Novelista y guionista británico. Nació en Aldershot, hijo de un sargento mayor y procurador militar escocés. La infancia de McEwan fue la propia de un hijo de militar de la época. La familia se trasladó sucesivamente a Singapur, Trípoli y otros lugares. Tras abandonar sus estudios, McEwan viajó a Grecia, donde se ganó la vida como barrendero. Posteriormente asistió a las universidades de Sussex y East Anglia. En esta última fue el primer estudiante inscrito en el curso de Escritura creativa impartido por Malcolm Bradbury. Sus dos primeras colecciones de relatos, Primer amor, últimos ritos (1975) y Entre las sábanas (1978), resultaron muy controvertidas. El autor emplea en ellas un estilo muy elaborado para ofrecer extraños relatos cotidianos de obsesiones sexuales, perversidad y muerte. Su primera novela, Jardín de cemento (1978), en la que unos niños entierran el cadáver de su madre en el sótano, se ocupa de estos mismos temas. En 1979 su serie de televisión Geometría sólida saltó a los titulares de la prensa nacional al ser censurada por la British Broadcasting Corporation (BBC) por una escena en la que aparecía un pene flotando en el interior de un recipiente. A continuación escribió otras novelas igualmente macabras, El placer del viajero (1981) y Niños en el tiempo (1987). Su guión para la película El almuerzo del labrador (1990) es un ataque frontal del tatcherismo. Cabe mencionar además las novelas El inocente (1990), un thriller ambientado en Alemania durante la década de los años 50, Perros negros (1992), una respuesta a las secuelas del nazismo en Europa, y Amor perdurable (1998). En 1994 publicó una colección de cuentos infantiles.
Fuente:
Recopilador: Dr. Enrico Pugliatti.
Mcewan Ian - Expiacion
Traducción de Jaime Zulaika
ANAGRAMA
En la gran casa de campo de la familia Tallis, la madre se ha encerrado en su habitación con migraña, y el señor Tallis, un importante funcionario, está, como casi siempre, en Londres. Briony, la hija menor, de trece años, desesperada por ser adulta y ya herida por la literatura, ha escrito una obra de teatro para agasajar a su hermano León, que ha terminado sus exámenes en la universidad y hoy vuelve a casa con un amigo. Cecilia, la mayor de los Tallis, también ha regresado hace unos días de Cambridge, donde no ha obtenido las altas notas que esperaba. Quien sí lo ha hecho, en cambio, es Robbie Turner, el brillante hijo de la criada de los Tallis y protegido de la familia, que paga sus estudios.
Es el día más caluroso del verano de 1935 y
las vidas de los habitantes de la mansión parecen deslizarse, como la novela,
con apacible elegancia. Pero si el lector ha aguzado el oído, ya habrá
percibido unas sutiles notas disonantes, y comienza a esperar el instante en
que el gusano que habita en la deliciosa manzana asome la cabeza. ¿Por dónde lo hará? Hay una curiosa tensión entre
Cecilia y Robbie. Y otra situación potencialmente peligrosa: la hermana de la
señora Tallis ha abandonado a su marido, se ha marchado a París con otro hombre
y ha enviado a su hija Lola, una nínfula quinceañera, sabia y seductora, a casa
de sus tíos. Y la ferozmente imaginativa Briony ve a Cecilia que sale empapada
de una fuente, vestida solamente con su ropa interior, mientras Robbie la
mira...
lan McEwan ha escrito su obra más importante,
una novela que va abriéndose como un juego de cajas chinas, con distintas
novelas de géneros diferentes encajadas una dentro de otra y magistralmente
engarzadas: hay una intensa, exaltadamente romántica historia de amor
imposible, una durísima novela de guerra y también la novela de una novela, la
narración de esta Expiación, de la que Briony Tallis escribió diferentes
versiones a lo largo de su vida.
«Como en todas las más importantes novelas de
McEwan, un drama íntimo de pérdida de la inocencia, o de una traición, se juega
dentro de una historia más vasta de mala fe. Aquí, la historia personal es
dolorosamente intensa, pero Expiación es mucho más que eso... Se invoca y se
reescribe la literatura inglesa. El decoro de Jane Austen se vuelve negra farsa
y se oyen ecos irónicos de las novelas de malentendidos entre clases sociales
de Forster» (Hermione Lee, The Observer).
«McEwan es un clásico, pero absolutamente
original. Expiación no es la obra de un novelista que se deleita en las
consoladoras incertidumbres del pasado, sino la de un escritor que está
definiendo con audacia y creatividad lo que será la literatura inglesa del
siglo XXI» (Geoff Dyer, The Guardian).
«Sutil y vigorosa a la vez, una combinación
espléndida de comedia y atrocidades, un libro hermosamente intrincado, una obra
maestra» (Peter Kemp, The Sunday Times).
«La portada proclama que Expiación es su mejor
novela y, aunque los editores suelen ser muy proclives a calificar de esta
manera la última novela de los autores que publican, en el caso de McEwan es
absoluta, incontestablemente cierto» (Robert MacFarlane, Times Literary
Supplement).
«Grandioso» (John Updike).
—Querida señorita Morland, considere la
terrible naturaleza de las sospechas que ha albergado. ¿En qué se basa para
emitir sus juicios? Recuerde el país y la época en que vivimos. Recuerde que
somos ingleses: que somos cristianos. Utilice su propio entendimiento, su
propio sentido de las probabilidades, su propia observación de lo que ocurre a
su alrededor. ¿Acaso nuestra educación nos prepara para atrocidades semejantes?
¿Acaso las consienten nuestras leyes? ¿Podrían perpetrarse sin que se supiese
en un país como éste, donde las relaciones sociales y literarias están
reglamentadas, donde todo el mundo vive rodeado de un vecindario de espías
voluntarios, y donde las carreteras y los periódicos lo ponen todo al
descubierto? Queridísima señorita Morland, ¿qué ideas ha estado concibiendo?
Habían llegado al final del pasillo y, con
lágrimas de vergüenza, Catherine huyó corriendo a su habitación.
JANE
AUSTEN, La abadía de Northanger
PRIMERA PARTE
1
Briony escribió la obra —para la que ella
misma había diseñado los carteles, los programas y las entradas, construido la
taquilla con una cartulina doblada por un lado, y forrado la caja de
recaudación con papel crepé rojo— en una tormenta compositiva que duró dos días
y que le hizo saltarse un desayuno y un almuerzo. Cuando los preparativos
hubieron terminado, no le quedó nada más por hacer que contemplar el borrador
acabado y aguardar la aparición de sus primos del lejano norte. Sólo habría un
día para ensayar antes de que llegara su hermano. Por momentos gélida, a ratos
tristísima, la obra refería la historia de un alma cuyo mensaje, transmitido en
un prólogo en verso, era que el amor que no asentaba sus cimientos en la
sensatez estaba condenado. La temeraria pasión de la heroína, Arabella, por un
malvado conde extranjero es castigada con el infortunio cuando ella contrae el
cólera durante un avance impetuoso hacia una ciudad costera con su prometido.
Abandonada por él y por casi todo el mundo, postrada en cama en una buhardilla,
descubre que posee sentido del humor. La fortuna le ofrece una segunda
oportunidad en forma de médico empobrecido: en verdad, se trata de un príncipe
disfrazado que ha elegido ocuparse de los necesitados. Curada por él, esta vez
Arabella elige sensatamente y obtiene la recompensa de la reconciliación con su
familia y una boda con el príncipe médico, «un día ventoso y soleado de
primavera».
La señora Tallis leyó las siete páginas de Las tribulaciones de Arabella en su
dormitorio, ante su tocador, mientras los brazos de la autora le rodeaban el
cuello. Briony examinó la cara de su madre en busca de cada rastro de emoción
cambiante, y Emily Tallis correspondió con expresiones de alarma, risas de
alegría y, al final, sonrisas de gratitud y gestos de juicioso asentimiento.
Cogió a su hija en brazos, la sentó en su regazo —ah, aquel cuerpecito terso y
cálido que ella recordaba de la infancia y que todavía no había perdido, no del
todo— y dijo que la obra era «magnífica», y accedió al instante, cuchicheando
en la tensa voluta de la oreja de la niña, a que esta palabra suya se citase en
el cartel que habría en el vestíbulo, colocado sobre un caballete, junto a la
taquilla.
Briony difícilmente podía saberlo entonces,
pero aquél era el punto culminante del proyecto. Nada igualaba aquella
satisfacción, todo lo demás eran sueños y frustración. Había momentos en los
anocheceres de verano, después de haber apagado la luz, en que, acurrucándose
en la penumbra deliciosa de su cama doselada, hacía que el corazón le palpitase
con luminosas y anhelantes fantasías, obras breves en sí mismas, en cada una de
las cuales aparecía León. En una, su carota bondadosa se contraía de pena
cuando Arabella estaba desesperada y sola. En otra la sorprendían, cóctel en
mano en algún abrevadero de moda, alardeando ante un grupo de amigos: Sí, mi
hermana pequeña, Briony Tallis, la escritora, sin duda habéis oído hablar de
ella. En una tercera daba un puñetazo exultante en el aire cuando caía el
telón, aunque no había telón ni posibilidad de que lo hubiera. Su obra no era
para sus primos, era para su hermano, para celebrar su regreso, provocar su
admiración y apartarle de su alegre sucesión de novias para orientarle hacia la
clase idónea de esposa, la que le convencería de que volviese al campo, la que
dulcemente pediría que Briony oficiase como dama de honor.
Era una de esas niñas poseídas por el deseo de
que el mundo fuera exactamente como era. Mientras que el cuarto de su hermana
mayor era un desbarajuste de libros sin cerrar, ropas sin doblar, cama sin
hacer, ceniceros sin vaciar, el de Briony era un santuario erigido a su demonio
dominante: la granja en miniatura que se extendía a lo largo de un ancho
alféizar contenía los animales habituales, pero todos miraban hacia un mismo
lado —hacia su ama—, como si estuvieran a punto de cantar, y hasta las gallinas
del corral estaban meticulosamente guardadas en el corral. De hecho, el cuarto
de Briony era la única habitación ordenada de todas las del piso superior de la
casa. Las muñecas, con la espalda rígida en su casa de muchas habitaciones,
parecían haber recibido instrucciones severas de no tocar las paredes; las
diversas figuras, del tamaño de un pulgar, colocadas de pie en el tocador
—vaqueros, submarinistas, ratones humanoides— recordaban por el orden y la
distancia que reinaba en sus filas a un ejército de ciudadanos a la espera de
órdenes.
El gusto por las miniaturas era un rasgo de un
espíritu ordenado. Otro era la pasión por los secretos: en un precioso buró
barnizado, en un cajón secreto que se abría presionando el extremo de un
ingenioso ensamblaje a cola de milano, guardaba un diario cerrado con un broche
y un cuaderno escrito en un código inventado por ella. En una caja de caudales
de juguete, con una combinación de seis números secretos, guardaba cartas y
postales. Tenía una vieja cajita de hojalata escondida debajo de una tabla
suelta debajo de la cama. En la cajita había tesoros que databan de hacía
cuatro años, desde su noveno cumpleaños, cuando empezó a coleccionar: una
muíante bellota doble, pirita de hierro, un hechizo para provocar la lluvia
comprado en una feria, una calavera de ardilla liviana como una hoja.
Pero cajones secretos, diarios bajo llave y
sistemas criptográficos no le ocultaban a Briony la sencilla verdad: que no
tenía secretos. Su anhelo de un mundo organizado y armonioso le denegaba las
posibilidades temerarias de una mala conducta. El tumulto y la destrucción
eran, para su gusto, demasiado caóticos, y en su talante no había crueldad. Su estatuto,
en la práctica, de hija única, y el relativo aislamiento de la casa Tallis, la
apartaban, al menos durante las largas vacaciones del verano, de las intrigas
femeniles con amigas. Nada en su vida era lo bastante interesante o vergonzoso
para merecer un escondrijo; nadie sabía lo de la calavera de ardilla debajo de
su cama, pero nadie quería saberlo. Nada de esto representaba para ella una
congoja especial; o, mejor dicho, parecía representarlo sólo
retrospectivamente, cuando se hubo encontrado una solución.
A la edad de once años había escrito su primer
relato; una tontería, una imitación de media docena de cuentos populares y
desprovisto, como comprendió más tarde, de ese conocimiento vital de las cosas
del mundo que inspira respeto a un lector. Pero esta torpe primera tentativa le
enseñó que la imaginación era en sí misma una fuente de secretos: una vez
empezada una historia, no se la podía contar a nadie. Fingir con palabras era
algo demasiado inseguro, demasiado vulnerable, demasiado embarazoso para que
alguien lo supiera. Hasta escribir los eya dijo y los y entonses
le daba escalofríos, y se sentía una tonta al simular que conocía las emociones
de una criatura imaginaria. Al describir la debilidad de un personaje era
inevitable exponer la suya propia; el lector no podía no conjeturar que estaba
describiéndose a sí misma. ¿Qué otra autoridad podía tener ella? Sólo cuando un
relato estaba terminado, todos los destinos resueltos y toda la trama cerrada
de cabo a rabo, de suerte que se asemejaba, al menos en este aspecto, a todos
los demás relatos acabados que había en el mundo, podía sentirse inmune y en
condiciones de agujerear los márgenes, atar los capítulos con un bramante,
pintar o dibujar la cubierta e ir a enseñar la obra concluida a su madre o a su
padre, cuando estaba en casa.
Sus esfuerzos recibieron aliento. De hecho,
fueron bien acogidos porque los Tallis empezaban a entender que la benjamina de
la familia poseía una mente extraña y facilidad para las palabras. Las largas
tardes que pasaba consultando diccionarios y tesauros explicaban construcciones
que eran incongruentes, pero de un modo inquietante: las monedas que un
maleante escondía en sus bolsillos eran «esotéricas», un matón sorprendido en
el acto de robar un automóvil lloraba «con indecorosa autoexculpación»; la
heroína a lomos de un semental pura sangre hacía un viaje «somero» en plena
noche, la frente arrugada del rey era un «jeroglífico» de su desagrado. Briony
era exhortada a leer sus narraciones en voz alta en la biblioteca, y a sus
padres y a su hermana mayor les asombraba oír a la niña apacible leyendo con
tanto aplomo, haciendo grandes gestos con el brazo libre, arqueando las cejas
al hacer las voces, y levantando la vista de la página durante varios segundos
a medida que leía, con el fin de mirar una tras otra las caras de todos y
exigir sin el menor empacho la atención total de su familia mientras vertía su
sortilegio narrativo.
Aunque no hubiese contado con la atención, el
aplauso y el placer evidente de sus familiares, habría sido imposible impedir
que Briony escribiera. En cualquier caso, estaba descubriendo, como muchos
escritores antes que ella, que no todo reconocimiento es útil. El entusiasmo de
Cecilia, por ejemplo, parecía un poco exagerado, quizás teñido de condescendencia,
y además entrometido; su hermana mayor quería que todas sus obras encuadernadas
fueran catalogadas y colocadas en los anaqueles de la biblioteca, entre
Rabindranath Tagore y Quinto Tertuliano. Si aquello pretendía ser una broma,
Briony hizo caso omiso. Ya estaba encauzada, y había encontrado satisfacción en
otros planos; escribir relatos no sólo entrañaba secreto, sino que también le
brindaba todos los placeres de miniaturizar. Se podía construir un mundo en
cinco páginas, y hasta más placentero que una granja en miniatura. La infancia
de un príncipe mimado podía comprimirse en media página; un rayo de luz de luna
sobre un pueblo dormido era una frase rítmicamente enfática; era posible
describir el hecho de enamorarse con una sola palabra: una mirada. Toda
la vida que contenían las páginas de un cuento recién terminado parecía vibrar
en su mano. Su pasión por el orden también se veía satisfecha, pues se podía
ordenar un mundo caótico. Se podía hacer que una crisis en la vida de una
heroína coincidiera con granizo, vendavales y truenos, mientras que las
ceremonias nupciales, por lo general, gozaban de buena luz y brisas suaves. El
amor al orden configuraba asimismo los principios de la justicia, en los que la
muerte y el matrimonio eran los motores para el gobierno de un hogar, el
primero reservado en exclusiva para lo moralmente dudoso, y el segundo como
premio postergado hasta la última página.
La obra que había escrito para el regreso de
León a casa era su primera incursión en el teatro, y el cambio de género le
había parecido muy fácil. Era un alivio no tener que escribir eya dijo,
ni tener que describir el clima, el comienzo de la primavera o la cara de la
heroína; había descubierto que la belleza ocupaba una franja estrecha. La
fealdad, por el contrario, poseía una variación infinita. Un universo reducido
a lo que se decía en él representaba el orden, en efecto, casi hasta el extremo
de la inanidad, y, para compensar, cada frase se enunciaba enfatizando al
máximo un sentimiento u otro, al servicio de lo cual era indispensable el signo
de admiración. Puede que Las
tribulaciones de Arabella fuera un melodrama, pero su autora no conocía aún
ese vocablo. La obra no se proponía inspirar risa, sino terror, alivio e
instrucción, por este orden, y la inocente intensidad con que Briony emprendió
el proyecto —los carteles, las entradas, la taquilla— la hacía especialmente
vulnerable al fracaso. Le habría sido fácil recibir a León con otro de sus
relatos, pero fue la noticia de la llegada de sus primos del norte lo que la
había empujado a dar el salto hacia un género nuevo.
A Briony debería haberle importado más que
Lola, que tenía quince años, y los dos gemelos de nueve, Jackson y Pierrot,
fuesen refugiados de una acerba guerra civil doméstica. Había oído a su madre
criticar la conducta impulsiva de su hermana pequeña, Hermione, y lamentar la
situación de los tres niños, y denunciar a su cuñado, Cecil, pusilánime y
evasivo, que había huido a la seguridad de All Souls College, en Oxford. Briony
había oído a su madre y a su hermana Cecilia analizar las últimas novedades y
agravios, las acusaciones y las réplicas a éstas, y sabía que la visita de sus
primos tendría una duración indefinida y que quizás se prolongase hasta el
comienzo de las clases. Había oído decir que la casa podía absorber con
facilidad a tres niños, y que los Quincey podrían quedarse tanto tiempo como
quisieran, siempre que los padres, si les visitaban los dos al mismo tiempo, se
abstuvieran de dirimir sus querellas en el hogar de los Tallis. Habían limpiado
el polvo de dos habitaciones cercanas a la de Briony, habían colgado cortinas
nuevas y trasladado muebles de otros cuartos. Normalmente, ella habría
participado en estos preparativos, pero casualmente coincidieron con una racha
de escritura de dos días y con la reconstrucción de la fachada. Vagamente sabía
que el divorcio era una aflicción, pero no lo consideraba un tema apropiado, y
no pensaba en ello. Era un desenlace mundano irreversible, y por lo tanto no
ofrecía oportunidades a un narrador: pertenecía al reino del desorden. Lo bueno
era el matrimonio o, mejor dicho, una boda, acompañada de la pureza formal de
la virtud recompensada, de la emoción de la pompa y del banquete, y de la
promesa de vértigo de una unión de por vida. Una buena boda era la
representación inconfesada de lo que todavía era impensable: el gozo sexual. En
las naves de iglesias rurales y de grandiosas catedrales urbanas, en presencia
de una sociedad completa de familia y amigos que aprobaban el acto, las
heroínas y los héroes de Briony alcanzaban sus climax inocentes sin necesidad
de ir más lejos.
Si el divorcio se hubiera presentado como la
antítesis ruin de todo esto, habría sido fácil arrojarlo al otro platillo de la
balanza, junto con la perfidia, la enfermedad, el robo, las agresiones y las
mentiras. Pero ofrecía una faz nada atractiva de complejidad insípida y
discusión incesante. Al igual que el rearme, la cuestión de Abisinia y la
jardinería, lisa y llanamente no era un tema, y cuando, después de una larga
espera la mañana del sábado, Briony oyó por fin el sonido de ruedas sobre la
grava que había debajo de la ventana de su cuarto, y agarró al vuelo sus
páginas y bajó corriendo las escaleras, cruzó el vestíbulo y salió a la luz
cegadora del mediodía, no fue tanto la insensibilidad como la reconcentrada
ambición artística la que la impulsó a gritar a sus aturdidos y jóvenes
visitantes, apretujados con su equipaje junto al carruaje: «Ya he escrito
vuestros papeles. ¡Primera función, mañana! ¡Los
ensayos empiezan dentro de cinco minutos!»
Inmediatamente aparecieron su madre y su
hermana para decretar un horario más flexible. Los recién llegados —los tres,
pelirrojos y pecosos— fueron conducidos a sus habitaciones, sus cajas fueron
acarreadas por Danny, el hijo de Hardman, hubo un refresco en la cocina, un
recorrido por la casa, un baño en la piscina y el almuerzo en el jardín del
sur, a la sombra de las parras. Durante todo ese tiempo, Emily y Cecilia Tallis
mantuvieron un ajetreo que sin duda privó a los huéspedes de la comodidad que
supuestamente debía conferirles. Briony sabía que si hubiese viajado
trescientos kilómetros para llegar a una casa extraña, las preguntas
inteligentes y los comentarios jocosos, y el que le dijeran de cien maneras
distintas que era libre de elegir, la habrían envarado. Nadie comprendía, en
general, que lo que más querían los niños era que les dejasen en paz. Sin
embargo, los Quincey se esforzaron mucho en fingir que el recibimiento les
divertía y les liberaba, lo cual era un buen presagio para Las tribulaciones de Arabella: estaba claro que el trío poseía el
don de ser lo que no era, aunque se parecían bien poco a los personajes que
iban a representar. Antes del almuerzo, Briony se escabulló a la sala de
ensayos vacía —el cuarto de juegos— y deambuló de un lado a otro de los
tablones pintados, considerando las opciones referentes al reparto.
A la vista de aquello, era improbable que
Arabella, que tenía el pelo tan moreno como Briony, descendiese de padres
pecosos o se fugase con un pecoso conde extranjero, alquilase una buhardilla a
un posadero con pecas, se enamorase de un príncipe pecoso y se casara ante un
párroco con pecas ante una feligresía igualmente pecosa. Pero la cosa iba a ser
así. La tez de sus primos era demasiado nítida —¡casi fluorescente!— para poder
ocultarla. Lo mejor que se podía decir es que la cara sin pecas de Arabella era
el signo —el jeroglífico, quizás Briony hubiese escrito— de su distinción. Su
pureza de espíritu jamás se pondría en duda, aunque ella se moviese en un mundo
mancillado. Había un problema adicional con los gemelos: nadie que no los
conociese podía distinguirlos. ¿Estaba bien que el malvado conde se pareciese
tanto al guapo príncipe, o que los dos se pareciesen al padre de Arabella y al
párroco? ¿Y si Lola hacía de príncipe? Jackson y Pierrot tenían aspecto de ser
los típicos niños afanosos que seguramente harían lo que les dijeran. ¿Pero su
hermana interpretaría a un hombre? Tenía los ojos verdes, huesos prominentes en
la cara y las mejillas hundidas, y en su reticencia había algo frágil que
sugería una voluntad fuerte y un genio muy vivo. El mero ofrecimiento a Lola de
aquel papel tal vez provocase un conflicto, y, a decir verdad, ¿podría Briony
cogerle de la mano delante del altar mientras Jackson recitaba la fórmula
solemne del rito anglicano?
Hasta las cinco de aquella tarde no pudo
congregar a su elenco en el cuarto de juegos. Había colocado tres taburetes en
fila, y ella acomodó el trasero en una antigua trona: un toque bohemio que le
dio la ventaja de altura de un arbitro de tenis. Los gemelos acudieron a
regañadientes desde la piscina, donde habían estado tres horas seguidas.
Estaban descalzos y llevaban camisetas encima de los bañadores que goteaban
sobre el suelo de madera. También les caía por el cuello agua procedente de su
pelo enmarañado, y los dos tiritaban y sacudían las rodillas para entrar en
calor. La larga inmersión les había arrugado y blanqueado la piel, por lo que
sus pecas reaparecieron a la luz relativamente tenue del cuarto. Su hermana,
que se sentó entre ellos dos, con la pierna izquierda en equilibrio sobre la
rodilla derecha, guardaba, por contraste, una compostura perfecta tras haberse
asperjado profusamente de perfume y puesto un vestido de cuadros verdes para
compensar sus otros colores. Sus sandalias mostraban una pulsera en el tobillo
y las uñas de los pies pintadas de bermellón. Ver aquellas uñas produjo en el
esternón de Briony una sensación opresiva, y supo al instante que no podía
pedirle a Lola que interpretara al príncipe.
Todo el mundo ocupaba su sitio y la dramaturga
estaba a punto de empezar su pequeña alocución, resumiendo la trama y evocando
la emoción de actuar ante un auditorio adulto la noche siguiente en la
biblioteca. Pero fue Pierrot quien habló primero.
—Odio las obras de teatro y todas esas cosas.
—Yo también, y disfrazarme —dijo Jackson.
Durante el almuerzo habían explicado que a los
gemelos se les distinguía porque a Pierrot le faltaba un triángulo de carne en
el lóbulo de la oreja izquierda, por culpa de un perro al que había atormentado
cuando tenía tres años.
Lola apartó la vista. Briony
dijo, juiciosamente:
—¿Cómo puedes odiar el teatro?
—Sólo sirve para lucirse —dijo
Pierrot, y se encogió de hombros mientras enunciaba esta evidencia.
Briony supo que tenía razón. Por eso
precisamente ella adoraba las obras de teatro, o por lo menos la suya; todo el
mundo la adoraría a ella. Al mirar a sus primos, debajo de cuyas sillas se
estaba encharcando agua que luego se filtraba por las grietas entre las tablas,
supo que nunca comprenderían su ambición. La indulgencia suavizó su tono.
—¿Tú crees que Shakespeare
sólo quería lucirse?
Pierrot miró hacia Jackson por
encima de las rodillas de su hermana. Aquel nombre bélico le era vagamente
familiar, con su tufillo a escuela y a certeza adulta, pero los gemelos se
infundían valor mutuamente.
—Todo el mundo sabe que sí.
—Segurísimo.
Cuando Lola hablaba, primero se dirigía a
Pierrot y a mitad de la frase se volvía en redondo para terminarla dirigiéndose
a Jackson. En la familia de Briony, la señora Tallis nunca tenía nada que
comunicar que requiriese decírselo simultáneamente a las dos hermanas. Ahora
Briony vio cómo se hacía.
—O actuáis en la obra u os lleváis un tortazo
y después hablo con «los padres».
—Si nos das un tortazo, nosotros hablaremos
con «los padres».
—O actuáis en esta obra o hablaré con «los
padres».
Que la amenaza hubiese sido claramente
rebajada no pareció disminuir su poder. Pierrot se chupó el labio inferior.
—¿Por qué tenemos que hacerlo?
La pregunta lo concedía todo, y Lola trató de
revolverle el pelo pringoso.
—¿Te acuerdas de lo que han dicho «los
padres»? Somos invitados en esta casa y debemos portarnos..., ¿cómo debemos
portarnos? Venga. Dime cómo.
—Dócilmente —dijeron los gemelos a coro,
compungidos, tropezándose apenas con la palabra rara.
Lola se volvió hacia Briony y sonrió.
—Por favor, cuéntanos tu obra.
«Los padres». Cualquier poder institucional
que encerrase este plural, fuera la que fuese, estaba a punto de desmoronarse o
ya lo había hecho, pero por ahora no podían saberlo, y exigía valor hasta de
los más jóvenes. Briony se avergonzó súbitamente del egoísmo de su conducta,
pues no se le había ocurrido pensar que sus primos no quisieran representar sus
personajes en Las tribulaciones de
Arabella. Pero tenían sus tribulaciones, una catástrofe propia, y ahora, en
su calidad de huéspedes en su casa, se creían obligados. Lo que aún era peor,
Lola había dejado claro que ella también actuaría a disgusto. Estaba
coaccionando a los vulnerables Quincey. Y, sin embargo —Briony se esforzaba en
captar el difícil pensamiento—, ¿no había una manipulación allí, no estaba Lola
utilizando a los gemelos para expresar algo en su nombre, algo hostil y
destructivo? Briony sintió la desventaja de ser dos años más joven que la otra
chica, de tener dos años menos de refinamiento, y ahora su obra le parecía algo
deprimente y bochornoso.
Evitando todo el rato la mirada de Lola,
empezó a resumir la trama, pese a que la estulticia de la misma comenzaba a
abrumarla. Ya no le quedaban ánimos para inventar para sus primos la emoción de
la primera noche.
En cuanto hubo terminado, Pierrot dijo:
—Quiero ser el conde. Quiero ser un malvado.
Jackson se limitó a decir:
—Yo soy el príncipe. Siempre soy un príncipe.
Briony habría podido atraerles hacia ella y
besarles la carita, pero dijo:
—De acuerdo, entonces.
Lola descruzó las piernas, se alisó el vestido
y se levantó, como si fuera a irse. Habló con un suspiro de tristeza o
resignación.
—Supongo que como tú has escrito la obra,
serás Arabella...
—Oh, no —dijo Briony—. No.
Nada de eso.
Decía que no, pero quería decir «sí». Por supuesto que ella interpretaba el papel de Arabella. A lo que objetaba
era al «como tú» de Lola. No hacía de Arabella porque había escrito la obra,
sino porque ninguna otra posibilidad se le había pasado por la cabeza, porque
así era como León iba a verla, porque ella era Arabella.
Pero había dicho que no, y ahora Lola decía
dulcemente:
—En ese caso, ¿no te importa que lo haga yo?
Creo que lo haría muy bien. En realidad, de nosotras dos...
Dejó la frase en suspenso, y Briony la miró
fijamente, incapaz de evitar una expresión de horror, incapaz de hablar. Sabía
que le estaba arrebatando el papel, pero no se le ocurría nada que decir para
recuperarlo. Lola aprovechó el silencio de Briony para apuntalar su ventaja.
—Tuve una larga enfermedad el año pasado, así
que también puedo hacer muy bien esa parte.
¿También? Briony no acertaba a ponerse a la
altura de la chica más mayor. La desdicha de lo inevitable le enturbiaba el
pensamiento.
Uno de los gemelos dijo, con
orgullo:
—Y actuaste en la obra del
colegio.
¿Cómo decirles que Arabella no tenía pecas?
Tenía la piel clara y el pelo negro, y sus pensamientos eran los de Briony.
Pero ¿cómo iba a negárselo a una prima tan alejada de su hogar y cuya vida
familiar había naufragado? Lola le leía la mente, pues entonces jugó su baza
definitiva, el as irrecusable.
—Di que sí. Es lo único bueno que me ha
sucedido en meses.
Sí. Incapaz de apretar la lengua contra esta
palabra, Briony se limitó a asentir con la cabeza, y sintió al hacerlo un
malhumorado escalofrío de aquiescencia autodestructiva que se le extendía por
la piel y se expandía hacia fuera de ella, oscureciendo la habitación con sus
pulsaciones. Tuvo ganas de marcharse, de tumbarse a solas, de bruces en su
cama, para saborear el gusto repugnante del momento, y remontar las
consecuencias ramificadas hasta el punto a partir del cual la destrucción había
empezado. Necesitaba contemplar con los ojos cerrados toda la riqueza que había
perdido, a la que había renunciado, y prever el nuevo régimen. No sólo había
que tener en cuenta a León, sino ¿qué iba a pasar con el vestido antiguo de
satén crema y melocotón que su madre tenía preparado para ella, para la boda de
Arabella? No iban a dárselo a Lola. ¿Cómo
iba su madre a negárselo a la hija que la había amado durante todos aquellos
años? Al ver que el vestido se ajustaba perfectamente a los contornos de su
prima y observar la sonrisa cruel de su madre, Briony supo que su única
alternativa razonable sería en ese caso huir, vivir debajo de setos, comer
bayas y no hablar con nadie hasta que un silvicultor la encontrase un amanecer
de invierno, al pie de un roble gigantesco, hermosa y muerta y descalza, o tal
vez con las zapatillas de ballet de cintas rosas...
Compadecerse a sí misma reclamaba toda su
atención, y únicamente a solas podría infundir vida a los detalles lacerantes,
pero en el instante en que asintió —¡cómo una simple inclinación de cabeza
podía cambiar una vida!—, Lola ya había recogido del suelo el bulto del
manuscrito de Briony y los gemelos se habían deslizado de sus sillas para
seguir a su hermana al espacio central del cuarto que Briony había despejado la
víspera. ¿Se atrevería a marcharse ahora? Lola deambulaba por las tablas con
una mano en la frente mientras hojeaba las primeras páginas de la obra,
murmurando las líneas del prólogo. Anunció que nada se perdía empezando por el
principio, y ahora estaba designando a sus hermanos para que encarnasen a los
padres de Arabella y les estaba describiendo la escena inaugural como si lo
supiese todo sobre ella. El progreso de la dominación de Lola era implacable y
tornaba extemporánea la piedad de Briony por sí misma. ¿O sería tanto más aniquiladoramente
deliciosa? Briony, en efecto, ni siquiera había sido elegida para el papel de
madre de Arabella, y sin duda era el momento de escabullirse del cuarto para
derrumbarse de bruces en la oscuridad de la cama. Pero fue el dinamismo de
Lola, su indiferencia por todo lo que no fuese su propio interés, y la certeza
de Briony de que sus propios sentimientos no serían siquiera advertidos, y de
que tampoco provocarían uno de culpa, lo que le dio la fuerza para resistir.
Tras una vida protegida y, en general,
placentera, hasta entonces nunca había tenido que enfrentarse con nadie. Ahora
lo veía: era como bucear en la piscina a principios de julio; simplemente
tenías que incitarte a hacerlo. Cuando se bajó de la silla alta y estrecha y
caminó hasta donde estaba su prima, el corazón le aporreaba engorrosamente el
pecho y le robaba el aliento.
Le quitó de las manos la obra a Lola y, con un
tono más cohibido y agudo que el habitual, dijo:
—Si tú eres Arabella, entonces yo soy la
directora, muchísimas gracias, y leeré el prólogo.
Lola se tapó la boca con su mano pecosa.
—¡Perdddón! —gritó—. Sólo quería empezar.
Como Briony no sabía muy bien qué responder,
se volvió hacia Pierrot y le dijo:
—No te pareces mucho a la madre de Arabella.
La contraorden al reparto decidido por Lola y
la risa que suscitó en los chicos establecieron un cambio en el equilibrio de
poder. Lola alzó de un modo exagerado sus hombros huesudos y se fue a mirar por
la ventana. Quizás ella también luchaba contra la tentación de huir del cuarto.
A pesar del combate de lucha libre que
entablaron los gemelos, y de que su hermana presintió la aparición de una
jaqueca, el ensayo dio comienzo. Fue un silencio tenso el que se hizo mientras
Briony leía el prólogo.
He aquí la historia de la espontánea Arabella
que se fugó con un tipo extrínseco.
Afligió a los padres que su primogénita
desapareciera del hogar para irse rumbo a
Eastbourne
sin su consentimiento...
El padre de Arabella, flanqueado por su
esposa, de pie ante las puertas de hierro forjado de su heredad, primero
suplica a su hija que reconsidere su decisión y luego, desesperado, le ordena
que no se vaya. Frente a él tiene a la triste pero terca heroína, con el conde
a su lado, y los caballos, amarrados a un roble, relinchaban y piafaban de
impaciencia. Era de suponer que los más tiernos sentimientos del padre harían
temblar su voz cuando decía:
Querida mía, eres joven y adorable
pero eres inexperta, y aunque pienses
que el mundo está a tus pies,
puede levantarse y pisotearte.
Briony colocó a los actores en sus sitios
respectivos; ella se aferraba al brazo de Jackson, y Lola y Pierrot, cogidos de
la mano, estaban a varios palmos de distancia. Cuando los chicos cruzaron las
miradas les invadió un acceso de risa que las chicas silenciaron. Ya había
habido bastantes problemas, pero Briony sólo empezó a entender la sima que
media entre una idea y su ejecución cuando Jackson comenzó a leer su hoja con
un afligido tono monocorde, como si cada palabra fuese un nombre en una lista de
personas fallecidas, y era incapaz de pronunciar «inexperta» por muchas veces
que le dijeran cómo se pronunciaba, y se dejó las dos últimas palabras de su
parlamento: «puede levantarse y pisotearte». En cuanto a Lola, recitó sus
líneas correcta pero negligentemente, y en ocasiones sonreía de un modo
inoportuno como si pensara en algo suyo, resuelta a demostrar que su mente casi
adulta estaba en todas partes.
Y así continuaron los primos del norte durante
media hora, estropeando gradualmente la creación de Briony, y fue una
bendición, por consiguiente, que su hermana mayor entrara para llevarse a los
gemelos al baño.
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