infancia.
  La luz del día de hoy
  exalta los cristales de la ventana
  desde la calle de clamor y de vértigo
  y arrincona y apaga la voz lacia
  de los antepasados.

Alejandra Pizarnik & León Ostrov Cartas No.5


 Carta N.º 5

Muy querido León Ostrov:
Le envié hace poco una carta desde una hermosa piecita, que ya no existe para mí, pues estoy de nuevo con mi familia, hasta fines de este mes. Después va a venir Agosto y no sé qué haré, hay un vacío en Agosto, una distancia hecha de un precipicio, que necesitaré saltar o, lo mejor, cambiaré de camino. Le dije que le contaría sobre mi encuentro con S. de Beauvoir, pero me es penoso rememorarlo. Quizás, y casi como siempre, veo con ojos lúgubres cosas que objetivamente no lo son. Razonablemente hablando, tal vez fue un encuentro como cualquier otro del estilo: una periodista preguntando sobre esto y aquello, y la entrevistada que responde. Pero yo no me he recuperado aún de lo que fue para mí este encuentro: una profunda experiencia del miedo. Y más profunda aún por lo inesperado de este miedo. Comenzó el día del encuentro: despertar y sentir que el corazón me lleva y me trae. Horribles sacudidas. Taquicardia. Esto fue nuevo. No era mi viejo miedo «espiritual» posible de traducir en metáforas. Un nuevo miedo: cuerpo y alma encontrados por vez primera, reunidos, celebrando nupcias horribles. Traté de beber, pero la primera gota me obligó a permanecer tendida en la cama varios minutos, asistiendo a algo como una revolución. Imposible pensar. Imposible todo. Imposible también la lenta agonía —con la mano en el corazón— de mi ser paseándose hasta que se hizo la hora y yo entré en Les Deux Magots rogando y rogándome que mi voz surgiera —pues mi miedo más profundo (el de los exámenes) era que la garganta se cerrara. Y cuando llegó me calmé un poco pues su aspecto no es en modo alguno aterrador. Le pregunté —con una seriedad excesiva, con la voz estrangulada, con el ritmo del corazón siempre delirante— sobre la mujer y el arte y algunas otras idioteces por el estilo que respondió con algunas frases de El segundo sexo. Cuando finalizamos me preguntó a su vez sobre mí y mis cosas: y le dije de mis poemas, de mi preocupación por la palabra, de mi angustia por mis poemas actuales, etc., exagerando un poco, por supuesto, cuando dije, por ejemplo que «lo único que me interesa en este mundo es hacer poemas», lo que la sorprendió, sin duda, y me pidió mis libros. Creo que contenía o reprimía su interés por mí, no sé por qué, pero seguramente a causa de su tiempo escaso, y cuando nos despedimos, me insinuó que vuelve de Brasil —se va ahora con Sartre— en Octubre, por lo que estará «a mi disposición». Bueno, yo me quedé dos horas en el café —ella ya se había ido— y me sentí repentinamente bien: «ya pasó el miedo», me decía. Lo mismo que en los exámenes.
Demás está decir que el corazón jamás volvió a molestarme sino que lo que le sucedió fue festejo exclusivo para «el encuentro» (título de un cuento que hice sobre lo que le acabo de contar). Olvidaba decirle que S. de B. me dijo que «por qué soy tan tímida y cómo voy a hacer para persistir en los reportajes con tamaña timidez». Me pregunto cómo haré ahora para escribir un artículo sobre las idioteces que le pregunté. Quiere que se lo envíe cuando se publique. (Conoce ese poema de Eliot: «¿y cómo podría yo atreverme?»).
Hablando de poemas hice varios nuevos y no son malos. Leo a Góngora y a los surrealistas y me preocupo por la palabra —no sólo en la frase sino en sí, sino y sobre todo en sí. Creo haber hecho un pequeño progreso en los últimos poemas. Y descubrí que se puede hacer poemas sin tener nada pensado, sin pensar, sin sentir, sin imaginar, en cualquier instante y a cualquier hora. En suma, «el poema se hace con palabras…». Y con ganas de hacerlo, agrego.
Esto tal vez, para justificar mi apasionada declaración sobre mi vocación poética —de la que me siento tan insegura como con todo— a S. de B.
También dibujo. Le mostré lo que hice a Octavio Paz y lo estima mucho. Con Paz tengo una relación rara. Hay algo misterioso —nada sexual— que nos une y nos obliga a una familiaridad que asomó en cuanto nos vimos.
Volviendo a lo del encuentro me dejó anonadada. Me refiero siempre al miedo incomprensible que sentí y que siento cuando me animo a recrearlo. «El miedo pegado a mi rostro como una máscara de cera». Qué no me animaría a hacer ahora para desmentirme mi terror, mi ser cobarde. Ir al fuego, al agua, a la perdición, al suplicio, sí, pero es tan fácil; lo que no podría hacer es otro reportaje. Y esto es para reírse. O no.
El reportaje fue el martes. Desde entonces hasta hoy, viernes, no he salido de esta casa —de mi cuarto sombrío y no muy lindo. Ha llovido hermosamente y me han faltado ganas y motivos de moverme. Leí varios libros, escribí varios poemas, no hablé con nadie —sino los saludos convencionales de siempre— y descubrí que me sentía —apenas me atrevo a decirlo— «casi feliz». Exceptuando las veces en que me «acordaba». «Estás en París; tienes que salir, tienes que ver». Entonces la angustia. «Mañana; juro que mañana saldré». Pero un nuevo libro, pero tal vez un nuevo poema. Y el silencio interno tan agradable después de haber leído muchas horas, después de haber escrito. Ese silencio como una mano de terciopelo. Tal vez un poco de hastío, pero no obstante, una sensación casi de dicha, una tristeza tan dulce que deviene alegría. Un olvido absoluto de la realidad, de su horror. «Pero no puedes pasarte la vida encerrada leyendo y haciendo poemas como Calipso, la tortuga–electrónica–poeta». ¿No puedo? ¿No se puede? ¿Por qué no se puede? ¿Por qué hay gente que trabaja diez y quince horas por día en lo que le gusta y no siente que «no se puede»? Pero «no se puede». Está dicho. Hay que trabajar en cosas serias y ganarse la vida. Por otra parte, esta concentración de ahora en la lectura y poesía no puede durar mucho. Mañana o pasado retornaré a mi nebulosa mental y arrastraré un solo libro durante meses, en los que no escribiré una sola línea. No obstante necesito leer, lo necesito para sobrevivir; estoy absolutamente convencida de necesitar alimentos poéticos para mi poesía. Lo que se llama técnica poética —si bien no existe— pero hay algo diferente que llaman con este nombre equívoco. Yo lo necesito. Necesito hacer bellas mis fantasías, mis visiones. De lo contrario no podré vivir. Tengo que transformar, tengo que hacer visiones iluminadas de mis miserias y de mis imposibilidades. No sé si me explico bien. Por eso, hoy, por ejemplo, me apliqué varias horas a Góngora. Lectura un poco penosa la vez primera. Y no obstante él «sabía». Se daba cuenta de las palabras, de todas y de cada una.
Aún no sé qué haré —me refiero a la «realidad». Para quedarme necesito pensar en ganarme la vida. Cuando pienso en ello pienso que no es justo aplazar siempre las cuestiones que siento urgentes: leer, escribir, etc. Razonablemente hablando: pueden hacerse las dos cosas. Sí. Pero mi sueño, mi aspiración más grande se enlaza a mi signo astrológico: Tauro —el mismo que el de Balzac— signo asociado a la fecundidad, a la capacidad de trabajo, a la voluntad, del que estoy desviada por alguna aberración pero gimiendo siempre por incorporarme a sus fieles: sólo seré feliz cuando escriba innumerables volúmenes, cuando escriba sin detenerme durante días y meses y años. Pero qué quiero escribir o sobre qué, me pregunto, si en mí hay sólo silencio. Pero no me convenzo. Y la vieja aspiración sigue, frustrada y persistente.
Otra vieja frustración —y esta carta deviene crónica— es el estudio. Saber que lo necesito para mis poemas, lo necesito para justificarme, (no sé ante quién pero no deja de aterrarme que, en un sentido social, si yo leo a Góngora para mí estoy «perdiendo el tiempo» mientras que si lo leo para un examen «trabajo» y «me beneficio»). Además en tanto no finalice los estudios seré siempre una vagabunda. Pero cómo seguir si «el miedo se adhiere a mi rostro como una máscara de cera» cuando pienso en los exámenes, en hablar en público. La primera solución que se me presenta es el psicoanálisis. Quizás me ayude a poder hablar sin miedo. Pero si no fue posible curarme con su ayuda, por qué será posible con otra, cuál será mejor, es que acaso hay alguien mejor que usted en Buenos Aires. Y no sólo el no poder hablar me lleva a pensar en este tratamiento: es también el pasado que aquí despertó, que me sobreviene en oleadas, que me molesta como una invasión de moscas venenosas. Me debato y mato, pero vienen más y más. Hasta que caigo y viene el silencio.
Todo esto que cuento y digo sucede hoy. Mañana tal vez despierte y sonría con cierto desprecio por la obsesiva de ayer, por sus planes «burgueses», por su anhelo de seguridad. Y tal vez la neurosis sea esencialmente un anhelo de seguridad. Un no saber que ella no existe (Descubrimiento durante el viaje). Pero aunque mañana venga Otra y pasado Otra, mi visión de la felicidad es siempre la misma: un poder trabajar en y con las cosas que uno quiere. Me pregunto si hay posibilidad de cura cuando alguien no lo puede. Si no puede trabajar es porque no quiere, no tiene cosas que quiere. ¿Y alguien que es así está enfermo? Oh me gustaría conversar con usted de estas cosas.
Hablé por teléfono con Verdevoye y tal vez nos veremos la semana próxima. Perdón por mi lentitud en buscar las revistas: comenzaré «mañana». Perdón también por esta carta aburrida y excesiva. Abrazos para usted y Aglae,
 Alejandra
15 de julio



  Respuesta de León Ostrov


Buenos Aires, agosto 18 de 1960.

Querida Alejandra:
Todo este tiempo estuve pensando en escribirle, pero las circunstancias me imponían postergarlo porque estaba todo yo preocupado e indignado por una canallada que, en la Facultad me había preparado, a traición, el «colega» que dirigía —le aceptaron la renuncia hace unos días— el Departamento de Psicología. Se trataba, sencillamente, de eliminarme. ¡Me resultó tan sorpresivo e incomprensible todo eso! Por suerte logré desbaratar la maniobra. Ahora —solucionado el problema— vuelvo a Ud.
¿Se enteró de que Silvina Bullrich publicó en La Nación de hace un par de domingos un reportaje a Simone de Beauvoir? Me pareció bastante flojo y lamenté que se adelantara al probable suyo. No sé si publicarían enseguida otro, en caso de que me lo mandara. Pero ha escrito Ud. un cuento y confío en él.
Alejandra: no creo que sea yo el mejor psicoanalista de Buenos Aires. Creo que otro, a lo mejor, podría sacarla a Ud. de sus miedos y de sus problemas. Por motivos X, Ud. se traba con dificultades que, en definitiva, traducen su dificultad para aceptarse. ¿Qué importa si «mañana no escriba o arrastre un libro durante meses?» Todo eso no es, en Ud. pérdida de tiempo, es «trabajo», elaboración, creación, aunque aparentemente no lo parezca. Ud. es de esos seres que trabajan siempre porque la intimidad no descansa. Y si sus miedos y miserias se convierten, después, en palabras bellas, pues alégrese, porque las palabras bellas solo surgen cuando algo, de adentro, hermoso o terrible, mejor, hermoso y terrible, las impulsa. Déjese de exámenes y convencionalismos: Ud. trabaja y se beneficia cuando lee a Góngora para Ud., y casi diría que pierde el tiempo cuando lo lee para preparar un examen.
Me alegra que haya hecho amistad con Octavio Paz. Sé cuánto lo admira, y vaya aprendiendo que lo que importa, en definitiva, es saber que hay unas cuantas personas que la quieren y saben lo que Ud. es capaz de hacer por lo que ya ha hecho.
Un abrazo grande de Aglae, Andrea y mío,
León Ostrov

viernes, 24 de junio de 2016

Fragmento. Novela. El laberinto del Verdugo.


Fragmento. Novela. El laberinto del Verdugo. Premio ECR 2009. Premio Nacional de novela Aquileo J. Echeverría 2010. Primera reimpresión 2015.

"(3)
Los archivos del vampiro.
Primer Circuito Judicial de San José. Oficinas del OIC.

Y Ernesto no pudo evitar que la conversación se prolongara más de lo planeado, imposible no advertir la elegancia que poseía la mujer y retenerla en una conversación banal y estúpida (si fuera el caso, lo haría).
Lo que deseaba era estar cerca de Beatriz, una mujer que irradiaba erotismo con cada paso que daba. Empezó observando su estatura, una talla superior a la normal de las latinoamericanas, en el momento que la atisbó en el umbral de la puerta; pero tampoco era su estatura lo que le atrajo, sino su paso firme, seguro, que no dejó de admirar.
Lo embruteció su mirada cínica, lo despellejó su risa burlona. El paso firme y decidido con un donaire y desprecio por todas las cosas terrenales lo hicieron rabiar, porque... ¡ella era una diosa y estaba por encima de los demás mortales! ¡Y por supuesto por encima de él, de Ernesto Miranda Rojas!".

jueves, 23 de junio de 2016

Alejandra Pizarnik & León Ostrov Cartas. No.4


Carta N.º 4[18]
Queridísimo León Ostrov:
Gracias por su carta. Jamás he recibido y bebido palabras con tanta intensidad como las suyas. Justamente la noche anterior me había hecho una orgía de autoconmiseración, de nadie te recuerda y todos te olvidan. Pero desperté y vi su carta. Entonces el enemigo se corrió.
Lo que sucede es que tengo la maldita manía de comunicar exclusivamente mis angustias. Cuando estoy bien, cuando el ser canta y se encanta de estar en este mundo ancho y alto, no se me da por escribir una carta y decir que tout va bien.
Me fui de nuevo del hogar familiar. Estoy en una piecita en la Rue des Écoles, que habito gratuitamente aunque no tanto pues debo pasearme dos horas por día con una niñita por el Luxemburg o a veces colaborar en las tareas domésticas —en las que ya soy una experta— y además no salir de noche varias veces por semana cuando madame et monsieur salen y yo velo por la niñita a la que por otra parte degenero y pervierto pues le dejo hacer y decir todo lo que le prohíben; además dibujamos juntas. Tiene 2 años y medio y ya llegó al arte abstracto. «Haz un perro» —le digo. Y hace esto:   o «haz un caballo» y: \ o «a papá»:   o «a mamá»:   etc. De todos modos me tendré que mudar pues me dieron la pieza por un mes solamente. Veremos qué haré y cómo se las arreglará sin un centavo. Me veo con algunos pintores argentinos: todos angustiados por el dinero. Yo, de mi parte, habito con frenesí la luna: ¿cómo es posible preocuparse por el dinero? Pero me gustaría no enajenar mi tiempo en un trabajo prolongado —lo que probablemente tendré que hacer. Pero quiero mi tiempo para mí, para perderlo, para hacer lo de siempre: nada.
Estoy tratando de hacer o comenzar a hacer un poco de periodismo para La Gaceta de Tucumán. Mi tío Armand —no el que me hospeda, pues tengo 2 tíos aquí— conoce a Simone de Beauvoir y le dijo que yo le puedo hacer un reportaje. Ayer la llamé por teléfono: fue la sorpresa más grande de mi vida: marco el número y me responde una voz de sirvienta gallega: yo creo haberme equivocado y pregunto de nuevo por Mme. de Beauvoir. «C’est elle qui parle» —dice la voz a los gritos. Le murmuré mi nombre y le murmuré lo del reportaje. Me respondía a los gritos, una voz tan rara, tan funcional, tan al mismo tiempo generosa —porque se da tanto a pesar de su fealdad— e histérica y flexible. Y hacía tanto contraste con mi lentitud, mi gravedad, mi sentarme sobre cada palabra como si fuera una silla. Cuando corté —el reportaje[19] se hará tal vez la semana próxima— me dio un ataque de risa interminable y me fui a jugar con la niñita que se quedó absolutamente sorprendida de mi euforia, de verme tan animosa y deseosa de jugar. No dejé de pensar en esa voz durante todo el día, no sé por qué la asociaba con el abismo que existe entre la poesía y la vida, entre un gran poeta que en general vive como un oficinista y un ser que hace un poema de su vida pero que no puede escribir poemas. Pensé si no habrá que elegir: orden, método, trabajo fecundo, existencia mesurada, estudiosa: entonces se escriben grandes poemas y grandes novelas, o lo otro: un sumergirse en la vida, en el caos de que está hecha, en las aventuras «oh la vida de aventuras que cuentan los libros para niños ¿me la darás a cambio de todo lo que he sufrido?» (cito y deformo de memoria). En suma, ¿cómo vivir?
Lo que me dice del problema con mi madre es más que cierto. Aquí en París me surgieron recuerdos de cosas viejas, que creí sepultadas para siempre: rostros, sucesos, etc. Los anoté y traté de analizarlos seriamente. Pero lo que me interesa es haber descubierto que no conozco el rostro de mi madre (yo, que tengo una memoria excepcional para los rostros) sino que lo veo en la niebla, esfumado, como el negativo de una foto. Conscientemente, no la extraño. No sé qué decirle en mis cartas ni tengo ganas de decirle nada. Ella me envía tres o cuatro frases convencionales y muchos abrazos. Posiblemente no me importaría no verla nunca. Pero no confío en estas afirmaciones. He pensado en el análisis. En Buenos Aires lo había descartado de mis proyectos. Pero aquí me asalta y me invade muchas veces la evidencia de mi enfermedad, de mi herida. Una noche fue tan fuerte mi temor a enloquecer, fue tan terrible, que me arrodillé y recé y pedí que no me exilaran de este mundo que odio, que no me cegaran a lo que no quiero ver, que no me lleven adonde siempre quise ir. Pero para hacerme el psicoanálisis necesito ir a Buenos Aires. Y no sé aún si deseo volver o no. Creo que mis angustias en París provenían del brusco cambio de vida: yo, que soy tan posesiva me veo aquí sin nada: sin una pieza, sin libros, sin amigos, sin dinero, etc. Mi felicidad más grande es mirar cuadros: lo he descubierto. Sólo con ellos pierdo conciencia del tiempo y del espacio y entro en un estado casi de éxtasis. Me enamoré de los pintores flamencos y alemanes (particularmente Memling por sus ángeles), de Paolo Uccello, de Leonardo (La virgen, el niño y Sta. Ana —¡por supuesto!— que me arrastró a una larga y absurda interpretación sexual, aunque en verdad no hay qué interpretar pues todo está allí). Y naturalmente Klee, Kandinsky, Miró y Chagall (los preferidos, por ahora).
Me parece muy bien que se haya llevado un balde del de Flore. Yo, por ahora, me porto juiciosamente: sólo unos pocos libros. Pero si me tuviera que llevar algo sería la fachada de una casa desmoronada de un pueblito llamado Fontenay-Aux-Roses, cuya estación de ferrocarril está llena de rosas. Las ventanas de esa casa tienen los vidrios de color lila, pero de un lila tan mágico, tan como los sueños hermosos, que me pregunto si no terminaré penetrando en la casa. Tal vez, si entro, me reciba una voz: «Hace tanto que te esperaba». Y yo ya no tendré que buscar más.
Hago —se hacen— algunos poemas. Cuando los corrija le enviaré algo. Sigo dibujando pequeños monstruos. Y leo al «perro de Lautréamont». Escribo minuciosamente mi diario. Y envejezco. Cumplí años y soñé que me decían: «el tiempo pasa». Pero no lo creo. Quevedo tampoco lo creía: «miro el tiempo que pasa y no le creo» (cito de memoria). Mi único ruego constante es que no me abandone la fe en algunos valores espirituales (poesía, pintura). Cuando me deja temporariamente viene la locura, el mundo se vacía y rechina como una pareja de robots copulando.
Le buscaré las revistas y todo lo que necesite o —y– llegara a necesitar. Abrazos para usted y para Aglae,
Alejandra

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

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