miércoles, 23 de julio de 2014

Las 1001 noches-. Estudio crítico. Por: R. CANSINOS ASSENS




Las 1001 noches-. Estudio crítico. Por:  R. CANSINOS ASSENS

 Las mil y una noches son tan universalmente conocidas que excusarían toda presentación si no la impusiese un obligado y tradicional rito de cortesía con el lector. Apenas habrá en todo el mundo quien no conozca esas sorprendentes historias que la gentil Schahrasad contó en tiempos remotos en la remota Persia, bajo la angustia de la muerte, con el alfanje de un sultán tiránico y misógino pendiente sobre su linda cabecita, y que, como pájaros maravillosos, animados por su verbo incomparable, se han desparramado después en su vuelo por todas las regiones de la tierra.

Esas historias que Schahrasad, la persa, contó en su lengua armoniosa al neurótico rey Schahriar, vencido al fin bajo el hechizo de su arrullante música, esas historias que salvaron su vida y la de todas las mujeres del reino, han pasado después, apadrinadas por ella, a todas las literaturas del mundo, y, repetidas por miles de rapsodas en todas las lenguas, dulces o ásperas, eufónicas o rudas, en que expresan los hombres diversamente la unanimidad de sus sueños, y recogidas y anotadas por diligentes escribas de todos los países, han podido llegar hasta nosotros incólumes, al través de los siglos.
En clara letra latina, en los bellos y confusos arabescos de la caligrafía islámica, en los complicados ideogramas chinos y japoneses, en los hieráticos caracteres eslavos, todas las criaturas que saben leer han leído este libro, encantador y profundo, y aun esa parte de la humanidad que, por su desgracia, no se ha elevado todavía a la consagración gráfica del verbo y sigue medio sorda y medio muda, conoce de oídas estas historias que, antes de ser dibujo, fueron música, y antes de ser un libro fueron una tradición y tuvieron una vida independiente del signo escrito.
Y la siguen teniendo como todas esas creaciones populares que ya existían antes del escritor que las recoge y seguirán existiendo después de él, pues no le debieron su vida ni fueron las hijas, sino las madres, de su libro.
Las mil y una noches, como la Biblia, los poemas homéricos y algunos pocos libros más—entre ellos el Quijote, son más que un libro, aunque se nos presenten en forma de tal, de igual modo que el paisaje es más que un cuadro y el alma más que un cuerpo.
Contienen un espíritu tan vital y humano, que se evade de la letra y goza de la propia ubicuidad, agilidad y sutileza del espíritu.
Son libros tan enormes y desmesurados, tan llenos están de humanidad, que hacen olvidar autor y origen y parecen compuestos—y así es en realidad—por la humanidad toda, en una colaboración maravillosa, presidida por el genio mismo de la especie.
En tales libros lo de menos es el detalle del escritor que les da nombre y que, en el fondo, no pasa de ser un mero escriba, pues son libros que existieron antes de la letra y el libro, de igual modo que la vida existió antes de la historia.
Esta encantadora Schahrasad, epónima de estas narraciones antiquísimas, no es su madre, sino su madrina y un personaje tan irreal como los de sus cuentos.
Schahrasad no ha existido nunca—¡llorad, poetas!—, como no han existido tampoco Sulamita, la de El Cantar de los Cantares; ni Radha, la del GitaGovinda; ni ninguna de esas mujeres seductoras, demasiado bellas para haber vivido entre los mortales.
Schahrasad es un eco y un nombre; uno de los mil nombres que, para no perdernos, ponemos a las obras del pueblo, a esas obras que no ha hecho nadie, por haberlas hecho tantos.
Schahrasad es a Las mil y una noches lo que el Faraón a las Pirámides.

ORIGENES PROBABLES DEL LIBRO


Son Las mil y una noches comparables a un gran río, que se hace caudaloso al acercarse al mar, o a una gran ciudad y cuyo origen se ignora.
Se han descubierto las fuentes del Nilo, tanto tiempo ignoradas; pero aún están por descubrir las fuentes de Las mil y una noches.
Los más famosos orientalistas de Europa, esos osados e incansables exploradores de literatura que se llamaron Guillermo Jones, Kosegarten Klaproth, Silvestre de Sacy, etc., y que corresponden a los Marco Polo, Ibn Batutah, Livingstone, Nordenskiold y demás exploradores de tierras remotas, no han logrado descubrir las fuentes de este Ganges literario y, al hablar de la génesis y formación del popularísimo libro, no emiten más que conjeturas e hipótesis.
Solo hay una cosa en que todos convienen: en la prosapia ariopersa de este fantasma literario, que se nos presenta vestido de túnica y tocado de turbante, como un moro del Oriente abbasi y hablando un árabe florido y elocuente, el árabe que se hablaba en las cortes de aquellos jalifas, amigos y mecenas de poetas y literatos.
Aquí, como en otros terrenos, no habrían sido los árabes, esos mercaderes andariegos de raza, sino simples intermediarios en esta transacción de esta categoría espiritual y Las mil y una noches que Europa ha conocido en lengua arábiga exótica, introducida por ellos en Occidente, con su marchamo islámico y el sello consabido: «No hay más Dios que El-Dio», bajo el cual introdujeron entre nosotros la canela de la India y la rosa de Persia.
Pero al investigar más a fondo el origen de ese fruto exótico ya surge la perplejidad y los exploradores se detienen desorientados; quédanse unos en la Persia de los pehlevies, que sucede a la Persia de Zoroastro y los Libros sagrados, escritos en zenda, es decir, en la patria de Schahrasad, y suponen que esa es también la patria del libro, que pudiéramos llamar expósito.
Al conquistar los árabes, bajo el jalifato de Omar—ese Saulo islámico—, en el año 18 de la hechra [1], la Persia de los sasanies, derrotando ante las murallas de Nehavend a su último monarca Yezdeguird III, recogieron como botín de guerra no solo un vasto imperio territorial, sino también el rico patrimonio espiritual de la vieja nación irania, y entre esos tesoros figuraría el famoso libro.
Pero los persas, a su vez, no han sido en la historia sino intermediarios, como los propios árabes; situados por la geografía entre Oriente y Occidente, han dado a este último con una mano lo que recibían del primero en la otra.
No han sido los persas sino los adelantados de ese verdadero Oriente, de donde todo trae su origen, porque en él, según generalmente se admite, lo tuvo la raza humana; más allá de los persas está la India, la madre, la creadora, la cuna de los pueblos que parecen cuneros, esa India en que empieza por lo menos la vida consciente del hombre y que conserva también, en forma de leyenda y mitos, los más remotos recuerdos de su vida inconsciente. La India, que bate el record de la antigüedad y del saber antiguo con el Egipto y la China, y que, durante muchos siglos, fue lo más remoto del Oriente que conoció Europa; la India, en que todas las cosas eran ya viejas cuando Alejandro Magno, joven como un dios, irrumpió en ella, seguido de un ejército de guerreros, poetas y filósofos. De aquella famosa expedición del gran Alejandro volvieron los griegos cargados de rico y diverso botín: oro, plata, libros, leyendas y hasta una secta filosófica, la de los gimnosofistas o desnudos, que iban más allá que Diógenes y prescindían hasta de la túnica como él prescindiera del vaso.
Pero ya antes de esa epopeya alejandrina (siglo IV antes de nuestra era) los persas, vecinos y consanguíneos de los indios, habían tomado de estos muchas cosas o, mejor dicho, no habían tomado, sino traído, pues hay un momento en la cronología más o menos histórica en que persas e indios son los mismos o, por lo menos, hermanos carnales, pertenecientes a la gran familia aria, y residen aún en la península del Ponchab, donde todavía quedan poblaciones de ascendencia irania, que hablan un persa un tanto dialectal y arcaico, pero que puede entenderse en Teherán (Chozdko: Grammaire de la Langue persane).
La lengua zenda, en que se escribió el Código religioso de Zaratustra (Zerduscht) o Zoroastro, es una lengua tan afín al sánscrito de los Vedas que, en ocasiones, parece la misma, salvo variantes análogas a las que distinguen al caldeo del hebreo bíblico, según puede verse en la Gramática comparada de Bopp; persas e indios son casi los mismos, mientras aquellos viven todavía en la meseta asiática en que fijan los etnólogos el punto de partida de las emigraciones raciales, y unos y otros comparten el mismo patrimonio de naciente cultura, al igual que comparten el suelo y los elementos naturales.
Al correrse luego al Oeste y al Sur, los persas llevan consigo esa propiedad cultural, compuesta principalmente de folklore y mitología y el rito de Agnio del Fuego, que será la base de la religión zoroástrica.
Pero luego de constituido el gran imperio persa de Ciro, mantienen siempre los iranios relaciones de toda clase, incluso bélicas, con los indios, y sería largo y extemporáneo decir todo lo que en esas épocas tomaron de ellos y todo lo que de ellos tomaron los griegos. Basta leer a Herodoto para descubrir, bajo el barniz helénico, la raíz persa de muchos nombres que indican el origen iranio de cosas tenidas por griegas.
Los persas hacen con los griegos el mismo papel que luego harán con los árabes, que a su vez arabizan sus préstamos. Y así los hacen irreconocibles; Las mil y una noches, supuesto que tengan un origen ariopersa, hablan árabe y rezan a Alá. Y esos árabes que les han dado su lengua merecen, pues, contarse entre sus padres.
Todo eso hace que resulte muy difícil clasificar exactamente este libro, que, por lo pronto, queda en la vaga región de lo asiático. Y ahí debemos por ahora detenernos nosotros.

EL ORIGEN REMOTO DE «LAS MIL Y UNA NOCHES»


Las mil y una noches deben su existencia a las noches de Asia. Es ella misma una colección de «historias de noche». No hay que extrañar, pues, lo oscuro de sus orígenes.
La literatura griega nace a la luz del día bajo los auspicios de Helios. La literatura oriental se abre, como el loto, bajo la mirada de la Luna.
Todo en Oriente reposa adormecido durante el día ardiente y deslumbrante; es por la noche cuando la Naturaleza y los hombres se reaniman y empiezan verdaderamente a vivir.
En esas horas dulces y tranquilas, oreadas por las brisas fragantes, es cuando las mujeres dejan el harén y se reúnen en las azoteas de sus casas, para solazarse y gustar sorbetes perfumados y contarse historias, y también los hombres se juntan en atrios, plazas y terrados, para saborear el placer de la sociabilidad y trenzar diálogos y contarse historias vividas o escuchadas.
Los reyes orientales, siempre llenos de preocupaciones de índole política o doméstica, se entregan en esa hora también a la expansión, y se olvidan de sus largas sesiones en el diván y hacen que sus visires dejen de ser ministros para convertirse en juglares.
Esos reyes suelen padecer de insomnios y, para entretener sus veladas y predisponerse al sueño, apelan al benigno hipnótico del cuento o historia, que distrae su mente de lo actual, y los traslada a regiones de ensueño y los prepara para el reposo.
Las historias llenan en esos tiempos la falta de la radio y el cine. Todos los monarcas de Oriente tienen siempre en torno suyo un cuerpo numeroso de juglares, de recitadores de historias. De Alejandro Magno se cuenta que, en su expedición a la India, llevaba consigo a todas partes ese séquito de narradores, encargados de amenizar sus nocturnos. ¿Quién sabe si algunas de estas historias habrán deleitado los oídos de aquel semidiós?
Era tal el temor que los monarcas y sultanes sentían ante la posibilidad de que les faltasen historias de noche, que mandaban escribir las que oían y eran más de su agrado y guardarlas en sus archivos, para volver a escucharlas en ocasiones de penuria inventiva por parte de sus juglares.
Ese fue el origen de los anales, crónicas e historias, como las que se recogen en la Biblia. Así se formó señaladamente el Libro de Esther.
A veces, como ya dijimos, actuaban de juglares los propios visires y aprovechaban la ocasión para amonestar al rey y darle lecciones indirectas de buena política, valiéndose de la fábula zoológica, para velar sus intenciones con esa máscara impersonal.
Así nacieron en la India esos libros como el Panchatantra y su epítome, el Hitopadesa, que Europa conoció en el siglo XIII con el nombre de Libro de Calila y Dimna.
De esa última fuente brotaron esas leyendas y tradiciones que constituyen la base del folklore occidental y que, después de haber encantado las noches de despóticos monarcas orientales, han venido a encantar las de los niños inocentes y buenos.
Pues a ese número de historias pertenecen las que forman el libro de Las mil y una noches, muchas de las cuales han llegado a nosotros por la tradición oral, antes de que las conociéramos en libro, desfiguradas y fantaseadas, como la historia de Esther y Asuero, o la de Alejandro, el gran conquistador, y toda esa mitología antigua, épica y caballeresca, que dimana del ciclo de la guerra de Troya, eco lejano del Mahabharata y de las guerras de la época feudal de los hindúes, refundido por los juglares medievales.
No es la primera vez que se hace notar el maravilloso poder andariego de esas historias antiquísimas, que van de un extremo al otro del mundo conocido en labios de viajeros, peregrinos y mercaderes, y que llegan a formar una literatura oral aparte, una versión popular de los argumentos tratados en los libros. Una versión de ese tipo es el Poema de Alejandro, en el medievo español.
La tradición oral introdujo en Europa, en esos siglos, muchos argumentos y temas exóticos que, de esa forma, llegaron al conocimiento de las personas cultas antes que sus originales escritos. Se trata de una prodigiosa metempsicosis de las ideas, de una trasmigración asombrosa de almas literarias.
Pues de ese modo llegaron también a Europa Las mil y una noches, sin nombre ni paternidad, antes de que el orientalista francés Antonio Galland se las diese a conocer, traducidas, a sus compatriotas en el siglo XVIII.
Por efecto de esa irradiación difusa, anónima y oral, que había introducido entre nosotros, en forma de folklore y leyenda, elementos del gran ciclo épico de la India, que luego trasciende a los libros de caballería y al romance, dionisiacamente desgarrado y transfigurado en miles de avatares, pasaron también a nuestra literatura occidental fragmentos de Las mil y una noches, argumentos y temas, pero sin nombre, pues solo los libros lo tienen.
Por los venecianos, esos inmemoriales traficantes con Oriente, mercaderes y viajeros de raza, penetraron en Europa, juntamente con las aromáticas especias de las Indias, muchos argumentos igualmente picantes; en Boccaccio, en Bandello, se puede gustar ese aroma de Oriente, condimento de temas, que han trascendido luego a Shakespeare y a Calderón, llenándose de sentido filosófico.
La crítica erudita ha señalado después, al conocerse en Europa Las mil y una noches como libro, transfusiones de su fondo oral y anónimo en El patrañuelo, de Timoneda; en La fierecilla domada, de Shakespeare, y en La vida es sueño, de Calderón. Y en el Orlando furioso, del Ariosto—canto XXII—, se encuentra ya el argumento inicial del libro asiático: la infidelidad de las esposas, causa de la misoginia de los dos reyes hermanos Schahriar y Schahsemán.
Pero todo eso se ha sabido después de haber publicado Galland su traducción francesa del libro oriental. Hasta entonces se conocían historias de Las mil y una noches, pero no las Noches mismas como tales.
Aunque parezca extraño, nunca hasta el siglo XVIII sonó en Europa ese nombre de «Mil y una noches», y eso que ya en el siglo X u XI existía, según los eruditos, el núcleo central del libro y nuestras comunicaciones con Oriente nunca estuvieron cortadas.
La Tumba del Gran Jan en Tartaria, que se supone henchida de tesoros, y el Sepulcro de Cristo en Jerusalén, son imanes potentísimos que atraen a viajeros y peregrinos cristianos y provocan esas tres movilizaciones en masa de los Cruzados.
Marco Polo, en el siglo XII, inicia ese itinerario que luego han de seguir otros muchos y que coge desde el norte de China hasta las islas de Ceilán, Madagascar y Java, es decir, todo el mapa de los viajes de Simbad, el marino, y a él debemos esas descripciones fastuosas de la corte de Kublai Jan, el sucesor de Schenchis Jan, con sus palacios inmensos, sus jardines maravillosos y toda esa escenografía como de magia que nos pintan Las mil y una noches.
Marco Polo baja hasta Jerusalén, meta obligada de su ruta, y así encierra su viaje entre dos sepulcros. Después de él, Pedro della Valle recorre el mismo itinerario, y va pisando sobre sus huellas, como después sobre las de éste otros viajeros ingleses, alemanes y franceses, cuya serie cierran, en el siglo XVI, Tavernier y Chardin.
Todos esos viajeros han pasado, en suma, por esa Siria, donde Galland encontró su manuscrito de Las mil y una noches; todos ellos pudieron, al menos, oír, en los zocos y cafés de Oriente, algunos de esos cuentos recitados por los juglares y haber dado luego en sus Relaciones alguna noticia de ellos.
Y, sin embargo, no fue así. Europa no supo nada de ese libro, que había de ser tan famoso en Occidente, hasta el siglo XVIII; ni siquiera el nombre.
Las mil y una noches, como tales, solo suenan y son conocidas en Europa cuando, en 1704, publica Galland, en Caen, la primera parte de su traducción de Les mille et une nuits.Contes árabes d'un auteur inconnu.
Esa es la primera comparecencia oficial en Europa de Las mil y una noches, que el orientalista y diplomático francés—nadie más indicado para esta presentación—, introduce en los salones de París.

 

«LES MILLE ET UNE NUITS» DE GALLAND


Antonio Galland es el descubridor de ese Oriente literario que Las mil y una noches nos revelan.
Y él es también quien, con su libro, sorprende a los orientalistas de su tiempo y da motivo a que se plantee ese debate literario sobre sus orígenes y paternidad en que aún no se ha dicho la última palabra.
La primera impresión que su libro produce es de sorpresa y perplejidad. El traductor no señala como fuente de su labor sino un manuscrito «qu'il a fallu faire venir de Syrie», y eso es motivo para que muchos lo sospechen de mixtificador y lo tomen por ese autor árabe desconocido que invoca.
Todo era también oscuro en torno a ese fenómeno literario que se desarrollaba a plena luz de Francia.
No estaba muy claro lo referente al manuscrito árabe que le sirviera a Galland para su traducción; según parece, lo encontró en Siria, adonde había ido con encargo de S. M. Cristianísima de recoger inscripciones y monedas para los museos franceses; pero no pudo adquirirlo y fue luego, estando ya en París, cuando pudo hacerse con él, por medio de sus agentes. El mismo lo declara así en su prólogo, con esa frase textual que hemos transcrito.
De ahí las primeras dudas sobre su autenticidad y la sospecha de sus contemporáneos de que se trate de una superchería, de que el buen hombre era incapaz, y lo tomen por su «autor árabe desconocido».
Su versión, sin embargo, tuvo éxito ruidoso, fulminante, debido, sobre todo, a sus méritos literarios.
Las mil y una noches, adaptadas al gusto francés del siglo XVIII, recortadas, civilizadas, pero sin perder del todo su aire exótico, bárbaro, oriental, fueron desde el primer momento la sensación de París, la novedad que aquel público novelero necesitaba; no solo se pusieron de moda, sino que fueron la moda.
Sorprendieron, encantaron, entusiasmaron a los hombres e indignaron un poco a las mujeres; aquellas costumbres poligámicas, aquel modo despótico de tratar a las esposas, sublevaban la dignidad de aquellas damas colmadas de halagos y homenajes en el pleno siglo de la galantería; los caballeros se ponían de parte del rey Schahriar; las señoras, como es lógico, abrazaban la causa de Schahrasad. Pero unos y otras estaban igualmente bajo el hechizo literario del libro.
Explicando el éxito de Las mil y una noches, de Galland, dice Carlos Nodier: «Produjeron desde el primer momento ese efecto que asegura a las producciones del ingenio el favor popular, con todo y pertenecer a una literatura poco conocida en Francia y admitir o, mejor dicho, exigir ese género de composición, detalles de costumbres, caracteres, indumentaria y lugares absolutamente extraños a todas las ideas corrientes en nuestros cuentos y novelas.
Todo el mundo se maravilló del encanto que emanaba de su lectura. Y es que la verdad de los sentimientos, la novedad de los cuadros, una imaginación fecunda en prodigios, un colorido lleno de calor, el atractivo de una sensibilidad sin pretensiones y la sal de una gracia sin caricatura, el ingenio y la naturalidad, en una palabra, gustan en todas partes y gustan a todo el mundo.»
Las opiniones de los lectores se dividían en lo tocante a lo que pudiéramos llamar fondo moral del libro; pero se unían para aplaudir su mérito literario. Las mil y una noches daban lugar a discusiones y torneos de ingenio y de galantería en los salones de París; ponían sobre el tapete la eterna cuestión del feminismo, siempre latente y existente antes de que miss Pankhurst y sus sufragistas le pusiesen nombre. Las bas-bleu salieron en seguida a la defensa de su sexo, y escritores complacientes y deseosos de complacer a sus amigas pusieron su erudición y su talento literario al servicio de la buena causa de vindicación de la mujer.
A eso se debe, sin duda, la publicación en París del libro Los mil y un días     cuentos persas, indos, turcos y chinos—, traducidos en lenguas europeas del texto original por los orientalistas Cazotte, Caylus, Engel, Petit de la Croix, etc., que viene a ser una réplica y hasta, en cierto modo, una parodia de Las mil y una noches, pues en él aparece el mismo argumento de las noches vuelto al revés, es decir, hecha la noche día, y su protagonista es una princesa que siente por los hombres la misma aversión y desencanto que el rey Schahriar por las mujeres, y todas las historias que en él se cuentan siguen esa tendencia misantrópica.
Los mil y un días, acerca de cuyo origen hay planteado el mismo debate que en torno a Las mil y una noches, pues, según unos, sus historias están tomadas del libro árabe Al-Farchu bádi-sch-Schiddet (El gozo tras la aflicción), de Al-Kaziyu-t-Tenuji, que el persa Husein Abasad-Dehistani tradujo a su idioma en el siglo V de la hechra, mientras otros, como Burton, afirman que su autor original fue el famoso dervisch Mujis, jefe de los sufíes de Ispahán; ese libro, surgido a la zaga del libro de Galland, goza reflejamente de su éxito y fue también un reflector que acrecentó el brillo de aquel.
Fácil es figurarse que contra Galland se formó un partido de mujeres resentidas y de escritores envidiosos que aprovechaban la ocasión para desacreditar Las mil y una noches, con el socorrido tilde de inmorales, de igualmente opuestas a las buenas costumbres y al buen gusto.
Hubo cierto escándalo en torno a Las mil y una noches, escándalo literario—no erudito todavía—y que puso altavoz a su éxito.
El rumor de las discusiones que Las mil y una noches promovían en la prensa y los salones de París, de aquel París tan libertino por un lado y tan mojigato por otro, fue tan fragoroso que se oyó a la otra banda del canal, y los ingleses, esos hombres tan insulares, tan reacios para adoptar modas ajenas, se apresuraron a trasplantar a su isla aquella flor exótica.
Ya en 1712 el ensayista Addison, en su famoso Spectator, habla de los cuentos árabes traducidos al francés por Galland. Y en 1713 aparecen las Arabian Nights. Entertainments, translated from the french, de autor anónimo, que en poco tiempo alcanzan su cuarta edición.
Síguenles a corta distancia sendas adaptaciones de Foster y Bussey, que hoy no tienen valor ante la crítica.
En Francia sigue en línea ascendente el éxito de la versión de Galland, cuya segunda parte se publica en París en 1717, muerto ya ese gran hombre (1715)       —cinco minutos de silencio—, y de la que se hacen reediciones en 1726-1738-1773-1774-1788, es decir, que Las mil y una noches llegan triunfantes casi al pie de la guillotina.
Son menester esos trágicos acontecimientos, esa sangrienta bacanal con que termina el siglo XVIII y empieza el siguiente, esa historia terrible, cuyos capítulos se llaman «Revolución», «Terror» y «Napoleón», para cortar en Francia el vuelo de estas dulces y románticas historias venidas del plácido Oriente y que, ante esos horrores, huyen asustadas y, como sus aristocráticos lectores, buscan refugio en climas más tranquilos.
Son los ingleses y los alemanes los que llenan ese intervalo de silencio francés en la crónica erudita de Las mil y una noches y realizan fructuosas pesquisas los primeros por el lado de la India, que les es familiar; los segundos, por el Oriente islámico.
En 1800 se publica en Londres la obra del doctor Jonatan Scott, funcionario del Gobierno británico en Bengala, titulada Tales, Anecdotes and Letters, translated from the Arabic and Persian, y en 1811, aparecen The Arabian Nights, Entertainments, traducidas por el mismo doctor Scott, de un manuscrito descubierto por Worthley Montague. Como se ve, son los ingleses los primeros que llevan la atención de los orientalistas hacia la Persia como fuente del libro.
Pero, en 1823, inscríbense en la bibliografía miliunanochesca, en Tubinga, la versión alemana del barón austriaco Von Hammer-Purgstall, hecha sobre manuscritos árabes de El Cairo y Estambul, y en 1824, en Breslau, la del doctor Max Habicht sobre un manuscrito de Túnez; ambas más ricas y completas que la de Galland.
En 1838, el irlandés Torrens publica en Calcuta, donde actúa de funcionario inglés, su versión, titulada The Book of the Thousand Nights and One Night, ajustada a un manuscrito egipcio, editado por MacNaghten. Y el mismo año aparecen, en Stuttgart, las Tausend und eine Nacht, arabische Erzählungen del doctor Gustavo Weil, arabista serio y ya justamente estimado por su Geschichte der Chalifen (Historia de los Jalifas), con el aditamento de «Por primera vez traducidas del texto primitivo (Urtexte) íntegra y fielmente».
En el entretanto, se han publicado en Oriente varias ediciones árabes del libro: la del scheij Al-Yemeni (Calcuta, 1814), que no llegó a terminarse; la de Bulak (1835) muy mutilada e incompleta; la de Beirut, expurgada por los jesuitas, y la de Esbekieh, en El Cairo, todas ellas discordantes entre sí. Y en las bibliotecas europeas existen doce manuscritos árabes, que tampoco concuerdan.
Es entonces cuando empieza la verdadera crítica erudita del libro, y los orientalistas de la época, pertenecientes a tres naciones: los franceses, capitaneados por De Sacy; los alemanes, por Von Hammer-Purgstall, y los ingleses, autónomos, tratan de deslindar los orígenes del libro y de fijar su texto canónico, auténtico, con el consiguiente desglose de apócrifos.
Difícil empresa la que los orientalistas acometen y cuya solución dificultan más todavía la parcialidad y personal entusiasmo de esos sabios que se han repartido el Oriente en sectores, y entre los que hay arabistas puros—De Sacy—, arabistas-persianistas—con Hammer-Purgstall—e indianistas-sanscritistas—Jones, Langlés—, y cada uno de esos doctos sátrapas reclama el libro para su jurisdicción y cada uno ve en él una obra de aquella literatura que le es más familiar.
Atraviésanse así inferencias pasionales en el debate científico, que, en virtud de ello, gana emoción y no pierde ciencia, pues, aunque por esos rodeos eruditos llegan a la misma conclusión que cualquier lector algo culto alcanza al primer vistazo por la vía intuitiva, o sea, que Las mil y una noches son la obra común de tres pueblos—hindú, persa y árabe—, sin olvidar la parte de los judíos, esos hombres ubicuos, y, en suma, un libro asiático, oriental, no perdemos nada siguiéndoles en esas correrías, pues ya se sabe que viajando se aprende y mucho más si se viaja en compañía de sabios.
Examinemos, pues, las tres hipótesis, que son como los tres tramos de una escalera, empezando por el superior, ya que es más cómodo bajar que subir.

LA HIPÓTESIS INDIANISTA


La hipótesis indianista es más bien una presunción, sugerida por la estructura del libro y por detalles tópicos y sustanciales que hacen pensar en un influjo hindú.
Las mil y una noches vienen a ser un libro por el estilo del Calila y Dimna, sin más diferencia esencial que la de ser sus personajes no animales como los de éste, sino personas; lo que marca una transición de la fábula al cuento. Su técnica es la misma que la del libro sánscrito, y consiste en ese entrelazamiento característico de historias, que se enredan y complican y nacen, por decirlo así, unas de otras, en partenogénesis, y responden a una intención moral, de alta pedagogía, en imágenes.
La India, además, aparece ya mencionada en el exordio del libro: el rey Schahriar es señor de las islas de Al-Hind (la India); su nombre puede interpretarse Señor—Aryo—de la ciudad, y los de las dos hermanas Schahrasad (o Scheresad) y Dunyasad (o Dinarsad) son evidentes deformaciones de Karataka y Damnaka, que en sánscrito significan, respectivamente, «domadora» y «corneja», en el último de los cuales nombres queda un vestigio zoológico.
Todo cuanto hay de fabuloso en el libro procede de la India, del fondo fantástico de esas grandes creaciones del Mahabharata y el Ramayana, donde ya se encuentra esa mitología teológica de ángeles, demonios, hadas y genios que en las Noches pululan, así como también esa fauna monstruosa de hombres-peces, hombres-monos, etcétera, que en ellas se describen. El paisaje y la atmósfera de Las mil y una noches son hindúes.
El autor o los autores de Las mil y una noches originales recibieron su inspiración de la India; ahora bien: el modelo sánscrito en que pudieran haberse inspirado se ha perdido y el único que podría suponerse paráfrasis o refundición de él es un libro persa, escrito en pehlevi: el Hasar Afsanah o los Mil cuentos, de autor también anónimo y también perdido, sin dejar otra huella que su título, igual que un nombre en una tumba, inscrito en ese censo mortuorio de libros que se llama Muruchu-z-Zahab (Praderas de oro) del polígrafo árabe Abu-1-Hasán Al-Masûdí, que floreció en Bazra en el siglo IV de la hechra.
En esa obra, cuyo título íntegro es Al-Maruchu-z-Zahab ua Máadini-l-Gahuar (Las praderas de oro y minas de perlas), hablando de obras árabes de amena y vaga literatura, traducidas del persa (farasiyah), del indo (hindiyah) y del grecorromano (rumiyah), se dice textualmente: «De esa clase es el libro titulado Hasar Afsanah o Mil cuentos, palabra que equivale al árabe «Zurafah» (Facetiae) que el vulgo conoce por El libro de las mil y una noches (Kitabu-alf-Leilah ua Leilah). Trátase de una historia de un rey y su visir, la hija de éste y una esclavita (hariyah) que llevan los nombres de Schirsad (hija de León) y Dinarsad (hija de Dinar). Y de esa clase son también las historias de Farzah (que otros leen Firza) y Simás, que contienen pormenores referentes a los reyes y visires de Hind: el Libro de Sindbad y otros de carácter análogo.»
Reforzaba Von Hammer su argumentación citando otro paso del mismo Al-Masûdi, en que el historiador árabe menciona que Al-Manzur, segundo de los jalifas abbasies y abuelo de Harunu-r-Raschid (siglo II de la hechra), mandó traducir al árabe muchos libros griegos, latinos, siríacos y persas (pehlevíes), entre ellos el Kalilah ua Damnah; las Fábulas, de Bidpai (Pilpai); la Lógica, de Aristóteles; la Geografía, de Ptolomeo, y los Elementos, de Euclides. Y luego, aventurándose a la hipótesis, concluye: «Todo induce a creer que el original de Las mil y una noches fue traducido al árabe siendo jalifa Al-Manzur, es decir, treinta años antes de serlo Harunu-r-Raschid, que luego había de desempeñar en esas historias tan preponderante papel.»
Citaba aún Von Hammer otros argumentos, que vamos a reproducir por el orden en que los fue exponiendo:
—Un siglo después de la referida mención de Al-Masûdi, un poeta que se firma «Rasti» (tajal-lus o seudónimo) y que era uno de los vates de cámara del sultán gasnevi Mahmud (siglo XI de nuestra era) puso en verso y probablemente refundió los Hasar Afsanah.
—En el famoso Kitabu-l-Fihsito Libro índice—de obras arábigas, compuesto en el siglo IV de la hechra por Mohammed-ben-Ishak-an-Nadim, popularmente conocido por Ebn-Lakub El Werrek (Burton rectifica Abu-1-Farach Mohammed Ibn-Ishak, vulgarmente conocido por Ibn-Alí Yakub Al-Uarrak, fundándose en Ibn Jalikán), se leen las siguientes palabras:
—La primera parte sobre la historia de los confabulatores nocturni (narradores de cuentos de noche) y los recontadores de aventuras ficticias juntamente con los nombres de los libros que traten de tales materias.
—Los primeros que compusieron temas de imaginación e hicieron de ellos libros y los depositaron en las bibliotecas, y dispusieron algunos de ellos como referidos por lenguas de animales, fueron los paleopersas (y los reyes de la primera dinastía).
Los reyes aschkanios, o de la tercera dinastía, añadieron otros a aquellos y los aumentaron y ampliaron en los días de los sasanies (cuarta y última dinastía).
También los árabes los vertieron a su lengua y los pulieron y embellecieron, y escribieron otros semejantes. La primera obra de esa clase fue la titulada El libro de Hasar Afsanah, que significa Alf-Zarafah, y cuyo argumento es el siguiente: Un rey de los reyes solía, cuando casaba con una mujer y pasaba con ella la noche, mandarla matar a la siguiente mañana. Ahora bien: casó una vez ese rey con una señorita de las hijas de los reyes, Schahrasad, dotada de talento y erudición, la cual, en tanto yacía con el rey, púsose a contarle historias de la fantasía y al final de la noche enlazaba su historia en otra, propia a inducir al rey a conservarle la vida para que le refiriese su final a la siguiente noche, y así hasta que mil noches se cumplieron. A todo esto seguía el rey cohabitando con ella, hasta que hubo en ella la dicha de un hijo y ella se lo participó, confesándole el ardid de que con él usara, y entonces el rey se maravilló de su inteligencia y le cobró afición y le perdonó la vida. Tenía ese rey una «Kahramanah» (aya y dueña, no entremetteuse) llamada Dinazard (¿Dunyasad?) que secundó a la esposa en su empresa.
Dicen también que ese libro fue compuesto para (o por) Humai, hija de Bahmán, y que en el se contenían otros argumentos.
Y añade Mohammed-ben-Ishak:
«Y es la verdad—si quiere Alá—que el primero que se recreó oyendo cuentos de noche fue Al Iskandar (Alejandro, el macedón) y que tenía un número de hombres encargados de contarle historias imaginarias y hacerlo reír, aunque no era su única intención la de distraerse, sino también la de aprender, por esas historias, a ser más cauto y prudente. Después de él, hicieron uso los reyes del libro titulado Hasar Afsa-nah. El cual contiene mil noches, pero menos de doscientos cuentos de noche, pues una sola historia abarca en él varias noches. Yo lo he visto completo varias veces, y es en verdad un libro corrompido (?) de rancias historias.»
Resulta, pues, como vemos, que el único libro que pudiera invocarse como modelo o versión original de Las mil y una noches árabes es el libro persa y, además, un libro fantasma. Pero a falta de una realidad, los partidarios de la tesis hindú se acogen a esa sombra e, infiriendo su existencia de su partida de defunción, ya que todo lo que muere ha vivido, la presentan como testigo en ese debate sobre el origen de Las mil y una noches; solo que, al hacerlo así, tienen que remediar la tesis hindú, para desposar la tesis persa. Y así lo hace Von Hamrner-Purgstall, bajando un tramo de la escala.

LA TESIS PERSA


El barón Von Hammer-Purgstall defiende su tesis persa tanto más fácilmente cuanto que casi todo lo que pudiera afirmarse sobre el origen hindú de Las mil y una noches es transferible a los persas, cuya literatura y fondo religioso-místico no son sino una adaptación a escala más reducida de las colosales creaciones brahmánicas.
Los antiguos iranios, animados de un sentido helénico de la medida, rebajaron las proporciones gigantescas de los palacios y poemas hindúes a la escala de lo humano, introdujeron orden y claridad en ese caos de grandeza monstruosa y trabajaron, con arte preciosista y menudo, el marfil y el oro de la India.
Los persas son un término medio entre la grandeza desmesurada de la India y la nulidad imaginativa de los semitas. Babilonia fue en su tiempo un gran laboratorio de poesía y de teología mística, como luego lo fue la Alejandría de los Ptolomeos.
En Babilonia vieron los hombres a los ángeles por primera vez. Todas las teogonías y cosmogonías semíticas vienen de allí; el cautiverio de los judíos en Babilonia fue para ellos una escuela de cultura iniciática en que su espíritu aprendió a volar, pese a sus cadenas corporales. Todos los libros bíblicos de esa época, toda esa ardiente espiritualidad que inspira las llameantes visiones de Ezequiel y los plácidos ensueños de Isaías, toda esa sublimidad imponente es la fiebre mística que se respira en Babilonia.
Siglos después, cuando el destierro se convierte en dispersión, es en Babilonia donde los judíos se sientan a recopilar su Talmud, ese libro en que la rigidez del Antiguo Testamento se humaniza y se florece de sonrisas poéticas.
Hay una analogía notable entre Las mil y una noches y el Talmud; en ambos libros hay de todo, verdad y leyenda, recuerdos de raza y visiones universales, y ambos son como arcas en que dos pueblos, en trance de dispersión, encierran sus pergaminos y sus momias.
Los persas están, como los griegos, entre el Oriente y el Occidente; son bellos, inteligentes y soñadores, y a propósito por sus condiciones naturales para desempeñar la alta diplomacia de la cultura. Es un pueblo-fénix que ha resurgido tres veces de sus cenizas, ha hablado tres lenguas, ha escrito en tres alfabetos y cuenta sus días por varios calendarios.
Los persas han tenido tres civilizaciones; han pasado por la escuela helénica y traducido, para darlos a conocer a Occidente, los más grandes libros sánscritos, y, para darlas a conocer al Oriente, las obras más insignes de la cultura griega.
Ellos fueron los traductores del Panchatantra, que en su versión árabe, hecha sobre la persa de Rudegui, dio luego Mokafa a conocer al Oriente y a Europa.
Nada, pues, de extraño que ellos fueran también, con su Hasar Afsanah, los autores originales de este libro de Las mil y una noches, compuesto de esas historias de noche que es notorio nacieron bajo su cielo nocturno. Con todas estas razones inductivas defienden los persianistas su tesis.

LA TESIS ARABE


Pero como los persianistas atestiguan con un muerto—el hipotético Hasar Afsanah—no logran convencer a los arabistas, que tienen en su apoyo a un vivo: el libro árabe.
Y Silvestre de Sacy—el barón Silvestre de Sacy, la reverencia se impone—, el traductor de Hariri, la suprema autoridad de la época en cuestiones arábigas, en su Mémoire sur l'origine du Recueil des Contes, intitulé Les Mille et une nuits leída ante la Academia de Inscripciones y Bellas Letras de París en 1829, rebate, con gran copia de argumentos eruditos, las afirmaciones de sus contrincantes y sostiene la tesis del origen absolutamente árabe del libro, con independencia de todo vínculo genealógico con ningún otro libro anterior, sánscrito ni persa, del que pudiera ser trasladado ni trasunto.
Según el ilustre arabista, Las mil y una noches fueron concebidas por árabes y escritas por árabes, en tierras del Islam, sin que signifiquen nada en contra ni puedan tomarse como guiones inductivos esas referencias a personajes y países exóticos—India, Persia, China—que figuran en él y que no son sino recursos literarios, fantasías de hombres que no se habían movido de su tierra.
Incluso en esos cuentos localizados en escenarios exóticos—nota De Sacy—no hacen sus autores sino describir gentes y costumbres y sucesos de Bagdad, Mozul, Damasco y El Cairo, durante la época de los abbasies.
La Historia del rey Kamaru-s-Semán y el rey Schahramán (Noches 148 a 176) no es más india ni persa que las otras.
El padre de la princesa reina sobre musulmanes, su madre se llama Fátima, y cuando el rey manda encarcelar al príncipe este se consuela en su prisión recitando aleyas del Corán. Los genios que en el argumento intervienen son los mismos de la leyenda de Salomón, y todo lo que allí se nos dice de la Ciudad de los Magos y de los adoradores del Fuego basta para demostrar que no cabe hacerse la ilusión de descubrir en esas páginas más que la obra de un literato musulmán.
Finalmente hace notar De Sacy que el árabe de Las mil y una noches no es ya el árabe clásico, sino el vulgar, y en conjunto sugiere la idea de una creación de la época de la decadencia literaria del Islam que, a juzgar por su presente forma, debió de escribirse en Siria.
Cuanto al Hasar Afsanah, el gran arabista niégale rotundamente, si no la existencia, sí toda relación de paternidad y, desde luego, toda identidad con Las mil y una noches. Pase que haya existido ese libro; pero Los mil cuentos no son Las mil y una noches, y los persianistas se han dejado seducir de un equivoco.
El famoso paso de Al-Masûdi—su argumento capital—no significa nada, pues hay que interpretarlo de otro modo que como los persianistas lo han hecho.
Y De Sacy procede a exponer su interpretación del referido paso del polígrafo árabe haciendo gala de un saber, a la verdad, algo sofístico.
Copiemos sus propias palabras:
«Hablando Masûdi—dice—de las relaciones portentosas que corrían en su tiempo sobre ciertos monumentos y personajes pertenecientes a la historia de los árabes antes de Mahoma, asegura que, a juicio de algunos, son otras tantas fábulas y narraciones novelescas “parecidas” a las que nos han traducido de las lenguas persa, india y griega, como, por ejemplo, el libro titulado Los mil cuentos. Esta es la misma obra comúnmente llamada Las mil noches y que contiene la historia del rey, del visir, de la hija del visir y la nodriza de esta, siendo los nombres de aquellas mujeres Chirzada y Dinarzada. En algunos ejemplares de la obra de Masûdi se lee, en vez de Las mil noches, Las mil y una noches, y, en lugar de “la historia del visir, de la hija del visir y la nodriza de ésta”, “la historia del visir y de sus dos hijas”.
«Pues bien—continúa el gran orientalista-, si me preguntan qué digo del paso de Masûdi, advertiré, en primer lugar, que todo él ha sido alterado, ya que presenta dos variantes de algún bulto. No disputo que este historiador tuviera noticia de una novela persa, titulada Los mil cuentos, y que esta novela se tradujera al árabe, como las Fábulas, de Bidpai, bajo el jalifato de Al-Mamún. También me inclino a admitir que los personajes de la aventura principal fueran un rey, su visir, la hija del visir y su nodriza; y aún, si se quiere, las dos hijas del visir, aunque esta última elección me parece muy sospechosa. Cuanto a las palabras “ésta es la misma obra comúnmente llamada Las mil noches” doy de barato que sean de Masûdi, aunque muy bien pudieran ser un añadido; pero lo que tengo por cierto es que Masûdi dijo Las mil noches y no Las mil y una noches. Esta noche de más se debe seguramente a los copistas, que creyeron que ese paso hacia relación a Las mil y una noches que ellos conocían, y, por la misma razón, creo que, en vez de “la hija del visir y su nodriza”, que dijo Masûdi, pusieron ellos “las dos hijas del visir”. Y aunque de pasada, notemos que sería más conforme con las costumbres orientales que la hija del visir tuviera a su lado a una dueña, y no a su hermana, mientras promediaban el lecho imperial. Todo lo que, en conclusión, puede sacarse del texto de Masûdi es que hubo allá en tiempos, con el nombre de Mil cuentos, un libro de origen persa o indio, traducido después al árabe, que no conocemos, y del que podrían haberse tomado los nombres de los principales personajes de Las mil y una noches.»
Silvestre de Sacy resume sus conclusiones en esta forma: «Mi opinión es que Las mil y una noches se escribieron en Siria, en lenguaje vulgar, sin que su autor hubiese terminado el libro, ya porque la muerte se lo impidiera, ya por cualquier otra razón, y que, posteriormente, los copistas procuraron rematar la obra, incluyendo en ella historias ya conocidas, pero que no pertenecían a esta colección, como Los viajes de Sindbad el marino y la Historia de los siete visires, o componiendo algunas ellos mismos, con mayor o menor fortuna, y que a eso se debe la gran variedad que se ha notado entre los diferentes manuscritos de esta colección y que ese es también el motivo de que no concuerden en el desenlace, de que hay dos relaciones muy discordes; que los cuentos añadidos lo fueron en distintas épocas y quizá en diferentes países, pero sobre todo en Egipto, y finalmente, que puede afirmarse, con mucha verosimilitud, que la época en que se compuso este libro no pudo ser muy antigua, como lo prueba el lenguaje en que está escrito.»
Ante la fuerza de estos argumentos, el orientalista francés M. Langlés, principal mantenedor de la tesis del origen ariopersa de Las mil y una noches, no tuvo nada que replicar, y su partidario, el orientalista austriaco Hammer, hubo de hacer concesiones reconociendo la parte importante que a los árabes corresponde en la paternidad del discutido libro.
La disertación de De Sacy tuvo tanto éxito que Augusto Weil la puso como prólogo al frente de su versión alemana de Las mil y una noches.


LA TESIS PERSA CON RUBRICA JUDIA


Pero la tesis persa reaparece con rúbrica judía, sustentada por el orientalista holandés Gaeje, que de un golpe, con solo abrir la Biblia por el Libro de Esther, muestra a los eruditos rebuscadores de libros lo que no habían visto en ese Libro de Libros, que tenían a la mano, quizá sobre su misma mesa, y demuestra, por modo concluyente, que la motivación y sugestión primera de Las mil y una noches no se derivan del Calila y Dimna ni de ningún libro sánscrito ni persa, sino del gran libro judío, la Biblia.
Pues en el Libro de Esther se encuentra ya condensado todo el argumento de la obra y las prefiguras de sus protagonistas—el rey (Asuero), Schahrasad (Esther), su padre adoptivo el visir (Mardojai), más un personaje que en Las mil y una noches no sale y que es Amán, el visir antisemita del rey Asuero.
El monarca persa Ahasveros reinaba «desde la India hasta la Etiopía, sobre ciento veintisiete provincias. El rey Ahasveros estaba casado con la reina Vasti, mujer hermosa y soberbia. Y sucedió que el rey, una vez, “hizo banquete”». Y... pero transcribamos mejor los propios versículos del Libro bíblico, que el drama nos cuenta...
10 El día séptimo, alegre por el vino el corazón del rey, mandó este a Mahuman, Bizta, Harbona, Bigta, Abagta, Zetar y Carcas, los siete eunucos que servían ante el rey Asuero, 11 que trajeran a su presencia a la reina Vasti, con su real corona, para mostrar a los pueblos y a los grandes su belleza, pues era de hermosa figura; 12 pero la reina se negó a venir con los eunucos, y el rey se irritó mucho y se encendió en cólera. 13 Preguntó entonces el rey a los sabios conocedores del derecho, pues era este el modo de tratar los negocios ante los conocedores de las leyes y del derecho, 14 de los cuales tenía junto a sí a los que ocupaban el primer rango en su reino, 15 qué ley habría de aplicarse a la reina Vasti por no haber hecho lo que el rey le había mandado por medio de los eunucos.
l6 Memucan respondió ante el rey y los príncipes: «No es solo al rey a quien ha ofendido la reina Vasti; es también a todos los príncipes y a todos los pueblos de todas las provincias del rey Asuero, l7 porque lo hecho por la reina llegará a conocimiento de todas las mujeres y será causa de que menosprecien a sus maridos, pues dirán: El rey Asuero mandó que llevasen a su presencia a la reina Vasti y ella no fue; l8 y desde hoy las princesas de Persia y de Media que sepan lo que ha hecho la reina se lo dirán a todos los príncipes del rey, y de aquí vendrán muchos desprecios y mucha cólera. l9 Si al rey le parece bien, haga publicar e inscribir entre las leyes de los persas y de los medos, con prohibición de traspasarlo, un real decreto mandando que la reina Vasti no parezca más delante del rey Asuero, y dé el rey dignidad de reina a otra que sea mejor que ella.
Y en el capítulo II prosigue la historia en estos términos:
l Después de esto, cuando ya se calmó la cólera del rey, pensó en Vasti y en lo que ésta había hecho y en la decisión que respecto de ella se había tomado. 2 Los servidores del rey le dijeron: «Búsquense para el rey jóvenes vírgenes y bellas, 3 poniendo el rey en todas provincias de su reino comisarios que hagan reunir todas las jóvenes vírgenes y de bella presencia en Susa, la capital, en la casa de las mujeres, bajo la vigilancia de Hegue, eunuco del rey y guarda de las mujeres, que les dará lo necesario para ataviarse, 4 y que la joven que más agrade al rey sea la reina en lugar de Vasti.» Aprobó el rey este parecer y se hizo así.
He ahí narrado en el mismo estilo de Las mil y una noches el drama conyugal del rey Asuero, origen del encumbramiento de Esther la judía, que, con su belleza y atractivos, hizo que aquel se olvidara por completo de la reina Vasti y de todas las mozas vírgenes de su reino, poniendo fin a ese ominoso tributo de las mil doncellas y salvando, de paso, a su pueblo judío de los manejos de Amán, el antisemita.
Ahí tenemos ya el argumento y las dramatis personae del libro árabe. Basta con exagerar un poco las cosas y los caracteres. Que el rey Asuero, en vez de repudiar a la reina Vasti, mande matarla y esas vírgenes reunidas en su serrallo desfilen ante él, no para que elija de entre ellas nueva esposa, sino para que las goce y las sacrifique por turno, y tendremos ya el caso del misógino, agresivo rey Schahriar.
La semejanza resalta todavía en el modo como el rey se entera del servició que Mardojai le había prestado en tiempos, salvándole la vida, y de los manejos antisemitas del ambicioso Amán, pues también ahí interviene una historia, aunque no sea Esther quien se la cuente:
«Cap. IV. l Aquella noche se le fue el sueño al rey y dijo que le trajesen el libro de las memorias de las cosas de los tiempos, y leyéronlas delante del rey...»
Por esa lectura sabe el rey Asuero que el padre adoptivo de su esposa salvárale antaño la vida, sin que por ello obtuviese recompensa, y decide llamarlo y honrarlo como se merece, subsanando aquel injusto olvido.
Y comparece ante el rey Mardojai y el rey lo nombra su gran visir en lugar de Amán, que muere en la horca que para el hebreo había, con demasiada prisa, mandado levantar.
Esta historia, que pudiera inscribirse en el ya citado libro de At-Tenuji Al Farchu-bâdi-sch-Schiddet (El gozo tras la aflicción), historia que empieza mal y acaba bien y que los judíos leen todos los años, para su edificación y consuelo, haciéndola seguir de una alegre carnavalada, en que se truecan los papeles, como se trocaron entonces los de Mardojai y Amán, es, en resumen, la misma historia del rey Schahriar y su esposa Schahrasad, que también empieza mal y acaba bien para las mujeres y para todo el reino de Persia.
Cierto que Asuero es un carácter menos violento que Schahriar y que, en cambio, Schahrasad es más enérgica y brava que Esther, y se da un aire en lo heroico a Judith, pues obra por propia iniciativa y no por sugestión de su padre adoptivo, Mardojai, que es allí toda el alma del enredo. Esther solo triunfa ante el rey por su hermosura, y por lo demás es una pavisosa, que no sabe historias ni cuentos entretenidos ni tiene malicia femenil, siendo simplemente una linda muñeca en manos de Mardojai.
Pero salvo esas diferencias, todo lo demás es idéntico, y esas diferencias tenía que introducirlas el retocador del asunto, pues si no habríase encontrado con el mismo Libro de Esther.
Confesamos que, de todas las hipótesis, esta de Gaeje nos parece la más admisible y podría servir de base para atribuirle la paternidad de las Noches a un escritor judío, arabizado, de los muchos que pululaban en esas cortes orientales.
Si bien se mira, todo el libro miliunanochesco está salpicado de constelaciones hebraicas; todo lo que en él se dice de Salomón y su poder sobre hombres y genios es de procedencia talmúdica, así como muchas de las anécdotas edificantes que en él se intercalan.
Schahrasad, como vemos, está hecha con retazos de Esther y Judith, pues en su decisión de ofrecerse al rey Schahriar hay algo que recuerda el gesto de la heroína hebrea que, ataviada con todas sus galas, adornada y ungida como para una noche nupcial, se dirige a la tienda de campaña de Holofernes, con el puñal escondido bajo sus ropas, como si dijéramos «con la navaja en la liga». Burton ha insinuado que acaso Schahrasad llevase también su navaja en la liga, por si le fallaban los cuentos. Y hasta esa hermanita Dunyasad, que la acompaña, recuerda a esa otra hermana menor que la Sulamita lleva consigo al palacio de Salomón: «Tenemos una hermana que aún no tiene pechos...»
Hay, pues, sobrados motivos para aceptar la hipótesis del orientalista holandés. El judío está en todas partes, en todo se tropieza con él y, como autor del libro más antiguo, tiene los precedentes de todo.
Saludemos a esa noble sombra.

R. CANSINOS ASSENS



[1] La héjira o huida (que tal significa la voz árabe) del Profeta Mohammed de la Meca a Medina, que tuvo lugar el 15 de julio del año 622 de nuestra era.

viernes, 18 de julio de 2014

La naranja mecànica.Anthony Burgess.





La naranja mecánica cuenta la historia del nadsat-adolescente Alex y sus tres drugos-amigos en un mundo de crueldad y destrucción. Alex tiene los principales atributos humanos: amor a la agresión, amor al lenguaje, amor a la belleza. Pero es joven y no ha entendido aún la verdadera importancia de la libertad, la que disfruta de un modo violento. En cierto sentido vive en el edén, y sólo cuando cae, como en verdad le ocurre, desde una ventana, parece capaz de llegar a transformarse en un verdadero ser humano.

Anthony Burgess fue un famoso escritor y compositor británico cuya obra más famosa fue la novela La naranja mecánica publicada en 1962. La historia está inspirada por un incidente vivido por el autor durante la Segunda Guerra Mundial, cuando él y su mujer fueron asaltados en 1944, siendo la esposa del propio Burgess víctima de robo y violación por parte de cuatro soldados estadounidenses en las calles londinenses. Dado que se encontraba embarazada, la paliza le provocó un aborto. El libro trata sobre la libre voluntad y la moral, y la manipulación de los individuos por fuerzas como los sistemas políticos, la represión, y como estas conllevan a la corrupción del ser humano.
***
Publiqué la novela A Clockwork Orange en 1962, lapso que debería haber bastado para borrarla de la memoria literaria del mundo. Sin embargo se resiste a ser borrada, y de esto la versión cinematográfica de Stanley Kubrick es la principal responsable. De buena gana la repudiaría por diferentes razones, pero eso no está permitido. Recibo cartas de estudiantes que tratan de escribir tesis sobre la novela, o peticiones de dramaturgos japoneses para convertirla en una suerte de obra de teatro noh. Así pues, es altamente probable que sobreviva, mientras que otras obras mías que valoro más muerden el polvo. Esta no es una experiencia inusual para los artistas. Rachmaninoff solía lamentarse de que se le conociera principalmente por un Preludio en Do menor sostenido que compuso en la adolescencia, mientras que sus obras de madurez no entraban nunca en los programas. Los niños afilan sus dientes pianísticos en un Minueto en Sol que Beethoven compuso sólo para poder detestarlo. Tendré que seguir viviendo con La naranja mecánica, y eso significa que me liga a ella un cierto deber de autor. Tengo un deber muy especial hacia ella en los Estados Unidos, y será mejor que explique en qué consiste.

Expondré la situación sin rodeos. La naranja mecánica nunca ha sido publicada completa en Norteamérica. El libro que escribí está dividido en tres partes de siete capítulos cada una. Recurra a su calculadora de bolsillo y descubrirá que eso hace un total de veintiún capítulos. 21 es el símbolo de la madurez humana, o lo era, puesto que a los 21 tenías derecho a votar y asumías las responsabilidades de un adulto. Fuera cual fuese su simbología, el caso es que 21 fue el número con el que empecé. A los novelistas de mi cuerda les interesa la llamada numerología, es decir que los números tienen que significar algo para los humanos cuando éstos los utilizan. El número de capítulos nunca es del todo arbitrario. Del mismo modo que un compositor musical trabaja a partir de una vaga imagen de magnitud y duración, el novelista parte con una imagen de extensión, y esa imagen se expresa en el número de partes y capítulos en los que se dispondrá la obra. Esos veintiún capítulos eran importantes para mí.

Pero no lo eran para mi editor de Nueva York. El libro que publicó sólo tenía veinte capítulos. Insistió en eliminar el veintiuno. Naturalmente, yo podía haberme opuesto y llevar mi libro a otra parte, pero se consideraba que él estaba siendo caritativo al aceptar mi trabajo y que cualquier otro editor de Nueva York o Boston rechazaría el manuscrito sin contemplaciones. En 1961 necesitaba dinero, aun la miseria que me ofrecían como anticipo, y si la condición para que aceptasen el libro significaba también su truncamiento, que así fuera. Por tanto hay una profunda diferencia entre La naranja mecánica que es conocida en Gran Bretaña y el volumen algo más delgado que lleva el mismo título en los Estados Unidos de América.

Sigamos adelante. El resto del mundo recibió sus ejemplares a través de Gran Bretaña, y por eso la mayoría de las versiones (ciertamente las traducciones francesa, italiana, rusa, hebrea, rumana y alemana) tienen los veintiún capítulos originales. Ahora bien, cuando Stanley Kubrick rodó su película, aunque lo hizo en Inglaterra, siguió la versión norteamericana, y al público fuera de los Estados Unidos le pareció que la historia acababa algo prematuramente. No es que los espectadores exigieran la devolución de su dinero, pero se preguntaban por qué Kubrick había suprimido el desenlace. Muchos me escribieron a propósito de eso; la verdad es que me he pasado buena parte de mi vida haciendo declaraciones xerográficas, de intención y de frustración de intención, mientras que Kubrick y mi editor de Nueva York gozaban tranquilamente de la recompensa por su mala conducta. La vida, por supuesto, es terrible.

¿Qué ocurría en ese vigésimo primer capítulo? Ahora tienen la oportunidad de averiguarlo. En resumen, mi joven criminal protagonista crece unos años. La violencia acaba por aburrirlo y reconoce que es mejor emplear la energía humana en la creación que en la destrucción. La violencia sin sentido es una prerrogativa de la juventud; rebosa energía pero le falta talento constructivo. Su dinamismo se ve forzado a manifestarse destrozando cabinas telefónicas, descarrilando trenes, robando coches y luego estrellándolos y, por supuesto, en la mucho más satisfactoria actividad de destruir seres humanos. Sin embargo, llega un momento en que la violencia se convierte en algo juvenil y aburrido. Es la réplica de los estúpidos y los ignorantes. Mi joven rufián siente de pronto, como una revelación, la necesidad de hacer algo en la vida, casarse, engendrar hijos, mantener la naranja del mundo girando en las rucas de Bogo, o manos de Dios, y quizás incluso crear algo, música por ejemplo. Después de todo Mozart y Mendelssohn compusieron una música celestial en la adolescencia o nadsat, mientras que lo único que hacía mi héroe era rasrecear y el viejo unodós-unodós. Es con una especie de vergüenza que este joven que está creciendo mira ese pasado de destrucción. Desea un futuro distinto.

En el vigésimo capítulo no hay ningún indicio de este cambio. El chico es condicionado y luego descondicionado y contempla con júbilo la recuperación de una voluntad libre y violenta. «Sí, yo ya estaba curado», dice, y así concluyen el libro norteamericano y la película. El capítulo veintiuno concede a la novela una cualidad de ficción genuina, un arte asentado sobre el principio de que los seres humanos cambian. De hecho, no tiene demasiado sentido escribir una novela a menos que pueda mostrarse la posibilidad de una transformación moral o un aumento de sabiduría que opera en el personaje o personajes principales. Incluso los malos bestsellers muestran a la gente cambiando. Cuando una obra de ficción no consigue mostrar el cambio, cuando sólo muestra el carácter humano como algo rígido, pétreo, impenitente, abandona el campo de la novela y entra en la fábula o la alegoría. La Naranja norteamericana o de Kubrick es una fábula; la británica o mundial es una novela.

Pero mi editor de Nueva York veía mi vigésimo primer capítulo como una traición. Era muy británico, blando, y mostraba una renuencia pelagiana a aceptar que el ser humano podía ser un modelo de maldad impenitente. Venía a decir que los norteamericanos eran más fuertes que los británicos y no temían enfrentarse a la realidad. Pronto se verían enfrentados a ella en Vietnam. Mi libro era kennediano y aceptaba la noción de progreso moral. Lo que en realidad se quería era un libro nixoniano sin un hilo de optimismo. Dejemos que la maldad se pavonee en la página y hasta la última línea y se ría de todas las creencias heredadas, judía, cristiana, musulmana o cualquier otra, y de que los humanos pueden llegar a ser mejores. Un libro así sería sensacional, y lo es.

Pero no creo que sea una imagen justa de la vida humana.

Y no lo creo porque, por definición, el ser humano está dotado de libre albedrío, y puede elegir entre el bien y el mal. Si sólo puede actuar bien o sólo puede actuar mal, no será más que una naranja mecánica, lo que quiere decir que en apariencia será un hermoso organismo con color y zumo, pero de hecho no será más que un juguete mecánico al que Dios o el Diablo (o el Todopoderoso Estado, ya que está sustituyéndolos a los dos) le darán cuerda. Es tan inhumano ser totalmente bueno como totalmente malvado. Lo importante es la elección moral. La maldad tiene que existir junto a la bondad para que pueda darse esa elección moral. La vida se sostiene gracias a la enconada oposición de entidades morales. De eso hablan los noticiarios televisivos. Desgraciadamente hay en nosotros tanto pecado original que el mal nos parece atractivo. Destruir es más fácil y mucho más espectacular que crear. Nos gusta morirnos de miedo ante visiones de destrucción cósmica. Sentarse en una habitación oscura y componer la Missa Solemnis o la Anatomía de la melancolía no da pie a titulares ni a flashes informativos. Desgraciadamente mi pequeño libelo atrajo a muchos porque despedía los miasmas del pecado original como un cartón de huevos podridos.

Parece mojigato e ingenuo negar que mi intención al escribir la novela era excitar las peores inclinaciones de mis lectores. Mi saludable herencia de pecado original se exterioriza en el libro y disfruto violando y destruyendo por poderes. Es la cobardía innata del novelista, que delega en personajes imaginarios los pecados que él tiene la prudencia de no cometer. Pero el libro también guarda una lección moral, la tradicional repetición de la importancia de la elección moral. Es precisamente el hecho de que esa lección destaca tanto la que me hace menospreciar a veces La naranja mecánica como una obra demasiado didáctica para ser artística. No es misión del novelista predicar, sino mostrar. Yo he mostrado suficiente, aunque a veces lo oculta la cortina de un idioma inventado; otro aspecto de mi cobardía. El nadsat, una versión rusificada del inglés, fue concebido para amortiguar la cruda respuesta que se espera de la pornografía. Convierte el libro en una aventura lingüística. La gente prefiere la película porque el lenguaje los asusta, y con razón.

No creo tener que recordar a los lectores el significado del título. Las naranjas mecánicas no existen, excepto en el habla de los viejos londinenses. La imagen era extraña, siempre aplicada a cosas extrañas. «Ser más raro que una naranja mecánica» quiere decir que se es extraño hasta el límite de lo extraño. En sus orígenes «raro» [queer] no denotaba homosexualidad, aunque «raro» era también el nombre que se daba a un miembro de la fraternidad invertida. Los europeos que tradujeron el título como Arancia a Orologeria o Orange Mécanique no alcanzaban a comprender su resonancia cockney y alguno pensó que se refería a una granada de mano, una piña explosiva más barata. Yo la uso para referirme a la aplicación de una moralidad mecánica a un organismo vivo que rebosa de jugo y dulzura.

Los lectores del capítulo veintiuno deben decidir por sí mismos si mejora el libro que presumiblemente conocen o realmente se trata de un miembro prescindible. Mi intención era que el libro concluyese de esta manera, pero tal vez mi juicio estético no era correcto. Los escritores raras veces son sus mejores críticos, y tampoco son críticos. Quod scripsi scripsi, dijo Poncio Pilatos cuando hizo a Jesucristo rey de los judíos. «Lo que he escrito, escrito está». Podemos destruir lo que hemos escrito, pero no podemos borrarlo. Con lo que el doctor Johnson llamaba fría indiferencia expondré lo escrito al juicio de ese 0,00000001 de la población norteamericana al que le importan esas cuestiones. Coman esta porción dulce o escúpanla. Son libres.

ANTHONY BURGESS

Noviembre, 1986

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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