Stuart Palmer (1905–1968) fue un autor estadounidense de misterios. Palmer, nacido en Baraboo, Wisconsin, trabajó en una serie de trabajos ocasionales, entre ellos la selección de manzanas, el periodismo y la redacción publicitaria, antes de publicar su primera novela, el drama criminal Ace of Jades , en 1931. Sin embargo, fue con su segunda novela que estableció su carrera como escritor: The Penguin Pool Murder presentó a Hildegarde Withers, un miembro de la escuela que, en un viaje al acuario de Nueva York, descubre un cadáver en la piscina. Withers era un personaje inmensamente popular y protagonizó otras trece novelas, entre ellas Miss Withers Regrets (1947) y Nipped in the Bud.(1951). Palmer, un maestro de la intrincada conspiración, tuvo éxito al escribir en Hollywood.https://www.goodreads.com/author/show/99754.Stuart_Palmer
EL
SIMULADOR
Stuart Palmer
R
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OSCOE Brock había sido
siempre el niño mimado de la suerte, hasta que la suerte se le escapó
súbitamente de las manos. Si los acontecimientos del futuro se anunciasen antes
con su sombra, la vida de Brock hubiese estado compuesta de una serie de
sombras, todas ellas de tétrico aspecto.
Cierto sábado,
por ejemplo, salió a dar un breve paseo a caballo y regresó a casa con un
agujero de bala en el sombrero. Poco más tarde ocurrió lo de aquella botella de
coñac abierta para celebrar su cumpleaños y que tuvo que ser desechada por el
mal aspecto de su contenido. Pero dicha botella fue a parar a manos de la
criada negra; y la criada negra apareció varias semanas después a reclamar su
salario, con el aspecto de quien ha estado de visita en el valle de la Muerte,
como en verdad estuvo. En otra ocasión, obligado por un repentino chubasco,
Roscoe Brock se refugió en una estación del metro; fue empujado fuera del andén
y cayó ante las ruedas de un tren que se detuvo a escasos centímetros de su
cuerpo.
Tres
estupendas casualidades, de esas que no se repiten a menudo.
El siguiente
acontecimiento fue la señorita Hildegarde Whithers; algo así como unir el insulto
a la agresión.
La maestra
solterona estaba sentada en el relativo frescor del jardín de un restaurante de
las afueras, hojeando un libro y ante una taza de café.
—Y las
víctimas nacen o se producen en la sociedad, lo mismo que los criminales… ¿Me
escuchas, Oscar Piper?
El inspector
salió de su meditación, sobresaltado. Estaba tratando de averiguar lo que
parecía su compañera de mesa con el extraño sombrero que llevaba aquella noche.
Tal vez recordaba una de esas casas holandesas, llenas de ángulos, que tienen
un nido de cigüeñas en el tejado.
—Sí,
Hildegarde… Muy interesante, pero…
El resoplido
de su interlocutora pudo ser oído con toda claridad.
—El libro del
doctor Henting es más que interesante; es todo un nuevo enfoque de la
criminología. Nos sugiere que muchas víctimas, prácticamente, son víctimas
porque lo piden ellas mismas. Se interponen en el camino del criminal y le
tientan. Y, sin embargo, los expertos en seguros afirman que hay personas
inmunes a los accidentes. ¿No te has encontrado con otras que parecen ser
inmunes al crimen?
Mientras el
inspector sacudía la cabeza, la solterona prosiguió:
—¿No
refrescaría tu memoria el nombre de Roscoe Brock?
—Tú has estado
escuchando detrás de las puertas, o de algo parecido, ¿verdad?
—No. Pero
tengo fuentes de información propias. Y entre paréntesis, ¿es verdad que Brock
suscribió una póliza de seguros por valor de cien mil dólares, porque está
convencido de que ha de dejar pronto este valle de lágrimas?
—¡Ah, este
maldito tiempo! —exclamó el inspector—. El calor y la humedad aumentan la
estupidez humana… Verás, Hildegarde. El otro día vino a mi despacho una señora
que dijo llamarse Millicent Jones. Una de esas mujercitas suaves y agradables,
que parecen incapaces de asustar a una gallina, pero que saben empujar hasta
que se abren paso. Se me presentó como la secretaria particular de ese Brock…
—De ese Brock
a quien llaman «el joven brujo de Wall Street», que ha amasado varios millones
y los ha perdido después; de ese Brock que se ha casado dos veces y divorciado
otras tantas con la misma mujer, una bailarina llamada Nadia, que malgasta sus
encantos en el aire viciado de Hollywood… No te sorprendas tanto; una maestra
jubilada no tiene más entretenimiento que el de leer los periódicos… Pero
sigue, soy toda oídos.
—¿Oídos?
¡Querrás decir narices!… Bueno, pues esa Jones
asegura que su jefe está al borde de la tumba. Y pretende que nosotros dejemos
todo lo que tenemos entre manos y evitemos ese peligro. Sin embargo, ella no
puede sugerirnos ninguna posible causa de lo que teme…
—Es decir, que
la dama en cuestión está más preocupada que la posible víctima…
—Por lo menos,
no es tan fatalista. Ha trabajado muchos años con Brock y no quiere que se lo
maten…
—Me imagino,
Oscar, que le habrás dicho, con tu habitual diplomacia, que si realmente llegan a matárselo, tú mismo investigarás los
hechos.
El inspector
adoptó una actitud de mansedumbre.
—Verás.
Resulta que el Departamento está demasiado ocupado con homicidios que ya han
sucedido como para perder ahora el tiempo con acontecimientos posibles. Además
esa clase de accidentes, o casi accidentes, le pueden ocurrir a cualquiera.
—El asesinato
también le pueden ocurrir a cualquiera —repuso la señorita Withers en tono
cortante—. Y suceden en el mundo con un promedio de 45 minutos. Además, yo no
estoy tan convencida de que siempre sean accidentes los que parecen serlo; y te
lo voy a demostrar. Mira: Uno de mis antiguos alumnos ha llegado a ser
inspector de seguros. Él es, precisamente, quien me ha dicho que no están muy
tranquilos con la nueva póliza de Brock. Han oído ciertos rumores, y quisieran
saber si el hombre tiene verdaderamente menos probabilidades de vida de las que
debería tener a su edad. Me han pedido consejo extraoficialmente sobre la
posible cancelación de la póliza. Y comprenderás que, si la policía está
dispuesta a cruzarse tranquilamente de brazos mientras matan a Brock, yo no lo
estoy de ninguna manera.
—Los responsos
no se dirán esta noche, ¿no crees?
El inspector
parecía divertido. Añadió:
—Como tú
quieras, Hildegarde. Pero te apuesto algo a que te equivocas. Los asesinos de
verdad no pierden el tiempo con crímenes que puedan fracasar; van derechos al
asunto y, generalmente, con una pistola o con la punta de un puñal. Puedes
rastrear todas las pistas que quieras, Hildegarde; pero no me compliques la
vida…
Al amanecer
del día siguiente, antes de que sonasen las siete, la maestra solterona
atravesaba el Central Park con dirección al edificio de departamentos donde
Roscoe Brock tenía su hogar. Una vez llegada a ese punto, se puso a mirar con
esperanzados ojos hacia las ventanas del
piso quinto del inmueble. Pero todas aquellas ventanas estaban protegidas por
persianas, y sus miradas resultaron inútiles. En aquellos momentos, una mujer
salió por la puerta principal del edificio y subió a un taxi. Tenía la majestad
de una reina y llevaba un traje de noche rojo, cuatro brazaletes de diamantes y
una estola de martas cibelinas, como si ese fuera el atavío normal de aquella
hora del día. Se advertían, también, huellas de llanto en sus mejillas.
Pero hasta
horas más tarde, cuando la señorita Withers estaba absorta en el examen de un
fajo de periódicos viejos, en una sala de biblioteca pública, no relacionó a la
dama elegantemente vestida y de apariencia poco feliz, con Roscoe Brock. Y fue
cuando, en un número de un suplemento dominical atrasado, vio el mismo
orgulloso rostro bajo el siguiente encabezamiento: «Amor dos
veces fracasado». La información no parecía haber sido escrita con
tinta, sino con una solución perfumada de benzedrina. En ella se relataba cómo
la exótica Nadia Nórdica marchaba hacia Palm Springs para divorciarse por
segunda vez del «joven brujo de Wall Street». El dibujante la había retratado
ligeramente vestida y emergiendo de un bosque, como una ninfa, perseguida por
un apático dios Pan, que, aparentemente, se había detenido a leer la sección de
finanzas.
—¡Vaya, vaya!
—murmuró la señorita Withers.
Y tras unos
momentos de vacilación, decidió atacar de frente. Mediante una llamada
telefónica y un viaje en metro hasta el extremo de la ciudad, llegó a un
edificio que se alzaba sobre una famosa calle que comienza en el cementerio y
acaba en el río. Los nombres de las empresas de Roscoe Brock se leían sobre la
puerta, y eran tantos, que sin duda superaban al número de empleados que
trabajaban en el interior. La señorita Millicent Jones la estaba esperando.
—¿Usted es la
señorita Withers? He de confesar que me la imaginaba… de otro modo.
—Pues lo soy.
Algunas veces, señorita Jones, resulta una ventaja para mi tipo de trabajo el
no parecer un policía —declaró la maestra jubilada.
—Llámeme
Jonesy, como hacen todos.
Tanto el
vestido como los gestos de la secretaria parecían sugerir que se consideraba
más bella y más joven de lo que realmente era. Pero, de cualquier modo, se
advertía su gran competencia.
—El señor
Brock no está todavía en su despacho. Como es lógico, aún se encuentra un poco
impresionado por su experiencia del metro. Los hombres son como niños, ¿no le
parece?
La señorita
Withers murmuró que su experiencia, tanto con hombres como con niños, era muy
limitada. Y se dejó conducir por Jonesy.
—Venga por
aquí. Usaremos el despacho privado del señor Brock. Es cómodo y tranquilo.
Jonesy abrió
la puerta con una llave propia.
«Confortable y
acogedor como la tumba de Grant», pensó la maestra, a la vista de aquel
despacho, todo de madera oscura y grueso cuero. Rechazó el cigarrillo que le
ofreciera Jonesy y esperó a que ésta se dejase caer tras un macizo escritorio
de caoba y encendiera su propio cigarrillo, lanzando el humo por las dilatadas
ventanas de su nariz.
—Pues bien.
Como usted sabe, estoy a cargo de todos los asuntos personales de Roscoe Brock.
—Me parece que
el asunto más inmediato es mantenerle vivo.
—Exacto. Lo
que pretendemos es una investigación criminal anterior al delito.
Seguidamente,
Jonesy respondió a una serie de preguntas referentes a los accidentes de
Roscoe. El balazo había tenido lugar cuando éste pasaba un fin de semana en
casa de los Stevens. Bob Steven había sido su socio años atrás. La ruptura
había sido amistosa, y ambos hombres habían continuado su trato, aunque no muy
íntimamente. En un principio se culpó del disparo a algún cazador descuidado.
—Pero mayo no
es el mes más propicio para los Nemrods —observó la señorita Withers.
—Justamente. Y
tampoco pudo ser el rifle de calibre 22 con que juegan algunos muchachos,
porque el agujero que dejara en el sombrero de Brock —un hermoso Borsalino— era
lo suficientemente grande como para haber sido hecho por uno del 30 o del 32.
Jonesy se
refirió en seguida al incidente de la botella de coñac. Esta le había sido
enviada a Roscoe con un mensajero en unión de otros regalos. Aunque se había
perdido la tarjeta, todos supusieron que sería el regalo de algún antiguo
amigo, porque se trataba de su marca favorita. Se descorchó inmediatamente,
para una fiesta en la oficina, acompañándola de una tarta que llevaba la
inscripción «La vida comienza a los 40», regalo de las «chicas», y una caja de
cigarros obsequio de los hombres. Jonesy, por su parte, le había regalado un
par de «Glen Argyles» tejidos por sus propias manos. El caso es que se proponía
un brindis, cuando alguien descubrió que el contenido de la botella no estaba
en buenas condiciones. Acaso se había avinagrado, como suele sucederles a los
coñacs viejos. Fue arrojada al cesto de los papeles. Más tarde, cuando se tuvo
noticia de los efectos producidos en la mujer encargada de la limpieza, se
buscó el envoltorio original, pero éste se había perdido con todos los demás.
—¿Verdad que
fue una suerte que Brock sólo bebiese un trago muy pequeño? —preguntó Jonesy.
—Suerte para
todos, menos para la encargada de la limpieza —sugirió la señorita Withers.
—Sí, pobre
Verzine. El encargado del edificio dice que cuando vino a cobrar su sueldo
tenía la palidez verdosa de un muerto. Brock me hizo enviarle un cheque de cien
dólares, aunque no tenía ninguna obligación de hacerlo. Nadie le había mandado
a ella andar rebuscando en los cestos de papeles.
La
conversación fue interrumpida de pronto por el timbre del teléfono, que luego
volvió a sonar numerosas veces. Jonesy lo atendía, concertando y deshaciendo
compromisos para su jefe, discutiendo con el sastre o con los camiseros,
recordando al estanquero que otra vez había enviado los cigarros equivocados.
—Brock es un
niño, en el fondo —explicó Jonesy—. Sabe muy bien que no debe fumar esos
pesados Coronas, pero hay que vigilarlo constantemente para que no lo haga.
Finalmente
abordaron concretamente el asunto del accidente de la estación del metro, que
parecía ser el más misterioso. El ataque no pudo ser premeditado, porque nadie
sabía que Brock iba a salir temprano del despacho y que iría a vagar por las
tiendas de Times Square en busca de cactus y de plantas tropicales para su
terrarium.
—¿Su qué?
—Su terrarium.
Está sobre el bar que tiene instalado en el living room.
Es como un acuario, sólo que en lugar de agua, se le ponen tierra y cactus, y
hasta algún sapo y algún lagarto. Es una idea para provocar la sed de los
invitados.
—¡Dios mío,
cómo viven algunos! —dijo la señorita Withers moviendo la cabeza.
Pero Jonesy
continuó explicando el accidente del metro. Un súbito chubasco, con relámpagos
y truenos, había sorprendido a Roscoe, y éste, que toda su vida había temido a
las tormentas eléctricas, se refugió en la estación de la calle 47. Ya en ella,
se puso a leer tranquilamente el periódico, perdido entre la multitud, cuando,
de pronto, se vio empujado desde el andén a la vía.
—Pero esa vez
tuvo que haber muchos testigos…
—Demasiados.
En casos como éste, nadie nota nada. Ni siquiera el guardia o los empleados.
Todo ocurrió rápidamente. El que lo empujó debió de escaparse entre la
muchedumbre. Y llegado a una conclusión: los tres accidentes juntos, prueban…
—Entre otras
cosas, que el asesino en potencia es más tenaz que hábil. Y, entre paréntesis,
¿qué clase de gente viene por aquí?
—De todo un
poco —admitió Jonqsy—. Además de los asuntos de Bolsa, nos dedicamos a comprar
empresas en quiebra, a patrocinar inventos y a hacer subarrendamientos.
Teníamos intención de retirarnos. Roscoe Brock dijo siempre que cuando
cumpliese los cuarenta años se retiraría, para dedicarse a disfrutar un poco de
la vida.
—Disfrute de
la vida que viene a significar mujeres livianas y carreras de caballos, ¿no es
así?
—Usted no
conoce a Roscoe Brock. Para él no existen las coristas. Ya adquirió bastante
experiencia en esas cosas cuando se casó con aquella mujer.
Incluso llegó a financiar varios espectáculos musicales para protegerla. Pero
siempre se quemaba las manos. Y no es que ella careciera totalmente de talento,
no. Pero… —Jonesy sonrió furtivamente—. En fin, como le decía Brock tiene
intención de retirarse. Piensa en un pueblecito a orillas del lago Loon, en
Maine, donde hay abundantes truchas y salmones.
—Podrá
retirarse, si alguien no le retira antes por otros procedimientos. Y, sin
embargo, no parece haber nadie que tenga motivos para desear su muerte. ¿Qué me
dice de su antiguo socio?
—Oh, el señor
Stevens estuvo resentido durante cierto tiempo, porque Roscoe Brock le compró
todas sus acciones cuando la firma parecía a punto de quebrar, y al año
siguiente estábamos otra vez a flote. Pero ya todo está olvidado. Stevens
también asistió a la fiesta de cumpleaños, y hasta bebió un trago del dichoso
coñac; no lo habría hecho si…
—Comprendo. ¿Y
quién se beneficiaría con el testamento de Brock?
Jonesy movió
la cabeza.
—No existe
ningún testamento. Y el único pariente que yo le conozco es un primo lejano,
médico misionero en Corea.
—Por lo tanto,
fuera de toda sospecha. —La señorita Withers se incorporó—. Gracias. Me ha
ayudado usted mucho. Y ahora, ¿qué le parecería si llamase al señor Brock y le
anunciase mi visita?
La secretaria
pareció decepcionada.
—Pues… yo
había pensado que almorzaríamos juntas, usted y yo. Quería haberle indicado lo
que se puede hacer para proteger a Brock…
—Muy
agradecida, pero creo que, por ahora, prefiero jugar la partida sola.
Y sin escuchar
las posibles, protestas, la señorita Withers salió, con una vaga impresión de
malestar.
Ya de regreso
en el barrio alto de la ciudad, la maestra solterona aguardó durante cierto
tiempo a la puerta del departamento 5-A hasta que, después de haberse
identificado a voces a través de la puerta cerrada, ésta fue abierta por un
hombre en pijama y bata, que no podía ser otro que el mismo Roscoe Brock.
—Siento
haberla hecho esperar —dijo—. No he dormido nada esta noche, como usted puede
imaginarse.
Pensando en
Nadia, la señorita Withers comprendió perfectamente.
Mientras
tanto, su anfitrión le explicaba que había despedido a todos sus criados por
pura precaución.
—¡Lo más
terrible es que no puedo confiar en nadie!
La señorita
Withers le siguió hasta el living room. El «joven
brujo» de ayer era ahora un hombre nervioso y alarmado. Tenía una cara redonda
y juvenil, con una nariz sobresaliente y un cuerpo musculoso y grueso. Se podía
advertir, tras de su aparente seguridad, el miedo que le poseía.
—¿De modo que
usted es el experto en crímenes que envía la compañía de seguros para acabar
con todo esto?
—También
trabajo con la policía, algunas veces —advirtió la señorita Withers, sentándose
delicadamente en una silla.
El cuarto era
vistoso y llamativo, pero no acogedor. La maestra contempló, muy a pesar suyo,
una colección de estatuillas primitivas, talladas en madera, fetiches de
Polinesia y de África, que decoraban las paredes. Deidades poliformas, de
pesadilla.
—No mire mucho
este living —dijo Brock—. Parece un panteón. Cuando
alquilé esta casa, el invierno pasado, después de mi divorcio, dejé a Jonesy
que la arreglara a su gusto. Y me parece que se dedicó demasiado a la escultura
de la selva. A veces tengo la impresión de que me están pidiendo que les
ofrezca un sacrificio.
Brock
prosiguió, señalando una figurita de caoba, particularmente horrible, que
estaba sobre el piano:
—Ese es
Dumballa, de Haití. ¿Verdad que parece estar ansioso de ceremonias sangrientas?
La señorita
Withers dio un resoplido, y se dispuso a decir algo sobre los ídolos. Pero en
aquel momento sonó el timbre de la puerta.
Al poco rato
regresó Brock con algunas cartas, periódicos y paquetes postales.
—Es el correo
de la mañana. ¿Me permite un momento?
—¿Espera algo
importante? ¿Una amenaza o una exigencia de dinero?
Brock le lanzó
una rápida mirada y asintió:
—Tal vez.
Tiene que existir un plan concreto detrás de toda esta persecución y espero que
salga a la luz en cualquier momento.
Mientras el
señor Brock revisaba la correspondencia, la señorita Withers tuvo tiempo de
darse cuenta de que no era tan joven como le había parecido antes.
Probablemente era uno de esos hombres que, como Lindbergh, el duque de Windsor
o Mickey Rooney, pasan de la mocedad a la vejez sin apenas detenerse en la
madurez. Una manzana verde que se pudre, un joven con arrugas…
—¡Vaya! ¿Qué
es esto? —exclamó de pronto Brock, mostrando una pequeña caja de cartón,
sellada en su parte superior y provista de agujeros en sus lados—. Debe ser el
lagarto que encargué para mi terrarium. Pedí a una casa de Texas que me enviara
uno de esos animales que la gente llama sapos con cuernos. Creo que sería una
novedad para mis amigos ver una de esas bestezuelas a través del cristal.
Mientras
hablaba, Brock iba despojando la caja de su envoltorio. De pronto lanzó un
grito y tiró la caja lejos de sí.
—¡Cuidado, por
Dios! —dijo.
—Ya
tengo cuidado
—respondió la señorita Withers desde lo alto del piano, mientras se alzaba las
faldas más arriba de las rodillas.
En un
principio pensó que lo recibido por Brock sería algún ejemplar equivocado, de
feo aspecto, y acaso ligeramente venenoso. Hasta que lo vio. Se arrastraba por
la alfombra, en dirección a ella. Era como un gusano de unos veinte centímetros
de largo, con el aspecto de un engendro de pesadilla, pintado por un niño que
usara por primera vez los colores. Opaco en la cabeza y en la cola, ribeteado
de negro, rojo y amarillo. Una criatura siniestra y escalofriante, con unos
ojos que miraban fijamente.
—¡Una
serpiente coral! —dijo Brock con voz ronca—. ¡Más mortífera que diez cobras!
—Viven en
América central, en Méjico y en los Estados del Golfo —recitó automáticamente
la señorita Withers.
Y cogiendo la
estatuilla del Dumballa, la dejó caer a plomo sobre el reptil, después de
elevarle una muda y fervorosa plegaria.
Pasado el
peligro, la maestra solterona descendió ágilmente del piano y fue a desmayarse
en el más próximo sofá. Cuando volvió en sí, encontró a Roscoe Brock, que
trataba de hacerle tragar un poco de whisky.
—¡Quite eso!
—gritó la señorita Withers—. Es peor que la serpiente…
Brock la
miraba con repentino respeto.
—Me parece que
la juzgué mal hace un momento.
—Bueno,
ahórrese los cumplidos.
La maestra se
puso en pie lentamente. La serpiente yacía aplastada contra la alfombra,
reducida a una sanguinolenta masa. Es posible que Brock la hubiese juzgado mal
antes, pero ahora también juzgaba mal su capacidad de resistencia. Volviéndose
a Brock, pudo balbucir:
—¿Dónde…?
Brock la
interrumpió.
—¿El cuarto de
baño? A la derecha —se apresuró a decir.
—No se trata
de eso. Pregunto por el teléfono —replicó secamente la señorita Withers.
Muy pronto,
las pisadas de la policía hollaban el alfombrado departamento. Se sacaron
impresiones digitales y se tomaron fotografías, incluso del obsceno Dumballa.
Al inspector
Piter le gustaba tener algo tangible que poder ofrecer al jurado. Por eso,
olvidando su anterior escepticismo, examinó minuciosamente la caja de cartón y
el envoltorio, así como la etiqueta escrita a máquina que figuraba sobre éste.
Envió a varios hombres tras el rastro de la caja y del papel, y a interrogar a
todos los mecanógrafos que pudieran tener alguna relación con el caso.
—Investigaremos
la procedencia de la serpiente. Es muy posible que venga de algún jardín
zoológico.
De pie en un
rincón del cuarto, Roscoe Brock había encontrado por fin unos oídos oficiales
dispuestos a escuchar sus quejas, y unos cuadernillos abiertos ante él para
anotar los hechos. Se encasquetó el sombrero Borsalino, y los técnicos
convinieron en que si la bala hubiese entrado un centímetro más abajo su vida
hubiese acabado allí mismo. También se habló de la agresión del metro,
precisando el lugar: cerca del extremo norte del andén, a medio camino entre la
máquina automática de chocolatines y el puesto de periódicos, justamente en
frente de un cartel de propaganda teatral.
—Para ser
millonario, Brock, ayuda usted mucho a la policía —observó suavemente el
inspector Piper.
—¿Y por qué
no? —repuso la señorita Withers—. Después de todo, antes que millonario es una
víctima en potencia. Y lo curioso, Oscar, es que son ya cinco ataques, y no se
sospecha todavía el motivo.
—Hay miles de
personas que tendrían un motivo —expresó más tarde el propio Brock—. He
reflexionado sobre ello. Nadie puede triunfar en los negocios sin dejar
perjudicados, aquí y allá. Tengo la conciencia tranquila pero seguramente habré
arruinado a muchos competidores; he despedido empleados que luego no pudieron volver
a colocarse, y he tenido éxito donde otros fracasaron. Deben existir centenares
de personas que me odian. Y alguno de ellos puede haber pensado tanto en mis
agravios, que haya llegado a desequilibrarse mentalmente.
—¿Manía
homicida?
El inspector
no parecía dispuesto a tragarse aquello.
—Después de
todo, sólo un maniático intentaría matarme enviándome por correo una serpiente
venenosa.
Piper aseguró
que prefería buscar algún sospechoso más concreto.
—¿Qué me dice
de su antigua esposa?
Roscoe Brock
rió en voz alta, como hacía muchos días que no reía.
—¿Nadia? Por
favor, no.
—En cierto
modo, usted arruinó sus esperanzas y sus ambiciones —insistió la señorita
Withers, observando la fisonomía de Brock.
—No comprendo
lo que usted quiere decir. Gasté cientos de miles en la carrera artística de
Nadia. Le proporcioné recitales en el Carnegie. Contraté para ella los mejores
maestros y hasta un pianista especial que la acompañase. Financié revistas,
despidiendo a otros artistas para que ella tuviera el papel principal. Hice por
ella lo que el dinero permite hacer…
—Exactamente.
Y luego cuando ella quiso que usted eligiera entre ella y los negocios, eligió
los negocios y la apartó de su lado. El infierno no tiene la furia de una mujer
desdeñada…
—Nada de eso
concuerda con la manera de ser de Nadia. Además, seguimos siendo amigos, aunque
superficialmente…
La señorita
Withers se preguntó para sus adentros hasta qué punto podría ser superficial
una amistad que deja huellas de llanto en la cara, a las siete de la mañana. Pero
Piper hizo un gesto de impaciencia.
—Está bien,
señor Brock. ¿Y qué nos dice de su antiguo socio?
—¿Bob Stevens?
Estuvo enfadado durante algún tiempo, porque creía que yo le había engañado
sobre la marcha de la empresa para poder comprar su parte más barata. En cierta
ocasión me quejé de los elevados impuestos y sorprendí un brillo raro en sus
ojos. Es uno de esos tipos silenciosos e introvertidos. Sin embargo, se ha
mostrado muy agradecido por los negocios que le proporciono de cuando en
cuando. Yo creo que está fuera de toda sospecha.
—Ya lo sé
—intervino la señorita Withers—. Probó un sorbo del coñac envenenado.
Piper frunció
el ceño.
—¿Y qué nos
dice de sus empleados? ¿De Jonesy?
—¡Pero si
Jonesy es mi brazo derecho! Durante muchos años, casi quince, el trabajo es lo
único que ha significado algo para ella. Tuvo un marido que la abandonó, y se
sabe que después se dio a la bebida y que ha muerto. Para mí, Jonesy, más que
una empleada, es un socio.
—Ahora, si
usted se retirara, ¿qué ocurriría con ella? —preguntó la señorita Withers—. Es
posible que sea más socio que secretaria, pero recibe el sueldo de una
secretaria.
Brock pareció
quedarse estupefacto.
—No había
pensado nunca en eso. Pero sigo creyendo que Jonesy es absolutamente incapaz de
hacer nada semejante. Ella fue la que llamó a la policía. Además, ¿se han
fijado en los sellos que traía el paquete de la serpiente?
Algo más
tarde, la señorita Withers le dijo al inspector Piper. cuando estuvieron a
solas:
—Nuestro
hombre tiene madera de detective.
—Tal vez. Pero
me parece demasiado empeñado en defender a los sospechosos cuando se lo
indicamos. ¿Y qué quería decir con lo de los sellos?
—Que la
señorita Jonesy no es de las que colocan sellos de dólar en un paquete postal
cuando bastarían treinta centavos para el franqueo. Una excelente observación.
Piper se
encogió de hombros.
—Bueno, ¿y qué
se puede hacer con un individuo como éste? Lo único que puedo hacer es ponerlo
bajo custodia.
—No podrías
tenerlo vigilado eternamente. Y cuando se quedase otra vez solo, volveríamos a
empezar. Se me ocurre otra cosa, Oscar. Sea un maníaco homicida o no, la
persona que buscamos es lo suficientemente íntima de Brock como para conocer su
marca favorita de coñac; como para estar al tanto de su temor a las tormentas eléctricas
y hasta de la existencia de su terrarium.
—Una persona
próxima, ¿eh? Acaso sea mejor que tengamos otra charla con esa Jonesy. Puede
ser lo bastante hábil como para justificarse pidiendo protección para su propia
víctima.
Pero en esta
ocasión la señorita Withers no sintió sus habituales impulsos de obrar en el
acto.
—Ve tú antes,
Oscar. Yo intentaré localizar a la que fue esposa de Brock para preguntarle por
qué salía del departamento de éste, a las siete de la mañana, llorando, y
después de haber pasado la noche en él.
Dejando al
inspector asombradísimo, la solterona se lanzó a su aventura. La suerte le fue
propicia. En Central Park encontró a un chófer de taxi que le dijo haber
recogido, por la mañana temprano, a una dama vestida con un traje de noche
rojo. La había llevado hasta el hotel Griffon, uno de esos pequeños hoteles
para gente de teatro que existen en la calle 47
Oeste. En cambio, el conserje del hotel no se manifestó muy dispuesto a
cooperar.
—Verá usted.
Vengo del despacho de su marido, y trataba de hacerle un favor. La policía no
tardará en venir a hacerle preguntas molestas.
—Espere un
momento —dijo por fin el conserje, entrando en otra oficina.
—Y puede
decirle que me quedaré en el vestíbulo hasta que se decida a recibirme. Alguna
vez tendrá que hacerlo.
No aguardó
mucho.
—Puede subir
al departamento B 11.
La voz del
hombre, el tono que usaba, parecían querer decir que cualquier cosa que le
sucediera a la señorita Withers la tendría bien merecida.
En respuesta a
su llamada, una agradable voz de mujer dijo: «Adelante». Y cuando la solterona
obedeció y abrió la puerta recibió en plena cara un chorro de soda helada.
Ambas mujeres permanecieron mirándose mutuamente, completamente desconcertadas.
Nadia fue la primera en reaccionar, dejando caer el sifón que empuñaba y
cubriéndose la cara con un gesto muy teatral. Las disculpas se sucedieron unas
a otras, en forma tan desconcertante como lo fuera el chorro de agua gaseosa.
—Creía… Me
dijeron que venía de la oficina de Roscoe, y como insistió tanto en verme,
pensé que sería la tal Jonesy.
La señorita
Withers, chorreando agua, trataba de recobrar su dignidad. La bailarina parecía
ahora menos majestuosa, con sweater y pantalones.
Pero aún estaba hermosa, concedió la maestra, con esa indiferencia de quien, ni
aún en los años mozos, ha tenido la menor pretensión.
Mientras
aceptaba que la secase con una toalla, dijo:
—¿Así
acostumbra a recibir a la secretaria de su marido?
—¡Me gustaría
tenerla cerca! Esa esposa de oficina, madre de oficina, o lo que sea. Así es
como consiguió pescarle. Siento que haya sido usted quien se mojase.
—Gajes del
oficio. Pero veo que ha interrumpido usted su tarea de deshacer las maletas…
—De hacerlas,
querrá usted decir. No debí haber regresado nunca. ¿Y qué significa eso de la
policía?
La señorita
Withers explicó en forma abreviada por qué estaba envuelta en el caso.
—Y al señor
Brock le sucedió otro accidente. Esta vez fue una serpiente venenosa.
—¡Es terrible!
—Nadia se dejó caer en una silla—. Entonces, yo estaba equivocada. Cuando
Roscoe me escribió, contándome esos accidentes, creí que mentía. Supuse que lo
hacía para que viniese a verle.
—Y, sin
embargo, vino.
—Claro que sí.
Si él quería que viniese…
—Comprendo. El
amor es algo maravilloso. Algunas veces siento no haber tenido una mayor
experiencia directa. Total, que él logró que usted pasara la noche en su
departamento, ¿no es así? ¿Puedo preguntarle por qué se marchó de allí, a las
siete de la mañana y con una ropa tan elegante?
Los rojos
labios se entreabrieron y luego volvieron a cerrarse herméticamente.
—Siento tener
que preguntar así. Pero estoy investigando un crimen, aunque éste no haya
tenido lugar todavía. Supongo que se da cuenta de que, por el hecho de haber
pasado la noche con su esposo bajo el mismo techo, ha invalidado el decreto de
California que le concedía el plazo de un año. Si algo le sucediera ahora a él…
usted sería su esposa otra vez…, o su viuda.
Después de
disparar su petardo, la solterona se levantó para despedirse.
Pero nadie le
bloqueó la salida:
—¿Y si yo le
dijese que no encontré a Roscue en su casa anoche, que me fui a la fiesta de
unos amigos, que cuando la fiesta acabó me sentí sentimental y subí al
departamento de Roscoe, y que Roscoe no me quiso abrir?
—Eso no sirve,
mi querida joven. Diría que me está contando una hermosa mentira.
—Pero no puede
estar segura…
La señorita
Withers insinuó que existen muchas maneras de comprobar las declaraciones.
—La policía le
preguntaría: «¿Cuales fueron los amigos que daban la fiesta?» Claro que para
entonces ya habría concertado con alguien este punto, y podría respaldar su
declaración…
Nadia dejó
entrever una misteriosa sonrisa, volviéndose llamó.
—¡Bob! Ven
aquí.
La puerta del
cuarto de baño se abrió, y dio paso a un hombre distinguido, con rostro bronceado,
cabellos grises en las sienes, y un vaso de whisky en
la mano.
—Mira, Bob.
Esta es la señorita… Lo siento, no recuerdo su nombre. ¡Ah, sí! Withers.
Señorita Withers, le presento a Robert Stevens.
—Encantado
—dijo el antiguo socio de Roscoe Brock, y realmente lo parecía.
—Bob y yo
estábamos charlando sobre lo de Roscoe —explicó la bailarina—. Bob quería
marcharse, pero yo pensé que si Jonesy venía a importunarme, era mejor tener un
testigo. Escucha, Bob, ¿no es verdad que estuve en tu casa toda la noche
pasada?
—Claro que sí.
Fue una fiesta estupenda. Con pérdida de la llave de la puerta y cosas por el
estilo…
Rió
francamente, y Nadia se unió a su risa.
—No lo
encuentro nada divertido —dijo la señorita Withers, deteniéndose en la puerta—.
Roscoe Brock está en verdadero peligro. En cualquier momento, ahora mismo,
puede sucederle algo irreparable.
—¡Me alegro!
—dijo Nadia—. A ver si le cae aceite hirviendo encima de una vez…
La maestra
cerró la puerta rápidamente, y después, afirmóse el sombrero y los últimos
restos de su dignidad. Estaba confusa. En el fondo de su pensamiento parecía
brillar una especie de lucecita roja que le insinuaba algo que no había llegado
a percibir claramente. ¡Pero había tanto que hacer, tantas partes donde ir!
Eran casi las
seis de la tarde cuando llegó a la oficina del inspector, que no estaba, por
cierto, de muy buen talante.
—Bueno, Oscar.
¿Por qué esa cara tan larga? Seguro que no han podido ser identificadas las
huellas ni averiguado el origen del papel.
—Exactamente
—respondió el inspector, con aire fatigado.
—Probablemente
la dirección de la etiqueta fue escrita con alguna máquina en venta, cuando el
vendedor estaba distraído. Y el papel de envolverlo era de segunda mano, lo
mismo que los sellos.
—¿Cómo lo
sabes?
—Lo adivino.
Noté que el timbre era del correo central y con una semana de atraso. Eso
significa que la serpiente nunca pasó por los servicios de correos.
—Seguramente
—suspiró el inspector—. El asesino pudo haberse limitado a dejarla entre la
correspondencia en la portería de la casa. Pero hay algo peor: averigüé que no
existe una serpiente de coral en mil millas a la redonda, ni siquiera en el
parque zoológico. Los suministradores de animales no las suelen proporcionar.
—¿Hablaste con
Jonesy?
—Sí, pero sin
resultado. Dice que detesta las serpientes, y que nunca disparó un rifle.
Después me dio una bofetada y se puso histérica, acusándome de creerla culpable
de los atentados contra Brock, su corderito predilecto. La lealtad es una cosa
maravillosa, siempre que no se exagere demasiado.
La señorita
Withers asintió:
—Desde el
comienzo de los hechos, Oscar, hay algo que se destaca: La persona culpable de
esos atentados a Roscoe Brock no solamente es alguien que está muy próximo a
él, sino…
—… Alguien que
le odia. Elemental deducción, señorita Withers…
—Ahí está el
indicio, Oscar. Sea el que sea, tiene siempre algún impedimento psíquico que le
hace fallar en el tiro; que le obliga a elegir un veneno fácil de identificar;
que le hace empujar a su víctima ante un tren que estaba, a punto de detenerse.
¿No parece todo esto como si el asesino fuera algún amigo de la víctima, que
actuase a pesar suyo?
—Eres peor que
Sherlock Holmes y su inyección hipodérmica. ¿Has vuelto a leer esos librotes?
—No, Oscar; he
tenido otras cosas que hacer. Fui rociada con soda por la ex-mujer de Brock,
que arde en deseos de verle hervido en aceite. Bob Stevens, el antiguo socio de
Brock, que posee una lujosa casa en Long Island, pero que va vestido con un
vulgarísimo traje de Broock’s Hermanos, se burló tranquilamente de mí.
Piper
escuchaba atentamente.
—Nadie merece
mayor atención. Según Jonesy, es la sospechosa número uno.
—Creo que ni
la esposa ni la secretaria desperdician la amistad entre sí. Pero de las dos,
me quedo con Nadia.
—Jonesy teme
volver a ver a su jefe en las garras de Nadia.
Cuando le dije
confidencialmente donde había pasado la noche la bailarina, dio una especie de
salto mortal. Pero, como te decía, la antigua señora Brock no parecía tener
motivos. Y ahora resulta que si algo le sucede a Brock, ella puede reclamar
legalmente como viuda legítima. Aunque me parece que lo quiere de verdad.
—Lo quiere,
pero le gustaría verle hervido en aceite…
—Eso es. Su
orgullo está herido. Vino para reconciliarse, y no todo marchó como ella creía.
Una mujer desdeña… —La señorita Withers frunció el ceño—. Y, dicho sea de paso,
Oscar, ¿tienes detectives rastreando las pistas de los sospechosos más
importantes?
—Sí, con
excepción de Nadia. Pero voy a dar las órdenes.
Mientras cogía
el teléfono, dijo:
—Continúa,
Hildegarde. ¿Qué otra hazaña has hecho hoy?
—Fui hasta la
calle 25 para hacer una visita a Verzine, la mujer de la limpieza. Parece ser
que el veneno que bebió con el coñac le quemó el interior del estómago, y la
pobre tiene que alimentarse con leche y jugos. Mi próxima etapa fue en el Museo
Americano de Historia Natural, donde estuve unos momentos contemplando los
ejemplares del país… Luego me fui al metro de la calle 47 a ver pasar los
trenes, y todavía me quedó tiempo para dar un paseo por el Parque Central y
observar a los practicantes de equitación. Incluso fui silbada por dos
marineros que iban a caballo.
—Y yo creía
—dijo el inspector mordisqueando un bocadillo— que para entrar en la Marina
exigían una vista cien por cien.
La señorita
Withers le miró expresivamente.
—Hay que
considerar que iban muy altos en su montura, y hasta es posible que estuviesen
de broma…
—No importa,
Hildegarde. Yo te silbaría en cualquier lugar si consiguieras aclarar un poco
este maldito caso.
—Oh, pero si
ya está aclarado. Por lo menos, puede asegurarse que Brock no será víctima de
más atentados.
—¿Cómo puedes
asegurar eso?
—Es muy
sencillo. Además, hablé con él por teléfono, y me dijo que piensa salir de la
ciudad. Tiene un rincón en Maine, estupendo para la pesca.
—Pero, ¿te has
vuelto loca? Allí será más fácil para el asesino.
—No te
preocupes, Oscar.
—¿Cómo que no
me preocupe? ¿Crees que voy a abandonar el caso por el solo hecho de qué tú
tengas un presentimiento? Bueno, de todas maneras podemos eliminar un sospechoso:
la mujer de Brock dejó el Hotel Griffon hace media hora con dirección al
aeropuerto.
—¡Eso
significa que vuelve a Hollywood! Y no me hace ninguna gracia…
—Pues a mí,
sí; cuanta menos gente haya envuelta en este asunto, mucho mejor.
—Estoy
inquieta, Oscar.
—¿Qué es lo
que te pasa? ¿Estuviste leyendo en las hojas de té, o algo por el estilo?
—Me gustaría
que encerraras a Jonesy esta noche.
—¿Para qué? Ya
la siguen y no podrán hacer nada.
—¿No podrías
hacerle venir con el pretexto de interrogarla y luego dejarla aquí, para su
propia seguridad?
—Pero ¿por
qué?
—Pues porque
acabo de darme cuenta de lo feo que es este asunto…
Y con estas
palabras la señorita Withers salió de la oficina del inspector y se dirigió al
departamento de Roscoe Brock. La puerta de éste se abrió en seguida.
—¿Es usted?
—dijo Brock, con su cara algo decepcionada. Esto significa que esperaba a otra
persona. A Jonesy, no; a ella tampoco. Por lo tanto, no sabía que Nadia había
dejado la ciudad—. Pase —añadió Brock, enseñándole un equipo de pesca que
estaba dispuesto en el living—. Como puede ver, estoy
siguiendo su consejo. La temporada en Maine será magnífica, en esta época del
año; esos salmones…
—Sólo entiendo
de la pesca de delincuentes —interrumpió la maestra—. ¿Piensa marcharse temprano?
—Cuanto antes
mejor. Tengo mucho equipaje que hacer, y Jonesy está en camino para traerse
algunos papeles de importancia. También me traerá el coche. Pensé que era mejor
quedarme aquí mientras tanto, por si…
—Muy prudente.
La lucecita
roja volvió a aparecer en la mente de la señorita Withers. Entonces advirtió
que Brock tenía en la mano su libreta de cheques.
—¿Le debo algo
por su ayuda en todo esto?
—Nada, en
absoluto. Pero si quiere mostrarse generoso, envíele un cheque a esa pobre
mujer de la limpieza. Ya sabe usted que le hace mucha falta.
—Ella se lo
buscó, ¿no le parece? Nadie le mandaba tomarse las cosas del cesto de los
papeles…
Sonó el timbre
de la puerta, y Brock se excusó. Volvió con algo en el bolsillo, y sonriendo
como el gato que acaba de matar a un canario, según pensó la señorita Withers.
—Era un
telegrama. ¿Qué estábamos diciendo?
—Hablábamos de
Vernize, la mujer que bebió el coñac envenenado.
—Ah, pues
claro que sí. Le enviaré algún dinero mañana, con Jonesy.
—¿No se va
Jonesy con usted a Loon Lake?
—Oh, no. Ya la
veo bastante en la oficina. El año pasado la invité a un crucero por las
Bermudas, y estuvo todo el tiempo dándome la lata porque se le antojaba que me
cobraban demasiado.
—Comprendo.
La señorita
Withers se despidió, sin acabar de tranquilizarse. Regresó a su departamento,
sacó un rato a pasear su perro de lanas y decidió lavarse la cabeza, operación
a la que siempre recurría cuando sentía alguna intranquilidad. Antes de que el
cabello hubiese acabado de secarse, se puso a telefonear. Su última llamada fue
para el inspector Piper, que todavía estaba en su despacho.
—¿Detuviste a
Jonesy, Oscar?
—No.
—Acabo de
llamar al Hotel Griffon, y me han dicho que antes de cancelar su cuenta, Nadia
recibió una llamada telefónica de mujer. No hay duda de que Jonesy está
decidida a impedir una reconciliación en el matrimonio Brock.
—Tranquilízate,
Hildegarde. No detuvimos a Jonesy por la sencilla razón de que la perdimos de
vista. Entró en el lavabo de señoras del Astor y seguramente salió por la otra
puerta. No sé si intencionadamente o por casualidad. Y no es eso todo: llamamos
al aeropuerto. Nadia Nórdica no tomó el avión para Los Angeles. Salió a las
siete, por las Aerolíneas del Oeste, con dirección a Bangor.
—¿Bangor? En
Maine. ¡Naturalmente! Eso decía el telegrama. Bueno, a lo mejor se arregla
todo.
El inspector
se disponía a hacer un comentario sobre los finales felices deseados por
Hildegarde, pero la señorita Withers le interrumpió, diciendo:
—Pero estaría
mucho más contenta si supiera dónde está Jonesy en estos momentos. Supongo que
vigilarán su departamento…
—No trates de
enseñar la lección a tu maestro. Claro que sí.
—¿Y el
departamento del señor Brock?
—Fue allí a
llevar unos documentos, pero él había salido.
—¿Y la oficina
de Wall Street?
—No digas
tonterías. ¿Qué iba a hacer allí a estas horas?
—No lo
entiendes, Oscar: aquello es su verdadero hogar.
—No salgas
ahora por ahí. Soy un hombre paciente, pero… No me irás a decir que Jonesy es
la culpable de todos esos atentados, porque…
—No, no, de
ninguna manera. Este es un caso raro, Oscar. Pero el crimen es una espada de
doble filo y no se puede jugar con ella. Tengo un presentimiento…
—¡A la porra
tú y tu bola de cristal! Vete a la cama, Hildegarde, y duerme hasta que te
despejes…
Cuando el
inspector dejó su despacho, en lugar de ir en dirección a su hogar, llamó a un
taxi para que lo llevara al norte de la ciudad. Vio que todavía había luces en
las oficinas de la Empresa Roscoe Brock. Llamó a la puerta.
—¡Abran! ¡Es
la policía!
Pero no abrió
nadie. Piper buscó al guarda del establecimiento y le pidió las llaves. Pocos
minutos después llamaba por teléfono a la señorita Withers, que, siguiendo su
consejo, estaba durmiendo.
—¡Vaya con tus
presentimientos, Hildegarde! Hemos encontrado a la señorita Jonesy Millicent
caída sobre su escritorio, y más muerta que viva. Los de la ambulancia dijeron
que se trata de veneno metálico, y que sólo tiene una posibilidad de salvarse y
cinco de morir.
—¡Oh! —dijo la
solterona—. Debió quedar algo allí. A lo mejor el veneno estaba puesto en la
botella de agua del escritorio.
—Ya suponía yo
que tendría que haber un crimen —dijo el inspector sombríamente—. Dentro de
cinco minutos paso a recogerte. A ver si llegamos de una vez al fondo de este
asunto.
La maestra estaba
esperándole en la escalera cuando el enorme automóvil de la prefectura llegó a
buscarla. El inspector abrió la portezuela.
—Entra, y
habla pronto —dijo.
—Creí que la
solución era evidente, incluso para ti.
—¿Quieres
decir que Brock se dio cuenta de que su amada secretaria ha estado tratando de
asesinarle y le dejó veneno en la oficina, esperando que ella lo tomase como
por casualidad? ¡Vamos, vamos, Hildegarde!
—Oscar, si…
Pero la sirena
del coche ahogó la voz de la solterona. Llegaron al departamento y entraron.
Pero el pájaro había volado. Según se les informó, el señor Brock había salido
para Maine, hacía unos quince minutos, en su «Lagonda» amarillo.
—Brock va a
Loon Lake, porque Nadia le está esperando allí —dijo la maestra—. Supongo que
ya habrás sospechado que fue el mismo Brock quien fingió todos esos atentados
contra su vida. ¿No es verdad?
—¡Claro que
sí! ¡Pero él no pudo haberse empujado en el andén del metro…!
—Te lo puedo
explicar.
—Explícalo en
el coche.
Después de dar
instrucciones a los subordinados del inspector, salieron en persecución de
Brock.
—Como es
lógico, Brock no llevaba aquel sombrero cuando disparó sobre él. La gente que
monta a caballo baja el ala de sus sombreros para no perderlos. En cuanto al
reptil aquel, ni siquiera era una serpiente de coral auténtica. Esto lo aprendí
en el Museo.
—Sigue
hablando. ¿Qué es lo que puede impulsar a un hombre a levantar todo ese
tinglado?
—Es muy
sencillo, Oscar. Brock deseaba desesperadamente que su mujer volviese junto a
él. Nadia tiene un temperamento dramático, y Brock pensó que reaccionaría ante
el drama. Si se enteraba de sus accidentes, volvería… Y volvió. Sólo que Nadia
adivinó sus tretas, y esto le hirió en su orgullo. La noche que pasaron juntos
la pasaron discutiendo, y esta vez Brock planeó otro atentado, contando con
testigo oficial… Ese testigo era yo.
En ese
momento, el detective que estaba a cargo del receptor de radio informó que un
coche amarillo, de marca extranjera había pasado por Sawmill River, con
dirección norte.
—¡Es él!
—gritó el inspector. Y añadió luego—: Pero, ¿por qué envenenaría a su
secretaria?
—No lo sé
—admitió honradamente la señorita Withers—. En un momento llegué a pensar que…
bueno, que se habría consolado con Jonesy cuando le abandonó su mujer. Jonesy
lo podía haber tomado en serio y a lo mejor no estaba dispuesta a permitir que
se acabase el intermedio. Cuando ella habló conmigo, repitió varias veces que
Brock era como un niño… Y ese es un signo que no falla. Creía que Brock había
decidido que Jonesy fuese eliminada. Pero…
—¡Allá va, el
maldito! —gritó de pronto el inspector.
—¡Oscar!
—Síganlo.
Corrían a
ochenta millas, pero el chófer apretó hasta alcanzar las noventa. Las sirenas
dejaron de sonar. Sin embargo, la distancia que los separaba del «Lagonda» amarillo
permanecía invariable. En ese instante comenzó a oírse la radio:
—Nueva York
llamando a inspector Piper. Informa que Millicent Jonesy acaba de morir en
Bellevue Hospital. El veneno era flumerina de mercurio…
—¡Ahora es un
caso de asesinato! Haga sonar la sirena —ordenó el inspector.
El «Lagonda»
amarillo continuaba alejándose de sus perseguidores, a pesar de las numerosas
curvas de la carretera. La señorita Withers agarrotaba el brazo de su
compañero, rezando como no lo había hecho hasta entonces. Sus ojos no podían
apartarse de la lucecita roja que brillaba ante ellos.
De pronto, la
lucecita desapareció. Y vieron como el automóvil amarillo se desviaba del
camino, al tomar una curva, y se estrellaba contra una barandilla. El coche de
la policía logró frenar a tiempo.
Pero ya no
había nada que hacer. Sólo, detener el resto del tránsito hasta que vinieran a
recoger los restos. Esto no era de la incumbencia de la señorita Withers, que
se quedó dentro del coche policíaco. De pronto, se le escapó un grito. La radio
seguía comunicando:
—¿Todavía en
comunicación auto HQ 3? Damos el resto del mensaje: Millicent Jones, antes de
morir, confesó haber dado muerte a su jefe y haberse envenenado después por
remordimiento. Eso es todo.
—¡Oscar!
—llamó la maestra.
El inspector
acudió a la llamada.
—No hay nada
que hacer —dijo.
La señorita
Withers le repitió, entrecortadamente, el mensaje de la radio.
—Pero eso es
absurdo. ¿Cómo pudo Jonesy matar a Brock cuando ya estaba muerta?
—Muy fácil.
Los tres neumáticos que quedan entre ese montón de chatarra están inflados a
más de cien libras, en lugar de a las treinta y dos que se usan normalmente.
Estaban destinados a estallar en una de estas curvas, tomadas a mucha
velocidad. Lo había planeado bien.
Hasta que
llegaron a la ciudad, la señorita Withers guardó silencio.
—Ahora me lo
explico, Oscar —dijo luego—. Cuando empezaron a vigilar a Jonesy, como yo te
había indicado, ella creyó que la buscaban por asesinato y se envenenó.
—Sigue,
Hildegarde. El caso es tuyo.
—Si Brock no
iba a ser suyo, no sería de nadie. La idea se le ocurrió al ver los accidentes
fingidos por Brock. Ese es el peligro de jugar con el crimen. Puede resultar
cierto. Jonesy había creído ir a Maine con su jefe, y así iba a ser en
principio; pero cuando Brock recibió el telegrama de Nadia le dijo a Jonesy que
se volviera junto a su máquina de escribir.
—Eso es.
—Y ahora, el
dinero de Brock irá a manos de ese primo lejano de Corea. Y tú me debes un
sombrero nuevo.
—Que será tan
absurdo como los anteriores. Y no te entusiasmes con la idea de un final feliz.
Si la antigua mujer de Brock pasó aquella noche con él, invalidó el fallo de
divorcio y ahora resulta su viuda legal y puede reclamar…
—No puede
reclamar nada. No olvides, Oscar, que tengo su propia palabra. Brock no la dejó
entrar…
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