jueves, 11 de abril de 2019

CRIMEN IMPERFECTO I. Covarrubias


CRIMEN IMPERFECTO

I. Covarrubias
N
O es nada fácil cometer un crimen. Aunque se piensen bien todos los detalles, siempre se escapa alguno, siempre queda algún cabo suelto u ocurre algo inesperado. Yo sé muy bien por qué lo digo. Claro que cuando decidí asesinar a mi tío lo había planeado todo minuciosamente. No soy eso que podría llamarse un sentimental y me interesan muy poco las opiniones ajenas. De pequeño me solía decir mi madre que estaba condenado a no querer a nadie. Tal vez haya sido verdad. Acaso la culpa sea también de mis padres. Viví de niño un mundo de criados, de institutrices y niñeras y entre ellos aprendí que podía hacer lo que me viniese en gana, sin mayores consecuencias.
Todo me fue fácil. Y mucho más cuando murieron, primero mi padre y poco después mi madre, y me quedé como dueño y señor de mi destino y de una fortuna bastante considerable, cuando tenía poco más de dieciocho años. La fortuna íntegra me duró hasta los veintidós, porque mi tío la defendía contra mis arremetidas, y la administraba a su gusto.
Pero cuando llegué a la mayoría de edad todas las trabas se fueron al diablo y pude dedicarme a gastar mi dinero. Por cierto que lo hice bien, y con tanta velocidad, que antes de llegar a los treinta no me quedaba nada. Ni tierras ni casas. Lo que se dice nada. Sólo salvé de la ruina un guardarropa bien surtido, un automóvil y un gran escepticismo.
Fue por entonces cuando mi tío me invitó a vivir con él. Estaba ya un poco viejo y se sentía solo. Además se empeñó en creer —yo puse muy poco entusiasmo en engañarlo— que me había regenerado.
De este modo llegué a la casona de la calle Juncal, donde vivía Francisco Estévez, preocupado por su colección de miniaturas, su biblioteca y algunos antiguos amigos. La bodega del viejo era buena, y la casa muy cómoda. Tras ella había un jardín, y más allá estaban las dependencias de la servidumbre.
No sé cómo surgió la idea. Creo que fue el mismo viejo quien me la proporcionó.
—Me has robado y me has engañado —dijo un día—, y hasta serias capaz de asesinarme.
El caso es que la idea comenzó a darme vueltas en la cabeza, y me estuvo persiguiendo durante varias semanas. Al fin y al cabo yo era el único heredero, y el viejo ya había vivido bastante. ¿Por qué no había de hacerlo? Claro que la ventaja de ser el heredero constituía también una desventaja, porque eso me convertiría en el primer sospechoso. Pero pensé que con un estudio cuidadoso podría engañar a todos los policías del mundo. Y comencé a planear el asesinato.
Tendría que ser un jueves. Los jueves venía a casa del viejo su administrador. Cenaban juntos y arreglaban los asuntos pendientes. A las 22,30 más o menos, el administrador se iba. Los sirvientes se acostaban y el viejo quedaba solo. El viejo se iba a la cama en seguida, y allí leía un rato, muy poco, o se dormía inmediatamente, porque siempre le había gustado madrugar.
Tendría que ser un jueves. El arma, ya la tenía. Era un revólver llegado a mis manos mucho tiempo antes. Lo compré en un cafetín a un tipo desconocido que parecía tener mucha necesidad de treinta pesos. El número de la serie del arma había sido limado y por esta parte era imposible que nadie pudiera encontrar una pista. Además, lo había probado varias veces en el campo, y funcionaba a la perfección. Lo único que me hacía falta era una coartada perfecta. Y me dediqué a construirla.
El lunes me llamó la Chola por teléfono. Quería invitarme a una fiesta que daba en su casa. Amigas, bebidas, y tal vez, drogas. No era una gente muy de fiar, pero servirían para el caso.
—¿El jueves? —le dije—. Está bien. Pero llegaré un poco tarde. A eso de la una de la madrugada. Tengo un compromiso hasta esa hora.
Me puse a trabajar intensamente en mi plan. El miércoles salí de casa muy temprano. El viejo ni me hablaba ya. Y los criados tampoco me demostraban una gran simpatía. Me puse unas viejas ropas de sport y dejé el coche cerca de la plaza del Congreso. Desde allí fui andando hasta el teatro Avenida. Me acerqué a la taquilla y saqué una entrada de gallinero.
Luego, en medio de un grupo tumultuoso, subí las interminables escaleras y vi la obra completa, de cabo a rabo. Hasta recuerdo algunos chistes y una canción de María Antinea, “Mantones y castañuelas”, se llamaba la revista. Calculé el tiempo de cada uno de los cuadros y de los intermedios con precisión absoluta. Y cuando se terminó, volví a casa.
No quería trasnochar, para que no me fallase el pulso al día siguiente.
El jueves me desperté muy contento. Hasta canté algo mientras me bañaba, cosa que he hecho muy pocas veces en mi vida. Pasé el día dando vueltas de un lado para otro, y almorcé tarde para evitar un encuentro con el viejo. No porque a mí me importase, sino por que él no quería verme en la mesa.
Cuando anocheció, me arreglé cuidadosamente. Me puse un traje oscuro, un clavel en la solapa —éste era un detalle importante— y guardé el revólver en el bolsillo junto con un pequeño formón. Me vieron salir los criados y el administrador. El viejo, ni siquiera me saludó.
Dejé el auto estacionado en la calle Belgrano y anduve cuatro manzanas, por San José, hasta la avenida de Mayo. En la cola de la taquilla tuve que esperar un buen rato. Finalmente, llegué.
—¿No hay localidades delanteras?
El hombre miró el tablero a sus espaldas con un gesto de impaciencia.
—Sólo quedan de la fila veintitrés hacia atrás.
—¿Y con una propina?
Ya sabía yo que era inútil.
—No, señor.
—Entonces deme una platea en la última fila.
Guardé el billete que había sacado para pagar, y me dirigí a la puerta. El taquillero comenzó a chistar y a llamarme.
—¡Oiga! ¡Oiga!
Volví, aparentando confusión.
—Perdone usted. Estaba distraído… Compréndame…
Le pagué la entrada. Creo que ya no olvidaría mi rostro ni mi presencia en el teatro.
En la última fila no había casi nadie. Había elegido un asiento en el extremo. Presencié el primer acto. En el intermedio, salí a fumar al vestíbulo, charlé con un acomodador unos minutos y le di una buena propina por un programa. Otro testigo.
Cuando llegó el segundo intermedio, ya estaba preparado. Me deslicé de grupo en grupo hasta la puerta y salí con aire distraído de quien va a tomar un poco el aire. Después, rápidamente, una vez doblada la esquina, corrí hasta donde había dejado el coche.
Todo fue de acuerdo con lo planeado. Volví a aparcar el coche a cierta distancia de la casona del viejo, en la calle Juncal. La calle estaba oscura y no me vio nadie. Abrí la puerta con mi llave, y subí a tientas hasta el cuarto del viejo. Estaba dormido. Hubiera bastado con el primer tiro, pero volví a disparar, por si acaso. El estampido quedó amortiguado por los abundantes, cortinajes de la alcoba. Y el viejo pasó del sueño a la muerte. No pude evitar una sonrisa. Debió de ser nerviosa.
Luego le desvalijé. Encontré unos cinco mil pesos en su cartera, y, tras revolver los cajones de la mesilla de noche y de la cómoda, me apoderé de algunas joyas: un alfiler de corbata, un anillo de oro… Chucherías.
Removí la habitación, tiré ropas por el suelo, metí el formón en uno de los cajones. Los guantes me molestaban, pero no me los quité ni un segundo. El arma quedó allí, y yo emprendí la retirada.
Una vez cerrada la puerta de la calle, metí también en ella el formón, para que pareciese forzada la cerradura.
Ya estaba todo. Cogí el auto, y salí en dirección a Palermo. En determinado momento conseguí ponerme a la altura de un gran camión, y arrojé en la caja de éste el anillo y el alfiler de corbata. Si los encontraban podía suceder que se quedaran con ellos o que los entregasen a la policía, si eran gente honrada. Pero nunca sabrían en qué parte del trayecto pudieron caer las joyas en el camión. Luego, con cierto dolor, quemé, los billetes de mil que también le había quitado al viejo. Cuatro mil y pico de pesos… Pero, total, iba a recibir mucho más y no valía la pena arriesgar nada.
Eran ya las 0,45 y me fui hasta la avenida del Nueve de Julio, a poca distancia del departamento de la Chola. Dejé el coche y me senté en una cafetería. Pedí whisky y pregunté por el teléfono público. Tenía ya anotado el número del Avenida y llamé a la secretaría del teatro.
No quería correr ningún riesgo.
—Oiga. ¿Avenida? Perdone que le moleste, pero mi esposa ha ido a la función de la noche y todavía no ha vuelto. Vivimos cerca. ¿Ha ocurrido algo? ¿Se retrasó la función?
La voz del otro extremo sonó muy cortés.
—Resulta, que al levantar el telón en el último acto se enganchó la polea y tuvimos un pequeño retraso. Un cuarto de hora, máximo. Ahora mismo acaba la función.
—Muchas gracias.
Volví a sonreír, y me llamó la atención. Esta mañana había cantado en la ducha, después sonreí ante el cadáver del viejo, ahora volvía a sonreír. Estaba contento.
La fiesta de la Chola estuvo muy bien y me divertí mucho. Anduve con cuidado de no emborracharme. Quería tener la cabeza despejada.
Llegué a casa del viejo a las ocho, y ya estaba allí la policía. Entonces fue cuando lo vi a usted por primera vez, comisario Gorordo. Charlamos un momento, y usted me invitó a acompañarlo al Departamento Central.
Allí empezó el interrogatorio en forma, y yo desplegué mi coartada con un impresionante lujo de detalles. Veinticuatro horas después, usted lo había comprobado todo y todo coincidía exactamente. El de la taquilla se acordó de mí, lo mismo que el acomodador y algunas personas del teatro. El clavel. Todo estaba cronometrado. La salida del teatro. La llegada a casa de la Chola. Los amigos de la Chola. Nada hubo que se escapara a mi previsión, excepto la caballerosidad del idiota que me atendió por teléfono cuando llamé al teatro desde la cafetería del Nueve de Julio.
Se le ocurrió decir que se había atrancado el telón y retrasado el último acto porque pensó en un marido celoso, engañado por su esposa, y quiso darle unos minutos más de tiempo para que ella llegase al hogar.

De ahora en adelante sólo podré ver el mundo a través de esta reja, por culpa de aquel imbécil.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Archivo del blog

Disminuido en mi cuerpo... Fragmento. Novela. Inédita. LA CONFESIÓN.

  " Disminuido en mi cuerpo y ayudado por el chófer y mi segundo doctor me introduzco  de nuevo – y como lo hice 5 días atrás – en el R...

Páginas