viernes, 8 de mayo de 2015

Ellroy James - Sangre En La Luna. Novela Negra.


Un asesino en serie, metódico y concienzudo, comete varios crímenes sin que nadie sospeche su autoría. Sin embargo, la vida del asesino y la del sargento Hopkins tiene parecidos soprendentes. Ambos están obsesionados por las mujeres y las amas, aunque cada uno a su manera. Ambos, también, fueron violados de niños. Son dos 'iluminados' con una misión que cumplir.
Elegida por el equipo editorial de Etiqueta Negra para ser el número 100 de su colección, Sangre en la luna es también la presentación de James Ellroy a los lectores españoles.

Ellroy, nacido en Los Ángeles en 1938, es un personaje peculiar. Su ingreso tardío en la literatura, su extraña biografía, el éxito formidable de sus primeros libros, la calidad de su prosa, hacen de Ellroy una de las figuras de la nueva narrativa criminal en Estados Unidos.
Conocí a Ellroy en las afueras de la librería Mysteryous, sentados en las escaleras de una de las casas de la calle 57. El sol nos calentaba un poco los huesos de refilón. Se me ocurrió preguntarle por qué en sus novelas el tema de la mujer asesinada por un sicópata es una recurrente, y la respuesta me dejó frío: «A mi madre la mataron así cuando yo era un niño». Ellroy conoce el bajo mundo de la ciudad de Los Ángeles porque lo vivió desde adentro. Conoce casi todas las comisarías de policía porque en todas ellas estuvo detenido. Drogadicto, vago, ladronzuelo, Ellroy salió del mundo del lumpen gracias a la literatura. Y parece que para siempre. El éxito de su trilogía iniciada por Sangre en la luna (19) y por sus novelas El requiem de Brown y Clandestino (nominada para el premio Sgamus y el Edgar respectivamente) abrió la puerta a la corriente de la literatura sobre la paranoia social norteamericana y puso el nombre del autor en primera fila.
PIT II


PARTE PRIMERA
PRIMER SABOR DE SANGRE
CAPÍTULO UNO


Viernes, 10 de junio de 1964, era el comienzo del fin de semana dedicado a los veteranos de la emisora de radio KRLA. Los dos conspiradores que exploraban el territorio donde iba a tener lugar el «secuestro» conectaron la radio portátil a todo volumen para ahogar el rugido de las motosierras, martillos y palancas que pro­venía de las obras de renovación de la clase del tercer piso. Final­mente, la música de los Fleetwood que se emitía logró la suprema­cía auditiva.
Larry Hombre Pájaro Craigie, con la radio pegada al oído, se maravillaba de la ironía de que aquellas obras de construcción tu­viesen lugar a una semana escasa del cierre de la escuela para las vacaciones de verano. En aquel momento se oyó la voz de Gary U. S. Bonds, cantando: «Por fin la escuela ha terminado, me ale­gro de haber aprobado», y Larry cayó sobre el linóleo cubierto de serrín, convulsionado de la risa. Tal vez la escuela se había terminado, pero a él no le habían aprobado, y le importaba un comino. Se arrastró por el suelo sin preocuparse por su camisa violeta de terciopelo recién cepillada.
Delbert Haines, el Rubio, empezaba a sentirse harto y enojado. O bien el Pájaro estaba loco o fingía estarlo, lo que representaba que su aprendiz era más listo que él o, lo que era lo mismo, que le estaba tomando el pelo. El Rubio esperó a que la risa de Larry se calmara y se alzó en una postura obscena. Ya sabía lo que ven­dría a continuación: toda una serie de observaciones espeluznantes sobre las obscenidades que Larry pensaba hacerle a Ruthie Rosenberg, cómo pensaba hacer que se la mamara mientras él se colga­ba de las anillas del gimnasio de chicas.
La risa de Larry se apagó y abrió la boca para hablar. El Rubio no le permitió ir tan lejos; Ruthie le gustaba, y detestaba que dijeran blasfemias sobre las buenas chicas. Clavó la punta de su bota en el homóplato de Larry en el punto preciso donde sabía que el dolor sería intenso. Larry chilló y se levantó de un salto, abrazando la radio contra su pecho.
—No tenías por qué hacerlo.
—No —dijo el Rubio—, pero lo he hecho. Puedo leer en tu mente, psicópata. Maldito psicópata. No digas cosas feas de las chicas buenas. Tenemos al Inútil para meternos con él, no con las chicas guapas.
Larry asintió; puesto que se le incluía en tan importantes pla­nes, tomó la iniciativa del ataque. Se encaminó hasta la ventana más próxima y miró a través de ella para tratar de localizar al Inútil, vestido con sus botas de montar y sus jerséis color crema, con su aspecto de niño bonito y con su revista de poesía, que edi­taba en la tienda de fotografía de Alvarado, lugar en el que tenía una habitación para vivir a cambio de barrer la tienda.
La Revista de Poesía de Marshall no era más que un montón de poemas empalagosos y sin valor, de cursiladas amorosas que todo el mundo sabía que estaban dedicadas a aquella niñata esti­rada, trasladada desde una escuela parroquial irlandesa, y a su grupito poético de perras mocosas; dedicadas a lanzarles ataques jo­didos al Rubio, a él y a todos los niños de papá de derechas de Marshall. Una vez en que Larry, colocado de pegamento, destrozó el Club de Folk Song, la revista conmemoró la ocasión dedicándo­le unos dibujos en los que aparecía con traje de guerrero y una reseña que rezaba: «Ahora tenemos a un camisa negra llamado Pájaro Iletrado; no es hombre de letras. Sus armas son furtivas, y tiene poco seso; lo que en verdad es: una desgracia humana».
Al Rubio le había ido aún peor; después de darle una patada en el culo al Gran John Kafesjian durante una pelea en Rotunda Court, el Inútil había dedicado un número completo de la revista a un poema «épico» que narraba el evento, en el que le calificaba de «provocador, mal perdedor» y finalizaba con una predicción sobre su destino, compuesta a modo de epitafio:
«No hay autopsia que pueda revelar lo que su negro corazón es capaz de abarcar; un ser musculoso, vano y vacuo, definido por el terror y el odio. —Que esto sea un réquiem por este peso mosca.»
Larry se había propuesto proporcionarle al Rubio presta ven­ganza, y de paso hacerse a sí mismo un favor en el proceso. Los jefazos le habían dicho que sería expulsado de haber más peleas o destrozos, y la sola idea de que le echasen de la escuela hacía que se mojara en los pantalones. Pero el Rubio le había quitado importancia al asunto diciendo:
—No, esto es demasiado fácil. El Inútil tiene que sufrir lo mis­mo que nosotros. Nos ha hecho reír a tope. Vamos a devolverle el cumplido, y algo más. Así pues, habían incubado un plan que consistía en desnudarle, golpearle, pintarle los genitales y afeitarle. Y aquél, si todo funcionaba, era el momento. Larry observó có­mo el Rubio, con una navaja, trazaba esvásticas sobre el serrín. La versión de «Come and go with me» de los Del-Viking llegó a su fin y sonaron las noticias, lo que quería decir que eran las tres en punto. Un momento más tarde Larry oyó las voces de los operarios, les observó mientras recogían sus herramientas y su equi­po eléctrico y bajaban con estruendo por la escalera principal, de­jándole solo a la espera del poeta.
Larry tragó saliva y le dio un codazo al Rubio, temeroso de contrariar a su silencioso artífice.
—¿Estás seguro de que vendrá? ¿Qué pasará si se imagina que la nota era falsa?
El Rubio alzó la mirada y le dio una patada a la puerta de un armario de pared, haciéndola saltar sobre sus bisagras.
—Vendrá aquí. ¿Una nota de ese coñazo irlandés? Pensará que as una especie de jodida cita amorosa. Relájate. La nota la escri­bió mi hermana: papel rosa y caligrafía de chica. Sólo que no habriá tal cita de amor. ¿Sabes a que me refiero, niñato?
Larry asintió. Lo sabía muy bien.
Los conspiradores aguardaban en silencio. Larry soñaba despierto, mientras el Rubio escudriñaba los armarios abandonados, en bus­ca de objetos olvidados. Cuando oyeron pasos en el pasillo del segundo piso, que quedaba debajo de ellos, Larry agarró un par de pantalones cortos de jockey de una bolsa de papel marrón y extrajo un tubo de cola de acetato para maquetas de su bolsillo. Luego, vació el contenido entero del tubo dentro de los pantalo­nes y se situó pegado a la fila de armarios que quedaba más pró­xima al hueco de la escalera. El Rubio se puso en cuclillas junto a él, con unas nudilleras de fabricación casera atadas a su puño derecho.
—¿Cariño?
El saludo, musitado con vacilación, precedió al ruido de pasos, que parecían hacerse más firmes mientras se aproximaban al rella­no del tercer piso. El Rubio iba contando para sí, y cuando calcu­ló que el poeta se encontraría al alcance de su mano, apartó a Larry de en medio y se plantó junto al borde de las escaleras.
—¿Querida?
Larry se echó a reír y el poeta se quedó helado a medio esca­lón, con la mano pegada al pasamanos. El Rubio agarró aquella mano y tiró escaleras arriba, con lo que el poeta se arrastró de bruces por los dos últimos escalones. Dio otro tirón y soltó la pre­sión de la mano hasta el ángulo preciso para hacer que el poeta se pusiera de rodillas. Mientras su adversario le miraba fijamente y con ojos suplicantes e impotentes, el Rubio le dio una patada en el estómago y le obligó a levantarse de un tirón, mientras el otro temblaba incontroladamente.
—¡Ahora, Pájaro! —gritó el Rubio.
Larry tapó la boca y la nariz del poeta con los pantalones de jockey y presionó hasta que sus estremecimientos se convirtieron en gorgoteos, hasta que la piel de sus sienes se puso de rosada a roja y después azul y empezó a boquear por falta de aire.
Larry aflojó la presión y se echó hacia atrás, mientras los pantalones de jockey caían al suelo. El poeta se tambaleó sobre sus pies y cayó de espaldas, estrellándose contra la puerta medio abierta de un armario. El Rubio se quedó donde estaba, con los puños alzados, observando cómo el poeta se arqueaba para poder respirar y susurrando:
—Le hemos matado. Juro a Dios que le hemos matado.
Larry estaba de rodillas, rezando y haciendo la señal de la cruz, cuando el poeta tomó finalmente oxígeno y expulsó una bola enor­me de pegamento cubierta de esputo, seguida de un grito entre­cortado:
—¡Es-es-esc… escoria!
Expulsó la palabra en una nueva expiración mientras el calor de su cara volvía a la normalidad y su cuerpo se iba alzando len­tamente sobre sus rodillas.
—¡Escoria! ¡Puerca basura blanca, escoria podrida! ¡Estúpidos, mezquinos, repugnantes, disolutos!
El Rubio Haines empezó a reír mientras la distensión fluía a través de su cuerpo. Larry Craigie empezó a sollozar de alivio y remodeló su plegaria, transformando sus manos unidas en puños cerrados. La risa del Rubio se volvió histérica, y el poeta, ahora en pie, descargó su furia contra él:
—¡Basura musculada automecánica! ¡Ninguna mujer te tocará jamás! ¡Todas las chicas que conozco se reirían de tu pito de cin­co centímetros! ¡Si no hay pito, no hay sexo. No…!
El Rubio se puso colorado y empezó a temblar. Echó un pie hacia atrás y lo disparó con toda su fuerza contra los genitales del poeta, que profirió un alarido y cayó de rodillas. El Rubio chilló:
—¡Pon la radio en marcha, a toda pastilla!
Larry obedeció y las voces de los Beachboys inundaron el pasillo. Mientras tanto, el Rubio aporreaba y daba patadas al poeta, el cual se había enroscado en posición fetal musitando «escoria, escoria» a medida que le alcanzaban los golpes.
Cuando los brazos desnudos y el rostro del poeta estuvieron cubiertos de sangre, el Rubio se echó hacia atrás para saborear su venganza. Se bajó la cremallera para ofrecerle un cálido y líquido golpe de gracia y descubrió con sorpresa que estaba empalmado. Larry se dio cuenta y miró a su jefe en espera de alguna pista de lo que se suponía que debía ocurrir. De repente, el Rubio se sintió aterrorizado. Bajó la vista hacia el poeta que todavía gemía «escoria», y salpicaba de sangre sus botas de paracaidista con pun­tera de acero. Entonces, el Rubio supo lo que significaba su erec­ción; se arrodilló junto al poeta y le bajó los Levi’s y los calzonci­llos, le abrió las piernas y se precipitó disparatadamente dentro de él. El poeta dio un alarido en el momento en que le penetró; luego, su respiración se sosegó en algo extrañamente parecido a una risa irónica. El Rubio acabó, se retiró y miró hacia su espan­tado subordinado en busca de apoyo. Para ponérselo más fácil, subió el volumen de la radio hasta que la voz de Elvis Presley se transformó en un berrido deforme; luego, observó cómo Larry daba su conformidad última.
Le abandonaron allí, privado de lágrimas o del deseo de sentir algo más que el vacío de su devastación. Mientras Larry y el Ru­bio se alejaban, «Cathys Clown», de los Everly Brothers, sonaba en la radio. Antes de marchar, ambos se habían reído y el Rubio le había dado una última patada.
El poeta se quedó allí tumbado hasta que estuvo seguro de que el patio estaría desierto. Pensó en su amada e imaginó que se encon­traba junto a él, con su cabeza descansando sobre su pecho, diciéndole cuánto le gustaban los sonetos que había compuesto para ella.
Finalmente, se puso en pie. Le resultaba difícil caminar; cada paso provocaba un dolor desgarrador desde sus entrañas hasta su pecho. Se palpó la cara; estaba cubierta de una materia seca que debía de ser sangre. Se frotó furiosamente el rostro con la manga hasta que las abrasiones brotaron con nuevos regueros de sangre sobre la suave piel. Aquello le hizo sentirse mejor, y el hecho de que las lágrimas no le hubieran traicionado le hacía sentirse aún mejor.
Exceptuando a un único grupo de chiquillos que haraganeaban y jugaban a perseguirse, el patio estaba desierto. El poeta lo cruzó con sus pasos lentos y dolorosos. Gradualmente, empezó a darse cuenta de que un líquido se escurría por sus piernas. Se alzó la pernera derecha de su pantalón y vio que su calcetín estaba empa­pado en sangre mezclada con un líquido blanquecino. Se quitó los calcetines y se dirigió, cojeando, hacia el Arco de la Fama, un paseo de mármol incrustado que conmemoraba las promociones previas de la escuela. El poeta restregó calcetines de algodón en­sangrentados sobre las mascotas que representaban a los Atenienses del 63 y siguió restregando todo el recorrido hasta los Delfinianos del 31. Entonces, empezó a andar con los pies descalzos, ganando en fuerza y determinación a cada paso, mientras atrave­saba la valla sur del colegio para entrar en el bulevar de Griffith Park. Su mente hervía con fragmentos sueltos de poesía y rimas sentimentales; todo dedicado a ella.
Cuando vio la floristería de la esquina de Griffith Park y la calle Hyperion, supo cuál era su destino. Se acorazó, dispuesto a entrar en contacto con seres humanos y entró para comprar una docena de rosas, que debían mandarse a una dirección que se sa­bía de memoria pero que nunca había visitado. Escogió una tarje­ta blanca que debía acompañarlas y en la parte trasera garabateó algunas meditaciones sobre cómo el amor se grababa con sangre. Pagó a la florista, quien le sonrió y le aseguró que en una hora las flores habrían llegado a su destino.
El poeta salió al exterior y se dio cuenta de que todavía queda­ban dos horas de luz diurna y que no tenía adonde ir. Aquello le asustaba, así que trató de componer una oda a la declinante luz del día para mantener a raya su temor. Probó una y otra vez, pero su mente no se iluminaba y su miedo se convirtió en terror; cayó de rodillas, sollozando por una palabra o una frase que le inspiraran de nuevo.

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