John Dickson Carr fue un autor estadounidense de historias de detectives, que también publicó usando los seudónimos Carter Dickson, Carr Dickson y Roger Fairbairn. Carr es generalmente considerado como uno de los más grandes escritores de los llamados misterios de la "Edad de Oro"; Historias complejas, basadas en la trama, en las que el rompecabezas es primordial. Wikipedia
EL
CABALLERO DE PARÍS
John Dickson Carr
CARLTON Hotel.
Broadway.
Nueva York.
14 de abril de
1849.
Querido
hermano:
Si mi mano
hubiese estado más firme, y mi alma menos agitada, te hubiera podido escribir
antes: «Todo está salvado». Eso te lo puedo decir ahora. Por lo demás, no me
deja conciliar el sueño; y no me refiero sólo a mi condición de extraño, de
forastero en Nueva York.
Creo que ya
hemos hablado de la humillación que ha de sufrir un francés cuando va a
Inglaterra, si pretende embarcarse en vapor seguro. No te sonrías, por favor,
si te digo que mi primera visita en tierra americana fue a un lugar llamado
Salón de Platt debajo del Teatro Wallack.
—¡Dios santo,
qué voyage!
¡Oh, mi
estómago! Ni siquiera podía retener el champaña. De mi paso y mi estado general
te diré que me sentía tan débil como un niño.
—¿Será usted
tan amable —le dije a un cochero, cuando logré abrirme paso entre la horda de
inmigrantes irlandeses, que me lleve a cualquier sitio agradable donde pueda
descansar?
El cochero no
tuvo dificultad alguna en comprender mi inglés, lo cual me gustó mucho. ¡Qué
estupendos son estos «saloons»!
El «saloon»
del señor Platt estaba lleno del ruido que hacen los martillos sobre el hielo,
ese hielo que entregan en largos bloques. Aunque los globos de gas pintados a
mano y las pinturas rosa de frente al bar eran tan buenos como los que se
pueden ver en los Tres Hermanos Provinciales de París, he de confesar que no
olía tan agradablemente. Un grupo de caballeros, con sombreros acaso un
poquitos más altos que los de nuestra tierra, estaban cerca del bar, hablando a
gritos. Nadie se fijó en mí hasta que pedí un «cherry cobbler».
Uno de los
«barman» —como les llaman en Nueva York— me dirigió una perpleja mirada y me
preparó la consumición.
—Apuesto algo
a que acaba de llegar del viejo continente —me dijo en tono amistoso.
Aunque me
pareció raro oír llamar a Francia de aquella manera, me incliné asintiendo.
—¿Italiano,
tal vez?
Este barman,
claro está, no sabía lo enorme de su agravio.
—Soy francés,
señor —repliqué.
Entonces se
mostró muy complacido. Su grueso rostro se retorció en una amplia sonrisa,
mostrando un deslumbrante diente de oro.
—¿De verdad?
—exclamó—. ¿Y cuál es su nombre? A no ser que —y aquí su rostro se oscureció
con esa repentina sospecha defensiva, para mí incomprensible, que oprime tan
frecuentemente el corazón de los americanos—, a no ser que no quiera usted
darlo.
—De ninguna
manera —le aseguré—. Armand de Lafayette a sus órdenes.
Mi querido
hermano, ¡qué efecto extraordinario!
Se hizo un
silencio absoluto. Todos los ruidos, hasta el silbido de los mecheros de gas;
parecieron apagarse en aquel cuarto convertido en piedra. Todos los hombres que
estaban de pie a lo largo del mostrador me miraron. Tuve la impresión de que mis
bigotes habían saltado desde su lugar normal a la barbilla, porque me
contemplaban con fijeza de basilisco.
—Bien, bien,
bien —dijo el barman, casi con burla—. Seguramente será pariente del Marqués de
Lafayette, ¿verdad?
Me llegó el
turno de asombrarme. Aunque nuestro padre siempre nos prohibió mencionar el
nombre de nuestro fallecido tío, por sus simpatías republicanas, yo sabía que
éste había ocupado un pequeño lugar en la historia de Francia, pero, como
comprenderás, me extrañó que estas gentes hubiesen oído hablar de él.
—El Marqués de
Lafayette —tuve que admitir— era mi tío.
—Es mejor que
tenga cuidado, muchacho —gritó súbitamente un ceñudo hombrecillo, con una
cartuchera bajo su larga chaqueta—. No nos gusta ser engañados, ¿sabe usted?
—Señor —repliqué,
sacando un atado de papeles del bolsillo y depositándolos en el mostrador—,
tenga la bondad de examinar mis credenciales, y si después siguen dudando
podemos debatir el asunto de la manera que les parezca mejor.
—Está en
lengua extranjera. No lo puedo leer —gritó el barman.
Y entonces,
¡qué dulce fue aquel musical sonido! Una voz hablándome en mi lengua…
—Acaso, señor
—dijo aquella voz en excelente francés y con gran seguridad—, tenga yo la
posibilidad de prestarle algún pequeño servicio.
El recién llegado,
un hombre delgado, de tez oscura, vestido con un raído capote militar, se
detuvo cerca de mí. Si hubiese encontrado a este hombre en un boulevard, no me
habría parecido tan simpático. Tenía una mirada salvaje e inquisitiva, y olía
fuertemente a brandy. No podía mantenerse muy firme
sobre sus pies. Pero sus modales, Maurice, eran tales, que instintivamente alcé
mi sombrero y el desconocido, gravemente, hizo lo propio.
—¿A quién
—dije— tengo el honor de hablar?
—Soy Thaddeus
Perley, señor, a su disposición.
—Otro
forastero —dijo el mal encarado hombrecillo, con disgusto.
—Desde luego
que soy forastero —afirmó el señor Perley en inglés, con acento cortante como
un cuchillo—. Un forastero en esta taberna, un forastero entre esta clase de
gente, un forastero… —aquí se detuvo y en su mirada brilló una llamarada de
asco—…, pero nunca había oído que leer francés fuese una cualidad tan singular.
Imperiosamente,
a pesar de su nervioso temblor, el señor Perley se acercó un poco más y cogió
el atado de papeles.
—No servirá de
nada —dijo orgullosamente—. No le creerán si soy yo el que traduzco. Pero aquí…
—escudriñó algunos papeles— hay una carta de presentación en inglés. Está
dirigida al presidente Zachary Taylor, y es del ministro americano en París.
Otra vez, hermano,
se hizo un maravilloso silencio. Sólo fue interrumpido por un grito del barman,
que había arrebatado los documentos de manos del señor Perley.
—Esto no es un
engaño, muchachos —dijo—. El personaje es auténtico.
—No es cierto
—tronó el hombrecillo mal encarado, con incredulidad.
—Sí lo es
—dijo el barman—, o yo soy un memo.
Tú y yo,
Maurice, hemos visto cómo puede cambiar el populacho en París. Pero los
americanos aún son más emocionales. En un abrir y cerrar de ojos, la hostilidad
se convirtió en desatado afecto. Mi espalda fue palmeada, mi mano estrechada,
mi cuerpo apretado contra el mostrador por un tumulto de gentes que se peleaban
por invitarme.
El nombre de
Lafayette, pronunciado por todas partes, ascendía en una especie de sagrado
diapasón. En vano intenté preguntar el porqué de aquello. Ellos creían que
bromeaba y se echaban a reír. Me acordé de Thaddeus Perley, que quizá pudiese
darme una información.
Pero, al
sobrevenir el primer alud, el señor Perley había sido empujado hacia atrás y
había caído desplomado al suelo, sobre unas húmedas manchas de jugo de tabaco.
Ni siquiera podía verle. En lo que a mí respecta, me encontraba tan débil, por
falta de alimentos, que la copa que me obligaron a tomar todos los ojos fijos
en mí, me hizo vacilar la cabeza. A pesar de todo, tuve que alzar la voz sobre
aquel griterío:
—Señores…
—imploré—. ¿Querrán escucharme?
—¡Silencio
para Lafayette! —exclamó un hombre viejo y macizo, con bigotes de un rojo
desvaído. Tenía lágrimas en los ojos y entonaba una música muy pegadiza que se
llamaba «Yanquee Doodle»—. ¡Silencio para Lafayette!
—Creed —dije—
que siento una enorme gratitud por vuestra hospitalidad. Pero tengo algo que
hacer en Nueva York, asuntos de absoluta urgencia. Si me permiten quisiera
pagar mi consumición.
—Su dinero no
vale aquí, señor —dijo el barman—. Le hincharemos de buen licor.
—Pero yo no
quiero hincharme de licor. Eso podría perjudicar mi misión. En resumen, lo que
deseo es marcharme.
—Espere un
minuto —dijo el hombrecillo ceñudo, dirigiéndome una astuta mirada—. ¿Qué
negocios son esos?
Tú, Maurice,
me has llamado quijotesco alguna vez; y no lo admito. También me has llamado
imprudente, y tal vez tengas razón. Pero, en este caso, ¿qué otra cosa pude
hacer?
—¿Hay algún
caballero aquí —pregunté— que haya oído hablar de Madame Thevenet? ¿Madame
Thevenet, que vive en el número 23 de la calle Thomas, cerca de la calle
Hudson?
Yo no esperaba
una respuesta afirmativa. Sin embargo, y además de algunas risitas ante la
mención del nombre de la calle, varias cabezas se movieron afirmativamente.
—¿La vieja
avara? —preguntó un personaje muy guasón, que usaba pantalones bombachos.
—Lamento
admitirlo, señor. La describe usted correctamente Madame Thevenet es muy rica,
y yo he venido aquí para reparar una enorme injusticia.
Bloqueado como
estaba no pude liberarme.
—¿Cómo es eso?
—preguntaron varias voces.
—La hija de
Madame Thevenet vive en París en la mayor pobreza. La propia señora Thevenet ha
sido traída aquí bajo la influencia de una endemoniada mujer que se llama…
¡Caballeros, por favor!
—Apuesto algo
—gritó el hombrecillo del ceño— a que usted tiene algo que ver con esa hija…
¿Cómo se llama?
¿Cómo —le
preguntaba yo a la Divina Providencia— podía aquella gente haber adivinado mi
secreto? No tuve más remedio que decir la verdad.
—No les
ocultaré que tengo gran estima por la señorita Claudine. Pero lo cierto es que
ella está comprometida con un amigo mío, oficial de artillería.
—Y entonces,
¿qué saca usted de ello? —volvió a preguntar el hombrecillo, con nueva expresión
de astucia en sus ojos.
La pregunta me
intrigó. No pude contestarla. El barman del diente de oro se inclinó.
—Si quiere ver
viva a esa vieja, señor —me dijo—, es mejor que se dé prisa. Creo que esta
mañana ha tenido un ataque.
Una docena de
voces clamaban para que no me fuese. Esta última noticia me había desesperado.
Entonces, se levantó el viejo de los bigotes desvaídos. En realidad, no me
había dado cuenta de lo viejo que era, a causa de su robustez.
—¿Cuál de
ustedes estuvo con Washington? —preguntó súbitamente, cogiendo por el cuello de
la chaqueta al hombrecillo, después de mirarle con desprecio—. ¡Abran paso al
sobrino de Lafayette!
Y me
aclamaron, Maurice. Me acompañaron hasta la puerta, me rogaron que volviera,
asegurando que me esperarían. Con una mirada busqué al señor Thaddeus Perley,
no puedo explicarme por qué. Todavía estaba sentado ante una mesa, junto a un
pilar, bajo un mechero de gas; su rostro parecía aún más blanco, mientras
trataba de quitar las manchas de tabaco de su capa.
Cuando mi
coche me dejó en Thomas Street, pensé que nunca había tenido oportunidad de
contemplar una calle tan fúnebre. Acaso se debiera a mi estado de ánimo, pues
comprenderás, Maurice, que si me encontraba muerta a Madame Thevenet, su hija
no podría recibir nada de la herencia.
Las fachadas
de las casas de la calle Thomas eran de ladrillos amarillentos. Un sucio cielo
parecía pegado a las chimeneas. A pesar de que el día había sido templado, yo
sentía frío en el corazón. A excepción de un viejo músico, que llevaba un banjo
y un perro, nada se veía en la abandonada calle. Todo era silencio.
Golpeé mucho
tiempo la aldaba de la puerta del número 23, haciendo un ruido infernal. Nada
ocurrió. Por fin se abrió un trozo de la puerta del tamaño preciso para que
desde dentro pudiesen ver. Y oí descorrerse un cerrojo. Ambas puertas se
abrieron.
No necesito
decirte que apareció ante mí esa mujer que he decidido llamar la señorita
Jezabel.
—¿Cómo es
esto, señor Armand?
—¿Vive aún
Madame Thevenet? —pregunté.
—Vive —replicó
mi interlocutora, mirándome entre las pestañas que sombreaban sus ojos verdes—,
pero está completamente paralítica.
Nunca te he
negado, Maurice, que Jezabel tiene cierto atractivo. No es vieja, ni siquiera
de mediana edad. Si su apariencia no fuese tan sucia como el cielo que cubría
nuestras cabezas, hasta parecería hermosa.
—Claudine, la
hija de Madame… —dije.
—Demasiado
tarde, señor Armand.
En ese momento
comenzó a sonar en la sucia calleja la música del banjo.
—Si usted me
hubiese dicho alguna vez una palabra amable, un sólo gesto de amor, quiero
decir de afecto, podríamos haber compartido cinco millones de francos.
—¡Apártese!
—grité.
—¡Pero usted
prefiere una carita de muñeca que está consumiéndose en París! ¡Bien, como
quiera!
Estaba
furioso, Maurice, lo confieso. Pero me rehíce y hablé con frialdad.
—¿Acaso se
refiere a Claudine Thevenet?
—¿A quién
quiere que me refiera?
—Debo
recordarle, señorita, que esa dama está comprometida con mi amigo el teniente
Delage. Parece usted olvidarlo.
—¿Sí?
—inquirió Jezabel, con su rostro muy cerca del mío y una extraña y hambrienta
mirada en sus ojos. Y luego agregó—: Morirá, a menos que usted no resuelva el
misterio.
—¿Qué
misterio?
—Yo no lo
llamaría misterio, señor Armand. Es algo que no tiene solución. La voluntad de
Dios.
En ese momento
se abrieron tras ella las encristaladas puertas del comedor, dejando al
descubierto una pieza en penumbra, con las persianas echadas. De allí salió un
vaho a alfombras húmedas, una acidez de vida rancia. Alguien se acercaba con
una vela encendida.
—¿Quién está
ahí? —preguntó una voz de hombre, temblorosa, pero tan francesa como la de
Jezabel—. ¿Quién habla de la voluntad divina?
Avancé por el
pasillo. Jezabel, que no se apartaba de mi lado, cerró en seguida la puerta y
echó la llave. Al acercarse la luz de la vela, pude distinguir la silueta del
hombre que había venido a buscar.
—Usted es el
abogado señor Duroc —dije—. Usted es el amigo de mi hermano.
El señor Duroc
alzó la luz para examinarme.
Era un hombre
grande y pesado, que parecía doblegado bajo su propio peso. Como compensación a
su cabeza completamente desprovista de cabello, tenía un enorme bigote partido
en dos raros mechones, y una gran barba; me miraba a través de un par de
anteojos ovalados de ancha moldura, de forma amistosa, pero como atemorizada.
Su voz era arisca y profunda, y recortaba cada sílaba, a pesar de su miedo.
—Y usted… —el
candelabro tintineaba al oscilar—, usted es Armand de Lafayette. Le esperaba en
el vapor de hoy. Bueno, ya ha llegado. Y he de manifestarle, sintiéndolo mucho,
que todo está perdido.
—Pero, ¿por
qué? (Le hablé a gritos, Maurice.) Señor Duroc —protesté—, usted escribió a mi
hermano. Le decía que había conseguido que Madam se arrepintiese de la aspereza
con que había tratado a su hija.
—¿Era ese su
deber? —preguntó Jezabel, poniendo fijamente sus ojos en el señor Duroc—. ¿Era
ese su derecho?
—Soy un hombre
de leyes —dijo el señor Duroc. Las profundas y cortadas palabras se
desvanecieron en ecos fantasmales. Estaba sudando—. Estoy en lo cierto. Muy en
lo cierto. Pero…
—¿Quién la
cuidó? —preguntó Jezabel—. ¿Quién la calmó, la tranquilizó, remendó sus ropas
destrozadas, soportó sus iras y sus egoísmos? ¡Fui yo!
Mientras
hablaba, se apretaba y restregaba contra mí, como si quisiera asegurarse de mi
presencia.
—De todas
maneras —dijo el abogado— eso no importa ahora. ¡Este misterio!
Puedes
imaginarte lo nervioso que me ponían todas estas observaciones y las alusiones
a un misterio y a la voluntad de Dios. Pedí que me explicasen a qué se
referían.
—Anoche —comenzó
el señor Duroc— desapareció algo.
—¿Y qué más?
—Desapareció
algo —continuó, enderezándose como un granadero— y es inconcebible que pudiese
desaparecer. Lo puedo jurar. Nuestras únicas pistas son un barómetro y un
conejo de juguete.
—No quisiera
ser descortés —dije—, pero…
—Va a
preguntarme usted si estoy loco, ¿no?
Asentí. Si hay
un hombre que pueda parecer al mismo tiempo perspicaz e inseguro a la vez que
erguido y digno, ese hombre es el señor Duroc. Y yo he creído siempre que la
dignidad gana las batallas.
—Señor
—replicó, señalando con el candelabro hacia el fondo de la casa—, Madame
Thevenet yace ahí, en su lecho. Está paralítica. Sólo puede mover los ojos y un
poco los labios. ¿Quiere usted verla?
—Sí, si me lo
permite.
—Sí, no era
incorrecto. ¡Acompáñale!
Entonces vi a
la pobre vieja, Maurice. Se le podría aplicar el calificativo de horrible.
Estaba en un
cuarto cuadrado y espacioso, cuyas ventanas se habían mantenido cerradas por
espacio de años, y que apestaba a moho. Era un cuarto cuyas paredes estaban
cubiertas por un papel verde desvaído, y donde se comprendía que también la
vejez tiene olor.
Un solitario
candelabro, que sólo podía disipar un poco las tinieblas, ardía sobre la repisa
de la chimenea, en el extremo opuesto al lecho. Sentado en un sillón tapizado
de verde había un hombre —que luego supe era un oficial de policía—, cerca de
la chimenea sin fuego, hurgándose los dientes con una navaja.
—Por favor,
doctor Harding —llamó Duroc, en suave inglés.
El alto y
magro doctor americano, inclinado sobre el lecho, como para ocultar de nuestra
vista la cabeza y los hombros de Madame Thevanet, se volvió.
—¿No ha
cambiado nada? —continuó Duroc.
—Nada ha
cambiado —contestó el hombre de tez oscura llamado Harding—, si no es para
empeorar.
—¿Quiere que
la muevan?
—No hay
necesidad —dijo el médico, secamente, tomando su sombrero de encima de la
cama—. Pero si usted quiere saber algo más sobre el conejo de juguete o sobre
el barómetro, debe apresurarse. La señora morirá dentro de unas horas, acaso
antes.
Se hizo a un
lado.
Era un lecho
pesado, con pabellón y cuatro columnas. Las cortinas estaban corridas por todas
partes, menos por el lado en que estábamos nosotros. Veíamos a Madame Thevenet
de perfil, magra y rígida como un poste y con las cintas de su gorro de dormir
atadas bajo la barbilla. Uno de sus ojos miraba hacia nosotros. Era espantoso.
Hasta
entonces, Jezabel había hablado poco. Escogió ese momento para venir de nuevo a
restregarse contra mí. Sus verdes ojos entrecerrados relumbraban al reflejo del
candelabro del señor Duroc.
Sin cesar,
murmuraba:
—Usted no me
odia, ¿verdad?
Maurice,
déjame que haga una pausa.
Desde que
escribí esa línea había dejado la pluma a un lado, apretándome los ojos con las
manos. Estaba pensando de nuevo. Pero déjame ensayar otra vez.
Pasé dos horas
completas en el dormitorio de Madame Thevenet, al final de las cuales, ya
sabrás por qué, me alejé como un loco de allí y del número 23 de la calle
Thomas.
Las calles
estaban llenas de gentes, carruajes y ómnibus. Como no sabía dónde refugiarme,
di al cochero la dirección del «saloon». Hasta ese momento no había comido
nada, y sentí la cabeza un tanto liviana. Seguramente quería abrir mi corazón a
los amigos que me habían rogado que volviese. Pero ¿dónde estaban ahora?
Un nuevo
grupo, completamente distinto, retozaba en el bar, bajo la brillante luz del
gas y la no menos brillante pintura. De todos aquellos que me habían vitoreado
y golpeado la espalda, no quedaba ninguno. Sólo aquel anciano gigantesco que
había hablado de amistad con Washington. Pero yacía inconsciente, con la cabeza
entre las manos. Tuve el atrevimiento de deslizar unos cuantos billetes en su
bolsillo. Sólo quedaba él.
No, había
otro.
No creo que
estuviese esperándome. Pero allí estaba el señor Thaddeus Perley, todavía
sentado ante la mesita, junto al pilar, bajo el mechero de gas, contemplando
ensimismado una copa vacía que tenía entre las manos.
El mismo se
había sentido forastero, probablemente era francés. Eso sería maravilloso,
pensé yo, recordando a todos los ingleses que habían acabado con mis nervios.
—Señor —le
pregunté—, ¿me permitiría compartir su mesa?
El señor
Perley dio un brinco. Como si acabase de despertar de un sueño. Ahora no estaba
borracho. Seguramente la ansiedad de su rostro se debía más a falta de
estimulante que a su exceso.
—Señor
—tartamudeó, incorporándose—, estaré muy honrado por su compañía.
Automáticamente
abrió la boca para llamar a un mozo. Su mano se había dirigido al bolsillo; le
detuve.
—No, no
—dije—. Si usted quiere, puede pagar una segunda botella, pero la primera es
mía. Estoy destrozado y quiero hablar con un caballero.
Al oír esta
última palabra, cambió la expresión de su rostro. Se sentó, haciéndome una
grave cortesía con la cabeza.
Sus ojos, de
brillo muy expresivo, estudiaron mi rostro y mi confusión.
—Usted está
enfermo, señor Lafayette —dijo—. ¿Tan pronto le ha entrado la nostalgia en este
«civilizado» país?
—Es verdad que
estoy apenado, pero no por causa de la civilización o por falta de ella. Estoy
preocupado, señor Perley, por los milagros o por la magia. ¡Estoy preocupado
por un problema que la inteligencia de ningún hombre sería capaz de resolver!
El señor
Perley me miró de extraña manera. En ese momento, alguien trajo una botella de brandy y sus accesorios. La vacilante mano de Perley vació
una generosa ración en mi copa y otra mayor en la suya.
—Es muy raro
eso —observó, mirando el vaso—. ¿Se trata de un asesinato?
—No, pero ha
desaparecido un valiosísimo documento. La más concienzuda búsqueda de la
policía no ha podido encontrarlo.
Mr. Perley,
por alguna razón de mí desconocida, se mostró como ofendido.
—¿Un
documento, dice usted? —Su carcajada parecía responder a una broma—. ¡Vamos!
¿Por casualidad era una carta?
—No. Era un
testamento. Tres grandes hojas, del tamaño que ustedes llaman de oficio.
Escúcheme.
Mientras
Perley añadía agua a su brandy y tragaba una tercera
parte de él, yo me incliné sobre la mesa.
—Madame
Thevenet, de quien seguramente me oyó hablar antes, es una inválida. Pero,
hasta las primeras horas de esta mañana, no tenía que estar sujeta a la cama.
Podía moverse y andar por el cuarto. Había sido inducida a salir de París, y
alejarse de su familia por una mujer de ojos verdes llamada Jezabel.
»Pero un buen
abogado de esta ciudad, Mr. Duroc, sospechó que Madame sentía remordimientos
por lo que había hecho con su hija. Y anoche la persuadió, por fin, de que
firmara un testamento en el que le dejaba toda su fortuna.
»Esta hija,
Claudine, tiene mucha necesidad de dinero. De mí y de mi hermano, que tenemos
algo, no acepta ni un céntimo. Su prometido, el teniente Delage, es tan pobre
como ella. Además, si no abandona Francia y va a Suiza, morirá. Claudine tiene
una enfermedad que elegantemente se ha llamado consunción.
Mr. Perley
detuvo la copa que iba a beber.
Ahora me
creía, no cabía duda; pero debajo del negro pelo, que le caía sobre la frente,
su rostro se había vuelto tan blanco como su nítida y remendada pechera.
—¡El dinero es
tan poca cosa! —murmuró—. Tan poca cosa…
Levantó su
copa y la vació.
—No pensará
que me burlo de usted.
—No, no —dijo
Mr. Perley, tapándose los ojos con una mano—. Yo mismo conocí un caso
semejante. Ella murió. Continúe, por favor…
—Anoche,
repito, Madame Thevenet cambió de manera de pensar. Cuando llegó Mr. Duroc, en
su visita semanal, con la noticia de que yo llegaría hoy, Madame comenzó a
temblar de ansiedad y de terror. «La muerte se aproxima», dijo. Tenía un
presentimiento.
Mientras iba
hablando, Maurice, volvió a mí el recuerdo de aquel oscuro dormitorio de color
verde arsénico, de aquella cerrada casa y de lo que Mr. Duroc me había contado.
—Madame
—continué— le pidió a Mr. Duroc que echase el cerrojo a la puerta de la
habitación. Tenía miedo de Jezabel, que espiaba silenciosamente. Mr. Duroc le
acercó al lecho una carpeta de escribir y dos buenos candelabros. Madame estuvo
hablando durante largo rato, llena de contrición y abatimiento, de la historia
de un desdichado matrimonio, todo lo cual hubo de escribir Mr. Duroc,
terriblemente turbado, hasta llenar tres grandes hojas de papel.
—Pero,
¿llegaron a terminar el documento?
—Sí. En el
testamento se lo dejaba todo a su hija Claudine. Revocaba con él, uno anterior,
en el que dejaba su dinero (ya sabe que esto se puede hacer ante la ley
francesa) a Jezabel, Jezabel, la de la sucia figura y el ceniciento pelo rubio.
—Bueno, y
entonces…
Mr. Duroc sale
un momento a la calle, elige a dos ciudadanos cualquiera. Madame firma el
documento y los hombres de la calle estampan sus firmas como testigos. Luego se
van. Mr. Duroc dobla el testamento y se dispone a guardarlo en su carpeta.
Ahora, Mr. Perley, concentre su atención en lo que sigue.
»—No, no, no
—grita Madame, haciendo oscilar la sombra de su gorro de dormir—. Quiero
conservarlo por esta noche…
»—¿Sólo por
esta noche, Madame?
»—Quiero
apretarlo contra mi corazón. Quiero leerlo una, dos mil veces. Mr. Duroc, ¿qué
hora es?
ȃl saca su
reloj de oro, lo abre. Ve con sorpresa que es la una de la madrugada. Toca el
resorte y siente sonar la una.
»—Mr. Duroc
—implora Madame—, quédese aquí conmigo el resto de la noche.
»—Madame
—exclama Mr. Duroc, muy sorprendido—, eso no sería correcto.
»—Sí, tiene
razón.
»Mr. Duroc
asegura que nunca la vio más animada, más llena de vida y de vivacidad, más
gran dama, que en aquel momento, en la sombra verde de aquel sombrío cuarto.
»Pero, al
parecer, el hecho de estar más consciente que nunca la hizo atemorizarse de
Jezabel, a la que no se veía por ningún lado. Señaló la carpeta de Duroc, y
dijo:
»—Creo que
tiene usted mucho trabajo…
»Mr. Duroc se
lamenta:
»Dios sabe que
sí…
»—Aquí fuera,
al lado de la puerta del cuarto, hay un pequeño cuarto de vestir. Ponga allí su
escritorio, junto a la puerta, de modo que nadie pueda entrar sin que usted lo
vea. Trabaje allí. Tendrá una buena lámpara. Hágalo, por favor. Por la
salvación de Claudine y en nombre de una antigua amistad.
»Como es
natural, Mr. Duroc vaciló.
«Por último,
accedió a los ruegos.
«Colocó su
escritorio contra el otro lado de la puerta, estaba de perfil contra el fondo
verde de las cortinas, corridas por todos lados menos por uno, mientras una
larga vela ardía en él velador que tenía a su derecha.
»¡Qué noche!
Me parece ver a Mr. Duroc frente a su escritorio, en un cuartito sin
ventilación, donde no sonaba ningún reloj. Le veo sacándose de cuando en cuando
los anteojos para frotarse los ojos con una mano. Le veo sobre sus legajos,
mientras su pluma rasguea en las malditas horas de la noche.
»No oyó nada,
o apenas nada, hasta las cinco de la mañana. Entonces sintió un grito, que le
dejó helado. Un grito que describe como el de un sordomudo.
»La puerta de
comunicación no había sido cerrada por el lado de Madame, por si ésta
necesitaba repentina ayuda.
«En la mesa,
junto a Madame, la vela se había convertido en un informe montón de cera, sobre
la que todavía revoloteaba una desmayada llama azul. Madame estaba rígida, con
su puntiagudo gorro de dormir. La excitación de la noche anterior, el
remordimiento de su cansado corazón, le habían producido una parálisis general.
Mr. Duroc trató de interrogarla, pero ella sólo pudo mover los ojos.
»En este
instante, Mr. Duroc advierte que falta el testamento que ella apretaba entre
las manos.
»—¿Dónde está el
testamento? —gritó Duroc.
»Los ojos de
Madame se fijaron en él. Luego se movieron, para detenerse insistentemente en
un conejo de juguete, uno de esos conejos de unos cuatro centímetros de altura,
color de rosa, que suelen haber sobre las camas. De nuevo miró a Mr. Duroc,
como para hacer hincapié sobre esto; luego sus ojos giraron, para terminar con
tremendo esfuerzo por mirar hacia un barómetro que cuelga en la pared, cerca de
la puerta. Tres veces hizo lo mismo, antes de que se apagase la oscilante
llama.
Y yo, Armand
de Lafayette, hice aquí una pausa en lo que le relataba a Mr. Perley. Y luego
dije:
—El testamento
no pudo ser robado. Ni siquiera Jezabel pudo deslizarse por las ventanas
cerradas ni pasar a través de la custodiada puerta. Tampoco fue escondido, ya
que no ha quedado sin registrar ni una pulgada del cuarto. Pero el testamento
ha desaparecido.
Dirigí una
mirada a Mr. Perley.
El brandy, estoy seguro, me había devuelto fuerzas y asegurado
los nervios. No estoy muy seguro, en cambio, de que a Mr. Perley le ocurriese
lo mismo. Estaba un poco arrebolado. Aquella su expresión salvaje, que ya había
observado antes, se había insinuado más fuertemente en un ojo, lo que daba a su
rostro la apariencia de un solo lado vivo. Me miró burlonamente.
Yo golpeé la
mesa.
—¿Me escucha
usted, Mr. Perley?
—¿Qué canción
canta la sirena —dijo— o qué nombre eligió Aquiles cuando se vio entre mujeres?
Aunque también debemos admitir que las conjeturas más complicadas tampoco
pueden estar fuera de lugar.
—No le
entiendo.
Mr. Perley
extendió sus dedos, examinándolos uno a uno como si se sintiera dueño del
universo.
—Hace muy poco
tiempo —observó— me preocupaba por esas fruslerías. —Sus ojos parecieron entrar
en un ensueño—. Le ofrecí, en el pasado, una pequeña ayuda al prefecto de
París.
—Es usted
francés. Lo imaginaba. —Luego, continué, observando su orgullosa mirada—: Lo
haría como «amateur», claro está.
—Claro está.
—Entonces su delicada mano cruzó la mesa y me apretó un brazo—. Otro pequeño
detalle, por favor: esa mujer, por ejemplo, que usted llama Jezabel.
—Fue ella la
que me recibió al llegar a la casa.
—¿Y qué?
Le narré mi encuentro
con Jezabel, con Duroc, y mi entrada en el cuarto de la enferma, donde estaba
el hirsuto policía y el saturniano doctor.
—Esa mujer
parece haber concebido por mí, y perdóneme, una especie de pasión que
seguramente se debe a unos fríos cumplidos que en cierta ocasión le dediqué en
París.
»Como le he
dicho, Jezabel no carecería de atractivos si se lavase el pelo. A pesar de
todo, cuando se volvió a frotar contra mi costado y me preguntaba si la odiaba
de verdad, me sentí poco menos que aterrorizado. Me pareció como si yo fuese el
responsable de toda la tragedia.
»Mientras
estuvimos junto al lecho, Mr. Duroc me contó la historia que yo le he
transmitido a usted. La pobre paralítica la confirmaba con los ojos. El odioso
conejo de color rosa estaba en el mismo lugar de la cama. Y detrás de mí, en la
pared, el barómetro. Aparentemente, y como para mí, Madame realizó su
implorante pantomima: miraba al conejo, giraba los ojos y miraba el barómetro.
¿Qué querría decir? El abogado gritó: «Más luz. Si han de tener las ventanas
cerradas, por lo menos que traigan más luz».
»Jezabel se
deslizó hacia fuera, en busca de luz. Durante su explicación, Mr. Duroc había
mencionado mi nombre varias veces. A la primera de ellas, el hirsuto policía
saltó, dejando a un lado su navaja. Hizo una seña al doctor Harding, que fue
hacia él, y celebraron una pequeña conferencia.
»Luego el
policía se levantó.
»—Señor
Lafayette —sacudió mi mano pomposamente—. Si hubiera sabido que era usted, no
me hubiese quedado allí como un tonto.
»—Usted es
policía —dije—, no tiene que dar ninguna explicación.
»Movió la
cabeza.
»—Estas gentes
son francesas, señor Lafayette, y usted es americano —continuó con una notable
falta de lógica—; por lo tanto, si es que están diciendo la verdad…
»—Presumamos
que sí.
»—Yo no puedo
decir dónde está el testamento —estableció positivamente—. Pero puedo decirle
dónde no está. No está escondido en este cuarto.
»—Pero
seguramente… —comenté con desesperación…
»En ese
momento llegó Jezabel precedida del roce de su vestido de tafetán marrón, con
un manojo de velas y una caja de fósforos de una marca nueva: «Lucifer».
Encendió varias velas, pegándolas en cualquier superficie con su propia cera.
»Eché una
mirada alrededor de la habitación, observando dos o tres buenos muebles. Pero
los brazos y respaldos estaban sucios. Unos cuantos espejos creaban una rara
vida espectral. Divisé más claramente el empapelado de las paredes, la puerta
entreabierta de un armario. El suelo era de madera.
»Durante todo
este tiempo sentía dos pares de ojos fijos en mí. La implorante mirada de
Madame y la amorosa de Jezabel. Acaso hubiese podido soportar una, pero las dos
juntas me ahogaban.
»—El señor
Duroc —dijo el policía, golpeando el hombro del aludido— mandó un mensaje en un
coche, esta mañana, a las cinco. ¿A qué hora llegamos aquí? A las seis.
»Luego hizo
sonar los dedos en una especie de alarde de orgullo y eficiencia.
»—¿Por qué,
señor Lafayette, ha habido catorce hombres en este cuarto, desde las seis de la
mañana hasta poco antes de que usted llegara?
»—¿Para buscar
el testamento?
»El hirsuto
hombre afirmó, cruzando los brazos:
»—Suelo
sólido. —Golpeó las tablas—. ¿Paredes y techos? No hemos dejado ni una pulgada
sin revisar…
»—Pero Madame
Thevenet no era una inválida hasta esta mañana —insistí—, podía moverse, si se
asustaba… de algo y hubiese decidido esconder el testamento…
»—¿Dónde lo
podría ocultar?
»—En los
muebles.
»—Han venido
los tapiceros. No hay compartimientos secretos.
«—En uno de
los espejos…
»—Los hemos
desarmado todos… Ningún testamento está escondido aquí.
»—Arriba en la
chimenea —grité.
»—Ha subido un
deshollinador —declaró el policía, con su acompasado modo de rumiante.
»El conejo
rosado parecía mirarnos de reojo desde el lecho. En un desesperado esfuerzo me
fijé en las cintas de gorro de dormir que se ataban bajo la escuálida barbilla.
»—¿Se les ha
ocurrido examinar la cama y debajo de Madame?
»—¡Pobre
señora! —exclamó, como si hablase de una muerta—. La levantamos tan suavemente
como a un recién nacido. ¿No es así, señora? Ningún escondrijo. Ni en las
cortinas, ni en las ropas, ni en las sábanas.
«Súbitamente
el policía se enfadó, como si quisiera escapar del asunto.
»—Y tampoco
está en el conejo de juguete —dijo—, porque, como puede ver si lo mira de
cerca, lo hemos desarmado. Tampoco está en el barómetro. No está aquí.
»Cayó un
pesado silencio, tan pesado como el aire de aquella habitación.
»—Está aquí
—murmuró Mr. Duroc—. Tiene que estar aquí.
»Jezabel
permanecía en pie, humildemente, con los ojos bajos.
»A mi vez, lo
confieso, perdí la calma. Me dirigí hacia el barómetro y lo golpeé. Su aguja me
indicaba lluvia, frío, se movió aún más hacia el mal tiempo. No estaba lo
bastante loco como para golpearlo con el puño. En lugar de eso, me arrastré por
el suelo buscando algún escondrijo, tanteé las paredes, mientras el policía
repetía que nadie tenía que tocar nada, y que él no se haría responsable. Luego
examiné el armario. Allí colgaban algunos vestidos de Madame, y en el anaquel…
En el anaquel encontré gran número de frascos de perfume. Todavía hoy creo que
muchos compatriotas míos piensan que los perfumes son sustitutos del agua y
jabón, y las manos de Madame me confirmaban en ello. Además había unas novelas
llenas de polvo y una arrugada y sucia edición del «New York Sun» de ayer. En
los papeles tampoco estaba el testamento, pero sí un escarabajo que corrió
entre mis manos. Con un asco enorme, tiré el escarabajo al suelo y lo pisé.
Cerré la puerta del armario, y me resigné a la derrota. El testamento había
desaparecido. En ese instante dos voces se elevaron en la penumbra del cuarto.
»Una era la
mía:
»—¡Dios mío!
¿dónde está?
»La otra, la
de Mr. Duroc:
»—¡Mire a esa
mujer…! ¡Ella lo sabe!
»Se refería a
Jezabel.
»Mr. Duroc
indicaba hacia el espejo, temblándole la barbilla. Era un espejo borroso, como
todos los de la pieza. Nuestra Jezabel se había estado mirando en él, vuelta de
espaldas a nosotros, y ahora se encogió como si le hubiesen arrojado una
piedra. Con excelente dominio de sí, Jezabel convirtió ese movimiento en cortesía,
al mismo tiempo que nos miraba, no sin que yo viese antes una sonrisa helada,
llena de astucia y de burla.
»—¿Decía algo,
señor Duroc? —murmuró ella.
»—¡Óigame!
—dijo el abogado—. Ese testamento no se ha perdido. Está aquí. Usted no estaba
aquí anoche, pero lo sabe. Sabe donde está.
»—¿Usted no
puede encontrarlo? —preguntó Jezabel.
»—Voy a
hacerle una pregunta, en nombre de la ley —repuso el abogado.
»—Pregúnteme
—dijo Jezabel.
»—Si Claudine
Thevenet hereda el dinero al que tiene legítimo derecho, usted será bien
recompensada. Usted conoce a Claudine… Pero si no se encuentra el testamento,
entonces usted lo heredará todo y Claudine morirá…
»—Sí —dijo
Jezabel apretando una mano contra su pecho—, usted mismo, señor Duroc,
testificará que toda la noche ardió la vela junto a la cama de Madame. Bien,
pues la pobre señora, arrepentida de lo que había hecho, y de su ingratitud
hacia mí, quema el testamento en la llama de la vela, deshace las cenizas y las
desparrama al viento.
»—¿Es verdad
eso? —grita el señor Duroc.
»—Ellos lo
verán… En cuanto a usted, señor Armand…
»Se deslizó
hasta mi lado y sólo puedo decirle que vi sus ojos al desnudo, su alma, por
decirlo así.
»—A usted le
daría todo lo que hay en el mundo… menos aquella carita de muñeca que está en
París.
»—¡Escúcheme!
—dije airado, apretando sus hombros—. Usted no puede darme a Claudine, porque
Claudine se va a casar con otro hombre.
»—¿Qué puede
importarme eso mientras usted la ame?
»Se oyó un
pequeño ruido. Alguien había dejado caer un cuchillo al suelo.
»Creo que
nosotros tres habíamos olvidado que no estábamos solos. Teníamos dos
espectadores, aunque no entendiesen lo que hablábamos.
El doctor
Harding estaba ahora en el sillón verde. Sus largas y delgadas piernas
cubiertas por unos pantalones muy apretados, estaban enroscadas como dos
serpientes. Su sombrero de copa relumbraba. El policía que, antes se escarbaba
los dientes con un cuchillo, había dejado caer éste al suelo al tratar de
limpiarse las uñas.
»Pero ambos
parecían sentir la tensa atmósfera. Ambos estaban alerta como tocando el aire
con los tentáculos de sus nervios. El policía me gritó:
»—¿Qué es lo
que ocurre? ¿Qué le pasa ahora por la cabeza?
«Grotescamente,
la palabra «cabeza» me trajo una inspiración.
»—El gorro…
—exclamé.
»—¿Qué gorro?
»—El gorro de
Madame —puntiagudo y muy grande, estaba estrechamente atado bajo su barbilla.
Podría ocultar un documento bien doblado—. Pero usted comprende… —el policía
entendió rápidamente. Mientras yo levantaba la cortina del lecho de Madame, el
policía sostenía con una mano el candelabro, y con la otra tiraba del gorro de
la señora. No había ningún testamento; sólo un desorden de rizos en el viejo
cráneo.
»Madame
Thevenet había sido una gran dama. Esta tuvo que ser su última humillación. Dos
lágrimas resbalaron por sus mejillas. Seguía sentada, muy cómodamente, pero
algo pareció romperse en su interior. Luego cerró los ojos para siempre.
Jezabel rió.
»Este es el
fin de mi historia. Por eso escapé de esa casa como un loco. El testamento
había desaparecido como por obra de magia. Sea como sea, me tiene usted ante
esta mesa, desgreñado, avergonzado.
Durante unos
minutos, en cuanto hube terminado mi narración, me pareció que el «saloon» se
había quedado silencioso. Pero el desmayado golpeteo continuaba. Luego se
acalló, y sonó un coro acompañado por muchos banjos.
«Oh, vengo de
Alabama.
Con un banjo
en mis rodillas.
Y salgo para
Lousiana.»
La canción se
apagó, y el señor Perley ni la oyó siquiera. Permaneció encogido, mirando su
vaso vacío, de forma que yo no podía verle el rostro.
—Usted es un
hombre de buen corazón —dijo—, por lo cual estoy dispuesto a ayudarle en un
problema tan ridículo como ese.
—¿Ridículo?
Su voz
adquirió un tono cortante, pero sin desdén. Su mano daba vueltas a la copa,
lentamente.
—¿Me permitiría
dos preguntas? —preguntó.
—Dos
preguntas, no; dos mil.
—No serán
necesarias tantas. ¿Cuál es la exacta posición sobre la cama del famoso conejo
de juguete?
—Está casi a
los pies del lecho, en el centro, y un poco de perfil.
—Lo suponía.
¿Estaban los pliegos del testamento escritos por los dos lados, o por uno solo?
—El señor
Duroc dijo que por uno solo.
El señor
Perley alzó la cabeza.
Su rostro
estaba ahora congestionado por el licor. Sus ojos parecían más salvajes que
nunca. En su interior sentía el orgullo de Satán, lleno de desdén por la
inteligencia de los demás; a pesar de ello, habló con dignidad y cuidadosa
claridad.
—Es irónico,
señor de Lafayette, que sea yo quien le diga cómo encontrar ese perdido
testamento y ese evasivo dinero, desde el momento que, le doy mi palabra, nunca
he podido realizar tal servicio para mí. —Aquí sonrió ante una secreta broma—.
Quizá, su error se deba a la gran simplicidad del caso.
Me limité a
mirarle, aturdido.
—Quizás el
misterio es demasiado sencillo, demasiado evidente.
—¿Se burla
usted de mí? Yo no…
—Acépteme como
soy o déjeme —contestó el señor Perley, golpeando la mesa con su copa—. Además…
—sus ojos se fijaron en un anuncio de viajes que había en la pared—. Yo… salgo
para Inglaterra mañana en el Parnassus, y desde allí
iré a Francia.
—No quise
ofenderle. Pero si sabe algo hábleme.
—Madame
Thevenet —dijo, echando cuidadosamente mas brandy en
su copa—, escondió el testamento en medio de la noche. ¿Le sorprende que tomase
tantas precauciones para hacerlo? Pero, los elementos del «outre» deben siempre
revelarnos su sentido. ¡Jezabel no debía encontrarlo! Además, Madame no se
fiaba de nadie, ni siquiera del médico que la atendía. Si Madame moría de un
ataque, llegaría la policía y descubriría la estratagema. Aunque se quedara
paralítica, siempre habría mucha gente en el cuarto. Su error cardinal, el de
usted quiero decir, fue de raciocinio. Me ha dicho que Madame, para darle una
clave, miraba a un punto cerca de los pies de la cama… ¿Por qué supuso usted
que miraba precisamente al conejo?
—Porque el
conejo de juguete era el único objeto que había allí…
—Perdón, pero
no lo era. Me ha informado usted mismo varias veces de que las cortinas estaban
corridas por todos lados, a excepción de uno de ellos, el que quedaba frente a
la puerta. Por lo tanto, y aunque no veamos el cuarto, puede suponerse que las
cortinas de los pies de la cama, estaban cerradas.
—Es verdad…
—Después de
mirar fijamente al punto representado por el muñeco, según dice usted mismo,
giraba los ojos en redondo. Podemos deducir que deseaba que las cortinas fuesen
corridas para ver algo más allá de ellas.
—Es posible…,
sí.
—Dirijamos
nuestra atención, brevemente, al incongruente fenómeno del barómetro, en la
otra pared. El barómetro indica: frío, lluvia. El frío está en camino. A pesar
de que hoy haya sido un día caluroso…
—Sí, claro…
—Usted mismo
me contó lo que había exactamente a los pies de la cama. Si las cortinas
hubiesen estado descorridas, ¿qué habría visto Madame desde la cama?
—El fogón… ¡La
chimenea!
—Justo. ¿Y qué
se necesita para encender el fuego de la chimenea? Se necesita carbón, se
necesita leña, y se necesita… papel…
—¡Es verdad!
—grité.
—En la alacena
del cuarto había una edición entera y arrugada del New York
Sun para encender el fuego del día. Pero fue sustituida durante la noche
por alguna otra cosa. Usted mismo mencionó el sucio estado de las manos de
Madame Thevenet. Señor Lafayette, usted encontrará el testamento arrugado, pero
con sus bordes asomando bajo el carbón y la leña de la chimenea. Era demasiado
evidente… y ahora váyase pronto…
—¡Vaya, le
digo! —gritó, con una expresión más salvaje en sus ojos—. Jezabel no podía
encender el fuego sin despertar sospechas. Hacía un tiempo muy caluroso y, por
otra parte, todo el día hubo allí policías con instrucciones de que nadie
tocase nada.
¡Pero ahora!
Madame Thevenet le advirtió que el fuego no debía ser encendido.
—¿Me esperará
usted aquí? —le pregunté.
—Sí, sí. Y
quizás habrá paz para la niña enferma.
Mientras yo
corría hacia fuera, todavía pude ver la figura lastimosa y grotesca caída sobre
la mesa…
La esperanza
me iba y venía al compás del látigo del cochero.
El hirsuto
oficial de policía descendía en aquel momento los escalones de la entrada.
—Ninguno de
nosotros tiene que hacer ya aquí, señor Lafayette —exclamó alegremente—. La
anciana, ¿cuál era su nombre?, quemó ese testamento en la llama de la vela.
Cuando se
abrió la puerta me precipité al interior de la oscura casa, irrumpiendo en el
dormitorio.
El cadáver
estaba todavía en aquel inmenso y sombrío lecho. Casi todas las velas se habían
consumido totalmente. El cuchillo del policía continuaba en el mismo sitio
donde éste lo había dejado caer. Jezabel estaba, arrodillada en el suelo con la
pequeña caja de fósforos «Lucifer» que ya antes había traído. El fósforo
derramaba una llama azulada; observé como ansiosamente acercaba el fósforo al
hogar.
—Un «Lucifer»
—dije— en manos de Jezabel.
La empujé a un
lado y cayó contra el sillón. Rodaron carbones y carboncillos y trozos de leña
mientras yo hurgaba aquel fogón no encendido. Palos pequeños, palos grandes;
por último lo encontré. Arrugado y sucio, pero incuestionablemente el
testamento de Madame.
Lo cierto es
que no vi a Jezabel levantar el cuchillo del policía. No distinguí nada hasta
que ella lo lanzó y se clavó en mi espalda.
Calma,
hermano. Te he asegurado que todo iba bien. En ese momento, te aseguro que no
tuve conciencia de ningún dolor. Le pedí prestada al señor Duroc su vieja
levita para ocultar la sangre y volví al bar, a la mesa, bajo la lámpara de
gas.
Durante todo
el camino de regreso planeé lo que haría. Mr. Perley, aparentemente un
extranjero en este país y seguramente muy pobre aquí y en Francia, a pesar de
su inmenso orgullo no podría rehusar (por un servicio tal) a una suma que lo
confortara para el resto de su vida.
Entré
precipitadamente en el «saloon», pero me detuve. La pequeña mesa cerca del
pilar y bajo el mechero de gas estaba vacía.
Cuanto tiempo
permanecí allí, no puedo decirlo. Mi chaqueta, que al principio estaba empapada
de sangre, se pegaba ahora a la levita. Súbitamente divisé el rostro redondo
del barman con el diente de oro, que me había estado sirviendo aquella tarde y
que había vuelto. Como una muestra de respeto, salió detrás del bar y vino a mi
encuentro.
—¿Dónde está
el caballero que se encontraba sentado en aquella mesa?
Apunté hacia
allí. Mi voz, que evidentemente parecía muy ansiosa, tenía una entonación que a
él debió de antojársele de ira.
—No se
preocupe, señor —dijo apresuradamente—. Ya está arreglado. Solemos arrojar a
los borrachos de aquí.
—¿Ustedes
arrojaron…?
Le habían
echado al arroyo. Tuvo que andar a gatas antes de poder levantarse. Pidió una
botella de brandy y no la pudo pagar. —El camarero
cambió su expresión triunfante—. ¡Por el amor de Dios, señor! ¿Qué le pasa?
—Yo pedí ese brandy.
—Pero él no lo
dijo —contestó el camarero—. Sólo se quedó mirando con aquellos ojos de medio
loco, diciendo que un caballero puede dar su tarjeta.
—El señor
Perley —dije, reprimiendo un impulso de matar al barman— es un amigo mío. Parte
para Francia mañana temprano. ¿En que hotel para? ¿Dónde puedo encontrarle?
—¡Perley! —se
mofó mi interlocutor—. Ese no es siquiera su verdadero nombre. Tiene unas ideas
grandiosas. Pero su verdadero nombre está en la tarjeta.
Un destello de
esperanza casi me cegó.
—¿Guardó usted
esa tarjeta?
—Sí, la guardé
—gruñó el barman buscando en sus bolsillos—. ¡Dios sabe por qué, pero la
guardé!
Y por último,
Maurice, ¡triunfé!
Es cierto que
me desmayé a consecuencia de mi herida y que la fiebre me hizo olvidar que
debía estar en el muelle a la salida del Parnassus. Y
debo permanecer encerrado en el cuarto de mi hotel, sin poder dormir hasta que
logre tomar el vapor de regreso a casa. Pero donde yo fallé, tú puedes
triunfar. Debía llegar a Inglaterra en el Parnassus y
luego pasar a Francia. Así me dijo.
Tú lo puedes
encontrar… Seis meses más, te doy mi palabra, y quedará libre de la miseria
para siempre.
La tarjeta
dice lo siguiente:
Por una
botella del mejor brandy, cuarenta y cinco centavos.
(Firmado)
Edgar A. Poe.
Un abrazo de tu hermano,
Armand.
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