CRIMEN
IMPERFECTO
I. Covarrubias
N
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O es nada fácil cometer
un crimen. Aunque se piensen bien todos los detalles, siempre se escapa alguno,
siempre queda algún cabo suelto u ocurre algo inesperado. Yo sé muy bien por
qué lo digo. Claro que cuando decidí asesinar a mi tío lo había planeado todo
minuciosamente. No soy eso que podría llamarse un sentimental y me interesan
muy poco las opiniones ajenas. De pequeño me solía decir mi madre que estaba
condenado a no querer a nadie. Tal vez haya sido verdad. Acaso la culpa sea
también de mis padres. Viví de niño un mundo de criados, de institutrices y
niñeras y entre ellos aprendí que podía hacer lo que me viniese en gana, sin
mayores consecuencias.
Todo me fue
fácil. Y mucho más cuando murieron, primero mi padre y poco después mi madre, y
me quedé como dueño y señor de mi destino y de una fortuna bastante
considerable, cuando tenía poco más de dieciocho años. La fortuna íntegra me
duró hasta los veintidós, porque mi tío la defendía contra mis arremetidas, y
la administraba a su gusto.
Pero cuando
llegué a la mayoría de edad todas las trabas se fueron al diablo y pude
dedicarme a gastar mi dinero. Por cierto que lo hice bien, y con tanta
velocidad, que antes de llegar a los treinta no me quedaba nada. Ni tierras ni
casas. Lo que se dice nada. Sólo salvé de la ruina un guardarropa bien surtido,
un automóvil y un gran escepticismo.
Fue por
entonces cuando mi tío me invitó a vivir con él. Estaba ya un poco viejo y se
sentía solo. Además se empeñó en creer —yo puse muy poco entusiasmo en
engañarlo— que me había regenerado.
De este modo
llegué a la casona de la calle Juncal, donde vivía Francisco Estévez,
preocupado por su colección de miniaturas, su biblioteca y algunos antiguos
amigos. La bodega del viejo era buena, y la casa muy cómoda. Tras ella había un
jardín, y más allá estaban las dependencias de la servidumbre.
No sé cómo
surgió la idea. Creo que fue el mismo viejo quien me la proporcionó.
—Me has robado
y me has engañado —dijo un día—, y hasta serias capaz de asesinarme.
El caso es que
la idea comenzó a darme vueltas en la cabeza, y me estuvo persiguiendo durante
varias semanas. Al fin y al cabo yo era el único heredero, y el viejo ya había
vivido bastante. ¿Por qué no había de hacerlo? Claro que la ventaja de ser el
heredero constituía también una desventaja, porque eso me convertiría en el
primer sospechoso. Pero pensé que con un estudio cuidadoso podría engañar a
todos los policías del mundo. Y comencé a planear el asesinato.
Tendría que
ser un jueves. Los jueves venía a casa del viejo su administrador. Cenaban
juntos y arreglaban los asuntos pendientes. A las 22,30 más o menos, el
administrador se iba. Los sirvientes se acostaban y el viejo quedaba solo. El
viejo se iba a la cama en seguida, y allí leía un rato, muy poco, o se dormía
inmediatamente, porque siempre le había gustado madrugar.
Tendría que
ser un jueves. El arma, ya la tenía. Era un revólver llegado a mis manos mucho
tiempo antes. Lo compré en un cafetín a un tipo desconocido que parecía tener
mucha necesidad de treinta pesos. El número de la serie del arma había sido
limado y por esta parte era imposible que nadie pudiera encontrar una pista.
Además, lo había probado varias veces en el campo, y funcionaba a la
perfección. Lo único que me hacía falta era una coartada perfecta. Y me dediqué
a construirla.
El lunes me
llamó la Chola por teléfono. Quería invitarme a una fiesta que daba en su casa.
Amigas, bebidas, y tal vez, drogas. No era una gente muy de fiar, pero
servirían para el caso.
—¿El jueves?
—le dije—. Está bien. Pero llegaré un poco tarde. A eso de la una de la
madrugada. Tengo un compromiso hasta esa hora.
Me puse a
trabajar intensamente en mi plan. El miércoles salí de casa muy temprano. El
viejo ni me hablaba ya. Y los criados tampoco me demostraban una gran simpatía.
Me puse unas viejas ropas de sport y dejé el coche cerca de la plaza del
Congreso. Desde allí fui andando hasta el teatro Avenida. Me acerqué a la
taquilla y saqué una entrada de gallinero.
Luego, en
medio de un grupo tumultuoso, subí las interminables escaleras y vi la obra
completa, de cabo a rabo. Hasta recuerdo algunos chistes y una canción de María
Antinea, “Mantones y castañuelas”, se llamaba la revista. Calculé el tiempo de
cada uno de los cuadros y de los intermedios con precisión absoluta. Y cuando
se terminó, volví a casa.
No quería
trasnochar, para que no me fallase el pulso al día siguiente.
El jueves me
desperté muy contento. Hasta canté algo mientras me bañaba, cosa que he hecho
muy pocas veces en mi vida. Pasé el día dando vueltas de un lado para otro, y
almorcé tarde para evitar un encuentro con el viejo. No porque a mí me
importase, sino por que él no quería verme en la mesa.
Cuando
anocheció, me arreglé cuidadosamente. Me puse un traje oscuro, un clavel en la
solapa —éste era un detalle importante— y guardé el revólver en el bolsillo
junto con un pequeño formón. Me vieron salir los criados y el administrador. El
viejo, ni siquiera me saludó.
Dejé el auto
estacionado en la calle Belgrano y anduve cuatro manzanas, por San José, hasta
la avenida de Mayo. En la cola de la taquilla tuve que esperar un buen rato.
Finalmente, llegué.
—¿No hay
localidades delanteras?
El hombre miró
el tablero a sus espaldas con un gesto de impaciencia.
—Sólo quedan
de la fila veintitrés hacia atrás.
—¿Y con una
propina?
Ya sabía yo
que era inútil.
—No, señor.
—Entonces deme
una platea en la última fila.
Guardé el
billete que había sacado para pagar, y me dirigí a la puerta. El taquillero
comenzó a chistar y a llamarme.
—¡Oiga! ¡Oiga!
Volví, aparentando
confusión.
—Perdone
usted. Estaba distraído… Compréndame…
Le pagué la
entrada. Creo que ya no olvidaría mi rostro ni mi presencia en el teatro.
En la última
fila no había casi nadie. Había elegido un asiento en el extremo. Presencié el
primer acto. En el intermedio, salí a fumar al vestíbulo, charlé con un
acomodador unos minutos y le di una buena propina por un programa. Otro
testigo.
Cuando llegó
el segundo intermedio, ya estaba preparado. Me deslicé de grupo en grupo hasta
la puerta y salí con aire distraído de quien va a tomar un poco el aire.
Después, rápidamente, una vez doblada la esquina, corrí hasta donde había
dejado el coche.
Todo fue de
acuerdo con lo planeado. Volví a aparcar el coche a cierta distancia de la
casona del viejo, en la calle Juncal. La calle estaba oscura y no me vio nadie.
Abrí la puerta con mi llave, y subí a tientas hasta el cuarto del viejo. Estaba
dormido. Hubiera bastado con el primer tiro, pero volví a disparar, por si
acaso. El estampido quedó amortiguado por los abundantes, cortinajes de la
alcoba. Y el viejo pasó del sueño a la muerte. No pude evitar una sonrisa.
Debió de ser nerviosa.
Luego le
desvalijé. Encontré unos cinco mil pesos en su cartera, y, tras revolver los
cajones de la mesilla de noche y de la cómoda, me apoderé de algunas joyas: un
alfiler de corbata, un anillo de oro… Chucherías.
Removí la
habitación, tiré ropas por el suelo, metí el formón en uno de los cajones. Los
guantes me molestaban, pero no me los quité ni un segundo. El arma quedó allí,
y yo emprendí la retirada.
Una vez
cerrada la puerta de la calle, metí también en ella el formón, para que
pareciese forzada la cerradura.
Ya estaba
todo. Cogí el auto, y salí en dirección a Palermo. En determinado momento
conseguí ponerme a la altura de un gran camión, y arrojé en la caja de éste el
anillo y el alfiler de corbata. Si los encontraban podía suceder que se
quedaran con ellos o que los entregasen a la policía, si eran gente honrada.
Pero nunca sabrían en qué parte del trayecto pudieron caer las joyas en el
camión. Luego, con cierto dolor, quemé, los billetes de mil que también le
había quitado al viejo. Cuatro mil y pico de pesos… Pero, total, iba a recibir
mucho más y no valía la pena arriesgar nada.
Eran ya las
0,45 y me fui hasta la avenida del Nueve de Julio, a poca distancia del
departamento de la Chola. Dejé el coche y me senté en una cafetería. Pedí whisky y pregunté por el teléfono público. Tenía ya anotado
el número del Avenida y llamé a la secretaría del teatro.
No quería
correr ningún riesgo.
—Oiga.
¿Avenida? Perdone que le moleste, pero mi esposa ha ido a la función de la
noche y todavía no ha vuelto. Vivimos cerca. ¿Ha ocurrido algo? ¿Se retrasó la
función?
La voz del
otro extremo sonó muy cortés.
—Resulta, que
al levantar el telón en el último acto se enganchó la polea y tuvimos un
pequeño retraso. Un cuarto de hora, máximo. Ahora mismo acaba la función.
—Muchas
gracias.
Volví a
sonreír, y me llamó la atención. Esta mañana había cantado en la ducha, después
sonreí ante el cadáver del viejo, ahora volvía a sonreír. Estaba contento.
La fiesta de
la Chola estuvo muy bien y me divertí mucho. Anduve con cuidado de no
emborracharme. Quería tener la cabeza despejada.
Llegué a casa
del viejo a las ocho, y ya estaba allí la policía. Entonces fue cuando lo vi a
usted por primera vez, comisario Gorordo. Charlamos un momento, y usted me
invitó a acompañarlo al Departamento Central.
Allí empezó el
interrogatorio en forma, y yo desplegué mi coartada con un impresionante lujo
de detalles. Veinticuatro horas después, usted lo había comprobado todo y todo
coincidía exactamente. El de la taquilla se acordó de mí, lo mismo que el
acomodador y algunas personas del teatro. El clavel. Todo estaba cronometrado.
La salida del teatro. La llegada a casa de la Chola. Los amigos de la Chola.
Nada hubo que se escapara a mi previsión, excepto la caballerosidad del idiota
que me atendió por teléfono cuando llamé al teatro desde la cafetería del Nueve
de Julio.
Se le ocurrió
decir que se había atrancado el telón y retrasado el último acto porque pensó
en un marido celoso, engañado por su esposa, y quiso darle unos minutos más de
tiempo para que ella llegase al hogar.
De ahora en
adelante sólo podré ver el mundo a través de esta reja, por culpa de aquel
imbécil.
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