miércoles, 29 de junio de 2016

Lecturas. Fragmentos. La Montaña Mágica. Páginas: 685, 686,687.


LECTURAS. FRAGMENTOS. NOVELA. LA MONTAÑA MÁGICA. Thomas Mann.
Los cuatro pensionistas del Berghof habían encontrado a Settembrini y, por casualidad, Naphta se había reunido a ellos. Se hallaban sentados todos en torno de una mesita de hierro cargada de aperitivos, anís y vermut. Naphta se había hecho servir vino y pasteles. Joachim humedecía con frecuencia su garganta enferma con limonada, que bebía muy cargada y muy ácida, porque así contraía los tejidos y le aliviaba. Settembrini bebía únicamente agua azucarada; la bebía por medio de una paja, con una gracia glotona, como si hubiese degustado el más precioso de los refrescos.
Dijo en broma:
—¿Qué he oído, ingeniero? ¿Qué rumor es ese que ha llegado hasta mis oídos? ¿Va a volver Beatrice? ¿Vuestra guía a través de las nueve esferas giratorias del paraíso? ¡Espero que, a pesar de eso, no desdeñará completamente la mano amistosa de su Virgilio! Nuestro eclesiástico, aquí presente, le confirmará que el universo del medioevo no queda completo si falta, al misticismo franciscano, el polo contrario del conocimiento tomista.
Todos rieron al oír tan chusca pedantería y miraron a Hans Castorp, que también se reía y que levantó su copa de vermut a la salud de «su Virgilio».
Difícilmente puede creerse el inagotable conflicto de ideas que debía producirse, a la hora siguiente, a causa de palabras inofensivas y rebuscadas de Settembrini, pues Naphta, que en cierta manera había sido provocado, pasó inmediatamente al ataque y arremetió contra el poeta latino —que Settembrini adoraba notoriamente— hasta colocarle por debajo de Homero; Naphta había manifestado más de una vez su desdén por la poesía latina en general, y aprovechó de nuevo, con malicia y rapidez, la ocasión que se le ofrecía.
—Constituía un prejuicio del gran Dante —dijo— eso de rodear de tanta solemnidad a ese mediocre versificador y concederle, en una significación demasiado masónica. ¿Qué tenía de particular ese laureado cortesano, ese lamedor de suelas de la casa Juliana, ese literato de metrópoli y polemista de aparato, desprovisto de la menor chispa creadora, cuya alma, si la poseía, era seguramente de segunda mano, y que no había sido, en manera alguna, poeta, sino un francés de peluca empolvada de la época de Augusto?
Settembrini no dudó de que su honorable interlocutor poseía medios de conciliar su desprecio hacia el período romano de la más alta civilización con sus funciones de profesor de latín. Pero le parecía necesario llamar la atención de Naphta sobre la contradicción más grave que se desprendía de tales juicios y que le ponían en desacuerdo con sus siglos preferidos, en los cuales no solamente no se había despreciado a Virgilio, sino que se le había hecho justicia bastante ingenuamente, convirtiéndole en un mago y un sabio.
—Es en vano —replicó Naphta— que Settembrini llame en su socorro a la ingenuidad de esa joven y victoriosa época que había demostrado su fuerza creadora hasta la «demonización» de lo que vencía. Por otra parte, los doctores de la joven Iglesia no se cansaban de poner en guardia contra las mentiras de los filósofos y de los poetas de la antigüedad, y en particular contra la elocuencia voluptuosa de Virgilio. ¡Y en nuestros días, en que termina una era y aparece un alba proletaria, se es favorable a esos sentimientos! M. Lodovico podía estar persuadido —para zanjar la cuestión— de que él, Naphta, se entregaba a su profesión privada, a la que había aludido, con toda la reservatio mentalis conveniente. No era más que por ironía por lo que participaba en un sistema de educación clásica y oratoria al que el mayor optimismo no podía usted prometer más que algunos decenios de existencia.
—Usted los ha estudiado —exclamó Settembrini—, usted ha estudiado a costa del sudor de su frente a esos viejos poetas y filósofos; usted ha intentado apropiarse su preciosa herencia, de la misma manera que usted ha utilizado el material de construcción antiguo para sus casas de piedra. Habéis comprendido que no seríais capaces de producir una nueva forma de arte con las solas fuerzas de vuestra alma proletaria, y habéis confiado en derrotar a la antigüedad con sus propias armas. ¡Eso es lo que pasa siempre! Vuestra juventud inculta deberá estudiar en la escuela lo que vosotros desearíais poder desdeñar y hacer que los demás desdeñasen, pues sin cultura no podéis imponeros a la humanidad y no hay más que una sola cultura, la que llamáis cultura burguesa, que es la cultura humana. ¡Y os atrevéis a calcular por decenios el tiempo de vida que queda a las humanidades!
La cortesía impedía a Settembrini acompañar sus palabras con una risa burlona. Una Europa que sabía administrar su patrimonio eterno pasaría, con toda tranquilidad, al orden del día de la razón clásica, despreciando el apocalipsis proletario que algunos se imaginaban gustosos.

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