domingo, 10 de mayo de 2015

Jorge Luis Borges (1899 - 1986) Arte Poética : Seis Conferencias (1967-1968). Primera Conferencia.


Jorge Luis Borges (1899 - 1986)

Arte Poética : Seis Conferencias (1967-1968)



Índice
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1. El enigma de la poesía
2. La metáfora
3. El arte de contar historias
4. La música de las palabras y la traducción
5. Pensamiento y poesía
6. Credo de poeta
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1
EL ENIGMA DE LA POESÍA

Me gustaría, en principio, avisarles con claridad de lo que cabe esperar —o, mejor, de lo que no han de esperar— de mí. Me doy cuenta de que incluso he cometido un error al titular mi primera conferencia. El título es, si no nos equivocamos, «El enigma de la poesía», y el énfasis recae, evidentemente, en la primera palabra, «enigma». Así que ustedes podrían pensar que el enigma es lo más importante. O, lo que aún sería peor, podrían pensar que me he engañado a mí mismo al creer que, en alguna medida, he descubierto el verdadero sentido del enigma. La verdad es que no tengo ninguna revelación que ofrecer. He pasado la vida leyendo, analizando, escribiendo (o intentándolo) y disfrutando. He descubierto que esto último es lo más importante. Embebido en la poesía, he llegado a una conclusión final sobre el asunto. Es verdad que, cada vez que me he enfrentado a la página en blanco, he sabido que debía volver a descubrir la literatura por mí mismo. Pero de nada me vale el pasado. Así que, como he dicho, sólo puedo ofrecerles mis perplejidades. Tengo cerca de setenta años. He dedicado la mayor parte de mi vida a la literatura, y sólo puedo ofrecerles dudas.

El gran escritor y soñador inglés Thomas de Quincey escribió —en alguna de las miles de páginas de sus catorce volúmenes— que descubrir un problema nuevo era tan importante como descubrir la solución de uno antiguo. Pero yo ni siquiera puedo ofrecerles esto; sólo puedo ofrecerles perplejidades clásicas. Y, sin embargo, ¿por qué tendría que preocuparme? ¿Qué es la historia de la filosofía sino la historia de las perplejidades de los hindúes, los chinos, los griegos, los escolásticos, el obispo Berkeley, Hume, Schopenhauer y otros muchos? Sólo quiero compartir estas perplejidades con ustedes.

Siempre que he hojeado libros de estética, he tenido la incómoda sensación de estar leyendo obras de astrónomos que jamás hubieran mirado a las estrellas. Quiero decir que sus autores escribían sobre poesía como si la poesía fuera un deber, y no lo que es en realidad: una pasión y un placer. Por ejemplo, he leído con mucho respeto el libro de Benedetto Croce sobre estética, y he encontrado la definición de que la poesía y el lenguaje son una «expresión». Ahora bien, si pensamos en la expresión de algo, desembocamos en el viejo problema de la forma y el contenido; y si no pensamos en la expresión de nada en particular, entonces no llegamos a nada en absoluto. Así que respetuosamente admitimos esa definición, y buscamos algo más. Buscamos la poesía; buscamos la vida. Y la vida está, estoy seguro, hecha de poesía. La poesía no es algo extraño: está acechando, como veremos, a la vuelta de la esquina. Puede surgir ante nosotros en cualquier momento.

Ahora bien, es fácil que incurramos en un error muy común. Pensamos, por ejemplo, que, si estudiamos a Homero, la Divina comedia, Fray Luis de León o Macbeth, estudiamos la poesía. Pero los libros son sólo ocasiones para la poesía.

Creo que Emerson escribió en alguna parte que una biblioteca es una especie de caverna mágica llena de difuntos. Yesos difuntos pueden renacer, pueden ser devueltos a la vida cuando abrimos sus páginas.

Hablando del obispo Berkeley (que, permítanme recordárselo, profetizó la grandeza de América), me acuerdo de que escribió que el sabor de la manzana no está en la manzana misma —la manzana no posee sabor en sí misma— ni en la boca del que se la come. Exige un contacto entre ambas. Lo mismo pasa con un libro o una colección de libros, con una biblioteca. Pues ¿qué es un libro en sí mismo? Un libro es un objeto físico en un mundo de objetos físicos. Es un conjunto de símbolos muertos. Y entonces llega el lector adecuado, y las palabras —o, mejor, la poesía que ocultan las palabras, pues las palabras solas son meros símbolos— surgen a la vida, y asistimos a una resurrección del mundo.

Me acuerdo ahora de un poema que todos ustedes saben de memoria, aunque quizá nunca se hayan fijado en lo extraño que es. Pues la perfección en poesía no parece extraña: parece inevitable. Así que pocas veces le agradecemos al escritor sus desvelos. Estoy pensando en un soneto escrito hace más de cien años por un joven de Londres (de Hampstead, creo), un joven que murió de una enfermedad pulmonar, John Keats, y en su famoso y quizá trillado soneto «On First Looking into Chapman's Homer» («Al asomarse por primera vez al Homero de Chapman»). Lo que extraña del poema —y sólo caí en la cuenta hace tres o cuatro días, cuando preparaba esta conferencia— es el hecho de que se trata de un poema sobre la propia experiencia poética. Ustedes se lo saben de memoria, pero me gustaría que oyeran una vez más el oleaje y el trueno de los versos finales:

Then felt I like some watcher of the skies
When a new planet swims into his ken;
Or like stout Cortez when with eagle eyes

He stared at the Pacific —and all his men
look'd at each other with a wild surmise—
Silent, upon a peak in Darien.

(Sentí entonces lo mismo que el vigía que observa
el firmamento y ve de pronto un nuevo astro;
o lo que el gran Cortés, cuando con ojos de águila

por vez primera divisó el Pacífico —y todos sus soldados
entre sí se miraron sin dar crédito a aquello—
callado, allá en lo alto de un monte del Darién.)

Aquí encontramos la propia experiencia poética. Encontramos a George Chapman, amigo y rival de Shakespeare, que estaba muerto y de repente volvió a la vida cuando John Keats leyó su litada o su Odisea. Creo que era George Chapman (aunque no estoy seguro, pues no soy especialista en Shakespeare) en quien pensaba Shakespeare cuando escribió: «Was it the proud full sail of his great verse, / Bound for the prize of all too precious you?» («¿Fue el velamen hinchado de su verso ampuloso / que navega a la busca de su presa riquísima?»).

Hay una palabra que me parece muy importante: «Al asomarse por primera vez al Homero de Chapman». Creo que este «primera» puede resultarnos muy provechoso. En el preciso momento en que repasaba los poderosos versos de Keats, pensaba que quizá sólo estaba siendo leal a mi memoria. Quizá la verdadera emoción que yo extraía de los versos de Keats radicaba en aquel lejano instante de mi niñez en Buenos Aires cuando por primera vez oí a mi padre leerlos en voz alta. Y cuando la poesía, el lenguaje, no era sólo un medio para la comunicación sino que también podía ser una pasión y un placer: cuando tuve esa revelación, no creo que comprendiera las palabras, pero sentí que algo me sucedía. Yno sólo afectaba a mi inteligencia sino a todo mi ser, a mi carne y a mi sangre.

Volviendo a las palabras «Al asomarse por primera vez al Homero de Chapman», me pregunto si John Keats sintió esa emoción después de fatigar los muchos libros de la Ilíada y la Odisea. Creo que la primera lectura es la verdadera, y que en las siguientes nos engañamos a nosotros mismos con la creencia de que se repite la sensación, la impresión. Pero, como digo, podría tratarse de mera lealtad, de una mera trampa de mi memoria, una mera confusión entre nuestra pasión y la pasión que una vez sentimos. Así, podría decirse que la poesía es, cada vez, una experiencia nueva. Cada vez que leo un poema, la experiencia sucede. Yeso es la poesía.

Leí una vez que el pintor americano Whistler estaba en un café de París y la gente discutía el modo en que la herencia, el ambiente, la situación política del momento y cosas por el estilo influían en el artista. Y entonces Whistler dijo: «El arte sucede». Es decir, hay algo misterioso en el arte. Me gustaría tomar sus palabras en un sentido nuevo. Yo diré: El arte sucede cada vez que leemos un poema. Ahora bien, quizá, al menos en apariencia, esto suprima la venerable noción de los clásicos, la idea de los libros perdurables, de los libros en los que siempre hallaremos belleza. Pero espero equivocarme en este punto.

Quizá debería dedicar unas palabras a la historia de los libros. Hasta donde puedo recordar, los griegos no hicieron demasiado uso de los libros. Es un hecho evidente que la mayoría de los grandes maestros de la humanidad no fueron escritores sino oradores. Pienso en Pitágoras, Cristo, Sócrates, el Buda y otros. Y, puesto que he hablado de Sócrates, me gustaría decir algo sobre Platón. Me acuerdo de que Bernard Shaw decía que Platón fue el dramaturgo que inventó a Sócrates, así como los cuatro evangelistas fueron los dramaturgos que inventaron a Jesús. Esto podría resultar excesivo, pero encierra cierta verdad. En uno de sus diálogos, Platón habla sobre los libros de una manera un tanto despectiva: «¿Qué es un libro? Un libro parece, como una pintura, un ser vivo; pero, si le hacemos una pregunta, no responde. Entonces vemos que está muerto». Para convertir al libro en algo vivo, Platón inventó —felizmente para nosotros— el diálogo platónico, que se anticipa a las dudas y preguntas del lector.

Pero podríamos decir también que Platón estaba triste por Sócrates. Después de la muerte de Sócrates, se diría a sí mismo: «¿Qué hubiera dicho Sócrates a propósito de esta duda mía?». Y entonces, para volver a oír la voz de su querido maestro, escribió los diálogos. En algunos de esos diálogos, Sócrates representa la verdad. En otros, Platón ha dramatizado sus distintos estados de ánimo. Y algunos de esos diálogos no llegan a ninguna conclusión, porque Platón pensaba conforme los iba escribiendo; no conocía la última página cuando escribía la primera. Dejaba a su inteligencia vagar y, a la vez, dramatizaba aquella inteligencia, conviertiéndola en muchas personas. Me imagino que su principal propósito era la ilusión de que, a pesar de que Sócrates hubiera bebido la cicuta, seguía acompañándolo. Esto me parece verdad porque he tenido muchos maestros en mi vida. Estoy orgulloso de ser un discípulo: un buen discípulo, espero. Y, cuando pienso en mi padre, cuando pienso en el gran escritor judeoespañol Rafael Cansinos-Asséns, cuando pienso en Macedonio Fernández, también me gustaría oír sus voces. Y alguna vez intento imitar con mi voz sus voces para intentar pensar lo que ellos hubieran pensado. Siempre los tengo cerca.

Hay otra frase, en uno de los Padres de la Iglesia. Dijo que era tan peligroso poner un libro en las manos de un ignorante como poner una espada en las manos de un niño. Así que los libros, para los antiguos, eran meros artilugios. En una de sus muchas cartas, Séneca escribió contra las bibliotecas grandes; y, mucho después, Schopenhauer escribió que muchos confunden la compra de un libro con la compra de los contenidos del libro. Alguna vez, cuando miro los muchos libros que tengo en casa, siento que moriré antes de terminarlos, pero no puedo resistir la tentación de comprar nuevos libros. Siempre que voy a una librería y encuentro un libro sobre una de mis aficiones —por ejemplo, la antigua poesía inglesa o escandinava—, me digo: «Qué lástima que no pueda comprarme este libro, pues tengo ya un ejemplar en casa».

Después de los antiguos, llegó de Oriente una nueva concepción del libro. Llegó la idea de la Sagrada Escritura, de libros escritos por el Espíritu Santo; llegaron los Coranes, las Biblias y demás. Siguiendo el ejemplo de Spengler en su Untergang des Abendlandes —La decadencia de Occidente—, me gustaría tomar el Corán como ejemplo. Si no me equivoco, los teólogos musulmanes lo consideran anterior a la creación del mundo. El Corán está escrito en árabe, pero los musulmanes lo creen anterior al lenguaje. En efecto, he leído que no consideran el Corán una obra de Dios sino un atributo de Dios, como lo son Su justicia, Su misericordia y Su infinita sabiduría.

Y así penetró en Europa la idea de Sagrada Escritura, una idea que, según creo, no es absolutamente errónea. A Bernard Shaw (a quien siempre vuelvo) le preguntaron una vez si pensaba de verdad que la Biblia era obra del Espíritu Santo. Y Shaw dijo: «Creo que el Espíritu Santo no sólo ha escrito la Biblia, sino todos los libros». Es un tanto cruel, evidentemente, con el Espíritu Santo, pero supongo que todos los libros merecen ser leídos. Esto es, creo, lo que Homero quería decir cuando hablaba a la musa. Y esto es lo que los judíos y Milton querían decir cuando se referían al Espíritu Santo cuyo templo es el recto y puro corazón de los hombres. Y en nuestra mitología, menos hermosa, nosotros hablamos del «yo subliminal», del «subconsciente». Estas palabras, evidentemente, son un tanto groseras cuando las comparamos con las musas o con el Espíritu Santo. Tenemos, sin embargo, que conformarnos con la mitología de nuestro tiempo. Pero las palabras significan esencialmente lo mismo.

Llegamos ahora a la noción de los «clásicos». Debo confesar que no creo que un libro sea verdaderamente un objeto inmortal, que hay que asimilar y venerar como es debido, sino más bien una ocasión para la belleza. Y ha de ser así, pues el lenguaje cambia sin cesar. Soy muy aficionado a las etimologías y quisiera recordarles (pues estoy seguro de que ustedes saben de estas cosas mucho más que yo) algunas etimologías bastante curiosas.

Por ejemplo, tenemos en inglés el verbo «to tease» ('jorobar, fastidiar, tomar el pelo'), una palabra maliciosa. Significa una especie de broma. Pero en el antiguo inglés «tesan» significaba 'herir con la espada', tal como en francés «navrer» quería decir 'atravesar a alguien con la espada'. Y, para tomar otra palabra del inglés antiguo, «preat», podrán deducir de los primeros versos del Beowuljque significa 'multitud airada'; es decir, la causa de la amenaza («threat», en inglés). Yasí podríamos seguir indefinidamente.

Pero consideremos ahora en concreto algunos versos. Tomo mis ejemplos del inglés, ya que que le tengo especial afecto a la literatura inglesa, aunque mi conocimiento de ella sea, evidentemente, limitado. Hay casos en los que la poesía se crea a sí misma. Por ejemplo, no creo que las palabras «quietus» ('descanso') y «bodkin» ('puñal') sean especialmente hermosas; yo diría, en efecto, que son más bien groseras; pero si pensamos en «When he himself might his quietus make / With a bare bodkin» («Cuando uno mismo tiene a su alcance el descanso / en el filo desnudo del puñal»), recordamos el gran parlamento de Hamlet. Yasí el contexto crea poesía con esas palabras: palabras que nadie se atrevería a usar hoy, porque sólo serían citas.

Hay otros ejemplos, y quizá más sencillos. Tomemos el título de uno de los más famosos libros del mundo, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. La palabra «hidalgo» tiene hoy una peculiar dignidad por sí misma, pero, cuando Cervantes la escribió, la palabra «hidalgo» significaba 'un señor del campo'. En cuanto al nombre «Quijote», era considerada más bien una palabra ridicula, como los nombres de muchos de los personajes de Dickens («Pickwick», «Swiveller», «Chuzzlewit», «Twist», «Squears», «Quilp» y otros por el estilo). Yademás tienen ustedes «de la Mancha», que ahora nos suena noble en castellano, pero que Cervantes, cuando lo escribía, quizá pretendió que sonara (y pido disculpas a cualquier vecino de esa ciudad que se encuentre aquí) como si hubiera escrito «don Quijote de Kansas City». Ya ven ustedes cómo han cambiado esas palabras, cómo han sido ennoblecidas. Ven un hecho extraño: que porque el viejo soldado Miguel de Cervantes ridiculizó un poco a La Mancha, ahora «La Mancha» forma parte de las palabras imperecederas de la literatura.

Tomemos otro ejemplo de versos que han cambiado. Estoy pensando en un soneto de Rossetti, un soneto que se desarrolla premiosamente bajo el no demasido hermoso nombre de «Inclusiveness» («Totalidad»). El soneto dice:

What man has bent o'er his son's sleep to brood,
How that face shall watch his when cold it lies?—
Or thought, at his own mother kissed his eyes,
Of what her kiss was, when his father wooed?

(¿Qué hombre se ha inclinado sobre el rostro de su hijo para pensar
cómo esa cara, ese rostro se inclinará sobre él cuando esté muerto?
¿O pensó, cuando su propia madre le besaba los ojos,
lo que habrá sido su beso cuando su padre la cortejaba?)

Creo que estos versos quizá resulten hoy más intensos que cuando fueron escritos, hace unos ochenta años, porque el cine nos ha enseñado a seguir rápidas secuencias de imágenes visuales. En el primer verso, «What man has bent o'er his son's sleep to brood», encontramos al padre inclinándose sobre la cara del niño dormido. E, inmediatamente, en el segundo verso, como en una buena película, hallamos la misma imagen invertida: vemos al hijo inclinándose sobre la cara de ese hombre muerto, su padre. Y quizá nuestro reciente estudio de la psicología nos haya hecho más sensibles a estos versos: «Or thought, as his own mother kissed his eyes, / Of what her kiss was, when his father wooed?». Encontramos aquí, desde luego, la belleza de las vocales suaves inglesas en «brood» y «wooed». Yla belleza añadida de ese solitario «wooed»: no «wooed her», sino simplemente «wooed». La palabra sigue resonando.

También existe una clase distinta de belleza. Consideremos un adjetivo que una vez fue un lugar común. No sé griego, pero creo que en griego es «oinopa pontos», y la versión inglesa más corriente es «the wine-dark sea» («el mar de oscuro vino»). Me figuro que la palabra «dark» ha sido sutilmente intercalada para facilitarle las cosas al lector. Puede que sólo sea «the winy sea» («el vinoso mar»), o algo por el estilo. Estoy seguro de que, cuando Homero (o los muchos griegos que designa la palabra Homero) lo escribía, sólo pensaba en el mar; el adjetivo era normal. Pero hoy, si alguno de nosotros, después de probar con muchos adjetivos estrafalarios, escribiera en un poema «the wine-dark sea», no sería una simple repetición de lo que los griegos escribieron. Sería, más bien, una referencia a la tradición. Cuando hablamos del «mar color de vino», pensamos en Homero y en los treinta siglos que se extienden entre él y nosotros. Así, aunque las palabras puedan ser las mismas, cuando escribimos «el mar color de vino» en realidad estamos escribiendo algo muy diferente de lo que Homero escribió.

Pues el lenguaje cambia; los latinos lo sabían perfectamente. Y el lector también está cambiando. Esto nos recuerda la vieja metáfora de los griegos: la metáfora, o más bien la verdad, de que ningún hombre baja dos veces al mismo río. Creo que aquí existe un cierto miedo. En principio solemos pensar en el fluir del río. Pensamos: «Sí, el río permanece, pero el agua cambia». Luego, con una creciente sensación de temor, nos damos cuenta de que nosotros también estamos cambiando, de que somos tan mudables y evanescentes como el río.

Pero no es necesario que nos preocupemos demasiado por la suerte de los clásicos, pues la belleza siempre nos acompaña. Me gustaría citar en este punto otro poema, de Browning, un poeta quizá olvidado en nuestros días. Dice:

Just when we're safest, there's a sunset-touch,
A fancy from a flower-bell, some one's death,
A chorus-ending from Eurípides.

(Y precisamente cuando nos sentimos más seguros, llega una puesta de sol,
el encanto de una corola, alguna muerte,
el final de un coro de Eurípides.)

El primer verso es suficiente: «Y precisamente cuando nos sentimos más seguros...», es decir, la belleza siempre está esperándonos. Puede presentársenos en el título de una película; puede presentársenos en la letra de una canción popular; podemos encontrarla incluso en las páginas de un gran o famoso escritor.

Y puesto que he hablado de uno de mis maestros difuntos, Rafael Cansinos-Asséns (quizá ésta sea la segunda vez que ustedes oyen su nombre; no logro entender por qué ha sido olvidado), recuerdo que Cansinos-Asséns escribió un poema en prosa muy hermoso en el que pedía a Dios que lo protegiera, que lo salvara de la belleza, porque, decía, «hay demasiada belleza en el mundo». Pensaba que la belleza estaba inundando el mundo. Aunque no sé si he sido un hombre especialmente feliz (¡tengo la esperanza de que seré feliz a la avanzada edad de sesenta y siete años!), sigo pensando que estamos rodeados de belleza.

Que un poema haya o no haya sido escrito por un gran poeta sólo es importante para los historiadores de la literatura. Supongamos, por seguir el razonamiento, que he escrito un hermoso verso; considerémoslo una hipótesis de trabajo. Una vez que lo he escrito, ese verso no hace que yo sea bueno, pues, como acabo de decir, ese verso lo he recibido del Espíritu Santo, del yo subliminal, o puede que de algún otro escritor. A menudo descubro que sólo estoy citando algo que leí hace tiempo, y entonces la lectura se convierte en un redescubrimiento. Quizá sea mejor que el poeta no tenga nombre.

He hablado del «mar color de vino», y puesto que mi afición es el inglés antiguo (temo que, si tienen el coraje o la paciencia de volver a alguna de mis conferencias, los abrumaré de nuevo con el inglés antiguo) , me gustaría recordarles algunos versos que me parecen hermosos. Los diré primero en inglés y luego en el severo y vocálico inglés antiguo del siglo IX.

It snowed from the north;
rime bound the fields;
hail fell on earth,
the coldest of seeds.

Norpan sniwde
hrim hrusan bond
haegl feol on eorpan
corna caldast.

(Nevó desde el Norte;
la escarcha ciñó los campos;
el granizo cayó sobre la tierra,
la más fría de las semillas.)

Esto nos remite a lo que dije sobre Homero: cuando el poeta escribía esos versos, sólo dejaba constancia de algo que había sucedido. Lo que, evidentemente, era muy extraño en el siglo ix, cuando la gente pensaba en términos de mitología, imágenes alegóricas y cosas por el estilo. Homero sólo contaba cosas absolutamente normales. Pero hoy, cuando leemos:

It snowed from the north;
rime bound the fields;
hail fell on earth,
the coldest of seeds...

encontramos un elemento poético añadido. Creo que encontramos la poesía de que un sajón sin nombre escribiera esos versos a orillas del Mar del Norte, en Northumbria; y la poesía de que esos versos lleguen hasta nosotros tan claros, tan sencillos y tan patéticos a través de los siglos. Tenemos, pues, dos casos: el caso (no vale la pena que me detenga en él) de que el tiempo degrade a un poema y las palabras pierdan su belleza; y también el caso de que el tiempo enriquezca al poema, en lugar de degradarlo.

He hablado al principio de definiciones. Para terminar, me gustaría decir que cometemos un error muy común cuando creemos ignorar algo porque somos incapaces de definirlo. Si estuviéramos de un humor chestertoniano (creo que uno de los mejores humores en que sentirse), diríamos que sólo podemos definir algo cuando no sabemos nada de ello.

Por ejemplo, si tengo que definir la poesía y no las tengo todas conmigo, si no me siento demasiado seguro, digo algo como: «poesía es la expresión de la belleza por medio de palabras artísticamente entretejidas». Esta definición podría valer para un diccionario o para un libro de texto, pero a nosotros nos parece poco convincente. Hay algo mucho más importante: algo que nos animaría no sólo a seguir ensayando la poesía, sino a disfrutarla y a sentir que lo sabemos todo sobre ella.

Esto significa que sabemos qué es la poesía. Lo sabemos tan bien que no podemos definirla con otras palabras, como somos incapaces de definir el sabor del café, el color rojo o amarillo o el significado de la ira, el amor, el odio, el amanecer, el atardecer o el amor por nuestro país. Estas cosas están tan arraigadas en nosotros que sólo pueden ser expresadas por esos símbolos comunes que compartimos. ¿Y por qué habríamos de necesitar más palabras?

Puede que no estén ustedes de acuerdo con los ejemplos que he elegido. Quizá mañana se me ocurran ejemplos mejores, quizá piensen que debería haber citado otros versos. Pero, ya que pueden elegir sus propios ejemplos, no tienen que preocuparse demasiado por Homero, los poetas anglosajones o Rossetti. Porque todo el mundo sabe dónde encontrar la poesía. Y, cuando aparece, uno siente el roce de la poesía, ese especial estremecimiento.

Para terminar, tengo una cita de San Agustín que creo que encaja a la perfección. San Agustín dijo: «¿Qué es el tiempo. Si no me preguntan qué es, lo sé. Si me preguntan qué es, no lo sé». Pienso lo mismo de la poesía.

A uno no le preocupan demasiado las definiciones. Ando en este momento un poco despistado, porque no domino en absoluto el pensamiento abstracto. Pero en las próximas conferencias —si tienen la amabilidad de soportarme— pondremos más ejemplos concretos. Hablaré sobre la metáfora, sobre la música de las palabras, sobre la posibilidad o imposibilidad de la traducción poética, sobre el arte de contar historias, es decir, sobre la poesía épica, la más antigua y quizá el más esforzado tipo de poesía. Y acabaré con algo que, ahora mismo, apenas puedo intuir. Acabaré con una conferencia llamada «Credo de poeta», en la que intentaré justificar mi propia vida y la confianza que algunos de ustedes puedan depositar en mí, a pesar de esta primera conferencia torpe y titubeante.

sábado, 9 de mayo de 2015

Tres cuentos de Peri Rossi: La ciudad de Luzbel, Náufragos, La cabalgata.


CRISTINA PERI ROSSI nació en Montevideo, Uruguay, el 12 de noviembre de l941.

Desde el principio, usó el segundo apellido en homenaje a su madre, que la instruyó desde pequeña en el amor a la literatura, a la música y a la ciencia.

Estudió biología, pero se licenció en Literatura Comparada. Siendo muy joven obtuvo la cátedra que ejerció hasta que tuvo que abandonar el país, por motivos políticos.

Publicó su primer libro en l963, y obtuvo los premios más importantes de Uruguay, pero su obra fue prohibida, así como la mención de su nombre en los medios de comunicación durante la dictadura militar que gobernó el país de l973 a l985.
Se trasladó a Barcelona, España, en l972; comenzó su actividad contra la dictadura uruguaya, escribió en las páginas de la mítica revista Triunfo, pero nuevamente perseguida, ahora por la dictadura franquista, tuvo que exiliarse en París en l974.

Regresó definitivamente a Barcelona a fines de ese año, obtuvo la nacionalidad española y desde entonces vive en España.

Ha sido profesora de literatura, traductora y periodista, y es conferenciante habitual de universidades españolas y extranjeras. Sus numerosos artículos han aparecido en diversos diarios y revistas: El País, Diario 16, La Vanguardia, El Periódico de Barcelona, El Mundo y Grandes firmas de Agencia Efe.

Ha luchado contra las dictaduras, a favor del feminismo y de los derechos de los homosexuales.

Su obra abarca todos los géneros: poesía, relato, novela, ensayo, artículos y es considerada como una de las escritoras más importantes de habla castellana, traducida a más de quince lenguas.

Se reconoce como una escritora de mentalidad renacentista, abierta a todas las disciplinas y con intereses muy variados.

Sus ciudades favoritas: Montevideo, Barcelona, Berlín, San Francisco y New York.

Su paisaje favorito: el mar.

Su música preferida: las canciones y las cantantes italianas.

Ama los animales, detesta la lidia de toros, le gusta el fútbol, la ópera, los días grises, Baudelaire, Eric Satie, el cine europeo, las ciudades portuarias, los juegos y la biología, vestirse de blanco y ha dejado de fumar, por motivos de salud, no de placer.
http://www.cristinaperirossi.es/bio.htm

***
Tres cuentos.

La ciudad de Luzbel
Un viajero me contó que se habla enamorado de una mujer llamada Luzbel en una ciudad extraña. Era una ciudad sin tiempo, sin pasado, suspendida como en una pompa de jabón, y por eso mismo, exonerada del futuro. «Carecer de futuro —me dijo— es haber penetrado en la inmortalidad, pero no se penetra en la inmortalidad de cualquier manera, y la manera de penetrar de la ciudad de Luzbel fue imperceptible, de modo qué todo quedó como estaba, lánguidamente.» De Luzbel, no se puede salir. Nada lo prohíbe, si no es el sueño, pero se trata de un sueño como una membrana, y las tenues, embriagadoras secreciones de esta membrana —vaporosas como los humores del viento— envuelven a sus habitantes, de modo que no saben que sueñan, y por no saberlo, no atinan a despertar. «Al principio —me confesó el viajero— creí que ese imperceptible efluvio se desprendía de los árboles. La ciudad de Luzbel es alta y arbolada. Alta, por erigirse en el descanso de una colina ligera, no muy por encima del nivel del mar, pero lluviosa y sacudida por los vientos. Tanta agua, propicia el crecimiento de los árboles, que lucen brillantes y numerosos, disparando sus ramas hacia la luz celeste del cielo como arcos bien tendidos, y a veces, como suaves alas de pájaros. En la ciudad se respira un aire siempre perfumado, pero en los huecos de los troncos, húmedos todo el año, negros en las cuatro estaciones, creí descubrir otro perfume, éste subrepticio, inmerso en el otro como un pasajero oculto y obstinado, como un náufrago adherido a un madero. El efecto de este perfume es hipnotizador. Es imposible hablar de él con los habitantes de Luzbel, que sonreirían escépticamente: tan acostumbrados están a él, a tal punto nacen y se crían bajo sus efectos.» De Luzbel no se puede salir, pero en cambio, se puede entrar, aunque nadie parece haberlo hecho deliberadamente. Se arriba por casualidad, se llega porque no se pudo ir a otra parte. Son muchos los viajeros que se detuvieron en la ciudad de Luzbel sólo en tránsito, como etapa de un viaje más largo, y no volvieron a salir de ella. Iban por un día, por una noche, pero algo —imperceptible— los detuvo y ya no salieron más. «Lo que los retuvo es el tiempo —me comentó el viajero—, la inmovilidad de un tiempo estancado, siempre el mismo, para el cual no existe el mañana ni el después.» No dan explicaciones, ni arguyen pretextos para quedarse, porque nadie les pregunta nada, y porque, somnolientos, como hipnotizados, tampoco saben que se están quedando. No podrían decir, por ejemplo, que los retienen los negocios: la ciudad de Luzbel tiene una ínfima vida comercial, se fijó en el tiempo —accedió a la inmortalidad, diría el viajero— mucho antes de que los negocios fueran una actividad digna y respetable: cuando todavía era el simple intercambio para vivir, ajeno a cualquier arte, y por ende, despreciable. No podrían decir, por ejemplo, que los retienen el lujo y las comodidades: Luzbel carece de esas fáciles seducciones apropiadas para gente de dinero y que matan el tiempo. En la ciudad de Luzbel no es necesario matar el tiempo, porque el tiempo ya murió, en un ayer antepasado que se prolonga para siempre.
Los viajeros en tránsito depositaron un instante la maleta en una calle, en un andén, en el banco de madera de una plaza, con la intención de descansar un rato, pero algo los atrajo, algo que no aciertan a descifrar y que en todo caso no es motivo de conversación, ni se repite de unos a otros. Según el viajero, a veces es la luz. Una luz lenta y prolongada, todopoderosa, que nimba con tonos matizados cada hora del día y cambia el aspecto de las cosas, de modo que lo que se ha visto hoy, a la rubia y profunda luz de las diez de la mañana ha de verse de otra manera a la grisácea luz de las once y a la luz celeste del mediodía. El viajero que quiere fijar un contorno o guardar una imagen —como se atesoran las hojas de un árbol o las piedras fosilizadas— no ve dos veces la misma luz, ni aprecia, dos veces, la misma forma. Y se sume en un sueño de imágenes que varían, de sombras cambiantes, detrás, siempre, de un contorno que huye, como un buque fantasma. A otros, lo que los retuvo fue una conversación iniciada en un café y que no concluye jamás. Dado que la ciudad de Luzbel carece de industria y de comercio, sus habitantes se entregan, con sumo placer, a la conversación. Por todas partes hay pequeños locales, destartalados y sin puertas, donde se celebran largas e intensas conversaciones que no tienen principio ni fin. Se habla acerca del mundo, porque en una ciudad de la cual no se puede salir, ni nadie ha salido en los últimos años, el mundo está siempre presente, es el punto de referencia imaginario de toda conversación. A miles de kilómetros y océanos por medio de Francia, en la ciudad de Luzbel se habla de Francia con mucho detalle, pues sólo amamos aquello que nos parece distante. El nombramiento de un nuevo ministro francés, la muerte de un escultor de la rue Rivole, el encarecimiento de la gasolina en París o el estreno de una obra en l’Opera —los habitantes de Luzbel están muy bien informados de lo que ocurre en todas partes y son grandes lectores de diarios— tanto como un articulo aparecido en Le Monde—y leído con veinticuatro horas de retraso— son temas de ardientes y continuadas polémicas. Algún viajero ha permanecido en la ciudad toda la vida, dispuesto a investigar en los archivos un oscuro episodio de la guerra del 14, mejor conocida en. Luzbel que en su ciudad natal europea. Otros han quedado prendidos y prendados del agua. En Luzbel llueve muy a menudo, pero ninguna lluvia es igual a otra. Los relatos acerca del agua son múltiples, y cuando se escuchan, invitan delicadamente a quedarse. Se habla de un agua purificadora, que limpia las ventanas, destiñe el hollín de los tejados y hace crecer el cabello. Otra es el agua invasora, que recorre la ciudad haciendo estallar los portales, segando árboles y arrastrando los muebles antiguos de las casas. Y hay un agua rumorosa, que no se ve pero se escucha en el fondo de la vegetación, entre los nudos de las plantas trepadoras y de las hierbas que reptan. Según el viajero, el agua de Luzbel es recogida, íntima y propiciatoria. Cercados por el agua que crea pequeñas islas en el pavimento de la ciudad, una mujer y un hombre que no se conocen, pero que tienen por delante varias horas de intimidad mirando llover, inician siempre una conversación sin prisa que los lleva a divagar por los diversos senderos del sueño, iguales a los del agua. En su isla de cemento, bajo la marquesina reluciente de un café, detrás de un cristal o protegidos por un portal, se sienten los todopoderosos dueños del tiempo, y aislados por el agua, tienen algo de las criaturas primigenias, dotadas del don de la exploración y de la nomenclatura. «Esa lluvia —me contó el viajero— invita a la intimidad y a la fantasía. Establece una imprevista complicidad entre dos que antes no se conocían, unidos ahora por el cerco de la lluvia que los aísla entre el reflejo de las luces en el suelo y la duplicidad del agua en las ventanas.» En la ciudad de Luzbel no existen, casi, referencias al pasado, pues cuando se ha abolido el tiempo, el pasado es eterno. No hay viejos edificios reconstruidos, ni puertas históricas, ni museos. Nada se guarda, puesto que durará para siempre. Por lo demás, los viajeros que llegaron un día de paso y se quedaron, sumergidos en la hipnosis del agua o enfebrecidos por la conversación, sólo tienen memoria de su estancia en la ciudad de Luzbel. Su propio pasado quedó abolido. No piensan regresar a ninguna parte ni ir a otra. «Llegué por azar al puerto —me confesó el viajero—, dispuesto a pasar sólo una noche en la ciudad de Luzbel, de la cual, por lo demás, nunca había oído hablar. Desde la baranda del barco me pareció una ciudad extraña, como si flotara entre el mar y la colina. La había indicado un día antes en mi mapa —me gusta viajar con mapas—, cuando supe que haríamos una pequeña escala, para abastecer el barco. Desde la baranda se divisa un cementerio muy blanco, lleno de curiosas esculturas, algunas de pésimo gusto, todo sea dicho, un cementerio que produce un extraño sobresalto: como si las estatuas y las fotografías, las inscripciones y la música del viento —tañedor y lleno de zumbidos— no permitieran establecer esa frontera definitiva entre los vivos y los muertos que es tan rígida en otras partes.» Como tantos, él había depositado su maleta en el mostrador de estaño de un ínfimo café del puerto, dispuesto a volver al barco en cuanto llegara la hora de la partida, pero algo lo retuvo: había creído encontrar algo familiar y todavía indescifrable en la ciudad de Luzbel. «Nunca había estado en ese lugar, según los datos de mi conciencia; no por lo menos en esta vida, ni recordaba que alguno de mis antepasados lo hubiera estado. Sin embargo, cuando levanté la cabeza del mostrador de estaño, donde un silencioso patrón me habla servido un vaso de whisky nauseabundo, destilado en la ciudad, vi mi nombre reflejado en el espejo, con las letras rojas de la marquesina de un pequeño cabaret. Confieso que me sobresalté. Mi apellido no es común, y por lo que sabía se extinguiría conmigo, si no tenía hijos. Jamás hubiera imaginado encontrarlo, en grandes letras de neón, en la marquesina de una perdida ciudad casi olvidada en los mapas. Me serené y le pregunté, con aparente indiferencia, al hombre que me había servido, acerca del origen de ese nombre que brillaba, rojamente, en la marquesina. Lo miró sin interés y me respondió con displicencia: Algún ruso que se perdió por aquí.» Los habitantes de la ciudad de Luzbel —me informó el viajero— comprenden varias lenguas, posiblemente porque es una ciudad de emigrantes, de vagabundos, hombres y mujeres de origen diverso que llegaron un día y no regresaron más a su lugar natal. Por eso mismo son profundamente indiferentes a las genealogías. También a las nacionalidades. «El lugar de origen les parece un accidente trivial, poco significativo, y en todo caso, están mucho más atentos a las afinidades que produce compartir el tiempo, no el espacio. Luzbel está lleno de rusos, polacos, italianos, turcos, rumanos, alemanes, vascos, holandeses y portugueses: si alguien nació en Luzbel, lo hizo hace muy poco tiempo. Se hablan varias lenguas, por lo menos lo suficiente como para entenderse en las cosas esenciales. Aunque las cosas esenciales, en Luzbel, son algo extrañas. Es esencial, por ejemplo, aunque se esté aparentemente de paso, albergarse en algún café. Se puede no tener casa, pero no se puede vivir en Luzbel sin parar en un café que todo el mundo pueda reconocer. Allí donde uno puede ser encontrado, cuando se le busca. De modo que el patrón, luego de servirme otra copa, "invitación de la casa", según sus palabras, me ofreció el bar como mi nueva residencia. "Si le gusta —me dijo, con sencillez puede quedarse todo el tiempo que quiera. Cierro a las tres de la madrugada, pero usted puede quedarse jugando a la baraja y dormir aquí. Podrá recibir a las visitas en el bar, invitación de la cala, y conocerá mucha gente interesante. Si quiere, habla, si no quiere no habla», me dijo el patrón. Acepté. Estaba intrigado por el nombre en la marquesina del bar o cabaret, todavía no lo sabía, y por lo demás, pasar la noche en un local del puerto de esas características me pareció una empresa singular y quizá bella.»
El viajero intentó investigar el origen de ese nombre, igual al suyo, inscrito en la marquesina brillante del pequeño cabaret. En efecto, se trataba de un cabaret de mala muerte, con butacas de felpa roja raídas por el uso y flecos dorados, retorcidos, que morían por el piso como restos de una antigua cabellera. A algunas butacas les faltaba el respaldo, a otras un brazo, pero también faltaban muchos caireles de la araña manchada de grasa, y las tablas del suelo, desiguales, mostraban grandes agujeros, como caries. Las cuatro o cinco coristas que actuaban cada noche eran mujeres flacas, lánguidas, desentendidas de su oficio que levantaban una pierna machucada como si fuera una sesión de gimnasia y masticaban una rara hierba —barba de choclo, le informó un espectador— que lanzaban, en forma de bola, sobre la cara de los clientes con el impulso de una oscura venganza.
Cuando le preguntó al dueño del cabaret por el nombre que lucía en la marquesina del local, se alzó de hombros y le dijo: «Algún ruso que se perdió por aquí. Se pierde mucha gente por aquí. Se perdió un griego llamado Sócrates —el viajero no supo si reírse o no—, se perdieron varios Homeros, se perdió una bailarina persa llamada Sirta, se perdió un submarino alemán que todavía podrá ver en la costa, si le interesa, se perdió un nazi especialista en abortos, se perdió un húngaro que había inventado el bolígrafo, se perdió un japonés que tenía un record de algo, se perdió una bruja que había huido de Salem, se perdió un cantante de jazz y el holandés del palito.»
Según pudo averiguar en días y copas sucesivos —ya se había acostumbrado al pésimo alcohol de orujo destilado en miserables catacumbas de la ciudad—, el propietario del cabaret de mala muerte lo había obtenido en una partida de cartas, una noche de invierno, hacía dos o diez años: en la ciudad de Luzbel no existe la costumbre de datar con precisión los acontecimientos, porque el tiempo es una eternidad gris, sin ningún significado. El dueño del cabaret lo habla ganado en una partida de cartas hacía un año, dos o diez: este hecho no revestía importancia. El nombre del bar, entonces, ya lucía en la marquesina, y no se molestó en cambiarlo, ni se le ocurrió preguntar su origen: en Luzbel nada se modifica, porque el tiempo, no existe. Educadamente, el viajero le preguntó al nuevo propietario si podía ver los papeles de la cesión, porque tenía interés en saber quién era el antiguo dueño, pero el hombre le dijo que no existían esos papeles, ni creía que hubieran existido nunca, en Luzbel no hay certificados, ni actas, ni documentos autentificados, ni a nadie se le ocurre reclamarlos, porque las cosas que ocurren —compras, ventas, defunciones, nacimientos, peleas, herencias— siguen ocurriendo y ocurrirán para siempre, de modo que no se necesita ningún testimonio, más que la memoria de la gente. «En su memoria —dijo entonces el viajero—, ¿quién era el antiguo propietario del cabaret?» El hombre pensó un rato. Pareció recordarlo, súbitamente, y dijo: «Un polaco que se perdió por aquí.» A esa altura —me contó el viajero— ya había comenzado a sentir los efluvios de Luzbel y aunque conscientemente no se proponía quedarse, iba dejando pasar los días subyugado por las diversas fantasías que flotaban sobre las aguas de Luzbel como telas de araña. En el café conversaba con hombres y mujeres que le contaban historias de una manera tan dulce y lánguida, tan envolvente, que llegó a sentirse como el marino perdido en un mar de sirenas. Las historias nunca tenían fecha: empezaban «Una vez...», o «Hace tiempo», de manera invariable, y cualquier pregunta que intentara situar en el tiempo el relato era considerada una impertinencia, una grotesca irrupción de la prosa en la poesía.
Envuelto en la marea de relatos que subyugaban la voluntad, hacían flotar el horizonte y creaban inmensos espacios de existencia impersonal, el viajero llegó a pensar que Luzbel era una ciudad Pandora: una gran caja sin fondo de la cual los habitantes, memoriosos e imaginarios, sacaban conejos y peces, plantas, murciélagos, corbatas, campanas, abalorios, luces y pájaros. En los escasos raptos de lucidez que le sobrevenían a veces, como luego de una borrachera, se proponía abandonar la ciudad, seguir el viaje. Antes de partir le preguntó, por casualidad, a un parroquiano del café donde vivía cuáles eran las cosas de Luzbel que le faltaban ver. «Vi el viejo submarino alemán que naufragó en la costa —enumeró, preciso—, la mujer araña del parque, la piedra que gira en dirección opuesta al viento, el faro del vigía suicida, el bosque de pinos azules, el ferrocarril que corre al borde del mar y la estación de los ingleses. Pero nunca encontré al holandés del palito» dijo—. «Ni a Luzbel» —agregó el interlocutor, sin acentuar las palabras, como un comentario al margen. El viajero no quiso caer en la trampa. No se mostró interesado ni curioso. Entonces el otro empezó a contar, mirando la copa medio llena. «A Luzbel no la vio todavía porque no sale nunca. El holandés del palito si sale, pero Luzbel no sale. Ni los domingos. No la puede ver por la calle, ni en una tienda, ni en una iglesia, ni visitando un museo, ni en una confitería. Y para visitarla hay que saber la contraseña.» «¿Cuál es la contraseña?», preguntó el viajero, que ahora no podía disimular su interés. «Un verso», respondió su informante. «Pero no cualquier verso. El verso cambia cada pocos días. Ella lo pronuncia detrás de la puerta, y si usted sabe cómo sigue, tendrá acceso a la casa, de lo contrario deberá irse. Y Luzbel es implacable. No perdona a nadie que no sepa cómo sigue. Al otro día, toda la ciudad sabe que usted es un ignorante que no supo continuar el verso. Luzbel se burla de todos sus amantes fracasados.» Al viajero le pareció una prueba llena de azar, y trató de que su interlocutor siguiera con el relato. «El que acierta la primera vez —continuó el parroquiano, sin mirarlo— es bien recibido. Pero si quiere volver, y le aseguro, amigo mío, que todos quieren volver, tendrá que cambiar el verso la próxima vez.» El viajero meditó. En Luzbel, muchas palabras tienen doble sentido, y él había cometido algunas ingenuidades por no saberlo. Las palabras significan lo que significan, más un espectro difuminado de alusiones metafóricas que giran, como planetas diminutos, quizá porque la única manera de salir de Luzbel es con la imaginación. «Tendrá que cambiar el verso», la última frase de su interlocutor, podía querer decir, también, que el amante aceptado por primera vez en la intimidad de Luzbel debía cambiar su discurso la segunda vez. «¿Quiere decir —preguntó, cauteloso— que la contraseña no se repetirá la segunda vez?», dijo. «Ni la segunda, ni la tercera, si es tan dichoso como para acertar más de una vez», respondió su interlocutor. Bebieron en silencio, como si no tuvieran interés en seguir la conversación. «El secreto está en la pared», agregó el parroquiano, luego de un rato. «¿Qué pared?», preguntó el viajero. «La pared —insistió el otro—. Fíjese en la pared. Si consigue entrar una vez, fíjese en las inscripciones de la pared. Luzbel escribe en las paredes, como las antiguas mujeres del Egipto. Llena las paredes de su cuarto con signos, cábalas, enigmas y los versos que prefiere. No escribe con lápiz de labio, no. No escribe con pinceles. Ni con la sangre de sus amantes, ni de sus menstruaciones. Escribe con una barra de cera roja como su sexo. A veces, borra. O escribe encima, y las inscripciones se confunden, como palimpsestos.» El viajero llenó otra vez las copas. Dijo que un olor a cera lo mareaba, y confundido, pensó que eran las velas del bar, sobresaliendo del cuello de las botellas vacías como mástiles. «Luzbel es lenta —siguió el parroquiano—. Desprecia la pasión confusa que omite detalles y precipita los movimientos, en torpe entrevero. Luzbel ama la pasión lenta, larga, que se detiene, morosa, en cada poro. Luzbel pulsa como quien pesa. Palpa como quien no tiene ojos. Mira, a veces, la pared. Pero no es vista: el amante enfebrecido se sumerge, ciego, y no ve, no oye. Jamás mira alrededor; alrededor: los lugares en los que Luzbel, lenta como un siglo, teje su tela de araña, enhebra hilos, tuerce cordeles. Luzbel es lenta. Mientras el agitado amante se hunde en las fuentes, es posible que una de sus manos libre —con la otra guía la cabeza inmadura del viajero— trace signos en la pared. Escritura que el apresurado no verá. Esté atento a esos símbolos, tanto como a sus corvas. Porque en algún momento Luzbel se derrama en cascada. La lentitud de Luzbel es generosa. Cuando se han recorrido todos sus caminos, intervenido en sus puertas, deslizado suavemente por sus galerías, Luzbel se estremece hasta siete veces. Alguien dice hasta setenta veces siete. Como esos temblores de tierra que empiezan a oírse lejos y retumban difundiéndose cada vez en una superficie mayor; como los truenos que repican a la distancia y su eco crece, golpea la tierra, estremece los árboles, arranca los pájaros del nido. Los ecos de Luzbel se escuchan como tambores en el pavimento de la ciudad, cada vez más fuerte. El golpe de una lonja, hondo y repetidor.»
La primera vez, el viajero consiguió penetrar en Luzbel gracias a Dante. Escuchó, detrás de la puerta, el verso iniciático: «Por mí se va a la escondida senda. Por mí se va al eterno dolor.» Emocionado, respondió: «Dejad toda esperanza, vosotros, los que entráis.»
La puerta de Luzbel se abrió lentamente —no la vio, al principio, cegado por la oscuridad— y accedió, temblando, al recinto sagrado. Entonces supo —durante un instante de lucidez— que sólo ese verso le estaba destinado a él, viajero atrapado en la seducción de una ciudad como un sueño.
Cosmogonías, 1988

 Náufragos
Estaba a punto de ganar la costa, cuando escuché los gritos de una mujer, que pedía auxilio. Con gran dificultad había conseguido acercarme a la playa, y no tenía intención de retroceder. Fue cierto sentimiento de vanidad, de suficiencia, más que la generosidad, lo que me llevó a cambiar de parecer. Oscurecía, el cielo amenazaba tormenta, y hubiera sido más fácil nadar unos metros más hacia la orilla. Pero yo ya estaba salvado, y nada hay más peligroso en este mundo que un hombre que ha vuelto a nacer: en su interior, está convencido de que ya nada grave le ocurrirá y especialmente sospecha que su salvación se debe a ciertos méritos personales —la astucia, la inteligencia o la imaginación—, a partir de los cuales es invencible. Pronto olvidé que era un sobreviviente y las fatigas que eso me había causado: retrocedí con arrojo, con el excedente de vida que me sobraba.
El mar estaba picado, y una luz confusa, amarillenta, presagiaba vientos y relámpagos. Las olas, cada vez más altas, comenzaban a precipitarse con mayor rapidez. El mar era azul, profundo, pero a lo lejos se ennegrecía como un tumor.
No había visto nunca antes a aquella mujer, y no me pregunté nada acerca de su naufragio: procediera de donde procediera, se estaba ahogando, y aunque gritaba, no hacía gran cosa por evitarlo. Viéndola sumergirse y reaparecer, con los cabellos sueltos y los ojos desorbitados, llegué a pensar que esa mujer, por algún raro fenómeno, no flotaba. De modo que procuré ayudarla con mis gritos:
¡Flexione las piernas! ¡Muévalas! ¡Agite los brazos en círculo! ¡Cierre la boca!
No sabía si oía mis instrucciones, pero pensé que de todos modos, si el eco de mi voz le llegaba, iba a tranquilizarse un poco: comprendería que no estaba sola, que otro náufrago —recién salvado— se precipitaba en su ayuda. Creo que no me equivoqué, porque a poco de escuchar mi voz, súbitamente su cuerpo se aflojó, adquirió una consistencia de medusa, y comenzó a flotar. Esto me tranquilizó. Sin embargo, no flotaba todo el tiempo. Como sacudida por bruscos impulsos, difíciles de contener, de pronto se sumergía otra vez, repleta de agua, y volvía a reaparecer, extenuada y convulsa. Entonces yo insistía con mis gritos.
La distancia que nos separaba ya no era tan grande, pero yo estaba cansado y muchas veces las olas, aprovechando mi extenuación, me hacían retroceder. Tenía los ojos enrojecidos, la mandíbula inferior me dolía y respiraba con mucha dificultad. Pero me concentré en dos brazadas largas y los metros que nos separaban los superé con un supremo esfuerzo: cuando el agua estaba a punto de arrebatarla conseguí sostenerla por el cuello.
—Tranquilícese —conseguí balbucear.
Aflojó tan súbitamente todo el peso de su cuerpo, que sentí como si un enorme globo, lleno de gas, se precipitara sobre mí. El impacto fue tan inesperado que me impelió otra vez al fondo, y la solté: esa nueva incursión a las entrañas del mar, con su sucio lodo verde y los residuos calcáreos me llenó de horror y por un instante me dejé arrastrar en la corriente, como un pez envenenado que ha perdido el sentido de la orientación. Pero me recuperé en seguida, y recordando a la náufraga, estiré los brazos y la atrapé otra vez. Ella bufaba y lanzaba agua como el hocico de una ballena; en realidad, parecía pesar lo mismo. Cuando conseguí asirla por el cuello, dio patadas al aire, gruñó y yo tuve que aconsejarla.
—Tranquilícese. No tenga miedo. Pronto habremos ganado la orilla y ya habrá pasado todo.
Decidí remolcarla asiéndola por la nuca, pero ella se revolvía como ciertos peces cuando han mordido el anzuelo: conducirlos hasta la costa es una tarea lenta, pesada, que exige enorme habilidad. Igual que el hombre que ha conseguido enganchar un pez espada, para atraerlo, debe soltar línea y dejarlo sacudirse y alejarse, yo debía, por momentos, permitir que el agua se la llevara un poco y aprovechar los momentos en que su resistencia disminuía —o era menor la presión de las olas— para arrastrarla.
Entre tanto, el cielo había oscurecido por completo y algunos relámpagos brillantes lo cortaban en dos, con trazo desigual. Yo aprovechaba esas fugaces iluminaciones para orientarme. Cuando conseguí colocar una de mis manos bajo su axila, pensé que iba a ser más fácil transportarla, pero una violenta sacudida de su cuerpo volvió a separarnos, y no tuve más remedio que reconvenirla.
—¡Un poco de cordura, por favor! —le grité, mientras un relámpago nos iluminó con su amarillento fulgor. Había comenzado a llover, y el agua que me golpeaba la cara, en medio de la oscuridad, me parecía salida de un pozo. Tuve miedo de perderla, en el forcejeo con el agua, pero de pronto me di cuenta de que ella se había aferrado muy hábilmente a mí: sentí el ardor de dos heridas abiertas, en mis costados, allí donde sin duda hubiera sido conveniente que yo tuviera dos asas, como las vasijas, para que pudiera agarrarse mejor.
—¡No apriete tanto, señora! —le grité en medio de un borbotón de espuma que me cubrió la boca.
Fuera como fuera, ella había encontrado una posición bastante cómoda para deslizarse, y no creí oportuno rectificar: debía nadar un buen trecho, todavía, para llegar a la costa; luego me haría curar las heridas.
Nadé unos cuantos metros en esa posición, con ella a mis costados. Pero un golpe muy fuerte de agua debió separarla, porque de pronto sentí que su presión aflojaba, y cuando me volví para ayudarla a mantenerse a flote, un feroz puntapié en el vientre me impelió lejos. Sentí que las aguas me desplazaban hacia adentro, sin resistencia, como un barco desarbolado. Yo iba conducido, mecido por ellas, en un sueño lleno de reflejos, de náusea y de gruñidos. Estaba tan agotado que no tuve deseos de oponerme a esa corriente.
Cuando conseguí abrir los ojos y volver a flotar, en la penumbra alcancé a divisar a la náufraga. Ahora se deslizaba sobre un madero. Había conseguido asirlo con ambas manos y navegaba en la corriente, esta vez en dirección correcta, hacia la costa. De vez en cuando, sin embargo, lanzaba gritos de terror, como si tuviera miedo de soltarse o de no llegar. En cambio a mí las olas me empujaban hacia adentro, aprovechando mi languidez. Tenía los ojos turbios y las piernas, heladas, ya no me respondían. Pero era un hombre salvado, de modo que le grité:
—¡No se suelte! ¡Déjese llevar!
Estaba a punto de desmayarme, pero tuve miedo de que el cansancio la venciera, de modo que conseguí elevar la voz:
—¡No se duerma! ¡Pronto hará pie! ¡Conserve su valor!
Aunque las olas me impulsaban hacia adentro, yo era un hombre salvado y los sobrevivientes suelen ser generosos, por lo menos, durante un rato. Esa pobre mujer podía ahogarse, de modo que gasté mis últimas energías en proporcionarle apoyo moral para llegar a la costa. El cielo había aclarado, con la misma rapidez con que oscureció, y aunque yo tenía los ojos entrecerrados, pude ver la oscura figura de la mujercita, a caballo del madero, muy próxima a la orilla. Seguramente mi voz ya no alcanzaba, para decirle que podía soltar ya su salvavidas y .ganar la costa a pie. Pero era posible que se diera cuenta por sí sola; en cuanto a mí, no había ningún peligro: aunque las olas me conducían hasta el fondo y sentía los pulmones llenos de agua, nada podía ocurrirme: era un hombre salvado, al que ya nada más puede sucederle.
La ciudad de Luzbel, 1992

La cabalgata
Una vez por semana, los verdugos cabalgan sobre sus víctimas. No siempre es el mismo día, de lo contrario la cabalgata perdería el elemento de sorpresa que constituye uno de sus mayores atractivos; el día es elegido al azar, del mismo modo que la cabalgadura.
El ejercicio de equitación se realiza en la escalera que conduce de la primera planta de la prisión a la segunda, y en dirección ascendente. El día señalado, los verdugos irrumpen sorpresivamente en la celda de los prisioneros, eligen a aquellos que han de cabalgar, y de inmediato les colocan las capuchas negras, a fin de que no reconozcan el territorio ni los accidentes de la prueba.
Los prisioneros, empujados por sus jinetes, son conducidos hasta el borde de la escalera, y sus cabezas, bajo las capuchas, se sacuden y agitan como los caballos en la pista.
Debemos reconocer que el lugar elegido para la prueba es muy adecuado: la escalera es angosta y sombría, de cemento; los peldaños están muy distantes entre sí y lo suficientemente gastados como para que la cabalgadura, ciega, trastabille al apoyar el brazo.
Los jinetes montan a hombros de sus víctimas y si alguno resbala, la cabalgadura es duramente castigada: hay que procurar mantener el equilibrio, encajar con precisión las botas de los jinetes bajo las axilas y evitar cualquier clase de vacilación.
Una vez en fila, las cabalgaduras deben iniciar la ascensión.
Los jinetes azuzan a sus víctimas con el látigo, profieren amenazas y disputan el primer lugar, pero los obstáculos son muy numerosos y desconocidos, la ascensión se torna muy difícil.
Muchas cabalgaduras caen, otras chocan entre sí, se escuchan gritos y estertores; aquellos que consiguen subir los primeros peldaños ignoran cuántos faltan, la inclinación de la pista y la índole de los próximos obstáculos. Sucios, manchados de sangre, con los dientes quebrados consiguen reptar la escalera, pero no tienen ninguna certeza acerca del próximo paso.
Aquellos prisioneros que no han sido elegidos para esta prueba tienen, sin embargo, la obligación de animar a las cabalgaduras, y son invitados a ello por severos oficiales que presencian el ejercicio.
El jinete ganador obtiene un trofeo otorgado por el capitán, y la cabalgadura recibe un terrón de azúcar como premio.
La ciudad de Luzbel, 1992

viernes, 8 de mayo de 2015

Blanco nocturno de Ricardo Piglia. La Gran Novela Latinoamericana. Carlos Fuentes.


En apariencia, Blanco nocturno de Ricardo Piglia es una novela policial, y esta vez las apariencias no engañan, sólo que Blanco nocturno, además de novela policial, es un drama familiar, una nueva radiografía de La Pampa, una novela que se sabe ficción y una narración radicada en sus personajes.
Radiografía de La Pampa: en el centro de un mundo que es puro horizonte, arrieros, troperos, domadores, chacareros, arrendatarios, temporarios que siguen la ruta de la cosecha, gauchos capaces de matar a un puma sin armas de fuego, sólo con poncho y cuchillo, gente sin más rango particular salvo el egoísmo y las enfermedades imaginarias, se mueven o permanecen, son visibles e invisibles, son la «materia» humana de una vasta tierra sin término.
Drama familiar. Sobre esta inmensidad natural, se levanta una naturaleza artificial: la industria, más exactamente la fábrica de la familia Belladona, el patriarca Cayetano, los hijos Luca y Lucio, las hermanas Ada y Sofía. El patriarca encerrado en sus dominios. Los hijos rivales, las muchachas liberadas, promiscuas, entregadas al placer, sobre todo si lo procura el extranjero, Tony Durán, puertorriqueño de Nueva York, llegando al pueblo de La Pampa, amante de las hermanas, elegante, dicharachero, perturbador, asesinado. Y hay la madre fugitiva, irlandesa, que huye en cuanto sus hijos cumplen tres años de edad.
Narración de personajes. A los de la familia propietaria se agregan, decisivamente, el abogado Cueto y el jefe de policía Croce. Éste lo sabe todo, escarba en todos los rincones, sabe que los demás saben que sabe, saber es su fortuna y su daño. Cuando sabe lo que nadie más sabe, se interna voluntariamente en un manicomio y observa la «Comedia Humana» que involucra al abogado Cueto y al supuesto asesino de Tony, el sirviente japonés Yoshio.
Novela policial. ¿Quién mató a Tony Durán? Las sospechas recaen sobre el japonés Yoshio, que es detenido y encarcelado. Sólo que Yoshio es ajeno al drama familiar que es el corazón de la trama, «The heart of the matter», diría Graham Greene, y no es fortuito que cite a Greene, cuyos «Entretenimientos» (A Gun for Sale, The Ministry of Fear) son intensas novelas morales disfrazadas de trama criminal. Pero ¿no es Hamlet una obra detectivesca en la que el príncipe de Dinamarca, asesorado por el fantasma de su padre, investiga y captura al criminal Claudio? ¿No es Los miserables una novela de detectives en la que el inspector Javert busca con celo rabioso al criminal Jean Valjean? No doy más ejemplos. Sólo sitúo a Piglia genéricamente y mucho más allá de cualquier reductivismo.
Novela que se sabe ficción. Parte de la armazón (y de la prosa) de Blanco nocturno son las notas numeradas a pie de página con las que Piglia refiere acontecimientos relacionados con la novela, introduce notas políticas, económicas, financieras, que enriquecen la trama sin entorpecer la narración. Este estilo propio del autor nos va guiando con sutileza por una República Argentina cuyo pasado no sólo ilustra su presente, sino, con otra vuelta de tuerca, nos revela la novedad del pasado.
Renzi. No revelo los misterios que tan hábilmente entrelaza Piglia si me refiero al personaje cuasi-narrador, el periodista Emilio Renzi, a quien ya conocimos como joven escritor en una novela anterior, Respiración artificial. Bisoño autor entonces, Renzi escribe la historia de las traiciones (y tradiciones, que a veces es lo mismo) de su familia antes de encontrarse con el protagonista de las mismas, su tío Marco Maggi. Lo cual remite al lector a la dictadura de Juan Manuel de Rosas y al cabo, al drama de la nación argentina: ¿por qué, teniéndolo todo, acaba por no tener nada? Otro «detective», Arozena, busca la respuesta a los enigmas. Al no encontrarlos él mismo, nos envía a Blanco nocturno con un Renzi periodista, envejecido, cínico, útil e inútil para la prensa, perdido para la literatura, salvado por la imaginación de Ricardo Piglia.
(Tomado de: La Gran Novela Latinoamericana).

Ellroy James - Sangre En La Luna. Novela Negra.


Un asesino en serie, metódico y concienzudo, comete varios crímenes sin que nadie sospeche su autoría. Sin embargo, la vida del asesino y la del sargento Hopkins tiene parecidos soprendentes. Ambos están obsesionados por las mujeres y las amas, aunque cada uno a su manera. Ambos, también, fueron violados de niños. Son dos 'iluminados' con una misión que cumplir.
Elegida por el equipo editorial de Etiqueta Negra para ser el número 100 de su colección, Sangre en la luna es también la presentación de James Ellroy a los lectores españoles.

Ellroy, nacido en Los Ángeles en 1938, es un personaje peculiar. Su ingreso tardío en la literatura, su extraña biografía, el éxito formidable de sus primeros libros, la calidad de su prosa, hacen de Ellroy una de las figuras de la nueva narrativa criminal en Estados Unidos.
Conocí a Ellroy en las afueras de la librería Mysteryous, sentados en las escaleras de una de las casas de la calle 57. El sol nos calentaba un poco los huesos de refilón. Se me ocurrió preguntarle por qué en sus novelas el tema de la mujer asesinada por un sicópata es una recurrente, y la respuesta me dejó frío: «A mi madre la mataron así cuando yo era un niño». Ellroy conoce el bajo mundo de la ciudad de Los Ángeles porque lo vivió desde adentro. Conoce casi todas las comisarías de policía porque en todas ellas estuvo detenido. Drogadicto, vago, ladronzuelo, Ellroy salió del mundo del lumpen gracias a la literatura. Y parece que para siempre. El éxito de su trilogía iniciada por Sangre en la luna (19) y por sus novelas El requiem de Brown y Clandestino (nominada para el premio Sgamus y el Edgar respectivamente) abrió la puerta a la corriente de la literatura sobre la paranoia social norteamericana y puso el nombre del autor en primera fila.
PIT II


PARTE PRIMERA
PRIMER SABOR DE SANGRE
CAPÍTULO UNO


Viernes, 10 de junio de 1964, era el comienzo del fin de semana dedicado a los veteranos de la emisora de radio KRLA. Los dos conspiradores que exploraban el territorio donde iba a tener lugar el «secuestro» conectaron la radio portátil a todo volumen para ahogar el rugido de las motosierras, martillos y palancas que pro­venía de las obras de renovación de la clase del tercer piso. Final­mente, la música de los Fleetwood que se emitía logró la suprema­cía auditiva.
Larry Hombre Pájaro Craigie, con la radio pegada al oído, se maravillaba de la ironía de que aquellas obras de construcción tu­viesen lugar a una semana escasa del cierre de la escuela para las vacaciones de verano. En aquel momento se oyó la voz de Gary U. S. Bonds, cantando: «Por fin la escuela ha terminado, me ale­gro de haber aprobado», y Larry cayó sobre el linóleo cubierto de serrín, convulsionado de la risa. Tal vez la escuela se había terminado, pero a él no le habían aprobado, y le importaba un comino. Se arrastró por el suelo sin preocuparse por su camisa violeta de terciopelo recién cepillada.
Delbert Haines, el Rubio, empezaba a sentirse harto y enojado. O bien el Pájaro estaba loco o fingía estarlo, lo que representaba que su aprendiz era más listo que él o, lo que era lo mismo, que le estaba tomando el pelo. El Rubio esperó a que la risa de Larry se calmara y se alzó en una postura obscena. Ya sabía lo que ven­dría a continuación: toda una serie de observaciones espeluznantes sobre las obscenidades que Larry pensaba hacerle a Ruthie Rosenberg, cómo pensaba hacer que se la mamara mientras él se colga­ba de las anillas del gimnasio de chicas.
La risa de Larry se apagó y abrió la boca para hablar. El Rubio no le permitió ir tan lejos; Ruthie le gustaba, y detestaba que dijeran blasfemias sobre las buenas chicas. Clavó la punta de su bota en el homóplato de Larry en el punto preciso donde sabía que el dolor sería intenso. Larry chilló y se levantó de un salto, abrazando la radio contra su pecho.
—No tenías por qué hacerlo.
—No —dijo el Rubio—, pero lo he hecho. Puedo leer en tu mente, psicópata. Maldito psicópata. No digas cosas feas de las chicas buenas. Tenemos al Inútil para meternos con él, no con las chicas guapas.
Larry asintió; puesto que se le incluía en tan importantes pla­nes, tomó la iniciativa del ataque. Se encaminó hasta la ventana más próxima y miró a través de ella para tratar de localizar al Inútil, vestido con sus botas de montar y sus jerséis color crema, con su aspecto de niño bonito y con su revista de poesía, que edi­taba en la tienda de fotografía de Alvarado, lugar en el que tenía una habitación para vivir a cambio de barrer la tienda.
La Revista de Poesía de Marshall no era más que un montón de poemas empalagosos y sin valor, de cursiladas amorosas que todo el mundo sabía que estaban dedicadas a aquella niñata esti­rada, trasladada desde una escuela parroquial irlandesa, y a su grupito poético de perras mocosas; dedicadas a lanzarles ataques jo­didos al Rubio, a él y a todos los niños de papá de derechas de Marshall. Una vez en que Larry, colocado de pegamento, destrozó el Club de Folk Song, la revista conmemoró la ocasión dedicándo­le unos dibujos en los que aparecía con traje de guerrero y una reseña que rezaba: «Ahora tenemos a un camisa negra llamado Pájaro Iletrado; no es hombre de letras. Sus armas son furtivas, y tiene poco seso; lo que en verdad es: una desgracia humana».
Al Rubio le había ido aún peor; después de darle una patada en el culo al Gran John Kafesjian durante una pelea en Rotunda Court, el Inútil había dedicado un número completo de la revista a un poema «épico» que narraba el evento, en el que le calificaba de «provocador, mal perdedor» y finalizaba con una predicción sobre su destino, compuesta a modo de epitafio:
«No hay autopsia que pueda revelar lo que su negro corazón es capaz de abarcar; un ser musculoso, vano y vacuo, definido por el terror y el odio. —Que esto sea un réquiem por este peso mosca.»
Larry se había propuesto proporcionarle al Rubio presta ven­ganza, y de paso hacerse a sí mismo un favor en el proceso. Los jefazos le habían dicho que sería expulsado de haber más peleas o destrozos, y la sola idea de que le echasen de la escuela hacía que se mojara en los pantalones. Pero el Rubio le había quitado importancia al asunto diciendo:
—No, esto es demasiado fácil. El Inútil tiene que sufrir lo mis­mo que nosotros. Nos ha hecho reír a tope. Vamos a devolverle el cumplido, y algo más. Así pues, habían incubado un plan que consistía en desnudarle, golpearle, pintarle los genitales y afeitarle. Y aquél, si todo funcionaba, era el momento. Larry observó có­mo el Rubio, con una navaja, trazaba esvásticas sobre el serrín. La versión de «Come and go with me» de los Del-Viking llegó a su fin y sonaron las noticias, lo que quería decir que eran las tres en punto. Un momento más tarde Larry oyó las voces de los operarios, les observó mientras recogían sus herramientas y su equi­po eléctrico y bajaban con estruendo por la escalera principal, de­jándole solo a la espera del poeta.
Larry tragó saliva y le dio un codazo al Rubio, temeroso de contrariar a su silencioso artífice.
—¿Estás seguro de que vendrá? ¿Qué pasará si se imagina que la nota era falsa?
El Rubio alzó la mirada y le dio una patada a la puerta de un armario de pared, haciéndola saltar sobre sus bisagras.
—Vendrá aquí. ¿Una nota de ese coñazo irlandés? Pensará que as una especie de jodida cita amorosa. Relájate. La nota la escri­bió mi hermana: papel rosa y caligrafía de chica. Sólo que no habriá tal cita de amor. ¿Sabes a que me refiero, niñato?
Larry asintió. Lo sabía muy bien.
Los conspiradores aguardaban en silencio. Larry soñaba despierto, mientras el Rubio escudriñaba los armarios abandonados, en bus­ca de objetos olvidados. Cuando oyeron pasos en el pasillo del segundo piso, que quedaba debajo de ellos, Larry agarró un par de pantalones cortos de jockey de una bolsa de papel marrón y extrajo un tubo de cola de acetato para maquetas de su bolsillo. Luego, vació el contenido entero del tubo dentro de los pantalo­nes y se situó pegado a la fila de armarios que quedaba más pró­xima al hueco de la escalera. El Rubio se puso en cuclillas junto a él, con unas nudilleras de fabricación casera atadas a su puño derecho.
—¿Cariño?
El saludo, musitado con vacilación, precedió al ruido de pasos, que parecían hacerse más firmes mientras se aproximaban al rella­no del tercer piso. El Rubio iba contando para sí, y cuando calcu­ló que el poeta se encontraría al alcance de su mano, apartó a Larry de en medio y se plantó junto al borde de las escaleras.
—¿Querida?
Larry se echó a reír y el poeta se quedó helado a medio esca­lón, con la mano pegada al pasamanos. El Rubio agarró aquella mano y tiró escaleras arriba, con lo que el poeta se arrastró de bruces por los dos últimos escalones. Dio otro tirón y soltó la pre­sión de la mano hasta el ángulo preciso para hacer que el poeta se pusiera de rodillas. Mientras su adversario le miraba fijamente y con ojos suplicantes e impotentes, el Rubio le dio una patada en el estómago y le obligó a levantarse de un tirón, mientras el otro temblaba incontroladamente.
—¡Ahora, Pájaro! —gritó el Rubio.
Larry tapó la boca y la nariz del poeta con los pantalones de jockey y presionó hasta que sus estremecimientos se convirtieron en gorgoteos, hasta que la piel de sus sienes se puso de rosada a roja y después azul y empezó a boquear por falta de aire.
Larry aflojó la presión y se echó hacia atrás, mientras los pantalones de jockey caían al suelo. El poeta se tambaleó sobre sus pies y cayó de espaldas, estrellándose contra la puerta medio abierta de un armario. El Rubio se quedó donde estaba, con los puños alzados, observando cómo el poeta se arqueaba para poder respirar y susurrando:
—Le hemos matado. Juro a Dios que le hemos matado.
Larry estaba de rodillas, rezando y haciendo la señal de la cruz, cuando el poeta tomó finalmente oxígeno y expulsó una bola enor­me de pegamento cubierta de esputo, seguida de un grito entre­cortado:
—¡Es-es-esc… escoria!
Expulsó la palabra en una nueva expiración mientras el calor de su cara volvía a la normalidad y su cuerpo se iba alzando len­tamente sobre sus rodillas.
—¡Escoria! ¡Puerca basura blanca, escoria podrida! ¡Estúpidos, mezquinos, repugnantes, disolutos!
El Rubio Haines empezó a reír mientras la distensión fluía a través de su cuerpo. Larry Craigie empezó a sollozar de alivio y remodeló su plegaria, transformando sus manos unidas en puños cerrados. La risa del Rubio se volvió histérica, y el poeta, ahora en pie, descargó su furia contra él:
—¡Basura musculada automecánica! ¡Ninguna mujer te tocará jamás! ¡Todas las chicas que conozco se reirían de tu pito de cin­co centímetros! ¡Si no hay pito, no hay sexo. No…!
El Rubio se puso colorado y empezó a temblar. Echó un pie hacia atrás y lo disparó con toda su fuerza contra los genitales del poeta, que profirió un alarido y cayó de rodillas. El Rubio chilló:
—¡Pon la radio en marcha, a toda pastilla!
Larry obedeció y las voces de los Beachboys inundaron el pasillo. Mientras tanto, el Rubio aporreaba y daba patadas al poeta, el cual se había enroscado en posición fetal musitando «escoria, escoria» a medida que le alcanzaban los golpes.
Cuando los brazos desnudos y el rostro del poeta estuvieron cubiertos de sangre, el Rubio se echó hacia atrás para saborear su venganza. Se bajó la cremallera para ofrecerle un cálido y líquido golpe de gracia y descubrió con sorpresa que estaba empalmado. Larry se dio cuenta y miró a su jefe en espera de alguna pista de lo que se suponía que debía ocurrir. De repente, el Rubio se sintió aterrorizado. Bajó la vista hacia el poeta que todavía gemía «escoria», y salpicaba de sangre sus botas de paracaidista con pun­tera de acero. Entonces, el Rubio supo lo que significaba su erec­ción; se arrodilló junto al poeta y le bajó los Levi’s y los calzonci­llos, le abrió las piernas y se precipitó disparatadamente dentro de él. El poeta dio un alarido en el momento en que le penetró; luego, su respiración se sosegó en algo extrañamente parecido a una risa irónica. El Rubio acabó, se retiró y miró hacia su espan­tado subordinado en busca de apoyo. Para ponérselo más fácil, subió el volumen de la radio hasta que la voz de Elvis Presley se transformó en un berrido deforme; luego, observó cómo Larry daba su conformidad última.
Le abandonaron allí, privado de lágrimas o del deseo de sentir algo más que el vacío de su devastación. Mientras Larry y el Ru­bio se alejaban, «Cathys Clown», de los Everly Brothers, sonaba en la radio. Antes de marchar, ambos se habían reído y el Rubio le había dado una última patada.
El poeta se quedó allí tumbado hasta que estuvo seguro de que el patio estaría desierto. Pensó en su amada e imaginó que se encon­traba junto a él, con su cabeza descansando sobre su pecho, diciéndole cuánto le gustaban los sonetos que había compuesto para ella.
Finalmente, se puso en pie. Le resultaba difícil caminar; cada paso provocaba un dolor desgarrador desde sus entrañas hasta su pecho. Se palpó la cara; estaba cubierta de una materia seca que debía de ser sangre. Se frotó furiosamente el rostro con la manga hasta que las abrasiones brotaron con nuevos regueros de sangre sobre la suave piel. Aquello le hizo sentirse mejor, y el hecho de que las lágrimas no le hubieran traicionado le hacía sentirse aún mejor.
Exceptuando a un único grupo de chiquillos que haraganeaban y jugaban a perseguirse, el patio estaba desierto. El poeta lo cruzó con sus pasos lentos y dolorosos. Gradualmente, empezó a darse cuenta de que un líquido se escurría por sus piernas. Se alzó la pernera derecha de su pantalón y vio que su calcetín estaba empa­pado en sangre mezclada con un líquido blanquecino. Se quitó los calcetines y se dirigió, cojeando, hacia el Arco de la Fama, un paseo de mármol incrustado que conmemoraba las promociones previas de la escuela. El poeta restregó calcetines de algodón en­sangrentados sobre las mascotas que representaban a los Atenienses del 63 y siguió restregando todo el recorrido hasta los Delfinianos del 31. Entonces, empezó a andar con los pies descalzos, ganando en fuerza y determinación a cada paso, mientras atrave­saba la valla sur del colegio para entrar en el bulevar de Griffith Park. Su mente hervía con fragmentos sueltos de poesía y rimas sentimentales; todo dedicado a ella.
Cuando vio la floristería de la esquina de Griffith Park y la calle Hyperion, supo cuál era su destino. Se acorazó, dispuesto a entrar en contacto con seres humanos y entró para comprar una docena de rosas, que debían mandarse a una dirección que se sa­bía de memoria pero que nunca había visitado. Escogió una tarje­ta blanca que debía acompañarlas y en la parte trasera garabateó algunas meditaciones sobre cómo el amor se grababa con sangre. Pagó a la florista, quien le sonrió y le aseguró que en una hora las flores habrían llegado a su destino.
El poeta salió al exterior y se dio cuenta de que todavía queda­ban dos horas de luz diurna y que no tenía adonde ir. Aquello le asustaba, así que trató de componer una oda a la declinante luz del día para mantener a raya su temor. Probó una y otra vez, pero su mente no se iluminaba y su miedo se convirtió en terror; cayó de rodillas, sollozando por una palabra o una frase que le inspiraran de nuevo.

jueves, 7 de mayo de 2015

Daniel F. Galouye (1920-1976).Novela. Simulacron 03. Ciencia Ficción.


Daniel F. Galouye (1920-1976) era un escritor estadounidense de la ciencia ficción, escribió varias historias en revistas especializadas baratas y de consumo popular manteniendo muchos seguidores, las publicaciones contenían argumentos simples con grabados e impresiones artísticas que ilustraban la narración, de manera similar a un cómic o una historieta.

Participo en la Segunda Guerra Mundial formando parte de la Marina norteamericana como instructor y piloto de pruebas, comenzó a trabajar como reportero para distintos periódicos tras graduarse en la Universidad estatal de Luisiana.

El 26 diciembre de 1945, se casó con Carmel Barbara Jordan. Desde principios de la década de los 40 hasta 1967 colaboró en la edición de la revista The States Item.

Su retiro anticipado a finales de la década de los 60, fue provocado por los problemas de salud originados por las lesiones de la guerra que provocarían su muerte el 7 de septiembre de 1976 en su ciudad natal.

En 1952 vendió su primera novela por entregas a la revista Imagination, para pasar a publicar en otras revistas como Galaxy Science Fiction o The Magazine of Fantasy & Scienceº Fiction. Entre 1961 y 1973 Galouye firmó cinco novelas, entre ellas Simulacron, que insipiró el guion de la película de 1999 The Thirteenth Floor y de la miniserie alemana de televisión Welt am Draht, dirigida por Rainer Werner Fassbinder en 1973. Su primera novela, Dark Universe editada en 1961, fue nominada para un premio Hugo.

Obras
En español

Mundo Tenebroso (novela)
Después de la III Guerra Mundial (novela)
Simulacrón-3 (novela)
La percepción perdida (novela)
La Ciudad De La Energia (relato largo)
Asilo (relato)
Domingo fatal (relato)
Jebaburba (relato)
Justicia del futuro (relato)
Misión diplomática (relato)
Ojos artificiales (relato)
Vuelo fantástico (relato)
Novelas en Ingles

Dark Universe (1961)
Lords of the Psychon (1963)
Simulacron 3 (1964)
A Scourge of Screamers (1968)
The Infinite Man (1973)
Colecciones en Ingles

The Last Leap and other stories of the supermind (1964)
Project Barrier (1968)
Historias Cortas en Ingles

Rebirth, (ss), Imagination, Marzo 1952
Tonight the Sky Will Fall!, Imagination Mayo 1952
The Reluctant Hero, (ss), Imagination: Julio 1952
The Dangerous Doll, (ss), Imagination: Septiembre 1952
The Fist of Shiva, (ss), Imagination: Mayo 1953
Sanctuary, (nv), F&SF: Febrero 1954
Disposal Unit, (ss), Imagination: Marzo 1954
Cosmic Santa Claus, (ss), Imagination: Mayo 1954
Phantom World, (nv), Imagination: Agosto 1954
Jebaburba, (ss), Galaxy: Octubre 1954
Over the River, (ss), Imaginative Tales: Mayo 1955
So Very Dark, (ss), Imaginative Tales: Julio 1955
Country Estate, (ss), Galaxy: Agosto 1955
Deadline Sunday, (nv), Imagination: Octubre 1955
The Day the Sun Died, (nv), Imagination: Diciembre 1955
Seeing-Eye Dog, (ss), Galaxy: Septiembre 1956
All Jackson's Children, (ss), Galaxy: Enero 1957
Gulliver Planet, (ss), Science Fiction Adventures: Abril 1957
Shock Troop, (ss), Galaxy: Junio 1957
Shuffle Board, (ss), IF: Junio 1957
Share Alike, (ss), Galaxy: Octubre 1957
Project Barrier, (ss), Fantastic Universe: Enero 1958
The City of Force, (nv), Galaxy: Abril 1959
Sitting Duck, (ss), IF: Julio 1959
Diplomatic Coop, (ss), Star Science Fiction Stories 1959
The Last Leap, (nv), IF: Enero 60
Kangaroo Court, (ss), IF: Septiembre 1960
Fighting Spirit, (nv), Galaxy: Diciembre 1960
The Reality Paradox, (ss), Fantastic: Enero 1961
The Big Blow-Up, (nv), Fantastic: Marzo 1961
Descent into the Maelstrom, (ss), Fantastic: Abril 1961
Homey Atmosphere, (ss), Galaxy: Abril 1961
The Trekkers, (ss), Fantastic: Septiembre 1961
Mirror Image, (ss), IF: Septiembre 1961
Spawn of Doom, (ss), Fantastic: Diciembre 1961
A Silence of Wings, (ss), Fantastic: Febrero 1962
Recovery Area, (ss), Amazing: Febrero 1963 (*PB)
Reign of the Telepuppets, (na), Amazing: Agosto 1963 (*PB)
Rub-a-Dub, (ss), (1969)
Prometheus Rebound, (nv), (Harrison, 1970)

Premios: Cordwainer Smith Rediscovery Award (2007), posterior a su muerte.

http://www.ecured.cu/index.php/Daniel_Francis_Galouye


(Fragmentos). Novela. Simulacron 03.

***
El coche remontó hacia una colina, bañando la vertiente con sus luces, y dejando al descubierto un trozo de la campiña circundante que no había visto en mi vida.
  Llegamos a la cima de la colina y de repente una angustia y miedo infinitos se aplastaron sobre mi pecho.
  Jinx se revolvió en su asiento pero no se despertó.
  A mí me pareció una eternidad el transcurso de aquellos minutos aunque en ningún momento dejé de mirar al frente sin convencerme de lo que veían mis ojos por inverosímil.
  La carretera terminaba a menos de cien metros.
  A cada lado de la carretera, daba la impresión de que el mundo hubiera desaparecido, abriéndose una sima enorme a uno y otro lado, formando una barrera impenetrable de oscuridad.
  No se veía ninguna estrella, ni la luz de la luna… solo la nada, dentro de la nada, como si nos halláramos en el rincón más apartado del infinito.

***


Aquello no era una ilusión. Era real. No cabía la menor duda de que aquella experiencia, excitaba los centros alucinatorios. La estimulación cortical era así de efectiva.
  Oí una sonora carcajada metálica tras de mí, me volví, y un chapuzón de agua me dio de lleno en el rostro.
  Vi a Dorothy que trataba ponerse fuera de mi alcance. Fui tras ella y se sumergió, mostrando al hacerlo la tersura y flexibilidad de su cuerpo.
  Nadamos bajo el agua, y en un momento dado estuve tan cerca de ella que conseguí atraparla por un tobillo, pero se soltó y volvió a alejarse de nuevo con la facilidad de una auténtica criatura marina.
  Salí a la superficie para llenar de nuevo de aire mis pulmones.
  Y al hacerlo, vi a Jinx Fuller, de pie sobre la playa, erguida y preocupada, mientras miraba con atención la superficie lisa del mar.

miércoles, 6 de mayo de 2015

En 10 puntos. Julio Verne. 20.000 leguas de viaje submarino.


1. Típica novela de aventuras. Sin mayores complicaciones de estructura, hace que  la historia sea de lectura fácil y entretenida.
2. La exposición de los acontecimientos de 20000 leguas de viaje submarino es sencilla:  A) Presentación de los hechos. B) Desarrollo. C) Conclusión. Esta forma lineal, esquemática y simple se mantendrá a lo largo de toda la obra y de cada aventura narrada. Esa es su forma mecánica de contar la historia.
3. Se le podría criticar que en ocasiones, las descripciones son demasiado abundantes, innecesarias y gratuitas. Sin embargo, Verne toma siempre como punto de apoyo o de pivote un acontecimiento histórico y en general científico para iniciar sus narraciones de aventuras, de ahí entonces cierta morosidad en el relato.
4. La  trama principal de la novela es quién es el capitán Nemo, su nacionalidad y la lengua en que se comunica con sus tripulantes en el Nautilus. E igual trama paralela a esta es si Aronnax, Conseil y el arponero Ned Land, lograrán escapar del Nautilus al ser capturados por el capitán Nemo luego de su derrota y, el hundimiento del Abraham Lincoln. Esta pregunta se mantendrá hasta la última página de 20.000,00 leguas de viaje submarino.
5. Un aspecto que se plantea la obra es lo moralmente aceptable por la sociedad, lo justo e injusto, ciencia vs moral. Desafortunadamente, solo obtenemos visos, meras sensaciones y conclusiones a estos planteamientos tan importantes.
6. Es una obra bien documentada, con conocimiento de los adelantos científicos de la época e igualmente de una gran imaginación.
7. Julio Verne es el típico narrador nato. En él la prosa es diáfana, limpia, depurada, legible. No ahonda en detalles de la acción narrada solo en cuanto a los aspectos científicos que siempre están aparejados con lo narrado. Tampoco es una novela psicológica, ni social.
8. En Verne, todo aspecto científico está fundamentado, racionalizado o al menos, se orienta a que así sea.
9. Más que literatura de Ciencia Ficción o Fantástica, podríamos hablar de literatura de anticipación y de aventuras. Verne se adelanta a su época siendo un visionario al crear en su novela un submarino como el Nautilus.
10. En su novela, el verosímil del relato, está completo, redondo, perfecto en su universo. Quizá por las razones anteriores Julio Verne nos sigue agradando como escritor.  J.Méndez-Limbrick.

martes, 5 de mayo de 2015

La nueva narrativa rusa: Vladimir Sorokin.


Vladimir Sorokin. (nacido 07 de agosto de 1955 en Bykovo, Óblast de Moscú) es un escritor y dramaturgo ruso,contemporáneo postmoderno, uno de los más populares de la literatura moderna rusa. En 1972 hizo su debut literario con una publicación en el periódico Za Kadry Neftyanikov.
Se formó como ingeniero en el Instituto de Moscú de petróleo y gas, pero se volvió hacia el arte y la escritura, convirtiéndose en una importante presencia en el metro de Moscú de la década de 1980.
Artista de talento multifacético formado en el ambiente de la vanguardia moscovita de los años 80, Sorokin fue pintor en sus inicios e ilustró una cincuentena de libros antes de dedicarse a la escritura. Su obra fue prohibida en la Unión Soviética, y su primera novela, La Cola, fue publicado por el famoso disidente Andrei Sinyavsky emigrado en Francia en 1983.
En 1992, Collected Stories de Sorokin fue nominado para el Premio Booker ruso, en 1999, la publicación de la controvertida novela Manteca de cerdo azul, que incluía una escena de sexo entre los clones de Stalin y Jruschov, dio lugar a manifestaciones públicas contra el libro y de las demandas que Sorokin ser procesado como un pornógrafo. En 2001, recibió el Premio Andrei Biely por sus sobresalientes contribuciones a la literatura rusa.
Sorokin es también el autor de los guiones de las películas de Moscú, El Kopeck y 4, y del libreto para niños de Rosenthal de Leonid Desyatnikov, la primera nueva ópera para ser comisionado por el Teatro Bolshoi desde 1970. Ha escrito numerosas obras de teatro y cuentos, y su obra ha sido traducida en todo el mundo. Sorokin vive en Moscú.

***
En el siglo XVI, el déspota ruso Iván el Terrible estableció la oprichnina, una especie de estado de emergencia que otorgaba al zar poderes absolutos. Una ola de terror y de sangre invadió Rusia. Los oprichniks, todopoderosos integrantes de la guardia personal de Iván, llevaban a cabo su voluntad sembrando el miedo y la muerte… Todavía en el siglo XXI este período histórico ejerce una peligrosa fascinación.
El oprichnik de la Nueva Rusia, Andrey Komyaga, narra en primera persona su jornada. Su agenda es apretada: ahorcar al noble caído en desgracia, ocuparse de los asuntos amorosos de la Soberana… Desde su fanatizado punto de vista conoceremos la Rusia de 2027, aislada del resto del mundo por la Gran Muralla y gobernada con mano de hierro por el omnipotente Soberano, una sociedad sumergida en la increíble mezcla de pasado medieval y futuro tecnológico.
Vladimir Sorokin, el más provocativo y mordaz autor de la Rusia contemporánea, ha sido el único que se ha atrevido a reflejar en la literatura las alarmantes realidades políticas de la Rusia actual. El resultado es esta aturdidora novela, corta, concentrada, sarcástica. El carácter profético de la ucronía de Sorokin la sitúa al lado de las más angustiosas visiones de Orwell y Zamiatin.
Fuente:N.N.
***


El día del opríchnik


Título original: День опричника - Den' oprichnika
Vladimir Sorokin, 2006
Traducción: Yulia Dobrovolskaia y José María Muñoz Rovira
***
A Grigory Lukiánovich Skuratov-Belskiy
Apodado Maliuta

El sueño es el de siempre: ando por la ilimitada campiña rusa, que se extiende en sucesivos horizontes; veo al corcel blanco en lontananza, voy hacia él, lo presiento incomparable, el caballo de todos los caballos, bello, presto, de pie ligero; por mucho que me afane, no consigo alcanzarlo, acelero el paso, silbo, grito, lo llamo… De repente comprendo que en ese corcel está toda mi vida, toda mi suerte, toda mi esperanza, que lo necesito como el aire, corro, corro, corro tras él, y él, como siempre, se aleja pausado, impasible, sin hacer caso de nada ni de nadie, se va para siempre, se va de mí y de mi destino, se va por los siglos de los siglos, irremisiblemente, se va, se va, se va…
Me despierta mi parlante:
Latigazo: grito.
Otro latigazo: gemido.
Tercer latigazo: estertor.
Lo grabó Poyarok en la Intendencia Secreta mientras le apretaban las tuercas al gobernador de la región del Lejano Oriente. Esa música despertaría a un muerto.
—Komyaga a la escucha —digo acercando el frío parlante al oído todavía cálido del sueño.
—Salve, Andréy Danílovich. Korostylev al habla —brota la voz del viejo subalterno de la Intendencia de Asuntos Foráneos y, en un santiamén, al lado del parlante, en el aire, se me aparece su jeta bigotuda y nerviosa.
—¿Qué se te ofrece tan temprano?
—Me permito recordarle que esta noche se celebra la audiencia real con el embajador albano. Se mantiene convocada, pues, la docena circundante.
—Ya estaba al tanto —gruño irritado, aunque a decir verdad se me había olvidado por completo.
—Lamento importunarlo, pero debía ratificárselo. Lo manda el reglamento.
Dejo el parlante en la mesita. ¿A santo de qué viene el auxiliar diplomático a recordarme el consabido protocolo? Ah, sí… Olvidaba que los de embajadas se estrenaron hace poco como cooficiantes del lavatorio de manos. Sin abrir los ojos, me siento en el borde de la cama con las piernas colgando y, de un respingo, trato de sacudirme la resaca. Busco a tientas la campanita, la agito. Del otro lado de la pared se oye cómo Fedka salta del banco de la estufa, trajina, hace tintinear los platos. Yo sigo sentado con la cabeza gacha, todavía no preparada para despertarse: ayer otra vez tuve que agarrarme una buena pese a que había jurado beber y aspirar sólo con los míos, como es de rigor. Noventa y nueve reverencias en la catedral de la Dormición, preces a San Bonifacio… ¡Al carajo con todo! No iba a hacerle un desaire al eminente y sabio consejero Kirill Ivánovich, en cuya compañía tanto aprendo. Yo, a diferencia de Poyarok o Sivolay, valoro la virtud de la inteligencia. Jamás me cansaría de escuchar las palabras omniscias de Kirill Ivánovich. Lástima que éste, sin farlopa, sea poco locuaz…
Entra Fedka:
—Salve, Andréy Danílovich.
Abro los ojos.
Fedka trae la bandeja. Y esa jeta suya de todas las mañanas, ajada y descompuesta. En la bandeja, el surtido habitual de una mañana de resaca: un vaso de kvas blanco, una medida de vodka, medio vaso de salmuera de repollo. Trago la salmuera. Me pica la nariz y se me contraen los pómulos. Respiro hondo y me echo el vodka entre pecho y espalda de un solo trago. Suben las lágrimas emborronando la jeta de Fedka. Ya recuerdo casi todo: quién soy, dónde estoy, para qué. Dilato los pulmones aspirando con cautela. Del vodka paso al kvas. Transcurre el minuto de la Gran Inmovilidad. Eructo fuerte, con un gemido de las entrañas, me enjugo las lágrimas. Y ya me acuerdo de todo.
Fedka retira la bandeja e, hincado de rodillas, me ofrece la mano. Me sirvo de ella para levantarme. Por la mañana, huele Fedka aún peor que por la noche. Es la verdad de su cuerpo y no la puedes esquivar. No es algo que se cure con azotes. Estirándome y gimiendo camino hacia el iconostasio, prendo la lamparita, me arrodillo. Musito las plegarias matutinas, hago las reverencias preceptivas. Fedka, detrás, bosteza y se santigua.
Después de rezar, me incorporo apoyándome en Fedka y me encamino al cuarto de baño. Me lavo la cara con el agua recién sacada del pozo, en la que aún se aprecian los trocitos de hielo, y me miro al espejo y él me mira a mí con el rostro ligeramente hinchado, las aletas de la nariz cubiertas de vetas azules, el pelo desgreñado y, en las sienes, las primeras canas, demasiado tempranas para mi edad. Gajes del oficio, qué remedio. Pesa mucho la causa del Estado…
Descargados el vientre y la vejiga, me sumerjo en la pila de hidromasaje, pongo el programa en marcha, reclino la nuca en la templada y confortable cabecera. Miro hacia arriba, al techo pintado donde unas doncellas recogen cerezas en un jardín. Contemplo sus piernas arremangadas, sus cestos llenos de fruta madura. La idílica estampa transmite sosiego. Mientras, el agua sube, se hincha de aire, bulle en torno a mi cuerpo. El vodka por dentro y la espuma por fuera me restituyen poco a poco la lucidez. Al cabo de un cuarto de hora, cesa el borbollón. Remoloneo un rato más antes de pulsar el botón que hace venir a Fedka con la toalla y la bata. Entra y me ayuda a salir, me envuelve con la toalla, me abriga con la bata. Prosigo hasta el comedor. Allí Taniushka ya ha dispuesto el desayuno. En la pared del fondo, me aguarda la burbuja de noticias. Le ordeno en voz alta:
—¡Novedades!
La burbuja se enciende, tornasola con la bandera azul-blanca-roja de la Patria y el águila bicéfala dorada mientras tañen las campanas de la iglesia de Iván el Grande. Sorbiendo té con frambuesa, atiendo a los partes: en la zona norcaucásica del Muro de Meridión, sale otra vez a la luz el latrocinio de funcionarios y miembros de las asambleas; el Tubo del Lejano Oriente seguirá cerrado hasta que se reciba el suplicatorio de los japoneses; los chinos amplían sus colonias en Krasnoyarsk y Novosibirsk; continúa el proceso de la Eraria contra cambistas y agiotistas en los Urales; los tátaros construyen un palacio inteligente para el Aniversario de Su Majestad; los carcamales de la Academia Curanderil acaban los estudios sobre el genoma del envejecimiento; los Citaristas de Murom ofrecerán dos conciertos en Moscú; el conde Trifon Bagratiónovich Golitsin ha dado una paliza a su joven esposa; durante todo enero no se azotará en la plaza Sennaya de San Petrogrado; el rublo se ha fortalecido en relación con el yuan en otro medio kópek…
Taniushka sirve pastel de requesón, nabo al vapor con miel, jalea. A diferencia de Fedka, Taniushka es hermosa y fragante, agradable como el frufrú que hacen sus faldas mientras se mueve discreta y hacendosa por la estancia.
El té fuerte y la jalea de arándano rojo me devuelven a la vida definitivamente. Aflora el sudor salvífico. Taniushka me entrega un paño bordado por ella misma. Seco mi rostro, me levanto de la mesa, me santiguo, doy gracias a Dios por el alimento.
Es hora de atender a los quehaceres.
El barbero a domicilio ya espera en el guardarropa. Voy hacia allá. El rechoncho Sansón me invita reverencioso y sin mediar palabra a tomar asiento ante los espejos, me masajea la cara, me frota el cuello con aceite de lavanda. Sus manos, igual que las de todos los barberos, son poco agradables. Pero discrepo por principios con el cínico de Mandelshtam: el poder no es para nada «aborrecible como las manos del barbero». El poeta no tenía razón. El poder es seductor y atractivo como el seno de la costurera virgen. Y en cuanto a las manos del barbero, hay que resignarse, qué le vamos a hacer si no compete a las hembras afeitar nuestras barbas. Sansón echa en mis mejillas la espuma de un frasco naranja, marca Gengis Khan, la extiende con sumo cuidado, sin tocar mi barba estrecha y bella, toma la navaja de afeitar, la afila sobre el cinturón, apunta, encogiendo el labio inferior, y empieza de manera suave y regular a retirar la espuma de mi rostro. Me miro. Las mejillas ya no están muy lozanas. En estos dos años he adelgazado medio pud. Las ojeras han devenido crónicas. Ninguno de nosotros duerme nunca lo suficiente. Y la noche pasada no ha sido una excepción.
Tras cambiar la navaja por la máquina eléctrica, Sansón retoca diestramente esa isla en forma de hacha que es mi barba.
Compasivo, le guiño un ojo a mi reflejo: «¡Buenos días, Komyaga!».
Las manos poco agradables aplican sobre mi rostro un paño caliente impregnado en menta. Sansón seca mi cara a conciencia, da colorete a las mejillas, riza el tupé, no escatima en polvos dorados, me coloca en la oreja derecha el pesado pendiente de oro: la campanilla sin badajo. Estos pendientes los llevan sólo los nuestros. Ninguna chusma o casta habida o por haber, ni los aristócratas destripaterrones, los hidalgos provincianos y demás alcurnia de medio pelo, ni los chupatintas y leguleyos de palacio y negociado, ni los alguaciles, arcabuceros y el resto de la morralla armada, ni aun los mismísimos caballeros boyardos, se atreverían a lucir, siquiera para una mascarada navideña, nuestra campanilla distintiva.
Sansón rocía mi cabello con Manzana Salvaje, mi esencia favorita, se inclina sin pronunciar palabra y se retira: ha hecho su trabajo de barbero. Enseguida reaparece Fedka, y aunque su jeta sigue tan arrugada como antes, ya ha tenido tiempo para cambiar de camisa, cepillarse los dientes y lavarse las manos y ahora está listo para el proceso de vestirme. Acerco la palma de mi mano a la cerradura del vestidor. Pitan los herrajes, parpadea el piloto de luz roja, la puerta de roble se desplaza hacia un lado y me descubre el mismo estimulante panorama de cada mañana, mis dieciocho trajes alineados. Hoy es un día ordinario, laborable. O sea: ropa de faena.
—Oficial —le indico a Fedka.
Extrae la vestidura del armario, me viste: los paños menores, blancos, ornados con cruces, la camisa roja con el cuello de tirilla, la casaca de brocado con el ribete de marta, bordada de oro y plata, los calzones de terciopelo, las botas de cordobán bermejo. Por encima de la casaca, Fedka me pone el caftán negro, de paño tosco y acolchado y faldón largo.
Tras un rápido vistazo al espejo, vuelvo a cerrar la puerta de roble.
Voy al recibidor, miro el reloj: 8.03. Voy bien de tiempo. En el recibidor ya me esperan para despedirme la niñera con el icono de San Jorge y Fedka, que trae la gorra y el cinturón. Me encasqueto la gorra de terciopelo negro con ribete de cibelina, dejo que me ciñan el ancho cinturón de cuero. A la izquierda va el puñal en su funda de cobre, a la derecha, el Rebroff en la pistolera de madera. La niñera, mientras tanto, me bendice:
—¡Andréy, que la Santa Madre, el santo Nicolás y todos los startsi del monasterio Óptina te guarden!
Tiembla su barbilla puntiaguda, sus ojillos azules lagrimean desbordados de emoción. Me santiguo, beso el icono de San Jorge. La niñera mete en mi bolsillo la plegaria «Al amparo del Altísimo, a la sombra del Poderoso» bordada con hilo dorado sobre cinta negra por las madres del monasterio Novodevichiy. Sin esta plegaria nunca acometo mis empresas.
—Victoria sobre los enemigos… —murmura Fedka santiguándose.
Desde el aposento trasero se asoma Anastasia: sarafan rojiblanco, la trenza castaña clara por encima del hombro derecho, los ojos de color esmeralda. El rubor de su rostro denota su desazón. Baja la vista, se inclina apresuradamente y, ahogando los sollozos, desaparece tras la jamba de roble. La despedida de la doncella despierta instantáneamente el embate en el corazón: la ardiente oscuridad de la otra noche se ha abierto de par en par, ha revivido con el dulce gemido en los oídos, con el cuerpo joven y cálido apretándose contra mí, y ahora hierve en mis venas.
Pero el trabajo es lo primero, y hoy hay trabajo en abundancia. Sólo faltaba ese embajador albano…
Salgo al zaguán. Allí ya se ha alineado toda la servidumbre: pastoras, cocinera, chef, barrendero, perrero, guarda, ama de llaves:
—¡Salve, Andréy Danílovich!
Me dedican una profunda reverencia que yo correspondo con un leve asentimiento de cabeza al pasar. Crujen las tarimas. Abren la puerta forjada. Salgo al patio. El día es soleado y gélido a la vez. La noche ha traído nieve y ha dejado su rastro en los abetos, encima de la valla, en la torre de vigilancia. ¡Bueno es que se acumule nieve! Cubre las vergüenzas de la tierra. Y gracias a ella el alma se hace más limpia.
Entornando los ojos bajo el sol repaso el patio con la mirada: granero, establo, cuadra: todo adecuado, sólido y en orden. Se desprende de la cadena el perro lanudo, aúllan los galgos en la perrera detrás de la casa, canta el gallo en el corral. El patio está limpio, barrido, rastrillado, la nieve arrinconada con esmero, los montones parecen roscones de Pascua. En la puerta está mi Mercedes orondo y reluciente, de color escarlata, como el de mi camisa. El sol arranca destellos de la cabina transparente. Timoja, el mozo de cuadra, espera junto a él con la cabeza de perro en la mano, y en cuanto llego se inclina ante mí:
—¿Da su visto bueno, Andréy Danílovich?
Me muestra la cabeza para el día de hoy: de perro lobo peludo, con los ojos girados, la lengua tocada por la escarcha, los dientes amarillos, fuertes. Sirve.
—¡Adelante!
Timoja sujeta hábilmente la cabeza al paragolpes del Mercedes e instala la escoba encima del baúl. Acerco la mano a la cerradura del Mercedes, el techo transparente se desliza. Me acomodo, medio tumbado, en el asiento tapizado de cuero negro. Me abrocho el cinturón, prendo el motor y se abren ante mí las puertas de la verja, las cruzo y avanzo raudo por el camino recto y estrecho flanqueado por el bosque de viejos abetos cubiertos de nieve. ¡Qué belleza! Buen sitio. Por el retrovisor veo alejarse mi finca. Buena casa, exclama mi alma. Tan sólo hace siete meses que vivo aquí y, sin embargo, la sensación es como si hubiese nacido y crecido aquí. Antes todo esto era propiedad de Gorojov Stepan, lugarteniente de un pez gordo de la Intendencia Eraria. Cuando, a raíz de la Gran Limpieza de Erarias, cayó en desgracia y se quedó al desnudo, le echamos mano a la finca. Durante aquel verano caliente rodaron varias cabezas erarias. A Bobrov y otros cinco compinches los arrastraron en una jaula de hierro por todo Moscú, luego los molieron a palos y los decapitaron en el Patíbulo. La mitad de los de Erarias fue desterrada más allá de los Urales. Tuvimos que aplicarnos a la tarea… Pronto le llegó el turno, pues, a Gorojov y, como es de rigor, para comenzar lo enchastramos hasta las cejas en estiércol, después le atiborramos la boca de billetes, se la cosimos, le metimos una vela en el culo y lo ahorcamos en las puertas de la finca. Se nos ordenó no ensañarnos con la familia, de manera que la desalojamos de su heredad, que luego me fue legada por quien de todo es el único dueño. Justo es nuestro Soberano, gracias a Dios.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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