sábado, 25 de abril de 2015

Rodolfo Walsh. Variaciones en rojo. Novela. Género: policíaca.


Rodolfo Walsh nació en 1927 en Argentina. Fue escritor, periodista, traductor y asesor de colecciones, con una obra que se centra especialmente en el género policial, periodístico y testimonial, con títulos tan celebrados `Operación Masacre` y `Quién mató a Rosendo`. Walsh es para muchos el paradigmático producto de una tensión resuelta: la establecida entre el intelectual y la política, la ficción y el compromiso revolucionario.

El 25 de marzo de 1977, un pelotón especializado emboscó a Rodolfo Walsh en calles de Buenos Aires con el objetivo de aprehenderlo vivo. Walsh, militante revolucionario, se resistió, hirió y fue herido, a su vez, de muerte. Su cuerpo nunca apareció. El día anterior, había escrito lo que sería su última palabra pública: la `Carta Abierta` a la Junta Militar.

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Las tres novelas breves que componen Variaciones en rojo han sido consideradas por la crítica auténticas piezas maestras de la literatura policial. Tres asesinatos son investigados y resueltos por dos hombres: el comisario Jiménez, hombre sagaz y experimentado en su oficio, y Daniel Hernández, un joven corrector de pruebas de una editorial, reflexivo y silencioso, que muestra una deslumbrante capacidad de observación y de análisis en sus conclusiones. Los dos hombres se complementan y, de alguna manera, rivalizan en la resolución de cada caso, elaborando diferentes teorías sobre la identidad y las motivaciones del asesinado.
Fuente:N.N.
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(Fragmento. Novela. Variaciones en rojo).
Noticia

 
  Sé que es un error —tal vez una injusticia— sacar a Daniel Hernández del sólido mundo de la realidad para reducirlo a personaje de ficción. Sé que al hacerlo contribuyo de algún modo a fijarlo en un destino que no quiso para sí y que le fue impuesto por la casualidad. Sin embargo, no veo cómo podría resistir la tentación de relatar —aun torpemente— algunos de los numerosos casos en que le ha tocado intervenir. Al decidirme a hacerlo he elegido, por rigor o pereza, el orden cronológico. Y en ese orden corresponde el primer lugar a "La Aventura de las Pruebas de Imprenta". Confieso, sin embargo, que he estado a punto de excluirla, a tal extremo es vulgar en cierto sentido el conjunto de circunstancias que hubo de aclarar Daniel Hernández, corrector de pruebas de la .editorial "Corsario", secuaz y homónimo de aquel otro Daniel que escrituras antiguas —parcialmente apócrifas— registran como el primer detective de la historia o de la literatura. En "Las Pruebas de Imprenta", es cierto, .no hay "drama", está ausente ese elementó fantástico o patético que enriquece otras de sus aventuras, como "Variaciones en Rojo", "La Mano en la Pared" o "El Foso de los Leones". Esa carencia necesariamente ha de reflejarse en la narración. Y, sin embargo, no he podido decidirme a suprimirla. En primer lugar, porque todas las demás la suponen: si Raimundo Morel no hubiese muerto, Daniel no se habría interesado en la solución de problemas criminales ni habría llevado su antigua amistad con el comisario Jiménez al nivel de una activa —y a veces molesta— colaboración. Y en segundo lugar porque tiene otro interés: es el más estrictamente policial de todos los casos que se le presentaron a Daniel Hernández. Parece condición ineludible de la narración policial que, cuanto más "ortodoxa" es en su planteo y solución, tanto más queda en la sombra eso que por no buscar términos más complicados llamaremos "interés humano". Daniel Hernández no pudo remediar esa pobreza de las circunstancias, y el narrador —desde luego— tampoco puede sustraerse a esa mínima fatalidad. Queda en pie, sin embargo, cualquiera sea mi impericia en el relato de los hechos, la fascinante cadena de razonamientos que sirvió a D. H. para esclarecerlos.
  Además, me parece en cierto modo simbólico que el primer enigma dilucidado por D. H. estuviera ligado tan estrechamente a su oficio. Creo que nunca se ha intentado el elogio del corrector de imprenta, y quizá no sea necesario. Pero seguramente todas las facultades que han servido a D. H. en la investigación de casos criminales eran facultades desarrolladas al máximo en el ejercicio diario de su trabajo: la observación, la minuciosidad, la fantasía (tan necesaria, vgr., para interpretar ciertas traducciones u obras originales), y sobre todo esa rara capacidad para situarse simultáneamente en planos distintos, que ejerce el corrector avezado cuando va atendiendo, en la lectura, a la limpieza tipográfica, al sentido, a la bondad de la sintaxis y a la fidelidad de la versión.
  Los otros dos relatos que integran este volumen tienen características distintas. El segundo intenta una solución de un problema clásico de la literatura policial; único género que cuenta ya con dos —o quizá tres— situaciones o problemas específicos susceptibles de distintas soluciones.
  He creído conveniente intercalar en el texto algunas ilustraciones y diagramas. Un crítico norteamericano, Stephen Leacock, ha condenado, en general, esos diagramas, con más ingenio que acierto. Yo considero que hay dos clases de lectores de novelas policiales: lectores activos y lectores pasivos. Los primeros tratan de hallar la solución antes que la dé el autor; los segundos se conforman con seguir desinteresadamente el relato. Aquéllos podrán interesarse en esas figuras; éstos, desestimarlas sin perjuicio.
  Tampoco he renunciado a otra convención que hunde su raíz en la esencia misma de la novela policial: el desafío al lector. En las tres narraciones de este libro hay un punto en que el lector cuenta con todos los elementos necesarios, si no para resolver el problema en todos sus detalles, al menos para descubrir la idea central, ya del crimen, ya del procedimiento que sirve para esclarecerlo. En "Las Pruebas de Imprenta" ese momento transcurre en la página 39. En "Variaciones en Rojo", en la página 110. En "Asesinato a Distancia", en la página 162.
 
 
 
 
 
 
 
 
  La aventura de las pruebas de imprenta

  A Horacio A. Maniglia
 
  "Entonces Daniel tuc traído delante
  del rey. Y habló el rey. y dijo a Daniel:
  ../'Y yo he oído de ti que puedes declarar
  las dudas y desatar dificultades.
  Si ahora pudieras leer esta escritura,
  y mostrarme su explicación, serás vestido
  de púrpura, y collar de oro será
  puesto en tu cuello, y en el
  reino serás el tercer señor."
  Biblia, Libro de Daniel, v, 1316.

 
 

  CAPITULO I

  En la Avenida de Mayo, entre una agencia de lotería y una casa de modas, se yerguen los tres pisos de la antigua librería y editorial Corsario. En la planta baja, grandes escaparates exhiben a un público presuroso e indiferente la muestra multicolor de los "recién aparecidos". Confluyen allí, en heterogénea mezcla, el último thriller y el más reciente premio Nobel, los macizos tomos de una patología quirúrgica y las sugestivas tapas de las revistas de modas.
  Adentro, en una suave penumbra, se extiende una interminable perspectiva de estanterías, colmadas de libros, que a esta hora de escasa afluencia de público recorren pausadamente, las manos a la espalda, taciturnos empleados, que a veces toman de una mesa un plumerito con el que sacuden el polvo de dos o tres libros, para volver a dejarlo en la mesa siguiente. Aún no son las cinco de la tarde. Dentro de un rato habrá un hervor de gente que entra y sale. Vendrá el poeta que acaba de "publicar", para preguntar si "sale" su libro. Los vendedores lo conocen, conocen el gesto ambiguo que no quiere desalentar, pero tampoco infundir excesivas esperanzas. Vendrá el autor desconocido que ha escrito una novela de genio, y quiere a toda costa que esta editorial —y no otra— sea la primera en publicarla. Si insiste, si se muestra irreductible, algún vendedor lo mandará al tercer piso, donde está la sección Ediciones. El manuscrito permanecerá dos o tres semanas en un cajón, hasta que al fin un empleado leerá las primeras veinte páginas, por simple tranquilidad de conciencia, y lo devolverá con una nota cortés, explicando que "por el corriente año está completo nuestro plan de ediciones". Vendrá la ex secretaria de Mussolini, del rey Faruk o del Mahatma Gandhi, que quiere publicar sus memorias, pues las considera de sumo interés para resolver la situación mundial. Y también —por qué no— vendrán algunos honestos clientes, que sólo desean comprar un libro.
  En el segundo piso, en un vasto salón calentado por estufas a kerosén, están las secciones Contaduría y Créditos, donde empleados de guardapolvo gris y empleadas de guardapolvo blanco hacen incesantes y misteriosas anotaciones en grandes libros comerciales, y manipulan las teclas rojas y blancas de las máquinas de calcular.
  Un piso más arriba está la sección Ediciones, donde revisores silenciosos y absortos corrigen los originales y las pruebas de imprenta, de las obras del sello. En las mesas y escritorios se amontonan grabados, muestras de telas y cueros de las encuademaciones, proyectos de tapas e ilustraciones. Los estantes de las paredes contienen una vasta colección de diccionarios: etimológicos, enciclopédicos y de ideas afines, de idiomas extranjeros, de modismos, de sinónimos...
  Y en aquel tercer piso conversaban desde hacía unos minutos Daniel Hernández y Raimundo Morel.
  La presencia física de Raimundo Morel proporcionaba siempre a Hernández dos disculpables consuelos: Raimundo era casi tan corto de vista como él, y algo más feo, lo que no es poco decir. Pero no era la suya de esas fealdades inconscientes que se llevan por el mundo sin pensar en sus posibles consecuencias en el prójimo, sino que parecía construida casi a designio y sobrellevada con plena responsabilidad y aun con cierta dignidad. Se desprendía sólo de la inarmonía de los rasgos individuales, pero sin afectar una especie de serenidad del conjunto. Era una fealdad que parecía sugerir excelencias del espíritu, de ésas que se llaman o deberían llamarse fealdades inteligentes, porque una fuerza interior las ha ido modelando paulatinamente desde sus orígenes, hasta volverlas tolerables y aun inadvertibles. La frente demasiado amplia, la nariz larga y un poco torcida, el mentón casi inexistente, los anteojos, la avanzada calvicie, cierto encorvamiento de la espalda y cierta torpeza en el andar daban a Morel el aire inconfundible del profesor envejecido en el tedioso ejercicio de la cátedra.
  Y sin embargo, Morel no era viejo. Contaba apenas treinta y cinco años. Y tanto su obra incesantemente renovada como su inteligencia siempre lúcida y despierta eran testimonio de esa juventud. Sus medios económicos lo dispensaban de la agria necesidad de trabajar, y ese hecho daba a todos sus escritos una objetividad y un desprendimiento de las transitorias circunstancias que era quizás el mayor de sus méritos.
  De sus viajes de estudios, iniciados en plena juventud, ninguno tan fructífero como el que había realizado a los Estados Unidos con el propósito de estudiar la literatura de ese país. Egresado de Harvard, su valoración crítica de autores tan dispares como Whitman, Emily Dickinson y Stephen Grane había llamado profundamente la atención. Eran estos antecedentes los que lo autorizaban a abordar la traducción al castellano del único quizá de los clásicos norteamericanos completamente ignorado en nuestra lengua, y que fuera a su vez brillante y perenne alumno de Harvard: Oliver Wendell Holmes.
  Sobre la pila de pruebas de imprenta descansaba en su plácida sobrecubierta celeste el tomo de la "Everyman Library" en que Holmes hace divagar con chisporroteante ingenio al poeta sentado a la mesa del desayuno. Raimundo Morel lo había contemplado con gratitud al entrar. Daniel, advirtiéndolo, sonrió.
  —Han demorado mucho las pruebas en la imprenta —dijo—, pero en fin, ya ve usted que aquí están. —Hizo una pausa y añadió: —Como de costumbre, han enviado el tercer tomo antes que el primero y el segundo.[1]
  Morel desdobló las largas galeras y con gesto mecánico buscó la numeración de las últimas, calculando el tiempo que llevaría en revisarlas.
  Después, hablaron de Holmes, de su múltiple personalidad de ensayista, poeta y hombre de ciencia. Morel demostró cierta inquietud por algunos detalles de la versión: aún no había resuelto si convenía traducir directamente los poemas intercalados en el texto, o si era preferible incluir la versión original y traducirla en nota al pie. Lo inquietaba, además, el marcado localismo de algunas alusiones. Estas características, a juicio de Daniel, eran el motivo por el cual aún nadie había traducido a Holmes.
  El último sol de la tarde entraba por el ventanal de la oficina, dorando los escritorios y las bibliotecas. Los empleados habían empezado a enfundar las máquinas de escribir y lanzaban miradas disimuladas al reloj eléctrico de la pared.
  Cuando éste marcó las siete menos cuarto, hora habitual de salida, tomaron sus sombreros de las perchas y se marcharon apresuradamente.
  Daniel y Raimundo aún permanecieron unos minutos en la oficina. Después bajaron sin prisa la escalera. Cuando llegaron a la planta baja, el vasto salón de ventas estaba desierto, salvo por la presencia del sereno, un hombre simiesco que los aguardaba junto a la entrada con visible impaciencia. Raimundo tuvo que agacharse mucho para pasar por la diminuta puerta abierta en la cortina metálica, y Daniel casi nada. Era aproximadamente la medida de su estatura.
  Caminaron por la Avenida de Mayo, y al llegar a la esquina de Piedras se separaron. Morel siguió por la Avenida, tropezando con el río de transeúntes, y Daniel dobló la esquina en dirección a su casa. Al cruzar la calle, miró su reloj pulsera.
  Eran las siete.
 

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