La
naranja mecánica cuenta la historia del nadsat-adolescente Alex y sus tres
drugos-amigos en un mundo de crueldad y destrucción. Alex tiene los principales
atributos humanos: amor a la agresión, amor al lenguaje, amor a la belleza.
Pero es joven y no ha entendido aún la verdadera importancia de la libertad, la
que disfruta de un modo violento. En cierto sentido vive en el edén, y sólo
cuando cae, como en verdad le ocurre, desde una ventana, parece capaz de llegar
a transformarse en un verdadero ser humano.
Anthony
Burgess fue un famoso escritor y compositor británico cuya obra más famosa fue
la novela La naranja mecánica publicada en 1962. La historia está inspirada por
un incidente vivido por el autor durante la Segunda Guerra Mundial, cuando él y
su mujer fueron asaltados en 1944, siendo la esposa del propio Burgess víctima
de robo y violación por parte de cuatro soldados estadounidenses en las calles
londinenses. Dado que se encontraba embarazada, la paliza le provocó un aborto.
El libro trata sobre la libre voluntad y la moral, y la manipulación de los
individuos por fuerzas como los sistemas políticos, la represión, y como estas
conllevan a la corrupción del ser humano.
***
Publiqué
la novela A Clockwork Orange en 1962, lapso que debería haber bastado para
borrarla de la memoria literaria del mundo. Sin embargo se resiste a ser
borrada, y de esto la versión cinematográfica de Stanley Kubrick es la
principal responsable. De buena gana la repudiaría por diferentes razones, pero
eso no está permitido. Recibo cartas de estudiantes que tratan de escribir
tesis sobre la novela, o peticiones de dramaturgos japoneses para convertirla
en una suerte de obra de teatro noh. Así pues, es altamente probable que
sobreviva, mientras que otras obras mías que valoro más muerden el polvo. Esta
no es una experiencia inusual para los artistas. Rachmaninoff solía lamentarse
de que se le conociera principalmente por un Preludio en Do menor sostenido que
compuso en la adolescencia, mientras que sus obras de madurez no entraban nunca
en los programas. Los niños afilan sus dientes pianísticos en un Minueto en Sol
que Beethoven compuso sólo para poder detestarlo. Tendré que seguir viviendo
con La naranja mecánica, y eso significa que me liga a ella un cierto deber de
autor. Tengo un deber muy especial hacia ella en los Estados Unidos, y será
mejor que explique en qué consiste.
Expondré
la situación sin rodeos. La naranja mecánica nunca ha sido publicada completa
en Norteamérica. El libro que escribí está dividido en tres partes de siete
capítulos cada una. Recurra a su calculadora de bolsillo y descubrirá que eso
hace un total de veintiún capítulos. 21 es el símbolo de la madurez humana, o
lo era, puesto que a los 21 tenías derecho a votar y asumías las
responsabilidades de un adulto. Fuera cual fuese su simbología, el caso es que
21 fue el número con el que empecé. A los novelistas de mi cuerda les interesa
la llamada numerología, es decir que los números tienen que significar algo
para los humanos cuando éstos los utilizan. El número de capítulos nunca es del
todo arbitrario. Del mismo modo que un compositor musical trabaja a partir de
una vaga imagen de magnitud y duración, el novelista parte con una imagen de
extensión, y esa imagen se expresa en el número de partes y capítulos en los
que se dispondrá la obra. Esos veintiún capítulos eran importantes para mí.
Pero
no lo eran para mi editor de Nueva York. El libro que publicó sólo tenía veinte
capítulos. Insistió en eliminar el veintiuno. Naturalmente, yo podía haberme
opuesto y llevar mi libro a otra parte, pero se consideraba que él estaba
siendo caritativo al aceptar mi trabajo y que cualquier otro editor de Nueva
York o Boston rechazaría el manuscrito sin contemplaciones. En 1961 necesitaba
dinero, aun la miseria que me ofrecían como anticipo, y si la condición para
que aceptasen el libro significaba también su truncamiento, que así fuera. Por
tanto hay una profunda diferencia entre La naranja mecánica que es conocida en
Gran Bretaña y el volumen algo más delgado que lleva el mismo título en los
Estados Unidos de América.
Sigamos
adelante. El resto del mundo recibió sus ejemplares a través de Gran Bretaña, y
por eso la mayoría de las versiones (ciertamente las traducciones francesa,
italiana, rusa, hebrea, rumana y alemana) tienen los veintiún capítulos
originales. Ahora bien, cuando Stanley Kubrick rodó su película, aunque lo hizo
en Inglaterra, siguió la versión norteamericana, y al público fuera de los
Estados Unidos le pareció que la historia acababa algo prematuramente. No es que
los espectadores exigieran la devolución de su dinero, pero se preguntaban por
qué Kubrick había suprimido el desenlace. Muchos me escribieron a propósito de
eso; la verdad es que me he pasado buena parte de mi vida haciendo
declaraciones xerográficas, de intención y de frustración de intención,
mientras que Kubrick y mi editor de Nueva York gozaban tranquilamente de la
recompensa por su mala conducta. La vida, por supuesto, es terrible.
¿Qué
ocurría en ese vigésimo primer capítulo? Ahora tienen la oportunidad de
averiguarlo. En resumen, mi joven criminal protagonista crece unos años. La
violencia acaba por aburrirlo y reconoce que es mejor emplear la energía humana
en la creación que en la destrucción. La violencia sin sentido es una
prerrogativa de la juventud; rebosa energía pero le falta talento constructivo.
Su dinamismo se ve forzado a manifestarse destrozando cabinas telefónicas,
descarrilando trenes, robando coches y luego estrellándolos y, por supuesto, en
la mucho más satisfactoria actividad de destruir seres humanos. Sin embargo,
llega un momento en que la violencia se convierte en algo juvenil y aburrido.
Es la réplica de los estúpidos y los ignorantes. Mi joven rufián siente de
pronto, como una revelación, la necesidad de hacer algo en la vida, casarse,
engendrar hijos, mantener la naranja del mundo girando en las rucas de Bogo, o
manos de Dios, y quizás incluso crear algo, música por ejemplo. Después de todo
Mozart y Mendelssohn compusieron una música celestial en la adolescencia o
nadsat, mientras que lo único que hacía mi héroe era rasrecear y el viejo
unodós-unodós. Es con una especie de vergüenza que este joven que está
creciendo mira ese pasado de destrucción. Desea un futuro distinto.
En
el vigésimo capítulo no hay ningún indicio de este cambio. El chico es
condicionado y luego descondicionado y contempla con júbilo la recuperación de
una voluntad libre y violenta. «Sí, yo ya estaba curado», dice, y así concluyen
el libro norteamericano y la película. El capítulo veintiuno concede a la novela
una cualidad de ficción genuina, un arte asentado sobre el principio de que los
seres humanos cambian. De hecho, no tiene demasiado sentido escribir una novela
a menos que pueda mostrarse la posibilidad de una transformación moral o un
aumento de sabiduría que opera en el personaje o personajes principales.
Incluso los malos bestsellers muestran a la gente cambiando. Cuando una obra de
ficción no consigue mostrar el cambio, cuando sólo muestra el carácter humano
como algo rígido, pétreo, impenitente, abandona el campo de la novela y entra
en la fábula o la alegoría. La Naranja norteamericana o de Kubrick es una
fábula; la británica o mundial es una novela.
Pero
mi editor de Nueva York veía mi vigésimo primer capítulo como una traición. Era
muy británico, blando, y mostraba una renuencia pelagiana a aceptar que el ser
humano podía ser un modelo de maldad impenitente. Venía a decir que los
norteamericanos eran más fuertes que los británicos y no temían enfrentarse a
la realidad. Pronto se verían enfrentados a ella en Vietnam. Mi libro era
kennediano y aceptaba la noción de progreso moral. Lo que en realidad se quería
era un libro nixoniano sin un hilo de optimismo. Dejemos que la maldad se
pavonee en la página y hasta la última línea y se ría de todas las creencias
heredadas, judía, cristiana, musulmana o cualquier otra, y de que los humanos
pueden llegar a ser mejores. Un libro así sería sensacional, y lo es.
Pero
no creo que sea una imagen justa de la vida humana.
Y
no lo creo porque, por definición, el ser humano está dotado de libre albedrío,
y puede elegir entre el bien y el mal. Si sólo puede actuar bien o sólo puede
actuar mal, no será más que una naranja mecánica, lo que quiere decir que en
apariencia será un hermoso organismo con color y zumo, pero de hecho no será
más que un juguete mecánico al que Dios o el Diablo (o el Todopoderoso Estado,
ya que está sustituyéndolos a los dos) le darán cuerda. Es tan inhumano ser
totalmente bueno como totalmente malvado. Lo importante es la elección moral. La
maldad tiene que existir junto a la bondad para que pueda darse esa elección
moral. La vida se sostiene gracias a la enconada oposición de entidades
morales. De eso hablan los noticiarios televisivos. Desgraciadamente hay en
nosotros tanto pecado original que el mal nos parece atractivo. Destruir es más
fácil y mucho más espectacular que crear. Nos gusta morirnos de miedo ante
visiones de destrucción cósmica. Sentarse en una habitación oscura y componer
la Missa Solemnis o la Anatomía de la melancolía no da pie a titulares ni a
flashes informativos. Desgraciadamente mi pequeño libelo atrajo a muchos porque
despedía los miasmas del pecado original como un cartón de huevos podridos.
Parece
mojigato e ingenuo negar que mi intención al escribir la novela era excitar las
peores inclinaciones de mis lectores. Mi saludable herencia de pecado original
se exterioriza en el libro y disfruto violando y destruyendo por poderes. Es la
cobardía innata del novelista, que delega en personajes imaginarios los pecados
que él tiene la prudencia de no cometer. Pero el libro también guarda una
lección moral, la tradicional repetición de la importancia de la elección
moral. Es precisamente el hecho de que esa lección destaca tanto la que me hace
menospreciar a veces La naranja mecánica como una obra demasiado didáctica para
ser artística. No es misión del novelista predicar, sino mostrar. Yo he
mostrado suficiente, aunque a veces lo oculta la cortina de un idioma
inventado; otro aspecto de mi cobardía. El nadsat, una versión rusificada del
inglés, fue concebido para amortiguar la cruda respuesta que se espera de la
pornografía. Convierte el libro en una aventura lingüística. La gente prefiere
la película porque el lenguaje los asusta, y con razón.
No
creo tener que recordar a los lectores el significado del título. Las naranjas
mecánicas no existen, excepto en el habla de los viejos londinenses. La imagen
era extraña, siempre aplicada a cosas extrañas. «Ser más raro que una naranja
mecánica» quiere decir que se es extraño hasta el límite de lo extraño. En sus
orígenes «raro» [queer] no denotaba homosexualidad, aunque «raro» era también
el nombre que se daba a un miembro de la fraternidad invertida. Los europeos
que tradujeron el título como Arancia a Orologeria o Orange Mécanique no alcanzaban
a comprender su resonancia cockney y alguno pensó que se refería a una granada
de mano, una piña explosiva más barata. Yo la uso para referirme a la
aplicación de una moralidad mecánica a un organismo vivo que rebosa de jugo y
dulzura.
Los
lectores del capítulo veintiuno deben decidir por sí mismos si mejora el libro
que presumiblemente conocen o realmente se trata de un miembro prescindible. Mi
intención era que el libro concluyese de esta manera, pero tal vez mi juicio
estético no era correcto. Los escritores raras veces son sus mejores críticos,
y tampoco son críticos. Quod scripsi scripsi, dijo Poncio Pilatos cuando hizo a
Jesucristo rey de los judíos. «Lo que he escrito, escrito está». Podemos
destruir lo que hemos escrito, pero no podemos borrarlo. Con lo que el doctor
Johnson llamaba fría indiferencia expondré lo escrito al juicio de ese
0,00000001 de la población norteamericana al que le importan esas cuestiones.
Coman esta porción dulce o escúpanla. Son libres.
ANTHONY
BURGESS
Noviembre,
1986
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