martes, 2 de julio de 2024

Witold Gombrowicz Bakakaï RELATOS. FRAGMENTOS DEL LIBRO.

 

 



Witold Gombrowicz

 Bakakaï

 

 El banquete

 

 

Las sesiones del Consejo… las sesiones secretas del Consejo se desarrollaban en la oscuridad de la sala de los retratos, cuya autoridad multisecular superaba y anulaba hasta la misma autoridad del Gran Consejo. Desde la altura de los antiguos muros, los crepusculares retratos contemplaban, sordos y mudos, los rostros hieráticos de los dignatarios, quienes, a su vez, contemplaban la vetusta y descarnada figura del Gran Canciller y Ministro de Estado. Aquel anciano seco y poderoso habló secamente, como de costumbre, sin intentar de ningún modo ocultar su profunda alegría, invitó a los ministros y viceministros de Estado a solemnizar el histórico momento, poniéndose de pie. En efecto, después de largas y complicadas gestiones, tendrían lugar las nupcias del Rey con la archiduquesa Renata Adelaida Cristina. Renata Adelaida Cristina se hallaba ya en la Corte, y, al día siguiente, durante el banquete real, los prometidos (que hasta el momento sólo se conocían por fotografías) serían presentados… Aquella excelsa unión acrecentaría y multiplicaría hasta el infinito el prestigio y el poder de la Corona. ¡La Corona! ¡La Corona! Sin embargo, una terrible preocupación, una profunda inquietud, peor todavía, un terror manifiesto se mostraba en los rostros expertos e inteligentes de los ministros y de los viceministros de Estado, y algo informulado y dramático se ocultaba entre sus viejos y fatigados labios.

Inmediatamente después de un voto unánime del Consejo, el Canciller abrió el debate, cuya característica principal fue, sin embargo, el silencio, un silencio sordo y mudo. El Ministro del Interior fue el primero en pedir la palabra, pero cuando le fue concedida, comenzó a callar y no hizo sino callar durante todo el tiempo que duró su intervención… después de lo cual volvió a sentarse. Hizo después uso de la palabra el Ministro de la Corte Real, pero también él no hizo sino levantarse y callar todo lo que tenía que decir y volvió a sentarse. A continuación, muchos ministros pidieron la palabra: se levantaban, callaban, volvían a sentarse, mientras el silencio, el obstinado silencio del Consejo, multiplicado por el silencio de los retratos y el silencio de los muros, se hacía cada vez más poderoso. Las velas agonizaban. El inflexible canciller presidía el silencio. Las horas pasaban.

¿Cuál era la razón de ese silencio? Ninguno de los elevados funcionarios allí presentes hubiera podido, ni siquiera osado, formular un pensamiento, un pensamiento que se imponía con fuerza irresistible, y cuya expresión habría constituido ni más ni menos que un delito de lesa majestad. Y era por eso que todos callaban. En efecto, ¿cómo decir que el Rey… que el Rey era… oh, no… nunca, primero la muerte… que el Rey… ¡oh, no, ay, no!… que el Rey era venal? ¡Que el Rey se dejaba sobornar! Impúdica, insaciable, rapazmente, el Rey era venal… pero de una venalidad como la historia no había conocido otra hasta el momento. Sí, venal y corrupto, eso era el Rey. El Rey se vendía y vendía a puñados su propia Majestad.

De pronto, los dos pesados batientes de la puerta esculpida se abrieron con estruendo para dejar pasar a la persona del Rey. Vestía el uniforme de general de la guardia, con la espada al flanco y un tricornio de gala en la cabeza. Los ministros se inclinaron profundamente ante el monarca, el cual colocó la espada sobre la mesa, se arrellanó en un sillón y contempló a los presentes con mirada astuta.

El Consejo de Ministros se transformó, por efecto mismo de la presencia del Rey, en Consejo de la Corona, y el Consejo de la Corona se preparó a escuchar las declaraciones del Rey. El soberano manifestó en primer lugar su satisfacción ante su próxima boda con la archiduquesa y su confianza absoluta en que su real persona sería capaz de conquistar el amor de la hija del Rey. De ninguna manera dejó de soslayar la gran responsabilidad que pesaba sobre sus hombros… Y mientras decía esas palabras hubo en la voz del Rey algo tan absolutamente venal que el Consejo de la Corona se estremeció en medio del completo silencio que reinaba en la sala.

—No estamos en condiciones de ocultar —dijo el Rey— que para Nosotros la participación en el banquete de mañana constituye una dura prueba… Nos vemos obligados a hacer un serio esfuerzo para que Su Alteza la Archiduquesa reciba la mejor impresión… No obstante, estamos dispuestos a todo por el bien de la Corona, sobre todo si… si… ejem… ejem…

Los reales dedos tamborilearon la mesa, y aquel tamborileo adquirió una significación especial, mientras que la declaración misma del Rey asumía tonos más bien confidenciales. No cabía la sombra de una duda: el corrupto monarca deseaba una gratificación por participar en el banquete. Y, repentinamente, el Rey comenzó a quejarse de que los tiempos eran difíciles, no sabía cómo hacer frente a ciertos compromisos… y se rió… se rió y guiñó confidencialmente un ojo al Canciller… volvió a guiñar el ojo y a reírse, mientras le picaba con un dedo las costillas al anciano.

El anciano observaba al monarca en medio de un silencio profundo, podría uno decir petrificado, mientras éste reía, guiñaba el ojo y le picaba las costillas… y el silencio del anciano iba en aumento con el silencio de los retratos y el silencio de los muros. La risa del Rey se extinguió. En aquel momento el férreo anciano se inclinó ante el Rey e, imitando su gesto, se inclinaron también las cabezas de los ministros y se doblaron las rodillas de los viceministros de Estado. El poder de la reverencia del Consejo fue tremendo por su inesperada aparición en la sala silenciosa. Aquella reverencia golpeó al Rey en el propia pecho, le inmovilizó brazos y piernas, le devolvió la Realeza… al grado de que el pobre Gnulo gimió terriblemente en medio de la sala y trató una vez más de reír… pero la risa volvió a secarse en sus labios… En la inmovilidad de aquel silencio, el Rey se aterrorizó… y su terror fue profundo… pero finalmente logró huir del Consejo y de sí mismo, y su espalda envuelta en el uniforme de gala desapareció en la penumbra de un corredor.

En ese momento se escuchó un grito atroz y venal:

—¡Ya me la pagaréis! ¡Ya me la pagaréis!

Tan pronto como salió el Rey, el Canciller reabrió los debates y el silencio volvió a reinar en la sala del Gran Consejo. El Canciller, inflexible, presidía aquel silencio. Los ministros se levantaban y se sentaban. Las horas pasaban. ¿Qué hacer? ¿Cómo impedir que el Rey, furioso por no haber logrado la cantidad que deseaba, provocara un escándalo en pleno banquete? ¿Cómo defender al rey Gnulo? ¿Qué impresión produciría aquel miserable rey, infame y vergonzoso, sobre una archiduquesa extranjera, hija de emperadores, admitiendo que por un milagro el escándalo pudiera evitarse? Tales eran las dolorosas preguntas que el Consejo no podía formular, que rechazaba y vomitaba en silenciosas convulsiones entre las vetustas paredes del salón. Los ministros se levantaban y se sentaban… Sin embargo, cuando, a eso de las cuatro de la mañana, el Consejo, con voto unánime, ofreció su dimisión, el viejo timonel de la nave del Estado no la aceptó y pronunció las siguientes memorables palabras:

—Señores, es necesario constreñir al Rey en el Rey, encarcelar al Rey en el Rey… Debemos enclaustrar al Rey en el Rey.

Era indudable que la reputación de la Corona sólo podía salvarse de la catástrofe aterrorizando al Rey, llevando hasta sus últimas consecuencias la presión del esplendor, de la magnificencia, del ceremonial y de la Historia. En este espíritu emanaron las directivas del Gran Canciller y por esa misma razón el banquete que tuvo lugar al día siguiente, en la sala de los espejos, revistió todo el esplendor imaginable y rozó, como los golpes de una campana, las esferas sumibles, casi celestiales, de la magnificencia.

La archiduquesa Renata Adelaida Cristina fue introducida en la sala por el Gran Maestro de Ceremonias y Mariscal de la Corte, y tuvo que cerrar los ojos, deslumbrada por la augusta y secular luminosidad de aquel archibanquete. Linajes tan antiguos como la historia se fundían con discreta potencia en el nimbo hierático del clero, y éste a su vez giraba como ebrio en torno al candor de los respetables escotes que se movían con desenvoltura entre las espadas de los generales y los grupos de embajadores… mientras los espejos repetían hasta el infinito aquel esplendor. El murmullo de las conversaciones se dispersaba en la multiplicidad de perfumes. Cuando el rey Gnulo apareció en el salón y entrecerró los párpados cegado por el brillo que emanaba aquella atmósfera fue saludado por una gran exclamación de bienvenida… al mismo tiempo que la inclinación de los presentes le impidió la fuga, y el coro de cortesanos a sus espaldas le obligó a dirigir sus pasos hacia la archiduquesa, la cual, arrugando nerviosamente los encajes de su vestido, no podía dar crédito a sus propios ojos. ¿Así que aquél era el Rey, su futuro marido? ¿Aquel hombrecillo vulgar con cara de comerciante y mirada astuta de vendedor ambulante de fruta? Aquel pequeño comerciante, ¿cómo era posible? ¿Podía ser un gran rey aquél que se le acercaba entre dos vallas de genuflexiones? Cuando el Rey le tomó una mano, se estremeció de disgusto, pero en ese mismo instante el estruendo de los cañones y el repique de las campanas extrajeron de su pecho un suspiro de admiración. El Gran Canciller emitió un suspiro de alivio, multiplicado y repetido por los suspiros de todos los demás miembros del Consejo.

Apoyando su mano augusta, metafísica y sagrada en la empuñadura de la espada real, el Rey tendió la mano, poderosa y santificante, a la archiduquesa Renata Adelaida Cristina y la condujo a la mesa del banquete. Les siguieron los invitados, que conducían a sus damas en medio del brillo de sus condecoraciones y espadas.

¿Qué estaba ocurriendo? ¿De dónde procedía aquel sonido apenas perceptible y, sin embargo, traidor que llegaba a los oídos del Gran Canciller y de los otros miembros del Consejo? Tal vez se trataba de una ilusión auditiva, ¿o era más bien como si alguno de los presentes, sí, como si alguno de los presentes se divirtiera en hacer sonar unas monedas… en hacer sonar en sus bolsillos algunas pequeñas monedas de cobre? ¿Qué ocurría? Con mirada severa y glacial, el histórico anciano recorrió toda la asistencia para posarla en uno de los embajadores. Ni un solo músculo se movió en el rostro de éste, representante de una potencia enemiga que, con expresión de ironía en los delgados labios, daba el brazo a la princesa Bisancia, hija del marqués de Friulo… Pero de nuevo se oyó el sonido traidor, apenas perceptible, pero por todos los conceptos peligroso… Y el presagio de una traición, de una infame e innoble traición, de una conjura que se estuviera tramando en la sombra, se apoderó del ánimo histórico y dramático del Gran Canciller. ¿Se trataría de una conjura? ¿Se trataría de una traición?

El inicio del banquete fue anunciado con toques de trompeta, y su orden inapelable obligó a Gnulo a posar su vulgar trasero al borde del sillón real, y tan pronto como se hubo sentado se sentó toda la asamblea. Se sentaron, se sentaron, se sentaron los ministros, los generales, el clero y la corte. El Rey acercó la real mano al tenedor, lo tomó, y se llevó a la boca el primer bocado de carne y, al mismo tiempo, el Gobierno, la Corte, los generales, los sacerdotes se llevaron a la boca el primer bocado, mientras los espejos repetían hasta el infinito ese gesto. Atemorizado, Gnulo dejó de comer… pero entonces toda la Asamblea dejó de comer, y el acto de no comer se volvió aún más poderoso que el de comer… Para interrumpir cuanto antes esa situación, Gnulo se acercó a los labios una copa de vino… e inmediatamente todos levantaron las copas en un brindis estruendoso y mil veces repetido, en un brindis que explotó y permaneció suspendido en el aire… al que Gnulo respondió dejando su copa en el mantel. También los otros bajaron las copas. El Rey entonces volvió a tomar la copa. Y hubo otro brindis estruendoso. Gnulo dejó en la mesa la copa, pero, al ver que todos dejaban las copas, volvió a levantar la suya… y, una vez más, la Asamblea, elevando la copa, elevó hasta las nubes la dignidad del Rey entre el estruendo de las trompetas, el esplendor de los candelabros, los reflejos de los antiguos espejos. El Rey, aterrorizado, bebió otro sorbo.

El sonido traidor… el tintineo ligero, apenas perceptible, característico de las monedas en el bolsillo… llegó una vez más a los oídos del Gran Canciller y de los miembros del Consejo. El ilustre anciano posó nuevamente su mirada inmóvil y escrutadora sobre el rostro convencional del embajador de la potencia enemiga… y una vez más, y con mayor fuerza aún, se oyó el sonido traidor. Era evidente que alguien quería comprometer al Rey y desprestigiar el banquete, que alguien trataba así de instigar la patológica avidez del monarca. El tintineo traidor volvió a oírse, y con tal claridad que también lo oyó Gnulo… la serpiente de la rapacidad apareció en su rostro vulgar de mercachifle.

¡Infamia! ¡Horror! El ánimo del Rey se obstinaba de tal manera en su mezquindad, era de tal modo bellaco y trivial que no se dejaba tentar por las grandes sumas, sino por las pequeñas; la calderilla podía conducirlo hasta el fondo del Averno: ¡Oh, monstruosa paradoja, no era tanto la corrupción la que corroía al Rey, como las propinas! Sí, las propinas ejercían sobre él la misma fascinación irresistible que un hermoso hueso sobre un perro. Toda la sala se paralizó a la espera. Una vez oído aquel sonido tan dulce como tan conocido, el rey Gnulo dejó la copa y, olvidando de golpe todo lo que le rodeaba, en su ilimitada imbecilidad, se relamió suavemente… ¡Suavemente! Eso fue lo que a él le pareció. El que el Rey se relamiera sentó como una bomba a los comensales rojos de vergüenza.

La archiduquesa Renata Adelaida emitió un sofocado gemido de repulsión. La mirada de los miembros del Gobierno, de la Corte, de los generales y de los sacerdotes se dirigió hacia la figura del anciano, quien desde hacía muchos años conducía con sus manos yertas el timón del Estado. ¿Qué hacer? ¿Cómo comportarse?

Entonces vieron salir heroica, lentamente, de los pálidos labios de aquel hombre notable una vieja y estrecha lengua. El Canciller se había lamido los labios. ¡Se había relamido el Canciller del Reino!

Por un instante el Consejo luchó contra el desmayo, pero al final aparecieron las lenguas de los ministros, y después de ellas las de los obispos, las lenguas de las condesas, las de las marquesas… y todos se relamieron de un extremo al otro de la mesa, en medio del misterioso esplendor de los cristales. Los espejos repitieron ese acto hasta el infinito, bañándolo de reflejos glaciales.

El Rey, enfurecido al ver que nada le estaba permitido, ya que todo lo que hacía era de inmediato imitado, empujó violentamente la mesa y se levantó. Pero también se levantó el Gran Canciller y, tras el Gran Canciller, se levantaron todos los demás.

El Gran Canciller, en efecto, no tenía ya ninguna duda tras tomar la decisión cuya increíble audacia pulverizó todas las conveniencias sociales. Al comprender que no podría ocultar a Renata Adelaida Cristina la verdadera naturaleza del Rey, el Gran Canciller decidió lanzar abiertamente a todos los invitados al banquete en una lucha por la salvación de la Corona. No quedaba otro remedio… los invitados debían repetir inexorablemente no sólo aquellos actos del Rey que se prestaran a la emulación, sino precisamente todos los que no admitían imitación. Sólo de esa manera podían convertir sus gestos en archigestos, y esa violencia sobre la persona del Rey se convirtió en algo necesario e indispensable. Por la misma razón, cuando el enfurecido Gnulo golpeó la mesa con el puño, rompiendo dos platos, el Canciller, sin la más mínima duda, rompió dos platos y todos los demás rompieron dos platos como si se tratara de honrar a Dios. ¡Y sonaron las trompetas! ¡Los invitados estaban a punto de ganar al Rey! El Rey, encadenado, volvió a dejarse caer en la silla y permaneció en ella en silencio, mientras los invitados permanecían a la expectativa de cualquier gesto suyo. Algo increíble, algo fantástico nacía y moría entre las exhalaciones de esa intensa convivencia.

El Rey se puso de pie. Todos los invitados se pusieron de pie. El Rey dio unos pasos, los comensales también. El Rey comenzó a deambular, los comensales comenzaron a deambular. Y, en aquel deambular, en ese caminar monótono e interminable, se alcanzaron alturas tan grandiosas del archideambular que Gnulo, repentinamente mareado, lanzó un alarido y, con los ojos inyectados de sangre, se derrumbó sobre la archiduquesa y, sin saber qué hacer, comenzó a estrangularla lentamente ante la Corte entera.

Sin dudarlo un instante, el timonel del Estado se dejó caer sobre la primera dama que encontró a mano y comenzó a estrangularla. Los otros invitados siguieron su ejemplo. Y el archiestrangulamiento repetido por multitud de espejos se liberaba de todos los infinitos y crecía, crecía, crecía… hasta que la estrangulación cesó… ¡Y de esa manera el banquete rompió los últimos lazos que lo unían con el mundo normal y se liberaba de cualquier control humano!

La archiduquesa cayó al suelo… muerta. Cayeron también muchas damas estranguladas. La inmovilidad, una horrorosa inmovilidad multiplicada por los espejos, absolutamente silenciosa, comenzó a crecer y a crecer…

Crecía. Crecía sin tregua y se multiplicaba en los océanos de la quietud, entre las inmensidades del silencio, y reinaba, la archiinmovilidad en persona, la quintaesencia de lo inmóvil que, al descender a la Tierra, se imponía y reinaba…

Fue entonces cuando el Rey se dio a la fuga.

Gesticulando, presa de un pánico indecible, con las dos manos en el culo, el Rey comenzó a huir, corrió hacia la puerta, con la obsesión de dejar tras de sí, muy atrás, todo aquel archirreino. Los invitados advirtieron que el Rey, su Rey, escapaba… ¡Un instante más, y el Rey habría huido! Observaban todo lo que estaba ocurriendo con estupefacción, pues ellos no tenían derecho a detener a un rey… al Rey. ¿Quién podía atreverse a hacer uso de la fuerza para detener al Rey?

—¡Sigámosle! —gritó el anciano—. ¡Sigámosle! ¡Tras él!

El aire frío de la noche golpeó las mejillas de los dignatarios, mientras corrían por la explanada del castillo. El Rey huía por la carretera, le seguía muy cerca el Gran Canciller, y todos los invitados corrían a sus talones. Y entonces el archigenio de aquel estadista se reveló una vez más en todo su archipoder… en efecto, LA IGNOMINIOSA HUIDA DEL REY SE TRANSFORMO EN UNA CARGA DE INFANTERÍA, y ya no se sabía si EL REY HUÍA, O si EL REY DIRIGÍA EL ASALTO. ¡Oh, las aladas colas de los embajadores, las túnicas violeta o escarlata de los prelados, las chaquetas negras de los ministros, las ropas de etiqueta de los grandes señores, oh, qué galope, qué archigalope de tantos dignatarios! Los ojos de la plebe jamás habían visto nada semejante. ¡Los magnates, los latifundistas, los descendientes de las estirpes más gloriosas galopaban junto a los oficiales del Estado Mayor, cuyo galope se unía al de los ministros todopoderosos, al de los mariscales y chambelanes, y al galope desenfrenado de algunas grandes damas de la Corte! ¡Oh, qué carrera, qué archicarrera de mariscales, de chambelanes, la carrera de los ministros, el galope de los embajadores en medio de la noche tenebrosa, bajo las luces de las lámparas, bajo la bóveda del cielo! Los cañones del castillo dispararon. ¡Y el Rey se lanzó a la carga!

Y archicargando a la cabeza de su archiescuadrón, el archirrey archicargó en las tinieblas de la noche.

1946

 

 


 La rata

 

 

En aquella región rica y sedentaria sembraba el terror un malhechor, un bandido tristemente conocido por el nombre de Huligan. Había nacido en pleno campo, en medio de la gran llanura, y había crecido en los bosques, los montes, los valles y los campos; jamás había dormido en un recinto cerrado, lo cual terminó por dotarlo de una naturaleza especialmente robusta y abierta, y de un alma también espaciosa, sin hablar de su carácter exuberante. Sí, se trataba de una naturaleza abierta que no admitía restricciones de ninguna especie, lo único que admitía eran gestos amplios. Huligan, el bandido, odiaba todo lo que fuera estrecho, pequeño o restringido, como, por ejemplo, los ladrones de carteras y, si tenía que elegir entre pellizcar a alguien o despacharlo al otro mundo con un golpe violento, le asestaba el golpe… y seguía caminando con paso pesado y amplio campo a través, cantando a pleno pulmón.

Cuando él pasaba, todos se hacían a un lado. Y si alguien no tenía tiempo para hacerlo, el bandido Huligan le pegaba un puñetazo en pleno rostro, o bien lo enviaba por los aires, o sencillamente le asestaba un mazazo en la cabeza, luego hacía a un lado el cadáver de la víctima y seguía su camino. Jamás de los jamases se le pudo atribuir un asesinato vil o hecho a traición; todos sus asesinatos eran de noble catadura, llenos de pompa y grandeza, y siempre los realizaba al sonido de su tonada preferida: «¡Ay, María, María, Mariíta mía!»… En efecto, amaba a esa María más que a nadie en el mundo, la amaba estruendosamente, con amplios gestos, entre bailes, saltos y vodka en abundancia…

Tenía la naturaleza más amplia que fuese posible imaginar. No concebía el silencio… y menos aún la falta de lenguaje, esa falta de lenguaje que constituye tal vez la principal y la más pérfida característica de los hombres de nuestro tiempo… Hasta cuando dormía lo hacía con la boca abierta, roncaba y sus ronquidos llenaban los valles. Odiaba los gatos; cuando veía uno podía perseguirlo durante diez o hasta veinte kilómetros; en cuanto a las mujeres, las tomaba a manos llenas, gritando: «¡Hija de perra, hija de perra!», o bien: «¡Bueno, aquí, arriba, abajo, afuera!». De igual manera abrazaba a su adorada María. Sin embargo, a veces ocurría que la nostalgia le pesaba, y entonces toda la región se llenaba de sus lamentos sonoros y lánguidos, coloreados de una lúgubre melancolía, y se oían los ayes y los suspiros del bandido dirigidos a la luna, implorantes, marciales, con un deje cosaco o moldavo, o mejor aún valaco, entre agreste y rupestre, un poco perruno: «¡Ay, ay!», cantaba, «¡ay, vida mía! ¡Vida mía! ¡Ay, María, Mariíta mía!». Desesperados, los perros ladraban dentro de los corrales, o aullaban sorda, tétricamente. Su aullido contagiaba al final hasta a los hombres. Y toda la región aullaba con nostalgia, sorda y oscuramente, a la pálida luna que iluminaba el mundo. «¡Ay, María, vida mía! ¡Ay, qué vida la mía!»

Los cantos de sus hazañas se multiplicaban y rodeaban con una aureola la figura del bandido. Poco a poco comenzó a ser leyenda, y, por consiguiente, se compusieron canciones en su honor, cantos campesinos de gran aliento o fragorosos y viriles cantos marciales, todos con el estribillo: «¡Ay, ay, ay, vida mía!»… Los cantos se multiplicaban y con ellos las escaramuzas y los delitos. Cerca de allí vivía, en una villa solitaria y arruinada, un tal Ekorabkowski, soltero encallecido, ex-juez, que detestaba la fantasía exuberante de la región. Con el más estricto secreto visitaba continuamente a las autoridades locales y se quejaba:

—No comprendo cómo pueden tolerar ustedes esta situación… Asesinatos en pleno día… Excesos, destrucción… Escándalos en las tabernas, orgías. Y, sobre todo, esos cantos, ¡ah, esos gritos, ese eterno lamento, ese aullido… y esa María, esa María!

—Pero, amigo mío, ¿qué quiere usted que hagamos? —decía el comisario de policía, un hombre obeso—. ¿Qué quiere usted? Las autoridades son impotentes —repetía, mientras miraba por la ventana abierta la inmensidad de la llanura, en la que despuntaba allí y allá algún árbol solitario—. La población le quiere, le protege.

—¿Cómo es posible que le proteja? —exclamó finalmente con impaciencia el ex-juez y bajo sus párpados semicerrados hizo vagar la mirada por la llanura, a varios kilómetros, hasta las dunas arenosas de Mala Wola, como para hacerla volver bajo sus párpados—. Tienen hasta temor de salir de casa. Él los mata.

—Los mata, pero sólo a algunos… —murmuró el comandante sobre el fondo de la ilimitada llanura—, los otros contemplan la escena… ¿me entiende usted? Para ellos asistir a todo un asesinato es un placer… Si, señor —murmuró aún, y fingió no ver que del próximo bosquecillo volaba hacia las alturas un cadáver inmediatamente seguido por un grito magnífico, como si millares de bisontes hollaran los campos sembrados y los prados.

El sol comenzaba a ponerse en el horizonte. El comandante de policía cerró la ventana.

—Si no tienen ustedes intención de detenerle, lo haré yo —dijo casi para sí mismo el juez jubilado—. Lo detendré yo y lo meteré en una jaula. Lo encerraré y reduciré su amplia naturaleza. La reduciré meticulosamente.

El comandante no hizo más que suspirar.

—¡Magnífico, magnífico!

Skorabkowski volvió a su villa arruinada y, mientras vagaba por las habitaciones vacías con una bata de color tabaco echada sobre los hombros, comenzó a preparar sus planes para capturar al bandido. El odio del avaro hacia el bandido crecía desmesuradamente. Capturarlo, aprisionarlo, obligarlo a permanecer en silencio se convirtió en una imperiosa necesidad de su espíritu estrecho. Al final, decidió emplear para capturar a su víctima la infernal rectitud del bandido, quien recorría siempre el camino más corto y directo cada vez que se dirigía a algún lugar, y, todavía más, su creciente e ilimitada arrogancia. En efecto, el bandido se había vuelto de tal modo prepotente que se había acostumbrado a que todo el mundo huyera de él, y consideraba una afrenta personal y un desafío si alguien, en vez de huir, se quedaba quieto allí. Skorabkowski ordenó que su propio mayordomo, Ksawery, se colocara bajo un árbol de la colina… Cuando el viejo servidor obedeció la orden, su patrón le encadenó rápidamente al tronco del árbol. Después, excavó con sus propias manos un agujero a los pies del mayordomo, puso en el fondo del agujero una trampa de hierro y regresó rápidamente a su casa. Llegó el crepúsculo. El viejo Ksawery se había estado riendo todo el tiempo de la broma inventada por el «joven señor», pero, cuando la luna surgió en el firmamento e iluminó toda la región hasta los bosques que trazaban el horizonte, el sirviente comenzó lentamente a comprender el motivo de su encadenamiento… Skorabkowski lo había expuesto cruelmente a la merced del espacio nocturno. Los perros aullaron… en tanto que desde los brezos se oía el nostálgico lamento del bandido, y era igual que oír lamentarse a la estepa. Poco rato después oyó el tremendo grito: «¡Ay, María, María, Mariíta, mía!», que rodaba a través de la noche, nostálgico y vehemente, ebrio e ilimitado, se diría que enteramente desenfrenado. El primero en aullar fue el bandido; sin piedad, salvajemente, sin temor ni freno alguno, desahogaba libremente su alma; le siguieron los perros… y luego los hombres, que aullaron tímidos y amedrentados desde las ventanucas de sus casas.

—¡Señor! —quería gritar Ksawery—. ¡Señor! —pero no se atrevía a gritar para no atraer la atención del bandido…

Sus susurros aterrorizados no llegaban a Skorabkowski, quien desde un balcón seguía atentamente el desarrollo de los acontecimientos. El lacayo maldecía su suerte, esa suerte que hace que jamás podamos desaparecer… que, aun en contra de nuestra voluntad, sin que nuestro cuerpo lo desee, alguien pueda exponernos a la vista de todos y hacer de nosotros algo que sobrepasa nuestra capacidad. El viejo sirviente maldecía la visibilidad del cuerpo, la visibilidad independiente de la voluntad. El bandido se había levantado, dejaba su lecho, y el viejo Ksawery —quisiéralo o no— debía ofrecerse a sus ojos, cosquillear sus pupilas… y a través del nervio óptico penetrar en su cerebro… Y hete ahí que Huligan a grandes pasos se dirige hacia Ksawery para romperle la mandíbula, destrozarle la nariz y el pecho, despedazarle el cuerpo visibilísimo a la luz de la luna. ¡Ahhh! Pero helo también ahí caído y atenazado por la trampa que colocó Skorabkowski… El ex-juez llegó a la carrera, y después de varias horas de intenso trabajo, logró finalmente transportar el macizo cuerpo del energúmeno a los sótanos de su vieja casona.

¡Al fin tenía a Huligan en su poder! De modo que el bandido estaba encerrado en una estrecha celda, reducido por cuatro paredes, empaquetado, clavado al muro, a su merced. El ex-juez se frotó las manos y sonrió con sorna, después de lo cual, y durante toda la noche, pensó en las torturas que debía emplear. En ningún momento había tenido la intención de liquidar al malhechor. Estrecho de mente como era, estrictamente formalista, quería restringir y coartar la libertad de su víctima; su muerte no le produciría ninguna satisfacción, sólo la cautividad podía producirle placer. El anciano no tenía prisa, durante los primeros días se regocijaba sólo con la idea de que Huligan estuviese abajo, en los sótanos, y de que fuera incapaz, ya que lo tenía debidamente amordazado, de aullar y de provocar el menor escándalo. Sólo cuando se convenció de que el estrepitoso bandido no gritaría, de que había quedado reducido al silencio, sólo entonces el ex-juez Skorabkowski tuvo el valor de bajar al sótano e iniciar en el más completo silencio las prácticas con las que se proponía reducir y disminuir al gigante. ¡Qué silencio! El poder de ese silencio subía desde el sótano y se transformaba en un pilar de la casa. Y durante semanas, durante meses enteros, reinó en la región un gran silencio, el silencio del grito reprimido, no emitido, asfixiado…

Todas las noches, a eso de las siete, Skorabkowski bajaba a la celda de tortura, vistiendo su vieja bata color tabaco, y llevando consigo palos y alambres. Todas las noches el mezquino juez trabajaba alrededor del bandido mudo, con la frente perlada de gruesas gotas de sudor y en completo silencio. Subrepticiamente se le acercaba y comenzaba a cosquillearle la planta del pie, largo rato, para estimular una risa nerviosa, luego construía pequeños cepos con los palos, restringía su visibilidad con trozos de madera, le clavaba agujas en el cuerpo, le ponía frente a los ojos arvejas, guisantes, nabos… Pero el bandido sufría esas vejaciones en silencio. Y su silencio crecía, corría, se engrandecía en las tinieblas, volviéndose digno de sus hazañas de armas más gloriosas… En vano trataba el ex-juez de vencer ese silencio amplio con su propia y silenciosa mezquindad… ¡Y de esa manera el odio iba llenando los sótanos! ¿Qué era, a fin de cuentas, lo que se proponía Skorabkowski? Pensaba que podía transformar la naturaleza del bandido, transformar su voz, reducir su amplia carcajada en miserable risita, transformar el grito en murmullo, reducir toda su figura, en pocas palabras, pensaba poder volverlo igual a sí mismo, al ex-juez Skorabkowski. Con la meticulosidad de un ratón de biblioteca, buscaba un punto flaco en el bandido, lo sometía a tremendos estudios específicos, para hallar ese punto minoris resistentiae, ese punto débil por medio del cual podía finalmente rehacer al bandido a su propia imagen. Pero el otro, sin jamás descubrir sus puntos flacos, se confinaba en silencio.

A veces, al cabo de esfuerzos tan reiterados como meticulosos, el viejo caballero creía haber logrado cierta restricción. Pero, desdichadamente cada semana se presentaba el momento de enfrentarse a la verdad. Instante fatídico al que el avaro temía más que cualquier otra cosa en el mundo. Cada semana, en efecto, debía quitar la mordaza de la boca del bandido para poder alimentarlo… ¡Oh, con cuánto terror mortal, después de haberse tapado con algodones, ponía frente al abatido malhechor una escudilla de alimentos y con un único gesto le quitaba la mordaza! Tenía la ilusión de haber logrado enmudecer al malhechor y esperaba que finalmente en esa ocasión Huligan no explotara… Pero todas las veces, el desamordazado malhechor explotaba en una orgía infernal de interjecciones, insultos y gritos: «¡Hijo de perra! ¡Hijo de perra!», exclamaba.

«¡Fuera de aquí, carroña, fuera! ¡Te destrozaré, te mataré!… ¡Yo, Huligan, voy a hacerte picadillo! ¡Maldito hijo de puta, maldito seas mil veces! ¡Te haré trizas!», aullaba: «¡María! ¡María!, ¿dónde estás, María? ¡Ay, mi María!». Llenaba el sótano con sus aullidos y los esparcía por toda la región, se exaltaba, cantaba, deliraba su alma, mientras su verdugo, pálido como un cirio, avaro y estrecho, le metía el alimento en las fauces abiertas… Y él, entre un bocado y otro, continuaba aullando. La población de las aldeas se pasaba la voz:

—¡Es Huligan quien grita! ¡Huligan sigue gritando!

Después de semejantes sesiones, el ex-juez volvía extenuado a sus habitaciones y seguía buscando, buscando tenazmente, el punto minoris resistentiae.

Y finalmente lo encontró.

Fue la rata.

¡Cosa extraña, la rata!…

En una ocasión, por casualidad, una rata penetró en la celda de torturas, corrió hacia la pared y en ese momento el malhechor, hasta entonces indómito, se contrajo.

Skorabkowski le quitó inmediatamente la mordaza. Pero el bandido, a pesar de tener la boca libre, lejos de estallar en improperios, permaneció en silencio, siguiendo con la mirada los movimientos de la rata. Un gran asco y una sensación de miedo le paralizaron. Cuando la rata se acercó a sus pies, sujetos en el cepo, el gigante emitió una especie de risa nerviosa, una octava más alta que de costumbre.

¡Finalmente! ¡Finalmente! ¡Cómo darle gracias al Señor! ¡Había que arrodillarse ante aquella gracia inaudita! ¡Así que finalmente encontraba el remedio! El ex-juez no lograba contener las lágrimas. El orden impenetrable de la Naturaleza establece en efecto que aun el hombre más fuerte tiene en este mundo una sola cosa que le está destinada y que es más fuerte que él, que está por encima de él y que él no soporta. Hay quienes no soportan las caléndulas, quienes detestan el hígado de ternera, quienes son alérgicos a las fresas, pero lo más sorprendente de todo resultaba que el bandido, que no se había conmovido ante las torturas del garrote, ni de las agujas, ni de ninguno de los mil y un tormentos destinados a él, el hombre que parecía ser más fuerte que todas las cosas tenía miedo de una rata. No resistía las ratas. Era más débil que la rata. Sólo Dios podía saber por qué. Tal vez porque el malhechor que mataba a los hombres como si fueran insectos tenía miedo de matar una rata, temía la muerte ratuna, le producía más asco que cualquier otra cosa en el mundo, la muerte ratuna constituía para él un oprobio ilimitado y en consecuencia no habría podido infligirla, y ninguna otra muerte —la del cerdo, del cordero, del hombre, del jabalí, de la gallina, de la rana— hubiera podido ser para él ni la milésima parte más horrible, repelente, espasmódica, crispante, gelatinosa o flatulenta que la muerte de una rata. Y he ahí por qué aquel tremendo malhechor se encontró inerme frente al pequeño roedor… Esa era para él la única muerte inaccesible, imposible. A la vista de una rata, él se crispaba, se encogía, se disminuía visiblemente, se reducía, temblaba y vibraba. ¡Finalmente!

El viejo ex-juez Skorabkowski se convirtió finalmente en el amo de Huligan.

Y a partir de entonces, sin la menor piedad, le propinó ratas.

Le acercaba la rata atada con una cuerda, se la acercaba subrepticiamente, se la pasaba por abajo y por encima, o bien, por un instante, la hacía entrar en los pantalones mientras el gigante crispaba la voz hasta alcanzar los timbres más agudos, o quedaba reducido a la inmovilidad cuando la rata saltaba y corría sobre su cuerpo cada vez más reducido. ¡Ya no era necesaria la mordaza! El malhechor había dejado de aullar y de proferir insultos; transcurrieron semanas y luego meses, mientras el viejo mayordomo Ksawery, cuya labor consistía en iluminar a la rata con una vela, gemía y rogaba en lo más hondo de su corazón… Con los pelos de punta, con el corazón en un puño, el viejo camarero le suplicaba piedad a la rata, maldecía su absoluta crueldad, maldecía los espantosos e inapelables lazos que existen en la naturaleza, maldecía la ilimitada falta de misericordia. «¡Maldita sea la rata y el amo y esta casa y la naturaleza del bandido y la naturaleza del juez y la naturaleza de la rata, malditas sean todas las naturalezas y maldita mil veces la Naturaleza!» Entretanto transcurrían los años. El suplicio se volvía cada vez peor, cada vez más tenso. Skorabkowski hacía cada vez más uso de la rata, y la tensión crecía, crecía.

Y siempre, la rata.

Ininterrumpidamente, la rata.

Solamente, la rata.

La rata, la rata, la rata…

Finalmente Ksawery, ya al extremo de la tensión, bajó la cabeza y corrió detrás de la rata, que acababa de romper el cordón y huía hacia una grieta. En ese momento, el sirviente perdió los estribos y se enfrentó al juez con la cabeza baja.

También Skorabkowski, tenso hasta un grado insoportable, perdió los estribos y agachó la cabeza…

Y embistió contra Ksawery. Se oyó un estruendo tremendo en el sótano, y los cerebros volaron en todas las direcciones. ¡Ah, el resultado fue que el malhechor Huligan se halló libre después de once años y cuatro meses de cautividad, y que sus minuciosos celadores yacían a su lado sin vida! ¡Y que la rata había desaparecido! El bandido tragó saliva, pensó que había llegado el momento de marcharse y, después de complicados movimientos, logró liberarse. Hacia el amanecer estaba ya libre de los cepos, salió por una puerta que daba a una pequeña terraza cubierta de hiedra y corrió hacia la libertad… El hombre, en otra época gigantesco, ya para entonces bastante disminuido. De la terraza saltó al prado, atravesó los jardines y caminó junto a un arroyuelo, mientras el sol surgía en el horizonte. Un pastor gritó a lo lejos:

—¡Vaca! ¡Arre, vaca!

Inmediatamente, Huligan se ocultó tras unos arbustos. ¡Ah, con cuánto gusto se hubiese metido en cualquier agujero, en cualquier grieta, en cualquier fisura, en cualquier escondrijo! Se hubiera metido hasta en un tubo para ocultar su espalda y el resto del cuerpo. El malhechor observaba la tierra bajo sus pies. Una ligera brisa le refrescó, pero él no la saboreó, no la aspiró ni la inhaló… sólo observaba con atención y prudencia qué sucedía a su alrededor. Un único pensamiento le obsesionaba: ¿qué había ocurrido con la rata? ¿Dónde se habría metido la rata que Ksawery había seguido hasta una grieta en el sótano?

Pero la rata no aparecía.

Sin embargo, Huligan no separaba la mirada de la tierra. Había conocido demasiado bien el aspecto horroroso de la rata, el ilimitado horror ratuno le había angustiado hasta tal punto que la sola ausencia de la rata era más importante que los sonidos más dulces y que todas las brisas del mundo… No, el resto no era sino decoración, sólo la presencia o la ausencia de la rata contaban. El oído del bandido era empleado para captar el rumor más ligero, semejante al que hace una rata, mientras su mirada erraba en busca de formas semejantes a las de una rata, y ya le parecía haber, sí, sí, sí, ahí, descubierto algo… sí, sí, ya adivinaba… ya oía y distinguía aquel frufrú, zig, zag, trac, trac…

Pero la rata no aparecía…

No obstante, parecía imposible que el roedor durante tantos años unido a su persona por relaciones tan estrechas y tan espantosamente profundas, fundido con su persona por el martirio, unido a su persona más de lo que animal alguno hubiera podido estarlo a un hombre… pues bien, parecía imposible (era necesario tomar en consideración el ciego amor que une a ciertos animales con el hombre) que el roedor hubiera podido separarse de él, desaparecer y renunciar a él, así de buenas a primeras…

Pero la rata no aparecía.

Algo extrañamente oblongo se deslizó a lo largo de una mancha de sol y desapareció.

¿Sería tal vez la rata?

El malhechor escrutaba y buscaba con la mirada, no del todo convencido, pero de nuevo volvió a oír un crujido entre las hojas secas.

¿Sería tal vez la rata?

¡No cabía duda!… ¡Debía ser la rata!

¡Da un paso y otro paso y otro paso

la rata fiel!

¡Paso tras paso, paso tras paso

la rata fiel!

Huligan se precipitó hacia un árbol y trató de ocultarse en el hueco del tronco, mientras la rata se deslizaba hacia la maleza, y permaneció allí al acecho. La cavidad del tronco no constituía un refugio suficientemente seguro, el imprevisible roedor, cegado por la luz del día, salido de las tinieblas del sótano, hubiera podido deslizarse hacia sus pies, meterse entre sus pantalones. Sin embargo, eso no ocurría: la rata, a la luz, aterrorizada, puesta en evidencia, buscaba espasmódicamente un refugio, algo familiar, ¿y qué podía serle más familiar que los pantalones de Huligan? ¿A qué orificio podía estar más acostumbrada? Y el bandido debió de comprobar que todas las aberturas y todos los agujeros que él mismo constituía, todos los pliegues y escondites que, quisiéralo o no, poseía en su propio cuerpo y en su traje eran deseados por la rata, representaban para ella un refugio. Saltó, pues, fuera del tronco e, impulsado por el terror, se dio a la fuga, sin meta fija, a ciegas, mientras a sus talones (estaba casi seguro) se deslizaba la rata. ¡Oh, poder encontrar un agujero, una grieta, un escondite, cubrirse las espaldas, ocultar las piernas, enmascararse por todas partes, volver inaccesibles aquellos agujeros, aquellas cavidades, aquellas atractivas fisuras de su cuerpo! El bandido, salido del subsuelo, galopaba, corría desbocado por los prados, los bosques, los valles, las colinas, los campos y cañadas, y, tras él (estaba casi seguro), galopaba la rata. Con las fuerzas casi agotadas, el malhechor llegó a un escondite, el primero que pudo encontrar y, más muerto que vivo, escondiendo las propias cavidades, se tendió en la paja. Sólo unos minutos más tarde, casi enloquecido por el terror, se dio cuenta de que el hueco en que se había metido se hallaba junto a las paredes de madera de una cabaña, que se había escondido en un establo o en una barraca cualquiera.

En el momento menos pensado podía saltar la rata de aquella paja y metérsele bajo la axila, o bien, en los pliegues de la camisa, por lo que se ovilló y comenzó a observar. Pero ¿qué era aquello? ¿Soñaba o se trataba de algo real? «¿Dónde estoy?», se dijo. «¡Ah, conozco esta cabaña! ¿Quién duerme tras aquella pared sino ella? ¡Ay, María, mi María! ¡Aquí duerme María, reposa María, respira María, ay, ay, ay, María, Mariíta mía!». Encogido hasta las vísceras, lleno de la rata, fijó en ella la mirada y sus ojos no podían creerlo, era realmente ella… La muchacha yacía dormida con la boca abierta, y Huligan se puso en pie, y, sí, sí, quería cantar, hacer escándalo como en otra época… como entonces. «¡María, María, Mariíta mía!»

Cuando de pronto apareció una rata.

Una rata gorda y opulenta se asomó por debajo de un haz de leña, avanzó prudentemente y comenzó a remolonear cerca de la falda de María.

De manera que de nuevo aparecía la rata.

La rata, al lado de María.

Aquella vez no se trataba de una ilusión, sino de una rata indiscutible, palpable, que saltaba a cuatro pasos de él. El bandido quedó petrificado. Probablemente se trataba de otro roedor… no la rata de la tortura, sino otra… pero las ratas se parecen de tal manera entre sí que el torturado no podía tener la absoluta certeza. No estaba del todo seguro de que tantos años de tan dolorosa convivencia con uno de aquellos animales no hubiera dejado en él algo que resultara atractivo para toda la raza ratuna. Temía sobre todo que, asustado como estaba, pudiera saltar sobre la rata, y que, entonces, la rata, asustada a su vez, pudiera saltar sobre él… No, Dios mío, era necesario echar mano de toda la prudencia posible, era necesario manifestar la propia presencia con circunspección, asustar apenas a la rata, hacerla volver a su madriguera. ¡Dios mío! Era necesario evitar cualquier violencia, no dejarse ganar por el pánico, no caer en la inconsciente irresponsabilidad del salto, manifestaciones típicas de esos animales de las crepitantes tinieblas, provistos de interminables colas. El bandido descubrió el lugar donde, según todas las probabilidades, se encontraba la madriguera de la rata, y se preparaba delicadamente a realizar las maniobras que hicieran volver a ella al animal, en un silencio casi absoluto, con un imperceptible ruido o, como mucho, aclarándose ligeramente la garganta, cuando de pronto… algo atrajo a la rata hasta abajo de la rodilla derecha de la joven… y Huligan de nuevo quedó paralizado… La rata la había tocado, lo ratuno atentaba contra su chica, contra María… ¡su María!

Y aquella aproximación, aquel contacto de la rata con María superó todo el horror e hizo que el bandido… aullara. Aulló como en el pasado, con toda la fuerza de sus pulmones, aulló para despertar al mundo entero, aulló con su antiguo aullido irrefrenable y se lanzó aullando contra la rata. Ya no tenía miedo, saltó en medio de un aullido, un aullido tan espantoso, tan impenetrable que la rata jamás habría podido abrirse paso a través de aquel clamor para llegar a sus pantalones. No le importaba ya cortar la retirada de la rata hacia su agujero, así que la atacó de frente. ¡Ah, la ofensiva frontal de Huligan! ¡Ay, aquella retirada repentina, aquellos saltos en zigzag, aquel moverse de un lado para otro, zigzag, trie, trac, zambomba! ¡Pafff! La convicción del bandido de que la rata no se le escaparía fue fulminante, la tenía ya en un puño, la mataría porque ya estaba acorralada. Y fue entonces cuando… Pero… ¿me será posible continuar este relato? ¿Serán mis labios capaces de expresar lo que ocurrió?… En verdad fue algo terrible. Oh, me temo que voy a decirlo ya que no existen límites para el horror, es más, existe cierta carencia de límites para lo Despiadado, cuando el horror comienza a acumularse y entonces su acumulación se acumula… se acumula acumulándose sin límites, sin fin, incesantemente, creciendo por encima de sí mismo, de un modo mecánico. Oh, sí, me temo que mis labios van a narrar cómo la rata… cómo la rata cegada por el terror, amedrentada y perseguida, enloquecida por la ciega e inmediata necesidad de encontrar un agujero… se dirigió hacia la boca de María, pareció dudar un instante, saltó en aquella cavidad abierta de la muchacha dormida. Y, antes de que Huligan pudiera detenerla, vio lo que estaba ocurriendo: la rata se metía en la boca, la rata presa de pánico, trataba de esconderse en la adorable cavidad oral. ¡Oh, el poder de la mecánica! María, semidormida, despertó sorprendida, cerró sus adoradas quijadas de un modo puramente mecánico, pero implacable, y de esa manera dio fin a la mecánica del horror: la rata terminó con la cabeza guillotinada. Un mordisco en el cuello consumó la muerte de la rata.

La rata dejó de existir.

Pero Huligan permaneció allí, y tuvo que enfrentarse a la muerte de la rata por obra de la adorada cavidad oral de su amada María. Y con esa visión en los ojos desapareció.

Da un paso y otro paso y otro paso

pero le sigue aquella rata muerta.

Paso tras paso, paso tras paso

y en boca de María sigue la rata muerta.

1937

Título original: Bakakaï

Witold Gombrowicz, 1957

Traducción: Sergio Pitol

Retoque de portada: Antwan

Editor digital: Antwan

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lunes, 1 de julio de 2024

Witold Gombrowicz Cosmos FRAGMENTOS DE MI DIARIO EN LOS QUE SE HABLA DE COSMOS Y PRIMER CAPÍTULO

 

 


Witold Gombrowicz

 Cosmos

 

 

   FRAGMENTOS DE MI DIARIO EN LOS QUE SE HABLA DE COSMOS

 

1962 — ¿Qué es una novela policíaca? Un intento de organizar el caos. Por eso mi Cosmos, que me gusta lla¬mar «una novela sobre la formación de la realidad», será una especie de novela policial.

1963 — Trazo dos puntos de partida, dos anomalías muy distantes una de otra: a) un gorrión colgado; b) la asociación entre la boca de Katasia y la boca de Lena.

Estos dos problemas exigen un sentido. El uno penetra en el otro tendiendo hacia la totalidad. De este modo comienza un proceso de suposiciones, de asociaciones, de investigaciones, algo que va a crearse, pero se trata de un embrión más bien monstruoso, un aborto… y este rebus oscuro, incomprensible, exigirá una solución… buscar una Idea que explique, que imponga un orden…

1963 — ¡Qué de aventuras, qué de incidentes con lo real durante esta inmersión en el fondo de las tinieblas!

Lógica interior y lógica exterior.

Astucias de la lógica.

Riesgos intelectuales: las analogías, las oposiciones, las simetrías…

Ritmos furiosos, acelerados bruscamente, de una Realidad que se desencadena. Y que estalla. Catástrofe. Vergüenza.

La realidad que de pronto se desborda debido a un hecho excesivo.

Creación de tentáculos laterales… de cavidades oscuras… de fracturas cada vez más dolorosas… Frenos… curvas…

Etc., etc., etc.

La idea gira en torno a mí como un animal salvaje…

Etc., etc.

Mi colaboración. Yo en el lado opuesto, en el lado del rebus. Intentando completar ese rebus. Arrastrado por la violencia de los acontecimientos que buscan una Forma.

Es en vano que me lance a ese remolino, a expensas de mi felicidad…

Microcosmos-macrocosmos.

Mitologización. Distancia. Eco.

Irrupción brutal de un absurdo lógico. Escandaloso.

Puntos de referencia.

León que oficia.

Etc., etc., etc.

(Pero no hay nada que temer, después de todo será una historia normal, una novela policíaca normal, aunque un poco rugosa)

De la infinidad de fenómenos que pasan en torno a mí, aíslo uno. Elijo, por ejemplo, un cenicero sobre mi mesa (el resto desaparece en la sombra).

Si esta percepción se justifica (por ejemplo, he señalado el cenicero porque debo tirar la ceniza de mi cigarrillo) todo es perfecto.

Si he elegido el cenicero por azar y no vuelvo después a advertirlo, también todo va bien.

Pero si, después de haber destacado ese fenómeno sin objeto preciso, vuelve usted a él, ahí está lo grave. ¿Por qué ha vuelto usted, si aquel carece de importancia? ¡Ah, ah!, ¿así que significa algo para usted, ya que vuelve a él? He aquí cómo, por el simple hecho de concentrarse sin razón alguna un segundo de más en ese fenómeno, la cosa comienza a ser diferente del resto, a cargarse de sentido…

—¡No, no! (se defiende usted), es solo un cenicero ordinario.

—¿Ordinario? ¿Entonces por qué defenderse, si es en verdad un cenicero ordinario?

He aquí cómo un fenómeno se convierte en una obsesión…

¿Será que la realidad es, en esencia, obsesiva? Dado que nosotros construimos nuestros mundos por asociación de fenómenos, no me sorprendería que en el principio de los tiempos haya habido una asociación gratuita y repetida que fijara una dirección dentro del caos, instaurando un orden.

Hay algo en la conciencia que se convierte en trampa de ella misma.

 


 PRIMERO

 

Voy a contar ahora otra aventura, aún más extraña…

Sudor. Fuks avanza. Yo tras él. Pantalones. Zapatos. Polvo. Nos arrastramos.

Arrastramos. Tierra, huellas de ruedas en el camino, un terrón, reflejos de piedrecillas brillantes. Resplandor. Calor infernal, hirviente. Un sol cegador. Casas, cercas de madera, campos, bosques. Este camino, esta marcha, de dónde, cómo, para qué hablar más. La verdad era que estaba harto de mis padres y de toda la familia; quería superar al menos un examen y disfrutar del cambio; alejarme, pasar algún tiempo en otro sitio. Me fui a Zakopane y cuando andaba por el camino de Krupowki, buscando una pensión barata, me encontré con Fuks, rubio desteñido, ojos saltones y mirada abúlica. Se alegró y me alegré. ¿Cómo estás?, ¿qué haces?, ando buscando una habitación; yo también, tengo la dirección de una casa, más barata porque se halla un poco lejos del centro, casi en las afueras. Caminamos, pantalones, tacones enterrados en la arena, camino, calor, miro hacia abajo, tierra, arena, chispean los guijarros, uno, dos, uno, dos, pantalones, zapatos, sudor, somnolencia en los ojos insomnes durante el viaje por tren. Y nada sucede sino esa marcha que nos reduce al nivel del suelo. Fuks se detuvo.

—¿Descansamos un poco?

—¿Aún estamos lejos?

—No mucho.

Eché una mirada en nuestro derredor y vi todo lo que se podía ver y que no quería ver por haberlo ya visto tantas veces: pinos y empalizadas, abetos y casuchas, matas y yerbas, zanjas, senderos y camellones de flores, el campo, una chimenea… el aire… y un sol resplandeciente; pero, no obstante, todo estaba negro, la espesura de los árboles, la tierra gris, el verdor de las plantas cerca de la tierra, todo negro. Ladró un perro. Fuks se metió entre unas matas.

—Aquí hace menos calor.

—Sigamos.

—Espera un momento. Descansemos un poco.

Se internó entre las matas hasta el sitio donde se formaba una cavidad, unos huecos sombreados por las ramas de unos abetos y por las hojas de unos árboles que entretejían sus frondas; dirigí la mirada hacia esa maraña de hojas, ramas, manchas luminosas, espesuras, agujeros, hojas apretadas, dobleces, diagonales, redondeces y no sé qué diablos más, hacia ese espacio lleno de manchas que presionaba y aflojaba, se silenciaba, crecía, no sé qué, se abría, estallaba en mil fragmentos… desconcertado y bañado en sudor sentía la tierra negra y desnuda bajo mis pies. Arriba, entre las ramas, había algo; algo se destacaba, algo extraño, intruso e indefinible… algo que también mi compañero estaba observando.

—Es un gorrión.

—Sí.

Era un gorrión. Un gorrión colgado de un alambre. Colgado. Con la cabeza inclinada y el pico abierto. Colgaba de un alambre fino enredado a una rama.

Algo absurdo. Un pájaro ahorcado. Un gorrión ahorcado. Era algo que proclamaba a gritos su excentricidad y señalaba acusadoramente una mano humana que había penetrado en la maleza… ¿la mano de quién? ¿Quién había sido el ahorcador? ¿Y para qué? ¿Cuál podía ser la causa?, pensaba yo confusamente en medio de aquella vegetación que se excedía en miles de combinaciones; por otra parte estaba el fatigoso viaje en tren, la noche llena de ruidos ferroviarios, el sueño, el aire, el sol, la marcha con Fuks, mi madre, Jasia, el conflicto provocado por aquella carta, mi frialdad hacia Román, mi padre, incluso los problemas de Fuks con el director de su oficina (problemas de los que me había hablado), las huellas dejadas por las ruedas, los terrones, los zapatos, pantalones, piedras, hojas, todo se concentraba de golpe en ese gorrión, como una muchedumbre arrodillada.

Él reinaba en su total excentricidad… Reinaba en aquel sitio.

—¿Quién lo habrá ahorcado?

—Algún chico.

—No. Está demasiado alto.

—Vámonos.

Pero no se movía. El gorrión pendía. La tierra estaba desnuda, a trechos cubierta por una hierba corta, rala, y además había demasiadas cosas, un pedazo de lata retorcido, un palo, otro palo, un cartón roto, un palito, incluso un escarabajo, una hormiga, otra hormiga, un gusano de nombre para mí desconocido, una tabla, etcétera, etcétera, hasta llegar a la hierba junto a las raíces de los arbustos. Y Fuks que, como yo, observaba todo esto.

«Vámonos», pero seguía sin moverse, observaba; el gorrión estaba colgado; yo también miraba sin moverme. «Vámonos.» «Vámonos.» Pero pese a todo no nos movíamos, quizá porque habíamos estado allí demasiado tiempo y habíamos dejado pasar el momento oportuno para la retirada… y ahora aquello se volvía cada vez más difícil, más molesto… nosotros y el gorrión ahorcado que pendía entre las ramas… sentí algo parecido a un desequilibrio, a una falta de tacto, una impertinencia de parte nuestra…

Tenía un sueño horrible…

—Sigamos nuestro camino —dije. Y comenzamos a alejarnos, dejando solo al gorrión entre las ramas.

La marcha por el camino, bajo el sol, nos incineró, nos hastió; después de unos cuantos pasos nos detuvimos disgustados y volví a preguntarle si estábamos lejos. Fuks me respondió entonces, señalando con un dedo un letrero que colgaba de una cerca de madera:

—Mira, aquí también alquilan cuartos.

Miré. Un jardín. Una casa en el jardín sin ningún adorno, sin balcones, miserable, gris, construida económicamente, un porche pobretón, saliente, de madera, al estilo de Zakopane, dos hileras de ventanas: cinco en la planta baja, cinco en la alta; en el jardín unos árboles enanos, pensamientos que se marchitaban en los camellones, varios senderos cubiertos de grava. Pero él pensaba que era mejor entrar y ver, no perderíamos nada, a veces en semejantes casas la comida era excelente y los precios muy bajos. Yo también estaba dispuesto a entrar y ver. Antes habíamos pasado varios anuncios parecidos sin prestarles ninguna atención, pero ahora sudábamos a chorros. El calor era tremendo. Fuks abrió el portón y por un sendero cubierto de grava nos dirigimos hacia las resplandecientes ventanas. Fuks tocó el timbre; esperamos un momento en el porche hasta que se abrió la puerta; apareció una mujer madura y cuarentona que parecía encargarse de la casa; era regordeta, tenía grandes pechos.

—Quisiéramos alquilar una habitación.

—Un momento. Voy a llamar a la señora.

Esperamos en el porche; yo tenía la cabeza atestada del estruendo del tren, del viaje, de los acontecimientos del día anterior; un enjambre, un tumulto, un caos. Una cascada, un estruendo ensordecedor. Me había llamado la atención un extraño defecto de los labios de la mujer, un defecto en medio de un rostro de honesta ama de casa, rostro de ojillos claros. De un lado tenía la boca como estirada, y ese alargamiento, mínimo, de un milímetro, provocaba un enroscamiento del labio superior que saltaba o se deslizaba como un reptil, y aquel deslizarse accesorio, fugitivo, tenía una frialdad reptiloide, batrácica, que a mí me encendió e hizo arder de inmediato, pues era el oscuro pasadizo que conducía hacia un pecado carnal gelatinoso y viscoso. Pero me sorprendió su voz, no sé qué clase de voz imaginaba en tal boca, y hela aquí que hablaba con una voz natural de ama de casa avejentada y rechoncha. Podía oír su voz que venía del interior de la casa:

—Tía, están aquí unos señores que buscan cuarto.

Su tía llegó rodando como sobre rodillos un momento después. Era también rechoncha; intercambiamos unas cuantas frases, sí, claro, tenemos un cuarto con pensión completa para dos personas, pasen por favor. Nos llegó un olor de café tostado; había un pequeño corredor, un vestíbulo, unas escaleras de madera; ¿se quedarán mucho tiempo?, claro, los estudios, aquí tendrán mucha paz y silencio… En la parte superior otro corredor y varias puertas. La casa era pequeña. Al llegar al fondo del corredor abrió el último cuarto y yo lo recorrí de una ojeada, era como todos los cuartos de alquiler, oscuro, con las cortinas corridas, dos camas y un armario, una percha, una jarra sobre un platito, y junto a las camas dos lámparas de noche, pero sin bombillas eléctricas, y un espejo en un marco sucio y feo. Un poco del sol que había tras las cortinas caía sobre el suelo, en un solo lugar, y llegaba hasta nosotros un olor de hiedra y el zumbido de un tábano, solo que… Y sin embargo hubo una sorpresa pues una de las camas estaba ocupada; yacía en ella una muchacha, e incluso podía sospecharse que no yacía de manera totalmente adecuada, pero yo no sabía en qué residía aquella —llamémosla así— peculiaridad, tal vez estribaba en el hecho de que la cama no tenía sábanas sino solo un colchón desnudo, o porque una de las piernas se recostaba sobre la red metálica de la cama (pues el colchón se había deslizado ligeramente), o quizá en el hecho de que la unión de su pierna y el metal me ponía nervioso en ese día caluroso, sofocante, de bochorno.

¿Dormía? Al vernos se sentó sobre la cama y comenzó a arreglarse el cabello.

—¡Lena! ¿Pero qué haces aquí, tesoro? ¡Habrase visto! Permítanme presentarles a mi hija.

La mujer inclinó la cabeza en respuesta a nuestros saludos, se levantó y salió en silencio. Aquel silencio amortiguó la idea de que algo anormal ocurría.

Vimos después el cuarto de junto; era igual, pero un poco más barato pues no tenía puerta al baño. Fuks se sentó en la cama y ella en una silla y el resultado fue que alquilamos aquel cuarto, el más barato, junto con las comidas de las que la señora Wojtys decía que «ya veríamos».

El desayuno y la comida se nos iban a servir en nuestro cuarto y la cena la comeríamos con toda la familia en la planta baja.

—Vayan por su equipaje mientras Katasia y yo arreglamos todo.

Fuimos por el equipaje.

Regresamos con el equipaje.

Desempacamos y Fuks comenzó a decir que habíamos tenido suerte, que el cuarto era barato, que seguramente el que le habían recomendado sería más caro… y además más lejos… La comida será buena, ya verás. Su rostro pisciforme me tenía cada vez más harto, tenía ganas de dormir… dormir… me acerqué a la ventana, me asomé, el miserable jardincillo ardía bajo el sol, más allá estaba la cerca de madera y el camino y al otro lado había dos abetos que marcaban en medio de la maleza el sitio donde pendía el gorrión. Me tiré en la cama, me revolví en ella hasta quedar dormido, con la boca fuera de la boca, los labios hechos más labios por ser menos labios… Pero no dormía. Ya estaba despierto. Junto a mí estaba la sirvienta. Amanecía, pero era un amanecer oscuro, nocturno. Por otra parte, eso no era el amanecer. La sirvienta me despertó:

—Los señores los esperan para cenar.

Me levanté. Fuks se ponía ya los zapatos. La cena. En el comedor que era como una estrecha jaula con una alacena de espejos, había leche agria, rábanos y un discurso del señor Wojtys, exdirector de Banco, un gran anillo y gemelos de oro.

—Yo, mi queridísimo amigo, me encuentro actualmente a la disposición de mi media naranja y me dedico a diversos trabajillos: componer el grifo del agua, por ejemplo, o la radio… le aconsejaría un poco más de crema para los rábanos; nuestra crema es de primera…

—Gracias.

—¡Vaya calor! Esto terminará en tormenta. Lo juro por lo más sagrado que podamos jurar yo y mis granaderos.

—¿Oíste los truenos a lo lejos, al otro lado del bosque? (hablaba Lena a quien yo no había visto aún suficientemente, aunque la verdad sea dicha había visto muy pocas cosas. Pero hay que admitir que el exdirector o exgerente, se expresaba de un modo pintoresco).

—Si me fuese posible le recomendaría otro poqui tín de leche agria, mi esposa es una especifiquísima especialista de este producto lácteo. Y el secreto, le pregunto al señorito aquí presente, ¿en qué reside? En el recipiente. La calidad de la leche agria está en razón directa de las cualidades lácteas del recipiente.

—Tú nada sabes de estas cosas, León —intervino su esposa.

—Soy jugador de bridge, señoritines míos, un banquero venido a jugador de bridge, con el expedito consentimiento de mi esposa; juego en las horas vespertinas y los domingos por la tarde. ¿Ustedes han venido a estudiar? Perfectamente, no podrían encontrar nada mejor, aquí tendrán la tranquilidad y el silencio necesarios; el intelecto podrá hacer cuanta pirueta ansíe…

Pero yo le escuchaba sin demasiada atención. El señor León tenía una cabeza acantarada, como de enano, su calvicie invadía la mesa, reforzada por el sarcástico brillo de sus gafas; a su lado estaba Lena, serena como un lago y la señora Wojtys, sentada en toda su redondez y aventurándose fuera de ella solo para atender la cena con una especie de sacrificio que yo no comprendía. Fuks decía algo desganadamente, sin entusiasmo, flemáticamente, yo comía unos ravioles y seguía sintiendo sueño; hablaban del polvo, de que la temporada de turismo no comenzaba aún, pregunté si las noches eran frías, terminamos los ravioles, nos sirvieron la compota y después Katasia le acercó a Lena un cenicero cubierto por una redecilla de alambres, ni siquiera el eco, el remotísimo eco, de aquella otra red (la de la cama) donde su pierna, cuando yo entré en el cuarto, cuando su pie, un trozo de muslo, sobre la red de la cama, etcétera, etcétera.

El labio que se deslizaba de la boca de Katasia se encontró cerca de la boca de Lena.

Me sentí desconcertado. Yo, después de haber dejado aquello, allá, en Varsovia, me hallaba aquí metido ahora en esto que apenas comenzaba… Por un momento me sentí desconcertado, pero Katasia salió, Lena puso el cenicero en el centro de la mesa y yo también encendí un cigarrillo, conectaron la radio, el señor Wojtys tamborileó con los dedos en la mesa y entonó una melodía, algo así como un tiru-liru-lá, pero dejó de hacerlo, para otra vez en seguida tamborilear y canturrear e interrumpirse nuevamente.

Nos sentíamos incómodos. La habitación era muy pequeña. La boca de Lena, cerrada o entreabierta, su timidez… y nada más, buenas noches. Nos retiramos a nuestras habitaciones.

Nos desvestimos y Fuks volvió a quejarse de Drozdowski, su jefe. Con la camisa entre las manos empezó a decirme desganada y torpemente, sin entusiasmo, que Drozdowski…, que al principio se llevaban espléndidamente, pero que después ya no, que esto, lo otro, empecé a resultarle molesto, irritante, imagínate, viejo, le irrito, haga lo que haga le irrito, ¿comprendes?, irritar al jefe durante siete horas diarias; no me puede soportar, veo que se esfuerza por no mirarme, durante las siete horas, cuando por casualidad me ve aparta de mí los ojos como si se hubiera quemado. ¡Siete horas diarias! Yo mismo no sé —dijo mirando fijamente sus zapatos—, a veces me dan ganas de caer de rodillas y decirle, señor Drozdowski, perdón. ¡Perdón! ¿Pero de qué me puede perdonar? Y yo sé que no lo hace por mala voluntad, sino que de verdad le resulto molesto; los compañeros de oficina me dicen que no debo preocuparme, que me tranquilice, que no haga nada, pero —añadió, mirándome con sus melancólicos ojos saltones—, ¿qué puedo hacer o no hacer, si estamos juntos en un mismo cuarto durante siete horas diarias? Si carraspeo, bueno, solo con moverme, se le ponen los pelos de punta. ¿Será posible que yo apeste? Esas lamentaciones de un Fuks malquerido se me asociaban con mi salida de Varsovia, salida sin entusiasmo y llena de desprecio; ambos, él y yo estábamos despojados de… oh, el desprecio… y en esa habitación alquilada, desconocida, de una casa cualquiera, accidental, nos desvestíamos como seres arrojados, eliminados. Hablamos un rato de los Wojtys, dijimos que su casa tenía ambiente familiar y después me dormí. Desperté. Era de noche. Todo estaba a oscuras. Pasaron varios minutos antes de que sumergido en las sábanas me diese cuenta de que me hallaba en aquel cuarto amueblado con un armario, una mesilla y una jarra de agua, en una posición determinada respecto a las ventanas y a la puerta. Y logré advertir esto gracias a un silencioso y prolongado esfuerzo cerebral. Durante largo rato no supe si dormir o no… No quería dormir, pero tampoco quería levantarme, así que comencé a pensar en lo que debía hacer, levantarme, dormir, seguir acostado, por fin estiré una pierna y me senté en la cama y al sentarme vi la blancuzca mancha de las cortinas de la ventana que descorrí después de acercarme descalzo a ellas: allá, más allá del jardín, de la cerca de madera, del camino, allá estaba el sitio donde se hallaba el gorrión ahorcado entre una maraña de ramas, sobre una tierra negra en la que había un pedazo de cartón, una lata, un tronco, allá donde las puntas de los abetos se clavaban en la noche estrellada. Cerré la ventana, pero no me alejé de ella, pues se me ocurrió que Fuks me podía estar observando.

Y efectivamente no se oía su respiración… Y si no dormía, entonces me había visto asomado a la ventana… lo que no tenía nada de malo a no ser por la noche y por el pájaro. El que yo me hubiera asomado a la ventana tenía que relacionarse forzosamente con el pájaro… y eso me avergonzaba… pero el silencio se prolongaba demasiado y era absoluto, lo que me dio la seguridad de que Fuks no se hallaba en el cuarto. Y de verdad no estaba, en su cama no había nadie. Abrí la ventana y a la claridad de las estrellas vi vacío el lecho de Fuks. ¿Adónde habría ido?

¿Tal vez al baño? No, de allá solo llegaba el ruido del agua. Pero, entonces… ¿habría ido a ver al gorrión? No sé cómo se me ocurrió la idea, pero en seguida me di cuenta de que no era imposible; podía haber ido; se había interesado demasiado en aquel gorrión; habría ido a buscar una explicación entre aquellas matas; además, su cara de pelirrojo flemático se prestaba a tales inquisiciones; tratar de saber, de pensar, de dilucidar, ¿quién lo ahorcó y por qué…? Además, seguramente había elegido esta casa debido al gorrión (la idea me pareció un tanto exagerada, pero no desechable, la mantenía en un segundo plano), el hecho era que se había despertado, o quizá ni siquiera había dormido, e invadido por la curiosidad se levantó y salió, quizá para comprobar algún detalle y para examinarlo todo en la noche… ¿jugaba al detective…? Me inclinaba a creerlo. Cada vez estaba más dispuesto a creerlo. Esto no me molestaba personalmente, pero hubiera preferido que nuestra estancia en la casa de los Wojtys no empezara con tales correrías nocturnas; por otra parte me irritaba un poco que el gorrión entrara nuevamente a escena, que se hinchara, creciese y se creyera más importante de lo que era. Y si el idiota de Fuks hubiera ido a ver al gorrión aquel se volvería un personaje capaz incluso de recibir visitas. Sonreí. ¿Qué pasaría ahora? No sabía qué hacer, pero no quería volver a la cama, me puse los pantalones, abrí la puerta y me asomé al corredor. Estaba vacío y helado. A la izquierda la oscuridad se aclaraba en el sitio donde empezaban las escaleras; había ahí una pequeña ventana; agucé el oído, pero no oí nada… Salí al corredor y me molestó el hecho de que Fuks hubiese salido y que yo mismo saliera también furtivamente… Así, sumadas, ambas salidas dejaban de ser inocentes… Al salir del cuarto recreé en mi memoria la distribución de la casa, el plano de los cuartos, las combinaciones de paredes, vestíbulos, corredores, objetos e incluso personas… era algo que yo no conocía, algo que apenas empezaba a conocer.

Pero me encontraba en el corredor de una casa ajena, de noche, en pantalones y mangas de camisa… y eso tendía a la sexualidad, se deslizaba hacia ella como el es-cu-rrimiento en la boca de Katasia… ¿dónde dormiría?, ¿acaso dormía? Al hacerme esta pregunta en el corredor me convertí de inmediato en alguien que iba en medio de la noche hacia ella, descalzo, en pantalones y mangas de camisa; ese retorcimiento, ese reptiloide escurrimiento labial casi, casi, apenas un poco, unido a mi separación, a mi alejamiento de quienes habían quedado en Varsovia, alejamiento frío, desagradable, ese retorcimiento me conducía con frialdad hacia la perversión que se escondía en alguna parte de aquella casa somnolienta… ¿Pero dónde dormiría? Avancé algunos pasos, llegué a las escaleras y me asomé por una pequeña ventana, la única que había en el corredor y que daba al otro lado de la casa, allá donde no estaban ni el camino ni el gorrión, a un gran espacio limitado por un muro e iluminado por enjambres de estrellas donde se veía otro jardincillo con arbustos endebles y veredas cubiertas de grava, jardincillo que luego se convertía en un terreno baldío en el que había una pequeña bodega y un montón de ladrillos. A la izquierda, inmediatamente junto a la casa, había un pequeño cuarto aislado, seguramente la cocina o el lavadero. O quizá ese era el sitio donde Katasia preparaba para el sueño sus inquietantes labios…

Era increíble aquel cielo estrellado y sin luna. Entre sus enjambres se destacaban las constelaciones; algunas de ellas me eran conocidas: la Osa Mayor, la Osa Menor…; las localicé en seguida, pero otras constelaciones que me eran desconocidas estaban también allí, como inscritas entre las estrellas principales; traté de fijar líneas que las configurasen… pero estos trazos diferenciantes y las exigencias de ese mapa me fatigaron pronto y desvié entonces la atención hacia el jardín; pero también en él la proliferación de objetos me fatigó en seguida, la chimenea, el tubo, el canalón, las molduras del muro, un arbusto y otras combinaciones, combinaciones de otras combinaciones; como por ejemplo la curva y el fin del sendero, el ritmo de las sombras… y, sin quererlo, empecé también aquí a buscar figuras, formas; en realidad no lo deseaba, estaba aburrido, impaciente y caprichoso hasta que advertí que lo que me atraía en aquellos objetos, lo que me tenía absorbido era el que «estuvieran detrás», o sea que un objeto estaba «tras» otro, el tubo tras la chimenea, el muro tras la esquina de la cocina, todo como… como… como… como los labios de Katasia tras los labios de Lena, cuando durante la cena aquella le pasaba a la otra el cenicero de red metálica, inclinándose sobre ella, bajando el escurrimiento de los labios y acercándoselo… Pero eso me sorprendía más de lo que debía sorprenderme; en general me sentía inclinado a la exageración. Además, las constelaciones —la Osa Mayor, etcétera— me producían algo parecido al agobio cerebral. Pensé: «¿Qué importan esas dos bocas juntas?», pero lo que me extrañaba especialmente era que esos labios —los de la una y la otra— permanecieron entonces en la imaginación, en el recuerdo, más unidos entre sí de lo que habían estado en la mesa; agité la cabeza para despejar la mente, pero solo conseguí que la unión de los labios de Lena y Katasia se volviera más precisa; dado esto sonreí, pues la retorcida disolución de Katasia, su huida en la perversidad, no tenía nada, absolutamente nada, en común con la pureza y la frescura de los entreabiertos labios de Lena; solo que unos labios existían «en relación con los otros», como en un mapa cada ciudad existe en relación con las otras; los mapas se me habían metido en la cabeza, el mapa del cielo o un mapa común y corriente con ciudades, etcétera. Toda «unión» no era precisamente una unión, era simplemente una boca considerada en relación con otra boca, en el sentido de la distancia, por ejemplo, o de la dirección o de su situación… nada más… pero era cierto que al calcular yo que la boca de Katasia se encontraba en algún sitio cercano a la cocina (allí dormía), trataba de saber en dónde, en qué dirección, a qué distancia de ella podían encontrarse los labios de Lena. Y la fría sensualidad de mi marcha hacia Katasia en ese corredor fue retorcida a causa de la accesoria intromisión de Lena.

Y esto iba acompañado de una distracción creciente; lo que no era extraño, pues el concentrar excesivamente la atención en un objeto induce a la distracción, ya que aquel objeto único hace ensombrecer todos los demás. Si fijamos los ojos en un solo punto del mapa sabemos entonces que se nos escapan todos los demás. Así yo, atento al jardín, al cielo, a la doblez de las bocas que se hallaban una tras otra, sabía, sabía, que algo se me escapaba… algo importante… ¡Fuks! ¿Dónde estaba? ¿Acaso «jugaba al detective»?

¡Ojalá no acabara todo mal! Me sentí a disgusto de haber alquilado un cuarto junto con ese pisciforme Fuks al que conocía tan poco… pero frente a mí estaba el jardín, los árboles, los senderos, y más allá había un terreno con una pila de ladrillos que se extendían hasta el muro blanquísimo; pero esta vez todo se me presentó como una evidente señal de lo que no podía ver, de lo que había al otro lado de la casa, donde también había un trozo de jardín, después de la barda, el camino, y, más allá, la maleza… De pronto, la intensidad de las estrellas se me asoció con la intensidad del gorrión ahorcado. ¿Acaso estaba allá Fuks, junto al gorrión?

¡El gorrión! ¡El gorrión! En realidad ni Fuks ni el gorrión me interesaban mayormente; las bocas eran por supuesto mucho más inquietantes… así pensaba en mi distracción… y por eso hice a un lado al gorrión para concentrarme en las bocas, pero esto provocó una desagradable partida de tenis, pues el gorrión me arrojaba a las bocas y las bocas al gorrión, y así me encontré entre el gorrión y las bocas; cada uno de esos puntos se cubría con el otro; cuando lograba llegar a las bocas, vorazmente, como si las hubiese perdido, sabía ya que más allá de este lado de la casa estaba el otro lado, más allá de las bocas se hallaba a solas el gorrión ahorcado… Y lo más molesto era que el gorrión no se dejaba situar en el mismo mapa de las bocas, se hallaba completamente afuera, pertenecía a otro mundo, y, además, era casual, absurdo. ¿Por qué entonces me perseguía? ¡No tenía derecho…! ¡Claro que no tenía derecho! ¿No tenía derecho?

Cuanto menos se justificaba su presencia más intensamente me perseguía y me era más difícil olvidarlo… Porque si no tenía derecho era entonces mucho más significativo el que me obsesionara de esa manera.

Estuve un momento más en el corredor, entre el gorrión y las bocas. Luego volví a mi cuarto, me acosté, y antes de que pudiera pensarlo concilié el sueño.

Al día siguiente desempacamos nuestros papeles y libros y nos dispusimos a trabajar.

No le pregunté qué había hecho en la noche. Recordaba con disgusto mis propias aventuras en el corredor. Me sentía como alguien que hubiese caído en la exageración y luego se sintiera extraño, sí, me sentía extraño, pero Fuks también tenía un gesto extraño; silenciosamente comenzó a hacer sus cuentas —que eran muy complicadas— en muchísimas hojas de papel, utilizando incluso logaritmos. Esas cuentas tenían por objeto elaborar un sistema para jugar a la ruleta, sistema que era —y él no abrigaba ninguna duda al respecto— un gran fraude, una tomadura de pelo, pero al que pese a todo entregaba por entero sus energías, pues en realidad no tenía otra cosa que hacer; su situación era desesperada; en dos semanas más terminarían sus vacaciones y tendría que volver a su oficina donde Drozdowski haría esfuerzos sobrehumanos para no verlo, y para eso no había remedio, pues aun cuando Fuks cumpliera sus obligaciones de la mejor manera posible seguiría resultándole intolerable a Drozdowski… Fuks empezó a bostezar. Los ojos se le habían convertido en dos hendiduras pequeñas e incluso ya no se quejaba, solamente se abandonaba a la indiferencia y, cuando mucho, criticaba mis problemas familiares; decía, por ejemplo:

—¿Te das cuenta?, a todos nos ocurre lo mismo, a ti tampoco te dejan en paz, maldita sea, es terrible, te digo que nada vale siquiera la pena…

Por la tarde fuimos en autobús a Krupowki y arreglamos varios asuntos. Luego llegó la hora de la cena, impacientemente esperada por mí, pues quería ver nuevamente a Lena y a Katasia, a Katasia junto a Lena después de lo acontecido la noche anterior. Entre tanto ahogaba en mí todo pensamiento referente a ellas; quería primero volver a verlas y después comenzar a pensar.

¡Pero qué trastorno tan inesperado!

¡Estaba casada! Su esposo llegó mientras comíamos. Inclinó sobre el plato su afilada nariz y yo me dediqué a observarlo con vulgar curiosidad, ya que era su compañero erótico. Había una gran confusión. No se trataba de celos, pero ella había cambiado, había cambiado totalmente por culpa de aquel hombre que me era tan extraño pero que conocía perfectamente los más secretos movimientos de aquellos labios. Era evidente que se había casado hacía poco; tenía la mano puesta sobre la de ella y la miraba a los ojos. ¿Cómo era? Grande, bien formado, apuesto aunque un poco pesado, bastante inteligente; era arquitecto y trabajaba en la construcción de un hotel. Hablaba poco.

Tomó un rábano. ¿Pero cómo era? ¿Cómo era? ¿Y cómo eran los dos cuando estaban juntos, a solas? ¿Qué le hacía él a ella y ella a él? ¿Qué hacían juntos…? Ver a un hombre junto a la mujer que nos interesa no tiene nada de agradable; pero lo peor es que aquel hombre, totalmente extraño, se vuelve inmediatamente objeto de nuestra —obligatoria— curiosidad y sentimos la obligación de adivinar sus más ocultos gustos… y aunque nos produzca asco… tenemos que sentirlo a través de esa mujer. No sé qué hubiera preferido, que ella con todo y lo atractiva que era, se volviera repulsiva gracias a él, o bien que se volviera todavía más atractiva a través del hombre que había elegido.

¡Cualquiera de ambas posibilidades me resultaba terrible!

¿Se amaban? ¿Con amor pasional? ¿Prudente? ¿Romántico? ¿Fácil? ¿Difícil? ¿No se amaban? Ahí, en la mesa, en presencia de la familia, desplegaban la ternura cortés de los matrimonios jóvenes. Y era difícil observarlos; se les podía cuando mucho dirigir una que otra mirada, había que utilizar toda una serie de maniobras atrevidas que no llegaran a trasponer la línea de demarcación… En esa situación no podía mirarla fijamente a los ojos; mis búsquedas pasionales y llenas de repulsión debían limitarse a su mano, que yacía frente a mí sobre la mesa, cerca de la mano de Lena. Observaba esa mano, grande, bien cuidada, con dedos no desagradables, uñas cortas… La observaba y cada vez me molestaba más tener que penetrar en las posibilidades eróticas de esa mano (como si yo fuera ella: Lena). No averigüé nada. Sí, esa mano tenía muy buen aspecto, pero qué importaban las apariencias; todo depende del tacto (pensaba), de su manera de tocarla; y podía muy bien imaginarme la forma en que ellos se tocaban, decente o indecentemente, perversa, salvaje, furiosamente, o de una manera totalmente matrimonial, y nada, nada me resultaba claro, nada, porque, ¿quién podía asegurar que unas manos bien formadas no pudieran tocar de un modo feo, horrible? ¿Dónde estaba la garantía? ¿Es difícil admitir que una mano sana, correcta, se permita tales excesos?

Seguramente; pero basta pensar que «no obstante» se los permite y ese «no obstante» se vuelve una perversión más. Y si no podía estar seguro de las manos, ¿podía estarlo de las personas que se hallaban en un plano más lejano, allá donde yo casi no me atrevía a mirar? Y sabía que hubiese bastado un leve y apenas perceptible roce de sus dedos para que ellos mismos se volvieran infinitamente libertinos, aunque él, Ludwik, decía precisamente en ese momento que había traído unas fotografías que habían salido muy bien y que ya nos las mostraría después de cenar…

—Algo comiquísimo —dijo Fuks, terminando el relato de cómo por el camino habíamos encontrado un gorrión en medio de unas matas—, un gorrión ahorcado.

¡Ahorcar a un gorrión! ¡Vaya, es demasiado!

—¡Demasiado, efectivamente demasiado! —afirmó amablemente el señor León, cosa que hizo con placer por hallarse de acuerdo—. ¡Demasiado! Imaginaos, vosotritos, qué locurita, qué sadismo.

—Son unos salvajes —exclamó seca y tajantemente doña Bolita, quitando un hilo de la manga de su marido.

Y él afirmó en seguida, con placer:

—Unos salvajes.

A lo que doña Bolita replicó:

—Siempre tienes que llevarme la contraria.

—Pero, mujer, precisamente digo que son unos salvajes.

—Pues yo en cambio opino que son unos salvajes —exclamó ella como si él hubiera dicho otra cosa.

—Precisamente unos salvajes, eso es lo que yo digo…

—Ni siquiera sabes lo que dices.

Le arregló la punta del pañuelo que tenía en el bolsillo de la chaqueta.

Katasia llegó para llevarse los platos y entonces su boca, estirada, untuosa, fugitiva, apareció cerca de los labios que tenía frente a mí. Era el momento que había esperado intensamente, pero traté de ahogarlo; me volví hacia otro lado para no influir en nada, para no inmiscuirme… para que el experimento resultara objetivo. Sus labios comenzaron inmediatamente a «relacionarse» con los otros labios… Vi cómo al mismo tiempo Ludwik le decía algo a Lena y el señor León participaba en la conversación mientras Katasia iba de un lado a otro, atareada, y los labios se relacionaban con los labios, como una estrella con otra estrella, y esa constelación de bocas confirmaba mis aventuras nocturnas, que deseaba olvidar… Ahí estaba una boca junto a la otra, ahí estaba una estirada horripilancia furtiva y escurridiza junto a unos labios entreabiertos, suaves, limpios… ¡Como si efectivamente tuvieran algo en común! Caí en una especie de sorpresa temblorosa ante el hecho de que dos bocas que no tenían nada en común tuvieran pese a todo algo en común. El hecho me aturdía y, sobre todo, me hundía en una increíble distracción. Y todo estaba impregnado de noche, de tinieblas, como sumergido en el día anterior.

Ludwik se limpió la boca con una servilleta y la dobló metódicamente y la puso a un lado (parecía muy limpio y ordenado, pero podía ser que su limpieza fuera no obstante sucia…), dijo con su voz de bajo barítono que una semana antes él también había visto en uno de los abetos junto al camino un pollo ahorcado, pero que no le había prestado mayor atención, y que después de unos cuantos días el pollo había desaparecido.

—¡Qué cosa más rara! —dijo Fuks, extrañado—. Gorriones ahorcados, pollos ahorcados. ¿No será tal vez una señal del fin del mundo? ¿A qué altura estaba ahorcado el pollo? ¿Lejos del camino?

El único motivo de aquellas preguntas era que Drozdowski no lo soportaba y que además no sabía qué hacer… Se comió un rábano.

—Unos salvajes —repitió doña Bolita. Arregló el pan en la cesta con un ademán de buena ama de casa y excelente distribuidora de los alimentos. Sopló las migajas—. ¡Unos salvajes! ¡Hay ya tantos niños que hacen lo que les viene en gana!

—Sí —dijo León.

—El problema está —dijo débilmente Fuks— en que tanto el gorrión como el pollo se hallaban colgados a la altura de una mano adulta.

—¿Cómo? ¿Quién pudo haber sido sino esos diablillos? El señoritín piensa que fue algún loquillo. No he oído decir que haya algún loco por estas partes.

Tarareó un tiru-liru-lá y con gran empeño se dedicó a la labor de fabricar bolitas con miga de pan. Las acomodaba en hilera sobre el mantel y las observaba.

Katasia le acercó a Lena el cenicero de red metálica. Lena sacudió la ceniza y en mí volvió a nacer su pierna sobre la red de la cama, pero la distracción, unos labios sobre otros labios, el alambre, el pollo y el gorrión, su esposo y ella, la chimenea tras el canalón, la boca tras la boca, boca y boca, árboles y senderos, árboles y camino principal, demasiado, demasiado, sin ningún orden, ola tras ola, inmensidad en la distracción, en la dispersión. Distracción. Fatigante extravío, allí, en un rincón, había una botella en el armario y podía verse un pedazo de algo, quizá de corcho, pegado a su cuello… clavé los ojos en ese corcho y en él descansé hasta que nos retiramos a dormir, el sueño, el dormir, y nada más durante varios días, nada, solo el cieno de las acciones, de las palabras, de las comidas, de las subidas y bajadas por la escalera, pero me enteré de algunas cosas más. En primer lugar supe que Lena era maestra de idiomas y que apenas llevaba dos meses de casada con Ludwik. Habían pasado la luna de miel en Hel y ahora vivían allí hasta que él terminara de construir su casa. Todo esto me lo relató Katasia mientras limpiaba los muebles con un paño, con gusto, con amabilidad. En segundo lugar me enteré (esto por boca de Bolita) «hay que operarla y coserla de nuevo; me lo dijo un cirujano, un viejo amigo de León; ¡cuántas veces no le habré dicho que yo cubro los gastos!; porque, sabe usted, ella es sobrina mía, aunque de una pequeña aldea cerca de Grójec, pero yo no me avergüenzo de los parientes pobres; además eso es antiestético, es una ofensa a la estética, inclusive llega a ser repulsivo; cuántas veces no se lo habré dicho durante todos estos años; porque hace ya cerca de cinco años, sabe usted, un accidente; el autobús en que viajaba chocó contra un árbol; suerte que no le haya ocurrido nada peor; cuántas veces no se lo habré dicho: Kata, no seas floja, no tengas miedo, consulta con un médico, opérate, te ves mal, muy mal, cuida de tu apariencia; pero qué va, es la pereza misma, tiene miedo, día tras día viene y me dice: tía, ahora sí voy a ir, pero no va; nosotros ya nos hemos acostumbrado y solo cuando alguien de afuera nos dice algo volvemos a acordarnos, pero aunque yo soy muy sensible a la estética, ya podrá usted imaginarse que con tanto trabajo, la limpieza, el lavado, hacerle a León esto o lo otro, o Lena que quiere alguna cosa, o bien Ludwik, así desde que amanece hasta que anochece, hacer esto, aquello, lo de más allá que aún espera, ¿de dónde voy a sacar tiempo?, quizá cuando Ludwik y Lena se muden a su casa, quizá entonces, pero mientras tanto por lo menos me da gusto que Lena haya encontrado un hombre tan bueno, así está bien, porque si la hiciera infeliz yo lo mataría, lo juro, tomaría un cuchillo y lo mataría, pero gracias a Dios hasta el momento todo va bien, solo que ellos no me ayudan en nada, ni él ni ella; lo mismo que León, salió igual al padre; yo tengo que preocuparme de todo; tengo que recordar que todo esté en orden, que haya agua caliente, café; tengo que preparar la ropa para el lavado, los calcetines; remendarles la ropa, planchar, coser botones; además, los pañuelos, los emparedados, el papel; pulir el piso, poner todo en orden, y ellos no hacen nada; aquí chuletas, allá ensalada, desde que amanece hasta que anochece; después están los inquilinos; usted mismo puede darse cuenta; yo no digo nada; es verdad, pagan, alquilan; pero también tengo que ocuparme de ellos, tengo que hacer esto y lo otro para que todo salga bien; tengo que hacer esto y aquello…».

Por otra parte, muchos acontecimientos absorbentes y accesorios. Y noche tras noche la cena, inevitable como la luna. Estar sentado frente a Lena mientras los labios de Katasia se movían en nuestro derredor. León hacía bolitas de pan y las colocaba en filas, meticulosamente; las observaba con atención y después de pensarlo un rato pinchaba algunas de ellas con un mondadientes. Volvía después a meditar largamente, tomaba un poco de sal con la punta del cuchillo y la depositaba sobre la bolita elegida, para después observarla dubitativamente a través de sus pince-nez.

—Tiru-liru-lá.

—Hijita querida, ¿por qué no le das a tutulu papacítulu un rábanulu? Tíramulu.

Lo que significaba que le pedía a Lena un rábano. Era difícil entender su lenguaje.

«Hijita mía, flor del árbol paterno.» «Bolitita, qué trajintínulas ¿No te das cuenta qué tintín?» Pero no siempre empleaba aquel lenguaje; en ocasiones comenzaba con un idioma de loco para terminar normalmente, o viceversa. La brillante redondez del calvo cántaro bajo el cual se hallaba el rostro y los pince-nez, se erguía sobre la mesa como un globo. A menudo estaba de buen humor y contaba anécdotas.

—Mamacita, despacita, ¿conoces el cuento del biciclo triciclo? Iciclo se subió a un biciclo y se formó un triciclo, ja, ja, ja…

Bolita entre tanto le arreglaba algo cerca de una oreja o en el cuello de la camisa. León se ponía nervioso y trenzaba los flecos del mantel o enterraba en él un mondadientes, pero no en todos los sitios, solo en algunos, los que después de meditar un rato volvía a observar en silencio con el ceño fruncido.

—Tiru-liru-lá.

A mí todo aquello me irritaba pues pensaba en Fuks y sabía que se trataba de paja para su hoguera-Drozdowski, esa hoguera que lo devoraba durante todo el día, a él, quien dentro de tres semanas debía volver inevitablemente a su oficina para que otra vez Drozdowski —con gesto de mártir— clavara la mirada en la estufa; pues, como decía Fuks, a Drozdowski le daba urticaria con solo mirar su sombra. ¡Qué hacer!, ¡ni modo!

Drozdowski no podía soportarlo y las locuras de León herían a Fuks, que las observaba con frialdad, sin ninguna expresión… y esto me hacía sentir mayor disgusto hacia mis padres, mayores deseos de olvidar todo lo referente a Varsovia, y continuaba así sentado a disgusto, rencorosamente, mirando sin querer la mano de Ludwik, mano que no me importaba, mano que me asqueaba y atraía y en cuyas posibilidades erótico-táctiles debía yo penetrar… y otra vez Bolita. Sabía que ella tenía mucho trabajo: lavar, barrer, repasar la ropa, prepararlo todo, planchar, etcétera, etcétera. Distracción. Sonido y furia.

Volvía a concentrarme en mi trozo de corcho en la botella, observaba aquel cuello y aquel corcho para no observar ninguna otra cosa; aquel corcho se había vuelto en cierta forma mi barca en el océano, en un océano del que solo me llegaba un murmullo lejano, un murmullo demasiado general, demasiado universal para que en realidad pudiera ser oído. Y nada más. Fueron varios días llenos de retazos de todo.

El calor seguía siendo intenso. Era un verano fatigante. Todo se arrastraba, el esposo, las manos, las bocas, Fuks, León; se arrastraban como se arrastra quien va por un camino en un día de bochorno… El cuarto o quinto día, no por primera vez, la mirada se me extravió en el fondo del cuarto. Bebía precisamente una taza de té y fumaba un cigarrillo. Después de abandonar el corcho mis ojos tropezaron con un clavo que había en la pared, junto a un anaquel; del clavo pasé al armario; conté sus listones; cansado y somnoliento me aventuré por encima del armario; en los sitios menos accesibles; donde se deshilachaba el empapelado de la pared; llegué hasta el techo, hasta ese blanco desierto, pero esa monótona blancura se convertía un poco más allá, cerca de la ventana, en un terreno rugoso, oscuro, infectado de humedad, con una complicada geografía de continentes, bahías, islas, penínsulas y extraños círculos concéntricos semejantes a los cráteres de la luna; había además otras líneas diagonales, fugitivas. En algunos sitios esto se volvía malsano, como un eczema, y en otros era salvaje, indómito; o bien caprichoso gracias a sus garabatos y curvas; de todo esto emanaba el peligro de lo definitivo, de algo que se perdía en una vertiginosa lejanía. Había además unos puntitos, quizá huellas de moscas. En general estas génesis eran indescifrables… Con fijeza, sumergido en esto y en mis propias complicaciones, observaba y observaba, sin esforzarme demasiado, esas manchas; pero lo hacía con terquedad, con obstinación, hasta que por fin sentí como si ya hubiera cruzado una frontera y estuviera casi «del otro lado». Bebí un sorbo de té.

Fuks me preguntó:

—¿Qué miras?

No tenía ningún deseo de hablar. Tenía calor. Bebía mi té. Al fin respondí:

—Aquella raya, allá en el rincón, tras esa isla y esa especie de triángulo… junto al hilillo.

—¿Qué tiene?

—Nada.

—¿Entonces?

—Nada.

Después de un momento le pregunté:

—¿A qué se parecen?

—¿La raya y el hilillo? —dijo animadamente. Pero yo sabía bien la razón de ese entusiasmo, sabía que al responderme se olvidaba de Drozdowski. ¿Eso? Déjame ver…

A un rastrillo.

—Podría ser un rastrillo.

Lena intervino en nuestra conversación, pues jugábamos a las adivinanzas, juego de salón, sencillo; perfectamente adecuado para su timidez.

—¡Qué va a ser un rastrillo! Es una flecha.

Fuks protestó:

—¡Cómo va a ser una flecha!

Transcurrieron varios minutos llenos de acontecimientos diversos. Ludwik le preguntó a León si quería jugar al ajedrez; a mí me molestaba una uña rota; cayó al suelo un periódico; unos perros ladraban al otro lado de la ventana (dos perrillos pequeños, jóvenes, juguetones, que dormían en el patio). Había también un gato.

León dijo:

—Solo una partida.

—¿También a ti te parece una flecha? —preguntó Fuks.

—Podría ser una flecha y podría no serlo —dije, levantando el periódico. Ludwik se incorporó. Un autobús pasó por el camino.

Bolita preguntó:

—¿Llamaste por teléfono?

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Witold Gombrowicz Bakakaï RELATOS. FRAGMENTOS DEL LIBRO.

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