lunes, 27 de abril de 2015

Cine y Literatura. John Buchan. Novela 39 escalones.



Político y escritor escocés, John Buchan desarrolló una notable carrera política y diplomática que le llevo a ocupar el puesto de Gobernador general de Canadá en 1935. Miembro del Partido Unionista, se especializó en administración colonial y trabajó para el Departamento de Propaganda durante la I Guerra Mundial. En lo literario, Buchan comenzó pronto a escribir novelas, principalmente dentro del género de aventuras y espionaje, siendo Los 39 escalones su obra más conocida tras la adaptación que realizó del libro Alfred Hitchcock en 1935.


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En `Los 39 escalones`, un hombre con una vida aburrida, conoce a una misteriosa mujer que dice ser espía. Cuando la lleva a su casa, ella es asesinada. Antes de que se pueda dar cuenta, el hombre se encuentra perseguido por una organización llamada los 39 Escalones que no le perderá pisada en una cacería humana por todo Estados Unidos, con un final tan atrapante que dejará a la audiencia sin aliento.

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RESEÑA

Richard Hannay no lograba cogerle el pulso a la metrópolis; a su vuelta de una larga estancia en las colonias, Londres le aburría mortalmente. Quizá por eso prestó atención al extraño individuo que le abordó en las escaleras de su casa pidiéndole asilo. Cuando su confusa historia de atentados políticos y de conspiraciones balcánicas empezaba a adquirir perfiles escalofriantes, la muerte interrumpió sus revelaciones. Pero ahora el inocente Hannay se había convertido en único depositario de un secreto que acarreaba la muerte. Tanto Scotland Yard como los agentes del servicio secreto alemán estaban sobre su pista...
Buchan, que fue jefe del departamento inglés de Información durante la Primera Guerra Mundial, supo mezclar sabiamente la invención y la intriga con el conocimiento real y directo de temas de espionaje. Su sentido de la atmósfera y de la escenificación, sus ingeniosas historias y su habilidad para la intriga le convierten en un antecesor directo de autores como Graham Greene y John le Carré.
Fuente: N.N.

domingo, 26 de abril de 2015

CINE Y LITERATURA. El cartero siempre llama dos veces. Un camino fatal.


CINE Y LITERATURA.
James M. Cain nació en Annapolis el 1 de julio de 1892. Se educó en Chestertown, Maryland, y se graduó en el Washington College, en el que su padre era director. Tras servir en la Primera Guerra Mundial, regresó a Baltimore donde comenzó a trabajar como reportero. Empezó escribiendo para el `Baltimore American` y continuó en el `Baltimore Sun` hasta 1923. Tras una temporada en Nueva York, Cain se traslada a Hollywood. Allí intentó escribir guiones de películas, pero encontró un mayor éxito vendiendo relatos de ficción. Su primera novela, `The postman always rings twice`, (`El cartero siempre llama dos veces`) se publicó en 1934 y se convirtió en un bestseller. Cain regresó a Maryland en 1948, asentándose en Hyattsville. Continuó escribiendo y se hizo una figura familiar en el campus de la localidad. James M. Cain murió el 27 de octubre de 1977.

Cain no escribió historias de detectives ni de misterios a resolver, sino que compuso novelas de crimen, sexo y violencia. La gran mayoría de las tramas de Cain siguen un desarrollo similar: un hombre cae en las redes de una mujer, se ve envuelto en actividades criminales debido a ella y, al final, resulta traicionado por dicha mujer. Aunque predecible, esta línea argumental fue abordada una y otra vez, con gran éxito, y hoy en día aún funciona, como vemos en los films posteriores inspirados en la obra de Cain: `Body heat (`Fuego en el cuerpo`) o `Blood simple.

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Cora se desquita de una vida de humillaciones casándose con Nick, pero la llegada de Frank a la fonda, propiedad del matrimonio, aviva las ganas de liberarse de su marido. Los amantes idean un `accidente` para que Nick muera. Pero las cosas no son tan sencillas: la cantidad de intereses creados en el caso golpea y debilita la confianza mutua de la flamante pareja.
Fuente N.N.

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UN CAMINO FATAL
El cartero siempre llama dos veces ha sido reiteradamente saludada y evocada a partir de 1934 —es decir, durante cuarenta y cinco años— como una de las novelas capitales de la literatura negra. Por la fecha de su primera edición en lengua original y por sus indelebles características, forma parte de las obras que cimentaron el género, y su autor, James Cain, es considerado desde entonces como un escritor duro (un tough writer) por excelencia. Once años más tarde, en 1945, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares decidieron incluirla en la colección «El Séptimo Círculo», contribuyendo con esta versión castellana a la difusión de un libro cuyo impacto e influencia empalidecieron buena parte de la obra posterior de Cain.
En un artículo reciente, Javier Coma puntualiza: «En relación a las modalidades y tipologías de protagonismo, la evolución de la novela negra cubre paralelamente dos caminos de sobra conocidos: aquel estructurado sobre el personaje en principio positivo, que lucha a su manera contra el delito; y aquel adentrado en el individuo cuya caída en el crimen le convierte en un ser perseguido y acorralado. El primero brota en los orígenes del género a través del investigador «duro» (hard-boiled detective) [...]. El segundo camino adquirió sólido predicamento a partir del primer James Cain (The Postman Always Rings Twice, 1934, y Double Indemnity, 1936), del debut de McCoy (They Shoot Horses, Don't They?, 1935) y de la menos popular pero asimismo espléndida novela de Don Tracy Criss Cross (1936). Se trata de utilizar a la persona integrada en una vida normal, desconectada tanto del delito como de su represión, que penetra en el universo del crimen, frecuentemente en colaboración o a causa de una mujer»1.
Frank Chambers, protagonista de El cartero siempre llama dos veces, es efectivamente un hombre de vida si se quiere irregular pero cuyo mayor delito ha sido intercambiar, de vez en vez, algunos puñetazos con empleados de los ferrocarriles. Al comenzar la novela no es un criminal, pero se sume en el crimen con una pasmosa vertiginosidad a partir del momento en que conoce a la esposa del griego Nick Papadakis. Chambers y Cora Smith se yerguen entonces en sujetos de una historia cuyas contradicciones parecen llevarlos por un inexorable camino de fatalidad, y el final de la novela es una turbadora y ambigua paradoja: hay algo con más fuerza que la voluntad humana, consciente, y no es precisamente un ser superior —una deidad—, sino el propio, oscuro y desconocido deseo del hombre que termina por enfrentarse instintiva, oscuramente con un sistema represor. Sin duda es posible burlarse de un fiscal —sugiere esta novela de Cain—, pero no hay escapatoria del destino social, del rol que el sistema nos asigna según nuestra historia y según sus intereses.
El cartero siempre llama dos veces, con una sorprendente economía de recursos que evita con rigor la descripción interna psicológica de los personajes para relatarlos sólo desde la acción y desde sus austeros diálogos, y con una cierta intemporalidad que, curiosamente, dimensiona el conflicto hasta convertirlo casi en un anacrónico arquetipo, es la historia de un hombre «perseguido y acorralado». La policía no aparece aquí más que cuando se la llama, y si Chambers se encuentra con ella o huye de ella, el hecho no significa nada más allá de algo que fatalmente debe consumarse.
No hay ejemplaridad en él, ni en Cora Smith, ni en el fiscal Sackett, ni en el abogado Katz. El camino de Frank Chambers se borra incesantemente a sus espaldas, como su incierto pasado, y el presente es como un vértigo irregular y violento que oscila entre los instintos y la muerte.
JUAN CARLOS MARTINI

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(Fragmento. Novela: "El cartero siempre llama dos veces").

1
A eso del mediodía me arrojaron del camión de heno. Me había montado en él la noche anterior en la frontera, y apenas tendido bajo la lona me quedé profundamente dormido. Estaba muy necesitado de ese sueño, después de las tres semanas que acababa de pasar en Tijuana, y dormía aún cuando el camión se detuvo a un lado del camino para que se enfriase el motor. Entonces vieron un pie que salía debajo de la lona y me arrojaron al camino. Intenté hacer unas bromas, pero el resultado fue un fracaso y comprendí que era inútil esperar nada. Me dieron un cigarrillo, sin embargo, y eché a andar en busca de algo que comer.
Fue entonces cuando llegué a la fonda Los Robles Gemelos. Era una de tantas entre las numerosas de California y cuya especialidad son los sandwiches. Se componía de un pequeño salón comedor, y arriba estaban las dependencias de la vivienda. A un lado había una estación de servicio y un poco más atrás media docena de cobertizos, a los que llamaban aparcamiento. Llegué allí rápidamente y me puse a mirar el camino. Cuando salió el dueño, le pregunté si había visto a un hombre que viajaba en un Cadillac. Le dije que ese hombre debía reunirse conmigo allí, donde comeríamos. Me contestó que no. Inmediatamente preparó una de las mesas y me preguntó qué deseaba comer. Le pedí zumo de naranja, huevo frito con jamón, torta de maíz, crepés y café. Poco después, el dueño estaba de vuelta con el zumo de naranja y las tortas de maíz.
—Oiga... Espere un momento. Tengo que decirle algo. Si ese amigo que estoy esperando no viene, tendrá que fiarme todo esto. La verdad es que debía pagar él, pues yo ando un poco escaso de fondos.
—Está bien. Coma tranquilo.
Me di cuenta de que me había calado y dejé de hablar del amigo del Cadillac. Poco después sospeché que el dueño quería decirme algo.
—¿Qué hace usted? ¿En qué trabaja?
—En lo que cae, sea lo que sea. ¿Por qué me lo pregunta?
—¿Qué edad tiene?
—Veinticuatro años.
—Joven, ¿eh? Un hombre joven como usted me sería muy útil en estos momentos.
—Buen negocio este que tiene usted aquí.
—El clima es muy bueno. No tenemos niebla como en Los Ángeles. Ni un solo día de niebla. El cielo está siempre limpio. Da gusto.
—De noche debe de ser precioso. Ahora mismo me parece que respiro su aroma.
—Sí, se duerme espléndidamente. ¿Sabe algo de coches? ¿Entiende de arreglo de motores?
—¡Claro!... Soy un mecánico nato.
Siguió hablándome del espléndido clima, de lo fuerte que estaba desde su llegada al lugar, y de cuanto le extrañaba que los empleados no le durasen. A mí no me extrañaba, pero seguí comiendo.
—¿Qué? ¿Cree que le gustaría quedarse aquí?
Yo ya había terminado de comer y estaba encendiendo el cigarro que me había dado.
—Le diré —respondí—: la verdad es que tengo dos o tres proposiciones. Pero le prometo pensarlo. Le aseguro que lo pensaré.
Entonces la vi. Hasta ese momento había estado en la cocina, pero entró en el comedor para recoger la mesa. Salvo su cuerpo, en verdad, no era ninguna belleza arrebatadora, pero tenía una mirada hosca y los labios salidos de un modo que me dieron ganas de aplastárselos con los míos.
—Le presento a mi esposa.
Ella no me miró. Hice una ligera inclinación de cabeza y una especie de saludo con la mano en que tenía el cigarro. Nada más. Se fue con la vajilla. En lo que al dueño y a mí se refería, era como si ni siquiera hubiese estado allí.
Me fui casi en seguida, pero cinco minutos después estaba de vuelta, para dejar un mensaje al amigo del Cadillac. El dueño tardó media hora en convencerme de que debía aceptar el empleo, y al fin me encontré en la estación de servicio, poniendo en condiciones unos neumáticos.
—Dígame, ¿cómo se llama?
—Frank Chambers.
—Yo, Nick Papadakis.
Nos estrechamos la mano y se fue. Un minuto después le oí cantar. Tenía una voz espléndida. Desde la estación de servicio podía ver perfectamente el interior de la cocina.

2
A eso de las tres llegó un hombre que estaba furiosísimo porque alguien le había pegado un papel engomado en uno de los parabrisas del coche. Tuve que ir a la cocina a sacarlo con vapor de agua.
—Está haciendo torta de maíz, ¿eh? Ustedes saben hacerla muy bien.
—¿Ustedes? ¿Qué quiere decir? —preguntó ella.
—Pues... usted y el señor Papadakis. Usted y Nick. La que me sirvieron en la comida estaba riquísima.
—¡Oh!...
—¿Tiene un trapo para coger esto?
—No es eso lo que usted quiso decir.
—Sí, ¿por qué no?
—Usted cree que yo soy mexicana.
—Ni se me había ocurrido.
—Sí, sí. Y no es usted el primero. Pero, escúcheme. Soy tan blanca como usted, ¿sabe? Es cierto que tengo el cabello negro y que puedo parecerlo, pero soy tan blanca como usted. Si quiere andar a buenas por aquí, no olvide eso.
—Pero usted no parece mexicana.
—Le digo que soy tan blanca como usted.
—No, usted no tiene nada de mexicana. Todas las mexicanas tienen caderas anchas y piernas mal formadas, y senos hasta el mentón, piel amarillenta y los cabellos que parecen untados con grasa de cerdo. Usted no tiene nada de eso. Es menuda, tiene una bonita piel blanca y sus cabellos son suaves y rizados, aunque sean negros. Lo único que tiene usted de mexicana son los dientes. Todas tienen dientes blanquísimos, hay que reconocérselo.
—Mi apellido de soltera es Smith. No es un nombre que suene a mexicana, ¿verdad.?
—No mucho.
—Además, ni siquiera soy de aquí. Vine de Iowa.
—Smith, ¿eh? ¿Y su nombre de pila?
—Cora. Puede llamarme así, si quiere.
Entonces fue cuando tuve la certeza de aquello sobre lo que simplemente me había aventurado al entrar en la cocina. No eran las tortas de maíz que tenía que cocinar ni el pelo negro lo que le daba la sensación de no ser blanca; era el hecho de estar casada con ese griego, y hasta parecía temer que yo la llamara señora de Papadakis.
—Muy bien, Cora. ¿Qué le parece si usted me llama Frank?
Se acercó y empezó a ayudarme. Estaba tan cerca de mí que yo podía percibir su olor. Y de pronto, aproximando mi boca a su oído, le pregunté:
—¿Cómo es que se casó con ese griego, Cora?
Ella dio un salto, como si le hubiese cruzado las carnes con un látigo.
—¿Le importa a usted eso?
—Sí. Mucho.
—Ahí tiene su parabrisas.
—Gracias.
Salí. Había logrado lo que deseaba. Acababa de lanzarle un directo bajo la guardia y estaba seguro de que el golpe había surtido efecto. En adelante, ella y yo nos entenderíamos. Tal vez no dijese que sí, pero estaba seguro de que no se me opondría. Sabía lo que yo quería y sabía también que me había dado cuenta del número que calzaba.
Aquella noche, mientras cenábamos, el griego se enojó con ella porque no me dio más patatas fritas. El hombre quería que yo estuviese a gusto allí para que no me fuese, como lo habían hecho los otros.
—Sírvele más.
—Ahí están sobre el hornillo. ¿Es que no puede servirse él mismo?
—No importa —atajé—. Todavía no he acabado con esto.
Pero el griego insistió. De haber tenido un poco de seso, hubiera comprendido que detrás de todo aquello había algo, porque su mujer no era de las que dejan que uno se sirva solo. Pero era un pobre idiota y siguió refunfuñando. Estábamos sentados a la mesa de la cocina, él en un extremo, ella en el otro y yo en medio. Yo no la miraba, pero veía su vestido. Era uno de esos guardapolvos blancos de enfermera como los que siempre usan las mujeres, ya trabajen en el consultorio de un dentista o en una panadería. Había estado limpio por la mañana, pero ahora se hallaba un poco ajado y sucio. Nuevamente, volví a percibir su olor.
—Sirve de una vez y basta de discutir —dijo el griego.
Ella se levantó a buscar las patatas. Su guardapolvo se abrió un instante y vi una de sus piernas. Cuando me sirvió las patatas, no las pude comer.
—Eso sí que está bueno —exclamó el griego—. Después de tanto discutir, ahora no las quiere.
—No tengo apetito. Comí mucho al mediodía.
El griego se portó como si hubiese obtenido una gran victoria y ahora la perdonara, comprobando con ello que realmente era un gran tipo.
—Es una buena muchacha. Mi pajarito blanco. Mi palomita blanca.
Me guiñó un ojo y se fue al piso superior. Ella y yo nos quedamos solos, sin decir palabra. Cuando bajó, el griego traía una botella y una guitarra. Nos sirvió un poco de la bebida, pero era uno de esos vinos griegos dulces y me cayó mal. Empezó a cantar. Tenía una voz de tenor, no como la de esos tenorcitos que se oyen por radio, sino voz de gran tenor, y los agudos los acompañaba con una especie de sollozo, como en los discos de Caruso. Pero ahora no podía escucharlo. Cada minuto que pasaba me sentía peor.
El griego observó mi cara y me llevó afuera.
—Aquí, al aire libre, se sentirá mejor.
—No es nada. Dentro de un rato estaré bien.
—Siéntese y no se mueva.
—Entre y no se preocupe por mí. Lo que pasa es que hoy he comido demasiado. No es nada.
Entró, y un segundo después devolví todo lo que había comido. Pero no era por el almuerzo, ni por las patatas, ni por el vino. Lo que pasaba era que ansiaba tan desesperadamente a aquella mujer, que ni siquiera podía retener nada en el estómago.
A la mañana siguiente descubrimos que el viento había arrancado el letrero de la fonda. A eso de medianoche había empezado a soplar, y a la madrugada era ya un vendaval que se llevó el letrero.
—Mire esto, ¡Qué ventarrón!
—Sí, ha soplado tan fuerte que no he podido dormir. No he dormido en toda la noche.
—Sí, sí, pero mire el letrero.
—Está destrozado.
Empecé a trabajar para ver si era posible arreglarlo. El griego se me acercó para mirar.
—¿Dónde hizo preparar este letrero?
—Estaba aquí cuando compré el negocio. ¿Por qué?
—No vale nada. Me asombra que con esto atraiga a un solo cliente.
Me fui a poner gasolina a un coche y lo dejé solo para que meditase sobre lo que acababa de decirle. Cuando regresé, todavía estaba mirando el letrero, que yo había apoyado contra la fachada de la casa. Tres de las bombillas eléctricas se habían roto. Conecté la llave, y la mitad de las bombillas que quedaban no se encendieron.
—Le pondremos bombillas nuevas y lo colgaremos otra vez. Así quedará muy bien.
—Usted manda.
—¿Por qué? ¿Qué tiene el letrero de malo?
—Es anticuado. Nadie les pone bombillas ya a esos letreros. Ahora se usan los de neón. Resaltan más y gastan menos corriente. Éste no vale nada. Fíjese. ¿Qué dice? Los Robles Gemelos. Nada más. La palabra «Fonda» no tiene bombillas. Los Robles Gemelos no abren el apetito ni le dan ganas a uno de detenerse a descansar un rato y pedir algo que comer. Ese letrero le está haciendo perder clientela; sólo que usted no se ha dado cuenta.
—Arréglelo como le dije y quedará bien.
—¿Por qué no manda hacer uno nuevo?
—No tengo tiempo.
Pero poco después volvió con un pedazo de papel. Había dibujado un plano del letrero luminoso, coloreado con lápiz azul, blanco y rojo. Decía: «Los Robles Gemelos, Fonda y Parrilla», y «N. Papadakis, Propietario» y «Salón Comedón).
—¡Éste sí que atraerá a los que pasen, como la miel a las moscas!
Corregí algunas palabras que tenían errores de ortografía y él les agregó unos ganchitos muy artísticos a las letras.
—Nick, ¿para qué vamos a colgar el letrero viejo? ¿Por qué no se va hoy mismo a la ciudad para que le hagan éste nuevo? Créame que es muy bonito. Además, esto del letrero tiene gran importancia. Un negocio vale tanto como su letrero, ¿no le parece?
—Lo haré hoy mismo.
Los Ángeles estaba a sólo unos treinta kilómetros de distancia, pero Nick se arregló y acicaló como para un viaje a París y se fue inmediatamente después del almuerzo. En cuanto desapareció su coche en una vuelta del camino, cerré la puerta de la calle con llave. Cogí un plato que estaba sobre una de las mesas y lo llevé a la cocina. Ella estaba allí.
—Aquí le traigo este plato que había quedado olvidado en el comedor.
—¡Oh!, gracias.
Me senté. Ella estaba batiendo algo en un plato con un tenedor.
—Pensaba ir a Los Ángeles con mi marido, pero empecé a cocinar esto y me pareció mejor quedarme.
—Yo también tengo mucho que hacer.
—¿Ya se siente mejor?
—Sí, estoy perfectamente bien.
—A veces, cualquier cosa puede hacerle daño a uno. Un cambio de agua, algo así, ¿verdad?
—Probablemente fue debido a que comí demasiado.
—¿Qué ha sido eso?
Alguien repiqueteaba con los nudillos en la puerta de la calle.
—Parece que alguno quisiera entrar.
—¿Está cerrada con llave la puerta, Frank?
—Sí, debo haberla cerrado.
Me miró y palideció. Fue a la puerta de vaivén y miró. Después atravesó el comedor, pero al cabo de algunos segundos ya estaba de vuelta.
—Parece que se fueron.
—No sé por qué se me ocurrió cerrar con llave.
—Y a mí se me olvidó ahora abrirla...
Dio un paso hacia el comedor, pero la detuve.
—Dejémosla... cerrada como está.
—Pero así no podrá entrar nadie... Tengo que cocinar esas cosas... Lavaré este plato...
La tomé en mis brazos y aplasté mis labios contra los suyos...
—¡Muérdeme! ¡Muérdeme!
La mordí. Hundí tan profundamente mis dientes en sus labios, que sentí su sangre en mi boca. Cuando la llevé arriba, dos Millos rojos corrían por su cuello.

sábado, 25 de abril de 2015

Rodolfo Walsh. Variaciones en rojo. Novela. Género: policíaca.


Rodolfo Walsh nació en 1927 en Argentina. Fue escritor, periodista, traductor y asesor de colecciones, con una obra que se centra especialmente en el género policial, periodístico y testimonial, con títulos tan celebrados `Operación Masacre` y `Quién mató a Rosendo`. Walsh es para muchos el paradigmático producto de una tensión resuelta: la establecida entre el intelectual y la política, la ficción y el compromiso revolucionario.

El 25 de marzo de 1977, un pelotón especializado emboscó a Rodolfo Walsh en calles de Buenos Aires con el objetivo de aprehenderlo vivo. Walsh, militante revolucionario, se resistió, hirió y fue herido, a su vez, de muerte. Su cuerpo nunca apareció. El día anterior, había escrito lo que sería su última palabra pública: la `Carta Abierta` a la Junta Militar.

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Las tres novelas breves que componen Variaciones en rojo han sido consideradas por la crítica auténticas piezas maestras de la literatura policial. Tres asesinatos son investigados y resueltos por dos hombres: el comisario Jiménez, hombre sagaz y experimentado en su oficio, y Daniel Hernández, un joven corrector de pruebas de una editorial, reflexivo y silencioso, que muestra una deslumbrante capacidad de observación y de análisis en sus conclusiones. Los dos hombres se complementan y, de alguna manera, rivalizan en la resolución de cada caso, elaborando diferentes teorías sobre la identidad y las motivaciones del asesinado.
Fuente:N.N.
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(Fragmento. Novela. Variaciones en rojo).
Noticia

 
  Sé que es un error —tal vez una injusticia— sacar a Daniel Hernández del sólido mundo de la realidad para reducirlo a personaje de ficción. Sé que al hacerlo contribuyo de algún modo a fijarlo en un destino que no quiso para sí y que le fue impuesto por la casualidad. Sin embargo, no veo cómo podría resistir la tentación de relatar —aun torpemente— algunos de los numerosos casos en que le ha tocado intervenir. Al decidirme a hacerlo he elegido, por rigor o pereza, el orden cronológico. Y en ese orden corresponde el primer lugar a "La Aventura de las Pruebas de Imprenta". Confieso, sin embargo, que he estado a punto de excluirla, a tal extremo es vulgar en cierto sentido el conjunto de circunstancias que hubo de aclarar Daniel Hernández, corrector de pruebas de la .editorial "Corsario", secuaz y homónimo de aquel otro Daniel que escrituras antiguas —parcialmente apócrifas— registran como el primer detective de la historia o de la literatura. En "Las Pruebas de Imprenta", es cierto, .no hay "drama", está ausente ese elementó fantástico o patético que enriquece otras de sus aventuras, como "Variaciones en Rojo", "La Mano en la Pared" o "El Foso de los Leones". Esa carencia necesariamente ha de reflejarse en la narración. Y, sin embargo, no he podido decidirme a suprimirla. En primer lugar, porque todas las demás la suponen: si Raimundo Morel no hubiese muerto, Daniel no se habría interesado en la solución de problemas criminales ni habría llevado su antigua amistad con el comisario Jiménez al nivel de una activa —y a veces molesta— colaboración. Y en segundo lugar porque tiene otro interés: es el más estrictamente policial de todos los casos que se le presentaron a Daniel Hernández. Parece condición ineludible de la narración policial que, cuanto más "ortodoxa" es en su planteo y solución, tanto más queda en la sombra eso que por no buscar términos más complicados llamaremos "interés humano". Daniel Hernández no pudo remediar esa pobreza de las circunstancias, y el narrador —desde luego— tampoco puede sustraerse a esa mínima fatalidad. Queda en pie, sin embargo, cualquiera sea mi impericia en el relato de los hechos, la fascinante cadena de razonamientos que sirvió a D. H. para esclarecerlos.
  Además, me parece en cierto modo simbólico que el primer enigma dilucidado por D. H. estuviera ligado tan estrechamente a su oficio. Creo que nunca se ha intentado el elogio del corrector de imprenta, y quizá no sea necesario. Pero seguramente todas las facultades que han servido a D. H. en la investigación de casos criminales eran facultades desarrolladas al máximo en el ejercicio diario de su trabajo: la observación, la minuciosidad, la fantasía (tan necesaria, vgr., para interpretar ciertas traducciones u obras originales), y sobre todo esa rara capacidad para situarse simultáneamente en planos distintos, que ejerce el corrector avezado cuando va atendiendo, en la lectura, a la limpieza tipográfica, al sentido, a la bondad de la sintaxis y a la fidelidad de la versión.
  Los otros dos relatos que integran este volumen tienen características distintas. El segundo intenta una solución de un problema clásico de la literatura policial; único género que cuenta ya con dos —o quizá tres— situaciones o problemas específicos susceptibles de distintas soluciones.
  He creído conveniente intercalar en el texto algunas ilustraciones y diagramas. Un crítico norteamericano, Stephen Leacock, ha condenado, en general, esos diagramas, con más ingenio que acierto. Yo considero que hay dos clases de lectores de novelas policiales: lectores activos y lectores pasivos. Los primeros tratan de hallar la solución antes que la dé el autor; los segundos se conforman con seguir desinteresadamente el relato. Aquéllos podrán interesarse en esas figuras; éstos, desestimarlas sin perjuicio.
  Tampoco he renunciado a otra convención que hunde su raíz en la esencia misma de la novela policial: el desafío al lector. En las tres narraciones de este libro hay un punto en que el lector cuenta con todos los elementos necesarios, si no para resolver el problema en todos sus detalles, al menos para descubrir la idea central, ya del crimen, ya del procedimiento que sirve para esclarecerlo. En "Las Pruebas de Imprenta" ese momento transcurre en la página 39. En "Variaciones en Rojo", en la página 110. En "Asesinato a Distancia", en la página 162.
 
 
 
 
 
 
 
 
  La aventura de las pruebas de imprenta

  A Horacio A. Maniglia
 
  "Entonces Daniel tuc traído delante
  del rey. Y habló el rey. y dijo a Daniel:
  ../'Y yo he oído de ti que puedes declarar
  las dudas y desatar dificultades.
  Si ahora pudieras leer esta escritura,
  y mostrarme su explicación, serás vestido
  de púrpura, y collar de oro será
  puesto en tu cuello, y en el
  reino serás el tercer señor."
  Biblia, Libro de Daniel, v, 1316.

 
 

  CAPITULO I

  En la Avenida de Mayo, entre una agencia de lotería y una casa de modas, se yerguen los tres pisos de la antigua librería y editorial Corsario. En la planta baja, grandes escaparates exhiben a un público presuroso e indiferente la muestra multicolor de los "recién aparecidos". Confluyen allí, en heterogénea mezcla, el último thriller y el más reciente premio Nobel, los macizos tomos de una patología quirúrgica y las sugestivas tapas de las revistas de modas.
  Adentro, en una suave penumbra, se extiende una interminable perspectiva de estanterías, colmadas de libros, que a esta hora de escasa afluencia de público recorren pausadamente, las manos a la espalda, taciturnos empleados, que a veces toman de una mesa un plumerito con el que sacuden el polvo de dos o tres libros, para volver a dejarlo en la mesa siguiente. Aún no son las cinco de la tarde. Dentro de un rato habrá un hervor de gente que entra y sale. Vendrá el poeta que acaba de "publicar", para preguntar si "sale" su libro. Los vendedores lo conocen, conocen el gesto ambiguo que no quiere desalentar, pero tampoco infundir excesivas esperanzas. Vendrá el autor desconocido que ha escrito una novela de genio, y quiere a toda costa que esta editorial —y no otra— sea la primera en publicarla. Si insiste, si se muestra irreductible, algún vendedor lo mandará al tercer piso, donde está la sección Ediciones. El manuscrito permanecerá dos o tres semanas en un cajón, hasta que al fin un empleado leerá las primeras veinte páginas, por simple tranquilidad de conciencia, y lo devolverá con una nota cortés, explicando que "por el corriente año está completo nuestro plan de ediciones". Vendrá la ex secretaria de Mussolini, del rey Faruk o del Mahatma Gandhi, que quiere publicar sus memorias, pues las considera de sumo interés para resolver la situación mundial. Y también —por qué no— vendrán algunos honestos clientes, que sólo desean comprar un libro.
  En el segundo piso, en un vasto salón calentado por estufas a kerosén, están las secciones Contaduría y Créditos, donde empleados de guardapolvo gris y empleadas de guardapolvo blanco hacen incesantes y misteriosas anotaciones en grandes libros comerciales, y manipulan las teclas rojas y blancas de las máquinas de calcular.
  Un piso más arriba está la sección Ediciones, donde revisores silenciosos y absortos corrigen los originales y las pruebas de imprenta, de las obras del sello. En las mesas y escritorios se amontonan grabados, muestras de telas y cueros de las encuademaciones, proyectos de tapas e ilustraciones. Los estantes de las paredes contienen una vasta colección de diccionarios: etimológicos, enciclopédicos y de ideas afines, de idiomas extranjeros, de modismos, de sinónimos...
  Y en aquel tercer piso conversaban desde hacía unos minutos Daniel Hernández y Raimundo Morel.
  La presencia física de Raimundo Morel proporcionaba siempre a Hernández dos disculpables consuelos: Raimundo era casi tan corto de vista como él, y algo más feo, lo que no es poco decir. Pero no era la suya de esas fealdades inconscientes que se llevan por el mundo sin pensar en sus posibles consecuencias en el prójimo, sino que parecía construida casi a designio y sobrellevada con plena responsabilidad y aun con cierta dignidad. Se desprendía sólo de la inarmonía de los rasgos individuales, pero sin afectar una especie de serenidad del conjunto. Era una fealdad que parecía sugerir excelencias del espíritu, de ésas que se llaman o deberían llamarse fealdades inteligentes, porque una fuerza interior las ha ido modelando paulatinamente desde sus orígenes, hasta volverlas tolerables y aun inadvertibles. La frente demasiado amplia, la nariz larga y un poco torcida, el mentón casi inexistente, los anteojos, la avanzada calvicie, cierto encorvamiento de la espalda y cierta torpeza en el andar daban a Morel el aire inconfundible del profesor envejecido en el tedioso ejercicio de la cátedra.
  Y sin embargo, Morel no era viejo. Contaba apenas treinta y cinco años. Y tanto su obra incesantemente renovada como su inteligencia siempre lúcida y despierta eran testimonio de esa juventud. Sus medios económicos lo dispensaban de la agria necesidad de trabajar, y ese hecho daba a todos sus escritos una objetividad y un desprendimiento de las transitorias circunstancias que era quizás el mayor de sus méritos.
  De sus viajes de estudios, iniciados en plena juventud, ninguno tan fructífero como el que había realizado a los Estados Unidos con el propósito de estudiar la literatura de ese país. Egresado de Harvard, su valoración crítica de autores tan dispares como Whitman, Emily Dickinson y Stephen Grane había llamado profundamente la atención. Eran estos antecedentes los que lo autorizaban a abordar la traducción al castellano del único quizá de los clásicos norteamericanos completamente ignorado en nuestra lengua, y que fuera a su vez brillante y perenne alumno de Harvard: Oliver Wendell Holmes.
  Sobre la pila de pruebas de imprenta descansaba en su plácida sobrecubierta celeste el tomo de la "Everyman Library" en que Holmes hace divagar con chisporroteante ingenio al poeta sentado a la mesa del desayuno. Raimundo Morel lo había contemplado con gratitud al entrar. Daniel, advirtiéndolo, sonrió.
  —Han demorado mucho las pruebas en la imprenta —dijo—, pero en fin, ya ve usted que aquí están. —Hizo una pausa y añadió: —Como de costumbre, han enviado el tercer tomo antes que el primero y el segundo.[1]
  Morel desdobló las largas galeras y con gesto mecánico buscó la numeración de las últimas, calculando el tiempo que llevaría en revisarlas.
  Después, hablaron de Holmes, de su múltiple personalidad de ensayista, poeta y hombre de ciencia. Morel demostró cierta inquietud por algunos detalles de la versión: aún no había resuelto si convenía traducir directamente los poemas intercalados en el texto, o si era preferible incluir la versión original y traducirla en nota al pie. Lo inquietaba, además, el marcado localismo de algunas alusiones. Estas características, a juicio de Daniel, eran el motivo por el cual aún nadie había traducido a Holmes.
  El último sol de la tarde entraba por el ventanal de la oficina, dorando los escritorios y las bibliotecas. Los empleados habían empezado a enfundar las máquinas de escribir y lanzaban miradas disimuladas al reloj eléctrico de la pared.
  Cuando éste marcó las siete menos cuarto, hora habitual de salida, tomaron sus sombreros de las perchas y se marcharon apresuradamente.
  Daniel y Raimundo aún permanecieron unos minutos en la oficina. Después bajaron sin prisa la escalera. Cuando llegaron a la planta baja, el vasto salón de ventas estaba desierto, salvo por la presencia del sereno, un hombre simiesco que los aguardaba junto a la entrada con visible impaciencia. Raimundo tuvo que agacharse mucho para pasar por la diminuta puerta abierta en la cortina metálica, y Daniel casi nada. Era aproximadamente la medida de su estatura.
  Caminaron por la Avenida de Mayo, y al llegar a la esquina de Piedras se separaron. Morel siguió por la Avenida, tropezando con el río de transeúntes, y Daniel dobló la esquina en dirección a su casa. Al cruzar la calle, miró su reloj pulsera.
  Eran las siete.
 

La realidad y la ficción en la novela. Sarmiento Vazquez.


La ficción es el mundo de las posibilidades, de lo que pudo ser y nunca fue, donde todo es posible todavía porque podrá suceder pues aún no ha ocurrido ni se sabe que jamás no ocurrirá. La irrealidad de la ficción no es lo fantástico ni lo inverosímil sino lo siempre posible en la realidad.
El estatuto de ficcionalidad de una novela (y por ende, en los relatos), es una de las cuestiones más debatidas por la crítica y por las modernas teorías de la literatura. Precisamente uno de los casos más polémicos fue el que hace ya varios años protagonizó Javier Marías con su novela "Todas las almas", que levantó tal revuelo en la crítica a la sazón sobre su ficcionalidad o su calidad de realidad (el protagonista coincidía sobremanera con el autor), que éste se vio obligado a publicar una "novela explicativa" a la anterior, a la que tituló "Negra espalda del tiempo", en la que, aparte de autoproclamarse rey de la "isla" de Redonda,, justifica todos los aspectos más pretenciosos de ser reales en la novela anterior. Y no deja de ser cómico que un escritor consagrado de la talla de Marías y en pleno siglo XX, se vea en la situación de dar explicaciones sobre una de sus obras. Ese pacto tácito entre lector y autor es, en ciertas ocasiones y dependiendo de los lectores, harto difícil de establecer. Demostrado queda.
Aunque sea válido afirmar que el individuo ficticio no es real, es necesario aceptar que lo ficticio tiene efectividad. Si el vocablo "ficción" se entiende como construcción de mundos todo el discurrir del ser humano sobre la realidad está impregnado de ella. Es ficción la unidad y exageraste un gesto, la justicia es una convención y simulaste no quererle, el tiempo es una invención y fingió creerte. Pero entendiendo "ficción" como falsedad o mentira se debe distinguir la ficción literaria. La mentira sobrepasa la verdad y la obra literaria sobrepasa al mundo real que incorpora ya que como advertía Philip Sidney El poeta nada afirma y, por tanto, nunca miente. Esta forma de sobrepasar la realidad es algo muy distinto a la mentira. La fórmula básica de la mentira y de la ficcionalidad es provocar la simultaneidad de lo que mutuamente es excluyente, soy fiel e infiel, vencí y perdí, estoy en Región y en Barcelona. La condición que separa a las ficciones literarias de la mentira es que descubren su ficcionalidad, algo que la mentira no puede permitirse sin riesgo de interrogatorio y condena.
Hegel afirmaba sin afirmar que La persona es eso que no es lo que es y que es lo que no es. Esta deficiencia resulta ser el resorte de la ficcionalización, y la ficcionalidad, a su vez, cualifica lo que aquélla ha puesto en marcha: el proceso creativo y el cómo y el por qué de lo que representa Wolfang Iser advertía que este resorte deriva de la dimensión antropológica de la ficción. La ficción permite a uno imaginarse. Un hombre recuerda que siendo niño no quiso jugar en equipo y hoy es empresario; inventa que si ella no ha llamado es porque continúa reunida o decide que no la quiere; imagina que mañana llamará a su hermano y cree que viajará el próximo verano. El mismo hombre recuerda que a los veinte dijo que se iría de casa y se fue a navegar, inventa durante un rato que su número es el premiado y no descuelga el teléfono impertinente, imagina que esa noche matará al infiltrado y dormirá. En este sentido la ficción completa y compensa las carencias o frustraciones de la existencia humana. Pero la ficción revela, sobre todo, la radical imposibilidad de acceder a nosotros mismos de un modo directo. Sólo la ficción busca y encuentra nuestras posibilidades a través de un juego de ocultación y revelación: la ficción se vale del engaño y la simulación para poner al descubierto verdades ocultas donde termina mi propio yo.
  Cruzar la frontera en la que finalizo exige exceder mis propias limitaciones de conocimiento: la ficcionalización empieza donde el conocimiento termina. La dificultad, o será imposibilidad, de conocer excita curiosidad y quien curiosea inventa. En las narraciones coexisten lo real y lo posible, en las vidas coexisten verdades y ficciones, gratuitas o no. Habrá quien satisfaga la deficiencia de no ser lo que es y ser lo que no es siendo espectador de las obras y de las vidas de otros. A quien no le basta la ficción ajena inventa otro lugar más soportable para vivir y filma, fotografía, actúa o escribe. Asumir esa anomalía y dedicarse al placentero arte de inventar y contar historias permite vivir buena parte del tiempo instalado en la ficción, seguramente el único lugar soportable o el que lo es más para Javier Marías y para tantos otros fantaseadores declarados. La ficción es el mundo de las posibilidades, de lo que pudo ser y nunca fue, donde todo es posible todavía porque podrá suceder pues aún no ha ocurrido ni se sabe que jamás no ocurrirá. La irrealidad de la ficción no es lo fantástico ni lo inverosímil sino lo siempre posible en la realidad. Quien narra inventa situaciones y personajes: uno abandona el despacho durante una hora que dedica a hablar con quien pase; otro personaje quisiera decir sí a quien fuera pero continúa caminando; el tercero conquista al personaje más deseado y el último aparece y desaparece al ritmo de sus conferencias. La ficción presente y el posible futuro de la realidad no sólo da consuelo sino también diversión. La diversión de quien quiere y hace sólo limitado por sus posibilidades y por la espada de otra condena de la que ya ha aprendido a huir acotando los terrenos de la realidad de hechos, datos y sucesos y de la irrealidad de las ficciones efectivas donde todo es todavía posible.
La literatura es la conexión entre los conceptos de realidad y ficción pues sugiere la narración o comunicación de hechos ficticios basados en hechos reales (también sentimientos, experiencias, descripciones o simplemente ideas sueltas aparentemente sin un contenido objetivo o racional). La literatura presenta un carácter ficticio en el sentido de que necesita de un ente comunicador que relacione lo sucedido o el hecho en si mismo con el lector u oyente (aunque esté en primera persona y coloque en el relato datos biográficos). Lo que el autor comunica o expresa tiene relación con lo que quiere destacar del mundo real. Así, puede burlarse de la realidad o halagarla, o engañar al lector, etc. No necesariamente quiere dejar un mensaje en el lector directamente (o una moraleja) pues a veces un texto se presta a varias interpretaciones (según costumbres distintas o épocas distintas o características personales distintas).
Genette (en Ficción y dicción) considera que, en el discurso narrativo ficcional, los actos de ficción son enunciados de ficción narrativa considerados como actos de habla. Desde este punto de vista, en el discurso narrativo ficcional habría, al igual que en el discurso narrativo factual, tres tipos de actos de ficción: primero, los discursos pronunciados por personajes ficticios, cuya ficcionalidad postula el marco de la representación escénica (real o imaginaria) y cuyo estatuto pragmático en la diégesis es similar al de cualquier acto de habla común. Segundo, actos de habla de los personajes de ficción, cuyas características son similares a las del acto de habla de personas reales. Por supuesto, los personajes dicen dichos (carácter locutivos), acompañan su decir con otros actos (punto y fuerza ilocutivos) y sus dichos influyen en los otros personajes (efectos perlocutivo) . En tercer lugar, el discurso narrativo del autor o conjunto de actos de habla constitutivos del contexto ficcional. Así, es notorio que para Genette, los enunciados de ficción son aserciones fingidas porque son actos de habla simulados en la ficción. Ellos, como los enunciados factuales, y contra lo que pudiera pensarse, pueden transmitir mensajes (como una fábula o una moraleja). Note el lugar central de la frase aserciones fingidas : los personajes de ficción son creados por el novelista que finge referirse a una persona; es decir, las obras de ficción son creadas por el novelista que finge hacer aserciones sobre seres ficcionales.
Los discursos literarios son ficciones que refieren a mundos verbalmente posibles y fundamentados en sí mismos. Estos discursos son intransitivos puesto que se encierran en sí mismos o, lo que es lo mismo, no refieren ni a los objetos ni a los eventos del mundo real. En este sentido, los discursos literarios son inútiles, si se les mide con los parámetros "pragmáticos" y "mercantiles" que parecen gobernar el mundo en estos días. Es decir, la literatura no sirve para construir tractores, no desarrolla teorías científicas ni tecnológicas ni proporciona herramientas para llevar mejor la contabilidad de una empresa. Sin embargo, la literatura es también una mercancía para la que hay un mercado. Varios mercados en realidad pues la industria editorial y los mercados masivos condicionan las características de una buena cantidad de libros de modo diferente a los condicionamientos de los libros de circulación restringida. El artista pues siempre se enfrenta a la disyuntiva de escribir para la gran industria cultural, de escribir para los más restringidos círculos literarios artesanales o de hacerlo al margen de los circuitos de producción circulación y consumo de literatura en su sociedad. Si el escritor elige trabajar para la gran industria, seguirá las normas que los especialistas en mercadeo determinan. Por ejemplo, luego de un secuestro político importante, el escritor escribirá la historia correspondiente, no como crónica, sino como relato ficcional. En esos casos se suele incluir un mención paratextual que dice "basado en hechos reales". Las de estas novelas suelen ser extremadamente simples, el léxico es llano y directo y el estilo de las construcciones sintácticas exime al lector de la labor de conjeturar los significados de las palabras. Si, por un lado, la acción emocionante es tal vez una de las características principales de las estructuras narrativas de las novelas massmediáticas de aventuras (de guerra, de espionaje, policiales, de vaqueros, etc.), por otro lado, el drama suele ser más emotivo que emocional y las complejidades de la trama no profundizan realmente en la psicología de los personajes o en las complejidades de la vida moderna. Las novelas de amor como las de Corín Tellado tampoco examinan al hombre, por el contrario, las situaciones que los personajes enfrentan eluden sus más íntimos conflictos. Esta es pues una literatura sin conflictos, acrítica y fácilmente digerible que no alude a las cosas, sino que las simboliza inequívocamente.
Por otra parte, una vez que los personajes y los eventos han sido identificados, el lector puede enfocar su atención en los móviles de los personajes (¿Quién hace qué y por qué ?). Comprender estos móviles permite identificar los valores ideológicos que entran en conflicto en los eventos; dicho de otro modo, es una de las maneras del lector de comprender qué específicamente problematiza el texto, y así enfrentarse con la naturaleza problematizadora del texto literario moderno. El cuento, según Pacheco, es una representación ficcional con predominio de la función estética. Y la ficción, claro, es un fingimiento, es hablar de mundos que no existen sino sólo en el lenguaje. Desde esta perspectiva, los referentes cotidianos de las palabras no son importantes pues ellas adquieren sentidos nuevos en el cuento. Pero ¿dónde queda la realidad "real", la cotidiana en la que nos movemos nosotros y no los personajes de las historias? La realidad es sólo un eje de referencia para evaluar los mundos ficticios del cuento. Esto es, así como podemos enlistar los objetos mencionados en un cuento y las leyes que rigen los cambios que los afectan, podemos enumerar los objetos de nuestra realidad y las leyes que los rigen. Y así, la única manera que tenemos de comprender un mundo ficticio es comparándolo con la descripción del mundo real. De hecho no hay acuerdo sobre lo que la realidad es (así es que podríamos decir que vivimos una ficción que nos permite vivir en alguna realidad...). Por eso, solemos recurrir a la noción de realidad más extendida, la racionalista y empirista de la ciencia, la mercantil del capitalismo moderno, y la burguesa de los hábitos mentales de los usuarios normales de la literatura. Note que esto no quiere decir que toda la literatura esté intrínsecamente de acuerdo con estos modos de concebir el mundo. Hay también una buena cantidad de escritores que, con diversas suertes, han usado la comodidad de la cosmovisión tradicional para atacarla. En este último grupo podemos situar a la literatura fantástica. Paradójicamente, la industria cultural se apropia del arte que la ataca, y así, la rebelión, el cuestionamiento literario, se aburguesa y se torna mercancía para aquellos a los que precisamente critica.
Darío Villanueva en su investigación del realismo literario: "lo real no consiste en algo ontológicamente sólido y unívoco", y -siguiendo a Nelson Goodman- "no cabe admitir un universo real preexistente a la actividad de la mente humana y al lenguaje simbólico del que ésta se sirve para, precisamente, crear mundos". Como toda expresión es en cierto sentido una ficción, las ficciones literarias se convierten en el lugar privilegiado para estudiar el arte de la expresión. En una perspectiva pragmatista la realidad de la ficción, su significatividad, estriba en las efectivas regularidades empíricas con las que las creaciones humanas, entre ellas los textos literarios, se asocian. La verdadera realidad es, pues, el campo de proyección de la experiencia que los miembros de la sociedad comparten mediante sus actividades comunicativas, entre las que "la literatura -ha escrito Francisco Ayala -, cuya materia prima son las palabras, funciona hoy como factor primordial".El análisis de la ficción y de la libre actividad espontánea de la razón humana (el "musement") iluminan el estatuto de la creatividad. La actividad de la razón es crecimiento y en ese crecimiento tiene un papel central la imaginación. "Cada símbolo es una cosa viva, en un sentido muy estricto y no como mera metáfora. El cuerpo del símbolo cambia lentamente, pero su significado crece de modo inevitable, incorporando nuevos elementos y desechando otros viejos" .Esta división se reproduce en esas simplistas dicotomías al uso como ficción y no-ficción, subjetividad y objetividad, lo mental y lo material, lo privado y lo público todavía en boga en la cultura dominante.La semiótica literaria -el estudio filosófico de la actividad literaria- constituye un camino real para ganar una mejor comprensión, más rica y con mayor potencia explicativa, de la articulación creativa de pensar y vivir que acontece en nuestro lenguaje. Frente al deconstruccionismo postmoderno escéptico que arrumba cualquier idea de objetividad, lo que necesitamos es una nueva comprensión de la objetividad como rasgo irreductible de la relación comunicativa.
La relación del arte con la realidad o con la irrealidad, la explicaba Gorgias como " que el efecto que ejerce el arte, especialmente la poesía, se basa en las ilusiones del engaño y la decepción; su funcionamiento se realiza a través de aquello que, objetivamente no existe en absoluto". Y es que el logro supremo del arte es producir cosas de un modo tan engañoso que parezcan el modelo real, creando así el modelo de realidad.
El término mimesis pasó a ser –matizada aquí y allá- imitación de la realidad. Este ha sido uno de los axiomas de la teoría del arte durante más de dos mil años. Se trata de la copia fiel y la falsificación, la mimesis tanto reproduce fielmente como falsifica. Ante tal duplicidad, es que si las ficciones (lo literario) crean sus mundos, es evidente que no falten quienes crean en la literatura como un realismo, ni se apele a que la referencialidad quede en suspenso o sea aprobada la ficción mediante enchufe o conexión con la no ficción. Si el discurso literario está invertido de ficcionalidad. Uno de los lugares oscuros de lo ficticio es aquel que soporta la escritura autobiográfica, la confesión, las memorias, el diario de relatos de viajes, crónicas, etc., son usualmente considerados como géneros literarios y aparecen en numerosas taxonomías de las que la teoría ha propuesto, sin faltar los sistemas que extraen algunos de tales géneros de lo literario para instalarlos en la historia, de donde se habían desgajado. Identidad de autor, yo y personaje y veracidad de lo narrado son cláusulas de la interpretación tradicional de la autobiografía, realidad de los referentes.
El ser o no ser ficcional no depende de propiedades discursivas o textuales sino de la intencionalidad de autor y de la posición del locutor respecto de su discurso. Para Genette el hecho de que los enunciados de ficción son asersiones fingidas no excluye que sean al mismo tiempo otra cosa: crear una obra de ficción, producir una ficción. Se trata de un acto de lenguaje indirecto que podría tener la forma de invitación a entrar en el universo ficcional del tipo "Imaginad conmigo que había una vez una niña...". Ésta sería una descripción posible del acto de ficción declarado; pero ocurre que esta invitación puede estar presupuesta y no ser declarada, se tiene por culturalmente adquirida y el acto de ficción cobra la forma de una declaración, es decir, de actos del lenguaje a través de los cuales el anunciador, en virtud del poder que le ha sido investido, ejerce una acción sobre la realidad. La convención literaria permite al autor situar objetos ficcionales sin solicitar el acuerdo del destinatario.
Los locutores no suelen adscribirse de modo radical a la verdad o no verdad de un enunciado. En toda comunicación ocurre que creemos más o menos que hay diferencias y matices entre lo que es opinión, creencia, convicción absoluta, tener por cierto, etc. Miguel de Cervantes demostró hasta que punto la ficción es un juego de miradas y un situarse en las difusas fronteras entre el libro y la vida, y así, don Quijote, que no es una entidad real, ha promovido en cambio más realidad, viajes, lugares, zonas que se visitan y espacios geográficos que se viven desde él que muchas de las entidades realmente existen. La literatura ha ficcionalizado tanto el rol del locutor como el del destinatario, entrando en zonas de convenciones de discurso que la teoría literaria tiene plenamente asumidas. En la literatura nunca se ejecuta el contexto comunicativo y las presunciones que éstos establecen. La experiencia literaria enseña que el compromiso del autor para con lo dicho está mediado por un un imposible. Negar al habla literaria valores de verdad o acogerlos como tales, son dos extremos equidistantes para con la literatura, que rehuye uno y otro y al mismo tiempo quiere situarse en el desplazamiento desde el uno (la creencia de que el lector experimente en la verdad de lo dicho) y el otro (la picardía que ha de tener con respecto a esa creencia). Igual puede decirse de las distancias temporales entre la situación de comunicación y la experiencia de lectura. Todo lector de ficciones naturaliza y neutraliza la duplicidad de origen entre dos tiempos y vive actualmente, mientras lee, una unidad rigurosamente falsa, pero que necesita sentirse como verdadera. Si el lector de ficciones tuviera que referirse a un acto original de autor , lo dicho en una narración, la experiencia literaria no se produciría y la vivencia de la narrado sería implanteable, ya que lo dicho por el narrador se convertiría en un documento histórico y de valor pasajero, caduco, porque estaría referido al tiempo de su actualidad originaria.
La ficción escapa al sistema enunciativo de los enunciados de realidad. El yo-origen real desaparece y lo que emerge es un mundo con un yo-origen ficcional, es decir, el de los personajes y el de la narración misma, que no son propiamente objetos de aquel origen enunciativo de autor, sino sujetos propiamente dotados de capacidad productora. Así pues, existe una indiscutible solidaridad entre el esquema discursivo de las formas de la representación y la "creación del mundo" e imagen de la vida y que la ficción implica. Según L. Dolezel, los mundos ficcionales no pueden ser sin más mundos posibles metafísicos, y es que se desarrolla un modelo de mundo posible que está capacitado para explicar las "particularidades ficcionales". Los mundos literarios se hallan dotados de especificidad, que es necesario atender en los términos de una semántica de los mundos posibles armonizada con una teoría textual y una semántica literaria. Por tanto, sería factible la formulación de tres tesis primordiales a fin de explicar cómo unas semántica ficcional literaria puede ser derivada de un modelo de estructura de mundos posibles:
Los mundos ficcionales son posibles estados de cosas.
Se acepta la existencia de posibles no verdaderos (ya sean individuos, hechos, sucesos, cosas, etc). El particular ficcional se acepta como existente sin reservas, peor también se acepta la incomunicabilidad de este mundo posible con el real en tanto que los objetos, ciudades y personal que lo habitan, aunque tengan el mismo nombre, no son los mismos que los verdaderos- reales. Al mismo tiempo, los posibles no verdaderos y las entidades ficcionales son ontológicamente homogéneos, que es una condición necesaria para la coexistencia y plausibilidad compositiva de los particulares ficcionales y explica el por qué los individuos ficcionales no cúmulo de distancias, ironías, donde dirimir radicalmente su performatividad en abstracto es comunican unos con otros. Esta semántica rechaza la idea de mestizaje entre gente real y ficcional.
La serie de mundos ficcionales es limitada y lo más variada posible.
No hay restricción de la literatura a ser imitación de ningún modo real. No se excluyen mundos-ficcionales análogos o similares al real, a igual que esta semántica de mundos posibles excluye los más fantásticos o los más alejados.
Los mundos ficcionales son accesibles desde el mundo real.
Hay diversos canales semánticos que permiten contactar con los mundos ficcionales, ya que la frontera está cerrada. Hay formas de decodificación que permiten esta camunicación, pero rigurosamente, la comunicación solo se da entre mundos a través de tales canales de transducción.
Existe una serie de rasgos específicos de la ficción literaria, según Dolezel:
Los mundos ficcionales literarios son incompletos.
Muchos mundos ficcionales literarios son semánticamente o homogéneos.
Los mundos ficcionales literarios son constructos de la realidad ficcional.
Con respecto al personaje y a la trama narrativa, en relación a la ficionalidad, merece señalarse que en lo referente a la teoría del personaje, resulta habitual considerar dos vertientes del problema, y es que "persona", el lugar que vamos a reconocer como el de la identidad, quiere decir máscara, ya que se oculta y al mismo tiempo se revela la identidad, ya que ese reconocimiento del sujeto viene dado por la cadena significante en la que se integra y también desde parámetros lingüísticos. Sin embargo, el recorrido por la etimología de la acepción de persona no debe hacer olvidar algo que se supo ver notablemente en loa tradición estructuralista, esto es, la dimensión textual y productiva del personaje, porque éste "no es una persona y no es nadie" al mismo tiempo, como diría Charles Grivel. Como efecto textual, el personaje muestra en sus trazos materiales la huella de la producción del texto, los rasgos de su trabajo tanto desde la huella de la producción del texto, los rasgos de su trabajo tanto desde la vertiente de la escritura como de la lectura, procesos ambos que desde Barthes se consideran indiferenciables. Seymour Chatman ofreció en 1.978 una lectura del planteamiento aristotélico que distinguía dos registros del ámbito del personaje claramente difenciados. Por un lado, el ámbito del carácter (ethos), relacionado con las calidades del personaje, lo que lo constituye como una cierta identidad y prácticamente relacionado con la oposición entre personajes round/flat de la tradición forsepsiana o de los rectilíneos y agónicos que presenta Unamuno en "Niebla". Y por otro lado, un aspecto de agente del personaje (pratton) que se define como una exigencia de la acción y que se vincula directamente a la construcción dela trama de la tragedia. La distinción entre ethos y pratton es que la primera se puede traducir por "morada"," hogar" o "lugar donde se vive", mientras que el pratton , algunas traducciones posibles son "atravesar", "recorrer", pero también "realizar", "obrar", "trabajar"...Así, por un lado el ethos se incorporaría a sí mismo los aspectos de persona inherentes al personaje u por otro, el pratton contendría los elementos funcionales, discursivos y estructurales que todo personaje desarrolla en la construcción del texto. La función agente ya fue destacada precisamente por el propio Aristóteles mediante el privilegio de las acciones sobre las caracterizaciones. Por tanto, definiría la manera restrictiva cuatro opciones posibles en la caracterización: Bondad, conveniencia /adecuación, semejanza/ verosimilitud y consistencia / uniformidad.
Para Aristóteles no hay una diferencia entre dos registros asignados a la función de personaje, es decir, entre un componente de persona y otro de agente o funcionalidad. La noción de personaje es secundaria y está absolutamente sometida a la noción de acción: puede haber fábulas sin caracteres pero no caracteres sin fabula. Los personajes están supeditados a la acción, pero hay que considerar que para Aristóteles el planteamiento de acciones (praxeos) no se agota en una explicación pragmática o descriptiva de los hechos que determinan la trama, sino que posee una función estructurante o compositiva de la trama en su más profundo sentido. Para Lubomir Dolezel, mitos, ethos y dianoia ( drama, carácter y pensamiento- además del adorno visual- opsis-) se constituyen desde la finalidad mimética de la tragedia en la que se conjugan como unidad que, de forma adstracta acaba orientando hacia la elaboración del mitos, el elemento más destacado en la composición mimética y el que supedita jerárquicamente a los demás.

El problema del personaje solo tiene una lectura fundamental para Aristóteles en su elaboración discursiva: unirse a la trama en la tragedia. Hay aspectos como las motivaciones, la causalidad o la lógica de las acciones que se ven como los elementos motrices del texto narrativo, excluyendo así cualquier otro tipo de consideración sobre su construcción temporal, al se estás las más operativas desde un planteamiento de análisis retórico. Un ejemplo considerativo de este tipo de enfoque puede encontrarse en "Figures III" de Genette, antes de someter al tiempo a un análisis retórico, define el componente temporal de la literatura escrita en términos estrictamente espaciales, no reconociendo otro tipo de temporalidad que la que proviene de la duración de la lectura. También Genette (en Ficción y dicción) considera que, en el discurso narrativo ficcional, los actos de ficción son enunciados de ficción narrativa considerados como actos de habla. Desde este punto de vista, en el discurso narrativo ficcional habría, al igual que en el discurso narrativo factual, tres tipos de actos de ficción: primero, los discursos pronunciados por personajes ficticios, cuya ficcionalidad postula el marco de la representación escénica (real o imaginaria) y cuyo estatuto pragmático en la diégesis es similar al de cualquier acto de habla común. Segundo, actos de habla de los personajes de ficción, cuyas características son similares a las del acto de habla de personas reales. Por supuesto, los personajes dicen dichos (carácter locutivos), acompañan su decir con otros actos (punto y fuerza ilocutivos) y sus dichos influyen en los otros personajes (efectos perlocutivo) . En tercer lugar, el discurso narrativo del autor o conjunto de actos de habla constitutivos del contexto ficcional. Así, es notorio que para Genette, los enunciados de ficción son aserciones fingidas porque son actos de habla simulados en la ficción. Ellos, como los enunciados factuales, y contra lo que pudiera pensarse, pueden transmitir mensajes (como una fábula o una moraleja). Note el lugar central de la frase aserciones fingidas : los personajes de ficción son creados por el novelista que finge referirse a una persona; es decir, las obras de ficción son creadas por el novelista que finge hacer aserciones sobre seres ficcionales.
La experiencia temporal se resiste a ser compartimentada, desglosada, a pesar de ser un componente fundacional en cualquier relato. Emparentada también con aspectos pragmáticos e incluso vitales de experiencia del mundo, su radical planteamiento determina que sea un problema que la semiótica o la narratología intentan clasificar según criterios codificadores. El problema de las dimension temporal no deja se ser también, en cuanto que plantea cuestiones inherentes al ámbito discursivo y a la constitución del sujeto, un aspecto clave de la formación del relato con el emplazamiento del hombre como elemento cultural.
Finalmente, decir que la literatura es la conexión entre los conceptos de realidad y ficción pues sugiere la narración o comunicación de hechos ficticios basados en hechos reales (también sentimientos, experiencias, descripciones o simplemente ideas sueltas aparentemente sin un contenido objetivo o racional). La literatura presenta un carácter ficticio en el sentido de que necesita de un ente comunicador que relacione lo sucedido o el hecho en si mismo con el lector u oyente (aunque esté en primera persona y coloque en el relato datos biográficos). Lo que el autor comunica o expresa tiene relación con lo que quiere destacar del mundo real. Así, puede burlarse de la realidad o halagarla, o engañar al lector, etc. No necesariamente quiere dejar un mensaje en el lector directamente (o una moraleja) pues a veces un texto se presta a varias interpretaciones (según costumbres distintas o épocas distintas o características personales distintas).
SARMIENTO VAZQUEZ

viernes, 24 de abril de 2015

Paul Auster: el nuevo policial norteamericano.

BIOGRAFÍA DE PAUL AUSTER. 

  FECHA Y LUGAR DE NACIMIENTO:
Nació el 3 de febrero de 1947 en Newark, N.J., USA
VIDA Y OBRAS:
Novelista norteamericano, ensayista, traductor y poeta cuyas misteriosas novelas tienen que ver a menudo con la búsqueda de la identidad personal y el conocimiento de uno mismo.
Después de graduarse en la Universidad de Columbia (M.A., 1970), Auster se trasladó a Francia, donde comenzó a traducir los trabajos de escritores franceses y a publicar sus propias obras en revistas americanas. Obtuvo renombre por una serie de historias experimentales sobre detectives publicadas colectivamente como La Trilogía de Nueva York (1987). Comprende Ciudad de Cristal (1985), sobre un autor de novela negra que se ve envuelto en una situación misteriosa que le lleva a asumir diversas identidades; Fantasmas (1986), sobre un detective llamado "Azul" que debe investigar a un hombre llamado "Negro" por cuenta de un cliente llamado "Blanco"; y La Habitación Cerrada (1986), la historia de un escritor que, mientras se encuentra investigando la vida de un escritor desaparecido para una biografía, se da cuenta que va asumiendo paulatinamente la identidad de esa persona.
Otros libros en los que los protagonistas aparecen obsesionados con los acontecimientos diarios de la vida de otras personas son las novelas El Palacio de la Luna (1989) y Leviatan (1992). La Invención de la Soledad (1982) es a la vez un recuerdo sobre la muerte de su padre y una meditación sobre el acto de escribir. Otros trabajos de Auster incluyen los volúmenes de poesía Unearth (1974) y Wall Writing (1976), las colecciones de ensayos White Spaces (1980) y El Arte del Hambre (1982), y las novelas La Música del Azar (1990), Mr. Vertigo (1994) y Tombuctú (1999). Ha escrito también los guiones de películas aclamadas por la crítica como Smoke and Blue in the Face (1995) y Lulu on the Bridge (1998).
En la colección de relatos Creía que mi padre era Dios (2002), Paul Auster realizó una propuesta inusual: invitó a los oyentes a participar en un programa de radio contando una historia verdadera. La respuesta fue abrumadora: más de cuatro mil relatos de los que Paul Auster seleccionó y editó ciento ochenta, y que componen un volumen extraordinario. Son historias relatadas por gente de todas las edades, orígenes y trayectorias vitales. La mayoría de las historias son breves, intensos fragmentos narrativos que combinan sucesos ordinarios y extraordinarios, y la mayor parte de ellas describen un incidente concreto en la vida del narrador. Unas son divertidas, como la historia de cómo el amado perro de un miembro del Ku Klux Klan apareció corriendo por la calle durante el desfile anual del Klan y le arrebató la capucha a su amo mientras la ciudad entera estaba mirando. Otras son misteriosas, como la historia de una mujer que vio cómo un pollo blanco caminaba muy decidido por una calle de Portland, Oregón, subía a saltos los escalones de un porche, llamaba a la puerta y entraba tranquilamente en casa.
En 2003 ha publicado El libro de las ilusiones, novela tan increíble como las anteriores: el azar, las decisiones, y las intrigas confabulan un universo mágico propio del escritor. Imprescindible.

CIUDAD DE CRISTAL.  RESUMEN:
Quinn, que en otros tiempos fuera poeta y cuya mujer e hijo han muerto, vive en la más absoluta soledad, escribiendo novelas policíacas, despojado de toda ambición literaria y lejos de los fastos del mundo. Alguien lo llama varias veces por teléfono en medio de la noche, tomándolo por un detective llamado Paul Auster, y solicitando con desesperación su ayuda. Quinn, entre curioso y conmovido, decide al fin personificar al desconocido Paul Auster y concierta una cita. Conoce entonces a otro pálido poeta, que cuenta una historia aterradora: cuando nació, su padre, una combinación de místico y lingüista demente, lo encerró y aisló del mundo durante años para que pudiera hablar «la verdadera lengua de los hombres», aquella que olvidaron tras la construcción de la torre de Babel. Pero el niño fue rescatado y el padre recluido en una institución un manicomio, o quizás una cárcel, de la que ahora está a punto de salir. Y el hijo, que teme por su vida, desea que el detective Paul Auster o Quinn lo proteja. Con "Ciudad de cristal" se inició La trilogía de Nueva York, un deslumbrante conjunto de thrillers posmodernos que, según los críticos, marca un nuevo punto de partida para la novela norteamericana.

Fragmento. Ciudad de cristal. De la Trilogía New York.
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Todo empezó por un número equivocado, el teléfono sonó tres veces en mitad de la noche y la voz al otro lado preguntó por alguien que no era él. Mucho más tarde, cuando pudo pensar en las cosas que le sucedieron, llegaría a la conclusión de que nada era real excepto el azar. Pero eso fue mucho más tarde. Al principio, no había más que el suceso y sus consecuencias. Si hubiera podido ser diferente o si todo estaba predeterminado desde que la primera palabra salió de la boca del desconocido, no es la cuestión. La cuestión es la historia misma, y si significa algo o no significa nada no es la historia quien ha de decirlo.
En cuanto a Quinn, no es preciso que nos detengamos mucho. Quién era, de dónde venía y qué hacía tienen poca importancia. Sabemos, por ejemplo, que tenía treinta y cinco años. Sabemos que había estado casado, que había sido padre y que tanto su esposa como su hijo habían muerto. También sabemos que escribía libros. Para ser exactos, sabemos que escribía novelas de misterio. Escribía estas obras con el nombre de William Wilson y las producía a razón de una al año aproximadamente, lo cual le proporcionaba suficiente dinero para vivir modestamente en un pequeño apartamento en Nueva York. Como no dedicaba más de cinco o seis meses a una novela, el resto del año estaba libre para hacer lo que quisiera. Leía muchos libros, miraba cuadros, iba al cine. En verano veía los partidos de béisbol en la televisión; en invierno iba a la ópera. Más que ninguna otra cosa, sin embargo, le gustaba caminar.
Casi todos los días, con lluvia o con sol, con frío o con calor, salía de su apartamento para caminar por la ciudad, sin dirigirse a ningún lugar concreto, sino simplemente a donde le llevaran sus piernas.
Nueva York era un espacio inagotable, un laberinto de interminables pasos, y por muy lejos que fuera, por muy bien que llegase a conocer sus barrios y calles, siempre le dejaba la sensación de estar perdido. Perdido no sólo en la ciudad, sino también dentro de sí mismo. Cada vez que daba un paseo se sentía como si se dejara a sí mismo atrás, y entregándose al movimiento de las calles, reduciéndose a un ojo que ve, lograba escapar a la obligación de pensar. Y eso, más que nada, le daba cierta de paz, un saludable vacío interior. El mundo estaba fuera de él, a su alrededor, delante de él, y la velocidad a la que cambiaba le hacía imposible fijar su atención en ninguna cosa por mucho tiempo. El movimiento era lo esencial, el acto de poner un pie delante del otro y permitirse seguir el rumbo de su propio cuerpo. Mientras vagaba sin propósito, todos los lugares se volvían iguales y daba igual dónde estuviese. En sus mejores paseos conseguía sentir que no estaba en ningún sitio. Y esto, en última instancia, era lo único que pedía a las cosas: no estar en ningún sitio. Nueva York era el ningún sitio que había construido a su alrededor y se daba cuenta de que no tenía la menor intención de dejarlo nunca más.
En el pasado Quinn había sido más ambicioso. De joven había publicado varios libros de poesía, había escrito obras de teatro y ensayos críticos y había trabajado en varias traducciones largas. Pero bruscamente había renunciado a todo eso. Una parte de él había muerto, dijo a sus amigos, y no quería que volviera a aparecérsele. Fue entonces cuando adoptó el nombre de William Wilson. Quinn ya no era la parte de él capaz de escribir libros, y aunque en muchos sentidos Quinn continuaba existiendo, ya no existía para nadie más que para él.
Había seguido escribiendo porque era lo único que se sentía capaz de hacer. Las novelas de misterio le parecieron una solución razonable. Le costaba poco inventar las intrincadas historias que requerían y escribía bien, a menudo a pesar de sí mismo, como sin hacer ningún esfuerzo. Dado que no se consideraba autor de lo que escribía, tampoco se sentía responsable de ello, y por lo tanto no estaba obligado a defenderlo en su corazón. William Wilson, después de todo, era una invención, y aunque había nacido dentro del propio Quinn, ahora llevaba una vida independiente. Quinn le trataba con deferencia, a veces incluso con admiración, pero nunca llegó al punto de creer que él y William Wilson fueran el mismo hombre. Por esta razón no asomaba por detrás de la máscara de su seudónimo. Tenía un agente, pero nunca le veía. Sus contactos se limitaban al correo, y con ese propósito Quinn había alquilado un apartado en la oficina de correos. Lo mismo ocurría con el editor, que le pagaba todos sus honorarios y derechos a través del agente. Ningún libro de William Wilson incluía una fotografía del autor o una nota biográfica. William Wilson no aparecía en ninguna guía de escritores, no concedía entrevistas y todas las cartas que recibía las contestaba la secretaria de su agente. Que Quinn supiera, nadie conocía su secreto. Al principio, cuando sus amigos se enteraron de que había dejado de escribir, le preguntaban de qué pensaba vivir. Él les contestaba a todos lo mismo: que había heredado un fondo fiduciario de su esposa. Pero la verdad era que su esposa nunca había tenido dinero. Y la verdad era que él ya no tenía amigos.
Hacía ya más de cinco años. Ya no pensaba mucho en su hijo y recientemente había quitado la fotografía de su mujer de la pared. De vez en cuando, sentía de repente lo mismo que cuando tenía al niño de tres años en sus brazos, pero eso no era exactamente pensar, ni siquiera era recordar. Era una sensación física, una impronta que el pasado había dejado en su cuerpo y sobre la cual él ya no tenía control. Estos momentos se producían cada vez con menos frecuencia y en general parecía que las cosas habían empezado a cambiar para él. Ya no deseaba estar muerto. Al mismo tiempo, no se puede decir que se alegrara de estar vivo. Pero por lo menos no le molestaba. Estaba vivo, y la persistencia de este hecho había empezado poco a poco a fascinarle, como si hubiera conseguido sobrevivirse, como si en cierto modo estuviera viviendo una vida póstuma. Ya no dormía con la lámpara encendida y desde hacía muchos meses no recordaba ninguno de sus sueños.
Era de noche. Quinn estaba tumbado en la cama fumando un cigarrillo y escuchando el repiqueteo de la lluvia en la ventana. Se preguntó cuándo dejaría de llover y si por la mañana le apetecería dar un paseo largo o corto. Un ejemplar de los Viajes de Marco Polo yacía abierto boca abajo en la almohada, a su lado. Desde que había terminado la última novela de William Wilson dos semanas antes había estado haciendo el vago. Su detective narrador, Max Work, había resuelto una serie de complicados crímenes, había sufrido un buen número de palizas y había escapado por un pelo varias veces, y Quinn se sentía algo agotado por sus esfuerzos. A lo largo de los años Work sé había hecho íntimo de Quinn. Mientras William Wilson seguía siendo una figura abstracta, Work había ido cobrando vida. En la tríada de personajes en que Quinn se había convertido, Wilson actuaba como una especie de ventrílocuo, el propio Quinn era el muñeco y Work la voz animada que daba sentido a la empresa. Aunque Wilson fuera una ilusión, justificaba las vidas de los otros dos. Aunque Wilson no existiera, era el puente que le permitía a Quinn pasar de sí mismo a Work. Y, poco a poco, Work se había convertido en una presencia en la vida de Quinn, su hermano interior, su camarada en la soledad.
Quinn cogió el libro de Marco Polo y empezó a leer de nuevo la primera página. «Pondremos por escrito lo que vimos tal y como lo vimos, lo que oímos tal y como lo oímos, de modo que nuestro libro pueda ser una crónica exacta, libre de cualquier clase de invención. Y todos los que lean este libro o lo oigan puedan hacerlo con plena confianza, porque no contiene nada más que la verdad.» Justo cuando Quinn estaba empezando a reflexionar sobre el significado de las frases, a dar vueltas en la cabeza a su tajante firmeza, sonó el teléfono. Mucho más tarde, cuando pudo reconstruir los sucesos de aquella noche, recordaría que miró el reloj, vio que eran más de las doce y se preguntó por qué alguien le llamaría a esas horas. Pensó que lo más probable era que fuesen malas noticias. Se levantó de la cama, fue desnudo hasta el teléfono y cogió el auricular al segundo timbrazo.
—¿Sí?
Hubo una larga pausa al otro extremo de la línea y por un momento Quinn pensó que la persona que llamaba había colgado. Luego, como si viniera de muy lejos, le llegó el sonido de una voz distinta de todas las que había oído. Era a la vez mecánica y llena de sentimiento, apenas más alta que un murmullo y sin embargo perfectamente audible, y tan uniforme en el tono que no pudo saber si pertenecía a un hombre o a una mujer.
—¿Oiga? —dijo la voz.
—¿Quién es? —preguntó Quinn.
—¿Oiga? —repitió la voz.
—Le estoy escuchando —dijo Quinn—. ¿Quién es?
—¿Es usted Paul Auster? —preguntó la voz—. Quisiera hablar con el señor Paul Auster.
—Aquí no hay nadie que se llame así.
—Paul Auster. De la Agencia de Detectives Auster.
—Lo siento —dijo Quinn—. Debe haberse equivocado de número.
—Es un asunto de la máxima urgencia —dijo la voz.
—Yo no puedo hacer nada por usted —contestó Quinn—. Aquí no hay ningún Paul Auster.
—Usted no lo entiende —dijo la voz—. El tiempo se acaba.
—Entonces le sugiero que marque de nuevo. Esto no es una agencia de detectives.
Quinn colgó el teléfono. Se quedó de pie en el frío suelo, mirándose los pies, las rodillas, el pene fláccido. Durante un segundo lamentó haber sido tan brusco con la persona que llamaba. Podría haber sido interesante, pensó, seguirle la corriente durante un rato. Quizá podría haber averiguado algo del caso, quizá incluso le habría ayudado de alguna manera. «Tengo que aprender a pensar más deprisa cuando estoy de pie», se dijo.
Como la mayoría de la gente, Quinn no sabía casi nada de delitos. Nunca había asesinado a nadie, nunca había robado nada y no conocía a nadie que lo hubiese hecho. Nunca había estado en una comisaría de policía, nunca había conocido a un detective privado, nunca había hablado con un delincuente. Lo poco que sabía de esas cosas lo había aprendido en los libros, las películas y los periódicos. Sin embargo, no consideraba que eso fuera un obstáculo. Lo que le interesaba de las historias que escribía no era su relación con el mundo, sino su relación con otras historias. Ya antes de convertirse en William Wilson, Quinn era un devoto lector de novelas de misterio. Sabía que la mayoría de ellas estaban mal escritas, que la mayoría no podían resistir ni el examen más superficial, pero era la forma lo que le atraía, y sólo se negaba a leerlas cuando se trataba de una novela indescriptiblemente mala. Mientras que su gusto en otro tipo de libros era riguroso, exigente hasta la intransigencia, con estas obras no mostraba casi ninguna discriminación. Cuando tenía el estado de ánimo adecuado, le costaba poco leer diez o doce seguidas. Era una especie de hambre que se apoderaba de él, un ansia de una comida especial, y no paraba hasta que se sentía lleno.
Lo que le gustaba de esos libros era la sensación de plenitud y economía. La buena novela de misterio no tiene desperdicio, no hay ninguna frase, ninguna palabra que no sea significativa. E incluso cuando no es significativa, lo es en potencia, lo cual viene a ser lo mismo. El mundo del libro toma vida, bulle de posibilidades, de secretos y contradicciones. Dado que todo lo visto o dicho, incluso la cosa más vaga, más trivial, puede estar relacionada con el desenlace de la historia, es preciso no pasar nada por alto. Todo se convierte en esencia; el centro del libro se desplaza con cada suceso que lo impulsa hacia adelante. El centro, por lo tanto, está en todas partes, y no se puede trazar ninguna circunferencia hasta que el libro ha terminado.
El detective es quien mira, quien escucha, quien se mueve por ese embrollo de objetos y sucesos en busca del pensamiento, la idea que una todo y le dé sentido. En efecto, el escritor y el detective son intercambiables. El lector ve el mundo a través de los ojos del detective, experimentando la proliferación de sus detalles como si fueran nuevos. Ha despertado a las cosas que le rodean, como si éstas pudieran hablarle, como si, debido a la atención que les presta ahora, empezaran a tener un sentido distinto del simple hecho de su existencia. Detective privado. El término tenía un triple sentido para Quinn. No sólo era la letra «i», inicial de «investigador», era «I», con mayúscula, el diminuto capullo de vida enterrado en el cuerpo del yo que respira. [1] Al mismo tiempo era también el ojo físico del escritor, el ojo del hombre que mira el mundo desde sí mismo y exige que el mundo se le revele. Desde hacía cinco años Quinn vivía presa de este juego de palabras.
Por supuesto, hacía mucho tiempo que había dejado de considerarse real. Si seguía viviendo en el mundo era únicamente a distancia, a través de la persona imaginaria de Max Work. Su detective necesariamente tenía que ser real. La naturaleza de los libros lo exigía así. Aunque Quinn se hubiera permitido desaparecer, retirarse a los confines de una vida extraña y hermética, Work continuaba viviendo en el mundo de los demás, y cuanto más se desvanecía Quinn, más persistente se volvía la presencia de Work en ese mundo. Mientras Quinn tendía a sentirse fuera de lugar en su propia piel, Work era agresivo, rápido en sus respuestas y ágil para adaptarse a cualquier lugar. Las mismas cosas que a Quinn le causaban problemas, Work las daba por sentadas y superaba sus complejas aventuras con una facilidad y una indiferencia que nunca dejaban de impresionar a su creador. No era precisamente que Quinn deseara ser Work, ni siquiera ser como él, pero le daba seguridad fingir que era Work mientras escribía sus libros, saber que tenía la capacidad de ser Work si alguna vez se decidía a ello, aunque sólo fuera en su mente.
Esa noche, mientras finalmente se iba quedando dormido, Quinn trató de imaginar qué le habría dicho Work al desconocido del teléfono. En su sueño, que más tarde olvidó, se encontraba solo en una habitación disparando con una pistola contra una pared blanca y desnuda.
A la noche siguiente le pilló desprevenido. Pensaba que el incidente había terminado y no esperaba que el desconocido volviera a llamar. Casualmente, estaba sentado en el retrete, en el acto de expulsar un cagallón, cuando sonó el teléfono. Era algo más tarde que la noche anterior, faltaban diez o doce minutos para la una. Quinn acababa de llegar al capítulo que cuenta el viaje de Marco Polo desde Pekín a Amoy y el libro estaba abierto sobre su regazo mientras él hacía sus necesidades en el diminuto cuarto de baño. Recibió el timbrazo del teléfono con clara irritación. Contestar rápidamente significaría levantarse sin limpiarse y detestaba cruzar el apartamento en ese estado. Por otra parte, si terminaba lo que estaba haciendo a la velocidad normal, no llegaría a tiempo al teléfono. A pesar de ello, Quinn se descubrió renuente a moverse. El teléfono no era su objeto favorito y más de una vez había considerado la posibilidad de deshacerse del suyo. Lo que más le desagradaba era su tiranía. No sólo tenía el poder de interrumpirle en contra de su voluntad, sino que inevitablemente obedecía sus órdenes. Esta vez decidió resistirse. Al tercer timbrazo, su intestino se había vaciado. Al cuarto timbrazo había conseguido limpiarse. Al quinto, se había subido los pantalones, había salido del cuarto de baño y estaba cruzando tranquilamente el apartamento. Contestó el teléfono después del sexto timbrazo, pero no había nadie al otro extremo de la línea. La persona que llamaba había colgado.
La noche siguiente estaba preparado. Tumbado en la cama, leyendo cuidadosamente las páginas del Sporting News, esperó a que el desconocido llamara por tercera vez. De vez en cuando, presa de los nervios, se levantaba y paseaba por el apartamento. Puso un disco —la ópera de Haydn El hombre en la luna—y la escuchó de principio a fin. Esperó y esperó. A las dos y media finalmente renunció y se fue a dormir.
Esperó la noche siguiente, y también la otra. Justo cuando estaba a punto de abandonar su plan, comprendiendo que se había equivocado en todas sus suposiciones, el teléfono sonó de nuevo. Era el diecinueve de mayo. Recordaría la fecha porque era el aniversario de boda de sus padres —o lo habría sido, si hubieran estado vivos— y su madre le había dicho una vez que él había sido concebido en su noche de bodas. Este hecho siempre le había atraído —poder conocer con precisión el primer momento de su existencia— y a lo largo de los años había celebrado privadamente su cumpleaños ese día. Esta vez era un poco más temprano que las otras dos noches —aún no eran las once— y cuando alargó la mano para coger el teléfono supuso que sería otra persona.
—¿Diga? —dijo.
De nuevo hubo un silencio al otro lado. Quinn supo inmediatamente que era el desconocido.
—¿Diga? —repitió—. ¿Qué desea?
—Sí —dijo la voz al fin. El mismo susurro mecánico, el mismo tono desesperado—. Sí. Es necesario ahora. Sin dilación.
—¿Qué es necesario?
—Hablar. Ahora mismo. Hablar ahora —mismo. Sí.
—¿Y con quién quiere usted hablar?
—Siempre el mismo hombre. Auster. El hombre que se hace llamar Paul Auster.
Esta vez Quinn no vaciló. Sabía lo que iba a hacer, y ahora que había llegado el momento, lo hizo.
—Al habla —dijo—. Yo soy Auster.
—Al fin. Al fin le encuentro.
Oyó el alivio en la voz, la calma tangible que repentinamente la inundó.
—Exactamente —dijo Quinn—. Al fin. —Hizo una pausa para dejar que las palabras penetraran, tanto en él como en el otro—. ¿Qué desea?
—Necesito ayuda —dijo la voz—. Hay gran peligro. Dicen que usted es el mejor para estas cosas.
—Depende de a qué cosas se refiera.
—Me refiero a la muerte. Me refiero a la muerte y el asesinato.
—Ésa no es exactamente mi especialidad —dijo Quinn—. No voy por ahí matando gente.
—No —dijo la voz, malhumorada—. Quiero decir lo contrario.
—¿Alguien va a matarle a usted?
—Sí, matarme. Eso es. Van a asesinarme.
—¿Y quiere usted que yo le proteja?
—Que me proteja, sí. Y que encuentre al hombre que va a hacerlo.
—¿No sabe usted quién es?
—Lo sé, sí. Claro que lo sé. Pero no sé dónde está.
—¿Puede usted explicarme el asunto?
—Ahora no. Por teléfono no. Hay gran peligro. Debe usted venir aquí.
—¿Qué le parece mañana?
—Bien. Mañana. Mañana temprano. Por la mañana.
—¿A las diez?
—Bien. A las diez. —La voz le dio una dirección en la calle Sesenta y nueve Este—. No lo olvide, señor Auster. Tiene que venir.
—No se preocupe —dijo Quinn—. Allí estaré

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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