sábado, 25 de junio de 2016

FERVOR DE BUENOS AIRES (1923). POESÍA. JORGE LUIS BORGES.


 FERVOR DE BUENOS AIRES
  (1923)
(En la gráfica: Borges con su madre doña Leonor Acevedo Suárez).

  PRÓLOGO

  No he reescrito el libro. He mitigado sus excesos barrocos, he limado asperezas, he tachado sensiblerías y vaguedades y, en el decurso de esta labor a veces grata y otras veces incómoda, he sentido que aquel muchacho que en 1923 lo escribió ya era esencialmente –¿qué significa esencialmente?– el señor que ahora se resigna o corrige. Somos el mismo; los dos descreemos del fracaso y del éxito, de las escuelas literarias y de sus dogmas; los dos somos devotos de Schopenhauer, de Stevenson y de Whitman. Para mí, Fervor de Buenos Aires prefigura todo lo que haría después. Por lo que dejaba entrever, por lo que prometía de algún modo, lo aprobaron generosamente Enrique Díez-Canedo y Alfonso Reyes.
  Como los de 1969, los jóvenes de 1923 eran tímidos. Temerosos de una íntima pobreza, trataban como ahora de escamotearla bajo inocentes novedades ruidosas. Yo, por ejemplo, me propuse demasiados fines: remedar ciertas fealdades (que me gustaban) de Miguel de Unamuno, ser un escritor español del siglo XVII, ser Macedonio Fernández, descubrir las metáforas que Lugones ya había descubierto, cantar un Buenos Aires de casas bajas y, hacia el poniente o hacia el Sur, de quintas con verjas.
  En aquel tiempo, buscaba los atardeceres, los arrabales y la desdicha; ahora, las mañanas, el centro y la serenidad.
  J. L. B.
 Buenos Aires, 18 de agosto de 1969


 

  A quien leyere



  Si las páginas de este libro consienten algún verso feliz, perdóneme el lector la descortesía de haberlo usurpado yo, previamente. Nuestras nadas poco difieren; es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios, y yo su redactor.
  J. L. B.


  LA RECOLETA

  Convencidos de caducidad
  por tantas nobles certidumbres del polvo,
  nos demoramos y bajamos la voz
  entre las lentas filas de panteones,
  cuya retórica de sombra y de mármol
  promete o prefigura la deseable
  dignidad de haber muerto.
  Bellos son los sepulcros,
  el desnudo latín y las trabadas fechas fatales,
  la conjunción del mármol y de la flor
  y las plazuelas con frescura de patio
  y los muchos ayeres de la historia
  hoy detenida y única.
  Equivocamos esa paz con la muerte
  y creemos anhelar nuestro fin
  y anhelamos el sueño y la indiferencia.
  Vibrante en las espadas y en la pasión
  y dormida en la hiedra,
  sólo la vida existe.
  El espacio y el tiempo son formas suyas,
  son instrumentos mágicos del alma,
  y cuando ésta se apague,
  se apagarán con ella el espacio, el tiempo y la muerte,
  como al cesar la luz
  caduca el simulacro de los espejos
  que ya la tarde fue apagando.
  Sombra benigna de los árboles,
  viento con pájaros que sobre las ramas ondea,
  alma que se dispersa en otras almas,
  fuera un milagro que alguna vez dejaran de ser,
  milagro incomprensible,
  aunque su imaginaria repetición
  infame con horror nuestros días.
  Estas cosas pensé en la Recoleta,
  en el lugar de mi ceniza.

  EL SUR

  Desde uno de tus patios haber mirado
  las antiguas estrellas,
  desde el banco de sombra haber mirado
  esas luces dispersas,
  que mi ignorancia no ha aprendido a nombrar
  ni a ordenar en constelaciones,
  haber sentido el círculo del agua
  en el secreto aljibe,
  el olor del jazmín y la madreselva,
  el silencio del pájaro dormido,
  el arco del zaguán, la humedad
  –esas cosas, acaso, son el poema.

  CALLE DESCONOCIDA*

  Penumbra de la paloma
  llamaron los hebreos a la iniciación de la tarde
  cuando la sombra no entorpece los pasos
  y la venida de la noche se advierte
  como una música esperada y antigua,
  como un grato declive.
  En esa hora en que la luz
  tiene una finura de arena,
  di con una calle ignorada,
  abierta en noble anchura de terraza,
  cuyas cornisas y paredes mostraban
  colores tenues como el mismo cielo
  que conmovía el fondo.
  Todo –la medianía de las casas,
  las modestas balaustradas y llamadores,
  tal vez una esperanza de niña en los balcones–
  entró en mi vano corazón
  con limpidez de lágrima.
  Quizá esa hora de la tarde de plata
  diera su ternura a la calle,
  haciéndola tan real como un verso
  olvidado y recuperado.
  Sólo después reflexioné
  que aquella calle de la tarde era ajena,
  que toda casa es un candelabro
  donde las vidas de los hombres arden
  como velas aisladas,
  que todo inmeditado paso nuestro
  camina sobre Gólgotas.

  LA PLAZA SAN MARTÍN

  A Macedonio Fernández

  En busca de la tarde
  fui apurando en vano las calles.
  Ya estaban los zaguanes entorpecidos de sombra.
  Con fino bruñimiento de caoba
  la tarde entera se había remansado en la plaza,
  serena y sazonada,
  bienhechora y sutil como una lámpara,
  clara como una frente,
  grave como ademán de hombre enlutado.
  Todo sentir se aquieta
  bajo la absolución de los árboles
  –jacarandás, acacias–
  cuyas piadosas curvas
  atenúan la rigidez de la imposible estatua
  y en cuya red se exalta
  la gloria de las luces equidistantes
  del leve azul y de la tierra rojiza.
  ¡Qué bien se ve la tarde
  desde el fácil sosiego de los bancos!
  Abajo
  el puerto anhela latitudes lejanas
  y la honda plaza igualadora de almas
  se abre como la muerte, como el sueño.

  EL TRUCO*

  Cuarenta naipes han desplazado la vida.
  Pintados talismanes de cartón
  nos hacen olvidar nuestros destinos
  y una creación risueña
  va poblando el tiempo robado
  con las floridas travesuras
  de una mitología casera.
  En los lindes de la mesa
  la vida de los otros se detiene.
  Adentro hay un extraño país:
  las aventuras del envido y del quiero,
  la autoridad del as de espadas,
  como don Juan Manuel, omnipotente,
  y el siete de oros tintineando esperanza.
  Una lentitud cimarrona
  va demorando las palabras
  y como las alternativas del juego
  se repiten y se repiten,
  los jugadores de esta noche
  copian antiguas bazas:
  hecho que resucita un poco, muy poco,
  a las generaciones de los mayores
  que legaron al tiempo de Buenos Aires
  los mismos versos y las mismas diabluras.

  UN PATIO

  Con la tarde
  se cansaron los dos o tres colores del patio.
  Esta noche, la luna, el claro círculo,
  no domina su espacio.
  Patio, cielo encauzado.
  El patio es el declive
  por el cual se derrama el cielo en la casa.
  Serena,
  la eternidad espera en la encrucijada de estrellas.
  Grato es vivir en la amistad oscura
  de un zaguán, de una parra y de un aljibe.

  INSCRIPCIÓN SEPULCRAL

  Para mi bisabuelo

  el coronel Isidoro Suárez

  Dilató su valor sobre los Andes.
  Contrastó montañas y ejércitos.
  La audacia fue costumbre de su espada.
  Impuso en la llanura de Junín
  término venturoso a la batalla
  y a las lanzas del Perú dio sangre española.
  Escribió su censo de hazañas
  en prosa rígida como los clarines belísonos.
  Eligió el honroso destierro.
  Ahora es un poco de ceniza y de gloria.

  LA ROSA

  A Judith Machado

  La rosa,
  la inmarcesible rosa que no canto,
  la que es peso y fragancia,
  la del negro jardín en la alta noche,
  la de cualquier jardín y cualquier tarde,
  la rosa que resurge de la tenue
  ceniza por el arte de la alquimia,
  la rosa de los persas y de Ariosto,
  la que siempre está sola,
  la que siempre es la rosa de las rosas,
  la joven flor platónica,
  la ardiente y ciega rosa que no canto,
  la rosa inalcanzable.

  BARRIO RECUPERADO

  Nadie vio la hermosura de las calles
  hasta que pavoroso en clamor
  se derrumbó el cielo verdoso
  en abatimiento de agua y de sombra.
  El temporal fue unánime
  y aborrecible a las miradas fue el mundo,
  pero cuando un arco bendijo
  con los colores del perdón la tarde,
  y un olor a tierra mojada
  alentó los jardines,
  nos echamos a caminar por las calles
  como por una recuperada heredad,
  y en los cristales hubo generosidades de sol
  y en las hojas lucientes
  dijo su trémula inmortalidad el estío.

  SALA VACÍA

  Los muebles de caoba perpetúan
  entre la indecisión del brocado
  su tertulia de siempre.
  Los daguerrotipos
  mienten su falsa cercanía
  de tiempo detenido en un espejo
  y ante nuestro examen se pierden
  como fechas inútiles
  de borrosos aniversarios.
  Desde hace largo tiempo
  sus angustiadas voces nos buscan
  y ahora apenas están
  en las mañanas iniciales de nuestra infancia.
  La luz del día de hoy
  exalta los cristales de la ventana
  desde la calle de clamor y de vértigo
  y arrincona y apaga la voz lacia
  de los antepasados.

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