jueves, 11 de julio de 2024

POSTEGUILLO SANTIAGO EL SÉPTIMO CÍRCULO DEL INFIERNO. FRAGMENTO. ESCRITORES MALDITOS ESCRITORAS OLVIDADAS




Sinopsis

El KGB, el régimen nazi, la Inquisición, las guerras, el FBI, el gobierno chino, el hambre, la pérdida de

un ser querido, la enfermedad, el exilio, la censura... Muchos son, en efecto, los infiernos de la literatura

a los que se han tenido que enfrentar escritores y escritoras de todos los tiempos.

¿Cuál es el séptimo círculo de este universo infernal? Para Kipling su infierno fue la muerte de su

hija Josephine, y de ese infierno surgió una obra tan vital y esperanzadora como El libro de la selva. Para

Imre Kertész su infierno fue ser víctima del holocausto, pero también del desprecio por parte de los

suyos. Y de ahí salió Sin destino. Carson McCullers, la gran olvidada, la mejor autora estadounidense

del siglo XX, menospreciada por ser mujer.

Con la elegancia y el tino literario de las obras que homenajea, de los autores y autoras que

reivindica, navegando entre viajes, anécdotas, episodios y experiencias propias, Santiago Posteguillo

consigue contagiarnos su amor por los libros y en especial por los autores cuyo genio y talento hizo que

del infierno salieran con obras que aún hoy nos elevan a los altares.

Para Lisa y Elsa,

mi primer círculo del cielo

Los infiernos de la literatura

Muchas son las circunstancias terribles en las que se generan los libros. Esto no es porque a los autores

les gusten los problemas, las dificultades y las penurias. Es simplemente porque los libros, desde

siempre, ya sean poemas, obras de teatro, ensayos o novelas, han sido perseguidos, y los que persiguen

son muy buenos en crear infiernos perfectos, totales, completos para los creadores a los que buscan

acorralar. Lo que les duele a los perseguidores, lo que no terminan de entender es cómo es posible que

incluso en esos infiernos se escriba tanto y tan bien.

Pero vayamos por partes.

¿Quiénes son los perseguidores de la literatura? Muchos y variados, pero todos con el denominador

común de la intolerancia absoluta. Así, por El séptimo círculo del infierno van a desfilar, como en una

macabra parada de monstruos, el KGB, el Comité de Actividades Antiamericanas, dictadores fascistas,

nazis o comunistas y, cómo no, hasta la Inquisición, de la que tanto aprendieron los anteriores.

Todos estos perseguidores son maestros, como decía, en construir infiernos humanos, a saber:

prohibiciones, censuras, guerras, cárceles, violencia de género y campos de exterminio. Alrededor de

estos infiernos se levantan los muros de la ignorancia, la incultura y el olvido que ayudan a mantener a

todos dentro de ellos.

Pero ¿por qué se persigue a los escritores? Por los mismos motivos que a cualquier otro ser

humano: por su religión, por su origen, por su orientación sexual, por su sexo, por el idioma que hablan y,

a todos, por querer ser independientes y querer contarlo. Esto, por supuesto, es lo que más encoleriza a

los perseguidores. (Una nota: las escritoras suelen sufrir, en particular, una doble discriminación: la que

proceda en cada caso —por ideología, creencias religiosas, culturales, etcétera— y, además, por ser

mujeres.)

A todos estos infiernos artificiales creados por los perseguidores, la existencia misma nos regala

dos más: la enfermedad y la pérdida de seres queridos. Experiencias de las que nadie se libra.

El séptimo círculo del infierno intenta mostrar algunos de estos mundos terribles, de estos

momentos duros, y cómo grandes escritores y autoras de todos los tiempos supieron superarlos,

doblegarlos, romperlos y, al hacerlo, regalarnos maravillosas obras de la literatura. Para ello viajaremos

desde la más antigua Grecia, desde la isla de Lesbos, hasta la literatura del siglo XXI; desde Europa a

China, pasando por Estados Unidos, América Latina y África. (Una segunda nota: hay infiernos «dulces»,

como aquellas escritoras que quedan olvidadas bajo la sombra de un escritor de gran fama. También he

intentado recuperar a alguna de ellas.)

Eso sí, en medio de toda esta vorágine, me he permitido una licencia para recrear o, mejor dicho,

para ver cómo un genio literario recreaba un gran orgasmo. Un momento de liberación física y mental en

medio de tanta persecución.

Dante describió el infierno en La divina comedia en nueve círculos. ¿Cuál es el séptimo y qué tiene

que ver con la literatura?

Todo a su debido tiempo.

La décima musa

¿Cómo escribir sin ellas, sin su inspiración?

No habría nada sin las musas. Es cierto que su influencia, sus destellos geniales nos llegan siempre

cuando trabajamos mucho, pero creo en ellas. Hay momentos en la concepción de una novela o de un

poema que uno siente que ha ocurrido algo especial.

Deben de ser ellas.

Al principio eran tres.

Luego nueve.

Unos decían que eran hijas de Urano y otros, de Zeus. Pausanias terció en el conflicto y concluyó

que había dos generaciones de nueve, unas más antiguas y otras más modernas. Desde Homero ya eran

nueve, y nueve permanecieron durante largo tiempo. Sus nombres: Calíope, Clío, Erato, Euterpe,

Melpómene, Polimnia, Talía, Terpsícore y Urania.

Pero las cosas iban a cambiar.

Atenas, 367 a. C.

—¿Nueve? —dijo el filósofo, mirando su copa de vino vacía—. No. Son más bien diez.

Si hubiera sido un charlatán de esos que iban de pueblo en pueblo intentando subsistir engañando a

unos y otros, nadie le habría hecho caso, pero era Platón el que miraba la copa de vino vacía y había

dicho que eran diez.

—¿Y quién es la décima musa? —preguntó Aristóteles, su alumno, asistente a aquella comida.

Platón sonrió y fue a dar su respuesta, pero, como si el dios del viento Eolo hubiera despertado de

pronto, un vendaval infernal ahogó las palabras de Platón en el silencio del tiempo y, aunque sus labios

se movieron, su respuesta quedó borrada de los anales...

Universidad de Milán, 2001

La investigadora examinaba el viejo papiro extendido sobre la mesa del laboratorio con una lupa.

—¿De dónde dices que lo habéis sacado?

—De una momia —respondió el profesor que la acompañaba—. Era de una colección privada.

—¿Una momia de qué época? —insistió la investigadora sin soltar la lupa y sin dejar de mirar el

papiro.—

Una momia de la época tolemaica, siglo II a. C. aproximadamente. Están trabajando en la datación

exacta. ¿Qué le parece el texto?

—Es griego.

—Eso ya lo sabemos —replicó el segundo profesor algo exasperado.

—Son textos de Posidipo.

Eso ya era algo más concreto.

—¿Está segura?

La profesora Kathryn Gutzwiller, experta en estudios clásicos de la Universidad de Cincinnati, dejó

de mirar el papiro y giró la cabeza, encarando a su interlocutor.

—Totalmente. De los ciento doce epigramas que he contado en el texto, dos al menos ya han sido

identificados previamente en otras ocasiones como de Posidipo en otros papiros y el resto sigue su

mismo estilo. Si fueran de varios autores, lo probable es que al final de cada epigrama hubieran puesto el

nombre del autor, ¿no cree? Pero no lo han hecho porque todos son del mismo escritor, Posidipo. —

Volvió a examinar el papiro con la lupa—. Pero lo más interesante es este epigrama sobre la décima

musa.

—¿No eran nueve?

—Hasta ahora —dijo Kathryn Gutzwiller—. Hasta ahora...

Mitilene, isla de Lesbos, siglo VII a. C.

La joven caminaba con la mirada triste. La acompañaba otra mujer, algo mayor, pero tan hermosa o aún

más que la muchacha.

—No estés triste, Atthis —dijo la mujer, y la abrazó con fuerza.

La chica levantó el rostro sin separarse un ápice y entreabrió la boca.

Se besaron. Con cariño, con ansia, con pasión.

—No estés triste, Atthis —repitió la mujer al separarse al fin de ella—. Él será un buen esposo.

La muchacha, al fin, se despegó de entre sus brazos y, con lágrimas en las mejillas, se despidió para

siempre.

La mujer se quedó sola en la playa, viendo cómo las pisadas de Atthis eran borradas por el agua del

mar. Así, pensó, desaparecen las personas, pero ¿y la impronta que éstas dejan en nuestro ser?

Aquella noche fue la mujer la que lloró amargamente, pero no con lágrimas. Lo hizo como ella sabía

mejor, con palabras:

Igual a los dioses me parece el hombre dichoso que te abraza y te oye en silencio con tu voz de plata y tu sonrisa risueña...

Cuán cara y hermosa era la vida que vivimos juntas.

Pues entonces, con guirnaldas de violetas y dulces rosas cubrías junto a mí tus rizos, ondeantes.

Y con abundantes aromas preciosos y exquisitos ungías tu piel fresca y joven en mi regazo y no había colina ni arroyo ni lugar

sagrado que no visitáramos danzando...

Dejó de escribir. De las palabras a los recuerdos, de la memoria al llanto.

Roma, siglo XI d. C.

—¡Que los quemen! ¡Que los quemen todos! —gritó el papa Gregorio VII.

—¿Todos los poemas de Safo? —preguntó su asistente.

—¡Todos! —sentenció el pontífice—. Son poemas de amores perversos. Amores entre mujeres.

Contra natura. Todos y cada uno de ellos a la hoguera.

Y las obras de Safo fueron destruidas.

Alejandría, siglo III a. C.

Dos hombres conversaban a las puertas de la gran biblioteca.

—¿Eso dijo Platón? —preguntó Posidipo.

—Eso dicen que dijo —le respondió su interlocutor.

—Esas palabras de Platón no deberán olvidarse. Merecen ser recordadas eternamente.

—Pues recuérdalas en uno de tus epigramas.

—Lo haré.

Y Posidipo, en cuanto llegó a casa, se sentó a escribirlo.

Universidad de Milán, 2001

—Eran nueve musas —continuó la investigadora de Cincinnati—, pero aquí Posidipo nos cuenta que

Platón pensaba lo siguiente. Leo literalmente..., cuesta un poco... —Levantó el papiro hacia la luz para

ver mejor las palabras medio borradas—. «Algunos dicen que las musas eran nueve. ¡Qué descuidados!

Mirad, está Safo también, de Lesbos. La décima.»

—De modo que Platón pensaba que la poetisa Safo era tan buena como las mismísimas musas.

—Eso parece.

Mi sala de escritura, Valencia, 2016

Safo fue la primera gran poetisa del mundo. Joven inteligentísima, brillante, cambió la historia de la

poesía clásica griega. Escribía con una técnica perfecta (que apenas podemos apreciar en las

traducciones por muy buenas que éstas sean). Pero Safo se enfrentó, junto con su familia, al tirano

gobernante en Lesbos y sufrió el exilio. Hermosa y mujer de su tiempo (ahora encajaría de nuevo

perfectamente), amaba sin límites a hombres y mujeres. Y, además, lo contaba en los poemas más

hermosos, como el que escribió cuando su amada Atthis tuvo que abandonarla para contraer matrimonio.

Hubo más amantes, femeninas y masculinos y, gracias a Dios, a los dioses o a las musas, muchos más

poemas.

Pero su obra nació para ser condenada a un olvido absoluto por cuatro motivos: en primer lugar,

porque su griego no era el de Homero, sino otra variedad arcaica más difícil de entender por los lectores

de siglos posteriores, lo que restringía el acceso a sus poemas a no ser que fuera alguien tan culto como,

por ejemplo, Platón. En segundo lugar, sus obras, como todas las del mundo antiguo clásico, eran

paganas. En tercer lugar, Safo era, más que otra cosa, homosexual. Y por si todo lo anterior fuera poco,

aún nos queda lo peor, su mayor delito: era mujer.

El papa Gregorio VII ordenó que toda su obra se destruyera.

Ya antes se habían quemado obras suyas en la Constantinopla del siglo IV. Lo del papa Gregorio VII

era el remate final.

Entre unos y otros destruyeron muchos de los pocos libros que aún contenían sus poemas.

Pero Safo, intermitentemente, retorna desde el pasado y nos sigue cantando sus versos desde el

Hades: la poetisa de Lesbos continúa enviándonos poemas cruzando los siglos, el tiempo, la distancia, y

superando siempre aquel cuádruple olvido. ¿Fue una casualidad que Platón comentara en voz alta su

admiración por Safo y que luego sus palabras llegaran a Posidipo, y que éste decidiera inmortalizarlas en

un epigrama, y que ese epigrama terminara escrito en un papiro que un embalsamador usó para momificar

a una persona, y que esa momia fuera encontrada en el siglo XXI con aquel papiro que contenía aquel

epigrama con aquellas palabras del viejo Platón sobre Safo?

¿O eran las musas protegiendo los versos de la poetisa de Lesbos? ¿Seguirán las musas protegiendo

los poemas de Safo?

Oxford, 2014

Llovía con la intensidad perenne de los siglos y las gotas estallaban como lágrimas de otro tiempo sobre

los cristales de las ventanas. En el interior de la estancia había dos hombres.

—¿Es usted el profesor Obbink? —preguntó un caballero empapado por la lluvia que lo había

sorprendido de camino a la universidad. Sostenía un papiro aún enrollado en su mano derecha, bien

protegido por un tubo de plástico transparente pero sólido.

—En efecto —confirmó el académico.

El recién llegado abrió el tubo protector y extendió con cuidado el papiro en la mesa. Era otro,

diferente al descubierto en la momia estudiada en Milán.

—Está en griego. Siempre he tenido curiosidad por saber lo que dice, si es importante, o no es nada

—dijo el hombre de la ropa mojada.

El profesor Obbink se inclinó y empezó a leer.

Primero serio.

Luego más serio aún.

Se llevó el dorso de la mano izquierda a la boca entreabierta.

—No puedo creerlo —dijo al fin—. Es de Safo. Son dos poemas de Safo, inéditos. Nuevos. Es

decir, muy antiguos, pero no descubiertos hasta ahora.

Mi sala de escritura, Valencia, 2016

Safo sigue sorteando el tiempo y enviándonos sus poemas desde el lejano siglo VII a. C. Sólo los

protegidos por las musas son capaces de tanto. Dicen que Safo misma dijo una vez: «Si la muerte fuera un

bien, los dioses no serían inmortales». Pero Safo ha derrotado a los mismísimos dioses: ella ha

demostrado que incluso muerta se puede ser inmortal. Sólo que, siendo precisos, Safo no está muerta,

sino esparcida, dispersa, repartida toda ella en un sinfín de papiros secretos que, supervivientes a la

hoguera, poco a poco, nos van regalando nuevos versos suyos eternos.

Isla de Lesbos, siglo VII a. C.

Safo volvió a pasear por la playa. Atthis se había marchado ya hacía tiempo. Su corazón aún sentía

punzadas de agonía. Se detuvo mirando al mar, pero su cabeza seguía inquieta, uniendo palabras para

explicarse a sí misma su dolor.

Isla de Lesbos, verano de 2016, siglo XXI d. C.

En la misma playa, una mujer siria con el cadáver de su hijo en brazos llora amargamente su pérdida

infinita. Es una nueva Safo perseguida, sólo que muda, sin versos ni palabras con las que inmortalizar su

desgracia brutal. Sólo tiene olvido, toneladas ilimitadas de olvido donde sus gritos y su llanto son

enterrados por la más inmisericorde indiferencia.

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