Georges Simenon , en pleno Georges-Joseph-Christian Simenon , (nacido el 13 de febrero de 1903, Lieja , Bélgica. Murió el 4 de septiembre de 1989, Lausana , Suiza ), novelista belga-francés cuya prolífica producción superó la de cualquiera Sus contemporáneos y quien fue quizás el autor más ampliamente publicado del siglo XX.
BAJO
PENA DE MUERTE
Georges Simenon
CAPÍTULO
I
El ojo de uno y la pierna de
otro
E
|
L primer mensaje era una
tarjeta postal en colores que representaba el palacio del Negus, en
Addis-Abeba. Llevaba un sello de Etiopía, y decía lo siguiente:
«Siempre acaba
uno por encontrarse, grandísimo canalla. Bajo pena de muerte, ¿te acuerdas?
Tu viejo
amigo, Julio.»
La postal estaba fechada siete
meses antes. De hecho, Oscar Labro la había recibido unas semanas después de la
boda de su hija. Por aquella época, todavía tenía la costumbre de levantarse a
las cinco de la mañana para ir a pescar en su barco. Cuando regresaba, a eso de
las once, el cartero solía haber pasado ya, y depositado la correspondencia en
el anaquel del paragüero del pasillo.
Era asimismo
la hora en que la señora Labro arreglaba las habitaciones del piso. ¿Habría
bajado ella mientras se hallaba la postal bien visible, con sus vivos colores,
en el anaquel? Nada le dijo sobre ello. Su marido la espió, sin resultado. ¿Tal
vez el cartero —que hacía de carpintero por las tardes— habría leído la postal?
¿Y la señorita Marta, empleada de Correos?
El señor Labro
continúo yendo a pescar, pero ahora regresaba más temprano. A partir de las
diez, antes de que el cartero saliese a hacer su recorrido, se le podía
encontrar en la estafeta esperando a que la señorita Marta acabase de
clasificar el correo. Mientras ella hacía ese trabajo, el señor Labro la miraba
a través de la ventanilla.
—¿Hay algo
para mí?
—Los
periódicos y unos impresos, señor Labro. Y también una carta de su hija…
Con lo cual se
demostraba que la empleada tenía tiempo de examinar los sobres, de leer lo que
en ellos iba escrito y hasta de reconocer el carácter de la letra.
Quince días
después, por fin, llegó una segunda postal. La empleada, al dársela, exclamó
como la cosa más natural del mundo:
—¡Vaya! Es del
loco…
Eso quería
decir que había leído la primera. Esta de ahora no procedía de Etiopía, sino de
Djibuti, y reproducía una blanca estación bañada de sol.
«Aguarda,
bribón. Algún día hemos de vernos las caras.
Bajo pena de
muerte. ¿Verdad que me entiendes?
Julio.»
—Es un amigo que le gasta una
broma ¿verdad?
—Una broma que
no tiene gracia.
De todo
aquello se desprendía que Julio se iba acercando. Un mes después todavía estaba
más cerca, porque su tercera postal, que representaba esta vez la vista de un
puerto, había sido fechada en Port-Said.
«No te olvido,
no. Bajo pena de muerte, amigo mío. Porque conviene decirlo, ¿no te parece? Tu
incondicional,
Julio.»
Y, desde aquel día, el señor
Labro dejó de ir a pescar. De Port-Said a Marsella apenas hay cuatro o cinco
días de navegación; depende del barco que sea. Y desde Marsella a Porquerolles,
sólo unas horas de tren o de autocar.
A partir de
aquel momento, se podía ver al señor Labro todos los días, salir de su casa a
eso de las ocho, en pijama, batín y zapatillas. Si bien es verdad que
Porquerolles es uno de los rincones más maravillosos del mundo, con sus claras
casitas pintadas de verde pálido, azul, amarillo, o rosa, no es menos cierto
que la casa de Labro era la más bonita del lugar. Se la reconocía desde lejos
por su galería rodeada de geranios rojos.
Mientras
fumaba la primera pipa del día, el señor Labro bajaba al puerto. Es decir,
recorría apenas cien metros, torcía a la derecha por delante del hotel, y
descubría el mar.
Paseándose de
esta forma daba la sensación de ser un apacible burgués o un tranquilo jubilado
que vagaba sin objeto de un sitio a otro. Por otra parte, eran varios los que
se reunían a aquella hora en el muelle. Los pescadores recién llegados del mar,
escogían el pescado y se ponían a remendar las redes. El encargado de la
cooperativa esperaba con su carretilla de mano. El mozo del «Hotel du
Langoustier», apostado en el extremo más avanzado de la isla, se estacionaba
también con su carreta tirada por un burro.
En una isla
que sólo tiene cuatrocientos habitantes, todo el mundo se conoce y se interpela
por el nombre o por el apellido. Labro era casi el único a quien llamaban señor,
en parte porque no trabajaba y tenía dinero, y en parte porque, durante cuatro
años, había sido alcalde de la isla.
—¿No va a
pescar hoy, señor Labro?
Él refunfuñaba
cualquier cosa. A aquella hora, el Cormorán, que
había salido de Porquerolles una media hora antes, arribaba a la punta de
Gienes, al otro lado del agua reverberante, en el continente, o, como decían
los isleños, en Francia. Del barco sólo se distinguía una pequeña mancha
blanca. Según el tiempo que permanecía amarrado, los de la isla colegían si
embarcaba muchos pasajeros y mercancías, o si, por el contrario, regresaba casi
vacío.
Eran ciento
sesenta y ocho veces, mañana tras mañana, las que el señor Labro había acudido
a su misteriosa cita. Todos los días veía al Cormorán
separarse de la punta de Gienes y avanzar, bajo el sol, hacia la isla; lo veía
tomar cuerpo y poco a poco iba distinguiendo las siluetas de los que estaban en
el puente. Finalmente, era posible reconocer todos los rostros, y los de uno y
otro lado comenzaban a interpelarse mientras duraba la maniobra de atraque.
El encargado
de la Cooperativa subía a bordo para descargar las cajas y los barriles. El
cartero amontonaba las sacas de correspondencia en una carretilla. Y grupos de
turistas se afanaban en tomar fotografías o seguían al «gancho» del hotel.
¡Ciento
sesenta y ocho veces! Bajo pena de muerte, como decía Julio.
Al lado del
emplazamiento reservado al Cormorán, balanceándose en
el extremo de un cable que se atirantaba o aflojaba, según el movimiento del
mar, estaba el barco del señor Labro, que había sido construido en el
continente. Era el más hermoso barco de pesca que se puede imaginar, tan
bonito, tan meticulosamente barnizado, y hasta tal punto adornado de cristales
y planchas de cobre, que lo llamaban El Armario de Luna.
Al correr de
los años, mes tras mes, el señor Labro lo sometía a toda clase de
perfeccionamientos para hacerlo más confortable y más agradable a la vista.
Aunque la embarcación sólo medía cinco metros de eslora, la dotó de una cabina
superpuesta en la que se podía permanecer de pie. Dicha cabina tenía los
cristales biselados, por lo que, más que un armario, parecía una vitrina. Eran,
pues, ciento sesenta y ocho días los que llevaba sin servirse de su barco. Iba
al muelle en pijama y zapatillas para seguir después la carretilla del cartero
y conseguir de ese modo que le sirvieran el primero en la estafeta.
Tuvo que
aguantar cerca de seis meses a que llegara la cuarta postal, fechada en
Alejandría, Egipto.
«No te
desesperes, viejo amigo. Bajo pena de muerte.
¡Más que
nunca! Por aquí, cae un sol de justicia.
Julio.»
¿Qué hacía por el camino? ¿A
qué se dedicaba? ¿Cómo sería? ¿Qué edad tendría? Por lo menos unos cincuenta
años, puesto que estos eran los que contaba el señor Labro.
Siguió
Nápoles. Luego, Génova. Debía de ir avanzando en sucesivos barcos de carga.
Pero, ¿por qué se detenía varias semanas en cada escala?
«Ya llego,
granuja de mi alma. Bajo pena de muerte, claro está.
Julio.»
Inopinadamente llegó otra
postal con sello portugués. Eso significaba que Julio no se había detenido en
Marsella, sino que se desviaba de la ruta y se alejaba.
Pero, ¡ay!,
Burdeos… Volvía a acercarse. Una noche de ferrocarril. Pero no. La postal
inmediata procedía de Bolonia, y la siguiente de Amberes.
querido amigo.
Hay tiempo. Bajo Julio.»
—Tiene usted
un amigo muy bromista —decía la empleada de Correos, que había llegado al
extremo de esperar el recibo de las tarjetas postales para fisgonearlas.
¿Hablaría de
ellas a los demás?
Pues bien. He
aquí que aquel viernes, en una mañana maravillosa, con un mar como una balsa de
aceite, sin una sola onda sobre aquel agua de un azul deslumbrador, se produjo
súbitamente el tan esperado acontecimiento.
¡Julio estaba
allí! Labro tuvo esa certidumbre cuando el Cormorán
distaba todavía más de una milla del muelle y aparecía a la vista poco más
grande que un barquito de juguete. En la proa se distinguía una oscura silueta,
como un mascarón antiguo; una silueta que, incluso a aquella distancia, parecía
enorme.
¿Por qué había
supuesto Labro que aquel hombre tenía que ser enorme? Se agrandaba a ojos
vistas. Manteníase inmóvil de pie sobre la roda, que hendía el mar haciéndose
con él una especie de bigotes de plata.
El antiguo
alcalde de Porquerolles se quitó un momento las gafas ahumadas que solía dejar
encima de la mesilla de noche cuando se acostaba y que se ponía cuando se
levantaba. Mientras limpiaba los cristales empañados, dejó al descubierto su
ojo sano. Por el otro, semicerrado, no veía desde hacía mucho tiempo.
Después volvió
a ajustarse las gafas con un movimiento lento y casi solemne y dio una chupada
maquinal a su apagada pipa.
Era también un
hombre alto y corpulento, aunque de una gordura adiposa. El que iba en la proa
del Cormorán era aún más alto y más fornido. Llevaba
un ancho sombrero de paja y vestía pantalón de tela oscura y una chaqueta negra
de alpaca. Esas prendas, muy anchas y flojas, le hacían parecer todavía más
voluminoso. Lo mismo ocurría con su inmovilidad.
Cuando el
barco estuvo más cerca y todo pudo verse con detalle, el hombre se movió al
fin, como si se despegase de un pedestal. Se puso a andar por el puente,
levantando a cada paso el hombro derecho, o, mejor dicho, todo su lado derecho,
para volverlo a dejar caer casi al unísono.
Se acercó a
Bautista, el capitán del Cormorán, que estaba en su
cabina encristalada, y le habló. Labro hubiera querido oír en seguida el timbre
de su voz. Con un movimiento de cabeza mostró las siluetas alineadas en el
muelle, y Bautista extendió la mano, señalando a Labro con el dedo, al mismo
tiempo que decía algo, probablemente:
—Es aquel.
Después,
Bautista mostró otra cosa con el índice, El Armario de Luna,
a la vez que explicaba, seguramente:
—Y ése es su
barco…
La gente hacía
los ademanes y pronunciaba las palabras de todos los días. Echaron la
guindaleza y un pescador la amarró a su bita. El Cormorán,
después de recular, atracó al fin. El hombre aguardaba tranquilamente, inmóvil,
sin que su vista, al parecer, se fijase en nada determinado.
Para bajar a
tierra tuvo que levantar mucho su pierna derecha. Labro se dio entonces cuenta
de que se trataba de una pierna de madera. El recién llegado golpeó con ella el
suelo del muelle. Se volvió al mismo tiempo que un marinero le alcanzaba una
vieja maleta, al parecer muy pesada, y que debía haber sido muy maltratada a lo
largo de su prolongada existencia, puesto que había tenido que ser asegurada
con cuerdas.
El señor Labro
se quedó quieto como un conejo hipnotizado por una serpiente. Aquél que sólo
tenía una pierna y aquél que sólo tenía un ojo, se hallaban frente a frente, a
pocos metros del uno del otro. Sus siluetas eran parecidas: eran dos hombres de
igual edad y de la misma fuerza y corpulencia.
Con un modo de
andar que la pierna de madera hacía muy característico, Julio adelantó unos
pasos más. Debía de haber allí unas cuarenta personas en total, contando a los
pescadores en sus barcas, al empleado de la Cooperativa, a algunos curiosos y a
Mauricio, el de El Arca de Noe, que había acudido en
busca del abastecimiento de su restaurante. También estaba una niña vestida de
rojo, la hija del antiguo legionario, chupando un caramelo verde.
Julio se
detuvo y sacó del bolsillo una enorme navaja plegable. Parecía acariciarla. La
abrió. Luego, se inclinó. Debían de haberle cercenado la pierna por más arriba
del medio muslo, porque tenía que plegarse en dos como un polichinela.
A través de
sus gafas ahumadas, Labro le miraba, estupefacto, sin acabar de comprender. En
aquella mañana tan maravillosamente clara y poblada de ruidos familiares, su
único pensamiento era: «Bajo pena de muerte…»
La amarra de El Armario de Luna, estaba adujada al muelle. Con sólo un
golpe de su navaja, de hoja monstruosamente ancha, Julio la cortó, y el barco,
tras esbozar una ligera sacudida, se deslizó sobre el mar en calma…
Entonces, los
presentes les miraron alternativamente, y vagamente comprendieron que entre el
hombre tuerto y el de la pierna de palo había alguna cuenta pendiente.
Aquel gesto
del forastero resultó tan absurdo, y al mismo tiempo tan inesperado y ridículo,
que los espectadores se quedaron impresionados, a excepción de la niña vestida
de rojo, que se echó a reír, aunque se calló enseguida, al darse cuenta de que
no la secundaban.
El Pata de
Palo se enderezó, al parecer muy satisfecho. Les miró a todos con satisfacción,
mientras plegaba lentamente su enorme navaja, y cuando uno de los pescadores
intentó atrapar con su gafa al barco que empezaba a alejarse, se limitó a
gritar:
—Deja eso,
amigo.
No lo dijo
aviesamente, ni tampoco con dureza. Y, sin embargo, fue tan categórico, que el
hombre no insistió, y ya nadie trató de impedir que El
Armario de Luna se fuese a la deriva. Más particularmente, cuando casi
al mismo tiempo, el señor Labro había gritado:
—Déjalo, Vial.
Vagamente se
advertía que algo extraordinario estaba ocurriendo. Tanto el tuerto como el
cojo habían hablado igual tono, con una voz casi idéntica, y ambos tenían el
mismo acento, propio del Mediodía.
Incluso Labro,
cuya frente aparecía cubierta de gotas de sudor, advirtió lo del acento, y la
coincidencia le llegó al alma.
Tres pasos…
Cuatro… El movimiento sincronizado del hombro y la cadera, al resonar de la
pata de palo. La voz, una voz que parecía cordial, incluso alegre, sonó de
nuevo:
—¡Hola, Oscar!
Labro no quitó
la pipa de entre sus dientes, y se quedó unos instantes inmóvil como una
estatua.
—Como puedes
ver, he venido.
Los que les
rodeaban parecían verdaderamente petrificados. Como si les saliera del fondo de
la garganta, la voz del hombre de las gafas ahumadas dijo así:
—Venga a mi
casa.
—¿Por qué no
me tuteas?
Siguió un
silencio. La nuez de Labro subía y bajaba; le temblaba la pipa entre los
labios.
—Ven a mi
casa.
—¡Vaya! Eso
está mejor. Es más cortés…
Le examinaba
de pies a cabeza. Alargó el brazo para tocar el pijama y señaló su calzado.
—Parece que te
levantas tarde, ¿eh? Todavía no te has vestido.
Por un momento
pareció que Labro iba a excusarse.
—No importa,
no importa. ¡Eh, oiga! Sí, ese bajito, el cocinero…
Se refería a
Mauricio, el de «El Arca», que era, en efecto, de baja estatura y que llevaba
una indumentaria blanca de cocinero.
—Haga llevar
mi maleta a su casa y resérveme la mejor habitación.
Mauricio miró
a Labro. Éste le hizo seña de que aceptase.
—Está bien,
señor…
—Julio.
—¿Cómo?
—Digo que me
llamo Julio… Oscar, diles que me llamo Julio…
—Se llama
Julio —repitió dócilmente el ex-alcalde.
—¿Vamos,
Oscar?
—Vamos.
—¡Vaya! Conque
tienes mala vista, ¿eh? Quítate un momento las gafas para que vea esos ojos…
Labro, tras un
instante de vacilación, se las quitó, mostrando su ojo muerto. El forastero
emitió un pequeño silbido admirativo.
—Es curioso,
¿verdad? Tú sólo tienes un ojo, y yo sólo tengo una pierna…
Cogió del
brazo a su compañero, como si se tratara de un viejo amigo, y echó a andar con
un paso irregular, del que Labro sentía la sacudida a cada paso.
—Prefiero
instalarme en «El Arca» que en tu casa, ¿comprendes? Me da horror molestar a la
gente. Además, tu mujer no es agradable.
Su voz sonaba
terrible, entre agresiva, mordaz y cómica, en la absoluta calma del ambiente.
Me he
informado a bordo. Ese viejo mono me lo ha contado todo.
El viejo mono
era Bautista, el capitán del Cormorán, cuyo atezado
rostro estaba cubierto de pelo grisáceo. Bautista gruñó algo. Labro no se
atrevió a mirarle.
—¡Ah, por
cierto! Puedes decirles que vayan a buscar tu barco y le traigan otra vez. Lo
vamos a necesitar tú y yo. A mí también me gusta la pesca… ¡Díselo! ¿A qué
esperas para decírselo?
—¡Vial! Vete a
buscar mi barco.
El sudor le
corría por la frente, por la cara, por entre las paletillas. Le resbalaban las
gafas por la arista mojada de su nariz.
—¿Qué te
parece si fuéramos a tomar un bocado? Esto es muy bonito…
Subían por una
pequeña cuesta, lenta y pesadamente, como para dar más consistencia a aquel
momento que estaban viviendo. Apareció la plaza, con sus hileras de eucaliptos
delante de las casas pintadas de suaves colores.
—Enséñame la
tuya. ¿Es aquélla? Por lo que veo, te gustan los geranios… Fíjate, nos está
mirando tu mujer…
La señora
Labro, con los bigudíes puestos, estaba en una ventana del primer piso, donde
acababa de extender la ropa de la cama para airearla.
—¿Es verdad
que tiene tan mal genio? Qué te parece, ¿se enfurecerá mucho si vamos a
celebrar esto con un vaso de vino blanco?
En aquel
momento, a las ocho y media exactamente, frente a la iglesia gualda que parecía
un juego de cubos, y ante todo el mundo, el señor Labro, a pesar de sus
cincuenta años, de su estatura, peso y fuerza, y de la consideración de que
gozaba como hombre rico y como ex-alcalde, sintió deseos de caer de rodillas y balbucir:
—¡Piedad!
Poco faltó
para que hiciera algo peor. Tuvo realmente la tentación de llevarlo a cabo.
Estuvo a punto de suplicar:
—Mátame en
seguida…
Si no lo hizo,
no fue por respeto humano, sino porque ya no sabía por donde andaba, ni era
dueño de su cuerpo ni de sus pensamientos, y porque el otro seguía cogido de su
brazo, apoyándose en él a cada paso que daba, y arrastrándole lenta e
inexorablemente hacia la terraza roja y verde de «El Arca de Noé».
—Debes Venir a
menudo por aquí, ¿verdad?
—Varias veces
al día —contestó Labro, como contesta el alumno al maestro.
—¿Bebes?
—No, no mucho…
—¿Te
emborrachas?
—Nunca.
—Yo sí; a
veces… Ya verás. No tengas miedo… ¡Eh! ¿Hay alguien ahí dentro?
Empujó a su
compañero y le hizo pasar ante él a la sala del café, dirigiéndose hacia el
bar, cuyos níqueles brillaban en la penumbra. Una camarera joven, que todavía
no sabía nada de lo que ocurría, surgió de la oficina.
—Buenos días,
señor Labro.
—Yo me llamo
Julio. Tráenos una botella de vino blanco, pequeña. Y algo de comer.
—¿Anchoas?
—preguntó.
—Bueno. Ya veo
que a Oscar le gustan las anchoas. Ve por ellas. Sírvenos en la terraza.
Para sentarse
o mejor dicho, para dejarse caer en un sillón de mimbre, extendió su pata de
madera, que quedó inerte en medio del piso. Luego, se enjugó el sudor con un
gran pañuelo rojo, porque también él estaba acalorado.
Después,
escupió y carraspeó un buen rato, como si gargarizara o se lavara la boca,
haciendo toda clase de incongruentes ruidos. Por fin, pareció satisfecho, y se
llevó el vaso a los labios. Mirando el vino blanco, suspiró:
—¡Esto marcha!
A tu salud, Oscar. Siempre pensé que te encontraría algún día… Bajo pena de
muerte, ¿recuerdas? Es curioso… No tenía la menor idea de cómo eras…
Volvió a
mirarle con una especie de satisfacción, hasta con júbilo.
—Estás mucho
más gordo que yo… Yo soy todo músculo…
Combó sus
bíceps.
—Toca… Sí… No
tengas miedo… Sólo sabía tu nombre y tu apellido… lo que escribiste en el
cartel. Y no eres, ni mucho menos, un hombre célebre de los que aparecen en los
periódicos. Hay cuarenta millones de franceses. Adivina cómo te he encontrado.
¡Vamos, adivina!
—No lo sé…
Labro se
esforzaba por sonreír, como si quisiese apaciguar al dragón.
—Por mediación
de tu hija Ivonne…
Labro se
sintió más inquieto aún. Por un instante se preguntó cómo su hija…
—Cuándo la
casaste, hará unos nueve meses… ¡Ah, por cierto! ¿Todavía no hay novedad? Decía
que, cuando la casaste, quisiste ofrecerle una boda por todo lo alto, y hasta
hablaron de ella en la primera página de un diario llamado Le
Petit Var, que se imprime en Tolón, ¿no es verdad? Pues bien. Figúrate
que allí abajo, en Addis-Abeba, vive un tipo de por aquí que, después de veinte
años en África todavía sigue suscrito a Le Petit Var.
Leí un número que tenía por casa, y vi tu nombre… Me acordé del cartel…
Frunció el
entrecejo. Su rostro se había endurecido. Miró al otro, cara a cara,
ferozmente, manteniendo en su fisonomía un viso de sarcasmo.
—Y tú, ¿te
acuerdas?
Luego, con una
áspera cordialidad, añadió:
—Anda, bebe…
Bajo pena de muerte, ¿eh? No me retracto, no. Te digo que bebas… Esto no es
nada todavía… ¿Cómo se llama la pequeña que nos sirve?
—Jojó…
—¡Jojó! Ven
aquí, rica. Tráenos otra botella… Oscar tiene sed…
CAPÍTULO II
El cartel en los pantanos del
Umbolé
Cada cinco minutos el hombre de
la pierna de palo, cogía su vaso, lo vaciaba de un trago, y ordenaba en un tono
que no admitía réplica:
—Bebe tu vaso,
Oscar.
Y el señor
Labro bebía, de suerte que, a la tercera botella, ya no acertaba a ver
distintamente, a través de la ardorosa atmósfera de la plazoleta, las agujas
del reloj en el campanario de la pequeña iglesia. ¿Qué hora era? ¿Las diez, las
once? Retrepado en su sillón, fumando y apurando hasta el extremo las colillas
de los cigarrillos que él mismo se liaba, Julio preguntó con voz brusca:
—¿De dónde
eres?
—De
Pont-du-Las, en las afueras de Tolón.
—¡Conozco eso!
Yo soy de Marsella, del barrio de Saint Charles.
Experimentaba
una manifiesta alegría al hacer esta afirmación. Pero esta alegría, como todas
las manifestaciones de su vitalidad, tenía algo de amedrentadora. Incluso
cuando parecía enternecerse con su compañero, le miraba, en cierto modo, con la
conmiseración que se siente por un insecto al que va a aplastarse.
—¿Padres
ricos?
—Pobres… Clase
media… Más bien pobres.
—Como yo.
Apuesto a que no eras un buen estudiante.
—Nunca estuve
muy fuerte en matemáticas.
—Exactamente
igual que yo… Bebe. ¡Te digo que bebas! ¿Cómo te las arreglaste para ir allá?
—Por mediación
de una compañía de Marsella, la S. A. C. O. Cuando acabé el servicio militar.
Julio mostró
también interés en saber cuál de los dos era más viejo. Resultó serlo Labro,
por un año, y eso pareció complacer al recién llegado.
—En resumidas
cuentas, que hubiéramos podido encontrarnos en el barco, incluso antes, en el
regimiento… Es para desternillarse de risa, ¿eh? Otra botella, querida Jojó.
Y, al observar
que el otro se estremecía, añadió:
—¡No te
preocupes! ¡Estoy acostumbrado! Además, es mejor para ti que yo esté bebido,
porque, en ese estado, me pongo sentimental…
A su
alrededor, iba y venía gente. Unos pescadores entraron en casa de Mauricio a
beber un trago; otros jugaban a los bolos al sol. Todo el mundo conocía a
Labro, y se extrañaba de verle allí a una hora desacostumbrada. Nadie, podía
ayudarle. Le dirigían un saludo con la mano, o le interpelaban, pero todo
cuanto podía hacer era extender los labios en una mueca que quería ser una
sonrisa.
—De modo que,
cuando llevaste a cabo aquella sucia faena, tenías veintidós años… ¿Qué
demonios andabas haciendo en el pantano de Umbolé?
—Como era
joven y fuerte, la Sociedad me encargó que explorase los pueblos más distantes,
en vistas a organizar la recogida de aceite de palma. En el Gabón, en lo más
caluroso, insalubre e ingrato de la selva ecuatorial.
—¿Ibas solo?
—Me
acompañaban un cocinero y dos remeros.
—¿Habías
perdido tu piragua? Contesta… Aguarda… Primero, bebe… ¡Bebe, o te rompo la
cara!
Labro bebió y
estuvo a punto de atragantarse. Ahora, era ya todo el cuerpo lo que tenía
cubierto de sudor, como allí como en el Gabón, pero con la diferencia de que el
de ahora era un sudor frío. No obstante, no tuvo el valor de mentir. Había
pensado mucho en ello, durante noches y noches, cuando no podía conciliar el
sueño. Sin «aquello», hubiera sido un hombre honrado, y, además, un hombre
feliz. Se acordaba cada dos o tres meses, aparecíasele de improviso. Era
siempre lo mismo, lo que él llamaba su pesadilla.
—No, no había
perdido mi piragua —confesó.
El otro le
miraba frunciendo el entrecejo, sin saber si creerle o no.
—¿Entonces,
qué?
—Nada… hacía
calor… creo que tenía fiebre… Llevábamos tres días peleando con los insectos…
—Yo también…
—Tenía
veintidós años…
—Y o también…
aun menos…
—No conocía el
África.
—¿Y yo? ¡Bebe
aprisa, caramba!… Tenías una piragua y, a pesar de esto…
¿Cómo el señor
Labro, antiguo alcalde de Porquerolles, iba a poder explicar allí, en el
apacible ambiente de su isla, aquella cosa tan inconcebible?
—Yo tenía un
negro, el remero, a mi lado. Un «pahouíno» que olía muy mal…
Esa fue la
verdadera causa de su falta. Pues tenía conciencia de haber cometido un delito,
y no trataba de excusarse a sí mismo. Si simplemente hubiese matado a un
hombre, treinta años atrás, acaso ni se acordaba ya de ello. Pero había hecho
algo peor, lo sabía.
—Continúa… Así
que no soportabas el hedor de los «pahouínos», ¿eh, granuja?
Los pantanos
de Umbolé, los canales, los ríos de agua cenagosa, en donde gruesas burbujas
estallaban incesantemente en la superficie y pululaban bichos de todas clases.
Ni un pedazo de tierra firme. Riberas bajas, cubiertas de una vegetación tan
exuberante que apenas podía uno abrirse paso en ella. Y, noche y día, los
insectos, tan feroces, que Labro se había visto obligado a vivir casi todo el
tiempo con la cara protegida con un mosquitero bajo el cual se asfixiaba.
Se podía
navegar durante días enteros sin hallar una choza, ni ser humano alguno. Y he
aquí, que entre las raíces de un mangle, vislumbró una piragua, y, sobre ella,
un letrero que decía:
«Se prohíbe
robar esta embarcación bajo pena de muerte.
Firmado:
Julio.»
—No sólo por lo del negro —dijo
Labro pensativamente—, sino también porque las palabras bajo
pena de muerte estaban subrayadas dos veces.
Resultaba
incongruente ver allí, en plena selva ecuatorial, a centenares de kilómetros de
toda civilización y de toda autoridad, aquellas absurdas palabras, escritas
imitando la letra de imprenta. Entonces, se le ocurrió una idea, asimismo
absurda, como las que suelen sobrevenir a los cincuenta grados a la sombra. Su
negro apestaba. Sus piernas, que debía mantener encogidas, se le anquilosaban.
Pensó que si cogía aquella piragua y la ataba a la suya, podría estar solo,
regiamente, para el resto del viaje, y no tendría que soportar más aquel hedor.
¿Bajo pena de
muerte? ¡Tanto peor! Precisamente porque era bajo pena de muerte.
—Y la cogiste…
—Perdóneme…
—Ya te he
dicho que me tutearas. Entre nosotros, es más propio. Yo, cuando volví de
buscar algo de comer, porque hacía varios días que me moría de hambre, me
encontré prisionero en una especie de isla…
—Yo no sabía…
No sólo la
había cogido, sino que el demonio le impulsó a responder a la prescripción del
desconocido con una grosería. En el mismo cartel, que dejó bien en evidencia en
el sitio que ocupara antes la piragua, escribió:
«Fastídiate…»
Y firmó valientemente:
Oscar Labro.
—Perdóneme —repetía ahora aquel
mismo Oscar convertido en un hombre de cincuenta años.
—… rodeado de
cocodrilos por todas partes, en el agua…
—Sí…
—… y de
serpientes y de asquerosas arañas, en tierra… abandonado desde hacía varios días
por mis guías negros… ¡Estaba absolutamente solo, hijo!
—Le pido
perdón, una vez más…
—Eres un
crápula, Oscar.
—Sí.
—Un perfecto,
un inmenso, un incalificable canalla. Y, sin embargo, eres dichoso…
Y, diciendo
eso, miraba la linda casa rosa rodeada de geranios, y a la señora Labro, que
iba de vez en cuando a echar un vistazo por la ventana. El señor Labro no se
atrevía a negarlo, ni tampoco a responder que no era tan dichoso como pudiera
creerse. Le parecía una cobardía.
Julio, dándose
manotadas en su pierna de palo, refunfuñó:
—Dejé esto
allí…
Tampoco se
atrevió Labro a preguntarle cómo había sido. Si había sido intentando huir, en
la boca de un cocodrilo, por ejemplo, o si bien se le infectó.
Después, me vi
perdido. ¿No te preguntaste por qué razón no venía aquí en seguida, después de
mi primera carta de Addis-Abeba? Apuesto cualquier cosa a que mi retraso te dio
esperanzas de no verme por aquí… ¡Pues bien! Fue, ni más ni menos, porque no
tenía un céntimo, y debía idearme un plan para ganarme la pitanza por el
camino… Con mi pata de palo, ¿comprendes?
Cosa curiosa.
Julio se mostraba mucho menos amenazador que un poco antes, y, por momentos,
cualquiera que les hubiese visto habría podido tomarles por dos viejos amigos.
El forastero se inclinaba hacia Labro, le cogía por las solapas de su batín y
acercaba la cara a la suya.
—¡Otra
botella! Sí, voy a beber… Y tú beberás conmigo cada vez que me dé la gana… Es
lo menos que puedo exigir, ¿no es eso? ¿Cómo fue lo del ojo?
—Descorchamos
una botella… Una botella de vinagre para mi mujer… Estalló el gollete y me dio
un trozo de vidrio en el ojo…
—¡Te estuvo
bien empleado! ¿Cuánto tiempo estuviste en África?
—Diez años…
Tres temporadas de tres años, con los permisos… Luego me destinaron a Marsella…
—Donde
llegaste a ser algo así como director.
—Subdirector
adjunto… Solicité la jubilación hace cinco años, por lo del ojo…
—¿Eres rico?
¿Has prosperado?
Entonces le
invadió al señor Labro una esperanza. Una esperanza y, al propio tiempo, una
inquietud. La esperanza de salir del paso con dinero. Incluso en los
tribunales, el hablar de pena de muerte no supone siempre la ejecución de los
condenados. Hay presidios, cárceles, indemnizaciones…
¿Y por qué no
una indemnización? Pero lo que sucedía es que no se atrevía a aventurar cifras,
por temor a que el otro se engolosinara.
—Vivo con
cierta holgura…
—Tienes
rentas, ¿verdad? ¿Qué dote le has dado a tu hija Ivonne?
—Una casita en
Hyéres…
—¿Tienes otras
casas?
—Dos más, no
muy grandes…
—¿Eres avaro?
—No lo sé…
—Da lo mismo.
No tiene importancia, puesto que ese hecho no cambia nada…
¿Qué quería
decir? ¿Qué no quería dinero? ¿Qué se mantenía firme en su inverosímil pena de
muerte?
—Compréndelo,
Oscar. Yo nunca me vuelvo atrás en mis decisiones. Lo dicho, dicho está. Pero
hay tiempo…
No. Labro no
soñaba. La plaza aparecía un poco confusa en su mente, pero estaba allí. Las
voces que oía a su alrededor en la terraza y dentro del café, eran las de sus
amigos. Vial, descalzo, y con una red de pescar a la espalda, le dijo al pasar:
—El barco está
bien, señor Labro…
—Gracias, Vial
—respondió éste, como un autómata.
Nadie,
absolutamente nadie, sospechaba que estaba condenado a muerte. Ante los jueces,
por lo menos hay recursos. Se puede disponer de abogados. Los periodistas están
presentes y ponen al corriente de lo que sucede a la opinión pública. El peor
de los granujas consigue, a veces, inspirar simpatía o piedad.
—En resumidas
cuentas: la cosa dependerá, sobre todo, de tu isla, ¿entiendes?
No. Labro no
comprendía. Volvió a ver la botella inclinada sobre su vaso, y éste llenándose
hasta el borde. Una irresistible mirada le conminaba a llevárselo a los labios
y a beber.
—¡Pon lo
mismo, Jojó!
Se resistía.
Cinco botellas era imposible. Nunca había bebido tanto, ni en una semana.
Además, su estómago no funcionaba muy bien, después de lo de África.
—¿Está bien la
habitación? Espero que tenga vistas a la plaza.
—Seguramente.
Voy a preguntárselo a Mauricio…
Era una
oportunidad para alejarse un instante, para entrar solo en la fresca sombra del
café, y respirar lejos de la mirada agresiva y sarcástica de Julio. Pero el
otro, poniéndole una mano pesada como el plomo sobre el hombro, le obligó a
sentarse otra vez.
—Ya nos
ocuparemos de eso después… Es posible que me guste este lugar, y en este caso
tendremos mucho tiempo por delante…
Labro
vislumbraba en estas palabras una chispita de esperanza. Reflexionándolo bien,
Julio no podía tener ningún interés en matarle. Deseaba, simplemente, que lo
mantuviesen. En una palabra, vivir a expensas de él.
—No pienses
eso, Oscar. No me conoces bien…
Labro no había
pronunciado una palabra, no había movido un solo rasgo de su rostro, y sus
ojos, mejor dicho, su ojo, permanecía invisible tras las oscuras gafas. ¿Cómo
había podido adivinar sus pensamientos el otro?
—Dije «bajo
pena de muerte», ¿verdad? Pero, mientras tanto, nada impide que nos conozcamos.
En el fondo, no sabemos nada el uno del otro. Hubieras podido ser bajo y flaco,
o calvo o pelirrojo… o un sinvergüenza aún más redomado que antes. Hubieras
podido ser también un tipo del norte, o un bretón… ¡Y mira por donde casi hemos
ido juntos a la escuela…! ¿Es cierto que tu mujer tiene tan mal carácter?
Apuesto a que te va a insultar porque hueles a vino y por haberte quedado hasta
mediodía en pijama en la terraza. No puede negarse que resulta divertido verte
vestido así a esta hora… ¡Jojó!
—Se lo
suplico…
—La última…
¡Otra botella, Jojó! ¿Qué te estaba diciendo? ¡Ah, sí… Que disponemos de tiempo
para trabar amistad… Por ejemplo, ahí está la pesca… Nunca he podido tener
ocasión para ir a pescar. Mañana me enseñaras… ¿Se coge pescado de verdad? —Sí.
—Y tú, ¿pescas
algo?
—Yo también,
como los demás.
—Iremos. Nos
llevaremos unas botellas. ¿Juegas a los bolos? Apostaría a que sí… Me enseñarás
a jugar a los bolos también. Siempre es una manera de ganar tiempo, ¿verdad? ¡A
tu salud! No lo olvides: bajo pena de muerte… Ahora voy a subir a acostarme.
—¿Sin comer?
—no pudo menos de preguntar el señor Labro.
—La pequeña
Jojó me subirá algo de comer a la habitación.
Se levantó, resoplando,
y, tras afirmar su equilibrio, se dirigió bamboleándose hacia la puerta. Poco
faltó para que no se diera contra ella. Alguien soltó una risotada; él se
volvió, con furiosa mirada, y, finalmente, dijo a Labro:
—Habrá que
procurar que no vuelva a suceder nunca…
Atravesó el
café y, sin preocuparse de los que le miraban, se metió en la cocina. Y allí,
levantando la tapadera de las cacerolas, preguntó:
—¿Dónde está
mi habitación?
—En seguida,
señor Julio.
Oyóse el
golpeteo de su pierna de palo en los escalones y en el piso. Todos escuchaban.
Debió de dejarse caer como un fardo sobre la cama, sin tomarse el trabajo de
desnudarse.
—¿De dónde
viene? —preguntó Mauricio al bajar de acompañarle—. Si ese tipo piensa quedarse
aquí…
Entonces
vieron los presentes que Labro, adoptando casi la figura y el habla del otro,
se levantaba y decía en un tono que no admitía réplica:
—Habrá que
tener paciencia…
Tras de lo
cual dio media vuelta y, en pijama y zapatillas, atravesó la plaza bañada por
el cálido sol de mediodía. Viose una mancha clara, en el umbral, entre los
geranios. Era su mujer, que le aguardaba. Y aunque Labro no dejaba de mirarla
fijamente, aplicando toda su voluntad a caminar derecho, con la mira lo más
exactamente posible puesta en ella, lo cierto es que hizo varias curvas antes
de llegar a la casa.
—¿Con quién
has estado? ¿Qué hacías en la terraza con esa indumentaria? ¿Qué significa esa
historia de la amarra cortada que me ha contado el verdulero? ¿Quién es ese
tipo?
Como a Labro
le fue imposible contestar a todas ese preguntas a la vez, se limitó a
responder a la última.
—Es un amigo
—dijo.
Y como el vino
le tornaba enfático, agregó, recalcando las sílabas:
—Es mi mejor
amigo… Más que un amigo, un hermano, ¿comprendes?… No permitiré que nadie…
De haber podido,
también él hubiera subido a acostarse sin comer, pero sabía que su mujer no se
lo permitiría.
A las cinco de
la tarde de aquel día, en «El Arca de Noé», no se oía todavía el menor ruido en
la habitación del nuevo huésped, a no ser el de un acompasado ronquido.
Y cuando, a la
misma hora, los habituales de la partida de bolos fueron a llamar a casa del
señor Labro, fue la señora Labro la que entreabrió la puerta, murmurando
avergonzada:
—Silencio…
Está durmiendo… Hoy no se encuentra muy bien.
CAPÍTULO III
Las ideas del verdugo
—Acércame otra «piade», Oscar.
Los dos
hombres estaban en el barco, mecido con un sedante, ritmo por el movimiento
regular y lento del agua. A aquella hora, el mar estaba casi siempre liso como
la seda, ya que no se levantaba brisa hasta mucho después de salir el sol,
hacia media mañana. Mar y cielo tenían unos tonos irisados que recordaban el
interior de una concha de ostra. Y, no lejos de El Armario
de Luna, a cierta distancia de la punta de la isla, se elevaba el blanco
peñasco de las Medas.
Tal como se
había anunciado, Pata de Palo se apasionó por la pesca. Casi todos los días
despertaba a Labro con un silbido, a las cinco de la mañana.
—No te olvides
del vino… —le encarecía.
Poco después,
se oía el zumbido del motorcito, y El Armario de Luna
describía una estela de espuma a lo largo de las playas y de las calas, hasta
el peñasco de las Medas.
A Julio, cosa
rara, le repugnaba cascar las «piades». En Porquerolles llaman así a los
crustáceos llamados ermitaños que se emplean como Cebo. Para usarlos, hay que
quebrar la concha con un martillo o con una piedra grande, descascarillar
meticulosamente al animal, sin herirlo, y, finalmente, fijarlo en el anzuelo.
Éste era el
trabajo de Labro, que a fuerza de cuidarse del sedal de su compañero, apenas
tenía tiempo de pescar. El otro le observaba, liando un cigarrillo.
—Oye, Oscar,
he pensado una cosa…
Cada día tenía
una idea nueva, y le hablaba de ella en un tono natural, cordial, como el que
hace confidencias a un amigó. Una vez, le había dicho:
—Mi primer
proyecto fue estrangularte. ¿Sabes por qué? Porque un día, en un bar, no
recuerdo dónde, una mujer me aseguró que tenía manos de estrangulador. Es una
buena ocasión para comprobarlo, ¿verdad?
Al decir esto,
miró al cuello de Oscar, miró sus manos, y meneó la cabeza.
—Pero, al fin
y al cabo, creo que no voy a escoger ese sistema.
Pasaba revista
a todas las clases de muerte imaginables.
—Si te ahogo,
me disgusta pensar lo horrible que estarás cuando te pesquen… ¿Has visto alguna
vez un ahogado, Oscar? Y tú que no eres precisamente guapo…
Echaba el
anzuelo al mar y se impacientaba si pasaban, cinco minutos sin que picara
ningún pez. Entonces, temiendo que se cansase de la pesca, Labro, que no había
rezado desde tiempo inmemorial, suplicaba a Dios que deparase un pez a su
verdugo.
«Haced que
pesque, Señor, os lo ruego. No importa que yo no consiga pescar nada, Pero él…»
—Oye Oscar…
Pásame otra botella… Ya es hora…
Cada día
adelantaba un poco más la hora de empezar a beber.
—Antes,
pensaba matarte, de cualquier modo, pasase lo que pasase. ¿Comprendes lo que
quiero decir? No tenía muchos motivos para sentir apego a la vida. En el fondo,
te confieso que me habría divertido ser arrestado y movilizar así a un montón
de gente: policías, jueces, bellas señoras, periodistas… ¡Un gran proceso, que
caramba! Les habría contado todo lo que tengo en el buche. ¡Y sabe Dios! A lo
mejor me hubieran absuelto. Estoy absolutamente seguro de que no me cortarían
la cabeza. ¡Y qué quieres que te diga! Tiempo atrás, tampoco me habría
disgustado el ir a la cárcel.
»Pero ahora
figúrate: he vuelto a tomarle gusto a la vida. Y eso es lo que lo complica
todo, porque me obliga a matarte tomando mis precauciones para que no me echen
el guante. ¿Te haces cargo del problema, hijo?
»He pensado ya
tres o cuatro planes. Estoy machacando sobre ello horas y horas. Resulta
bastante divertido. Lo preparo minuciosamente, tratando de preverlo todo. Pero
luego, cuando tengo la impresión de que la cosa está a punto, ¡cataplum!, me
sale al paso un pequeño detalle que lo echa todo a rodar.
«¿Cómo te las
compondrías tú?»
Hacía tres
semanas y pico que estaba en la isla cuando pronunció esa frasecilla tan
trivial en apariencia:
—¿Cómo te las
compondrías tú?
Al mismo
tiempo que decía esto —Labro lo recordaba muy bien— sacó del agua una magnífica
escropina de dos libras.
—Acaso no sea
indispensable matarme… —insinuó.
Pero el otro
le miró con extrañeza, entre contrariado y reprobador.
—¡Vamos,
Oscar! Sabes perfectamente que escribí «bajo pena de muerte».
—Hace ya mucho
tiempo…
—¿Y esto? ¿Por
ventura ha retoñado? —exclamó Julio, golpeándose la pierna de madera con la
mano.
—No nos
conocíamos…
—Razón de más
para no hacerlo, amigo mío… ¡no! Es preciso que encuentre un medio… De pronto,
se me ha ocurrido pensar que la cosa podría suceder muy bien cuando nos
hallásemos en el mar, como ahora… ¿Quién puede vernos, ahora? Nadie. ¿Sabes
nadar?
—Un poco…
Pero al punto
se arrepintió de este tentador «un poco» y corrigió:
—Siempre he
nadado bastante bien…
—Pero no nadarías
si hubieses recibido un puñetazo en el cráneo. Y un puñetazo en el cráneo no
deja huellas. Tendré que aprender a manejar el barco, por si tengo que volver
solo al puerto… Ponme una «piade»…
Cuando no
pescaba nada, se ponía de mal humor y se mostraba cruel, intencionadamente
cruel.
—Crees que vas
a zafarte entreteniéndome, ¿verdad? Pasas el tiempo contando las botellas de
vino que bebo. ¡Eres un avaro, Oscar, un egoísta, un cobarde! Ni siquiera vales
para cadáver. ¿Quieres que te diga la verdad? Me das asco… Dame de beber…
No había más
remedio que beber con él. Labro vivía una especie de pesadilla, amodorrado por
el vino desde las diez de la mañana, y embriagado a mediodía. Y, para colmo, el
otro ni siquiera le dejaba dormir la mona, sino que le despertaba a las cuatro
o a las cinco de la tarde para la partida de bolos.
No sabía
jugar. Se obstinaba en ganar. Discutía las jugadas, acusando a los otros de
hacer trampas. Y si alguno se permitía una reflexión o una sonrisa, apabullaba
a Labro con una furiosa mirada…
—Supongo que
dejarás de una vez de ver a ese tipo —decía la señora Labro—. Quiero creer que
no eres tú el que paga esas rondas que os bebéis a lo largo del día.
—No, no.
—¡Si su mujer
hubiese sabido que no sólo pagaba las rondas, sino la pensión de Julio en «El
Arca de Noé!»
—Escuche,
señor Labro —le decía el dueño de «El Arca»—. Tenemos toda clase de clientes.
Pero éste es imposible de aguantar. Anoche le dio por perseguir a mi mujer por
los pasillos. Anteanoche hizo lo mismo con Jojó, que no quiere volver a entrar
en su habitación. A altas horas de la noche, nos despierta dando grandes
portazos en el suelo con su pata de palo, para pedirnos un vaso de agua y una
aspirina. Protesta cada dos por tres, rechaza los platos que no le gustan y
hace toda clase de reflexiones desagradables delante de los clientes. No puedo
soportarlo más…
—Te lo ruego,
Mauricio. Si de veras sientes un poco de afecto por mí…
—Por usted sí,
señor Labro. Pero por él, no.
—Aguántale
quince días más…
Quince, ocho
días. La cuestión era ganar tiempo, evitar la catástrofe. Había también que
correr tras los jugadores de bolos porque se negaban a hacer la partida con
aquel energúmeno que refunfuñaba constantemente y que no vacilaba en
injuriarles.
—Tienes que
jugar esta tarde, Vial. Ruégale a Gueroy que venga. Dile de mi parte que es
«muy importante», que es absolutamente preciso que venga…
Se le llenaban
los ojos de lágrimas cuando consideraba que se veía obligado a humillarse de
aquel modo. A veces, se decía que Julio estaba loco. Pero aquello no
solucionaba nada. ¿Acaso podía hacerle encerrar?
No podía
tampoco presentarse a la policía y declarar:
—Este hombre
me amenaza de muerte.
En primer
lugar, porque no poseía ninguna prueba, ni siquiera las tarjetas postales, que
sólo provocarían burlas. Y en segundo lugar, porque sentía escrúpulos de
conciencia. Aquel hombre, tal cual era en parte, había sido obra suya. En
resumidas cuentas: Labro se consideraba responsable.
¿Tenía que
dejarse matar? Y, lo que era peor, ¿tenía que vivir semanas, acaso meses, con
la idea de que, de un momento a otro, cuando menos lo esperase, Julio le diría,
con su voz a un tiempo cordial y burlona: «Ha llegado la hora, Oscar…»?
Era un sádico.
Alimentaba con esmero el terror que su compañero sentía. En cuanto le veía un
poco más tranquilo, insinuaba suavemente:
—¿Y si lo
hiciéramos ahora?
Hasta ese
plural «hiciéramos», resultaba brutal. Parecía convencido de que Labro
consentía, y de que, como el hijo de Abraham, marcharía de buen grado al
sacrificio.
—Ya sabes,
Oscar, que te haré sufrir lo menos posible. No soy tan malo como parezco.
Apenas tres minutos…
Labro tenía
que pellizcarse para asegurarse de que no dormía, y era víctima de una
espantosa pesadilla.
—Pásame la
botella…
Después
hablaba de otra cosa, de los peces, de los bolos o de la señora Labro, a quien
Julio, a pesar de no haberla visto más que de lejos, detestaba.
—¿No se te ha
ocurrido nunca divorciarte? Deberías hacerlo. Confiesa que no eres feliz, que
te trata como a un perrito… ¡Anda, confiesa!
Y Labro
confesaba. No era del todo cierto. Sólo en parte. Pero era preferible no
contradecir a Julio, porque entonces le acometía una cólera terrible…
—Si te
divorciases, creo que iría a vivir a tu casa. Podríamos tomar a Jojó de criada…
El señor Labro
se clavaba las uñas en las palmas. Había momentos en que, en cualquier parte,
ya fuera en el barco, ya en la terraza del restaurante, ya en la plaza donde
jugaban a los bolos, sentía deseos de erguirse hasta el límite y de aullar como
un perro a la luz de la luna…
¿Sería él
quien se estaba volviendo loco?
—He observado
que cocinas…
—Sólo preparo
el pescado.
—Es igual, la
verdad es que sabes cocinar. Incluso dicen que friegas los platos. ¿Qué te
parece mi idea?
—Ella no
querrá…
Julio volvía a
la carga, a los tres o cuatro días.
—Reflexiona.
Esto podría inclinarme a aguardar más tiempo. En el fondo, yo, que me he pasado
la vida en los hoteles, creo que he nacido para tener casa propia.
—¿Y si te
diera dinero para instalarte en otro sitio?
—¡Oscar!
—decía, con una dura llamada al orden—. Procura no volverme a hablar así nunca
más. Porque si vuelves a hacerlo te mataré en seguida. ¿Comprendes? En seguida.
Fue
precisamente entonces cuando la frasecita de Pata de Palo comenzó a medrar en
su mente. En el momento en que Julio pescaba la escorpina de dos libras, dijo
exactamente estas palabras:
—«¿Cómo te las
compondrías tú?»
Esos pocos
vocablos fueron, para Labro, una especie de revelación. Total: que lo que Julio
podía hacer, podíalo hacer él también. Julio había dicho:
—Estoy seguro
de que existe un medio de matarte sin que me cojan.
¿Por qué no
podía ser a la inversa? ¿Por qué Labro no iba a poder desembarazarse de su
compañero? La primera vez que le asaltó esa idea tuvo miedo de que el otro
pudiera leérsela en la cara, y se felicitó de llevar gafas ahumadas.
A partir de
entonces, se puso a espiar a su compañero. Todas las mañanas observaba que,
tras la tercera botella de vino, se desinteresaba de la pesca y se echaba
muellemente en el suelo de la cubierta, cayendo, poco a poco, en una
somnolencia más y más profunda. ¿Dormía realmente? ¿Seguía vigilándole sin
demostrarlo?
Labro trató de
levantarse bruscamente y vio que sus ojos se entreabrían y le miraban con
expresión maliciosa, centelleante, al tiempo que una voz cascada refunfuñaba:
—¿Qué estás
haciendo?
Tenía
preparada una respuesta adecuada, pero se prometió no volver a hacer aquel
movimiento, por temor a despertar sospechas. Pues, en tal caso, no dudaba de
que la faena se efectuaría en seguida.
—Total —decía
Julio—, que como por la mañana las corrientes son casi siempre de este a oeste,
seguirás, poco más o menos, la misma ruta que el barco, y hay probabilidades de
que vayas a parar cerca del puerto.
Julio miraba
el imaginario recorrido sobre el agua en calma, y también Labro. Sólo que ambos
no veían el mismo cadáver.
—Tendré que
hacerlo cuando estés de pie, porque pesas mucho y, si tuviera que levantarte
para echarte al mar, es casi seguro que, o haría zozobrar el barco, o me caería
contigo.
«Es verdad —se
decía Labro—. También él pesa mucho, pero su pierna de madera le convierte en
más manejable que yo. Además, tengo la ventaja de que el martillo para cascar
las «piades» está junto a mí.»
Mas, al día
siguiente, corregía:
«No, nada de
martillo. Seguramente dejaría huellas. Llevando esa pata de madera, basta con
empujarle para que pierda el equilibrio.»
Los dos
hombres observaban el mar. Conocían su rincón. A determinada hora, pasaban los
barcos de pesca que regresaban de retirar las redes dispuestas al otro lado de
la isla. Estaba también un viejo jubilado con un salacot, quien, a eso de las
ocho de la mañana, echaba el ancla de su embarcación a una media milla de «El
Armario de Luna».
Entre el paso
de los pescadores y las ocho…
Existía un
peligro, que Julio desconocía. En la costa, entre los piños, se elevaba la
pequeña fortificación con un cabo de Marina que vigilaba el fuerte de las
Medas. Labro sabía que, dos veces por semana, los martes y los viernes, el
vigilante iba a Hyéres en el barco de Bautista. Así que debía de salir de su
fuerte alrededor de las siete de la mañana.
Las ocho menos
cuarto… Esa era la hora que había que escoger. Y vigilar que el guardián del
semáforo no se hallase acodado en su parapeto, observando el mar con sus
anteojos.
—Hace días,
Oscar, que me estoy preguntando si no sería mejor acabar de una vez. La cocina
de Mauricio buena, pero empiezo a estar harto de comer siempre los mismos
platos. Además no hay mujeres… Jojó no quiere saber nada de mí…
Labro se
sonrojó como un colegial.
—No se puede
negar que hemos pasado muy buenos ratos juntos. Hasta admito que casi hemos
llegado a ser amigos. ¡Sí, lo digo tal como lo siento! Creo que me dará pena ir
a tu entierro. ¿Te enterrarán en Porquerolles?
—Tengo
comprada una sepultura…
—¡Estupendo!
Siempre será más agradable que quedarse en el agua… Dame la botella, Oscar.
Bebe tú primero. ¡Vamos! Deja que grite tu mujer y haz lo que te digo.
Millares,
centenares de millares, millones de hombres vivían —y no lejos de ellos— una
vida normal. ¿Es que eso no iba a ser posible nunca más?
—Lo que me
admira es que fueras tan grosero en otro tiempo y que ahora te hayas vuelto tan
cortés. En el fondo, te has vuelto un burgués, muy burgués. Confiésalo… Apuesto
a que eres más rico de lo que dices. ¿No juegas a la Bolsa?
—Un poco…
—¿Lo ves? Ya
me lo sospechaba. Y, sin embargo, nuestros comienzos fueron iguales. ¡Quién
sabe! Si no hubiese sido por el truco de la piragua y lo de mi pierna, a lo
mejor sería yo ahora como tú. ¡Hay que ver qué sinvergüenza fuiste!
Reflexionándolo bien, se necesita serlo mucho para dejar a un hombre blanco sin
ningún medio de escapar de la selva. ¿Piensas en ello de vez en cuando, Oscar?
No sabes hasta qué punto llegas a asquearme a veces…
En tales
ocasiones, Labro no se atrevía a levantarse, temeroso de que aquello
significase que había llegado el fin. Al mismo tiempo, procuraba no dejar el
martillo de las «piades» al alcance de su compañero, así como la gran piedra
que servía de lastre.
—Tienes miedo
de morir, ¿verdad? Es curioso; a mí no me asusta esa idea. Debe de ser porque
te has convertido en un burgués y tienes algo que perder…
En ese caso,
dado que Julio nada tenía que perder…
—Ni siquiera
sé si tengo todavía padres… Tenía una hermana que seguramente debió casarse,
pero nunca he tenido noticias suyas. A lo mejor, también ella echó por el mal
camino.
En resumidas
cuentas, ¿cuál era su apellido? En África en el Gabón, había firmado «Julio» en
su maldito cartel. ¿Julio qué?
Labro se lo
preguntó. El otro le miró con sorpresa.
—Sí… Chapus…
¿No lo sabías? Julio Chapus. No está mal, ¿verdad? Estoy seguro de que hay
Chapus que son gente muy distinguida. Pásame la botella… Pero no, aguarda… Me
pregunto…
¿Por qué se
levantó de su asiento?
Labro se
agarró al suyo. Se asió con todas sus fuerzas, pero el sudor no brotó de su
piel hasta algo después, cuando advirtió que Julio sólo se había levantado para
desperezarse.
Primero,
miedo… Luego, la reacción… Se puso a temblar. Tembló bajo el influjo de todos
los horrores que estaba viviendo desde hacía meses, y, súbitamente, se levantó
a su vez y dio dos pasos hacia adelante…
CAPÍTULO IV
El naufragio de «El Armario de
Luna»
Olvidóse de todo cuanto había
planeado tan cuidadosamente, de la cuestión del cabo de la Marina, del regreso
de los pescadores y del viejo jubilado del salacot.
A pesar de
todo, la suerte le fue favorable. El guardián del semáforo se hallaba
justamente observando el mar, con sus anteojos, y declaró como sigue:
—En
determinado momento, hacia las ocho menos diez minutos, miré en dirección a las
Medas y vi dos hombres que se mantenían estrechamente abrazados a bordo de «El
Armario de Luna». Al principio pensé que uno de ellos se encontraba enfermo y
el otro trataba de impedir que cayese al mar. Luego comprendí que luchaban.
Separado de ellos por varios centenares de metros, me vi en la imposibilidad de
intervenir. En un momento dado, cayeron los dos sobre la borda y el barco
zozobró.
Vial, el
pescador, acompañado de sus dos hijos, contorneaba en aquel instante la punta
de las Medas.
—Vi una
embarcación boca abajo y reconocí a «El Armario de Luna». Siempre pronostiqué
que acabaría zozobrando. Era demasiado alto de borda. Cuando distinguimos los
dos hombres en el agua, no formaban todavía más que una masa indistinta. Creo
que el señor Labro, que es un buen nadador, intentaba mantener a su compañero
en la superficie, o tal vez era éste el que se agarraba a él, como suele
suceder en estos casos.
El jubilado no
había visto nada.
—Yo estaba a
punto de coger una dorada. Oí ruido, pero no presté atención. Por otra parte,
la embarcación del señor Labro se hallaba en el lado del sol y yo apenas pude
distinguir nada, porque la luz me deslumbraba.
Nadie, pues,
había visto lo que sucedió exactamente. Nadie, salvo Labro. Cuando se acercó a
Julio y le tuvo al alcance de la mano, éste se volvió hacia él, y, cosa
extraordinaria, su rostro no expresaba ya ni amenaza ni cólera, sino un terror increíble.
Increíble
porque era casi otro hombre el que Labro tenía ante sí. Un hombre que tenía
miedo y le miraba con ojos suplicantes, al tiempo que sus labios temblorosos
balbucían:
—¡No haga
usted eso, señor Labro!
Sí, había
dicho:
—¡No haga
usted eso, señor Labro!
Y no:
—No hagas eso,
Oscar…
Lo había dicho
con una voz que el otro le desconocía. Hasta se sintió conmovido, pero demasiado
tarde. Ya no podía volverse atrás. En primer lugar, porque el paso estaba dado.
En segundo lugar, porque, ¿qué habría sucedido después? ¿Qué actitud tomar ante
un hombre a quien se ha intentado matar? Era imposible retroceder.
Por otra
parte, la cosa no duró más que unos segundos. Labro le dio un empujón con el
hombro que bastaba para derribarle, pero Julio se agarró como pudo a él.
Milagrosamente, se mantuvieron varios segundos en equilibrio sobre la
embarcación, que cabeceaba a sus movimientos.
Resollaban.
Ambos resoplaban. Nunca se habían visto tan de cerca y los dos tenían miedo.
Eran igual de
altos, anchos y fuertes. Se mantenían abrazados, tal como confirmó el hombre
del semáforo.
—Escúcheme,
yo… —jadeaba Julio.
¡Demasiado
tarde! ¡Demasiado tarde para escuchar nada! Era necesario que uno de los dos se
desasiese y cayese al mar.
Y se cayeron
los dos, al mismo tiempo que volcaba «El Armario de Luna».
En el agua
siguieron agarrados uno a otro, mejor dicho, era Pata de Palo el que se
agarraba a Labro, con ojos aterrorizados. Parecía que intentaba hablar. Pero su
boca se abría en vano, llenándosele de agua salada cada vez…
Percibióse el
ruido de un motor. Se acercaba un barco. ¿Cómo pudo Labro, a pesar de todo,
reconocer que era el de Vial? Sin duda se lo decía su subconsciente. Golpeaba
al otro para librarse. Le dio de lleno en la cara, lastimándose el puño con el
hueso de la nariz de su compañero.
Luego
sucedieron pocas cosas más.
—¡Sosténgase,
señor Labro! —le gritó Vial.
¿Nadaba?
¿Sangraba? Había perdido las gafas. El sedal de una caña de pescar se le había
enredado en las piernas.
—¡Cógele,
Fernando! —dijo la voz de Vial, dirigiéndose a uno de sus hijos.
Le alcanzaron
como a un pesado paquete, con una gafa que le hizo una incisión en la cintura.
—Sujeta
fuerte, papá. Espera que le atrape la pierna…
Y se encontró
abatido en el fondo de la barca de Vial, desmadejado, chorreando agua, y, sabe
Dios por qué, con lágrimas en los ojos. Los otros creyeron que se trataba de
agua de mar, pero él sabía perfectamente que eran lágrimas.
Apenas tuvo necesidad de
mentir. Todo el mundo mentía por él, sin darse cuenta. Todo el pueblo, toda la
isla había reconstituido la historia a su manera, incluso antes de que le
interrogasen.
—¿Lo conocía
usted a fondo? —le preguntó un comisario que parecía muy ducho en la materia.
—Lo encontré
en África hace mucho tiempo…
—Y usted fue
lo suficientemente bueno para albergarlo. Se sirvió y abusó de usted de todas
las formas imaginables. Los testimonios son muy abundantes a este respecto.
Hacía la vida imposible a todo el mundo.
—Pero…
—No sólo
estaba borracho desde por la mañana, sino que experimentaba un profundo placer
mostrándose desagradable y hasta amenazador. Cuando ocurrió el incidente, había
bebido ya dos botellas, ¿verdad?
—No recuerdo.
—Es más
probable, ateniéndose al término medio de otros días. Le injurió y hasta acaso
le atacó. Sea como fuere, lo cierto es que lucharon ustedes.
—Sí.
—¿Iba usted
armado?
—No. Ni
siquiera cogí el martillo.
Nadie se dio
cuenta de esta respuesta, de la que él se arrepintió al punto, pues pudiera
haber sido reveladora.
—Se cayó y
volcó el barco… Se agarró a usted.
Y el encargado
de la investigación concluyó:
—Es penoso,
desde luego, pero no se ha perdido nada bueno…
¿Es que el
señor Labro seguía soñando? ¿Era posible que su pesadilla de las últimas
semanas se transformase de pronto en un sueño donde todo era dulzura y
felicidad?
Resultaba
incluso demasiado fácil, tanto, que no le parecía natural.
—Me arrepiento
de lo que he hecho.
—¡No, hombre,
no! Usted se defendió y obró conforme a su derecho. Con individuos de esa
calaña…
Labro frunció
el entrecejo. ¿Por qué le parecía que algo no estaba claro? Era, en verdad,
demasiado fácil. Se sentía inquieto, no estaba contento. Y como tenía un poco
de fiebre, mezclaba el pasado con el presente, y se servía de frases cortadas
que los otros no podían comprender, confundiendo la piragua del Umbolé con «El
Armario de Luna».
—Sé que no
debiera haber…
—Su esposa,
Mauricio, Vial y los demás nos lo han contado todo.
¿Cómo era
posible que aquella gente, que nada sabía, hubiera podido contar nada?
—Fue usted
demasiado generoso…, demasiado hospitalario. El hecho de que, en otro tiempo,
bebiera unas copas con un individuo, no justifica él que deba recogerle cuando
esté sin blanca. Mire usted, señor Labro: su única equivocación fue la de no
informarse acerca de él. Si hubiera usted venido a vernos…
¿Qué? ¿Qué
significaba aquello? ¿Qué demonios le estaban diciendo? ¿Informarse de qué?
—Ese hombre
estaba reclamado por estafa al menos por cinco países. No tenía un céntimo y
estaba expuesto a que le cogiesen dondequiera que fuera. Por esa razón le digo
que no se ha perdido nada de valor. Ya no tendremos que volver a hablar de ese
granuja de Marelier.
El señor Labro
permaneció un momento inmóvil, sin entender. Estaba en la cama. Reconocía el
dibujo que el sol, filtrándose a través de los visillos, formaba en la pared.
—Perdone…
—preguntó cortésmente, con voz lejana—. ¿Cómo ha dicho usted?
—Marelier…
Julio Marelier… Hace veinte años que andaba pirateando por África del Norte y
por Oriente, viviendo siempre de estafas y robos. Antes ya había sufrido diez
años de condena en Fresnes, por robo con fractura.
—Un momento,
un momento… ¿Está usted seguro de que se llamaba Julio Marelier?
—No sólo le
hemos encontrado los papeles en su maleta, sino que tenemos sus huellas
digitales y su ficha antropométrica.
—… y estaba en
Fresnes hace… Un instante… Le pido perdón… ¡Oh, mi cabeza!… ¿Cuánto tiempo hace
exactamente?
—Treinta años.
—Su pierna…
—Su pierna,
¿qué?
—¿Cómo la
perdió?
—En un intento
de fuga. Cayó desde diez metros de altura sobre unas púas de hierro; por lo
visto no sabía que estaban allí… Parece usted fatigado, señor Labro. El doctor
está ahí al lado, con su esposa… Voy a llamarle…
—No, espere…
¿Cuándo fue ese hombre al Gabón?
—Nunca.
Tenemos todo su “curriculum vitae”. Nunca estuvo más al sur de Dakar… ¿Se
siente usted mal?
—No se
preocupe. ¿Entonces no fue nunca a los pantanos del Umbolé?
—¿Cómo dice?
—Una región
del Gabón.
—No le digo
que…
Entonces se
oyó la desesperada voz del señor Labro, gimiendo:
—¡Entonces no
era él…! ¡No era el mismo Julio…!
La puerta se
abrió. El comisario de policía llamó ansiosamente:
—¡Doctor! Creo
que se encuentra mal…
—No… Déjeme…
—gritaba debatiéndose—. Usted no puede comprenderlo… Era otro Julio… Yo maté a
otro Julio… Otro Julio que…
—Estáte tranquilo, no te
agites… Has estado delirando, Oscar…
—¿Qué he
dicho?
—Tonterías… De
todos modos, nos has asustado. Hemos temido que tuvieras una congestión
cerebral. Hablabas siempre de los dos Julios, de dos Julios, pues, en tu
pesadilla, veías dos…
El señor Labro
esbozó una amarga sonrisa.
—Continúa.
—Sostenías que
habías matado en balde… No… Estate quieto, tómate la medicina. No es mala del
todo. Te hará dormir…
Prefiero tomar
la medicina y dormir; aquello era demasiado horrible. Había matado inútilmente.
Había matado a un Julio que no era el verdadero Julio, a un pobre diablo que,
sin duda, no le deseaba ningún mal; un vulgar pícaro que no buscaba,
amenazándole de vez en cuando, más que vivir a costa suya y pasar unos días
regalados en Porquerolles.
Le parecía oír
aún la voz de Pata de Palo, gritándole en el colmo del terror:
—¡No haga
usted eso, señor Labro!
Sin tutearle.
Sin grosería. Casi respetuosamente. Todo lo demás había sido una farsa.
Labro había
pasado miedo en vano. Había matado en balde.
—¡Vaya, señor Labro! Buen
desahogo, ¿eh? Por fin vamos a poder hacer la partida de bolos en paz…
La paz reinaba
también en casa de Mauricio, en «El Arca de Noé», donde no se oía ya el eco
amenazador de la pierna de madera en el tablado ni por la escalera.
—¡Y usted que
nos rogaba que fuésemos pacientes con él porque había sufrido tanto en el
Gabón! ¡Pensar que nunca puso los pies allí…! ¿Tomará un trago de vino blanco,
señor Labro?
—¿Alguna
contrariedad?
—No, no es
nada. Ya se pasará…
Tenía que
acostumbrarse a la idea de que era un asesino. Pero, ¿a qué irlo divulgando por
todas partes?
Y todo porque un vulgar
granuja, harto de arrastrar su única pierna por todo el mundo, con la policía
siempre a la zaga, una noche, en un bar de sabe Dios donde, había oído cantar a
un grupo de soldados coloniales la historia de la piragua y del verdadero Julio
Chapus, el cual había muerto de muerte natural quince años después del episodio
del Umbolé, en un apostadero de Indochina, y adonde le enviara su compañía.
Y todo,
también, porque aquel granuja, por pura casualidad, cogió un día, en
Addis-Abeba, «Le Petit Var» y leyó el nombre de Oscar Labro y ello le dio la
idea de ir a acabar sus días en paz a la isla de Porquerolles.
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