Una
Tres años es mucho tiempo para dejar una carta sin contestar, y la suya ha quedado sin respuesta durante más tiempo aún. Tenía la esperanza de que se contestara por sí misma o de que otras personas la contestaran por mí. Sin embargo, ahí está la carta con su pregunta —¿Cómo podemos, en su opinión, evitar la guerra?— sin responder aún. Es cierto que se me han ocurrido muchas respuestas, pero ninguna que no necesitara una explicación, y las explicaciones requieren tiempo.
Además, en este caso concreto hay razones por las que resulta especialmente difícil evitar los equívocos. Podría llenar una página entera con excusas y disculpas; declaraciones de incapacidad, incompetencia, falta de conocimientos y de experiencia. Y todas ellas serían verdad. Pero incluso una vez expresadas subsistirían unas dificultades tan fundamentales que quizá fuera imposible para usted comprenderlas y para nosotras explicarlas. No obstante, no me gusta dejar sin contestación una carta tan notable como la suya, una carta quizá única en la historia de la correspondencia humana, ya que, ¿cuándo se ha dado el caso de que un hombre instruido le pregunte a una mujer cómo se puede evitar la guerra en su opinión? En consecuencia, intentémoslo, aunque estemos condenadas al fracaso. En primer lugar, tracemos lo que todos los autores de cartas trazan instintivamente: un boceto de la persona a quien se dirige la carta.
Sin alguien cálido que respire al otro lado de la página, las cartas no valen nada. Así pues, usted, que formula la pregunta, tiene las sienes canosas; su cabello ya no es espeso en la coronilla. Ha alcanzado los años maduros de la vida no sin esfuerzo, ejerciendo la abogacía; pero en conjunto su singladura ha sido próspera. No hay nada adusto, mezquino o insatisfecho en su expresión. Y, sin ánimo de halagarle, su prosperidad —esposa, hijos y casa— ha sido merecida. No se ha sumido en la apatía satisfecha de la mediana edad, pues, como demuestra su carta con membrete de un despacho del centro de Londres, en vez de reposar la cabeza en la almohada, de aguijonear a sus cerdos y de podar sus perales —es propietario de unos cuantos acres de tierra en Norfolk—, escribe cartas, asiste a reuniones, preside esto y aquello y formula preguntas, con el sonido de los cañones en los oídos. Por lo demás, comenzó su educación en una de las grandes escuelas privadas y la terminó en la universidad. Aparece ahora la primera dificultad de comunicación entre nosotros. Indiquemos rápidamente la razón. Ambos procedemos de lo que, en esta época híbrida en la que, pese a que los orígenes se mezclen, las clases siguen siendo inamovibles, es adecuado llamar la clase instruida.
Cuando nos encontramos en persona hablamos con el mismo acento; utilizamos el cuchillo y el tenedor de la misma manera; esperamos que las criadas preparen la cena y laven los platos después; y durante la cena podemos hablar sin grandes dificultades de política y de gente, de la guerra y de la paz, de barbarie y de civilización, de todas las cuestiones apuntadas en su carta. Además, ambos nos ganamos la vida. Pero… estos tres puntos señalan un precipicio, un abismo tan profundo entre nosotros que durante tres años he estado sentada a un lado planteándome si vale la pena intentar hablar al otro lado. Preguntemos, pues, a otra persona; es Mary Kingsley quien habla en nuestro nombre. «No sé si alguna vez le he dicho que la posibilidad de aprender alemán es la única educación de pago que he recibido. En la educación de mi hermano se gastaron dos mil libras, y todavía espero que no fuera en vano.»1 Mary Kingsley no habla únicamente por ella; habla en representación de muchas hijas de hombres instruidos. Y no solo habla en representación de estas; también señala un hecho muy importante acerca de ellas, un hecho que tiene una profunda influencia en lo que sigue: el Fondo para la Educación de Arthur. Usted, que ha leído Pendennis, recordará que las misteriosas letras FEA figuraban en los libros de contabilidad de la familia. Desde el siglo XIII las familias inglesas instruidas han puesto dinero en esa cuenta. Desde los Paston a los Pendennis, todas las familias instruidas desde el siglo XIII hasta el presente han ingresado dinero en esa cuenta. Es un receptáculo voraz. En los casos en que era preciso dar educación a muchos hijos varones, la familia tenía que hacer grandes esfuerzos para mantenerlo lleno.
Pues la educación de usted no consistió meramente en el aprendizaje a través de los libros; los juegos cultivaron su cuerpo; los amigos le enseñaron más que los libros o los juegos. La conversación con ellos amplió sus horizontes y enriqueció su mente. En las vacaciones viajó; aprendió a apreciar el arte; adquirió conocimientos de política exterior; por otra parte, antes de que pudiera ganarse la vida, su padre le fijó una asignación que le permitió vivir mientras aprendía la profesión que le da derecho a añadir las letras KC (consejero del rey) a su apellido. Todo esto salió del Fondo para la Educación de Arthur. Y a este fondo, tal como indica Mary Kingsley, contribuyeron sus hermanas. No solo su propia educación fue a parar a él, salvo cantidades tan exiguas como las destinadas a pagar al profesor de alemán, sino también muchos de esos lujos y complementos que son, a fin de cuentas, parte de la educación, como los viajes, la vida en sociedad, la soledad y una vivienda separada de la familiar. El Fondo para la Educación de Arthur era un receptáculo voraz, un hecho sólido; un hecho tan sólido que proyectaba una sombra sobre todo el paisaje. Y el resultado es que, aunque miremos las mismas cosas, las vemos de modo diferente. ¿Qué es aquel conjunto de edificios de aspecto casi monástico, con capillas y pabellones y campos de deporte? Para usted es su antigua escuela; Eton o Harrow; su antigua universidad, Oxford o Cambridge, la fuente de innumerables recuerdos y tradiciones. Para nosotras, que lo vemos a través de la sombra del Fondo para la Educación de Arthur, es una mesa en un aula; un autobús que va a la escuela; una mujercita con la nariz roja, que tampoco ha recibido una buena educación pero que tiene una madre inválida a la que mantener; una asignación de cincuenta libras anuales con la que comprar ropa, hacer regalos y efectuar viajes al alcanzar la madurez precisa. Este es el efecto que el Fondo para la Educación de Arthur tiene en nosotras. Altera el paisaje de manera tan mágica que a menudo los nobles pabellones y patios de Oxford y Cambridge son para las hijas de los hombres instruidos2 como enaguas con agujeros, piernas de cordero frías y el tren que enlaza con el buque hacia el extranjero poniéndose en marcha mientras el jefe de ferrocarril les cierra la puerta en las narices.
Que el Fondo para la Educación de Arthur altere el paisaje —los pabellones, los campos de deportes, los edificios sagrados— tiene importancia, pero debemos dejar este aspecto para más adelante. Aquí solo nos interesa el hecho evidente, a la hora de reflexionar sobre esta importante pregunta —¿cómo vamos a contribuir a evitar la guerra?—, de que la educación constituye un factor diferencial. Es obvio que para comprender las causas que conducen a la guerra se necesitan ciertos conocimientos de política, de relaciones internacionales, de economía. La filosofía e incluso la teología pueden ser útiles. Quienes carecen de educación, quienes no han formado su mente, posiblemente no puedan abordar tales cuestiones de forma satisfactoria. Estará de acuerdo conmigo en que la guerra, en cuanto resultado de fuerzas impersonales, es incomprensible a la mente sin educación. Sin embargo, la guerra en cuanto resultado de la naturaleza humana es otro asunto. Si no hubiera creído usted que la naturaleza humana, las razones y las emociones de los hombres y las mujeres corrientes conducen a la guerra, no habría escrito pidiendo nuestra ayuda. Seguramente habrá concluido que los hombres y las mujeres, aquí y ahora, pueden ejercer su voluntad; que no son peones ni marionetas bailando pendientes de un hilo sostenido por manos invisibles. Que pueden actuar y pensar por sí mismos.
Que quizá incluso puedan influir en los pensamientos y actos de otras personas. Este razonamiento tal vez le haya inducido a escribirnos, y con toda justificación. Pues por fortuna hay una rama de la educación que entra en la categoría «educación gratuita»: esa comprensión de los seres humanos y sus motivos que, si se despoja a la palabra de sus asociaciones científicas, podríamos llamar psicología. El matrimonio, la única gran profesión abierta a nuestra clase desde el principio de los tiempos hasta el año 1919; el matrimonio, arte de elegir al ser humano con el que vivir de forma satisfactoria, tal vez nos haya enseñado algo al respecto. Pero aquí nos tropezamos con otra dificultad. Ya que, si bien ambos sexos comparten, en mayor o menor grado, muchos instintos, el de luchar ha sido siempre un hábito del hombre, no de la mujer. Las leyes y las costumbres han desarrollado esa diferencia, ya sea innata u accidental. Rara vez un ser humano, en el curso de la historia, ha caído bajo un rifle empuñado por una mujer; la gran mayoría de los pájaros y las bestias los han matado ustedes, no nosotras. Y es difícil enjuiciar lo que no compartimos.3 Por lo tanto, ¿cómo vamos a comprender su problema, y, si no podemos comprenderlo, cómo podemos contestar su pregunta: cómo evitar la guerra? La respuesta basada en nuestra experiencia y en nuestra psicología —¿luchar?— carece de valor. Evidentemente, para ustedes hay en la lucha cierta gloria, cierta necesidad, cierta satisfacción que nosotras jamás hemos sentido ni disfrutado.
La total comprensión solo podría conseguirse mediante una transfusión de sangre y una transfusión de recuerdos, milagro que aún no está al alcance de la ciencia. Pero quienes vivimos en la actualidad tenemos un sustituto de la transfusión de sangre y de la transfusión de recuerdos que deberá servir si es preciso. Contamos con esa maravillosa ayuda, continuamente renovada y sin embargo en gran parte desaprovechada, para la comprensión de los motivos humanos que en nuestro tiempo nos proporcionan la biografía y la autobiografía. También disponemos de los periódicos, que son historia en bruto. No hay, pues, ninguna razón para que nos limitemos al minúsculo espacio de la experiencia real, que para nosotras todavía es tan estrecho, tan restringido. Podemos complementarlo contemplando la imagen de la vida de otros. De momento se trata tan solo de una imagen, claro está, pero como tal debe servir.
Por lo tanto, recurriremos a la biografía en primer lugar, rápida y brevemente, a fin de tratar de comprender lo que la guerra significa para ustedes. Extraeremos unas cuantas frases de una biografía. En primer lugar, este fragmento de la vida de un soldado: He tenido la vida más feliz posible y siempre me he dedicado a la guerra, y ahora me he metido en lo más importante en la flor de la vida para un soldado … Gracias a Dios, salimos dentro de una hora. ¡Qué magnífico regimiento! ¡Qué hombres, qué caballos! Espero que dentro de diez días Francis y yo cabalguemos juntos directamente hacia los alemanes.4 A lo cual apostilla el biógrafo: Desde el primer momento fue sumamente feliz, pues había hallado su verdadera vocación. Añadamos esto de la vida de un aviador: Hablamos de la Sociedad de Naciones y de las perspectivas de la paz y el desarme. En esta materia él es más marcial que militarista. La dificultad a la que no encontró solución era que, si algún día llegaba a conseguirse la paz permanente y los ejércitos y las armadas dejaban de existir, no habría cauce para las cualidades viriles que la lucha desarrolla, y la psique y el carácter humano sufrirían menoscabo.5 Inmediatamente vemos que hay tres razones que inducen a las personas de su sexo a luchar: la guerra es una profesión; es fuente de felicidad y emoción; y también es un cauce de cualidades viriles, sin el cual los hombres quedarían menoscabados. Sin embargo, estos sentimientos y opiniones no son universalmente compartidos por los individuos de su sexo, como lo demuestra el siguiente fragmento de otra biografía, la vida de un poeta que murió en la guerra europea: Wilfred Owen.
Ya he captado una luz que jamás se filtrará en el dogma de ninguna iglesia nacional, a saber, que uno de los mandamientos fundamentales de Cristo fue: ¡Pasividad a cualquier precio! Sufre la deshonra y el desprestigio, pero jamás recurras a las armas. Que te acosen, que te ofendan, que te maten; pero no mates … De este modo se ve que el cristianismo puro no se compadece con el patriotismo puro. Y entre las anotaciones para poemas que la muerte le impidió escribir, están las siguientes: Las armas son contra natura … La inhumanidad de la guerra … El carácter insoportable de la guerra … La horrible bestialidad de la guerra … La insensatez de la guerra.6 A juzgar por los fragmentos citados, está claro que los individuos del mismo sexo tienen opiniones muy diferentes acerca del mismo tema. Pero también está claro, a juzgar por lo que dice el periódico de hoy, que, por muchos disidentes que haya, la gran mayoría de los miembros de su sexo están actualmente a favor de la guerra. La Conferencia de Scarborough de hombres instruidos y la Conferencia de Bournemouth de trabajadores han convenido que gastar trescientos millones de libras esterlinas anuales en armamento es una necesidad. Opinan que Wilfred Owen estaba equivocado; que es mejor matar que dejar que te maten. Sin embargo, puesto que la biografía muestra que las diferencias de opinión abundan, es evidente que ha de primar alguna razón para que se dé esta aplastante unanimidad.
¿Podemos llamarla, en aras de la brevedad, «patriotismo»? A continuación hemos de preguntarnos: ¿qué es este «patriotismo» que les induce a ir a la guerra? Dejemos que nos lo explique el presidente del Tribunal Supremo de Inglaterra: Los ingleses estamos orgullosos de Inglaterra. Para quienes han estudiado en escuelas y universidades inglesas y han trabajado toda su vida en Inglaterra, pocos amores hay tan fuertes como el amor a nuestro país. Cuando pensamos en otras naciones, cuando juzgamos los méritos de la política de tal o cual país, aplicamos los criterios del nuestro … La libertad ha convertido a Inglaterra en su morada. Inglaterra es el hogar de las instituciones democráticas … Es cierto que entre nosotros hay muchos enemigos de la libertad; algunos, quizá, en lugares inesperados. Pero nos mantenemos firmes. Se ha dicho que el hogar del inglés es su castillo. El hogar de la libertad se halla en Inglaterra. Y es un castillo, en efecto; un castillo que defenderemos hasta el final … Sí, nosotros, los ingleses, somos sumamente afortunados.7 Es una declaración general aceptable de lo que significa el patriotismo para un hombre instruido y de los deberes que le impone. Pero para la hermana del hombre instruido, ¿qué significa el «patriotismo»? ¿Tiene las mismas razones para estar orgullosa de Inglaterra, para amar a Inglaterra, para defender a Inglaterra? ¿Ha sido «sumamente afortunada» en Inglaterra? La historia y la biografía, cuando se analizan, parecen mostrar que su posición en la patria de la libertad ha sido distinta de la de su hermano; y la psicología parece indicar que la historia no carece de efectos sobre la mente y el cuerpo.
En consecuencia, es muy posible que su interpretación de la palabra «patriotismo» sea muy diferente de la de su hermano. Y esta diferencia puede dificultarle sobremanera comprender la definición de patriotismo de su hermano y los deberes que impone. Entonces, si nuestra respuesta a su pregunta, «¿Cómo podemos, en su opinión, evitar la guerra?», depende de que comprendamos las razones, emociones y lealtades que inducen a los hombres a ir la guerra, habría que rasgar esta carta y arrojarla a la papelera. Pues parece claro que no podemos entendernos debido a esas diferencias. Parece claro que pensamos de manera diferente si hemos nacido diferentes; tenemos el punto de vista de Grenfell, el punto de vista de Knebworth, el punto de vista de Wilfred Owen, el punto de vista del presidente del Tribunal Supremo y el punto de vista de la hermana de un hombre instruido. Todos distintos. Pero ¿no hay un punto de vista absoluto? ¿No podemos encontrar escrito en algún sitio, con letras de fuego y de oro: «Esto está bien. Esto está mal»; un juicio moral que todos, pese a nuestras diferencias, debamos aceptar? Traslademos pues la cuestión de la bondad o maldad de la guerra a quienes han hecho de la moral su profesión: el clero. Seguro que si formulamos al clero la sencilla pregunta: «¿La guerra es buena o es mala?», nos darán una respuesta clara que no podremos negar. Pero no es así: la Iglesia de Inglaterra, que cabe suponer que podría abstraer la pregunta de las confusiones mundanas a ella aparejadas, también tiene dos pareceres. Los mismos obispos andan a la greña. El obispo de Londres sostenía que «el verdadero peligro para la paz del mundo hoy día eran los pacifistas. Por muy mala que fuera la guerra, la deshonra era mucho peor».8 Por otra parte, el obispo de Birmingham se califica a sí mismo de «pacifista radical … No veo que la guerra pueda conciliarse con el espíritu de Cristo».9 Así pues, la Iglesia nos da dictámenes contradictorios: en algunas circunstancias está bien luchar; en ninguna circunstancia está bien luchar. Es frustrante, incomprensible y desconcertante, pero debemos aceptar la realidad: no hay certeza en los cielos ni en la tierra.
De hecho, cuantas más biografías leemos, cuantos más discursos escuchamos, cuantas más opiniones consultamos, mayor es la confusión y menos posible parece —puesto que no comprendemos los impulsos, los motivos ni la moral que les inducen a ir a la guerra— hacer alguna propuesta que contribuya a evitar la guerra. Pero además de esas imágenes de la vida y del pensamiento de otras personas —esas biografías e historias— hay otras imágenes: imágenes de hechos reales; fotografías. Desde luego, las fotografías no son argumentos dirigidos a la razón; son simplemente constataciones de hechos dirigidas a la vista. Pero por esa misma simplicidad pueden sernos útiles. Veamos si al mirar las mismas fotografías sentimos lo mismo. Tenemos delante, sobre la mesa, unas fotografías. El gobierno español nos las manda con paciente pertinacia dos veces por semana.* No son fotografías agradables de ver. En su mayor parte son fotografías de cadáveres. La colección de esta mañana contiene una foto de lo que podría ser el cuerpo de un hombre o de una mujer; está tan mutilado que también pudiera ser el cuerpo de un cerdo. Pero esos son ciertamente cadáveres de niños, y eso otro es sin duda la sección vertical de una casa. Una bomba ha derribado todo un costado; todavía hay una jaula colgada en lo que seguramente era la sala de estar, pero el resto de la casa no es más que un montón de palos y astillas suspendido en el aire. Estas fotografías no son un argumento; son sencillamente la cruda constatación de un hecho dirigida a la vista. Pero la vista está conectada con la mente, y la mente con el sistema nervioso. Este sistema manda sus mensajes en un instante a los recuerdos del pasado y a los sentimientos del presente. Cuando miramos estas fotografías se produce en nuestro interior una fusión; por muy diferentes que sean nuestra educación y la tradición a nuestra espalda, tenemos las mismas sensaciones, y son sensaciones violentas. Usted, señor, dice que son de «horror y repulsión». También nosotras decimos que son de horror y repulsión. Salen de nuestros labios las mismas palabras.
La guerra, dice usted, es una abominación; una barbaridad; la guerra ha de evitarse. Y nosotras repetimos sus palabras. La guerra es una abominación; una barbaridad; la guerra ha de evitarse. Porque ahora, por fin, miramos la misma imagen; vemos los mismos cadáveres, las mismas casas derruidas. Abandonemos, de momento, el intento de contestar a su pregunta —cómo podemos contribuir a evitar la guerra— mediante el examen de las razones políticas, patrióticas y psicológicas que les inducen a ir a la guerra. La emoción es tan positiva que no soporta el análisis paciente. Centrémonos en las propuestas prácticas que usted somete a nuestra consideración. Son tres. La primera consiste en firmar una carta dirigida a los periódicos; la segunda, ingresar en cierta sociedad, y la tercera, realizar donativos a dicha sociedad. A primera vista, nada parece más sencillo. Garrapatear un nombre en una hoja de papel es fácil; asistir a una reunión en la que se reiteran más o menos de manera retórica opiniones pacifistas ante personas que ya creen en ellas también es fácil; y extender un cheque para apoyar esas opiniones más o menos aceptables, aunque no tan fácil, es una forma barata de acallar lo que apropiadamente podríamos denominar conciencia. Sin embargo, hay razones que nos llevan a dudar; razones que expondremos, menos someramente, más adelante. Basta con decir ahora que las tres medidas que propone parecen plausibles; no obstante, también parece que, si hacemos lo que nos pide, la emoción provocada por las fotografías no quedará apaciguada. Esta emoción, esta misma emoción positiva, exige algo más positivo que un nombre escrito en una hoja de papel, que una hora dedicada a escuchar parlamentos, que un cheque por el importe que podamos permitirnos pagar; digamos, por ejemplo, una guinea.
Parece requerir un método más enérgico, más activo para expresar nuestra convicción de que la guerra es bárbara, de que la guerra es inhumana, de que la guerra, como dijo Wilfred Owen, es insoportable, horrible y bestial. Pero, retórica aparte, ¿qué método activo tenemos a nuestro alcance? Pensemos y comparemos. Usted, por supuesto, podría volver a empuñar las armas —ahora en España, como antes en Francia— para defender la paz. Pero cabe presumir que ha rechazado tal método después de haberlo probado. En todo caso, dicho método no está a nuestro alcance; tanto el ejército de tierra como la armada están vedados a nuestro sexo. No se nos permite luchar. Tampoco se nos permite ser miembros de la Bolsa. En consecuencia, no podemos utilizar ni la presión de la fuerza ni la presión del dinero. Las armas menos directas pero aun así eficaces con que nuestros hermanos, como hombres instruidos, cuentan en el servicio diplomático y en la Iglesia también nos son negadas. No podemos predicar sermones ni negociar tratados. Por otra parte, si bien es cierto que podemos escribir artículos y mandar cartas a la prensa, el control de esta —la decisión de qué se publica y qué no se publica— está totalmente en manos de los individuos de su sexo. Es cierto que en los últimos veinte años se nos ha permitido entrar en el cuerpo de funcionarios públicos y en la abogacía, pero nuestra posición ahí es todavía muy precaria y nuestra autoridad, mínima. Por consiguiente, las armas con las que un hombre instruido puede hacer valer su opinión se encuentran fuera de nuestro alcance, o casi tan fuera de nuestro alcance que aunque las empleáramos apenas podríamos causar un arañazo. Si los hombres de su profesión se unieran para pedir algo y dijeran: «Si no se nos concede, no trabajaremos», las leyes de Inglaterra dejarían de aplicarse. Si las mujeres de su profesión dijeran lo mismo, nada cambiaría en las leyes de Inglaterra. No solo somos incomparablemente más débiles que los hombres de nuestra propia clase; también somos más débiles que las mujeres de la clase trabajadora.
Si las trabajadoras del país dijeran: «Si vamos a la guerra, nos negaremos a fabricar municiones o a contribuir a la producción de bienes», la dificultad de hacer la guerra aumentaría de manera considerable. Pero si todas las hijas de los hombres instruidos se declarasen en huelga mañana, su decisión no entorpecería nada esencial para la vida o los esfuerzos bélicos de la comunidad. Nuestra clase es la más débil de todas las clases del Estado. No disponemos de ninguna arma con la que hacer valer nuestra voluntad.10 La respuesta a lo anterior es tan conocida que podemos anticiparla fácilmente. Las hijas de los hombres instruidos carecen de influencia directa, es cierto, pero poseen el mayor poder de todos, esto es, la influencia que pueden ejercer sobre los hombres instruidos. Si esto es cierto, o sea, si la influencia sigue siendo nuestra arma más poderosa y la única que puede resultar eficaz para contribuir a evitar la guerra, permítasenos reflexionar, antes de firmar su manifiesto o de entrar en su sociedad, sobre lo que esta influencia representa. Sin duda, tiene una importancia tan grande que merece un análisis profundo y extenso. El nuestro no puede ser profundo, ni tampoco extenso; ha de ser rápido e imperfecto, pero intentemos hacerlo. ¿Qué influencia hemos tenido en el pasado sobre la profesión más estrechamente relacionada con la guerra, es decir, la política? Contamos una vez más con las innumerables y valiosísimas biografías, pero hasta un alquimista quedaría desconcertado ante la tarea de extraer de la masa de vidas de políticos ese rasgo concreto que es la influencia que las mujeres han ejercido sobre ellos. Nuestro análisis ha de ser escueto y superficial; sin embargo, si restringimos el campo de investigación a unos límites manejables y examinamos las memorias correspondientes a un siglo y medio, difícilmente podremos negar que ha habido mujeres que han influido en la política. Las famosas duquesa de Devonshire, lady Palmerston, lady Melbourne, madame de Lieven, lady Holland, lady Ashburton — por pasar de un nombre famoso a otro— tuvieron sin duda una gran influencia política. Sus famosas casas y los grupos que se reunían en ellas desempeñaron un papel tan importante en las memorias políticas de la época que difícilmente podemos negar que la política inglesa, quizá incluso las guerras inglesas, habrían sido diferentes si no hubieran existido esas casas y esas reuniones.
Pero todas esas memorias tienen una característica común: los nombres de los grandes dirigentes políticos —Pitt, Fox, Burke, Sheridan, Peel, Canning, Palmerston, Disraeli, Gladstone— salpican cada una de sus páginas, aunque el lector no encontrará en lo alto de la escalinata para recibir a los invitados, ni en las estancias más privadas de la casa, a una sola hija de un hombre instruido. Quizá no tuvieran el encanto, el ingenio, la posición social o el vestuario adecuados. Sea cual fuere la razón, pasará usted página tras página, volumen tras volumen, y encontrará a sus hermanos y maridos Sheridan en Devonshire House, Macaulay en Holland House, Matthew Arnold en Landsdowne House, Carlyle incluso en Bath House, pero los nombres de Jane Austen, Charlotte Brontë y George Eliot no aparecen, y aunque la señora Carlyle asistía a esas reuniones, al parecer, según sus propias palabras, se sentía incómoda en ellas. Con todo, como sin duda señalará usted, las hijas de los hombres instruidos tal vez hayan tenido otra clase de influencia; una influencia independiente de la riqueza y la posición social, del vino, la comida, el atuendo y el resto de atractivos que vuelven tan seductoras las grandes casas de las grandes damas. Aquí nos hallamos en terreno más firme, porque desde luego ha habido una causa política que ha interesado a las hijas de los hombres instruidos en los últimos ciento cincuenta años: el derecho al voto. Pero al pensar en cuánto tiempo les costó ganar esa causa, y cuánto trabajo, solo podemos concluir que la influencia ha de combinarse con la riqueza para ser eficaz como arma política, y que la clase de influencia que pueden ejercer las hijas de los hombres instruidos tiene muy escaso poder, su acción es muy lenta y su uso, muy penoso.11 Ciertamente, el único gran logro político de la hija del hombre instruido le costó más de un siglo de trabajo humilde y agotador; tuvo que participar en manifestaciones, trabajar en oficinas, hablar en las esquinas, y por último, como hizo uso de la fuerza, fue enviada a la cárcel, donde tal vez seguiría aún si no hubiera sido, paradójicamente, porque la ayuda que prestó a sus hermanos cuando estos se sirvieron de la fuerza le concedió por fin el derecho a llamarse, si no hija, al menos hijastra de Inglaterra.12 Parece pues que la influencia, cuando se pone a prueba, solo resulta del todo eficaz si se combina con la posición social, la riqueza y las grandes mansiones. Las influyentes son las hijas de los aristócratas, no las de los hombres instruidos. Y esta clase de influencia es la que describe un distinguido miembro de su profesión, el difunto sir Ernest Wild. Él aseguraba que la gran influencia que las mujeres ejercían sobre los hombres siempre había sido, y siempre debía ser, indirecta.
Al hombre le gustaba creer que hacía su trabajo por sí mismo, cuando en realidad se limitaba a hacer lo que la mujer quería, pero la mujer discreta siempre le dejaba pensar que era él quien llevaba la batuta, cuando no era así. Cualquier mujer que se interesara por la política tenía un poder muchísimo mayor sin el voto que con él, pues podía influir en muchos electores. Opinaba que no era justo rebajar a las mujeres al nivel de los hombres. Las reverenciaba y quería seguir haciéndolo. Deseaba que la edad de la caballerosidad no se extinguiera, ya que todo hombre que tuviera una mujer que se interesara por él ansiaba resplandecer ante ella.13 Y así sucesivamente. Si esta es la verdadera naturaleza de nuestra influencia, y si todos aceptamos esta descripción y hemos reparado en sus efectos, o bien no está a nuestro alcance, porque muchas de nosotras carecemos de belleza y somos pobres y viejas, o bien merece nuestro desprecio, por cuanto muchas preferiríamos simplemente llamarnos prostitutas y ponernos bajo las farolas de Piccadilly Circus antes que utilizarla. Si esta es la verdadera naturaleza, la naturaleza indirecta, de un arma tan celebrada, debemos renunciar a ella, añadir nuestro impulso pigmeo a fuerzas más potentes y recurrir, como propone usted, a firmar cartas, a afiliarnos a sociedades y a extender de vez en cuando un cheque por una cantidad exigua. Tal parecería ser la conclusión inevitable pero deprimente de nuestra investigación sobre la naturaleza de dicha influencia, si no fuera porque, debido a ciertas razones que jamás se han explicado de forma satisfactoria, el derecho al voto,14 en modo alguno desdeñable en sí mismo, estaba misteriosamente relacionado con otro derecho de valor tan inmenso para las hijas de los hombres instruidos que ha cambiado casi todas las palabras del diccionario, incluido el vocablo «influencia». Estas palabras no le parecerán exageradas si decimos que hacen referencia al derecho a ganarse la vida. Este derecho, señor, nos fue concedido hace menos de veinte años, en 1919, mediante una ley que franqueó el acceso a las profesiones.
Las puertas de las casas privadas se abrieron. En todos los monederos había, o podía haber, una nueva y reluciente moneda de seis peniques, a cuya luz todo pensamiento, toda visión, todo acto parecían diferentes. Veinte años, teniendo en cuenta cómo pasa el tiempo, no es gran cosa, ni la de seis peniques es una moneda muy importante; y no podemos recurrir a la biografía para que nos proporcionen la imagen de la vida y la mente de las poseedoras de seis peniques. Pero en la imaginación quizá podamos ver a la hija del hombre instruido en el momento en que sale de las sombras de la casa privada, se detiene en el puente que media entre el viejo mundo y el nuevo, y pregunta, mientras hace girar la moneda sagrada en la mano: «¿Qué haré con ella? ¿Qué veré con ella?». Podemos aventurar que a través de esa luz todo cuanto veía parecía diferente: los hombres y las mujeres, los automóviles y las iglesias. Hasta la luna, surcada como está por las cicatrices de sus cráteres olvidados, le parecía una moneda de seis peniques blanca, una moneda casta, un altar ante el que prometió que jamás se pondría del lado de las serviles, de las firmantes, pues tenía derecho a hacer lo que le viniera en gana con la sagrada moneda de seis peniques que había ganado con sus propias manos. Y si, refrenando la imaginación con el prosaico sentido común, alega usted que depender de una profesión es otra forma de esclavitud, tendrá que reconocer por experiencia propia que depender de una profesión es una forma de esclavitud menos odiosa que la de depender del padre. Recuerde la alegría con que recibió su primera guinea por su primer servicio profesional y el profundo suspiro de libertad que exhaló cuando se dio cuenta de que los días de dependencia del Fondo para la Educación de Arthur habían terminado. De esa guinea surgió, como de una de esas bolitas de las que sale un árbol cuando los niños les prenden fuego, todo lo que usted más valora —esposa, hijos, hogar— y, sobre todo, esa influencia que ahora le permite influir en otros hombres.
¿Qué influencia tendría usted si todavía recibiera cuarenta libras anuales de la bolsa familiar y todo complemento a esa suma dependiera de la voluntad del más benévolo de los padres? Pero no es necesario insistir en este punto. Sea cual sea la razón — orgullo, amor a la libertad, odio a la hipocresía—, comprenderá usted la ilusión con que en 1919 sus hermanas comenzaron a ganar no una guinea, sino una monedita de seis peniques, y no se mofará de su orgullo ni negará que era fundado, por cuanto significaba que ya no necesitaban utilizar la influencia descrita por sir Ernest Wild. La palabra «influencia» ha cambiado, pues. La hija del hombre instruido dispone ahora de una influencia diferente de cualquier influencia que haya poseído en el pasado. No es la influencia que posee la gran dama, la Sirena; tampoco es la influencia que tenía la hija del hombre instruido cuando carecía del derecho al voto; ni la influencia que tenía cuando ya había adquirido el derecho a votar pero no el derecho a ganarse la vida. Es diferente porque se trata de una influencia que ha sido despojada del elemento del encanto; es una influencia que ha sido despojada del elemento pecuniario. Ya no necesita emplear su encanto para sacar dinero a su padre o a su hermano. Puesto que la familia ya no tiene la facultad de castigarla económicamente, puede expresar sus opiniones con total libertad. En vez de admiraciones y antipatías que a menudo venían dictadas de manera inconsciente por la necesidad de dinero, ahora puede expresar sus verdaderas simpatías y antipatías. En resumen, no necesita asentir a todo; puede criticar. Por fin tiene una influencia que es desinteresada. Esta es a grandes y rápidos rasgos la naturaleza de nuestra nueva arma: la influencia que la hija del hombre instruido puede ejercer ahora que tiene la posibilidad de ganarse la vida. En consecuencia, la cuestión que debemos abordar a continuación es: ¿cómo puede utilizar esa nueva arma para ayudarle a usted a evitar la guerra? Queda de inmediato claro que, si no hay ninguna diferencia entre los hombres que se ganan la vida con una profesión liberal y las mujeres que se ganan la vida, esta carta debe terminar, ya que, si nuestro punto de vista coincide con el suyo, deberemos añadir nuestra moneda de seis peniques a su guinea, seguir sus métodos y repetir sus palabras. Pero, por suerte o por desgracia, eso no es cierto. Las dos clases siguen siendo enormemente diferentes. Y para demostrarlo no necesitamos recurrir a las inciertas y peligrosas doctrinas de psicólogos y biólogos; podemos apelar a los hechos. Fijémonos en la educación. Su clase ha sido educada en escuelas privadas y en universidades durante quinientos o seiscientos años; la nuestra, durante sesenta. Fijémonos en la propiedad de bienes.
15 Su clase posee por derecho propio y no a través del matrimonio prácticamente todo el capital, todas las tierras, todos los tesoros y todos los cargos de Inglaterra. Nuestra clase no posee por derecho propio ni a través del matrimonio prácticamente ningún capital, ninguna tierra, ningún tesoro ni ningún cargo en Inglaterra. Que estas diferencias comportan diferencias muy considerables en la mente y en el cuerpo es algo que ningún psicólogo o biólogo negará. De lo cual parece deducirse como un hecho indiscutible que «nosotras» — entendiendo por «nosotras» una unidad formada por cuerpo, cerebro y espíritu, influida por el recuerdo y la tradición— debemos seguir siendo diferentes de «ustedes», cuyo cuerpo, cerebro y espíritu han sido educados de manera diferente y están influidos de manera distinta por el recuerdo y la tradición. Pese a que vemos el mismo mundo, lo vemos con ojos distintos. La ayuda que podamos prestarles será diferente de la ayuda que ustedes se prestan a sí mismos, y quizá el valor de esa ayuda radique en esa diferencia. Por lo tanto, antes de que accedamos a firmar su manifiesto o a entrar en su sociedad, tal vez convendría descubrir dónde reside la diferencia, porque entonces tal vez descubramos también en qué consiste la ayuda. A modo de principio muy elemental, pongamos ante usted una fotografía —una fotografía burdamente coloreada— de su mundo tal como lo vemos nosotras desde el umbral de la casa privada, a través de la sombra del velo que san Pablo aún impone a nuestros ojos, desde el puente que une la casa privada con el mundo de la vida pública. Su mundo, el mundo de las profesiones, de la vida pública, visto desde dicho ángulo, parece raro. A primera vista es tremendamente impresionante. En un espacio muy reducido se apiñan San Pablo, el Banco de Inglaterra, la Mansion House, la estructura imponente pero fúnebre del Palacio de Justicia; al otro lado, la abadía de Westminster y el Parlamento. Ahí, nos decimos deteniéndonos, en este momento de transición, en el puente, han pasado la vida nuestros padres y hermanos. Durante centenares de años han subido esos peldaños, han entrado y salido por esas puertas, han ascendido a esos púlpitos, han predicado, han ganado dinero, han administrado justicia.
De este mundo la casa privada (digamos que en algún lugar del West End) ha sacado sus creencias, sus leyes, sus ropas y sus alfombras, su buey y su cordero. Y después, puesto que ahora nos está permitido, empujamos con cautela las puertas de uno de esos templos, entramos de puntillas y contemplamos la escena con mayor detalle. La primera sensación de tamaño colosal, de sillería majestuosa, se quiebra en una miríada de puntos de pasmo mezclado con interrogantes. En primer lugar, su atuendo nos deja boquiabiertas.16 ¡Cuántas ropas, y qué espléndidas, qué adornadas, llevan los hombres instruidos en sus funciones públicas! Ahora visten de violeta; sobre su pecho oscila un crucifijo enjoyado; ahora tienen ustedes los hombros cubiertos de encaje; ahora están envueltos en armiño; ahora cuelgan de su cuerpo muchas cadenas con piedras preciosas engarzadas. Ahora lucen pelucas; hileras de rizos escalonados descienden hasta el cuello. Ahora sus sombreros tienen forma abarquillada, o son de tres picos; ahora son conos altos de piel negra; ahora son de latón y en forma de cazo; ahora penachos rojos, ahora penachos de pelo azul, los coronan. Unas veces las piernas están cubiertas por faldones; otras, por polainas. Tabardos con leones y unicornios bordados penden de sus hombros; objetos metálicos en forma de estrella o de círculo brillan y destellan sobre su pecho. Cintas de todos los colores —azules, moradas, carmesíes— van de hombro a hombro. Después de la relativa sencillez de su atuendo en casa, el esplendor de sus vestimentas públicas resulta deslumbrante. Pero mucho más extraños son otros dos hechos que advertimos poco a poco una vez que nuestros ojos se han recobrado del primer momento de asombro. No solo hay grupos enteros de hombres que visten igual en verano y en invierno —una característica extraña para los individuos de un sexo que cambia de ropa según la estación y por motivos de gusto personal y de comodidad—, sino que todo botón, roseta y raya parece tener un significado simbólico. Algunos solo tienen derecho a llevar botones lisos; otros, rosetas; algunos pueden lucir una sola raya; otros, tres, cuatro, cinco o seis. Y las volutas o las rayas están separadas entre sí exactamente por la distancia precisa; puede ser una pulgada para unos, una pulgada y cuarto para otros. Las normas regulan asimismo los cordones de oro trenzados sobre los hombros, la lista de los pantalones, las escarapelas de los sombreros…, pero no hay vista capaz de observar todas esas distinciones, y menos aún de describirlas fielmente. Sin embargo, más extrañas todavía que el esplendor simbólico de sus ropas son las ceremonias que se celebran cuando ustedes las llevan. Aquí se arrodillan; allá hacen una reverencia; aquí avanzan en procesión detrás de un hombre que lleva un atizador de plata; aquí se sientan en una silla labrada; aquí parece que rinden homenaje a un fragmento de madera pintada; aquí se humillan ante mesas cubiertas de tapices muy elaborados.
Y, sea lo que sea lo que esas ceremonias significan para ustedes, siempre las efectúan juntos, siempre al unísono, siempre con el uniforme adecuado al hombre y a la ocasión. Aparte de las ceremonias, tan decorativo atuendo nos parece a primera vista extremadamente extraño. Pues el vestido, tal como nosotras lo usamos, es relativamente sencillo. Además de la función primaria de cubrir el cuerpo, cumple otras dos misiones: proporciona belleza a la vista y despierta la admiración de los miembros de su sexo. Puesto que el matrimonio era hasta 1919 —no hace aún veinte años— la única profesión a nuestro alcance, difícilmente puede exagerarse la enorme importancia que el vestido tenía para la mujer. Para ella era lo que los clientes son para ustedes: el medio principal, y quizá el único, de llegar a presidente de la Cámara de los Lores. Pero las ropas de ustedes, con su elaborada complejidad, sin duda tienen otra función. No solo cubren la desnudez, halagan la vanidad y proporcionan placer a la vista, sino que también sirven para anunciar la posición social, profesional o intelectual de quien las lleva. Si me perdona usted la humilde comparación, las ropas masculinas cumplen la misma función que los cartelitos en un colmado. Pero, en vez de decir: «Esto es margarina; esto es mantequilla pura; esto es la mejor mantequilla del mercado», dicen: «Este es un hombre inteligente: es licenciado en arte; este es un hombre muy inteligente: es doctor en letras; este es un hombre sumamente inteligente: es miembro de la Orden del Mérito».
Es esta función —la de anunciar— de sus atuendos lo que nos resulta más singular. En opinión de san Pablo, este anuncio, al menos en lo que concierne a nuestro sexo, era impúdico e indecoroso; hasta hace muy pocos años se nos negó servirnos de él. Y aún perdura entre nosotras la tradición, o la creencia, de que expresar cualquier clase de valía, ya sea intelectual o moral, mediante piezas de metal, cintas, gorros de colores o togas es una barbaridad que merece las mofas que solemos dedicar a los ritos de los salvajes. Convendrá conmigo en que la mujer que anunciara su maternidad con un mechón de pelo de caballo colocado sobre el hombro izquierdo difícilmente sería un objeto venerable. Pero ¿qué luz arrojan nuestras diferencias en este aspecto sobre el problema que nos ocupa? ¿Qué relación hay entre los esplendores indumentarios del hombre instruido y las fotografías de casas derruidas y de cadáveres? Evidentemente, no hay que ir lejos para encontrar la relación entre atuendo y guerra; las ropas masculinas más elegantes son las que visten los soldados. Puesto que el escarlata y el oro, el latón y las plumas no se usan en el servicio activo, está claro que su costoso y —cabe suponer— poco higiénico esplendor se inventó en parte para impresionar al espectador con la majestad del oficio militar y en parte para inducir, mediante la vanidad, a los jóvenes a convertirse en soldados. En este aspecto, nuestra influencia y nuestras diferencias podrían tener cierto efecto; nosotras, que tenemos vedado llevar tales prendas, podemos expresar la opinión de que quien las viste no nos resulta un espectáculo agradable ni impresionante. Por el contrario, es un espectáculo ridículo, bárbaro y desagradable. Pero, como hijas de hombres instruidos, podemos utilizar nuestra influencia de forma más eficaz en otra dirección, sobre nuestra propia clase: la clase de los hombres instruidos. Pues ahí, en las salas de justicia y en las universidades, encontramos el mismo amor por la vestimenta. Ahí también hay terciopelo y seda, armiño y pieles.
Podemos decir que para los hombres instruidos realzar su superioridad sobre los demás, ya sea por nacimiento o por intelecto, vistiendo de manera diferente, poniendo títulos ante sus nombres o letras detrás de ellos, es un acto que suscita la competencia y la envidia, sentimientos que, sin necesidad de recurrir a la biografía para que lo demuestre ni de pedir a la psicología que lo explique, contribuyen a fomentar la disposición hacia la guerra. En consecuencia, si expresamos la opinión de que tales distinciones convierten a quienes las poseen en seres ridículos y ese saber en algo despreciable, contribuiremos, de manera indirecta, a debilitar los sentimientos que conducen a la guerra. Por suerte ahora podemos hacer algo más que expresar una opinión: podemos rechazar tales distinciones y tales uniformes. Sería una aportación pequeña pero clara para solucionar el problema que nos ocupa, o sea, cómo evitar la guerra; y es una aportación que, debido a una tradición y una formación diferentes, está más a nuestro alcance que al de ustedes.17 Sin embargo, nuestra observación a vista de pájaro de la superficie de las cosas no es alentadora. La fotografía coloreada que hemos estado mirando presenta unos cuantos rasgos notables, es cierto; pero también sirve para recordarnos que hay muchas cámaras recónditas y secretas en las que no podemos entrar. ¿Qué influencia real podemos ejercer en las leyes o en los negocios, en la religión o en la política, nosotras, para quienes muchas puertas están todavía cerradas o, en el mejor de los casos, entornadas; nosotras, que no tenemos ni capital ni fuerza que nos respalden? Parece que nuestra influencia debe detenerse en la superficie. Una vez que hemos expresado una opinión sobre la superficie, ya hemos hecho cuanto podemos hacer. Es cierto que la superficie puede tener cierta relación con las profundidades, pero si hemos de ayudarle a evitar la guerra debemos tratar de penetrar más hondo bajo la piel. Miremos pues en otra dirección: en una dirección natural para las hijas de los hombres instruidos, en la dirección de la mismísima educación.
Aquí, por fortuna, el año, el sagrado año 1919, viene en nuestra ayuda. Como ese año dio a las hijas de los hombres instruidos el derecho a ganarse la vida, estas tienen por fin cierta influencia real en la educación. Tienen dinero. Tienen dinero para contribuir a causas. Los tesoreros honorarios de las sociedades solicitan su ayuda. Para demostrarlo, se da la oportuna circunstancia de que aquí, justo al lado de su carta, hay otra enviada por una de dichos tesoreros pidiendo dinero para reconstruir un college femenino. Y cuando un tesorero honorario pide ayuda, es razonable que se pueda negociar con él. Tenemos derecho a decirle a esa señora: «Recibirá esa guinea para contribuir a la reconstrucción del college si usted, a su vez, ayuda a evitar la guerra a este caballero cuya carta también tenemos delante». Podemos decirle: «Debe educar a las jóvenes en el odio a la guerra. Debe enseñarles que la guerra es inhumana, bestial, insoportable». Pero ¿qué clase de educación vamos a pedir? ¿Qué educación enseñará a las jóvenes a odiar la guerra? Es una pregunta difícil en sí misma, y tal vez sea imposible de responder para quienes son como Mary Kingsley: aquellas que no tienen una experiencia directa de la educación universitaria. No obstante, el papel que la educación desempeña en la vida humana es tan importante, y el papel que puede desempeñar a la hora de contestar a su pregunta es tan considerable, que sería una cobardía eludir el intento de averiguar cómo podemos influir en las jóvenes a través de la educación para que aborrezcan la guerra. Abandonemos pues nuestro puesto en el puente sobre el Támesis y vayamos a otro puente sobre otro río, esta vez en una de las grandes universidades; ya que ambas tienen río y ambas tienen puentes en los que podemos detenernos. Una vez más, ¡qué extraño parece este mundo de cúpulas y agujas, de aulas y laboratorios, desde nuestra atalaya! ¡Qué diferente lo vemos de como lo ven ustedes! Para quienes lo contemplan desde el punto de vista de Mary Kingsley —«la posibilidad de aprender alemán es la única educación de pago que he recibido»— quizá aparezca como un mundo tan remoto, tan formidable, tan complejo con sus ceremonias y tradiciones, que cualquier crítica o comentario puede antojarse inútil. Aquí también nos maravillamos ante la brillantez de las ropas que llevan ustedes; aquí también vemos alzarse mazas y formarse procesiones, y advertimos con ojos demasiado deslumbrados para reparar en las diferencias, y menos aún explicarlas, las sutiles distinciones de sombreros y mucetas, de púrpuras y carmesíes, de terciopelo y paño, de togas y bonetes.
Es un espectáculo solemne. Acuden a nuestros labios las palabras de la canción de Arthur en Pendennis: Although I enter not, Yet round about the spot Sometimes I hover, And at the sacred gate, With longing eyes I wait, Expectant…* Y también: I will not enter there, To sully your pure prayer With thoughts unruly. But suffer me to pace Round the forbidden place, Lingering a minute, Like outcast spirits, who wait And see through Heaven’s gate Angels within it.* Pero, ya que tanto usted, señor, como la tesorera honoraria del fondo para la reconstrucción del college esperan contestación a sus cartas, debemos dejar de detenernos en viejos puentes tarareando viejas canciones; debemos tratar de abordar el problema de la educación, aunque sea de manera imperfecta. ¿Qué es pues esta «educación universitaria» de la que las hermanas de Mary Kingsley tanto han oído hablar y a la que tan penosamente han contribuido? ¿Qué es este misterioso proceso que tarda tres años en completarse, cuesta una buena suma de dinero contante y sonante y transforma la materia prima en bruto del ser humano en el producto acabado: un hombre o una mujer instruidos? Para empezar, no puede caber ninguna duda acerca de su valor supremo. El testimonio de la biografía —ese testimonio que cuantos sepan leer pueden consultar en las estanterías de cualquier biblioteca pública— es unánime en este punto: el valor de la educación es uno de los mayores valores humanos. Las biografías lo demuestran de dos maneras. En primer lugar, está el hecho de que la gran mayoría de los hombres que han gobernado Inglaterra en los últimos quinientos años, que ahora gobiernan Inglaterra en el Parlamento y en la administración pública, han recibido educación universitaria. En segundo lugar, está el hecho aún más impresionante, si tenemos en cuenta el trabajo y las privaciones que comporta —y de esto hay también abundantes pruebas en las biografías—, el hecho, decía, de la inmensa cantidad de dinero que se ha gastado en educación en los últimos quinientos años. Los ingresos de la Universidad de Oxford ascienden a 435.656 libras esterlinas (años 1933-1934); los de la Universidad de Cambridge, a 212.000 libras esterlinas (1930). Aparte de los ingresos de la universidad, cada college cuenta con sus propios ingresos, que, a juzgar solo por las donaciones y los legados que anuncian los periódicos de vez en cuando, en algunos casos deben de ser de magnitudes fabulosas.18 Si añadimos además los ingresos de que gozan las grandes escuelas privadas —Eton, Harrow, Winchester, Rugby, por mencionar solo las más importantes—, se alcanza una suma de dinero tan alta que no puede caber la menor duda acerca del enorme valor que los seres humanos conceden a la educación. Y el estudio de las biografías —la vida de los pobres, de los seres anónimos, de los carentes de instrucción— demuestra que están dispuestos a realizar cualquier esfuerzo, cualquier sacrificio, a fin de recibir educación en una de las grandes universidades.
19 Pero quizá el testimonio más importante sobre el valor de la educación que nos proporcionan las biografías es que las hermanas de los hombres instruidos no solo sacrificaron comodidades y placeres, lo cual era necesario para que sus hermanos recibieran una educación, sino que desearon recibirla ellas también. Al pensar en el criterio de la Iglesia sobre este tema, un criterio que, según descubrimos en las biografías, imperaba todavía hace pocos años —«… se me dijo que el deseo de aprender en las mujeres era contrario a la voluntad de Dios…»—,20 hemos de reconocer que dicho deseo debía de ser fuerte. Y si tenemos en cuenta que todas las profesiones para las que la educación universitaria preparaba a sus hermanos estaban vedadas a las mujeres, la fe de estas en el valor de la educación aparece reforzada, por cuanto debían de creer en la educación en sí misma. Y si además tenemos en cuenta que se consideraba que la única profesión al alcance de la mujer —el matrimonio— no requería educación, y que de hecho era de tal naturaleza que la educación incapacitaba a las mujeres para ejercerla, entonces no debería sorprendernos descubrir que la mujer renunciaba a todo deseo o intento de educarse y se conformaba con proporcionar educación a sus hermanos: la gran mayoría de las mujeres, las anónimas, las pobres, reduciendo los gastos domésticos; la pequeña minoría, las que tenían títulos nobiliarios, las ricas, fundando o financiando colleges para hombres. Y en efecto lo hicieron. Sin embargo, el deseo de recibir educación es tan innato en la naturaleza humana que, si consulta usted las biografías, verá que este mismo deseo, a pesar de todos los obstáculos que la tradición, la pobreza y el ridículo ponían en su camino, existía también en las mujeres. Para demostrarlo, examinemos solo una vida: la de Mary Astell.21 Sabemos poco de ella, pero sí lo suficiente para mostrar que hace casi doscientos cincuenta años este deseo obstinado y quizá irreligioso alentaba en su interior; de hecho, propuso la fundación de un college para mujeres.
Casi tan extraordinario es que la princesa Ana estuviera dispuesta a darle diez mil libras esterlinas —una suma muy considerable a la sazón, e incluso ahora, para ponerla a disposición de una mujer— con que cubrir los gastos. Y entonces…, entonces nos encontramos con un hecho de sumo interés, tanto desde el punto de vista histórico como psicológico: intervino la Iglesia. El obispo Burnet consideró que educar a las hermanas de los hombres instruidos sería animar a la rama indebida de la fe cristiana, es decir, la rama de la Iglesia católica. El dinero recibió otro destino; el college no se fundó. Pero estos hechos, como suele ocurrir con los hechos, tienen dos caras, pues, si bien sientan el valor de la educación, también demuestran que la educación no es en modo alguno un valor absoluto. No es buena en todas las circunstancias ni buena para todos; solo es buena para cierta gente y para ciertos propósitos. Es buena si promueve la fe en la Iglesia de Inglaterra; es mala si promueve la fe en la Iglesia de Roma; es buena para un sexo y para ciertas profesiones, pero es mala para el otro sexo y para otra profesión. Al menos esta parecería ser la respuesta que nos da la biografía: el oráculo no es mudo, pero es dudoso. Sin embargo, puesto que es de gran importancia que utilicemos nuestra influencia a través de la educación para predisponer a los jóvenes contra la guerra, no debemos permitir que nos desconcierten los subterfugios de la biografía ni que nos seduzca su encanto. Debemos tratar de determinar qué clase de educación recibe la hermana del hombre instruido en la actualidad a fin de que podamos hacer todo lo posible para utilizar nuestra influencia en las universidades, lugar al que pertenece y donde tiene más posibilidades de penetrar bajo la piel. Ahora, por fortuna, no necesitamos recurrir a la biografía, que inevitablemente, por referirse a la vida privada, está erizada de innumerables conflictos de opiniones particulares. Ahora contamos con la ayuda de ese relato de la vida pública que es la historia. Incluso los de fuera pueden consultar los anales de instituciones públicas, que no recogen las opiniones cotidianas de personas privadas, sino que utilizan acentos más amplios y expresan por boca de parlamentos y de senados las opiniones meditadas de agrupaciones de hombres instruidos. La historia nos informa al instante de que actualmente hay, y los ha habido desde alrededor de 1870, colleges para las hermanas de los hombres instruidos tanto en Oxford como en Cambridge. Pero la historia también nos informa de hechos de tal naturaleza acerca de dichos colleges que debe abandonarse todo intento de influir en las jóvenes en contra de la guerra a través de la educación que se les da.
Ante esos hechos, es una mera pérdida de tiempo y aliento hablar de «influir en los jóvenes»; inútil poner condiciones antes de mandar esa guinea a la tesorera honoraria; mejor tomar el primer tren a Londres que rondar las puertas sagradas. Pero —preguntará usted— ¿cuáles son esos hechos?, ¿esos hechos históricos deplorables? Así pues, vamos a exponérselos, advirtiéndole que proceden de documentos como los que están a disposición de alguien de fuera y de los anales de una universidad que no es la suya: Cambridge. Por lo tanto, su juicio no se verá enturbiado por la lealtad a los antiguos vínculos ni por la gratitud por los beneficios recibidos, sino que será imparcial y desinteresado. Empecemos pues donde nos quedamos: la reina Ana murió, el obispo Burnet murió y Mary Astell murió; pero el deseo de fundar un college para las de su sexo no murió. De hecho, fue cada vez más fuerte. Hacia mediados del siglo XIX llegó a ser tan fuerte que se alquiló un edificio en Cambridge para alojar a las estudiantes. No era un edificio bonito; era un edificio sin jardín en una calle ruidosa. Luego se alquiló un segundo edificio, un edificio mejor en esta ocasión, si bien es cierto que entraba agua en el comedor cuando había tormenta y no tenía patio de recreo. Pero este edificio no bastaba: el deseo de educación era tan apremiante que se necesitaban más estancias, un jardín por el que pasear, un patio para el esparcimiento. Por lo tanto, se necesitaba otro edificio. Ahora bien, la historia nos cuenta que para construir dicho edificio hacía falta dinero. No pondrá usted en duda este hecho, pero puede muy bien poner en duda el siguiente: el dinero se recibió en préstamo. Le parecerá a usted más probable que dicho dinero procediera de una donación. Los otros colleges —dirá usted— eran ricos; todos ellos obtenían sus ingresos indirectamente, algunos de forma directa, de sus hermanas. Tenemos la Oda de Gray que lo demuestra. Y usted citará la canción que alaba a los benefactores: la condesa de Pembroke, que fundó Pembroke; la condesa de Clare, que fundó Clare; Margaret de Anjou, que fundó Queens’; la condesa de Richmond y Derby, que fundó Saint John’s y Christ’s. What is grandeur, what is power? Heavier toil, superior pain. What the bright reward we gain? The grateful memory of the good. Sweet is the breath of vernal shower, The bee’s collected treasures sweet, Sweet music’s melting fall, but sweeter yet The still small voice of gratitude.*22 Aquí, dirá usted en prosa austera, había una oportunidad para pagar la deuda. Porque, ¿qué suma se necesitaba? Unas míseras diez mil libras esterlinas…, la misma suma que el obispo interceptó dos siglos antes. ¿Esas diez mil libras fueron devueltas por la Iglesia que se las había tragado? Las iglesias no devuelven fácilmente lo que se han tragado.
Entonces, dirá usted, ¿los colleges que se habían beneficiado las entregaron de buena gana en recuerdo de sus nobles benefactoras? ¿Qué pueden significar diez mil libras esterlinas para Saint John’s, Clare o Christ’s? Y el terreno pertenecía a Saint John’s. Pero el terreno, dice la historia, fue arrendado, y las diez mil libras no fueron donadas, sino que se recaudaron laboriosamente de bolsillos particulares. Entre ellos, el de una señora que merece un eterno recuerdo porque dio mil libras, y Anónima debe recibir cuantas gracias se digne aceptar porque entregó sumas que oscilaban entre las veinte y las cien libras. Y otra señora pudo, gracias a una herencia de su madre, prestar servicios como profesora sin salario. Y hasta las estudiantes contribuyeron —en la medida en que pueden contribuir las estudiantes— haciendo camas y lavando platos, renunciando a diversiones y viviendo en condiciones modestas. Diez mil libras no es una suma mísera cuando ha de recogerse de los bolsillos de los pobres, de los cuerpos de los jóvenes. Exige tiempo, energía e inteligencia reunirla, y sacrificio entregarla. Desde luego, varios hombres instruidos fueron muy amables y dieron clases a sus hermanas; otros no fueron tan amables y se negaron a darles clases. Algunos hombres instruidos fueron muy amables y animaron a sus hermanas; otros no fueron tan amables y las desalentaron.23 Sin embargo, costase lo que costara, al fin llegó el día, nos dice la historia, en que una aprobó los exámenes. Y entonces las profesoras, las directoras o comoquiera que se llamasen —pues el título que debe ostentar la mujer que no cobra un sueldo es dudoso— preguntaron a los rectores y decanos, acerca de cuyos títulos no cabe ninguna duda, al menos en este aspecto, si las muchachas que habían aprobado los exámenes podían anunciar este hecho, al igual que hacían esos caballeros, poniendo letras detrás de sus apellidos. Era aconsejable, porque, como el actual decano del Trinity College, sir J. J. Thomson, OM, FRS,* nos dice, después de burlarse un poquito, justificadamente, de la «excusable vanidad» de quienes se ponen letras detrás de los apellidos, «el público en general que no tiene un título da mucha mayor importancia a las letras BA,* detrás del nombre de una persona que aquellos que sí lo tienen. Por lo tanto, las directoras de las escuelas prefieren un personal docente con esas letras, por lo que las estudiantes de Newnham y Girton, al no poder utilizar el BA detrás de sus apellidos, se hallaban en desventaja a la hora de encontrar empleo». Y usted y yo podemos preguntarnos: santo cielo, ¿qué razón podía haber para prohibirles ponerse las letras BA detrás del apellido si eso las ayudaba a conseguir empleo?
La respuesta a esta pregunta no nos la da la historia; debemos buscarla en la psicología, en la biografía; pero la historia nos da el hecho en sí. «Sin embargo, la propuesta —prosigue el decano del Trinity (la propuesta de que quienes hubieran aprobado los exámenes pudieran llamarse BA) — tropezó con la más decidida oposición … El día de la votación hubo una gran concurrencia de no residentes y la propuesta fue denegada por la aplastante mayoría de 1.707 contra 661. Creo que el número de votantes jamás ha sido igualado … El comportamiento de algunos estudiantes tras hacerse público el resultado en la Senate House fue excepcionalmente deplorable y vergonzoso. Un nutrido grupo de alumnos salió de la Senate House, se dirigió a Newnham y causó daños en las puertas de bronce que se habían instalado en recuerdo de la señorita Clough, la primera directora.»24 ¿No es esto suficiente? ¿Tenemos que buscar más hechos de la historia y la biografía para demostrar nuestra afirmación de que debe abandonarse todo intento de influir en los jóvenes contra la guerra a través de la educación que reciben en las universidades? ¿Acaso no ha quedado demostrado que la educación, la mejor educación del mundo, no enseña a aborrecer la fuerza, sino a utilizarla? ¿No ha quedado demostrado que la educación, lejos de enseñar a los instruidos la generosidad y la magnanimidad, crea en ellos, por el contrario, tales ansias de conservar sus posesiones, «la grandeza y el poder» de que habla el poeta, en sus propias manos que no emplearán la fuerza, sino medios más sutiles que la fuerza cuando se les pida que las compartan? ¿Y acaso la fuerza y el deseo de posesión no están íntimamente relacionados con la guerra? ¿De qué sirve pues la educación universitaria a la hora de influir en la gente para evitar la guerra?
Pero, como es natural, la historia sigue; tras un año viene otro año. Y los años cambian las cosas; las cambian leve e imperceptiblemente. Y la historia nos cuenta que al final, después de dedicar un tiempo y unos esfuerzos de valor inconmensurable a solicitar de manera reiterada a las autoridades, con la humildad que se espera de nuestro sexo y que es propia de los peticionarios, se concedió el derecho de impresionar a las directoras de escuelas mediante las letras BA tras el apellido. Pero este derecho, nos cuenta la historia, fue solo nominal. En Cambridge, en 1937, a los colleges femeninos —le costará creerlo, señor, pero una vez más es la voz de los hechos la que habla, no la de la ficción— no se les permite ser miembros de la universidad,25 y el número de hijas de hombres instruidos a las que se permite recibir educación universitaria está estrictamente limitado, a pesar de que ambos sexos contribuyen a los fondos de la universidad.26 En cuanto a la pobreza, el periódico The Times nos proporciona las cifras; cualquier ferretero nos dará una regla de medir; si medimos el dinero disponible para becas en los colleges masculinos con el dinero disponible para sus hermanas en los colleges femeninos, nos ahorraremos el trabajo de sumar y llegaremos a la conclusión de que los colleges para las hermanas de los hombres instruidos son, comparados con los colleges de sus hermanos, increíble y vergonzosamente pobres.27 La prueba de lo anterior se encuentra oportunamente en la carta de la tesorera honoraria que pide dinero para la reconstrucción del college. Lleva cierto tiempo pidiéndolo; todavía lo pide, al parecer. Pero, después de lo dicho más arriba, nada debe sorprendernos, ni en el hecho de que dicha señora carezca de dinero ni en el hecho de que sea necesario reconstruir el college. Lo desconcertante, y resulta aún más desconcertante en vista de los hechos antes consignados, es lo siguiente: ¿qué deberíamos responderle cuando nos pide que ayudemos a reconstruir el college?
La historia, la biografía y los periódicos nos dificultan tanto contestar la carta como poner condiciones. Porque han suscitado un gran número de preguntas. En primer lugar, ¿qué razón hay para pensar que la educación universitaria hace que las personas instruidas sean contrarias a la guerra? Además, si ayudamos a que la hija de un hombre instruido vaya a Cambridge, ¿acaso no la obligamos a pensar no en la educación, sino en la guerra?, ¿no en cómo puede aprender, sino en cómo puede luchar para obtener las mismas ventajas que sus hermanos? Más aún, puesto que las hijas de los hombres instruidos no son miembros de la Universidad de Cambridge, carecen de voz en lo referente a dicha educación; por lo tanto, ¿cómo pueden modificar dicha educación, aun en el caso de que se lo pidamos? Luego, como es natural, surgen otras cuestiones: cuestiones de carácter práctico, que un hombre atareado, un tesorero honorario, como usted mismo, señor, comprenderá fácilmente. Será usted el primero en convenir que pedir a personas tan ocupadas en recaudar fondos para reconstruir un college que reflexionen sobre la naturaleza de la educación y el efecto que puede tener en la guerra equivale a añadir una carga más en unos hombros ya sobrecargados. Por añadidura, para alguien de fuera, que no tiene ningún derecho a hablar, es posible que tal petición merezca, y quizá reciba, una respuesta demasiado contundente para que se reproduzca por escrito. Pero hemos jurado que haríamos cuanto estuviera en nuestra mano para ayudarle a evitar la guerra usando nuestra influencia: la influencia ganada con el dinero. Y la educación es el medio evidente. Como dicha tesorera honoraria es pobre, como pide dinero, como quien da dinero tiene derecho a imponer condiciones, arriesguémonos a escribir la carta a esa mujer estableciendo las condiciones por las que le daremos dinero para ayudarla a reconstruir el college. He aquí un intento: «Su carta, señora, lleva algún tiempo esperando respuesta. Pero han surgido ciertas dudas y preguntas. ¿Podemos planteárselas, con la ignorancia propia de alguien de fuera, pero también con la franqueza con que ha de expresarse alguien de fuera cuando se le pide dinero?
Dice usted que pide cien mil libras esterlinas con las que reconstruir su college. ¿Cómo puede ser usted tan insensata? ¿O es que vive tan aislada entre ruiseñores y sauces, o tan ocupada con profundas cuestiones acerca de birretes y togas, de quién debe entrar primero en el salón del rector —el perro de Pomerania del decano o el pequinés de la directora—, que no tiene tiempo para leer los periódicos? ¿O está tan agobiada con el problema de obtener cien mil libras generosamente de una sociedad indiferente que solo es usted capaz de pensar en peticiones y comités, tómbolas y helados, fresas y nata? »Entonces permítanos informarla: gastamos trescientos millones de libras al año en el ejército y la armada, pues, según una carta que tenemos junto a la suya, existe un grave peligro de que haya guerra. Así pues, ¿cómo puede usted pedir en serio que le demos dinero con el que reconstruir el college? Si usted contesta que el college se construyó con materiales baratos y que hace falta reconstruirlo, quizá sea cierto. Pero cuando añade usted que la sociedad es generosa, que la sociedad todavía es capaz de entregar sumas cuantiosas para reconstruir colleges, permítanos llamarle la atención sobre un párrafo significativo de las memorias del decano del Trinity College. Es el siguiente: “Por suerte, sin embargo, poco después del inicio del presente siglo la universidad comenzó a recibir una serie de donaciones y legados importantes que, con la ayuda de una dadivosa subvención del gobierno, han dejado sus finanzas en una situación tan buena que ha sido totalmente innecesario pedir que los colleges aumenten su contribución. Los ingresos de la universidad procedentes de todas las fuentes han aumentado desde unas sesenta mil libras esterlinas en 1900 a las doscientas doce mil de 1930. No es una hipótesis descabellada suponer que esto se ha debido en gran medida a los importantes y muy interesantes descubrimientos que se han efectuado en la universidad, y Cambridge puede citarse como ejemplo de los resultados prácticos que tiene la investigación por sí misma”. »Fíjese solo en la última frase: “Cambridge puede citarse como ejemplo de los resultados prácticos que tiene la investigación por sí misma”. ¿Qué ha hecho su college para animar a los grandes fabricantes a financiarlo? ¿Han tenido ustedes una participación destacada en la invención de máquinas bélicas? ¿Hasta qué punto han triunfado sus alumnas en los negocios como capitalistas? Entonces, ¿cómo pueden esperar que “donaciones y legados importantes” lleguen a sus manos? Por otra parte, ¿es usted miembro de la Universidad de Cambridge? No, no lo es.
En consecuencia, ¿cómo puede usted reclamar en justicia tener voz en el reparto de sus ingresos? No puede. Por lo tanto, señora, está claro que no le queda más remedio que ponerse en la puerta, birrete en mano, dar fiestas y gastar sus fuerzas y su tiempo solicitando ayudas. Está claro. Pero también está claro que los de fuera que la encuentran ocupada de esa forma se preguntan, al recibir una petición de ayuda económica para reconstruir su college: ¿le mando el dinero o no se lo mando? Si se lo mando, ¿qué les pediré que hagan con él? ¿Les pediré que reconstruyan el college siguiendo el estilo antiguo? ¿O les pediré que lo reconstruyan, sí, pero de manera diferente? ¿O les pediré que compren trapos, petróleo y cerillas Bryant & May y quemen el college hasta los cimientos? »Estas son, señora, las preguntas por las que su carta lleva tanto tiempo sin recibir respuesta. Son preguntas muy difíciles y quizá sean inútiles. Pero ¿podemos dejar de formularlas en vista de la pregunta de este caballero? Nos pregunta cómo podemos ayudarle a evitar la guerra. Nos pregunta cómo podemos ayudarle a defender la libertad; a defender la cultura. Fíjese también en estas fotografías: son fotografías de cadáveres y de casas derruidas. A buen seguro, ante estas preguntas y estas fotografías, tiene usted que reflexionar con gran detenimiento, antes de comenzar a reconstruir su college, sobre cuál es la finalidad de la educación y qué clase de sociedad, qué clase de ser humano, pretende crear. En cualquier caso, le mandaré solo una guinea para la reconstrucción del college si me garantiza que la utilizará para crear la clase de sociedad, la clase de personas que ayudarán a evitar la guerra. »Analicemos ahora, con la mayor rapidez posible, la clase de educación que se necesita. Dado que la historia y la biografía —únicas pruebas al alcance de alguien de fuera— parecen demostrar que la antigua educación de los antiguos colleges no promueve ni un especial respeto a la libertad ni un especial odio hacia la guerra, está claro que debe usted reconstruir un college diferente.
Su college es joven y pobre; aproveche pues esas cualidades y báselo en la pobreza y la juventud. Por lo tanto, evidentemente, tendrá que ser un college experimental, un college audaz. Constrúyalo siguiendo un estilo propio. No deberá construirse con piedra labrada y vidrios polícromos, sino con un material barato y de fácil combustión que no acumule polvo ni perpetúe tradiciones. Que no tenga capillas.28 Que no tenga museos ni bibliotecas con libros encadenados y ediciones príncipe en vitrinas. Que los cuadros y los libros sean nuevos y cambien a menudo. Que cada generación lo decore con sus propias manos de forma barata. El trabajo de los seres vivos es barato; a menudo lo ofrecen solo para que se les permita hacerlo. Después, ¿qué se enseñará en el nuevo college, el college pobre? No las artes de dominar al prójimo ni las artes de gobernar, de matar, de adquirir capital y tierra. Requieren demasiados gastos generales; salarios, uniformes y ceremonias. El college pobre debe enseñar únicamente las artes que pueden enseñarse con poco coste y ser ejercidas por gente pobre, como la medicina, las matemáticas, la música, la pintura y la literatura. Debería enseñar las artes de la relación humana; el arte de comprender la vida y la mente del prójimo, y las artes menores de la conversación, el vestir, la cocina, que están ligadas con las anteriores. El nuevo college, el college barato, no debería tener por finalidad segregar y especializar, sino combinar. Debería explorar los modos en que pueda conseguirse que cuerpo y mente trabajen juntos; descubrir qué nuevas combinaciones dan lugar a buenas unidades en la vida humana. Los profesores deberían contratarse entre quienes gustan de la buena vida, así como entre los buenos pensadores. No sería difícil atraerlos. Porque no habría ninguna de las barreras de riqueza y ceremonia, de publicidad y competencia por las que en la actualidad las universidades antiguas y opulentas son moradas incómodas: ciudades de discordia, ciudades donde esto está encerrado a cal y canto y aquello encadenado; donde nadie puede caminar ni hablar con libertad por temor a traspasar alguna raya trazada con tiza, a ofender a un dignatario. Pero si el college fuera pobre nada tendría que ofrecer; la competencia sería abolida.
La vida sería abierta y fácil. Quienes aman el saber por sí mismo acudirían gustosos. Músicos, pintores y escritores enseñarían en ese college, porque en él aprenderían. ¿Qué sería de mayor ayuda para un escritor que conversar acerca del arte de la escritura con personas que no piensen en exámenes y títulos, en qué honor o provecho puede darles la literatura, sino en el arte en sí? »Y lo mismo cabe decir de las otras artes y de los otros artistas. Acudirían al college pobre para ejercer sus artes porque sería un lugar de vida social libre; no dividido en parcelas basadas en las miserables distinciones de ricos y pobres, de inteligentes y estúpidos; sino un lugar en el que los diversos grados y clases del mérito de la mente, el cuerpo y el alma cooperarían. Fundemos pues este nuevo college; este college pobre; en el que se busca el aprendizaje por sí mismo; donde se ha abolido la publicidad; y no hay títulos; y no se dan conferencias ni se predican sermones, ni las antiguas vanidades y desfiles envenenados que engendran competencia y recelo…». La carta se interrumpió aquí. Y no fue por falta de cosas que decir; de hecho, la perorata no había hecho sino comenzar. Fue porque la cara al otro lado de la página —esa cara que el autor de una carta siempre ve— parecía concentrada, con cierta melancolía, en un pasaje del libro del que ya hemos extraído alguna cita. «Por lo tanto, las directoras de las escuelas prefieren un personal docente con esas letras, por lo que las estudiantes de Newnham y Girton, al no poder utilizar el BA detrás de sus apellidos, se hallaban en desventaja a la hora de encontrar empleo.» La tesorera honoraria del fondo de reconstrucción tenía la vista fija en esa frase. «¿De qué sirve pensar en cómo puede ser distinto un college, cuando ha de ser un lugar en el que se enseñe a las alumnas a conseguir empleo?», parecía decir. «Sueña tus sueños —parecía añadir mientras volvía, con cierto aire fatigado, hacia la mesa que estaba preparando para alguna celebración, probablemente una tómbola—, pero tenemos que enfrentarnos a la realidad.» Aquella, pues, era la «realidad» en que tenía la vista fija: había que enseñar a las alumnas a ganarse la vida. Y como esa realidad significaba que debía reconstruir el college al estilo de los otros colleges, de ahí se seguía que el college para las hijas de los hombres instruidos también debía conseguir que la labor de investigación tuviera resultados prácticos que atrajeran donaciones y legados de hombres ricos; debía estimular la competencia; debía aceptar títulos y mucetas de colores; debía acumular grandes riquezas; debía excluir a otras personas de participar de sus riquezas; y, en consecuencia, al cabo de unos quinientos años ese college tenía que formular la misma pregunta que usted, señor, formula ahora: «¿Cómo podemos, en su opinión, evitar la guerra?».
Parece un resultado no deseable. Entonces, ¿por qué contribuir con una guinea a conseguirlo? Esta pregunta quedó contestada. Ni una sola guinea del dinero ganado debería destinarse a la reconstrucción del college sobre el plan antiguo; de la misma manera que no se gastaría ni una sola para la construcción de un college sobre un plan nuevo; por lo tanto, la guinea debería asignarse a «Trapos. Petróleo. Cerillas». Y debería acompañarse de la siguiente nota: «Tome esta guinea y queme con ella el college hasta los cimientos. Prenda fuego a las viejas hipocresías. Que la luz del edificio en llamas ahuyente a los ruiseñores y tiña de rojo los sauces. Y que las hijas de los hombres instruidos dancen alrededor del fuego y arrojen brazada tras brazada de hojas muertas a las llamas. Y que sus madres se asomen a las ventanas más altas y griten: “¡Que arda! ¡Que arda! ¡Ya no queremos esta ‘educación’!”». Ese pasaje, señor, no es retórica vacía, por cuanto se basa en la respetable opinión del antiguo director de Eton y actual decano de Durham.29 Sin embargo, hay algo hueco en él, como lo demuestra cierta contradicción con los hechos. Hemos dicho que la única influencia que las hijas de los hombres instruidos pueden ejercer hoy día contra la guerra es la influencia desinteresada que tienen gracias a que se ganan la vida. Si no hubiera manera de enseñarles a ganarse la vida, dicha influencia se extinguiría. No podrían conseguir empleos. Y si no pudieran conseguir empleos, volverían a depender de sus padres y hermanos; y si volvieran a depender de sus padres y hermanos, volverían a estar consciente e inconscientemente a favor de la guerra. La historia no parece dejar ninguna duda a ese respecto. En consecuencia, debemos mandar una guinea a la tesorera honoraria del fondo de reconstrucción del college y dejar que haga con ella lo que pueda. Es inútil, tal como están las cosas, imponer condiciones sobre cómo ha de gastarse dicha guinea. Esta es la respuesta, un tanto insatisfactoria y deprimente, a nuestra pregunta de si podemos pedir a las autoridades de los colleges para hijas de hombres instruidos que empleen su influencia a través de la educación para evitar la guerra. Parece que no podemos pedirles que hagan nada; deben seguir la antigua senda hasta el antiguo final; nuestra influencia como personas de fuera solo puede ser de lo más indirecta. Si nos piden que enseñemos, podemos examinar con sumo detenimiento la finalidad de esa enseñanza y negarnos a enseñar cualquier arte o ciencia que fomente la guerra. Además, podemos hacer leves mofas sobre capillas, sobre títulos y sobre el valor de los exámenes.
Podemos insinuar que un poema premiado puede tener cierto valor a pesar de haber sido premiado; y sostener que un libro puede ser digno de lectura a pesar de que su autor se haya graduado con honores en lengua y literatura inglesa en la Universidad de Cambridge. Si nos piden que demos conferencias, podemos negarnos a reforzar el vano y brutal sistema de las conferencias negándonos a impartirlas.30 Y, desde luego, si nos ofrecen cargos y honores podemos rechazarlos: ¿cómo, teniendo en cuenta los hechos, podemos obrar de otra manera? Pero es innegable que en la presente situación la forma más eficaz en que podemos ayudarle mediante la educación a evitar la guerra consiste en dar dinero, con la mayor generosidad posible, a los colleges para las hijas de hombres instruidos. Porque, repetimos, si estas hijas no reciben educación no se ganarán la vida; si no se ganan la vida quedarán una vez más limitadas a la educación de la casa privada, y si quedan limitadas a la educación de la casa privada ejercerán, una vez más, su influencia, tanto consciente como inconscientemente, a favor de la guerra. Pocas dudas caben a este respecto. Si lo pone usted en tela de juicio, si desea pruebas, recurramos de nuevo a la biografía. Su testimonio sobre este aspecto es tan concluyente, y al mismo tiempo tan voluminoso, que tendremos que tratar de condensar un gran número de volúmenes en una sola historia. He aquí, pues, el relato de la vida de la hija de un hombre instruido que dependía de su padre y su hermano en una casa privada del siglo XIX. Aquel día hacía mucho calor, pero ella no podía salir. «Cuántos largos y aburridos días de verano he pasado encerrada en esta casa porque no había sitio para mí en el coche de la familia ni doncella que tuviera tiempo para pasear conmigo.» El sol se puso, y la muchacha salió por fin, tan bien vestida como le permitía una asignación que oscilaba entre las cuarenta y las cien libras anuales.31 Pero «para cualquier clase de diversión debía ir acompañada de su padre, su madre o una mujer casada». ¿A quién veía en esas diversiones, así vestida, así acompañada? A hombres instruidos: «ministros, embajadores, militares famosos y similares, todos vestidos espléndidamente y con condecoraciones».
¿De qué hablaban? De cuanto sirviera para estimular la mente de hombres ocupados que deseaban olvidar su trabajo: «los cotilleos de los bailes» cumplían muy bien esa misión. Pasaron los días. Llegó el sábado. El sábado «los miembros del Parlamento y otros hombres ocupados tenían tiempo libre para disfrutar con la vida social»; venían a tomar el té y venían a cenar. El día siguiente era domingo. Los domingos, «la gran mayoría de nosotras iba por la mañana a la iglesia como algo natural». Las estaciones cambiaban. Era verano. En verano recibían visitas, «parientes en su mayoría», en la casa de campo. Ahora era invierno. En invierno «estudiaban historia, literatura y música e intentaban dibujar y pintar. Si bien no conseguían nada extraordinario, aprendían mucho gracias a sus intentos». Y así, haciendo algunas visitas a los enfermos y dando algunas clases a los pobres, pasaban los años. ¿Y cuál era el gran fin y objetivo de esos años, de esa educación? El matrimonio, por supuesto. «… la cuestión no era si nos casaríamos, sino con quién nos casaríamos», dice una de ellas. Con vistas al matrimonio se educaba su mente. Con vistas al matrimonio tocaba el piano, pero no se le permitía formar parte de una orquesta; dibujaba inocentes escenas domésticas, pero no se le permitía hacer estudios de desnudo; leía este libro, pero no se le permitía leer aquel; cautivaba y hablaba. Con vistas al matrimonio se educaba su cuerpo; se le asignaba una doncella; las calles le estaban prohibidas; los campos le estaban prohibidos; la soledad le era negada…, se le imponía todo esto a fin de que conservara el cuerpo intacto para su marido. En resumen, la idea del matrimonio condicionaba lo que decía, lo que pensaba, lo que hacía. ¿Acaso podía ser de otra manera? El matrimonio era la única profesión a su alcance.32 La imagen es tan curiosa por lo que revela tanto acerca del hombre instruido como de su hija que resulta tentador detenerse en ella. La influencia del faisán sobre el amor merece un capítulo aparte.33 Pero ahora no estamos formulando la interesante pregunta de qué efecto tiene la educación en la raza. Estamos preguntando por qué esa educación convertía a la persona que la recibía en un ser que consciente e inconscientemente estaba a favor de la guerra. Porque es obvio que conscientemente se la obligaba a ejercer cualquier influencia que poseyera a fin de reforzar el sistema que le proporcionaba doncellas, carruajes, vestidos elegantes, fiestas elegantes: a través de estos medios llegaba al matrimonio.
Conscientemente debía emplear el encanto y la belleza que poseyera para halagar y cautivar a los hombres ocupados, los soldados, los juristas, los embajadores, los ministros que buscaban esparcimiento tras el trabajo cotidiano. Conscientemente debía aceptar sus opiniones y estar de acuerdo con sus decretos porque solo así podía convencerlos de que le dieran los medios precisos para contraer matrimonio o el matrimonio en sí mismo.34 En resumen, todos sus esfuerzos conscientes debían ir a favor de lo que lady Lovelace llamaba «nuestro espléndido Imperio … cuyo precio —añadía— pagan principalmente las mujeres». ¿Y quién puede dudar de ella o de que el precio era alto? Pero su influencia inconsciente quizá fuera más fuerte aún a favor de la guerra. ¿Cómo podemos explicar, si no, el pasmoso estallido de agosto de 1914, cuando las hijas de los hombres instruidos que habían recibido educación corrieron a los hospitales, algunas todavía acompañadas de sus doncellas, condujeron camiones, trabajaron en los campos y en las fábricas de municiones y emplearon sus inmensos caudales de encanto, de compasión, para convencer a los hombres jóvenes de que luchar era heroico y de que los heridos en batalla merecían todas sus atenciones y alabanzas? La razón radica en esa misma educación. Tan profundo era el aborrecimiento inconsciente de aquellas muchachas hacia la educación de la casa privada, con su crueldad, su pobreza, su hipocresía, su inmoralidad, su inanidad, que estaban dispuestas a realizar cualquier trabajo, por humilde que fuera, a ejercer cualquier fascinación, por fatal que fuera, con tal de escapar.
Conscientemente deseaban «nuestro espléndido Imperio»; inconscientemente deseaban nuestra espléndida guerra. En consecuencia, señor, si quiere que le ayudemos a evitar la guerra, la conclusión parece inevitable: debemos contribuir a la reconstrucción del college, que, por muy imperfecto que sea, es la única alternativa a la educación de la casa privada. Debemos confiar en que con el tiempo esa educación pueda cambiarse. Debemos dar esa guinea antes de darle a usted la que pide para su sociedad. Pero de esta manera contribuimos a la misma causa: evitar la guerra. Las guineas son escasas; las guineas son valiosas, pero mandemos una guinea sin condiciones adjuntas a la tesorera honoraria del fondo de reconstrucción, porque de ese modo realizamos una aportación positiva para evitar la guerra.
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