George Harmon Coxe
La carrera de George Harmon Coxe en la escritura comenzó oficialmente en 1922 cuando trabajó, en gran parte sin reconocer, en las pulpas de centavo por diez centavos por palabra. A diferencia de la mayoría de sus contemporáneos, Coxe escribió en varios géneros: historias de amor, deportes, cuentos de aventuras, cualquier cosa que pudiera vender, pero su especial afición por el crimen de ficción lo llevaría finalmente a Black Mask, donde su legendario editor, Joe Shaw, compró su primera historia criminal de Jack 'Flashgun' Casey en 1934. Hollywood llamó a mediados de la década de 1930 y Coxe trabajó para MGM de 1936-38. Pero a diferencia de muchos de sus colegas escritores de pulpa, Coxe prefería escribir libros ... y fue un autor particularmente prolífico, que escribió un total de 63 novelas, su última publicada en 1975. The Mystery Writers of America lo nombró Gran Maestro en 1964. Casado desde 1929,
Géneros: misterio
¿SIGUE
MI CAMINO?
George Harmon Coxe
M
|
E sentí un poco mejor,
con el café cargado y caliente. Tomé la segunda taza, mientras Steve llenaba el
termo y me preparaba un bocadillo de jamón y queso. Actuaba con aire paternal y
protector.
—¿Quieres
engordar? —preguntó, mientras cortaba las lonjas y las amontonaba—. ¿Dónde anda
tu ayudante? ¿Vas solo hoy?
Contesté que
sí, y seguí sorbiendo el café.
—Treinta y
cinco —dijo Steve—. Si yo fuese conductor no me comería este bocadillo.
Comprendí lo
que quería decir. Durante las primeras horas de un viaje largo no es
conveniente comer nada. Si se come, entra sueño, y el sueño es el peor enemigo
de los conductores. Yo lo sabía muy bien porque iba detrás de Shorty Bates, el
año pasado, cuando rozó con otro camión en un cruce y cayeron sobre él cinco
toneladas de madera.
Por eso
comemos poco. Bebemos café y masticamos chicle. El consejo de Steve era un buen
consejo, pero yo no quería explicarle que el bocadillo no era para mí. Pagué, y
le dije:
—Todavía no me
he dormido nunca.
—Si lo
hubieras hecho —movió su trapo de limpiar— no estarías ahora aquí. Procura
seguir igual.
Fuera hacía
frío y había humedad. En el aire se sentía la tormenta. Tres camiones —un Red
Bull y dos Twin States— estaban aparcados junto a la casa. Los potentes faros
agrandaban su tamaño y hacían las sombras más espesas.
Madge dormía
aún en su rincón. A pesar de las doce horas de viaje, continuaba hermosa, con
su rostro un poco en sombra y algo suave y acogedor reflejado en su garganta.
Madge no era una mujer frágil, pero en aquel instante lo parecía. Nunca la
había visto dormida hasta entonces y me latía el corazón sólo de mirarla.
Comprendí el matrimonio desde mi nuevo punto de vista. La idea de poder verla
así todos los días me hizo sentirme más alegre.
No se despertó
cuando puse en marcha el motor; solamente se reclinó un poco más en el rincón y
se arrebujó en el cuello de piel de su abrigo. Pensé besarla, antes de salir al
camino principal. Tuve deseos de sostenerla, de sentirla apoyada en mí. Pero
sólo fue un pensamiento. Por estos caminos no se puede conducir con una sola
mano. Puse toda mi atención en la carretera, que en este lugar era recta y
ancha.
Conducía a
unas prudentes 30 millas por hora, y la luz de los faros hacía aparecer el
cemento como una interminable cinta. Como siempre, empecé a pensar en Madge, en
mi trabajo, en lo que me faltaba para tener los 500 dólares extraordinarios.
Si las cosas
hubieran salido bien, ya estaríamos casados. Así lo habíamos decidido el año
anterior. Habíamos pensado en el dinero necesario y en donde lo podríamos
conseguir. Pero Madge se puso enferma y perdió su puesto de secretaria. Yo
quería casarme de todas maneras, y vivir con mis padres durante algún tiempo.
Pero Madge dijo que no. Debíamos esperar hasta poder tener una luna de miel
decente, pagar los muebles al contado y conseguir una casa propia. Por eso dejé
mi colocación anterior, y acepté ésta, que me obligaba a hacer largos viajes.
Cuanto más tiempo, más dinero. Todo para conseguir los 500 dólares que ella
necesitaba.
A veces siento
una cierta amargura. Es terrible que se haya de luchar tanto para casarse. A lo
mejor también tendremos que batallar después de casados, pero entonces habrá
momentos de felicidad que ahora no tenemos. En esa ruta sólo hay una dirección.
Madge en su casa y yo siempre viajando. Un día me puse a calcular las millas
que tendría que rodar para conseguir el dinero, pero me descorazoné al ver lo
poco que progresaba.
Cuando
terminaba el cemento y empezaba el asfalto, un bote del camión hizo despertar a
Madge. La sorprendí mirándome con los ojos brillantes y una sonrisa en los
labios húmedos. Permaneció sentada, quieta, un minuto, todavía adormecida, y
luego se estiró y se enderezó como un gatito
contento. Me olvidé de las millas. Si alguien me hubiera ofrecido lo que más
deseara en aquel instante, hubiera pedido un beso, y me hubiera sentido
totalmente feliz.
Madge se
inclinó y quedó en la sombra. Cuando volvió a mirarme, su sonrisa había
desaparecido. Preguntó dónde estábamos y se lo dije.
—¿Cuánto
falta? —quiso saber.
—Una hora y
media hasta New London. Dos y media hasta Providence. Allí podrás bajarte,
porque tengo que descargar.
Miró su reloj
de pulsera, acercándolo hacia mí para poder ver la hora.
—¿Y cuánto
falta para Boston?
—Otras dos
horas.
—Falta un
cuarto para las doce —dijo secamente—. No llegaremos hasta las cinco.
Le pasé el
termo y el bocadillo.
—Te sentirás
mejor cuando comas esto.
Tuve una
sorpresa. Se incorporó en el asiento y dijo:
—¡Has parado!
—con tono acusatorio, como si la hubiese traicionado.
—Claro que
paré —respondí, un poco desconcertado—. Creí que te gustarían el café y el
bocadillo.
—¿Por qué no
me avisaste?
—Pensé que
preferirías dormir lo más posible. Lo hice para que descansaras y comieras, y
ahora te enfadas.
—Bueno… —cogió
el bocadillo envuelto en papel parafinado, mientras sus ojos seguían las luces
de un sedán que acababa de pasarnos—. Pero me lo debías haber dicho.
Volvimos a
entrar en un trozo de cemento. Encendí un cigarrillo. Sabía por qué se había
molestado. No habría querido dormirse. Pero se había dormido y lo lamentaba.
Ya
comprenderán ustedes que, cuando se vive de estos viajes, hay semanas que sólo
se pasan en casa dos o tres noches. Por eso no podía llevarla al teatro. Y a
veces, cuando salimos, estoy tan cansado, que me quedo dormido a su lado. Ella
sabe que esto me sucede por trabajar de esta forma pero no ha sentido la
angustia, la necesidad de sueño, el dolor de luchar contra los ojos que se
cierran, contra el cerebro adormecido por el ruido del motor, hasta que se ve
algo en el camino que no debiera estar allí. Para ella, el hecho de dormir sólo
es una costumbre.
Yo creo que
quiso venir conmigo para ver cómo era aquello. Tenía que visitar en Boston a un
tío suyo, y se le ocurrió que el mejor medio de hacerlo sería acompañarme.
Además, argumentó, eso le ahorraría los tres dólares del autobús. Se lo dije al
jefe y aquí estamos.
El camión
tiene una cabina donde uno se puede acostar. No es muy moderna, pero posee tras
el asiento una tosca litera con ventanas a cada lado del camión. Red, mi
ayudante, puede dormir allí dos o tres horas cada noche, y así hacemos el viaje
sin grandes riesgos.
Miré a Madge.
Había comido ya la mitad de su bocadillo, y ahora sorbía el café. No me miró;
pero no me importó gran cosa, porque momentos antes le había dicho que se
tendiera en la litera y tratase de dormir. Pero por orgullo o por llevarme la
contraria, no quiso hacerlo. Me alegro de que haya sido así, me decía a mí
mismo; ahora, cuando le diga alguna cosa, sabrá que tengo razón. Sabrá lo que
es viajar en un camión las veinticuatro horas del día.
Ella no
conocía los calambres que suben por las piernas, ni la dolorosa rigidez que se
extiende por la espalda y asciende hasta el cuello y los hombros. Pero ahora lo
está experimentando. Ir sentada en un camión no es dar un paseo. Después de
cierto tiempo, los asientos parecen de madera. No se encuentra ninguna parte
blanda.
Y eso que,
hasta ahora, había sido un viaje sencillo. Salimos cerca de la una de la tarde
y llegaríamos entre las seis y las siete de la mañana. Solamente dieciocho
horas de viaje. No se podía quejar uno. La mayoría de las veces, Red y yo
pasábamos veinticuatro horas en el camino y treinta y cinco trabajando, sin dar
más que unas cuantas cabezadas en el asiento trasero.
—Toma,
¿quieres un poco?
La miré. Iba a
verter un chorro de café, en la tapa del termo.
—No —dije—; es
para ti. Yo ya lo tomé.
—Entonces lo
guardaremos —contestó, atornillando la tapa.
No hablé más,
porque empezábamos a subir una cuesta y sabía que tendría que hacer varios
cambios antes de llegar a la cumbre. Llegamos a la cima y tuve tiempo de echar
una mirada alrededor. Abajo, a la derecha, estaba el Sound. No se divisaba la
línea de la costa, pero yo sabía que lo que se veía al fondo era el mar. La
noche estaba oscura y lejana, y la humedad subía desde aquella dirección y
enfriaba el aire. Pensé que hubiéramos sentido el olor del mar; pero el vaho
del motor y del cuero nos lo impedían.
Cuando miré de
nuevo al camino, vi al muchacho. Iba unos cien metros delante de nosotros, y
los focos nos lo descubrieron pequeño y encorvado en el esfuerzo de la subida.
Esperé sin respirar, seguro de la intervención de Madge.
—¿Por qué no
lo llevamos?
Respiré y no
respondí. Este era el quinto hombre que quería llevar; los había contado. La
primera vez sólo hizo una sugerencia, pero cada vez se hacían más poderosos los
argumentos.
—Ya te lo he
explicado. No puede subir nadie al camión. Son órdenes.
—Órdenes —dijo
ella, con desprecio. Y para colmo de males, aquel hombre me hizo señas.
Como íbamos
despacio, tardamos en alcanzarle. Pude ver que era joven y buen mozo. Iba bien
vestido. En el fondo de mí mismo, deseaba detenerme; siempre había querido
hacerlo. Pero no era cosa de perder mi trabajo. Y una vez estuve a punto de
perderlo, porque uno de los inspectores me vio llegar a la estación de control
con un hombre que había subido en Scranton. Las reglas decían: «Se prohíbe
llevar transeúntes».
No se podía
culpar de ello a la compañía. Un camión como éste vale diez mil dólares. Y
cuando me ponía sentimental, pensaba en Madge y en el matrimonio, pero también
pensaba en Lefty Conlon y en Sam Spurk. Lefty dejó que un hombre subiera al
camión y recibió un balazo en las costillas mientras otros tres individuos se
llevaban el coche. Sam pasó varias horas sin sentido mientras robaban la carga.
—¿Te gustaría
a ti andar de noche? —preguntó Madge desdeñosamente—. Preferirías que te
llevaran, ¿verdad?
Sí, lo
preferiría, pero no lo esperaría. Por lo menos, a estas horas de la noche.
—Hablas como
si cada hombre quisiera robarte el camión…
—Escucha
—dije, enfadado, dispuesto hasta a ser rudo para defender mi conducta y
defender mi puesto—. Sé muy bien las órdenes. Hago lo mismo todas las noches.
Sólo que tú no estás aquí y no tengo que discutir. Suponte que me ven llevando
a alguien. Suponte que pierdo el empleo. ¿Por qué se te ocurriría la idea de
venir?
—Creí que te
gustaría estar conmigo —dijo Madge, y su voz sonó tensa y cortante.
—También lo
creí yo —dije—. Pero si no te gusta mi trabajo, lo dejo. Volveré a trabajar
durante el día y esperaremos un poco más para casarnos.
—No quiero
esperar —dijo ella, acercándose a mí y deslizando su brazo por el mío. Me
emocioné. Ella siguió hablando:
—No puedo
evitarlo, me dan pena. Dios quiera que ese muchacho no esté enfermo.
Estuve a punto
de estallar otra vez, pero me contuve. Madge no tenía mal genio, pero de vez en
cuando se ponía sentimental y era muy difícil hacerla cambiar de opinión. Era
una mujer de gran corazón, y yo temía que, después de casarnos, resultase un
poco dominante. Pero no me importaba demasiado, porque sería una buena ama de
casa. Y buena con los niños también. Me alegré de no haber dicho nada. Creo que
los dos estábamos cansados… tal vez cansados de esperar algo tan lejano.
Empezó a
lloviznar e hice funcionar el limpiaparabrisas. Seguimos sin hablar durante
largo rato, hasta que vi a aquel hombre delante de nosotros. Después de lo que
habíamos, discutido, pensé que ella no iba a decir nada esta vez. Hasta un niño
hubiese callado, después de saber mi opinión sobre el asunto. Pero ella habló:
—Oye, Joe
—puso su mano en mi brazo—. Nunca he sido tan pesada como hoy, ¿verdad? Pero
está lloviendo. Y ni siquiera tiene abrigo.
No tenía
intención de detenerme, pero algo se inclinó dentro de mí. ¿Qué sentido tenía
trabajar toda la noche, tomar tabletas de cafeína, estar siempre muerto de
sueño, si después tenía que reñir y pelear? Antes de darme cuenta, ya le había
dicho:
—Muy bien. —E
hice el cambio de marcha.
—¡Oh! —fue
todo lo que dijo ella, y su voz sonaba agradecida. No sé si se sintió orgullosa
de mí, o si se sintió feliz por haber triunfado y haber violado las órdenes.
Frené y pude ver al muchacho. Era delgado y pequeño, y no esperaba que lo
llevasen. Ni siquiera se tomó la molestia de volverse.
—A ver si nos
dispara. A ver si saca un revólver y nos hace salir. Entonces, a lo mejor no
vuelves a meterte en mis cosas —le dije, y así lo sentía—. Madge me miró
lentamente, Sus ojos oscuros estaban semicerrados, furiosos y ofendidos.
—Deberías
sentirte avergonzado, Joe —dijo, y luego se volvió hacia el otro lado para
mirar al caminante cuando se detuvo el camión.
El muchacho se
sorprendió, no sé si por el hecho de que el camión se detuviera, o por ver a
Madge inclinada, mirándole. Tuvo que decirle que subiera. Cuando se hubo acomodado
en el asiento, ella me murmuró:
—No seas
desagradable con él.
Un automóvil
volvió la curva que teníamos delante, deslumbrándonos con sus faros. Rogué
interiormente para que no fuese un accionista de la compañía o un amigo del
jefe. Luego miré a nuestro pasajero. Sus ropas estaban completamente arrugadas
y la lluvia chorreaba de su deformado sombrero. Tenía un rostro delgado y muy
pálido. Parecía cansado, pero sus ojos se mostraban perspicaces, brillantes y
cautelosos. No era un caminante vulgar. Más tarde recordé mucho sus ojos.
—Bueno —dijo
después de acomodarse—, aquí se está muy bien. Muy amable de su parte. Tantos
camiones me han pasado, que ya no esperaba que ninguno se detuviese. Todavía es
de noche. Se lo agradezco de veras.
—Se habría
empapado si continúa andando —dijo Madge, con tono amistoso y acogedor—. ¿A
dónde va?
—Lo más lejos
posible.
—Nosotros
vamos hasta Boston —dijo ella, echándome una mirada rápida, superior, como
esforzándose por burlarse de mis sospechas.
Durante un
minuto, nadie habló. Luego, el muchacho se dirigió a Madge:
—No esperaba
encontrarme con una persona como usted en un camión. ¿Es usted… es su marido?
—No —contestó
Madge—. Es decir, todavía no.
Luego como
ignorándome, empezó a contarle toda la historia. Tenía un buen oyente, y
siempre le gustaba contar estas cosas. Había algo de triunfante y de orgulloso
en su manera de narrarlo. Repitió varias veces que yo no tenía por que hacer
estos viajes nocturnos, pero que quería ganar más dinero para poder casarnos.
Yo no dije ni
una sola palabra, porque todavía estaba enfadado. Y lo estaba porque ella había
tenido razón y todo marchaba bien. Además, me molestaba que fuese tan locuaz
con un desconocido.
Durante los
minutos siguientes dediqué mi atención a la carretera. Cruzábamos New London.
Al pasar el puente miré al muchacho.
No era mal
parecido. Recostado en su rincón, con una mano en el bolsillo de la chaqueta,
parecía tranquilo, bonachón, agradecido del favor. Empecé a sentir cierta
simpatía por él. Madge tenía razón. Casi siempre la tenía. Tuve el
presentimiento de que iba a escuchar esta historia todo el resto de mi vida,
cada vez que Madge necesitara un ejemplo para ganar en una disputa.
Al cabo de un
rato, Madge comenzó a hacerle preguntas. Él respondía; no muy ampliamente, pero
respondía. Dijo que se llamaba Edwar Wainright. Me pareció un nombre familiar,
pero no pude recordar de qué.
—¿A dónde va?
—preguntó Madge.
—Verá usted…
—dijo, vacilando un poco—. Me gustaría ir al Canadá.
Entonces Madge
hizo una pregunta típicamente femenina:
—¿Por qué?
Él permaneció
silencioso un instante. Cuando por fin respondió, dijo:
—La policía me
busca. Tendría que estar en la cárcel, pero he tenido un poco de suerte.
Lo dijo
simplemente, como si hablase del tiempo. Pero ni gritando me hubiese impresionado
más. Pensé: «Bueno, se acabó el puesto y todo lo demás». Mis nervios se
estiraron como cuerdas de violín.
Él siguió
hablando en ese tono tranquilo y fatigado. Ahora ya sabía quién era. En un
trabajo como éste apenas hay tiempo para leer los periódicos, pero yo sabía
algo acerca de él.
Había matado a
un hombre llamado Tabor, que andaba detrás de su mujer. Tal vez un buen abogado
lo habría podido salvar alegando defensa propia, pero el caso es que le echaron
de cinco a ocho años. Se escapó cuando un agente lo sacaba de un tribunal.
Ahora comprendía cómo había podido hacerlo. ¡Parecía tan dócil y tan indefenso!
El agente, descuidadamente, le sujetaba con una sola mano. Wainright le hizo
una zancadilla y se desasió de él. Era pequeño y le resultó fácil escabullirse
entre la multitud.
—Ya ve usted
—siguió diciendo Wainright—, he tenido muy mala suerte los últimos tres años.
Enfermedades, cesantía. Perdí mi casa. Ruth, mi mujer, tenía que sostener los
gastos. Y ella no podía trabajar mucho; por sus riñones. Pero, a pesar de todo
como es muy buena secretaria, gana treinta dólares semanales. Yo quería irme al
Oeste. Allí podría trabajar y Ruth se repondría de su enfermedad. Pero ella
tuvo miedo de dejar su empleo. Al cabo de cierto tiempo me enteré de que, para
conservar su puesto, tenía que soportar las atenciones de su jefe, un tal
Tabor.
»Bueno, los
detalles no interesan. Una noche, al volver a casa, oí gritos cuando iba a
abrir la puerta. Entré, y los vi luchado. Supongo que me hizo una impresión
peor de lo que en realidad era. Ruth se había defendido con tanta violencia que
tenía el pelo desordenado y una manga del vestido rota.
Wainright hizo
una pausa y me miró. Observé que sus ojos eran duros y metálicos y que no
entonaban con el resto del rostro.
—No sé si
comprenderán lo que sentí. Ruth intentó arreglar la cosa. Tabor se comportó…
bueno… arrogante… despectivamente. Era el doble de alto que yo, y cuando le
dije que se fuera, se echó a reír. Había un revólver en el cajón del
escritorio; lo cogí para amenazarle y obligarle a irse. Esa fue mi intención,
que se fuese y que Ruth no le viese reírse de mí. Pero él se acercó a mí,
enfurecido. Cuando me agarró, apreté el gatillo.
Wainright miró
hacia fuera, y continuó como en tono de disculpa:
—Creo que fue
una locura. Pero no lo siento… por Tabor. Sólo lo siento cuando pienso en lo
que Ruth ha sufrido. Todo el dinero que teníamos lo empleamos en pagar un
abogado. Comprendí que ya nunca podríamos ir al Oeste. Ella tuvo la suerte de
encontrar otra colocación mientras yo estaba en la cárcel, y no quiere dejarla.
Tenía que vivir, decía; y yo, en la prisión necesitaba cosas.
»En realidad,
no tenía intenciones de escapar. El pensamiento me vino cuando iba andando con
el guardián. —Wainright hizo un gesto con su brazo libre—. Tuve suerte. Vi a
Ruth. Ella quería que me entregase; dijo que me esperaría. Yo le dije que ella
podía morir antes de que me diesen la libertad.
—Ofrecen por
mí una recompensa, pero decidí intentar la fuga, y ya ven, la suerte me sigue
acompañando. Ahora comprenderán lo que este viaje en camión significa para mí.
Rodamos unas
cinco millas, sin que nadie hablase ni una palabra. Las luces de los autos que
nos cruzaban o nos adelantaban iluminaban de cuando en cuando la cabina. Miré a
Wainright varias veces. Empezaba a sentir miedo, pero me daba cuenta de lo
irónico de la situación. Madge había hecho lo que quería, y mi deseo, formulado
en la furia, se había cumplido también… Sólo que, en lugar de un pistolero,
subí un asesino.
Y así íbamos.
Madge fue la primera en hablar.
—¿Cuánto
tiempo ha caminado hoy?
—He estado
andando desde las cinco —respondió desganado Wainright, como comprendiendo qué
teníamos derecho a preguntárselo, pero sin tener ganas de decirlo.
—En cuanto se
separe de nosotros, tendrá que seguir andando —dijo Madge—. ¿Por qué no se echa
un poco en la parte posterior del asiento? Hay un sitio…
Se le quebró
la voz. La miré, y vi que estaba pálida. Wainright me sorprendió. Dijo que así
lo haría, y se introdujo en la litera. Madge se apoyó más en mí, pero no dijo
nada; ni yo tampoco. Gran cantidad de pensamientos cruzaban por mi mente,
mientras nos daban un fantástico acompañamiento el crujir de las cubiertas
sobre el cemento y el zumbido del motor.
A esas
alturas, me sentía ya completamente aterrorizado. Y lo que más me desazonaba
era el no saber cómo terminaría aquello. Sentía una especie de pánico, como
cuando una vez que nadaba lejos de la playa sentí algo que se restregaba contra
mi pierna. No creía que el hombre fuese a herir a Madge, ni tampoco tenía ánimo
para decirle: «te lo advertí». No sé lo que me preocupaba más: si mi empleo y
mi camión, o el propio Wainright.
«Aquel
muchacho era un estúpido», pensé; pero esto no me reconfortó. No acababa de
entender su actitud, ni por qué nos había contado sus cosas. Tenía la mano
siempre en el bolsillo, y eso no me hacía ninguna gracia. Aquella situación no
tenía sentido.
Seguí dándole
vueltas a todo aquello, hasta que me asaltó una idea. Comencé a pensar en la
recompensa. No sabía a cuanto ascendía, pero me dije que por lo menos sería de
500 dólares. Y pensé en lo odioso de mi trabajo, en lo poco que veía a Madge,
en cómo la quería y en lo que todavía tenía que esperar. La mitad de mi cerebro
pensaba así: «Este muchacho a quebrantado bastantes leyes. Debes ganarle la
delantera».
Pero también
comprendía que esto era justificarme a mí mismo. Después de todo, había matado
a un hombre. Había sido declarado convicto. ¿Y quién aseguraba que la condena
había sido injusta? La historia que nos había contado era la verdad.
Alguien iba a
detenerle, me decía yo. Entonces, ¿por qué no hacerlo nosotros? Contaría que lo
había encontrado escondido en el camión. Él no resistiría mucho. Era débil y yo
podía dominarlo fácilmente.
Recordé mi
garrote, y empecé a sentirme confiado. En realidad no era un garrote; más bien
parecía una porra de la policía. Lo llevaba por lo que pudiera ocurrir,
guardado en el bolsillo de la parte superior del asiento. Justo al lado de mi
pierna derecha. Un golpe no muy fuerte con eso, y…
Sin dejar de
mirar la carretera, comencé a deslizar la mano en su busca. Lo hice
tranquilamente, muy despacio, mientras las ruedas corrían millas de cemento y
el ruido del limpiaparabrisas ahogaba el zumbido del motor. Mis dedos
recorrieron la pulida superficie del palo; pero, de pronto, mis nervios se
volvieron a distender y me sentí atemorizado. Entonces sentí una mano en la
cintura. Era la mano de Madge.
Estuve un
instante tenso, inmóvil, conteniendo la respiración.
No creía que
ella conociera la existencia del garrote, pero algo debía de haberle anunciado
mi intención. Madge mantuvo su mano, suave y cálida, en mi cintura, hasta que,
lentamente, abandoné el palo y volví a coger el volante.
La miré.
Todavía tenía apretados los labios. Movió un poco la cabeza, con sus ojos
negros, redondos, vacíos y turbados. Respiré, relajado. Ahora que ella había
tomado una decisión, yo me sentía feliz. Experimentaba dentro de mí como una
especie de gozo. Comprendí que habría sido una traición, después de que él nos
contara su historia.
Cuando
llegamos a Providence comprendí que tendría que avisar a Wainright antes de
dirigirme al depósito. Me estaba preguntando cómo se lo iba a decir, cuando le
vi sentarse en la litera. Me ordenó que torciera por una calle lateral.
Volví a sentir
miedo. Me arrepentí de no haberle reducido cuando tuve oportunidad de hacerlo.
Di la vuelta, pensando: «Eso es lo que me pasa por no haber empleado el
garrote». Y él habló entonces, todavía en suave tono:
—Creo que
ahora puedo contarles el resto de mi historia. No voy al Canadá. Me bajo aquí.
Iba en busca de un hombre que conozco, para que me hiciera un favor. Pero no
tengo mucha confianza en él, y creo que ustedes lo harán mejor.
Seguí
conduciendo, sin decir ni una palabra.
—La recompensa
por mi captura es de 3.000 dólares —continuó—. Yo había hecho un plan, cuando
estuve con Ruth. Quería la recompensa, o, por lo menos, parte de ella. Creo que
con 2.000, Ruth podría irse al Oeste un par de años y vivir tranquilamente. En
dos años se curaría de su enfermedad. Eso es lo que quiero. Los otros mil son
de ustedes, si me entregan.
En ese
momento, yo no comprendía. No acababa de creerle. Seguí conduciendo
automáticamente, con las mandíbulas temblequeantes. Cuando empecé a entender,
pensé: «Desde luego, es un imbécil». Y, por fin, dije:
—No me gusta
eso.
—Lo comprendo
—dijo Wainright—. Resulta raro. Pero mírelo desde mi punto de vista. Me buscan.
Están dispuestos a pagar. Yo sé que estoy perdido; no podré escapar ni quiero
hacerlo.
Y alguien va a
recibir esa recompensa. Probablemente un puñado de policías.
Me incliné en
el asiento. Estaba todavía demasiado aturdido para poder decir una palabra.
Permanecí sentado, con las palmas de las manos húmedas sobre el volante, sin
darme cuenta de que estaba conteniendo la respiración.
—Deben
hacerlo, de verdad. —Wainright sacó de su bolsillo una pistola automática.
Comprendí que estaba acertado—. Ustedes me han pescado. No perderá su empleo, y
además tendrá el doble de los 500 dólares que necesita.
—¿Y cómo sabe
usted que no nos vamos a quedar con los tres mil? —dije, procurando mantener la
voz tranquila.
—No lo harán.
Les he estado observando. Me gusta su novia. Es honrada. Cuando vi que también
ustedes necesitaban dinero, decidí arriesgarme y contarles la historia. Pero
tenía que estar seguro. Por eso accedí a meterme en la litera: para darles una
oportunidad de traicionarme.
—Supóngase que
lo hubiéramos hecho —dije, con la voz tan tensa como mis músculos.
—Les he tenido
todo el tiempo apuntados con mi pistola. No les hubiera disparado, pero me
habría apoderado del camión hasta aclarar las cosas. Habría intentado llegar
hasta aquí y encontrar al hombre de quien les hablé. Pero con ustedes será
mejor. Han jugado limpio conmigo. ¿Qué les parece? Decídanse.
Vi, dos
manzanas más adelante, la luz verde de un cuartelillo de policía. Recordé que
era aquí donde había vivido Wainright, y donde le habían arrestado. El sudor
corría por mi frente. No pude decir nada. Sólo murmuré:
—Bueno…
Pero eso fue
suficiente para Wainright.
—Piensen una historia
y ajústense a ella —apremió—. Me dejarán en el mismo cuartelillo para que no
tengan que repartir el dinero con los policías. Cuando reciban la recompensa,
recuerden que dos mil dólares son para mi mujer. Ya les escribiré. —Ahora su
voz se hizo dura, aguda—: Prométanmelo los dos.
Madge y yo
dijimos mecánicamente:
—Lo
prometemos…
Me entregó la
automática. Ya no tenía remedio. Me detuve frente al cuartel y descendí con la
pistola apoyada en la espalda de Wainright. Madge taconeaba tras de mí.
Un oficial
estaba sentado en la tarima, detrás de un escritorio. Un muchacho regordete,
pecoso y con gafas, haraganeaba junto a la barandilla.
—¡Hola,
teniente! —dijo Wainright cansadamente.
El muchacho
miró asombrado a Wainright, luego me miró a mí y por fin a la pistola. Dejó la
pluma y se inclinó. Finalmente, gruñó:
—Bueno, bueno.
Hola, Eddie. Bienvenido a casa. ¿Dónde te habías metido?
El muchacho de
las pecas se separó de la barandilla.
—¿Cómo, cómo?
—dijo—. Soy Mallory, del Leader. A ver esa historia…
Se la conté.
Al principio estaba indeciso, temeroso. Iba improvisando. Insistí en mi
inocencia y hablé rápido para que no me interrumpieran. Cuando terminé,
dominaba la situación y dije con severo tono:
—No olviden
que hay recompensa y que yo lo he traído sin ayuda de nadie.
—Me encargaré
yo de recordárselo —dijo Mallory con un gesto de la mano. Se volvió e hizo una
mueca al sargento, que nos miraba agriamente—. Será un placer.
Llegaron dos
hombres de paisano y se llevaron a Wainright y a la pistola. Mallory cogió el
teléfono. El teniente nos llevó a una pequeña antesala y nos dejó solos. Madge
se arrojó en mis brazos Agaché la cabeza, mientras ella se me abrazaba
fuertemente. La sostuve contra mí, porque de nuevo me sentí tembloroso.
Estuvimos así, sin hablar, durante mucho rato. Luego hice lo que tanto deseaba
hacer —me parecía que desde hacía meses—, desde que dejamos la cantina de
Steve.
La mujer de
Wainright está viviendo en Arizona, mientras él cumple su condena.
Creo que fue
un buen trato. Yo trabajo ahora de día. A Madge y a mí nos gusta la vida de
casados. Ella gobierna la casa y yo conduzco.
Cuando se publico el texto
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