lunes, 8 de abril de 2019

EL CABALLERO DE PARÍS John Dickson Carr


John Dickson Carr fue un autor estadounidense de historias de detectives, que también publicó usando los seudónimos Carter Dickson, Carr Dickson y Roger Fairbairn. Carr es generalmente considerado como uno de los más grandes escritores de los llamados misterios de la "Edad de Oro"; Historias complejas, basadas en la trama, en las que el rompecabezas es primordial. Wikipedia

EL CABALLERO DE PARÍS

John Dickson Carr

CARLTON Hotel.
Broadway. Nueva York.
14 de abril de 1849.

Querido hermano:
Si mi mano hubiese estado más firme, y mi alma menos agitada, te hubiera podido escribir antes: «Todo está salvado». Eso te lo puedo decir ahora. Por lo demás, no me deja conciliar el sueño; y no me refiero sólo a mi condición de extraño, de forastero en Nueva York.
Creo que ya hemos hablado de la humillación que ha de sufrir un francés cuando va a Inglaterra, si pretende embarcarse en vapor seguro. No te sonrías, por favor, si te digo que mi primera visita en tierra americana fue a un lugar llamado Salón de Platt debajo del Teatro Wallack.
—¡Dios santo, qué voyage!
¡Oh, mi estómago! Ni siquiera podía retener el champaña. De mi paso y mi estado general te diré que me sentía tan débil como un niño.
—¿Será usted tan amable —le dije a un cochero, cuando logré abrirme paso entre la horda de inmigrantes irlandeses, que me lleve a cualquier sitio agradable donde pueda descansar?
El cochero no tuvo dificultad alguna en comprender mi inglés, lo cual me gustó mucho. ¡Qué estupendos son estos «saloons»!
El «saloon» del señor Platt estaba lleno del ruido que hacen los martillos sobre el hielo, ese hielo que entregan en largos bloques. Aunque los globos de gas pintados a mano y las pinturas rosa de frente al bar eran tan buenos como los que se pueden ver en los Tres Hermanos Provinciales de París, he de confesar que no olía tan agradablemente. Un grupo de caballeros, con sombreros acaso un poquitos más altos que los de nuestra tierra, estaban cerca del bar, hablando a gritos. Nadie se fijó en mí hasta que pedí un «cherry cobbler».
Uno de los «barman» —como les llaman en Nueva York— me dirigió una perpleja mirada y me preparó la consumición.
—Apuesto algo a que acaba de llegar del viejo continente —me dijo en tono amistoso.
Aunque me pareció raro oír llamar a Francia de aquella manera, me incliné asintiendo.
—¿Italiano, tal vez?
Este barman, claro está, no sabía lo enorme de su agravio.
—Soy francés, señor —repliqué.
Entonces se mostró muy complacido. Su grueso rostro se retorció en una amplia sonrisa, mostrando un deslumbrante diente de oro.
—¿De verdad? —exclamó—. ¿Y cuál es su nombre? A no ser que —y aquí su rostro se oscureció con esa repentina sospecha defensiva, para mí incomprensible, que oprime tan frecuentemente el corazón de los americanos—, a no ser que no quiera usted darlo.
—De ninguna manera —le aseguré—. Armand de Lafayette a sus órdenes.
Mi querido hermano, ¡qué efecto extraordinario!
Se hizo un silencio absoluto. Todos los ruidos, hasta el silbido de los mecheros de gas; parecieron apagarse en aquel cuarto convertido en piedra. Todos los hombres que estaban de pie a lo largo del mostrador me miraron. Tuve la impresión de que mis bigotes habían saltado desde su lugar normal a la barbilla, porque me contemplaban con fijeza de basilisco.
—Bien, bien, bien —dijo el barman, casi con burla—. Seguramente será pariente del Marqués de Lafayette, ¿verdad?
Me llegó el turno de asombrarme. Aunque nuestro padre siempre nos prohibió mencionar el nombre de nuestro fallecido tío, por sus simpatías republicanas, yo sabía que éste había ocupado un pequeño lugar en la historia de Francia, pero, como comprenderás, me extrañó que estas gentes hubiesen oído hablar de él.
—El Marqués de Lafayette —tuve que admitir— era mi tío.
—Es mejor que tenga cuidado, muchacho —gritó súbitamente un ceñudo hombrecillo, con una cartuchera bajo su larga chaqueta—. No nos gusta ser engañados, ¿sabe usted?
—Señor —repliqué, sacando un atado de papeles del bolsillo y depositándolos en el mostrador—, tenga la bondad de examinar mis credenciales, y si después siguen dudando podemos debatir el asunto de la manera que les parezca mejor.
—Está en lengua extranjera. No lo puedo leer —gritó el barman.
Y entonces, ¡qué dulce fue aquel musical sonido! Una voz hablándome en mi lengua…
—Acaso, señor —dijo aquella voz en excelente francés y con gran seguridad—, tenga yo la posibilidad de prestarle algún pequeño servicio.
El recién llegado, un hombre delgado, de tez oscura, vestido con un raído capote militar, se detuvo cerca de mí. Si hubiese encontrado a este hombre en un boulevard, no me habría parecido tan simpático. Tenía una mirada salvaje e inquisitiva, y olía fuertemente a brandy. No podía mantenerse muy firme sobre sus pies. Pero sus modales, Maurice, eran tales, que instintivamente alcé mi sombrero y el desconocido, gravemente, hizo lo propio.
—¿A quién —dije— tengo el honor de hablar?
—Soy Thaddeus Perley, señor, a su disposición.
—Otro forastero —dijo el mal encarado hombrecillo, con disgusto.
—Desde luego que soy forastero —afirmó el señor Perley en inglés, con acento cortante como un cuchillo—. Un forastero en esta taberna, un forastero entre esta clase de gente, un forastero… —aquí se detuvo y en su mirada brilló una llamarada de asco—…, pero nunca había oído que leer francés fuese una cualidad tan singular.
Imperiosamente, a pesar de su nervioso temblor, el señor Perley se acercó un poco más y cogió el atado de papeles.
—No servirá de nada —dijo orgullosamente—. No le creerán si soy yo el que traduzco. Pero aquí… —escudriñó algunos papeles— hay una carta de presentación en inglés. Está dirigida al presidente Zachary Taylor, y es del ministro americano en París.
Otra vez, hermano, se hizo un maravilloso silencio. Sólo fue interrumpido por un grito del barman, que había arrebatado los documentos de manos del señor Perley.
—Esto no es un engaño, muchachos —dijo—. El personaje es auténtico.
—No es cierto —tronó el hombrecillo mal encarado, con incredulidad.
—Sí lo es —dijo el barman—, o yo soy un memo.
Tú y yo, Maurice, hemos visto cómo puede cambiar el populacho en París. Pero los americanos aún son más emocionales. En un abrir y cerrar de ojos, la hostilidad se convirtió en desatado afecto. Mi espalda fue palmeada, mi mano estrechada, mi cuerpo apretado contra el mostrador por un tumulto de gentes que se peleaban por invitarme.
El nombre de Lafayette, pronunciado por todas partes, ascendía en una especie de sagrado diapasón. En vano intenté preguntar el porqué de aquello. Ellos creían que bromeaba y se echaban a reír. Me acordé de Thaddeus Perley, que quizá pudiese darme una información.
Pero, al sobrevenir el primer alud, el señor Perley había sido empujado hacia atrás y había caído desplomado al suelo, sobre unas húmedas manchas de jugo de tabaco. Ni siquiera podía verle. En lo que a mí respecta, me encontraba tan débil, por falta de alimentos, que la copa que me obligaron a tomar todos los ojos fijos en mí, me hizo vacilar la cabeza. A pesar de todo, tuve que alzar la voz sobre aquel griterío:
—Señores… —imploré—. ¿Querrán escucharme?
—¡Silencio para Lafayette! —exclamó un hombre viejo y macizo, con bigotes de un rojo desvaído. Tenía lágrimas en los ojos y entonaba una música muy pegadiza que se llamaba «Yanquee Doodle»—. ¡Silencio para Lafayette!
—Creed —dije— que siento una enorme gratitud por vuestra hospitalidad. Pero tengo algo que hacer en Nueva York, asuntos de absoluta urgencia. Si me permiten quisiera pagar mi consumición.
—Su dinero no vale aquí, señor —dijo el barman—. Le hincharemos de buen licor.
—Pero yo no quiero hincharme de licor. Eso podría perjudicar mi misión. En resumen, lo que deseo es marcharme.
—Espere un minuto —dijo el hombrecillo ceñudo, dirigiéndome una astuta mirada—. ¿Qué negocios son esos?
Tú, Maurice, me has llamado quijotesco alguna vez; y no lo admito. También me has llamado imprudente, y tal vez tengas razón. Pero, en este caso, ¿qué otra cosa pude hacer?
—¿Hay algún caballero aquí —pregunté— que haya oído hablar de Madame Thevenet? ¿Madame Thevenet, que vive en el número 23 de la calle Thomas, cerca de la calle Hudson?
Yo no esperaba una respuesta afirmativa. Sin embargo, y además de algunas risitas ante la mención del nombre de la calle, varias cabezas se movieron afirmativamente.
—¿La vieja avara? —preguntó un personaje muy guasón, que usaba pantalones bombachos.
—Lamento admitirlo, señor. La describe usted correctamente Madame Thevenet es muy rica, y yo he venido aquí para reparar una enorme injusticia.
Bloqueado como estaba no pude liberarme.
—¿Cómo es eso? —preguntaron varias voces.
—La hija de Madame Thevenet vive en París en la mayor pobreza. La propia señora Thevenet ha sido traída aquí bajo la influencia de una endemoniada mujer que se llama… ¡Caballeros, por favor!
—Apuesto algo —gritó el hombrecillo del ceño— a que usted tiene algo que ver con esa hija… ¿Cómo se llama?
¿Cómo —le preguntaba yo a la Divina Providencia— podía aquella gente haber adivinado mi secreto? No tuve más remedio que decir la verdad.
—No les ocultaré que tengo gran estima por la señorita Claudine. Pero lo cierto es que ella está comprometida con un amigo mío, oficial de artillería.
—Y entonces, ¿qué saca usted de ello? —volvió a preguntar el hombrecillo, con nueva expresión de astucia en sus ojos.
La pregunta me intrigó. No pude contestarla. El barman del diente de oro se inclinó.
—Si quiere ver viva a esa vieja, señor —me dijo—, es mejor que se dé prisa. Creo que esta mañana ha tenido un ataque.
Una docena de voces clamaban para que no me fuese. Esta última noticia me había desesperado. Entonces, se levantó el viejo de los bigotes desvaídos. En realidad, no me había dado cuenta de lo viejo que era, a causa de su robustez.
—¿Cuál de ustedes estuvo con Washington? —preguntó súbitamente, cogiendo por el cuello de la chaqueta al hombrecillo, después de mirarle con desprecio—. ¡Abran paso al sobrino de Lafayette!
Y me aclamaron, Maurice. Me acompañaron hasta la puerta, me rogaron que volviera, asegurando que me esperarían. Con una mirada busqué al señor Thaddeus Perley, no puedo explicarme por qué. Todavía estaba sentado ante una mesa, junto a un pilar, bajo un mechero de gas; su rostro parecía aún más blanco, mientras trataba de quitar las manchas de tabaco de su capa.
Cuando mi coche me dejó en Thomas Street, pensé que nunca había tenido oportunidad de contemplar una calle tan fúnebre. Acaso se debiera a mi estado de ánimo, pues comprenderás, Maurice, que si me encontraba muerta a Madame Thevenet, su hija no podría recibir nada de la herencia.
Las fachadas de las casas de la calle Thomas eran de ladrillos amarillentos. Un sucio cielo parecía pegado a las chimeneas. A pesar de que el día había sido templado, yo sentía frío en el corazón. A excepción de un viejo músico, que llevaba un banjo y un perro, nada se veía en la abandonada calle. Todo era silencio.
Golpeé mucho tiempo la aldaba de la puerta del número 23, haciendo un ruido infernal. Nada ocurrió. Por fin se abrió un trozo de la puerta del tamaño preciso para que desde dentro pudiesen ver. Y oí descorrerse un cerrojo. Ambas puertas se abrieron.
No necesito decirte que apareció ante mí esa mujer que he decidido llamar la señorita Jezabel.
—¿Cómo es esto, señor Armand?
—¿Vive aún Madame Thevenet? —pregunté.
—Vive —replicó mi interlocutora, mirándome entre las pestañas que sombreaban sus ojos verdes—, pero está completamente paralítica.
Nunca te he negado, Maurice, que Jezabel tiene cierto atractivo. No es vieja, ni siquiera de mediana edad. Si su apariencia no fuese tan sucia como el cielo que cubría nuestras cabezas, hasta parecería hermosa.
—Claudine, la hija de Madame… —dije.
—Demasiado tarde, señor Armand.
En ese momento comenzó a sonar en la sucia calleja la música del banjo.
—Si usted me hubiese dicho alguna vez una palabra amable, un sólo gesto de amor, quiero decir de afecto, podríamos haber compartido cinco millones de francos.
—¡Apártese! —grité.
—¡Pero usted prefiere una carita de muñeca que está consumiéndose en París! ¡Bien, como quiera!
Estaba furioso, Maurice, lo confieso. Pero me rehíce y hablé con frialdad.
—¿Acaso se refiere a Claudine Thevenet?
—¿A quién quiere que me refiera?
—Debo recordarle, señorita, que esa dama está comprometida con mi amigo el teniente Delage. Parece usted olvidarlo.
—¿Sí? —inquirió Jezabel, con su rostro muy cerca del mío y una extraña y hambrienta mirada en sus ojos. Y luego agregó—: Morirá, a menos que usted no resuelva el misterio.
—¿Qué misterio?
—Yo no lo llamaría misterio, señor Armand. Es algo que no tiene solución. La voluntad de Dios.
En ese momento se abrieron tras ella las encristaladas puertas del comedor, dejando al descubierto una pieza en penumbra, con las persianas echadas. De allí salió un vaho a alfombras húmedas, una acidez de vida rancia. Alguien se acercaba con una vela encendida.
—¿Quién está ahí? —preguntó una voz de hombre, temblorosa, pero tan francesa como la de Jezabel—. ¿Quién habla de la voluntad divina?
Avancé por el pasillo. Jezabel, que no se apartaba de mi lado, cerró en seguida la puerta y echó la llave. Al acercarse la luz de la vela, pude distinguir la silueta del hombre que había venido a buscar.
—Usted es el abogado señor Duroc —dije—. Usted es el amigo de mi hermano.
El señor Duroc alzó la luz para examinarme.
Era un hombre grande y pesado, que parecía doblegado bajo su propio peso. Como compensación a su cabeza completamente desprovista de cabello, tenía un enorme bigote partido en dos raros mechones, y una gran barba; me miraba a través de un par de anteojos ovalados de ancha moldura, de forma amistosa, pero como atemorizada. Su voz era arisca y profunda, y recortaba cada sílaba, a pesar de su miedo.
—Y usted… —el candelabro tintineaba al oscilar—, usted es Armand de Lafayette. Le esperaba en el vapor de hoy. Bueno, ya ha llegado. Y he de manifestarle, sintiéndolo mucho, que todo está perdido.
—Pero, ¿por qué? (Le hablé a gritos, Maurice.) Señor Duroc —protesté—, usted escribió a mi hermano. Le decía que había conseguido que Madam se arrepintiese de la aspereza con que había tratado a su hija.
—¿Era ese su deber? —preguntó Jezabel, poniendo fijamente sus ojos en el señor Duroc—. ¿Era ese su derecho?
—Soy un hombre de leyes —dijo el señor Duroc. Las profundas y cortadas palabras se desvanecieron en ecos fantasmales. Estaba sudando—. Estoy en lo cierto. Muy en lo cierto. Pero…
—¿Quién la cuidó? —preguntó Jezabel—. ¿Quién la calmó, la tranquilizó, remendó sus ropas destrozadas, soportó sus iras y sus egoísmos? ¡Fui yo!
Mientras hablaba, se apretaba y restregaba contra mí, como si quisiera asegurarse de mi presencia.
—De todas maneras —dijo el abogado— eso no importa ahora. ¡Este misterio!
Puedes imaginarte lo nervioso que me ponían todas estas observaciones y las alusiones a un misterio y a la voluntad de Dios. Pedí que me explicasen a qué se referían.
—Anoche —comenzó el señor Duroc— desapareció algo.
—¿Y qué más?
—Desapareció algo —continuó, enderezándose como un granadero— y es inconcebible que pudiese desaparecer. Lo puedo jurar. Nuestras únicas pistas son un barómetro y un conejo de juguete.
—No quisiera ser descortés —dije—, pero…
—Va a preguntarme usted si estoy loco, ¿no?
Asentí. Si hay un hombre que pueda parecer al mismo tiempo perspicaz e inseguro a la vez que erguido y digno, ese hombre es el señor Duroc. Y yo he creído siempre que la dignidad gana las batallas.
—Señor —replicó, señalando con el candelabro hacia el fondo de la casa—, Madame Thevenet yace ahí, en su lecho. Está paralítica. Sólo puede mover los ojos y un poco los labios. ¿Quiere usted verla?
—Sí, si me lo permite.
—Sí, no era incorrecto. ¡Acompáñale!
Entonces vi a la pobre vieja, Maurice. Se le podría aplicar el calificativo de horrible.
Estaba en un cuarto cuadrado y espacioso, cuyas ventanas se habían mantenido cerradas por espacio de años, y que apestaba a moho. Era un cuarto cuyas paredes estaban cubiertas por un papel verde desvaído, y donde se comprendía que también la vejez tiene olor.
Un solitario candelabro, que sólo podía disipar un poco las tinieblas, ardía sobre la repisa de la chimenea, en el extremo opuesto al lecho. Sentado en un sillón tapizado de verde había un hombre —que luego supe era un oficial de policía—, cerca de la chimenea sin fuego, hurgándose los dientes con una navaja.
—Por favor, doctor Harding —llamó Duroc, en suave inglés.
El alto y magro doctor americano, inclinado sobre el lecho, como para ocultar de nuestra vista la cabeza y los hombros de Madame Thevanet, se volvió.
—¿No ha cambiado nada? —continuó Duroc.
—Nada ha cambiado —contestó el hombre de tez oscura llamado Harding—, si no es para empeorar.
—¿Quiere que la muevan?
—No hay necesidad —dijo el médico, secamente, tomando su sombrero de encima de la cama—. Pero si usted quiere saber algo más sobre el conejo de juguete o sobre el barómetro, debe apresurarse. La señora morirá dentro de unas horas, acaso antes.
Se hizo a un lado.
Era un lecho pesado, con pabellón y cuatro columnas. Las cortinas estaban corridas por todas partes, menos por el lado en que estábamos nosotros. Veíamos a Madame Thevenet de perfil, magra y rígida como un poste y con las cintas de su gorro de dormir atadas bajo la barbilla. Uno de sus ojos miraba hacia nosotros. Era espantoso.
Hasta entonces, Jezabel había hablado poco. Escogió ese momento para venir de nuevo a restregarse contra mí. Sus verdes ojos entrecerrados relumbraban al reflejo del candelabro del señor Duroc.
Sin cesar, murmuraba:
—Usted no me odia, ¿verdad?
Maurice, déjame que haga una pausa.
Desde que escribí esa línea había dejado la pluma a un lado, apretándome los ojos con las manos. Estaba pensando de nuevo. Pero déjame ensayar otra vez.
Pasé dos horas completas en el dormitorio de Madame Thevenet, al final de las cuales, ya sabrás por qué, me alejé como un loco de allí y del número 23 de la calle Thomas.
Las calles estaban llenas de gentes, carruajes y ómnibus. Como no sabía dónde refugiarme, di al cochero la dirección del «saloon». Hasta ese momento no había comido nada, y sentí la cabeza un tanto liviana. Seguramente quería abrir mi corazón a los amigos que me habían rogado que volviese. Pero ¿dónde estaban ahora?
Un nuevo grupo, completamente distinto, retozaba en el bar, bajo la brillante luz del gas y la no menos brillante pintura. De todos aquellos que me habían vitoreado y golpeado la espalda, no quedaba ninguno. Sólo aquel anciano gigantesco que había hablado de amistad con Washington. Pero yacía inconsciente, con la cabeza entre las manos. Tuve el atrevimiento de deslizar unos cuantos billetes en su bolsillo. Sólo quedaba él.
No, había otro.
No creo que estuviese esperándome. Pero allí estaba el señor Thaddeus Perley, todavía sentado ante la mesita, junto al pilar, bajo el mechero de gas, contemplando ensimismado una copa vacía que tenía entre las manos.
El mismo se había sentido forastero, probablemente era francés. Eso sería maravilloso, pensé yo, recordando a todos los ingleses que habían acabado con mis nervios.
—Señor —le pregunté—, ¿me permitiría compartir su mesa?
El señor Perley dio un brinco. Como si acabase de despertar de un sueño. Ahora no estaba borracho. Seguramente la ansiedad de su rostro se debía más a falta de estimulante que a su exceso.
—Señor —tartamudeó, incorporándose—, estaré muy honrado por su compañía.
Automáticamente abrió la boca para llamar a un mozo. Su mano se había dirigido al bolsillo; le detuve.
—No, no —dije—. Si usted quiere, puede pagar una segunda botella, pero la primera es mía. Estoy destrozado y quiero hablar con un caballero.
Al oír esta última palabra, cambió la expresión de su rostro. Se sentó, haciéndome una grave cortesía con la cabeza.
Sus ojos, de brillo muy expresivo, estudiaron mi rostro y mi confusión.
—Usted está enfermo, señor Lafayette —dijo—. ¿Tan pronto le ha entrado la nostalgia en este «civilizado» país?
—Es verdad que estoy apenado, pero no por causa de la civilización o por falta de ella. Estoy preocupado, señor Perley, por los milagros o por la magia. ¡Estoy preocupado por un problema que la inteligencia de ningún hombre sería capaz de resolver!
El señor Perley me miró de extraña manera. En ese momento, alguien trajo una botella de brandy y sus accesorios. La vacilante mano de Perley vació una generosa ración en mi copa y otra mayor en la suya.
—Es muy raro eso —observó, mirando el vaso—. ¿Se trata de un asesinato?
—No, pero ha desaparecido un valiosísimo documento. La más concienzuda búsqueda de la policía no ha podido encontrarlo.
Mr. Perley, por alguna razón de mí desconocida, se mostró como ofendido.
—¿Un documento, dice usted? —Su carcajada parecía responder a una broma—. ¡Vamos! ¿Por casualidad era una carta?
—No. Era un testamento. Tres grandes hojas, del tamaño que ustedes llaman de oficio. Escúcheme.
Mientras Perley añadía agua a su brandy y tragaba una tercera parte de él, yo me incliné sobre la mesa.
—Madame Thevenet, de quien seguramente me oyó hablar antes, es una inválida. Pero, hasta las primeras horas de esta mañana, no tenía que estar sujeta a la cama. Podía moverse y andar por el cuarto. Había sido inducida a salir de París, y alejarse de su familia por una mujer de ojos verdes llamada Jezabel.
»Pero un buen abogado de esta ciudad, Mr. Duroc, sospechó que Madame sentía remordimientos por lo que había hecho con su hija. Y anoche la persuadió, por fin, de que firmara un testamento en el que le dejaba toda su fortuna.
»Esta hija, Claudine, tiene mucha necesidad de dinero. De mí y de mi hermano, que tenemos algo, no acepta ni un céntimo. Su prometido, el teniente Delage, es tan pobre como ella. Además, si no abandona Francia y va a Suiza, morirá. Claudine tiene una enfermedad que elegantemente se ha llamado consunción.
Mr. Perley detuvo la copa que iba a beber.
Ahora me creía, no cabía duda; pero debajo del negro pelo, que le caía sobre la frente, su rostro se había vuelto tan blanco como su nítida y remendada pechera.
—¡El dinero es tan poca cosa! —murmuró—. Tan poca cosa…
Levantó su copa y la vació.
—No pensará que me burlo de usted.
—No, no —dijo Mr. Perley, tapándose los ojos con una mano—. Yo mismo conocí un caso semejante. Ella murió. Continúe, por favor…
—Anoche, repito, Madame Thevenet cambió de manera de pensar. Cuando llegó Mr. Duroc, en su visita semanal, con la noticia de que yo llegaría hoy, Madame comenzó a temblar de ansiedad y de terror. «La muerte se aproxima», dijo. Tenía un presentimiento.
Mientras iba hablando, Maurice, volvió a mí el recuerdo de aquel oscuro dormitorio de color verde arsénico, de aquella cerrada casa y de lo que Mr. Duroc me había contado.
—Madame —continué— le pidió a Mr. Duroc que echase el cerrojo a la puerta de la habitación. Tenía miedo de Jezabel, que espiaba silenciosamente. Mr. Duroc le acercó al lecho una carpeta de escribir y dos buenos candelabros. Madame estuvo hablando durante largo rato, llena de contrición y abatimiento, de la historia de un desdichado matrimonio, todo lo cual hubo de escribir Mr. Duroc, terriblemente turbado, hasta llenar tres grandes hojas de papel.
—Pero, ¿llegaron a terminar el documento?
—Sí. En el testamento se lo dejaba todo a su hija Claudine. Revocaba con él, uno anterior, en el que dejaba su dinero (ya sabe que esto se puede hacer ante la ley francesa) a Jezabel, Jezabel, la de la sucia figura y el ceniciento pelo rubio.
—Bueno, y entonces…
Mr. Duroc sale un momento a la calle, elige a dos ciudadanos cualquiera. Madame firma el documento y los hombres de la calle estampan sus firmas como testigos. Luego se van. Mr. Duroc dobla el testamento y se dispone a guardarlo en su carpeta. Ahora, Mr. Perley, concentre su atención en lo que sigue.
»—No, no, no —grita Madame, haciendo oscilar la sombra de su gorro de dormir—. Quiero conservarlo por esta noche…
»—¿Sólo por esta noche, Madame?
»—Quiero apretarlo contra mi corazón. Quiero leerlo una, dos mil veces. Mr. Duroc, ¿qué hora es?
ȃl saca su reloj de oro, lo abre. Ve con sorpresa que es la una de la madrugada. Toca el resorte y siente sonar la una.
»—Mr. Duroc —implora Madame—, quédese aquí conmigo el resto de la noche.
»—Madame —exclama Mr. Duroc, muy sorprendido—, eso no sería correcto.
»—Sí, tiene razón.
»Mr. Duroc asegura que nunca la vio más animada, más llena de vida y de vivacidad, más gran dama, que en aquel momento, en la sombra verde de aquel sombrío cuarto.
»Pero, al parecer, el hecho de estar más consciente que nunca la hizo atemorizarse de Jezabel, a la que no se veía por ningún lado. Señaló la carpeta de Duroc, y dijo:
»—Creo que tiene usted mucho trabajo…
»Mr. Duroc se lamenta:
»Dios sabe que sí…
»—Aquí fuera, al lado de la puerta del cuarto, hay un pequeño cuarto de vestir. Ponga allí su escritorio, junto a la puerta, de modo que nadie pueda entrar sin que usted lo vea. Trabaje allí. Tendrá una buena lámpara. Hágalo, por favor. Por la salvación de Claudine y en nombre de una antigua amistad.
»Como es natural, Mr. Duroc vaciló.
«Por último, accedió a los ruegos.
«Colocó su escritorio contra el otro lado de la puerta, estaba de perfil contra el fondo verde de las cortinas, corridas por todos lados menos por uno, mientras una larga vela ardía en él velador que tenía a su derecha.
»¡Qué noche! Me parece ver a Mr. Duroc frente a su escritorio, en un cuartito sin ventilación, donde no sonaba ningún reloj. Le veo sacándose de cuando en cuando los anteojos para frotarse los ojos con una mano. Le veo sobre sus legajos, mientras su pluma rasguea en las malditas horas de la noche.
»No oyó nada, o apenas nada, hasta las cinco de la mañana. Entonces sintió un grito, que le dejó helado. Un grito que describe como el de un sordomudo.
»La puerta de comunicación no había sido cerrada por el lado de Madame, por si ésta necesitaba repentina ayuda.
«En la mesa, junto a Madame, la vela se había convertido en un informe montón de cera, sobre la que todavía revoloteaba una desmayada llama azul. Madame estaba rígida, con su puntiagudo gorro de dormir. La excitación de la noche anterior, el remordimiento de su cansado corazón, le habían producido una parálisis general. Mr. Duroc trató de interrogarla, pero ella sólo pudo mover los ojos.
»En este instante, Mr. Duroc advierte que falta el testamento que ella apretaba entre las manos.
»—¿Dónde está el testamento? —gritó Duroc.
»Los ojos de Madame se fijaron en él. Luego se movieron, para detenerse insistentemente en un conejo de juguete, uno de esos conejos de unos cuatro centímetros de altura, color de rosa, que suelen haber sobre las camas. De nuevo miró a Mr. Duroc, como para hacer hincapié sobre esto; luego sus ojos giraron, para terminar con tremendo esfuerzo por mirar hacia un barómetro que cuelga en la pared, cerca de la puerta. Tres veces hizo lo mismo, antes de que se apagase la oscilante llama.
Y yo, Armand de Lafayette, hice aquí una pausa en lo que le relataba a Mr. Perley. Y luego dije:
—El testamento no pudo ser robado. Ni siquiera Jezabel pudo deslizarse por las ventanas cerradas ni pasar a través de la custodiada puerta. Tampoco fue escondido, ya que no ha quedado sin registrar ni una pulgada del cuarto. Pero el testamento ha desaparecido.
Dirigí una mirada a Mr. Perley.
El brandy, estoy seguro, me había devuelto fuerzas y asegurado los nervios. No estoy muy seguro, en cambio, de que a Mr. Perley le ocurriese lo mismo. Estaba un poco arrebolado. Aquella su expresión salvaje, que ya había observado antes, se había insinuado más fuertemente en un ojo, lo que daba a su rostro la apariencia de un solo lado vivo. Me miró burlonamente.
Yo golpeé la mesa.
—¿Me escucha usted, Mr. Perley?
—¿Qué canción canta la sirena —dijo— o qué nombre eligió Aquiles cuando se vio entre mujeres? Aunque también debemos admitir que las conjeturas más complicadas tampoco pueden estar fuera de lugar.
—No le entiendo.
Mr. Perley extendió sus dedos, examinándolos uno a uno como si se sintiera dueño del universo.
—Hace muy poco tiempo —observó— me preocupaba por esas fruslerías. —Sus ojos parecieron entrar en un ensueño—. Le ofrecí, en el pasado, una pequeña ayuda al prefecto de París.
—Es usted francés. Lo imaginaba. —Luego, continué, observando su orgullosa mirada—: Lo haría como «amateur», claro está.
—Claro está. —Entonces su delicada mano cruzó la mesa y me apretó un brazo—. Otro pequeño detalle, por favor: esa mujer, por ejemplo, que usted llama Jezabel.
—Fue ella la que me recibió al llegar a la casa.
—¿Y qué?
Le narré mi encuentro con Jezabel, con Duroc, y mi entrada en el cuarto de la enferma, donde estaba el hirsuto policía y el saturniano doctor.
—Esa mujer parece haber concebido por mí, y perdóneme, una especie de pasión que seguramente se debe a unos fríos cumplidos que en cierta ocasión le dediqué en París.
»Como le he dicho, Jezabel no carecería de atractivos si se lavase el pelo. A pesar de todo, cuando se volvió a frotar contra mi costado y me preguntaba si la odiaba de verdad, me sentí poco menos que aterrorizado. Me pareció como si yo fuese el responsable de toda la tragedia.
»Mientras estuvimos junto al lecho, Mr. Duroc me contó la historia que yo le he transmitido a usted. La pobre paralítica la confirmaba con los ojos. El odioso conejo de color rosa estaba en el mismo lugar de la cama. Y detrás de mí, en la pared, el barómetro. Aparentemente, y como para mí, Madame realizó su implorante pantomima: miraba al conejo, giraba los ojos y miraba el barómetro. ¿Qué querría decir? El abogado gritó: «Más luz. Si han de tener las ventanas cerradas, por lo menos que traigan más luz».
»Jezabel se deslizó hacia fuera, en busca de luz. Durante su explicación, Mr. Duroc había mencionado mi nombre varias veces. A la primera de ellas, el hirsuto policía saltó, dejando a un lado su navaja. Hizo una seña al doctor Harding, que fue hacia él, y celebraron una pequeña conferencia.
»Luego el policía se levantó.
»—Señor Lafayette —sacudió mi mano pomposamente—. Si hubiera sabido que era usted, no me hubiese quedado allí como un tonto.
»—Usted es policía —dije—, no tiene que dar ninguna explicación.
»Movió la cabeza.
»—Estas gentes son francesas, señor Lafayette, y usted es americano —continuó con una notable falta de lógica—; por lo tanto, si es que están diciendo la verdad…
»—Presumamos que sí.
»—Yo no puedo decir dónde está el testamento —estableció positivamente—. Pero puedo decirle dónde no está. No está escondido en este cuarto.
»—Pero seguramente… —comenté con desesperación…
»En ese momento llegó Jezabel precedida del roce de su vestido de tafetán marrón, con un manojo de velas y una caja de fósforos de una marca nueva: «Lucifer». Encendió varias velas, pegándolas en cualquier superficie con su propia cera.
»Eché una mirada alrededor de la habitación, observando dos o tres buenos muebles. Pero los brazos y respaldos estaban sucios. Unos cuantos espejos creaban una rara vida espectral. Divisé más claramente el empapelado de las paredes, la puerta entreabierta de un armario. El suelo era de madera.
»Durante todo este tiempo sentía dos pares de ojos fijos en mí. La implorante mirada de Madame y la amorosa de Jezabel. Acaso hubiese podido soportar una, pero las dos juntas me ahogaban.
»—El señor Duroc —dijo el policía, golpeando el hombro del aludido— mandó un mensaje en un coche, esta mañana, a las cinco. ¿A qué hora llegamos aquí? A las seis.
»Luego hizo sonar los dedos en una especie de alarde de orgullo y eficiencia.
»—¿Por qué, señor Lafayette, ha habido catorce hombres en este cuarto, desde las seis de la mañana hasta poco antes de que usted llegara?
»—¿Para buscar el testamento?
»El hirsuto hombre afirmó, cruzando los brazos:
»—Suelo sólido. —Golpeó las tablas—. ¿Paredes y techos? No hemos dejado ni una pulgada sin revisar…
»—Pero Madame Thevenet no era una inválida hasta esta mañana —insistí—, podía moverse, si se asustaba… de algo y hubiese decidido esconder el testamento…
»—¿Dónde lo podría ocultar?
»—En los muebles.
»—Han venido los tapiceros. No hay compartimientos secretos.
«—En uno de los espejos…
»—Los hemos desarmado todos… Ningún testamento está escondido aquí.
»—Arriba en la chimenea —grité.
»—Ha subido un deshollinador —declaró el policía, con su acompasado modo de rumiante.
»El conejo rosado parecía mirarnos de reojo desde el lecho. En un desesperado esfuerzo me fijé en las cintas de gorro de dormir que se ataban bajo la escuálida barbilla.
»—¿Se les ha ocurrido examinar la cama y debajo de Madame?
»—¡Pobre señora! —exclamó, como si hablase de una muerta—. La levantamos tan suavemente como a un recién nacido. ¿No es así, señora? Ningún escondrijo. Ni en las cortinas, ni en las ropas, ni en las sábanas.
«Súbitamente el policía se enfadó, como si quisiera escapar del asunto.
»—Y tampoco está en el conejo de juguete —dijo—, porque, como puede ver si lo mira de cerca, lo hemos desarmado. Tampoco está en el barómetro. No está aquí.
»Cayó un pesado silencio, tan pesado como el aire de aquella habitación.
»—Está aquí —murmuró Mr. Duroc—. Tiene que estar aquí.
»Jezabel permanecía en pie, humildemente, con los ojos bajos.
»A mi vez, lo confieso, perdí la calma. Me dirigí hacia el barómetro y lo golpeé. Su aguja me indicaba lluvia, frío, se movió aún más hacia el mal tiempo. No estaba lo bastante loco como para golpearlo con el puño. En lugar de eso, me arrastré por el suelo buscando algún escondrijo, tanteé las paredes, mientras el policía repetía que nadie tenía que tocar nada, y que él no se haría responsable. Luego examiné el armario. Allí colgaban algunos vestidos de Madame, y en el anaquel… En el anaquel encontré gran número de frascos de perfume. Todavía hoy creo que muchos compatriotas míos piensan que los perfumes son sustitutos del agua y jabón, y las manos de Madame me confirmaban en ello. Además había unas novelas llenas de polvo y una arrugada y sucia edición del «New York Sun» de ayer. En los papeles tampoco estaba el testamento, pero sí un escarabajo que corrió entre mis manos. Con un asco enorme, tiré el escarabajo al suelo y lo pisé. Cerré la puerta del armario, y me resigné a la derrota. El testamento había desaparecido. En ese instante dos voces se elevaron en la penumbra del cuarto.
»Una era la mía:
»—¡Dios mío! ¿dónde está?
»La otra, la de Mr. Duroc:
»—¡Mire a esa mujer…! ¡Ella lo sabe!
»Se refería a Jezabel.
»Mr. Duroc indicaba hacia el espejo, temblándole la barbilla. Era un espejo borroso, como todos los de la pieza. Nuestra Jezabel se había estado mirando en él, vuelta de espaldas a nosotros, y ahora se encogió como si le hubiesen arrojado una piedra. Con excelente dominio de sí, Jezabel convirtió ese movimiento en cortesía, al mismo tiempo que nos miraba, no sin que yo viese antes una sonrisa helada, llena de astucia y de burla.
»—¿Decía algo, señor Duroc? —murmuró ella.
»—¡Óigame! —dijo el abogado—. Ese testamento no se ha perdido. Está aquí. Usted no estaba aquí anoche, pero lo sabe. Sabe donde está.
»—¿Usted no puede encontrarlo? —preguntó Jezabel.
»—Voy a hacerle una pregunta, en nombre de la ley —repuso el abogado.
»—Pregúnteme —dijo Jezabel.
»—Si Claudine Thevenet hereda el dinero al que tiene legítimo derecho, usted será bien recompensada. Usted conoce a Claudine… Pero si no se encuentra el testamento, entonces usted lo heredará todo y Claudine morirá…
»—Sí —dijo Jezabel apretando una mano contra su pecho—, usted mismo, señor Duroc, testificará que toda la noche ardió la vela junto a la cama de Madame. Bien, pues la pobre señora, arrepentida de lo que había hecho, y de su ingratitud hacia mí, quema el testamento en la llama de la vela, deshace las cenizas y las desparrama al viento.
»—¿Es verdad eso? —grita el señor Duroc.
»—Ellos lo verán… En cuanto a usted, señor Armand…
»Se deslizó hasta mi lado y sólo puedo decirle que vi sus ojos al desnudo, su alma, por decirlo así.
»—A usted le daría todo lo que hay en el mundo… menos aquella carita de muñeca que está en París.
»—¡Escúcheme! —dije airado, apretando sus hombros—. Usted no puede darme a Claudine, porque Claudine se va a casar con otro hombre.
»—¿Qué puede importarme eso mientras usted la ame?
»Se oyó un pequeño ruido. Alguien había dejado caer un cuchillo al suelo.
»Creo que nosotros tres habíamos olvidado que no estábamos solos. Teníamos dos espectadores, aunque no entendiesen lo que hablábamos.
El doctor Harding estaba ahora en el sillón verde. Sus largas y delgadas piernas cubiertas por unos pantalones muy apretados, estaban enroscadas como dos serpientes. Su sombrero de copa relumbraba. El policía que, antes se escarbaba los dientes con un cuchillo, había dejado caer éste al suelo al tratar de limpiarse las uñas.
»Pero ambos parecían sentir la tensa atmósfera. Ambos estaban alerta como tocando el aire con los tentáculos de sus nervios. El policía me gritó:
»—¿Qué es lo que ocurre? ¿Qué le pasa ahora por la cabeza?
«Grotescamente, la palabra «cabeza» me trajo una inspiración.
»—El gorro… —exclamé.
»—¿Qué gorro?
»—El gorro de Madame —puntiagudo y muy grande, estaba estrechamente atado bajo su barbilla. Podría ocultar un documento bien doblado—. Pero usted comprende… —el policía entendió rápidamente. Mientras yo levantaba la cortina del lecho de Madame, el policía sostenía con una mano el candelabro, y con la otra tiraba del gorro de la señora. No había ningún testamento; sólo un desorden de rizos en el viejo cráneo.
»Madame Thevenet había sido una gran dama. Esta tuvo que ser su última humillación. Dos lágrimas resbalaron por sus mejillas. Seguía sentada, muy cómodamente, pero algo pareció romperse en su interior. Luego cerró los ojos para siempre. Jezabel rió.
»Este es el fin de mi historia. Por eso escapé de esa casa como un loco. El testamento había desaparecido como por obra de magia. Sea como sea, me tiene usted ante esta mesa, desgreñado, avergonzado.
Durante unos minutos, en cuanto hube terminado mi narración, me pareció que el «saloon» se había quedado silencioso. Pero el desmayado golpeteo continuaba. Luego se acalló, y sonó un coro acompañado por muchos banjos.
«Oh, vengo de Alabama.
Con un banjo en mis rodillas.
Y salgo para Lousiana.»
La canción se apagó, y el señor Perley ni la oyó siquiera. Permaneció encogido, mirando su vaso vacío, de forma que yo no podía verle el rostro.
—Usted es un hombre de buen corazón —dijo—, por lo cual estoy dispuesto a ayudarle en un problema tan ridículo como ese.
—¿Ridículo?
Su voz adquirió un tono cortante, pero sin desdén. Su mano daba vueltas a la copa, lentamente.
—¿Me permitiría dos preguntas? —preguntó.
—Dos preguntas, no; dos mil.
—No serán necesarias tantas. ¿Cuál es la exacta posición sobre la cama del famoso conejo de juguete?
—Está casi a los pies del lecho, en el centro, y un poco de perfil.
—Lo suponía. ¿Estaban los pliegos del testamento escritos por los dos lados, o por uno solo?
—El señor Duroc dijo que por uno solo.
El señor Perley alzó la cabeza.
Su rostro estaba ahora congestionado por el licor. Sus ojos parecían más salvajes que nunca. En su interior sentía el orgullo de Satán, lleno de desdén por la inteligencia de los demás; a pesar de ello, habló con dignidad y cuidadosa claridad.
—Es irónico, señor de Lafayette, que sea yo quien le diga cómo encontrar ese perdido testamento y ese evasivo dinero, desde el momento que, le doy mi palabra, nunca he podido realizar tal servicio para mí. —Aquí sonrió ante una secreta broma—. Quizá, su error se deba a la gran simplicidad del caso.
Me limité a mirarle, aturdido.
—Quizás el misterio es demasiado sencillo, demasiado evidente.
—¿Se burla usted de mí? Yo no…
—Acépteme como soy o déjeme —contestó el señor Perley, golpeando la mesa con su copa—. Además… —sus ojos se fijaron en un anuncio de viajes que había en la pared—. Yo… salgo para Inglaterra mañana en el Parnassus, y desde allí iré a Francia.
—No quise ofenderle. Pero si sabe algo hábleme.
—Madame Thevenet —dijo, echando cuidadosamente mas brandy en su copa—, escondió el testamento en medio de la noche. ¿Le sorprende que tomase tantas precauciones para hacerlo? Pero, los elementos del «outre» deben siempre revelarnos su sentido. ¡Jezabel no debía encontrarlo! Además, Madame no se fiaba de nadie, ni siquiera del médico que la atendía. Si Madame moría de un ataque, llegaría la policía y descubriría la estratagema. Aunque se quedara paralítica, siempre habría mucha gente en el cuarto. Su error cardinal, el de usted quiero decir, fue de raciocinio. Me ha dicho que Madame, para darle una clave, miraba a un punto cerca de los pies de la cama… ¿Por qué supuso usted que miraba precisamente al conejo?
—Porque el conejo de juguete era el único objeto que había allí…
—Perdón, pero no lo era. Me ha informado usted mismo varias veces de que las cortinas estaban corridas por todos lados, a excepción de uno de ellos, el que quedaba frente a la puerta. Por lo tanto, y aunque no veamos el cuarto, puede suponerse que las cortinas de los pies de la cama, estaban cerradas.
—Es verdad…
—Después de mirar fijamente al punto representado por el muñeco, según dice usted mismo, giraba los ojos en redondo. Podemos deducir que deseaba que las cortinas fuesen corridas para ver algo más allá de ellas.
—Es posible…, sí.
—Dirijamos nuestra atención, brevemente, al incongruente fenómeno del barómetro, en la otra pared. El barómetro indica: frío, lluvia. El frío está en camino. A pesar de que hoy haya sido un día caluroso…
—Sí, claro…
—Usted mismo me contó lo que había exactamente a los pies de la cama. Si las cortinas hubiesen estado descorridas, ¿qué habría visto Madame desde la cama?
—El fogón… ¡La chimenea!
—Justo. ¿Y qué se necesita para encender el fuego de la chimenea? Se necesita carbón, se necesita leña, y se necesita… papel…
—¡Es verdad! —grité.
—En la alacena del cuarto había una edición entera y arrugada del New York Sun para encender el fuego del día. Pero fue sustituida durante la noche por alguna otra cosa. Usted mismo mencionó el sucio estado de las manos de Madame Thevenet. Señor Lafayette, usted encontrará el testamento arrugado, pero con sus bordes asomando bajo el carbón y la leña de la chimenea. Era demasiado evidente… y ahora váyase pronto…
—¡Vaya, le digo! —gritó, con una expresión más salvaje en sus ojos—. Jezabel no podía encender el fuego sin despertar sospechas. Hacía un tiempo muy caluroso y, por otra parte, todo el día hubo allí policías con instrucciones de que nadie tocase nada.
¡Pero ahora! Madame Thevenet le advirtió que el fuego no debía ser encendido.
—¿Me esperará usted aquí? —le pregunté.
—Sí, sí. Y quizás habrá paz para la niña enferma.
Mientras yo corría hacia fuera, todavía pude ver la figura lastimosa y grotesca caída sobre la mesa…
La esperanza me iba y venía al compás del látigo del cochero.
El hirsuto oficial de policía descendía en aquel momento los escalones de la entrada.
—Ninguno de nosotros tiene que hacer ya aquí, señor Lafayette —exclamó alegremente—. La anciana, ¿cuál era su nombre?, quemó ese testamento en la llama de la vela.
Cuando se abrió la puerta me precipité al interior de la oscura casa, irrumpiendo en el dormitorio.
El cadáver estaba todavía en aquel inmenso y sombrío lecho. Casi todas las velas se habían consumido totalmente. El cuchillo del policía continuaba en el mismo sitio donde éste lo había dejado caer. Jezabel estaba, arrodillada en el suelo con la pequeña caja de fósforos «Lucifer» que ya antes había traído. El fósforo derramaba una llama azulada; observé como ansiosamente acercaba el fósforo al hogar.
—Un «Lucifer» —dije— en manos de Jezabel.
La empujé a un lado y cayó contra el sillón. Rodaron carbones y carboncillos y trozos de leña mientras yo hurgaba aquel fogón no encendido. Palos pequeños, palos grandes; por último lo encontré. Arrugado y sucio, pero incuestionablemente el testamento de Madame.
Lo cierto es que no vi a Jezabel levantar el cuchillo del policía. No distinguí nada hasta que ella lo lanzó y se clavó en mi espalda.
Calma, hermano. Te he asegurado que todo iba bien. En ese momento, te aseguro que no tuve conciencia de ningún dolor. Le pedí prestada al señor Duroc su vieja levita para ocultar la sangre y volví al bar, a la mesa, bajo la lámpara de gas.
Durante todo el camino de regreso planeé lo que haría. Mr. Perley, aparentemente un extranjero en este país y seguramente muy pobre aquí y en Francia, a pesar de su inmenso orgullo no podría rehusar (por un servicio tal) a una suma que lo confortara para el resto de su vida.
Entré precipitadamente en el «saloon», pero me detuve. La pequeña mesa cerca del pilar y bajo el mechero de gas estaba vacía.
Cuanto tiempo permanecí allí, no puedo decirlo. Mi chaqueta, que al principio estaba empapada de sangre, se pegaba ahora a la levita. Súbitamente divisé el rostro redondo del barman con el diente de oro, que me había estado sirviendo aquella tarde y que había vuelto. Como una muestra de respeto, salió detrás del bar y vino a mi encuentro.
—¿Dónde está el caballero que se encontraba sentado en aquella mesa?
Apunté hacia allí. Mi voz, que evidentemente parecía muy ansiosa, tenía una entonación que a él debió de antojársele de ira.
—No se preocupe, señor —dijo apresuradamente—. Ya está arreglado. Solemos arrojar a los borrachos de aquí.
—¿Ustedes arrojaron…?
Le habían echado al arroyo. Tuvo que andar a gatas antes de poder levantarse. Pidió una botella de brandy y no la pudo pagar. —El camarero cambió su expresión triunfante—. ¡Por el amor de Dios, señor! ¿Qué le pasa?
—Yo pedí ese brandy.
—Pero él no lo dijo —contestó el camarero—. Sólo se quedó mirando con aquellos ojos de medio loco, diciendo que un caballero puede dar su tarjeta.
—El señor Perley —dije, reprimiendo un impulso de matar al barman— es un amigo mío. Parte para Francia mañana temprano. ¿En que hotel para? ¿Dónde puedo encontrarle?
—¡Perley! —se mofó mi interlocutor—. Ese no es siquiera su verdadero nombre. Tiene unas ideas grandiosas. Pero su verdadero nombre está en la tarjeta.
Un destello de esperanza casi me cegó.
—¿Guardó usted esa tarjeta?
—Sí, la guardé —gruñó el barman buscando en sus bolsillos—. ¡Dios sabe por qué, pero la guardé!
Y por último, Maurice, ¡triunfé!
Es cierto que me desmayé a consecuencia de mi herida y que la fiebre me hizo olvidar que debía estar en el muelle a la salida del Parnassus. Y debo permanecer encerrado en el cuarto de mi hotel, sin poder dormir hasta que logre tomar el vapor de regreso a casa. Pero donde yo fallé, tú puedes triunfar. Debía llegar a Inglaterra en el Parnassus y luego pasar a Francia. Así me dijo.
Tú lo puedes encontrar… Seis meses más, te doy mi palabra, y quedará libre de la miseria para siempre.
La tarjeta dice lo siguiente:
Por una botella del mejor brandy, cuarenta y cinco centavos.
(Firmado)
Edgar A. Poe.

Un abrazo de tu hermano, Armand.

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