Las 1001 noches-.
Estudio crítico. Por: R. CANSINOS ASSENS
Las mil y una noches son tan universalmente conocidas que excusarían toda presentación si no la impusiese un obligado y tradicional rito de cortesía con el lector. Apenas habrá en todo el mundo quien no conozca esas sorprendentes historias que la gentil Schahrasad contó en tiempos remotos en la remota Persia, bajo la angustia de la muerte, con el alfanje de un sultán tiránico y misógino pendiente sobre su linda cabecita, y que, como pájaros maravillosos, animados por su verbo incomparable, se han desparramado después en su vuelo por todas las regiones de la tierra.
Esas historias que Schahrasad, la persa, contó en su lengua armoniosa
al neurótico rey Schahriar, vencido al fin bajo el hechizo de su arrullante
música, esas historias que salvaron su vida y la de todas las mujeres del
reino, han pasado después, apadrinadas por ella, a todas las literaturas del
mundo, y, repetidas por miles de rapsodas en todas las lenguas, dulces o
ásperas, eufónicas o rudas, en que expresan los hombres diversamente la
unanimidad de sus sueños, y recogidas y anotadas por diligentes escribas de
todos los países, han podido llegar hasta nosotros incólumes, al través de los
siglos.
En clara letra latina, en los bellos y confusos arabescos de la
caligrafía islámica, en los complicados ideogramas chinos y japoneses, en los
hieráticos caracteres eslavos, todas las criaturas que saben leer han leído
este libro, encantador y profundo, y aun esa parte de la humanidad que, por su desgracia,
no se ha elevado todavía a la consagración gráfica del verbo y sigue medio
sorda y medio muda, conoce de oídas estas historias que, antes de ser dibujo,
fueron música, y antes de ser un libro fueron una tradición y tuvieron una vida
independiente del signo escrito.
Y la siguen teniendo como todas esas creaciones populares que ya
existían antes del escritor que las recoge y seguirán existiendo después de él,
pues no le debieron su vida ni fueron las hijas, sino las madres, de su libro.
Las mil y una
noches, como la Biblia, los poemas
homéricos y algunos pocos libros más—entre ellos el Quijote—, son más que un
libro, aunque se nos presenten en forma de tal, de igual modo que el paisaje es
más que un cuadro y el alma más que un cuerpo.
Contienen un espíritu tan vital y humano, que se evade de la letra y
goza de la propia ubicuidad, agilidad y sutileza del espíritu.
Son libros tan enormes y desmesurados, tan llenos están de humanidad,
que hacen olvidar autor y origen y parecen compuestos—y así es en realidad—por
la humanidad toda, en una colaboración maravillosa, presidida por el genio
mismo de la especie.
En tales libros lo de menos es el detalle del escritor que les da
nombre y que, en el fondo, no pasa de ser un mero escriba, pues son libros que
existieron antes de la letra y el libro, de igual modo que la vida existió
antes de la historia.
Esta encantadora Schahrasad, epónima de estas narraciones
antiquísimas, no es su madre, sino su madrina y un personaje tan irreal como
los de sus cuentos.
Schahrasad no ha existido nunca—¡llorad, poetas!—, como no han
existido tampoco Sulamita, la de El
Cantar de los Cantares; ni Radha, la del GitaGovinda; ni ninguna de esas mujeres seductoras, demasiado
bellas para haber vivido entre los mortales.
Schahrasad es un eco y un nombre; uno de los mil nombres que, para no
perdernos, ponemos a las obras del pueblo, a esas obras que no ha hecho nadie,
por haberlas hecho tantos.
Schahrasad es a Las mil y una
noches lo que el Faraón a las Pirámides.
ORIGENES PROBABLES DEL LIBRO
Son Las mil y una noches comparables
a un gran río, que se hace caudaloso al acercarse al mar, o a una gran ciudad y
cuyo origen se ignora.
Se han descubierto las fuentes del Nilo, tanto tiempo ignoradas; pero
aún están por descubrir las fuentes de Las
mil y una noches.
Los más famosos orientalistas de Europa, esos osados e incansables
exploradores de literatura que se llamaron Guillermo Jones, Kosegarten
Klaproth, Silvestre de Sacy, etc., y que corresponden a los Marco Polo, Ibn
Batutah, Livingstone, Nordenskiold y demás exploradores de tierras remotas, no
han logrado descubrir las fuentes de este Ganges literario y, al hablar de la
génesis y formación del popularísimo libro, no emiten más que conjeturas e
hipótesis.
Solo hay una cosa en que todos convienen: en la prosapia ariopersa de
este fantasma literario, que se nos presenta vestido de túnica y tocado de
turbante, como un moro del Oriente abbasi y hablando un árabe florido y
elocuente, el árabe que se hablaba en las cortes de aquellos jalifas, amigos y
mecenas de poetas y literatos.
Aquí, como en otros terrenos, no habrían sido los árabes, esos
mercaderes andariegos de raza, sino simples intermediarios en esta transacción
de esta categoría espiritual y Las mil y
una noches que Europa ha conocido en lengua arábiga exótica, introducida
por ellos en Occidente, con su marchamo islámico y el sello consabido: «No hay
más Dios que El-Dio», bajo el cual introdujeron entre nosotros la canela de la
India y la rosa de Persia.
Pero al investigar más a fondo el origen de ese fruto exótico ya surge
la perplejidad y los exploradores se detienen desorientados; quédanse unos en
la Persia de los pehlevies, que sucede a la Persia de Zoroastro y los Libros
sagrados, escritos en zenda, es decir, en la patria de Schahrasad, y suponen
que esa es también la patria del libro, que pudiéramos llamar expósito.
Al conquistar los árabes, bajo el jalifato de Omar—ese Saulo
islámico—, en el año 18 de la hechra [1], la Persia de los
sasanies, derrotando ante las murallas de Nehavend a su último monarca
Yezdeguird III,
recogieron
como botín de guerra no solo un vasto imperio territorial, sino también el rico
patrimonio espiritual de la vieja nación irania, y entre esos tesoros figuraría
el famoso libro.
Pero los persas, a su vez, no han sido en la historia sino intermediarios, como los
propios árabes; situados por la geografía entre Oriente y Occidente, han dado a
este último con una mano lo que recibían del primero en la otra.
No han sido los persas sino los adelantados de ese verdadero Oriente,
de donde todo trae su origen, porque en él, según generalmente se admite, lo
tuvo la raza humana; más allá de los persas está la India, la madre, la
creadora, la cuna de los pueblos que parecen cuneros, esa India en que empieza
por lo menos la vida consciente del hombre y que conserva también, en forma de
leyenda y mitos, los más remotos recuerdos de su vida inconsciente. La India,
que bate el record de la antigüedad y
del saber antiguo con el Egipto y la China, y que, durante muchos siglos, fue
lo más remoto del Oriente que conoció Europa; la India, en que todas las cosas
eran ya viejas cuando Alejandro Magno, joven como un dios, irrumpió en ella,
seguido de un ejército de guerreros, poetas y filósofos. De aquella famosa
expedición del gran Alejandro volvieron los griegos cargados de rico y diverso
botín: oro, plata, libros, leyendas y hasta una secta filosófica, la de los
gimnosofistas o desnudos, que iban más allá que Diógenes y prescindían hasta de
la túnica como él prescindiera del vaso.
Pero ya antes de esa epopeya alejandrina (siglo IV antes de nuestra era) los
persas, vecinos y consanguíneos de los indios, habían tomado de estos muchas
cosas o, mejor dicho, no habían tomado, sino traído, pues hay un momento en la
cronología más o menos histórica en que persas e indios son los mismos o, por
lo menos, hermanos carnales, pertenecientes a la gran familia aria, y residen
aún en la península del Ponchab, donde todavía quedan poblaciones de
ascendencia irania, que hablan un persa un tanto dialectal y arcaico, pero que
puede entenderse en Teherán
(Chozdko: Grammaire de la Langue
persane).
La lengua zenda, en que se escribió el Código religioso de Zaratustra
(Zerduscht) o Zoroastro, es una lengua tan afín al sánscrito de los Vedas que, en ocasiones, parece la
misma, salvo variantes análogas a las que distinguen al caldeo del hebreo
bíblico, según puede verse en la Gramática
comparada de Bopp; persas e indios son casi los mismos, mientras aquellos
viven todavía en la meseta asiática en que fijan los etnólogos el punto de
partida de las emigraciones raciales, y unos y otros comparten el mismo
patrimonio de naciente cultura, al igual que comparten el suelo y los elementos
naturales.
Al correrse luego al Oeste y al Sur, los persas llevan consigo esa
propiedad cultural, compuesta principalmente de folklore y mitología y el rito
de Agnio del Fuego, que será la base de la religión zoroástrica.
Pero luego de constituido el gran imperio persa de Ciro, mantienen
siempre los iranios relaciones de toda clase, incluso bélicas, con los indios, y
sería largo y extemporáneo decir todo lo que en esas épocas tomaron de ellos y
todo lo que de ellos tomaron los griegos. Basta leer a Herodoto para descubrir,
bajo el barniz helénico, la raíz persa de muchos nombres que indican el origen
iranio de cosas tenidas por griegas.
Los persas hacen con los griegos el mismo papel que luego harán con
los árabes, que a su vez arabizan sus préstamos. Y así los hacen
irreconocibles; Las mil y una noches, supuesto
que tengan un origen ariopersa, hablan árabe y rezan a Alá. Y esos árabes que
les han dado su lengua merecen, pues, contarse entre sus padres.
Todo eso hace que resulte muy difícil clasificar exactamente este
libro, que, por lo pronto, queda en la vaga región de lo asiático. Y ahí debemos
por ahora detenernos nosotros.
EL ORIGEN REMOTO DE «LAS MIL Y UNA NOCHES»
Las mil y una
noches deben su existencia a las noches de Asia. Es ella misma una colección
de «historias de noche». No hay que extrañar, pues, lo oscuro de sus orígenes.
La literatura griega nace a la luz del día bajo los auspicios de
Helios. La literatura oriental se abre, como el loto, bajo la mirada de la
Luna.
Todo en Oriente reposa adormecido durante el día ardiente y
deslumbrante; es por la noche cuando la Naturaleza y los hombres se reaniman y
empiezan verdaderamente a vivir.
En esas horas dulces y tranquilas, oreadas por las brisas fragantes,
es cuando las mujeres dejan el harén y se reúnen en las azoteas de sus casas,
para solazarse y gustar sorbetes perfumados y contarse historias, y también los
hombres se juntan en atrios, plazas y terrados, para saborear el placer de la
sociabilidad y trenzar diálogos y contarse historias vividas o escuchadas.
Los reyes orientales, siempre llenos de preocupaciones de índole
política o doméstica, se entregan en esa hora también a la expansión, y se
olvidan de sus largas sesiones en el diván y hacen que sus visires dejen de ser
ministros para convertirse en juglares.
Esos reyes suelen padecer de insomnios y, para entretener sus veladas
y predisponerse al sueño, apelan al benigno hipnótico del cuento o historia,
que distrae su mente de lo actual, y los traslada a regiones de ensueño y los
prepara para el reposo.
Las historias llenan en esos tiempos la falta de la radio y el cine.
Todos los monarcas de Oriente tienen siempre en torno suyo un cuerpo numeroso
de juglares, de recitadores de historias. De Alejandro Magno se cuenta que, en
su expedición a la India, llevaba consigo a todas partes ese séquito de
narradores, encargados de amenizar sus nocturnos. ¿Quién sabe si algunas de
estas historias habrán deleitado los oídos de aquel semidiós?
Era tal el temor que los monarcas y sultanes sentían ante la
posibilidad de que les faltasen historias de noche, que mandaban escribir las
que oían y eran más de su agrado y guardarlas en sus archivos, para volver a
escucharlas en ocasiones de penuria inventiva por parte de sus juglares.
Ese fue el origen de los anales, crónicas e historias, como las que se
recogen en la Biblia. Así se formó
señaladamente el Libro de Esther.
A veces, como ya dijimos, actuaban de juglares los propios visires y
aprovechaban la ocasión para amonestar al rey y darle lecciones indirectas de
buena política, valiéndose de la fábula zoológica, para velar sus intenciones
con esa máscara impersonal.
Así nacieron en la India esos libros como el Panchatantra y su epítome, el Hitopadesa,
que Europa conoció en el siglo XIII con el nombre de Libro
de Calila y Dimna.
De esa última fuente brotaron esas leyendas y tradiciones que
constituyen la base del folklore occidental y que, después de haber encantado
las noches de despóticos monarcas orientales, han venido a encantar las de los
niños inocentes y buenos.
Pues a ese número de historias pertenecen las que forman el libro de Las mil y una noches, muchas de las
cuales han llegado a nosotros por la tradición oral, antes de que las
conociéramos en libro, desfiguradas y fantaseadas, como la historia de Esther y
Asuero, o la de Alejandro, el gran conquistador, y toda esa mitología antigua,
épica y caballeresca, que dimana del ciclo de la guerra de Troya, eco lejano
del Mahabharata y de las guerras de
la época feudal de los hindúes, refundido por los juglares medievales.
No es la primera vez que se hace notar el maravilloso poder andariego
de esas historias antiquísimas, que van de un extremo al otro del mundo
conocido en labios de viajeros, peregrinos y mercaderes, y que llegan a formar
una literatura oral aparte, una versión popular de los argumentos tratados en
los libros. Una versión de ese tipo es el Poema
de Alejandro, en el medievo español.
La tradición oral introdujo en Europa, en esos siglos, muchos
argumentos y temas exóticos que, de esa forma, llegaron al conocimiento de las
personas cultas antes que sus originales escritos. Se trata de una prodigiosa
metempsicosis de las ideas, de una trasmigración asombrosa de almas literarias.
Pues de ese modo llegaron también a Europa Las mil y una noches, sin nombre ni paternidad, antes de que el
orientalista francés Antonio Galland se las diese a conocer, traducidas, a sus
compatriotas en el siglo XVIII.
Por efecto de esa irradiación difusa, anónima y oral, que había
introducido entre nosotros, en forma de folklore y leyenda, elementos del gran
ciclo épico de la India, que luego trasciende a los libros de caballería y al
romance, dionisiacamente desgarrado y transfigurado en miles de avatares,
pasaron también a nuestra literatura occidental fragmentos de Las mil y una noches, argumentos y
temas, pero sin nombre, pues solo los libros lo tienen.
Por los venecianos, esos inmemoriales traficantes con Oriente,
mercaderes y viajeros de raza, penetraron en Europa, juntamente con las
aromáticas especias de las Indias, muchos argumentos igualmente picantes; en
Boccaccio, en Bandello, se puede gustar ese aroma de Oriente, condimento de
temas, que han trascendido luego a Shakespeare y a Calderón, llenándose de
sentido filosófico.
La crítica erudita ha señalado después, al conocerse en Europa Las mil y una noches como libro,
transfusiones de su fondo oral y anónimo en El
patrañuelo, de Timoneda; en La
fierecilla domada, de Shakespeare, y en La
vida es sueño, de Calderón. Y en el Orlando
furioso, del Ariosto—canto XXII—, se encuentra ya el argumento inicial del libro
asiático: la infidelidad de las esposas, causa de la misoginia de los dos reyes
hermanos Schahriar y Schahsemán.
Pero todo eso se ha sabido después de haber publicado Galland su
traducción francesa del libro oriental. Hasta entonces se conocían historias de
Las mil y una noches, pero no las Noches mismas como tales.
Aunque parezca extraño, nunca hasta el siglo XVIII sonó en Europa ese nombre de
«Mil y una noches», y eso que ya en el siglo X u XI existía, según los eruditos, el
núcleo central del libro y nuestras comunicaciones con Oriente nunca estuvieron
cortadas.
La Tumba del Gran Jan en Tartaria, que se supone henchida de tesoros,
y el Sepulcro de Cristo en Jerusalén, son imanes potentísimos que atraen a
viajeros y peregrinos cristianos y provocan esas tres movilizaciones en masa de
los Cruzados.
Marco Polo, en el siglo XII, inicia ese itinerario que luego han de seguir otros
muchos y que coge desde el norte de China hasta las islas de Ceilán, Madagascar
y Java, es decir, todo el mapa de los viajes de Simbad, el marino, y a él
debemos esas descripciones fastuosas de la corte de Kublai Jan, el sucesor de
Schenchis Jan, con sus palacios inmensos, sus jardines maravillosos y toda esa
escenografía como de magia que nos pintan Las
mil y una noches.
Marco Polo baja hasta Jerusalén, meta obligada de su ruta, y así encierra
su viaje entre dos sepulcros. Después de él, Pedro della Valle recorre el mismo
itinerario, y va pisando sobre sus huellas, como después sobre las de éste
otros viajeros ingleses, alemanes y franceses, cuya serie cierran, en el siglo XVI, Tavernier y Chardin.
Todos esos viajeros han pasado, en suma, por esa Siria, donde Galland
encontró su manuscrito de Las mil y una
noches; todos ellos pudieron, al menos, oír, en los zocos y cafés de
Oriente, algunos de esos cuentos recitados por los juglares y haber dado luego
en sus Relaciones alguna noticia de ellos.
Y, sin embargo, no fue así. Europa no supo nada de ese libro, que
había de ser tan famoso en Occidente, hasta el siglo XVIII; ni siquiera el nombre.
Las mil y una
noches, como tales, solo suenan y son conocidas en Europa cuando, en 1704,
publica Galland, en Caen, la primera parte de su traducción de Les mille et une nuits.—Contes árabes d'un auteur inconnu.
Esa es la primera comparecencia oficial en Europa de Las mil y una noches, que el orientalista y diplomático francés—nadie más
indicado para esta presentación—, introduce en los salones de París.
«LES MILLE ET UNE NUITS» DE GALLAND
Antonio Galland es el descubridor de ese Oriente literario que Las mil y una noches nos revelan.
Y él es también quien, con su libro, sorprende a los orientalistas de
su tiempo y da motivo a que se plantee ese debate literario sobre sus orígenes
y paternidad en que aún no se ha dicho la última palabra.
La primera impresión que su libro produce es de sorpresa y
perplejidad. El traductor no señala como fuente de su labor sino un manuscrito «qu'il a fallu faire venir de Syrie», y
eso es motivo para que muchos lo sospechen de mixtificador y lo tomen por ese
autor árabe desconocido que invoca.
Todo era también oscuro en torno a ese fenómeno literario que se
desarrollaba a plena luz de Francia.
No estaba muy claro lo referente al manuscrito árabe que le sirviera a
Galland para su traducción; según parece, lo encontró en Siria, adonde había
ido con encargo de S. M. Cristianísima de recoger inscripciones y monedas para
los museos franceses; pero no pudo adquirirlo y fue luego, estando ya en París,
cuando pudo hacerse con él, por medio de sus agentes. El mismo lo declara así
en su prólogo, con esa frase textual que hemos transcrito.
De ahí las primeras dudas sobre su autenticidad y la sospecha de sus
contemporáneos de que se trate de una superchería, de que el buen hombre era
incapaz, y lo tomen por su «autor árabe desconocido».
Su versión, sin embargo, tuvo éxito ruidoso, fulminante, debido, sobre
todo, a sus méritos literarios.
Las mil y una
noches, adaptadas al gusto francés del siglo XVIII, recortadas, civilizadas, pero
sin perder del todo su aire exótico, bárbaro, oriental, fueron desde el primer
momento la sensación de París, la novedad que aquel público novelero
necesitaba; no solo se pusieron de moda, sino que fueron la moda.
Sorprendieron, encantaron, entusiasmaron a los hombres e indignaron un
poco a las mujeres; aquellas costumbres poligámicas, aquel modo despótico de
tratar a las esposas, sublevaban la dignidad de aquellas damas colmadas de
halagos y homenajes en el pleno siglo de la galantería; los caballeros se
ponían de parte del rey Schahriar; las señoras, como es lógico, abrazaban la causa de
Schahrasad. Pero unos y otras estaban igualmente bajo el hechizo literario del
libro.
Explicando el éxito de Las mil y
una noches, de Galland, dice Carlos Nodier: «Produjeron desde el primer
momento ese efecto que asegura a las producciones del ingenio el favor popular,
con todo y pertenecer a una literatura poco conocida en Francia y admitir o,
mejor dicho, exigir ese género de composición, detalles de costumbres,
caracteres, indumentaria y lugares absolutamente extraños a todas las ideas
corrientes en nuestros cuentos y novelas.
Todo el mundo se maravilló del encanto que emanaba de su lectura. Y es
que la verdad de los sentimientos, la novedad de los cuadros, una imaginación
fecunda en prodigios, un colorido lleno de calor, el atractivo de una
sensibilidad sin pretensiones y la sal de una gracia sin caricatura, el ingenio
y la naturalidad, en una palabra, gustan en todas partes y gustan a todo el
mundo.»
Las opiniones de los lectores se dividían en lo tocante a lo que
pudiéramos llamar fondo moral del libro; pero se unían para aplaudir su mérito
literario. Las mil y una noches daban
lugar a discusiones y torneos de ingenio y de galantería en los salones de
París; ponían sobre el tapete la eterna cuestión del feminismo, siempre latente
y existente antes de que miss Pankhurst y sus sufragistas le pusiesen nombre.
Las bas-bleu salieron en seguida a la
defensa de su sexo, y escritores complacientes y deseosos de complacer a sus
amigas pusieron su erudición y su talento literario al servicio de la buena
causa de vindicación de la mujer.
A eso se debe, sin duda, la publicación en París del libro Los mil y un días —cuentos persas, indos, turcos y
chinos—, traducidos en lenguas europeas del texto original por los
orientalistas Cazotte, Caylus, Engel, Petit de la Croix, etc., que viene a ser
una réplica y hasta, en cierto modo, una parodia de Las mil y una noches, pues en él aparece el mismo argumento de las
noches vuelto al revés, es decir, hecha la noche día, y su protagonista es una
princesa que siente por los hombres la misma aversión y desencanto que el rey
Schahriar por las mujeres, y todas las historias que en él se cuentan siguen
esa tendencia misantrópica.
Los mil y un días, acerca de cuyo
origen hay planteado el mismo debate que en torno a Las mil y una noches, pues, según unos, sus historias están tomadas
del libro árabe Al-Farchu
bádi-sch-Schiddet (El gozo tras la aflicción), de Al-Kaziyu-t-Tenuji, que
el persa Husein Abasad-Dehistani tradujo a su idioma en el siglo V de la hechra, mientras otros, como Burton, afirman que su autor original
fue el famoso dervisch Mujis, jefe de
los sufíes de Ispahán; ese libro, surgido a la zaga del libro de Galland, goza
reflejamente de su éxito y fue también un reflector que acrecentó el brillo de
aquel.
Fácil es figurarse que contra Galland se formó un partido de mujeres
resentidas y de escritores envidiosos que aprovechaban la ocasión para
desacreditar Las mil y una noches, con
el socorrido tilde de inmorales, de igualmente opuestas a las buenas costumbres
y al buen gusto.
Hubo cierto escándalo en torno a Las
mil y una noches, escándalo literario—no erudito todavía—y que puso altavoz
a su éxito.
El rumor de las discusiones que Las
mil y una noches promovían en la prensa y los salones de París, de aquel
París tan libertino por un lado y tan mojigato por otro, fue tan fragoroso que
se oyó a la otra banda del canal, y los ingleses, esos hombres tan insulares,
tan reacios para adoptar modas ajenas, se apresuraron a trasplantar a su isla
aquella flor exótica.
Ya en 1712 el ensayista Addison, en su famoso Spectator, habla de los cuentos árabes traducidos al francés por
Galland. Y en 1713 aparecen las Arabian
Nights. Entertainments, translated from the french, de autor anónimo, que
en poco tiempo alcanzan su cuarta edición.
Síguenles a corta distancia sendas adaptaciones de Foster y Bussey,
que hoy no tienen valor ante la crítica.
En Francia sigue en línea ascendente el éxito de la versión de
Galland, cuya segunda parte se publica en París en 1717, muerto ya ese gran
hombre (1715) —cinco minutos de
silencio—, y de la que se hacen reediciones en 1726-1738-1773-1774-1788, es
decir, que Las mil y una noches llegan
triunfantes casi al pie de la guillotina.
Son menester esos trágicos acontecimientos, esa sangrienta bacanal con
que termina el siglo XVIII
y
empieza el siguiente, esa historia terrible, cuyos capítulos se llaman
«Revolución», «Terror» y «Napoleón», para cortar en Francia el vuelo de estas
dulces y románticas historias venidas del plácido Oriente y que, ante esos
horrores, huyen asustadas y, como sus aristocráticos lectores, buscan refugio
en climas más tranquilos.
Son los ingleses y los alemanes los que llenan ese intervalo de
silencio francés en la crónica erudita de Las
mil y una noches y realizan fructuosas pesquisas los primeros por el lado
de la India, que les es familiar; los segundos, por el Oriente islámico.
En 1800 se publica en Londres la obra del doctor Jonatan Scott,
funcionario del Gobierno británico en Bengala, titulada Tales, Anecdotes and Letters, translated from the Arabic and Persian, y
en 1811, aparecen The Arabian Nights,
Entertainments, traducidas por el mismo doctor Scott, de un manuscrito
descubierto por Worthley Montague. Como se ve, son los ingleses los primeros
que llevan la atención de los orientalistas hacia la Persia como fuente del
libro.
Pero, en 1823, inscríbense en la bibliografía miliunanochesca, en
Tubinga, la versión alemana del barón austriaco Von Hammer-Purgstall, hecha
sobre manuscritos árabes de El Cairo y Estambul, y en 1824, en Breslau, la del
doctor Max Habicht sobre un manuscrito de Túnez; ambas más ricas y completas
que la de Galland.
En 1838, el irlandés Torrens publica en Calcuta, donde actúa de
funcionario inglés, su versión, titulada The
Book of the Thousand Nights and One Night, ajustada a un manuscrito egipcio,
editado por MacNaghten. Y el mismo año aparecen, en Stuttgart, las Tausend und eine Nacht, arabische Erzählungen
del
doctor Gustavo Weil, arabista serio y ya justamente estimado por su Geschichte der Chalifen (Historia de los
Jalifas), con el aditamento de «Por primera vez traducidas del texto
primitivo (Urtexte) íntegra y
fielmente».
En el entretanto, se han publicado en Oriente varias ediciones árabes
del libro: la del scheij Al-Yemeni
(Calcuta, 1814), que no llegó a terminarse; la de Bulak (1835) muy mutilada e
incompleta; la de Beirut, expurgada por los jesuitas, y la de Esbekieh, en El
Cairo, todas ellas discordantes entre sí. Y en las bibliotecas europeas existen
doce manuscritos árabes, que tampoco concuerdan.
Es entonces cuando empieza la verdadera crítica erudita del libro, y
los orientalistas de la época, pertenecientes a tres naciones: los franceses,
capitaneados por De Sacy; los alemanes, por Von Hammer-Purgstall, y los
ingleses, autónomos, tratan de deslindar los orígenes del libro y de fijar su
texto canónico, auténtico, con el consiguiente desglose de apócrifos.
Difícil empresa la que los orientalistas acometen y cuya solución
dificultan más todavía la parcialidad y personal entusiasmo de esos sabios que
se han repartido el Oriente en sectores, y entre los que hay arabistas puros—De
Sacy—, arabistas-persianistas—con Hammer-Purgstall—e
indianistas-sanscritistas—Jones, Langlés—, y cada uno de esos doctos sátrapas
reclama el libro para su jurisdicción y cada uno ve en él una obra de aquella literatura
que le es más familiar.
Atraviésanse así inferencias pasionales en el debate científico, que,
en virtud de ello, gana emoción y no pierde ciencia, pues, aunque por esos
rodeos eruditos llegan a la misma conclusión que cualquier lector algo culto alcanza
al primer vistazo por la vía intuitiva, o sea, que Las mil y una noches son la obra común de tres pueblos—hindú, persa
y árabe—, sin olvidar la parte de los judíos, esos hombres ubicuos, y, en suma,
un libro asiático, oriental, no perdemos nada siguiéndoles en esas correrías,
pues ya se sabe que viajando se aprende y mucho más si se viaja en compañía de
sabios.
Examinemos, pues, las tres hipótesis, que son como los tres tramos de
una escalera, empezando por el superior, ya que es más cómodo bajar que subir.
LA HIPÓTESIS INDIANISTA
La hipótesis indianista es más bien una presunción, sugerida por la
estructura del libro y por detalles tópicos y sustanciales que hacen pensar en
un influjo hindú.
Las mil y una
noches vienen a ser un libro por el estilo del Calila y Dimna, sin más diferencia esencial que la de ser sus
personajes no animales como los de éste, sino personas; lo que marca una
transición de la fábula al cuento. Su técnica es la misma que la del libro
sánscrito, y consiste en ese entrelazamiento característico de historias, que
se enredan y complican y nacen, por decirlo así, unas de otras, en
partenogénesis, y responden a una intención moral, de alta pedagogía, en
imágenes.
La India, además, aparece ya mencionada en el exordio del libro: el rey
Schahriar es señor de las islas de Al-Hind (la India); su nombre puede
interpretarse Señor—Aryo—de la
ciudad, y los de las dos hermanas Schahrasad (o Scheresad) y Dunyasad (o
Dinarsad) son evidentes deformaciones de Karataka y Damnaka, que en sánscrito significan,
respectivamente, «domadora» y «corneja», en el último de los cuales nombres
queda un vestigio zoológico.
Todo cuanto hay de fabuloso en el libro procede de la India, del fondo
fantástico de esas grandes creaciones del Mahabharata
y el Ramayana, donde ya se
encuentra esa mitología teológica de ángeles, demonios, hadas y genios que en
las Noches pululan, así como también
esa fauna monstruosa de hombres-peces, hombres-monos, etcétera, que en ellas se
describen. El paisaje y la atmósfera de Las
mil y una noches son hindúes.
El autor o los autores de Las
mil y una noches originales recibieron su inspiración de la India; ahora
bien: el modelo sánscrito en que pudieran haberse inspirado se ha perdido y el
único que podría suponerse paráfrasis o refundición de él es un libro persa,
escrito en pehlevi: el Hasar Afsanah o
los Mil cuentos, de autor también
anónimo y también perdido, sin dejar otra huella que su título, igual que un
nombre en una tumba, inscrito en ese censo mortuorio de libros que se llama Muruchu-z-Zahab (Praderas de oro) del
polígrafo árabe Abu-1-Hasán Al-Masûdí, que floreció en Bazra en el siglo IV de la hechra.
En esa obra, cuyo título íntegro es Al-Maruchu-z-Zahab ua Máadini-l-Gahuar (Las praderas de oro y minas de
perlas), hablando de obras árabes de amena y vaga literatura, traducidas
del persa (farasiyah), del indo (hindiyah) y del grecorromano (rumiyah), se dice textualmente: «De esa
clase es el libro titulado Hasar Afsanah o
Mil cuentos, palabra que equivale al
árabe «Zurafah» (Facetiae) que el
vulgo conoce por El libro de las mil y
una noches (Kitabu-alf-Leilah ua Leilah). Trátase de una historia de un rey
y su visir, la hija de éste y una esclavita (hariyah)
que llevan los nombres de Schirsad (hija de León) y Dinarsad (hija de
Dinar). Y de esa clase son también las historias de Farzah (que otros leen
Firza) y Simás, que contienen pormenores referentes a los reyes y visires de
Hind: el Libro de Sindbad y otros de
carácter análogo.»
Reforzaba Von Hammer su argumentación citando otro paso del mismo
Al-Masûdi, en que el historiador árabe menciona que Al-Manzur, segundo de los
jalifas abbasies y abuelo de Harunu-r-Raschid (siglo II de la hechra), mandó traducir al árabe muchos libros griegos, latinos,
siríacos y persas (pehlevíes), entre ellos el Kalilah ua Damnah; las Fábulas,
de Bidpai (Pilpai); la Lógica, de
Aristóteles; la Geografía, de
Ptolomeo, y los Elementos, de
Euclides. Y luego, aventurándose a la hipótesis, concluye: «Todo induce a creer
que el original de Las mil y una noches fue
traducido al árabe siendo jalifa Al-Manzur, es decir, treinta años antes de
serlo Harunu-r-Raschid, que luego había de desempeñar en esas historias tan
preponderante papel.»
Citaba aún Von Hammer otros argumentos, que vamos a reproducir por el
orden en que los fue exponiendo:
—Un siglo después de la referida mención de Al-Masûdi, un poeta que se
firma «Rasti» (tajal-lus o seudónimo)
y que era uno de los vates de cámara del sultán gasnevi Mahmud (siglo XI de nuestra era) puso en verso y
probablemente refundió los Hasar Afsanah.
—En el famoso Kitabu-l-Fihsit—o Libro índice—de obras arábigas,
compuesto en el siglo IV de la hechra por Mohammed-ben-Ishak-an-Nadim,
popularmente conocido por Ebn-Lakub El Werrek (Burton rectifica Abu-1-Farach
Mohammed Ibn-Ishak, vulgarmente conocido por Ibn-Alí Yakub Al-Uarrak,
fundándose en Ibn Jalikán), se leen las siguientes palabras:
—La primera parte sobre la historia de los confabulatores nocturni (narradores de cuentos de noche) y los
recontadores de aventuras ficticias juntamente con los nombres de los libros
que traten de tales materias.
—Los primeros que compusieron temas de imaginación e hicieron de ellos
libros y los depositaron en las bibliotecas, y dispusieron algunos de ellos
como referidos por lenguas de animales, fueron los paleopersas (y los reyes de
la primera dinastía).
Los reyes aschkanios, o de la tercera dinastía, añadieron otros a
aquellos y los aumentaron y ampliaron en los días de los sasanies (cuarta y
última dinastía).
También los árabes los vertieron a su lengua y los pulieron y
embellecieron, y escribieron otros semejantes. La primera obra de esa clase fue
la titulada El libro de Hasar Afsanah, que
significa Alf-Zarafah, y cuyo
argumento es el siguiente: Un rey de los reyes solía, cuando casaba con una mujer
y pasaba con ella la noche, mandarla matar a la siguiente mañana. Ahora bien:
casó una vez ese rey con una señorita de las hijas de los reyes, Schahrasad,
dotada de talento y erudición, la cual, en tanto yacía con el rey, púsose a
contarle historias de la fantasía y al final de la noche enlazaba su historia
en otra, propia a inducir al rey a conservarle la vida para que le refiriese su
final a la siguiente noche, y así hasta que mil noches se cumplieron. A todo
esto seguía el rey cohabitando con ella, hasta que hubo en ella la dicha de un
hijo y ella se lo participó, confesándole el ardid de que con él usara, y
entonces el rey se maravilló de su inteligencia y le cobró afición y le perdonó
la vida. Tenía ese rey una «Kahramanah» (aya y dueña, no entremetteuse) llamada Dinazard (¿Dunyasad?) que secundó a la
esposa en su empresa.
Dicen también que ese libro fue compuesto para (o por) Humai, hija de
Bahmán, y que en el se contenían otros argumentos.
Y añade Mohammed-ben-Ishak:
«Y es la verdad—si quiere Alá—que el primero que se recreó oyendo
cuentos de noche fue Al Iskandar (Alejandro, el macedón) y que tenía un número
de hombres encargados de contarle historias imaginarias y hacerlo reír, aunque
no era su única intención la de distraerse, sino también la de aprender, por
esas historias, a ser más cauto y prudente. Después de él, hicieron uso los
reyes del libro titulado Hasar Afsa-nah. El
cual contiene mil noches, pero menos de doscientos cuentos de noche, pues una
sola historia abarca en él varias noches. Yo lo he visto completo varias veces,
y es en verdad un libro corrompido (?) de rancias historias.»
Resulta, pues, como vemos, que el único libro que pudiera invocarse
como modelo o versión original de Las mil
y una noches árabes es el libro persa y, además, un libro fantasma. Pero a
falta de una realidad, los partidarios de la tesis hindú se acogen a esa sombra
e, infiriendo su existencia de su partida de defunción, ya que todo lo que
muere ha vivido, la presentan como testigo en ese debate sobre el origen de Las mil y una noches; solo que, al hacerlo así, tienen que
remediar la tesis hindú, para desposar la tesis persa. Y así lo hace Von
Hamrner-Purgstall, bajando un tramo de la escala.
LA TESIS PERSA
El barón Von Hammer-Purgstall defiende su tesis persa tanto más
fácilmente cuanto que casi todo lo que pudiera afirmarse sobre el origen hindú
de Las mil y una noches es
transferible a los persas, cuya literatura y fondo religioso-místico no son
sino una adaptación a escala más reducida de las colosales creaciones
brahmánicas.
Los antiguos iranios, animados de un sentido helénico de la medida,
rebajaron las proporciones gigantescas de los palacios y poemas hindúes a la
escala de lo humano, introdujeron orden y claridad en ese caos de grandeza
monstruosa y trabajaron, con arte preciosista y menudo, el marfil y el oro de
la India.
Los persas son un término medio entre la grandeza desmesurada de la
India y la nulidad imaginativa de los semitas. Babilonia fue en su tiempo un
gran laboratorio de poesía y de teología mística, como luego lo fue la
Alejandría de los Ptolomeos.
En Babilonia vieron los hombres a los ángeles por primera vez. Todas
las teogonías y cosmogonías semíticas vienen de allí; el cautiverio de los
judíos en Babilonia fue para ellos una escuela de cultura iniciática en que su
espíritu aprendió a volar, pese a sus cadenas corporales. Todos los libros
bíblicos de esa época, toda esa ardiente espiritualidad que inspira las
llameantes visiones de Ezequiel y los plácidos ensueños de Isaías, toda esa
sublimidad imponente es la fiebre mística que se respira en Babilonia.
Siglos después, cuando el destierro se convierte en dispersión, es en
Babilonia donde los judíos se sientan a recopilar su Talmud, ese libro en que la rigidez del Antiguo Testamento se
humaniza y se florece de sonrisas poéticas.
Hay una analogía notable entre Las
mil y una noches y el Talmud; en
ambos libros hay de todo, verdad y leyenda, recuerdos de raza y visiones
universales, y ambos son como arcas en que dos pueblos, en trance de dispersión,
encierran sus pergaminos y sus momias.
Los persas están, como los griegos, entre el Oriente y el Occidente;
son bellos, inteligentes y soñadores, y a propósito por sus condiciones
naturales para desempeñar la alta diplomacia de la cultura. Es un pueblo-fénix
que ha resurgido tres veces de sus cenizas, ha hablado tres lenguas, ha escrito
en tres alfabetos y cuenta sus días por varios calendarios.
Los persas han tenido tres civilizaciones; han pasado por la escuela
helénica y traducido, para darlos a conocer a Occidente, los más grandes libros
sánscritos, y, para darlas a conocer al Oriente, las obras más insignes de la
cultura griega.
Ellos fueron los traductores del Panchatantra,
que en su versión árabe, hecha sobre la persa de Rudegui, dio luego Mokafa
a conocer al Oriente y a Europa.
Nada, pues, de extraño que ellos fueran también, con su Hasar Afsanah, los autores originales de
este libro de Las mil y una noches, compuesto
de esas historias de noche que es notorio nacieron bajo su cielo nocturno. Con
todas estas razones inductivas defienden los persianistas su tesis.
LA TESIS ARABE
Pero como los persianistas atestiguan con un muerto—el hipotético Hasar Afsanah—no logran convencer a los
arabistas, que tienen en su apoyo a un vivo: el libro árabe.
Y Silvestre de Sacy—el barón Silvestre de Sacy, la reverencia se
impone—, el traductor de Hariri, la suprema autoridad de la época en cuestiones
arábigas, en su Mémoire sur l'origine du
Recueil des Contes, intitulé Les Mille et une nuits leída ante la Academia
de Inscripciones y Bellas Letras de París en 1829, rebate, con gran copia de
argumentos eruditos, las afirmaciones de sus contrincantes y sostiene la tesis
del origen absolutamente árabe del libro, con independencia de todo vínculo
genealógico con ningún otro libro anterior, sánscrito ni persa, del que pudiera
ser trasladado ni trasunto.
Según el ilustre arabista, Las
mil y una noches fueron concebidas por árabes y escritas por árabes, en
tierras del Islam, sin que signifiquen nada en contra ni puedan tomarse como
guiones inductivos esas referencias a personajes y países exóticos—India,
Persia, China—que figuran en él y que no son sino recursos literarios,
fantasías de hombres que no se habían movido de su tierra.
Incluso en esos cuentos localizados en escenarios exóticos—nota De
Sacy—no hacen sus autores sino describir gentes y costumbres y sucesos de
Bagdad, Mozul, Damasco y El Cairo, durante la época de los abbasies.
La Historia del rey
Kamaru-s-Semán y el rey Schahramán (Noches 148 a 176) no es más india ni
persa que las otras.
El padre de la princesa reina sobre musulmanes, su madre se llama
Fátima, y cuando el rey manda encarcelar al príncipe este se consuela en su
prisión recitando aleyas del Corán. Los
genios que en el argumento intervienen son los mismos de la leyenda de Salomón,
y todo lo que allí se nos dice de la Ciudad de los Magos y de los adoradores
del Fuego basta para demostrar que no cabe hacerse la ilusión de descubrir en
esas páginas más que la obra de un literato musulmán.
Finalmente hace notar De Sacy que el árabe de Las mil y una noches no es ya el árabe clásico, sino el vulgar, y
en conjunto sugiere la idea de una creación de la época de la decadencia
literaria del Islam que, a juzgar por su presente forma, debió de escribirse en
Siria.
Cuanto al Hasar Afsanah, el
gran arabista niégale rotundamente, si no la existencia, sí toda relación de
paternidad y, desde luego, toda identidad con Las mil y una noches. Pase que haya existido ese libro; pero Los mil cuentos no son Las mil y una noches, y los persianistas
se han dejado seducir de un equivoco.
El famoso paso de Al-Masûdi—su argumento capital—no significa nada,
pues hay que interpretarlo de otro modo que como los persianistas lo han hecho.
Y De Sacy procede a exponer su interpretación del referido paso del
polígrafo árabe haciendo gala de un saber, a la verdad, algo sofístico.
Copiemos sus propias palabras:
«Hablando Masûdi—dice—de las relaciones portentosas que corrían en su
tiempo sobre ciertos monumentos y personajes pertenecientes a la historia de
los árabes antes de Mahoma, asegura que, a juicio de algunos, son otras tantas
fábulas y narraciones novelescas “parecidas” a las que nos han traducido de las
lenguas persa, india y griega, como, por ejemplo, el libro titulado Los mil cuentos. Esta es la misma obra
comúnmente llamada Las mil noches y
que contiene la historia del rey, del visir, de la hija del visir y la nodriza
de esta, siendo los nombres de aquellas mujeres Chirzada y Dinarzada. En
algunos ejemplares de la obra de Masûdi se lee, en vez de Las mil noches, Las mil y una noches, y, en lugar de “la historia
del visir, de la hija del visir y la nodriza de ésta”, “la historia del visir y
de sus dos hijas”.
«Pues bien—continúa el gran orientalista-, si me preguntan qué digo
del paso de Masûdi, advertiré, en primer lugar, que todo él ha sido alterado,
ya que presenta dos variantes de algún bulto. No disputo que este historiador
tuviera noticia de una novela persa, titulada Los mil cuentos, y que esta novela se tradujera al árabe, como las Fábulas, de Bidpai, bajo el jalifato de
Al-Mamún. También me inclino a admitir que los personajes de la aventura
principal fueran un rey, su visir, la hija del visir y su nodriza; y aún, si se
quiere, las dos hijas del visir, aunque esta última elección me parece muy
sospechosa. Cuanto a las palabras “ésta es la misma obra comúnmente llamada Las mil noches” doy de barato que sean
de Masûdi, aunque muy bien pudieran ser un añadido; pero lo que tengo por
cierto es que Masûdi dijo Las mil noches y
no Las mil y una noches. Esta noche
de más se debe seguramente a los copistas, que creyeron que ese paso hacia
relación a Las mil y una noches que
ellos conocían, y, por la misma razón, creo que, en vez de “la hija del visir y
su nodriza”, que dijo Masûdi, pusieron ellos “las dos hijas del visir”. Y
aunque de pasada, notemos que sería más conforme con las costumbres orientales
que la hija del visir tuviera a su lado a una dueña, y no a su hermana,
mientras promediaban el lecho imperial. Todo lo que, en conclusión, puede
sacarse del texto de Masûdi es que hubo allá en tiempos, con el nombre de Mil cuentos, un libro de origen persa o
indio, traducido después al árabe, que no conocemos, y del que podrían haberse
tomado los nombres de los principales personajes de Las mil y una noches.»
Silvestre de Sacy
resume sus conclusiones en esta forma: «Mi opinión es que Las mil y una noches se escribieron en
Siria, en lenguaje vulgar, sin que su autor hubiese terminado el libro, ya
porque la muerte se lo impidiera, ya por cualquier otra razón, y que,
posteriormente, los copistas procuraron rematar la obra, incluyendo en ella
historias ya conocidas, pero que no pertenecían a esta colección, como Los viajes de Sindbad el marino y la Historia de los siete visires, o
componiendo algunas ellos mismos, con mayor o menor fortuna, y que a eso se
debe la gran variedad que se ha notado entre los diferentes manuscritos de esta
colección y que ese es también el motivo de que no concuerden en el desenlace,
de que hay dos relaciones muy discordes; que los cuentos añadidos lo fueron en
distintas épocas y quizá en diferentes países, pero sobre todo en Egipto, y
finalmente, que puede afirmarse, con mucha verosimilitud, que la época en que
se compuso este libro no pudo ser muy antigua, como lo prueba el lenguaje en
que está escrito.»
Ante la fuerza de estos argumentos, el orientalista francés M.
Langlés, principal mantenedor de la tesis del origen ariopersa de Las mil y una noches, no tuvo nada que
replicar, y su partidario, el orientalista austriaco Hammer, hubo de hacer
concesiones reconociendo la parte importante que a los árabes corresponde en la
paternidad del discutido libro.
La disertación de De Sacy tuvo tanto éxito que Augusto Weil la puso
como prólogo al frente de su versión alemana de Las mil y una noches.
LA TESIS PERSA CON RUBRICA JUDIA
Pero la tesis persa reaparece con rúbrica judía, sustentada por el
orientalista holandés Gaeje, que de un golpe, con solo abrir la Biblia por el Libro de Esther, muestra a los eruditos rebuscadores de libros lo
que no habían visto en ese Libro de Libros, que tenían a la mano, quizá sobre
su misma mesa, y demuestra, por modo concluyente, que la motivación y sugestión
primera de Las mil y una noches no se
derivan del Calila y Dimna ni de
ningún libro sánscrito ni persa, sino del gran libro judío, la Biblia.
Pues en el Libro de Esther se
encuentra ya condensado todo el argumento de la obra y las prefiguras de sus
protagonistas—el rey (Asuero), Schahrasad (Esther), su padre adoptivo el visir
(Mardojai), más un personaje que en Las
mil y una noches no sale y que es Amán, el visir antisemita del rey Asuero.
El monarca persa Ahasveros reinaba «desde la India hasta la Etiopía,
sobre ciento veintisiete provincias. El rey Ahasveros estaba casado con la
reina Vasti, mujer hermosa y soberbia. Y sucedió que el rey, una vez, “hizo
banquete”». Y... pero transcribamos mejor los propios versículos del Libro
bíblico, que el drama nos cuenta...
10 El día séptimo, alegre por el vino el corazón del rey, mandó este a
Mahuman, Bizta, Harbona, Bigta, Abagta, Zetar y Carcas, los siete eunucos que
servían ante el rey Asuero, 11 que trajeran a su presencia a la
reina Vasti, con su real corona, para mostrar a los pueblos y a los grandes su
belleza, pues era de hermosa figura; 12 pero la reina se negó a
venir con los eunucos, y el rey se irritó mucho y se encendió en cólera. 13
Preguntó entonces el rey a los sabios conocedores del derecho, pues era este el
modo de tratar los negocios ante los conocedores de las leyes y del derecho, 14
de los cuales tenía junto a sí a los que ocupaban el primer rango en su reino, 15
qué ley habría de aplicarse a la reina Vasti por no haber hecho lo que el rey
le había mandado por medio de los eunucos.
l6 Memucan respondió ante el rey y
los príncipes: «No es solo al rey a quien ha ofendido la reina Vasti; es
también a todos los príncipes y a todos los pueblos de todas las provincias del
rey Asuero, l7 porque lo hecho por la reina
llegará a conocimiento de todas las mujeres y será causa de que menosprecien a
sus maridos, pues dirán: El rey Asuero mandó que llevasen a su presencia a la
reina Vasti y ella no fue; l8 y desde hoy las princesas de Persia y
de Media que sepan lo que ha hecho la reina se lo dirán a todos los príncipes
del rey, y de aquí vendrán muchos desprecios y mucha cólera. l9 Si
al rey le parece bien, haga publicar e inscribir entre las leyes de los persas
y de los medos, con prohibición de traspasarlo, un real decreto mandando que la
reina Vasti no parezca más delante del rey Asuero, y dé el rey dignidad de
reina a otra que sea mejor que ella.
Y en el capítulo II prosigue la historia en estos términos:
l Después de esto, cuando ya se calmó la cólera del rey, pensó en Vasti
y en lo que ésta había hecho y en la decisión que respecto de ella se había
tomado. 2 Los servidores del rey le dijeron: «Búsquense para el rey
jóvenes vírgenes y bellas, 3 poniendo el rey en todas provincias de
su reino comisarios que hagan reunir todas las jóvenes vírgenes y de bella
presencia en Susa, la capital, en la casa de las mujeres, bajo la vigilancia de
Hegue, eunuco del rey y guarda de las mujeres, que les dará lo necesario para
ataviarse, 4 y que la joven que más agrade al rey sea la reina en
lugar de Vasti.» Aprobó el rey este parecer y se hizo así.
He ahí narrado en el mismo estilo de Las mil y una noches el drama conyugal del rey Asuero, origen del
encumbramiento de Esther la judía, que, con su belleza y atractivos, hizo que
aquel se olvidara por completo de la reina Vasti y de todas las mozas vírgenes
de su reino, poniendo fin a ese ominoso tributo de las mil doncellas y
salvando, de paso, a su pueblo judío de los manejos de Amán, el antisemita.
Ahí tenemos ya el argumento y las dramatis
personae del libro árabe. Basta con exagerar un poco las cosas y los
caracteres. Que el rey Asuero, en vez de repudiar a la reina Vasti, mande
matarla y esas vírgenes reunidas en su serrallo desfilen ante él, no para que
elija de entre ellas nueva esposa, sino para que las goce y las sacrifique por
turno, y tendremos ya el caso del misógino, agresivo rey Schahriar.
La semejanza resalta todavía en el modo como el rey se entera del
servició que Mardojai le había prestado en tiempos, salvándole la vida, y de
los manejos antisemitas del ambicioso Amán, pues también ahí interviene una
historia, aunque no sea Esther quien se la cuente:
«Cap. IV.
l Aquella noche se
le fue el sueño al rey y dijo que le trajesen el libro de las memorias de las
cosas de los tiempos, y leyéronlas delante del rey...»
Por esa lectura sabe el rey Asuero que el padre adoptivo de su esposa
salvárale antaño la vida, sin que por ello obtuviese recompensa, y decide
llamarlo y honrarlo como se merece, subsanando aquel injusto olvido.
Y comparece ante el rey Mardojai y el rey lo nombra su gran visir en
lugar de Amán, que muere en la horca que para el hebreo había, con demasiada
prisa, mandado levantar.
Esta historia, que pudiera inscribirse en el ya citado libro de
At-Tenuji Al Farchu-bâdi-sch-Schiddet (El
gozo tras la aflicción), historia que empieza mal y acaba bien y que los judíos
leen todos los años, para su edificación y consuelo, haciéndola seguir de una
alegre carnavalada, en que se truecan los papeles, como se trocaron entonces
los de Mardojai y Amán, es, en resumen, la misma historia del rey Schahriar y
su esposa Schahrasad, que también empieza mal y acaba bien para las mujeres y
para todo el reino de Persia.
Cierto que Asuero es un carácter menos violento que Schahriar y que,
en cambio, Schahrasad es más enérgica y brava que Esther, y se da un aire en lo
heroico a Judith, pues obra por propia iniciativa y no por sugestión de su
padre adoptivo, Mardojai, que es allí toda el alma del enredo. Esther solo
triunfa ante el rey por su hermosura, y por lo demás es una pavisosa, que no
sabe historias ni cuentos entretenidos ni tiene malicia femenil, siendo
simplemente una linda muñeca en manos de Mardojai.
Pero salvo esas diferencias, todo lo demás es idéntico, y esas
diferencias tenía que introducirlas el retocador del asunto, pues si no
habríase encontrado con el mismo Libro de
Esther.
Confesamos que, de todas las hipótesis, esta de Gaeje nos parece la
más admisible y podría servir de base para atribuirle la paternidad de las Noches a un escritor judío, arabizado,
de los muchos que pululaban en esas cortes orientales.
Si bien se mira, todo el libro miliunanochesco está salpicado de
constelaciones hebraicas; todo lo que en él se dice de Salomón y su poder sobre
hombres y genios es de procedencia talmúdica, así como muchas de las anécdotas
edificantes que en él se intercalan.
Schahrasad, como vemos, está hecha con retazos de Esther y Judith,
pues en su decisión de ofrecerse al rey Schahriar hay algo que recuerda el
gesto de la heroína hebrea que, ataviada con todas sus galas, adornada y ungida
como para una noche nupcial, se dirige a la tienda de campaña de Holofernes,
con el puñal escondido bajo sus ropas, como si dijéramos «con la navaja en la
liga». Burton ha insinuado que acaso Schahrasad llevase también su navaja en la
liga, por si le fallaban los cuentos. Y hasta esa hermanita Dunyasad, que la
acompaña, recuerda a esa otra hermana menor que la Sulamita lleva consigo al
palacio de Salomón: «Tenemos una hermana que aún no tiene pechos...»
Hay, pues, sobrados motivos para aceptar la hipótesis del orientalista
holandés. El judío está en todas partes, en todo se tropieza con él y, como
autor del libro más antiguo, tiene los precedentes de todo.
Saludemos a esa noble sombra.
R. CANSINOS ASSENS
[1] La héjira o huida (que tal significa la
voz árabe) del Profeta Mohammed de la Meca a Medina, que tuvo lugar el 15 de
julio del año 622 de nuestra era.
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