domingo, 26 de abril de 2015

CINE Y LITERATURA. El cartero siempre llama dos veces. Un camino fatal.


CINE Y LITERATURA.
James M. Cain nació en Annapolis el 1 de julio de 1892. Se educó en Chestertown, Maryland, y se graduó en el Washington College, en el que su padre era director. Tras servir en la Primera Guerra Mundial, regresó a Baltimore donde comenzó a trabajar como reportero. Empezó escribiendo para el `Baltimore American` y continuó en el `Baltimore Sun` hasta 1923. Tras una temporada en Nueva York, Cain se traslada a Hollywood. Allí intentó escribir guiones de películas, pero encontró un mayor éxito vendiendo relatos de ficción. Su primera novela, `The postman always rings twice`, (`El cartero siempre llama dos veces`) se publicó en 1934 y se convirtió en un bestseller. Cain regresó a Maryland en 1948, asentándose en Hyattsville. Continuó escribiendo y se hizo una figura familiar en el campus de la localidad. James M. Cain murió el 27 de octubre de 1977.

Cain no escribió historias de detectives ni de misterios a resolver, sino que compuso novelas de crimen, sexo y violencia. La gran mayoría de las tramas de Cain siguen un desarrollo similar: un hombre cae en las redes de una mujer, se ve envuelto en actividades criminales debido a ella y, al final, resulta traicionado por dicha mujer. Aunque predecible, esta línea argumental fue abordada una y otra vez, con gran éxito, y hoy en día aún funciona, como vemos en los films posteriores inspirados en la obra de Cain: `Body heat (`Fuego en el cuerpo`) o `Blood simple.

***

Cora se desquita de una vida de humillaciones casándose con Nick, pero la llegada de Frank a la fonda, propiedad del matrimonio, aviva las ganas de liberarse de su marido. Los amantes idean un `accidente` para que Nick muera. Pero las cosas no son tan sencillas: la cantidad de intereses creados en el caso golpea y debilita la confianza mutua de la flamante pareja.
Fuente N.N.

***
UN CAMINO FATAL
El cartero siempre llama dos veces ha sido reiteradamente saludada y evocada a partir de 1934 —es decir, durante cuarenta y cinco años— como una de las novelas capitales de la literatura negra. Por la fecha de su primera edición en lengua original y por sus indelebles características, forma parte de las obras que cimentaron el género, y su autor, James Cain, es considerado desde entonces como un escritor duro (un tough writer) por excelencia. Once años más tarde, en 1945, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares decidieron incluirla en la colección «El Séptimo Círculo», contribuyendo con esta versión castellana a la difusión de un libro cuyo impacto e influencia empalidecieron buena parte de la obra posterior de Cain.
En un artículo reciente, Javier Coma puntualiza: «En relación a las modalidades y tipologías de protagonismo, la evolución de la novela negra cubre paralelamente dos caminos de sobra conocidos: aquel estructurado sobre el personaje en principio positivo, que lucha a su manera contra el delito; y aquel adentrado en el individuo cuya caída en el crimen le convierte en un ser perseguido y acorralado. El primero brota en los orígenes del género a través del investigador «duro» (hard-boiled detective) [...]. El segundo camino adquirió sólido predicamento a partir del primer James Cain (The Postman Always Rings Twice, 1934, y Double Indemnity, 1936), del debut de McCoy (They Shoot Horses, Don't They?, 1935) y de la menos popular pero asimismo espléndida novela de Don Tracy Criss Cross (1936). Se trata de utilizar a la persona integrada en una vida normal, desconectada tanto del delito como de su represión, que penetra en el universo del crimen, frecuentemente en colaboración o a causa de una mujer»1.
Frank Chambers, protagonista de El cartero siempre llama dos veces, es efectivamente un hombre de vida si se quiere irregular pero cuyo mayor delito ha sido intercambiar, de vez en vez, algunos puñetazos con empleados de los ferrocarriles. Al comenzar la novela no es un criminal, pero se sume en el crimen con una pasmosa vertiginosidad a partir del momento en que conoce a la esposa del griego Nick Papadakis. Chambers y Cora Smith se yerguen entonces en sujetos de una historia cuyas contradicciones parecen llevarlos por un inexorable camino de fatalidad, y el final de la novela es una turbadora y ambigua paradoja: hay algo con más fuerza que la voluntad humana, consciente, y no es precisamente un ser superior —una deidad—, sino el propio, oscuro y desconocido deseo del hombre que termina por enfrentarse instintiva, oscuramente con un sistema represor. Sin duda es posible burlarse de un fiscal —sugiere esta novela de Cain—, pero no hay escapatoria del destino social, del rol que el sistema nos asigna según nuestra historia y según sus intereses.
El cartero siempre llama dos veces, con una sorprendente economía de recursos que evita con rigor la descripción interna psicológica de los personajes para relatarlos sólo desde la acción y desde sus austeros diálogos, y con una cierta intemporalidad que, curiosamente, dimensiona el conflicto hasta convertirlo casi en un anacrónico arquetipo, es la historia de un hombre «perseguido y acorralado». La policía no aparece aquí más que cuando se la llama, y si Chambers se encuentra con ella o huye de ella, el hecho no significa nada más allá de algo que fatalmente debe consumarse.
No hay ejemplaridad en él, ni en Cora Smith, ni en el fiscal Sackett, ni en el abogado Katz. El camino de Frank Chambers se borra incesantemente a sus espaldas, como su incierto pasado, y el presente es como un vértigo irregular y violento que oscila entre los instintos y la muerte.
JUAN CARLOS MARTINI

***
(Fragmento. Novela: "El cartero siempre llama dos veces").

1
A eso del mediodía me arrojaron del camión de heno. Me había montado en él la noche anterior en la frontera, y apenas tendido bajo la lona me quedé profundamente dormido. Estaba muy necesitado de ese sueño, después de las tres semanas que acababa de pasar en Tijuana, y dormía aún cuando el camión se detuvo a un lado del camino para que se enfriase el motor. Entonces vieron un pie que salía debajo de la lona y me arrojaron al camino. Intenté hacer unas bromas, pero el resultado fue un fracaso y comprendí que era inútil esperar nada. Me dieron un cigarrillo, sin embargo, y eché a andar en busca de algo que comer.
Fue entonces cuando llegué a la fonda Los Robles Gemelos. Era una de tantas entre las numerosas de California y cuya especialidad son los sandwiches. Se componía de un pequeño salón comedor, y arriba estaban las dependencias de la vivienda. A un lado había una estación de servicio y un poco más atrás media docena de cobertizos, a los que llamaban aparcamiento. Llegué allí rápidamente y me puse a mirar el camino. Cuando salió el dueño, le pregunté si había visto a un hombre que viajaba en un Cadillac. Le dije que ese hombre debía reunirse conmigo allí, donde comeríamos. Me contestó que no. Inmediatamente preparó una de las mesas y me preguntó qué deseaba comer. Le pedí zumo de naranja, huevo frito con jamón, torta de maíz, crepés y café. Poco después, el dueño estaba de vuelta con el zumo de naranja y las tortas de maíz.
—Oiga... Espere un momento. Tengo que decirle algo. Si ese amigo que estoy esperando no viene, tendrá que fiarme todo esto. La verdad es que debía pagar él, pues yo ando un poco escaso de fondos.
—Está bien. Coma tranquilo.
Me di cuenta de que me había calado y dejé de hablar del amigo del Cadillac. Poco después sospeché que el dueño quería decirme algo.
—¿Qué hace usted? ¿En qué trabaja?
—En lo que cae, sea lo que sea. ¿Por qué me lo pregunta?
—¿Qué edad tiene?
—Veinticuatro años.
—Joven, ¿eh? Un hombre joven como usted me sería muy útil en estos momentos.
—Buen negocio este que tiene usted aquí.
—El clima es muy bueno. No tenemos niebla como en Los Ángeles. Ni un solo día de niebla. El cielo está siempre limpio. Da gusto.
—De noche debe de ser precioso. Ahora mismo me parece que respiro su aroma.
—Sí, se duerme espléndidamente. ¿Sabe algo de coches? ¿Entiende de arreglo de motores?
—¡Claro!... Soy un mecánico nato.
Siguió hablándome del espléndido clima, de lo fuerte que estaba desde su llegada al lugar, y de cuanto le extrañaba que los empleados no le durasen. A mí no me extrañaba, pero seguí comiendo.
—¿Qué? ¿Cree que le gustaría quedarse aquí?
Yo ya había terminado de comer y estaba encendiendo el cigarro que me había dado.
—Le diré —respondí—: la verdad es que tengo dos o tres proposiciones. Pero le prometo pensarlo. Le aseguro que lo pensaré.
Entonces la vi. Hasta ese momento había estado en la cocina, pero entró en el comedor para recoger la mesa. Salvo su cuerpo, en verdad, no era ninguna belleza arrebatadora, pero tenía una mirada hosca y los labios salidos de un modo que me dieron ganas de aplastárselos con los míos.
—Le presento a mi esposa.
Ella no me miró. Hice una ligera inclinación de cabeza y una especie de saludo con la mano en que tenía el cigarro. Nada más. Se fue con la vajilla. En lo que al dueño y a mí se refería, era como si ni siquiera hubiese estado allí.
Me fui casi en seguida, pero cinco minutos después estaba de vuelta, para dejar un mensaje al amigo del Cadillac. El dueño tardó media hora en convencerme de que debía aceptar el empleo, y al fin me encontré en la estación de servicio, poniendo en condiciones unos neumáticos.
—Dígame, ¿cómo se llama?
—Frank Chambers.
—Yo, Nick Papadakis.
Nos estrechamos la mano y se fue. Un minuto después le oí cantar. Tenía una voz espléndida. Desde la estación de servicio podía ver perfectamente el interior de la cocina.

2
A eso de las tres llegó un hombre que estaba furiosísimo porque alguien le había pegado un papel engomado en uno de los parabrisas del coche. Tuve que ir a la cocina a sacarlo con vapor de agua.
—Está haciendo torta de maíz, ¿eh? Ustedes saben hacerla muy bien.
—¿Ustedes? ¿Qué quiere decir? —preguntó ella.
—Pues... usted y el señor Papadakis. Usted y Nick. La que me sirvieron en la comida estaba riquísima.
—¡Oh!...
—¿Tiene un trapo para coger esto?
—No es eso lo que usted quiso decir.
—Sí, ¿por qué no?
—Usted cree que yo soy mexicana.
—Ni se me había ocurrido.
—Sí, sí. Y no es usted el primero. Pero, escúcheme. Soy tan blanca como usted, ¿sabe? Es cierto que tengo el cabello negro y que puedo parecerlo, pero soy tan blanca como usted. Si quiere andar a buenas por aquí, no olvide eso.
—Pero usted no parece mexicana.
—Le digo que soy tan blanca como usted.
—No, usted no tiene nada de mexicana. Todas las mexicanas tienen caderas anchas y piernas mal formadas, y senos hasta el mentón, piel amarillenta y los cabellos que parecen untados con grasa de cerdo. Usted no tiene nada de eso. Es menuda, tiene una bonita piel blanca y sus cabellos son suaves y rizados, aunque sean negros. Lo único que tiene usted de mexicana son los dientes. Todas tienen dientes blanquísimos, hay que reconocérselo.
—Mi apellido de soltera es Smith. No es un nombre que suene a mexicana, ¿verdad.?
—No mucho.
—Además, ni siquiera soy de aquí. Vine de Iowa.
—Smith, ¿eh? ¿Y su nombre de pila?
—Cora. Puede llamarme así, si quiere.
Entonces fue cuando tuve la certeza de aquello sobre lo que simplemente me había aventurado al entrar en la cocina. No eran las tortas de maíz que tenía que cocinar ni el pelo negro lo que le daba la sensación de no ser blanca; era el hecho de estar casada con ese griego, y hasta parecía temer que yo la llamara señora de Papadakis.
—Muy bien, Cora. ¿Qué le parece si usted me llama Frank?
Se acercó y empezó a ayudarme. Estaba tan cerca de mí que yo podía percibir su olor. Y de pronto, aproximando mi boca a su oído, le pregunté:
—¿Cómo es que se casó con ese griego, Cora?
Ella dio un salto, como si le hubiese cruzado las carnes con un látigo.
—¿Le importa a usted eso?
—Sí. Mucho.
—Ahí tiene su parabrisas.
—Gracias.
Salí. Había logrado lo que deseaba. Acababa de lanzarle un directo bajo la guardia y estaba seguro de que el golpe había surtido efecto. En adelante, ella y yo nos entenderíamos. Tal vez no dijese que sí, pero estaba seguro de que no se me opondría. Sabía lo que yo quería y sabía también que me había dado cuenta del número que calzaba.
Aquella noche, mientras cenábamos, el griego se enojó con ella porque no me dio más patatas fritas. El hombre quería que yo estuviese a gusto allí para que no me fuese, como lo habían hecho los otros.
—Sírvele más.
—Ahí están sobre el hornillo. ¿Es que no puede servirse él mismo?
—No importa —atajé—. Todavía no he acabado con esto.
Pero el griego insistió. De haber tenido un poco de seso, hubiera comprendido que detrás de todo aquello había algo, porque su mujer no era de las que dejan que uno se sirva solo. Pero era un pobre idiota y siguió refunfuñando. Estábamos sentados a la mesa de la cocina, él en un extremo, ella en el otro y yo en medio. Yo no la miraba, pero veía su vestido. Era uno de esos guardapolvos blancos de enfermera como los que siempre usan las mujeres, ya trabajen en el consultorio de un dentista o en una panadería. Había estado limpio por la mañana, pero ahora se hallaba un poco ajado y sucio. Nuevamente, volví a percibir su olor.
—Sirve de una vez y basta de discutir —dijo el griego.
Ella se levantó a buscar las patatas. Su guardapolvo se abrió un instante y vi una de sus piernas. Cuando me sirvió las patatas, no las pude comer.
—Eso sí que está bueno —exclamó el griego—. Después de tanto discutir, ahora no las quiere.
—No tengo apetito. Comí mucho al mediodía.
El griego se portó como si hubiese obtenido una gran victoria y ahora la perdonara, comprobando con ello que realmente era un gran tipo.
—Es una buena muchacha. Mi pajarito blanco. Mi palomita blanca.
Me guiñó un ojo y se fue al piso superior. Ella y yo nos quedamos solos, sin decir palabra. Cuando bajó, el griego traía una botella y una guitarra. Nos sirvió un poco de la bebida, pero era uno de esos vinos griegos dulces y me cayó mal. Empezó a cantar. Tenía una voz de tenor, no como la de esos tenorcitos que se oyen por radio, sino voz de gran tenor, y los agudos los acompañaba con una especie de sollozo, como en los discos de Caruso. Pero ahora no podía escucharlo. Cada minuto que pasaba me sentía peor.
El griego observó mi cara y me llevó afuera.
—Aquí, al aire libre, se sentirá mejor.
—No es nada. Dentro de un rato estaré bien.
—Siéntese y no se mueva.
—Entre y no se preocupe por mí. Lo que pasa es que hoy he comido demasiado. No es nada.
Entró, y un segundo después devolví todo lo que había comido. Pero no era por el almuerzo, ni por las patatas, ni por el vino. Lo que pasaba era que ansiaba tan desesperadamente a aquella mujer, que ni siquiera podía retener nada en el estómago.
A la mañana siguiente descubrimos que el viento había arrancado el letrero de la fonda. A eso de medianoche había empezado a soplar, y a la madrugada era ya un vendaval que se llevó el letrero.
—Mire esto, ¡Qué ventarrón!
—Sí, ha soplado tan fuerte que no he podido dormir. No he dormido en toda la noche.
—Sí, sí, pero mire el letrero.
—Está destrozado.
Empecé a trabajar para ver si era posible arreglarlo. El griego se me acercó para mirar.
—¿Dónde hizo preparar este letrero?
—Estaba aquí cuando compré el negocio. ¿Por qué?
—No vale nada. Me asombra que con esto atraiga a un solo cliente.
Me fui a poner gasolina a un coche y lo dejé solo para que meditase sobre lo que acababa de decirle. Cuando regresé, todavía estaba mirando el letrero, que yo había apoyado contra la fachada de la casa. Tres de las bombillas eléctricas se habían roto. Conecté la llave, y la mitad de las bombillas que quedaban no se encendieron.
—Le pondremos bombillas nuevas y lo colgaremos otra vez. Así quedará muy bien.
—Usted manda.
—¿Por qué? ¿Qué tiene el letrero de malo?
—Es anticuado. Nadie les pone bombillas ya a esos letreros. Ahora se usan los de neón. Resaltan más y gastan menos corriente. Éste no vale nada. Fíjese. ¿Qué dice? Los Robles Gemelos. Nada más. La palabra «Fonda» no tiene bombillas. Los Robles Gemelos no abren el apetito ni le dan ganas a uno de detenerse a descansar un rato y pedir algo que comer. Ese letrero le está haciendo perder clientela; sólo que usted no se ha dado cuenta.
—Arréglelo como le dije y quedará bien.
—¿Por qué no manda hacer uno nuevo?
—No tengo tiempo.
Pero poco después volvió con un pedazo de papel. Había dibujado un plano del letrero luminoso, coloreado con lápiz azul, blanco y rojo. Decía: «Los Robles Gemelos, Fonda y Parrilla», y «N. Papadakis, Propietario» y «Salón Comedón).
—¡Éste sí que atraerá a los que pasen, como la miel a las moscas!
Corregí algunas palabras que tenían errores de ortografía y él les agregó unos ganchitos muy artísticos a las letras.
—Nick, ¿para qué vamos a colgar el letrero viejo? ¿Por qué no se va hoy mismo a la ciudad para que le hagan éste nuevo? Créame que es muy bonito. Además, esto del letrero tiene gran importancia. Un negocio vale tanto como su letrero, ¿no le parece?
—Lo haré hoy mismo.
Los Ángeles estaba a sólo unos treinta kilómetros de distancia, pero Nick se arregló y acicaló como para un viaje a París y se fue inmediatamente después del almuerzo. En cuanto desapareció su coche en una vuelta del camino, cerré la puerta de la calle con llave. Cogí un plato que estaba sobre una de las mesas y lo llevé a la cocina. Ella estaba allí.
—Aquí le traigo este plato que había quedado olvidado en el comedor.
—¡Oh!, gracias.
Me senté. Ella estaba batiendo algo en un plato con un tenedor.
—Pensaba ir a Los Ángeles con mi marido, pero empecé a cocinar esto y me pareció mejor quedarme.
—Yo también tengo mucho que hacer.
—¿Ya se siente mejor?
—Sí, estoy perfectamente bien.
—A veces, cualquier cosa puede hacerle daño a uno. Un cambio de agua, algo así, ¿verdad?
—Probablemente fue debido a que comí demasiado.
—¿Qué ha sido eso?
Alguien repiqueteaba con los nudillos en la puerta de la calle.
—Parece que alguno quisiera entrar.
—¿Está cerrada con llave la puerta, Frank?
—Sí, debo haberla cerrado.
Me miró y palideció. Fue a la puerta de vaivén y miró. Después atravesó el comedor, pero al cabo de algunos segundos ya estaba de vuelta.
—Parece que se fueron.
—No sé por qué se me ocurrió cerrar con llave.
—Y a mí se me olvidó ahora abrirla...
Dio un paso hacia el comedor, pero la detuve.
—Dejémosla... cerrada como está.
—Pero así no podrá entrar nadie... Tengo que cocinar esas cosas... Lavaré este plato...
La tomé en mis brazos y aplasté mis labios contra los suyos...
—¡Muérdeme! ¡Muérdeme!
La mordí. Hundí tan profundamente mis dientes en sus labios, que sentí su sangre en mi boca. Cuando la llevé arriba, dos Millos rojos corrían por su cuello.

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