Sinopsis
El KGB, el régimen nazi, la Inquisición, las guerras, el FBI, el gobierno chino, el hambre, la pérdida de
un ser querido, la enfermedad, el exilio, la censura... Muchos son, en efecto, los infiernos de la literatura
a los que se han tenido que enfrentar escritores y escritoras de todos los tiempos.
¿Cuál es el séptimo círculo de este universo infernal? Para Kipling su infierno fue la muerte de su
hija Josephine, y de ese infierno surgió una obra tan vital y esperanzadora como El libro de la selva. Para
Imre Kertész su infierno fue ser víctima del holocausto, pero también del desprecio por parte de los
suyos. Y de ahí salió Sin destino. Carson McCullers, la gran olvidada, la mejor autora estadounidense
del siglo XX, menospreciada por ser mujer.
Con la elegancia y el tino literario de las obras que homenajea, de los autores y autoras que
reivindica, navegando entre viajes, anécdotas, episodios y experiencias propias, Santiago Posteguillo
consigue contagiarnos su amor por los libros y en especial por los autores cuyo genio y talento hizo que
del infierno salieran con obras que aún hoy nos elevan a los altares.
Para Lisa y Elsa,
mi primer círculo del cielo
Los infiernos de la literatura
Muchas son las circunstancias terribles en las que se generan los libros. Esto no es porque a los autores
les gusten los problemas, las dificultades y las penurias. Es simplemente porque los libros, desde
siempre, ya sean poemas, obras de teatro, ensayos o novelas, han sido perseguidos, y los que persiguen
son muy buenos en crear infiernos perfectos, totales, completos para los creadores a los que buscan
acorralar. Lo que les duele a los perseguidores, lo que no terminan de entender es cómo es posible que
incluso en esos infiernos se escriba tanto y tan bien.
Pero vayamos por partes.
¿Quiénes son los perseguidores de la literatura? Muchos y variados, pero todos con el denominador
común de la intolerancia absoluta. Así, por El séptimo círculo del infierno van a desfilar, como en una
macabra parada de monstruos, el KGB, el Comité de Actividades Antiamericanas, dictadores fascistas,
nazis o comunistas y, cómo no, hasta la Inquisición, de la que tanto aprendieron los anteriores.
Todos estos perseguidores son maestros, como decía, en construir infiernos humanos, a saber:
prohibiciones, censuras, guerras, cárceles, violencia de género y campos de exterminio. Alrededor de
estos infiernos se levantan los muros de la ignorancia, la incultura y el olvido que ayudan a mantener a
todos dentro de ellos.
Pero ¿por qué se persigue a los escritores? Por los mismos motivos que a cualquier otro ser
humano: por su religión, por su origen, por su orientación sexual, por su sexo, por el idioma que hablan y,
a todos, por querer ser independientes y querer contarlo. Esto, por supuesto, es lo que más encoleriza a
los perseguidores. (Una nota: las escritoras suelen sufrir, en particular, una doble discriminación: la que
proceda en cada caso —por ideología, creencias religiosas, culturales, etcétera— y, además, por ser
mujeres.)
A todos estos infiernos artificiales creados por los perseguidores, la existencia misma nos regala
dos más: la enfermedad y la pérdida de seres queridos. Experiencias de las que nadie se libra.
El séptimo círculo del infierno intenta mostrar algunos de estos mundos terribles, de estos
momentos duros, y cómo grandes escritores y autoras de todos los tiempos supieron superarlos,
doblegarlos, romperlos y, al hacerlo, regalarnos maravillosas obras de la literatura. Para ello viajaremos
desde la más antigua Grecia, desde la isla de Lesbos, hasta la literatura del siglo XXI; desde Europa a
China, pasando por Estados Unidos, América Latina y África. (Una segunda nota: hay infiernos «dulces»,
como aquellas escritoras que quedan olvidadas bajo la sombra de un escritor de gran fama. También he
intentado recuperar a alguna de ellas.)
Eso sí, en medio de toda esta vorágine, me he permitido una licencia para recrear o, mejor dicho,
para ver cómo un genio literario recreaba un gran orgasmo. Un momento de liberación física y mental en
medio de tanta persecución.
Dante describió el infierno en La divina comedia en nueve círculos. ¿Cuál es el séptimo y qué tiene
que ver con la literatura?
Todo a su debido tiempo.
La décima musa
¿Cómo escribir sin ellas, sin su inspiración?
No habría nada sin las musas. Es cierto que su influencia, sus destellos geniales nos llegan siempre
cuando trabajamos mucho, pero creo en ellas. Hay momentos en la concepción de una novela o de un
poema que uno siente que ha ocurrido algo especial.
Deben de ser ellas.
Al principio eran tres.
Luego nueve.
Unos decían que eran hijas de Urano y otros, de Zeus. Pausanias terció en el conflicto y concluyó
que había dos generaciones de nueve, unas más antiguas y otras más modernas. Desde Homero ya eran
nueve, y nueve permanecieron durante largo tiempo. Sus nombres: Calíope, Clío, Erato, Euterpe,
Melpómene, Polimnia, Talía, Terpsícore y Urania.
Pero las cosas iban a cambiar.
Atenas, 367 a. C.
—¿Nueve? —dijo el filósofo, mirando su copa de vino vacía—. No. Son más bien diez.
Si hubiera sido un charlatán de esos que iban de pueblo en pueblo intentando subsistir engañando a
unos y otros, nadie le habría hecho caso, pero era Platón el que miraba la copa de vino vacía y había
dicho que eran diez.
—¿Y quién es la décima musa? —preguntó Aristóteles, su alumno, asistente a aquella comida.
Platón sonrió y fue a dar su respuesta, pero, como si el dios del viento Eolo hubiera despertado de
pronto, un vendaval infernal ahogó las palabras de Platón en el silencio del tiempo y, aunque sus labios
se movieron, su respuesta quedó borrada de los anales...
Universidad de Milán, 2001
La investigadora examinaba el viejo papiro extendido sobre la mesa del laboratorio con una lupa.
—¿De dónde dices que lo habéis sacado?
—De una momia —respondió el profesor que la acompañaba—. Era de una colección privada.
—¿Una momia de qué época? —insistió la investigadora sin soltar la lupa y sin dejar de mirar el
papiro.—
Una momia de la época tolemaica, siglo II a. C. aproximadamente. Están trabajando en la datación
exacta. ¿Qué le parece el texto?
—Es griego.
—Eso ya lo sabemos —replicó el segundo profesor algo exasperado.
—Son textos de Posidipo.
Eso ya era algo más concreto.
—¿Está segura?
La profesora Kathryn Gutzwiller, experta en estudios clásicos de la Universidad de Cincinnati, dejó
de mirar el papiro y giró la cabeza, encarando a su interlocutor.
—Totalmente. De los ciento doce epigramas que he contado en el texto, dos al menos ya han sido
identificados previamente en otras ocasiones como de Posidipo en otros papiros y el resto sigue su
mismo estilo. Si fueran de varios autores, lo probable es que al final de cada epigrama hubieran puesto el
nombre del autor, ¿no cree? Pero no lo han hecho porque todos son del mismo escritor, Posidipo. —
Volvió a examinar el papiro con la lupa—. Pero lo más interesante es este epigrama sobre la décima
musa.
—¿No eran nueve?
—Hasta ahora —dijo Kathryn Gutzwiller—. Hasta ahora...
Mitilene, isla de Lesbos, siglo VII a. C.
La joven caminaba con la mirada triste. La acompañaba otra mujer, algo mayor, pero tan hermosa o aún
más que la muchacha.
—No estés triste, Atthis —dijo la mujer, y la abrazó con fuerza.
La chica levantó el rostro sin separarse un ápice y entreabrió la boca.
Se besaron. Con cariño, con ansia, con pasión.
—No estés triste, Atthis —repitió la mujer al separarse al fin de ella—. Él será un buen esposo.
La muchacha, al fin, se despegó de entre sus brazos y, con lágrimas en las mejillas, se despidió para
siempre.
La mujer se quedó sola en la playa, viendo cómo las pisadas de Atthis eran borradas por el agua del
mar. Así, pensó, desaparecen las personas, pero ¿y la impronta que éstas dejan en nuestro ser?
Aquella noche fue la mujer la que lloró amargamente, pero no con lágrimas. Lo hizo como ella sabía
mejor, con palabras:
Igual a los dioses me parece el hombre dichoso que te abraza y te oye en silencio con tu voz de plata y tu sonrisa risueña...
Cuán cara y hermosa era la vida que vivimos juntas.
Pues entonces, con guirnaldas de violetas y dulces rosas cubrías junto a mí tus rizos, ondeantes.
Y con abundantes aromas preciosos y exquisitos ungías tu piel fresca y joven en mi regazo y no había colina ni arroyo ni lugar
sagrado que no visitáramos danzando...
Dejó de escribir. De las palabras a los recuerdos, de la memoria al llanto.
Roma, siglo XI d. C.
—¡Que los quemen! ¡Que los quemen todos! —gritó el papa Gregorio VII.
—¿Todos los poemas de Safo? —preguntó su asistente.
—¡Todos! —sentenció el pontífice—. Son poemas de amores perversos. Amores entre mujeres.
Contra natura. Todos y cada uno de ellos a la hoguera.
Y las obras de Safo fueron destruidas.
Alejandría, siglo III a. C.
Dos hombres conversaban a las puertas de la gran biblioteca.
—¿Eso dijo Platón? —preguntó Posidipo.
—Eso dicen que dijo —le respondió su interlocutor.
—Esas palabras de Platón no deberán olvidarse. Merecen ser recordadas eternamente.
—Pues recuérdalas en uno de tus epigramas.
—Lo haré.
Y Posidipo, en cuanto llegó a casa, se sentó a escribirlo.
Universidad de Milán, 2001
—Eran nueve musas —continuó la investigadora de Cincinnati—, pero aquí Posidipo nos cuenta que
Platón pensaba lo siguiente. Leo literalmente..., cuesta un poco... —Levantó el papiro hacia la luz para
ver mejor las palabras medio borradas—. «Algunos dicen que las musas eran nueve. ¡Qué descuidados!
Mirad, está Safo también, de Lesbos. La décima.»
—De modo que Platón pensaba que la poetisa Safo era tan buena como las mismísimas musas.
—Eso parece.
Mi sala de escritura, Valencia, 2016
Safo fue la primera gran poetisa del mundo. Joven inteligentísima, brillante, cambió la historia de la
poesía clásica griega. Escribía con una técnica perfecta (que apenas podemos apreciar en las
traducciones por muy buenas que éstas sean). Pero Safo se enfrentó, junto con su familia, al tirano
gobernante en Lesbos y sufrió el exilio. Hermosa y mujer de su tiempo (ahora encajaría de nuevo
perfectamente), amaba sin límites a hombres y mujeres. Y, además, lo contaba en los poemas más
hermosos, como el que escribió cuando su amada Atthis tuvo que abandonarla para contraer matrimonio.
Hubo más amantes, femeninas y masculinos y, gracias a Dios, a los dioses o a las musas, muchos más
poemas.
Pero su obra nació para ser condenada a un olvido absoluto por cuatro motivos: en primer lugar,
porque su griego no era el de Homero, sino otra variedad arcaica más difícil de entender por los lectores
de siglos posteriores, lo que restringía el acceso a sus poemas a no ser que fuera alguien tan culto como,
por ejemplo, Platón. En segundo lugar, sus obras, como todas las del mundo antiguo clásico, eran
paganas. En tercer lugar, Safo era, más que otra cosa, homosexual. Y por si todo lo anterior fuera poco,
aún nos queda lo peor, su mayor delito: era mujer.
El papa Gregorio VII ordenó que toda su obra se destruyera.
Ya antes se habían quemado obras suyas en la Constantinopla del siglo IV. Lo del papa Gregorio VII
era el remate final.
Entre unos y otros destruyeron muchos de los pocos libros que aún contenían sus poemas.
Pero Safo, intermitentemente, retorna desde el pasado y nos sigue cantando sus versos desde el
Hades: la poetisa de Lesbos continúa enviándonos poemas cruzando los siglos, el tiempo, la distancia, y
superando siempre aquel cuádruple olvido. ¿Fue una casualidad que Platón comentara en voz alta su
admiración por Safo y que luego sus palabras llegaran a Posidipo, y que éste decidiera inmortalizarlas en
un epigrama, y que ese epigrama terminara escrito en un papiro que un embalsamador usó para momificar
a una persona, y que esa momia fuera encontrada en el siglo XXI con aquel papiro que contenía aquel
epigrama con aquellas palabras del viejo Platón sobre Safo?
¿O eran las musas protegiendo los versos de la poetisa de Lesbos? ¿Seguirán las musas protegiendo
los poemas de Safo?
Oxford, 2014
Llovía con la intensidad perenne de los siglos y las gotas estallaban como lágrimas de otro tiempo sobre
los cristales de las ventanas. En el interior de la estancia había dos hombres.
—¿Es usted el profesor Obbink? —preguntó un caballero empapado por la lluvia que lo había
sorprendido de camino a la universidad. Sostenía un papiro aún enrollado en su mano derecha, bien
protegido por un tubo de plástico transparente pero sólido.
—En efecto —confirmó el académico.
El recién llegado abrió el tubo protector y extendió con cuidado el papiro en la mesa. Era otro,
diferente al descubierto en la momia estudiada en Milán.
—Está en griego. Siempre he tenido curiosidad por saber lo que dice, si es importante, o no es nada
—dijo el hombre de la ropa mojada.
El profesor Obbink se inclinó y empezó a leer.
Primero serio.
Luego más serio aún.
Se llevó el dorso de la mano izquierda a la boca entreabierta.
—No puedo creerlo —dijo al fin—. Es de Safo. Son dos poemas de Safo, inéditos. Nuevos. Es
decir, muy antiguos, pero no descubiertos hasta ahora.
Mi sala de escritura, Valencia, 2016
Safo sigue sorteando el tiempo y enviándonos sus poemas desde el lejano siglo VII a. C. Sólo los
protegidos por las musas son capaces de tanto. Dicen que Safo misma dijo una vez: «Si la muerte fuera un
bien, los dioses no serían inmortales». Pero Safo ha derrotado a los mismísimos dioses: ella ha
demostrado que incluso muerta se puede ser inmortal. Sólo que, siendo precisos, Safo no está muerta,
sino esparcida, dispersa, repartida toda ella en un sinfín de papiros secretos que, supervivientes a la
hoguera, poco a poco, nos van regalando nuevos versos suyos eternos.
Isla de Lesbos, siglo VII a. C.
Safo volvió a pasear por la playa. Atthis se había marchado ya hacía tiempo. Su corazón aún sentía
punzadas de agonía. Se detuvo mirando al mar, pero su cabeza seguía inquieta, uniendo palabras para
explicarse a sí misma su dolor.
Isla de Lesbos, verano de 2016, siglo XXI d. C.
En la misma playa, una mujer siria con el cadáver de su hijo en brazos llora amargamente su pérdida
infinita. Es una nueva Safo perseguida, sólo que muda, sin versos ni palabras con las que inmortalizar su
desgracia brutal. Sólo tiene olvido, toneladas ilimitadas de olvido donde sus gritos y su llanto son
enterrados por la más inmisericorde indiferencia.
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