miércoles, 20 de marzo de 2019

CARMEN BOULLOSA. NOVELA. LA OTRA MANO DE LEPANTO.


Carmen Boullosa (Ciudad de México, 4 de septiembre de 1954) es una poeta, novelista, guionista y dramaturga mexicana. Forma parte de la generación sin nombre que se agrupó alrededor del Taller Martín Pescador, a la que pertenecieron Roberto Bolaño, Verónica Volkow y otros. Quedó huérfana de madre a los catorce años, vivencia traumática que se trasluce en varias de sus obras (por ejemplo en Mejor desaparece y Antes). Después de cursar estudios en un colegio de monjas se inscribió como estudiante de Lengua y Literatura Hispánica en la Universidad Iberoamericana y en la Universidad Autónoma de México. De 1977 a 1979 trabajó como redactora del Diccionario del Español de México en el Colegio de México. En 1976 obtuvo la beca Salvador Novo, y en 1979 otra del FONAPAS del Instituto Nacional de Bellas Artes (Instituto Nacional de Bellas Artes). En 1980 fundó el Taller Tres Sirenas, imprenta privada que se dedica a ediciones artísticas de libros en tiradas pequeñas. En el mismo año recibió una beca del Centro Mexicano de Escritores, donde escribió su primera novela, Mejor desaparece. Con su obra de teatro `Los totoles` (adaptación de un cuento de tradición popular, recopilado en náhuatl por Armando Martínez), dirigida por Alejandro Aura, fue un gran éxito, además del favor del público obtuvo dos premios de la crítica como la mejor obra en su género de 1985. Recibió el Premio Xavier Villaurrutia por su novela `Antes`, y el Liberatur de la ciudad de Fráncfort del Meno por la versión al alemán de su novela `La Milagrosa`.
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Tras separarse de su padre, expulsado como muchos gitanos por Felipe II, la niña María es llevada a servir a un convento del que huye para ser acogida por unos moriscos amigos de su padre, quienes la educan y le enseñan el arte de la espada. Cuando María termina su entrenamiento, le confían una misión en Chipre: llevar a Famagusta el primero de los libros plúmbeos, Evangelios apócrifos que hará pasar por antiguos y que legitimarán a los moriscos como los primeros cristianos de Iberia. María ha de hacer frente a muchas aventuras, recorre la Granada cristiana y la morisca, es cautiva en Argel y viaja a Nápoles, cuando en la ciudad se da cita el ejército de la Santa Liga. Enamorada del capitán español don Jerónimo de Aguilar, su amor será un gran desencuentro. Llegado el momento en que él debe embarcar, María, disfrazada de hombre, sube a la Real tras él. Cuando su enamorado muere en combate, María la bailaora es llevada a la Marquesa, donde hace amistad con un joven soldado y poeta enfermo: Miguel de Cervantes.
Fuente:
Recopilador: Dr. Enrico Pugliatti.
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Créditos
                  

                 
La otra mano de Lepanto            Para mis hijos, María Aura y Juan Aura,

                y para mi Miguel Wallace

…mujer española hubo, que fue María, llamada la bailaora, que desnudándose del hábito y natural temor femenino, peleó con un arcabuz con tanto esfuerzo y destreza que a muchos turcos costó la vida, y venida a afrontarse con uno de ellos lo mató a cuchilladas. Por lo cual, ultra que D. Juan le hizo particular merced, le concedió que de allí adelante tuviese plaza entre los soldados, como la tuvo en el tercio de D. Lope de Figueroa. Marco Antonio Arroyo, La batalla de Lepanto      
Menos-uno:       
Galera  
                En un lugar de Granada, de cuyo nombre no puedo olvidarme, a la vista de la majestuosa Sierra Nevada, existe una vega con un clima que yo llamaría perfecto. El agua corre abundante, derramándose generosa desde dos ríos, el Huéscar y el Orce. El campo, esmeradamente cultivado por los moros, produce granos, legumbres, frutas sabrosísimas, naranjas que no las hay mejores, capullos de seda de primera calidad, dátiles tan almibarados como los de Zahara, aceitunas para el buen aceite, uvas deliciosas, robustos cipreses altísimos, árboles floridos que perfuman el aire y parrales que protegen con fresca sombra las veredas.
                Gozar, pensar, sentir, retozar, comer delicias, conversar, amar, besar, entregarse al placer: a esto invita aquí la tierra. El agua misma, a quien he acusado impropiamente de correr –pues camina con generosa y elegante pereza, siguiendo juguetona los canales trazados más anchos o más estrechos, más o menos profundos según convenga al cultivo y a la apariencia de estos jardines–, parece sonreír mientras calma se desliza.
                ¿Quién no está bien aquí? El aire es suave y fresco. El cielo azul, aunque no tan resplandeciente como para lastimar la vista. Aquí y allá bailan inesperadas fuentes, y en las albercas los peces de cien colores, nadando bajo un móvil tapiz de hojas y pétalos, parecen suspirar de dicha.
                ¿Quién no la pasa bien aquí? Los hombres han recreado a la tierra, desmaldiciéndola, privándola de dureza, incomodidades o infortunios, o han vuelto al Paraíso perdido. El ojo se alegra, la piel se satisface, a cada apetito lo colma la belleza.
                La sensación de armonía se magnifica por la apariencia de los cerros vecinos. Los más presentan desnudas laderas escarpadas con formas insólitas, paredes de pálida cantera por las que de pronto cae un largo hilo de agua, precipitándose estruendoso. Si bien estos cerros contribuyen a la bondad del clima, también hacen presente la memoria de la aspereza, pero el contraste significa la dulzura de la flor, la suavidad del aire y el azul del cielo.
                Todo es verdura a ras del piso, verdes los árboles, verdes las parras, verdes los pastos, verdes las moreras, verdes los olivos –no como aquellos blancos casi plata de las tierras secas–, verdes las hojas altas de las palmeras. Flores y frutos salpican aquí y allá con reidores tonos, y el agua corriente con sus brillos y sus trinos pinta a la tierra de un sólido color de tronco vivo.
                En la cumbre de uno de los desnudos cerros vecinos, descuella un antiguo edificio amurallado. Sobresale por varios motivos. Su altura y la dimensión de sus murallas bastarían para hacerlo imponente. Es un inmenso templo. A la caída de Granada en el poder de los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, en 1492 (¡si acaso hay quien no lo sepa!), fue transformado en iglesia cristiana, aunque sin campanario. De esto hace 76 años, pues para nosotros corre el año de 1568. Su forma es la de una mezquita, que para serlo fue construida. Los cristianos le respetaron sus generosas dimensiones, y para darla por iglesia sólo le encajaron en el centro del vientre un altar magnífico, con su retablo cubierto de hoja de oro, adornado de varios lienzos, sin duda espléndidos, los más de Cristos sangrantes, una Santa Lucía, sus ojos en las palmas, como acostumbra. Para los nichos laterales del retablo, tallaron algunas figuras, entre las que descuella Fernando II bien ataviado de guerrero en su montura, un casco de ésta sobre la quijada de un moro. El moro trae turbante, pero en todo lo demás viste como un hidalgo cristiano, está tendido boca arriba en el piso, una de las dos piernas dobladas, el torso arqueado con emotiva expresividad, la lanza del Santo encajada en el hombro y el fenomenal caballo, como ya dije, a punto de aplastarle el cráneo. La imagen recuerda y celebra la caída de los moros. Recientemente los moros han cubierto el altar y el retablo con cuatro paredes improvisadas, a falta de tiempo para demolerlo, y para celebrar sus desbautizamientos –si así puede llamársele a que, olvidándose del agua bendita que alivia el pecado original, se han jurado en el culto de Alá– han restaurado la magnificencia de su mezquita con sólo cubrir las cuatro paredes que esconden el altar con hermosas sedas bordadas.
                La muralla que rodea esta mezquita-iglesia protege las casas del pueblo, invisible a los ojos del valle excepto por algunos techos planos. El sitio luce desafiante como un inmenso barco –de ahí su nombre, Galera–, prodigiosamente encallado muy tierra adentro, entre la ciudad de Granada y las Alpujarras. Galera aprovecha la formación natural de las paredes del cerro para hacerse inaccesible al valle, una inmensa nave, aunque sin remos. En lugar del palo mayor, la cuadrada torre de la mezquita-iglesia –de ésas que los moros llaman minarete– lo ata como un ancla gigante al cielo. Galera domina y es intocable. A sus espaldas se levanta otra pared vertiginosa, una laja inmensa similar a las que lo levantan del valle, pero mucho más alta y completamente vertical, se alza a plomo en la cola del pueblo, termina en la altura como si la hubieran cortado con descuido, desgajado. La muralla del pueblo se hace una con el liso casco de cantera que imita en todo el arqueo de una embarcación, tanto que al tocar el valle casi parecen formar un sólo pie, como la estrecha quilla de un barco.
                Atrás y en la base de la pared que cuida las espaldas de Galera, hay una terraza casi a la misma altura del pueblo, muy poco más baja, de cantera lisa. Mide no importantes dimensiones, lo más cabrán en ella doscientos hombres a pie, y esto poniéndolos muy juntos a todos. Bajo la terraza, el cerro tiene un aspecto distinto del de las paredes inclinadas que sostienen a Galera; termina en una verde ladera que desciende con relativa y desigual inclinación hacia tierras más profundas que aquellas donde pone el pie Galera, una estrecha, profunda garganta de calor asfixiante –llamada por los naturales «la Cañada de la Desesperada»–, húmeda y torcaz, donde en años mejores se cultivara con gran éxito la caña de azúcar. Ahora, en la situación de los moriscos, Galera se ha conformado con mantener en buen estado el valle a sus pies, olvidando su húmeda y fértil retaguardia. Ha sido una pérdida, pero comparado con lo que se vive en otras villas del Al Andalus, Galera es muy afortunada. La dicha Cañada de la Desesperada está incultivada, pantanosa, es nido de alimañas, cuenco de las fiebres; la vega es paraíso, placer sedante. Galera tiene el pie en un mundo, y da la espalda a otro muy distinto.
                La terraza es accesible desde ambos valles, pues su ladera se abre como una falda generosa. En ella ha acampado el mando del recién llegado ejército imperial, don Juan de Austria y su séquito. Han cruzado La Mancha y las montañas de Jaén. Fueron recibidos por el marqués de Mondéjar a las puertas de Granada, donde don Juan de Austria pasó revisión a los diez mil hombres del ejército que se ha puesto a sus órdenes. De Granada tomó amante, la bella e inteligente Margarita de Mendoza.
                El campamento es fastuoso y está bien avituallado. La terraza tiene la forma de una media luna: en el pico, por ser muy estrecho y por lo tanto inútil para otras funciones, se ha improvisado un trascorral. En su piso de cantera blanca hay un charco de sangre fresca, y ahí junto, extendido, un pellejo de carnero con tres piernas, cada una por su lado, que aún están por cortarlas. Tiene partida en dos la cabeza, los dos cuernos todavía adheridos a los huesos. De la cabeza sólo le falta la lengua y los sesos.
                Pasando este trascorral, está la cocina propiamente dicha, en la que arde muy tenue el fuego. Las hornillas están pegadas al muro de piedra que los divide de Galera. Inmediatas hay dos mesas, la primera cuadrada, con hermosos platones de cerámica limpios, vacíos y ordenados en pilas. La segunda es larga, también desnuda de manteles, sobre ella se fermenta la masa para hacer el pan, y algunas escudillas de cobre aún rebosan del espeso guiso. Alrededor de esta mesa, duermen el cocinero y sus ayudas –algunos hediendo a alcohol–, los más, como piedras –el maestro cocinero manotea agitado–, reposan la mitad del cuerpo sobre la mesa, sus torsos extendidos, las piernas descansando en la banca o cayendo al piso. El menor de los ayudas, un esclavo de apenas cinco años, Abid, al que los cristianos llaman Jacinto, traído de un pueblo alfombrero de Persia (en la cocina los dedos niños y hábiles son muy preciados, rellenan a perfección las palomas torcaces, extraen con mayor celeridad los piñones, pelan en un santiamén ajos, deshuesan antes de un «Jesús bendito» la aceituna), quien habla dormido, «El mar me marea, mamá», dice, casi cantando, «que me marea», está acostado de cuerpo entero en la mesa, entre las escudillas de metal y los pellejos de vino, ovillado, como si tuviera miedo o frío. Es un angelito, un niño hermoso, rollizo, la carita dulce, fina, la boquita color fresa, los labiecitos perfectamente pintados, la tersa piel, dos sonrosados chapetones sobre sus mejillas.
                A la izquierda de las mesas, en la orilla de la terraza, tras un telón malamente improvisado, ropas soldadas cubiertas de sangre aguardan sobre la cantera el agua y la lejía. Son lo único que aquí recuerda a los 400 hombres caídos en este primer día de batalla. Los cubetones vacíos esperan con sus metálicas bocas sedientas. Tres muchachos duermen a su vera, tumbados malamente.
                Cierra el espacio de la cocina un grueso tapiz: el envés enseña las puntas de sus múltiples hilos atados, el frente tiene una bellísima Virgen del Rosario en oro. La imagen mira a lo que podríamos llamar la «Cámara Real» –don Juan de Austria es hijo de Carlos V, aunque bastardo–. El piso está cubierto de mullidas alfombras, sobre éstas una enorme y bien aderezada mesa, los candelabros ya apagados, los platos limpios dispuestos para el siguiente banquete sobre el hermoso mantel bordado por monjas sevillanas. Todos duermen, incluso los guardias apostados en la entrada de la tienda, confiados en el centenar que vigila a la orilla de la terraza. En la tienda gobernanta, espléndidamente dispuesta, sobre una mullida cama, está don Juan de Austria en los brazos de su querida Margarita de Mendoza, la granadina, quien también duerme.
                Este primer día de enfrentamiento ha sido pésimo para el ejército cristiano. Dos detalles aumentan la agria calidad de la jornada. El primero es que el morrión de don Juan de Austria fue arañado por un mosquetazo. Felipe II, el rey, su hermano, le ha pedido exagere prevenciones para la seguridad de su persona, pero a los ojos del guerrero lo importante es combatir y demostrar su valor. El segundo detalle es que no han podido enterrar a sus muertos, porque dondequiera que clavan la pala, encuentran huesos. La vega, a ojos vista apacible y bella, esconde, casi a flor, legiones de infieles anteriores a toda memoria. ¿De qué tiempos? Así que han dejado a los caídos a pudrirse en el pantano de la Cañada de la Desesperada.
                Ahora don Juan de Austria sueña con una vega de apariencia similar a la que domina Galera. En una vereda de ésta, algo gira, es redondo, un disco que va dando tumbos, despide estridentes reflejos, metálico resuena contra el piso. Corre, y brinca mientras corre. Lentamente comienza a perder vuelo, baja la velocidad de su carrera. Por lo mismo, la rueda deja de caminar en recta, inclinada se bambolea errática, sale de la vereda, en un patio traza empinada un ancho círculo, lento, emborrachado. Cada vez más lento. Es una rodela turca, un escudo redondo de brillante superficie con remaches simétricos en el borde y motivos grabados en el cuerpo, el centro alzado como un chichón. Los círculos que traza al caminar se van haciendo más pequeños, hasta que, de tan lento que va, la rodela pierde el equilibrio, y cae. El metal resuena en la piedra, pegando contra el borde de la fuente central del hermoso carmen, como llaman los moros a sus jardines. Don Juan de Austria despierta con el ruido.
                –¡El moro cae! –se dice–. ¡Si la rodela cae en mi sueño, el moro caerá pronto! ¡Sueño de buen augurio!
                Y respira hondo, distiende los músculos como no lo había podido hacer en todo el día.
                 
                El golpe que ha cimbrado en el sueño también retumba en la vigilia. Lo que ha echado a andar a esa andariega rodela turca es que el más joven de los ayudas de la cocina, el esclavo persa Abid al que llaman Jacinto, el que se acostó a dormir sobre la mesa, ha pateado uno de los platos de cobre y éste ha rodado, primero por los tablones, luego de un salto sobre el banco, de ahí con otro al piso, donde ha continuado girando sobre la piedra lisa, la cantera de la terraza. Pasos allá, el plato pierde la velocidad y viene a caer a un lado del animal sacrificado para alimentar al bastardo, así como a su amante, Margarita de Mendoza, y a los que han compartido con ellos la mesa –Pedro Zapata, hombre en quien don Juan de Austria tiene plena confianza, primero que entró en combate para poner ejemplo a sus hombres, y don Alonso Quijada, consejero y amigo de Carlos V, el padrastro de don Juan (si podemos llamar así al hombre que lo tomó a su cargo cuando el Emperador pidió –y dos veces– quitaran al chico de su vista), carnero de cuyos sesos y lengua han hecho también el cocido –pobre, pero exquisito– que se han cenado los cocineros y sus ayudas, del que todavía hay restos fríos en las escudillas.
                Aquello que ha hecho patear al niño Jacinto, el persa Abid, ha sido que, a medias dormido, ha intentado zafarse de la rutinaria penetración, que cuando a Jacinto no lo usa éste, lo usa el otro. Por esto se acostó sobre la mesa, para que entre todos lo cuidaran y ninguno se atreviera. De poca cosa sirvió. Apenas sintió un brazo rodeándole la cintura, el niño Jacinto-Abid movió la cadera, intentando rehusar el dolorido culo al de pronto ansioso cocinero, pateó el plato, el plato rodó, el hijo del rey soñó, el plato de la vigilia resonó llenando el sueño del bastardo con su sonido, vuelto una rodela; el plato cayó, y con él, como su sombra, la rodela turca, ruidosa. Así fue cómo el bastardo dio por hecho que soñaba un augurio favorable.
                Todos se vuelven a dormir, el bastardo tan satisfecho como el cocinero, el niño esclavo Jacinto-Abid chilleteando para sus adentros, el plato en el piso de piedra. Antes de amanecer, el cocinero se levanta a terminar de destazar el carnero. Ya hecho, así no haya salido ni el primer golpe de luz de sol, despierta a sus ayudas, excepto a Jacinto. Le permite dormir un poco más, ahora bajo la mesa.
                Apenas sale el sol, don Juan de Austria despierta. Oye el taratántara de la trompeta, llamando a sus hombres. Don Juan de Austria se siente el más afortunado de la tierra. Brinca del lecho, vigoroso (aún no cumple 23 años), irradia fuerza y alegría. Tiene la brillante cabeza despejada. No combate la onda de optimismo que lo ha invadido por el sueño de la rodaja turca.
                Ora con fervor, musitando: «Plego a Dios omnipotente, que el monstruo, vituperio de la natura humana, sea aniquilado y destruido, de tal manera que torne en libertad los tristes cristianos oprimidos».
                Al dejar su tienda, ha urdido ya una estrategia para obtener la rápida victoria. Lo habla con Quijada, con Baza, con Recasén, a cuyo mando deja los cañones, también con el valiente don Pedro Zapata: derrumbarán con explosivos un tramo de la pared que protege la espalda de Galera. Abierta en la retaguardia, Galera no podrá sostenerse; simultáneo afilarán veinte cañones al frente de Galera, apuntándolos a un mismo blanco, más que para intentar abrir un camino en la muralla –que saben es inaccesible–, con el propósito de distraer la atención de los sitiados moriscos.
                Se apersonan los mineros del ejército (miembros los dos del mismo regimiento, el antes llamado regimiento Nápoles número 24, y a partir de 1567 «tercio nuevo de Nápoles», bajo el mando de Pedro de Padilla, maestre de campo, en su escudo una leyenda: «En la mar y en la tierra»), traman dónde y de qué manera abrirán en la cantera boquetes para rellenarlos con pólvora y, haciéndolos estallar al unísono, causarle un daño irreparable. Si el pueblo queda expuesto, los casi doce mil hombres del ejército cristiano barrerán en un santiamén con los guerreros de Galera. Continuar luchando a los pies de la barcaza de piedra significa un largo sacrificio para los cristianos. No hay villa que resista a la eternidad un sitio, pero don Juan de Austria quiere la victoria pronta.
                La idea no tiene vuelta de hoja. El único inconveniente es desplazar el dormitorio de don Juan de Austria, pero el campamento cristiano está a buen resguardo a espaldas de los cañones de Recasén (sólo será necesario enviar de vuelta a Granada a la amante, como lo ha venido pidiendo don Luis de Quijada, por más motivos), de modo que derrumbar la pared trasera de Galera es en resumidas cuentas una idea genial que se debe al ánimo optimista engendrado por el sueño que don Juan de Austria cree premonitorio, sueño fruto del rodar de un plato que ha pateado Jacinto para intentar protegerse el culo de la indeseada práctica nefanda.
                Los cañones de Recasén se alistan para disparar contra el muro de Galera. Tiran, tiran una segunda vez, tres, diez. Ya pierden la cuenta de los disparos cuando abren la muralla.
                En la retaguardia, los mineros provocan la primera explosión. Desgraciadamente no tiene el efecto esperado: el retumbar destroza buena parte de la terraza, pero sólo abre un pequeño orificio por el que a duras penas cabe un hombre, y esto agachándose. No queriendo dar marcha atrás al plan, los hombres de don Juan de Austria comienzan a pasar a cuentagotas por la abertura hecha a la pared de cantera.
                 
                Adentro de los muros de Galera, el día ha comenzado de una manera muy distinta. Son tantos los moriscos que se han guarecido aquí para presentar resistencia a los cristianos, que el solo hecho de proveer a todos de agua y frutas secas exige la mayor coordinación. No hay quienes sirvan a otros, cada persona debe servirse y estar dispuesta a servir para la sobrevivencia colectiva.
                Nadie tiró de noche una patada sobre un plato metálico, y no sólo por no haber esclavo alguno en sus cocinas. En ninguna cabeza real gobierna la nube del optimismo. Porque no está aquí el rey de Granada y Al Andalus, Abén Aboo. Porque el rey Abén Aboo, afanado en preparar su ejército en las Alpujarras, no ha enviado aquí cabeza que lo represente.
                Y porque el optimismo no podía despertar con el golpe y roce de un plato de metal contra el piso de piedra. Adentro de la asediada Galera, cada ruido porta otro tipo de señales. El solo pisar de una pantufla recuerda a aquél el paso fatal del cristiano comendador mayor Recasén –el mismo que ahora gobierna los cañones- quemando bosques y degollando a quien se cruce en su camino. Si un joven descansa en aquella reja el pie, haciéndola sonar con la suela, estotro recuerda la villa de Porqueira invadida por el ejército del marqués de Mondéjar. Si el mismo joven reacomoda el pie, el oído destotro atiende los gritos de clemencia de niños y mujeres refugiados por miles en Porqueira y el asalto a las riquezas ahí custodiadas. Si aquél estornuda, en varias cabezas se recuerda a Juviles, la villa donde el ejército del mismo marqués degolló dos mil mujeres por dar satisfacción a su crueldad.
                La bella, y qué digo bella, bellísima Zaida de cabellos colorados, hija del pelirrojo y gigante Yusuf, cómplice fiel de Farag Aben Farag, o Ben Farax –rico comerciante de Granada de la familia de los Abencerrajes, quien fuera en un momento alguacil mayor del recién formado gobierno árabe en Al Andalus–, está al mando del cuerpo más grande del ejército de resistencia, llamado en honor de la fallecida hija de Farag «Luna de día». Su lema: «Yo, que he probado el mal, aprendo a socorrer a los míseros». Las bellas se acomodan sus ropas y pasan revista a sus armas. Han terminado de bañarse y aliñarse, y se preparan para la difícil jornada. Los hombres están apostados sobre la mezquita y en distintos puntos de la muralla, para tirar al primer cristiano que divisen, si tienen por seguro que lo fulminarán, pues deben hacer uso racional y mesurado de su muy escasa pólvora. Las mujeres cargan espadas y puñales, y algunas pocas también arcabuces. Todas traen consigo sus velos para, llegado el caso, no mostrar el rostro al enemigo. En los techos de las casas han acumulado piedras y otras cosas arrojadizas de que echarán mano las niñas y las viejas por no contar con suficientes armas.
                ¡Otros tiempos mejores tuviste, Galera, cuando tus niñas y tus niños usaron las piedras para jugar, cuando las tiraran al piso para marcar el alcance de un salto, cuando las patearan con la punta del pie caminándolas adelante de sus pasos! Las niñas llevan días juntándolas, han arrancado parte de las del empedrado y han aprendido cómo sacarles filo; vuelven armas sus juguetes tallando una punta contra otra.
                Las viejas bromean: «¡Buena alacena, los techos de nuestras casas! ¡En la escasez no faltará con qué guisar sopa de piedras!». Nada como ver demasiado para levantar el mejor de los espíritus.
                Los niños están al servicio de los hombres, les proveerán de municiones o lo que hiciere falta, han sido entrenados en la preparación de diversos proyectiles.
                Los veinte cañones al mando de Recasén se acercan a los muros de Galera, apuntando a un mismo blanco como convinieron. Disparan. Al tercer tiro aparece la primera seña de rompimiento. Disparan de nueva cuenta una y otra vez hasta que los veinte cañones cristianos abren en el muro de la ciudad una entrada suficiente como para el paso de un jinete con su caballo. Han tenido aquí mejores resultados de lo esperado.
                Los moros armados dejan a un lado sus arcabuces y proceden a arrojar con el arco estopas encendidas a los cristianos que intentan escalar las paredes; los niños las preparan con diligencia. Los proyectiles están empapados con resina vegetal, se adhieren a las mallas, los cascos y los trajes metálicos de los soldados.
                La bella Zaida de cabellos rojizos da órdenes precisas a su contingente. Deben acomodarse a los dos lados del boquete del muro y en la callejuela a que éste desemboca, esperar cubiertas con sus velos la entrada de los soldados cristianos que esquiven a los tiradores, y batirse con ellos cuerpo a cuerpo.
                Justo acaba de verificar la obediencia, cuando escucha un estallido a sus espaldas. En pocos instantes comprende, y envía a la retaguardia un segundo contingente. Simultáneamente le llega de viva voz la información: los cristianos han hecho una abertura en la pared trasera de Galera por la que puede entrar malamente un hombre.
                «Mátenlos a todos», fue la orden de Zaida. «Cada que alguno asome la nariz, córtensela. Que no quede adentro de Galera un cristiano vivo. Todas veladas, no quiero rostro descubierto. No les daremos un ápice de nuestras bellezas.»
                 
                La batalla se prolonga.
                La resistencia de las fieras hembras es de una tenacidad que doblega por momentos a la legendaria de los cristianos.
                Los mineros no han dejado de trabajar sobre la pared trasera de Galera, mientras el ejército entra al pueblo a cuentagotas. Cada cristiano que cruza el boquete se entrega a un dilatado tormento. Las guerreras moras no se ahorraron con ellos ninguna crueldad. Sobre cada uno de los soldados en que ponen las manos cobran venganza. Las madres dan cuenta de sus hijos muertos. Las hijas, de sus padres perdidos. Las hermanas, de los hermanos que han perdido por las tropelías de los cristianos, los malos tratos, prisiones sin motivo, o los violentos abusos de la justicia castellana. A uno le sacan los ojos. A otro lo desollan vivo. A un tercero le cortan los labios, las orejas y la nariz. Al de allá le cortan la lengua. Arrancan uñas, destrozan, cercenan miembros. Artesanas, fabricaban un muestrario de martirios. Luego, los hacen pedazos, los cortan como en un rastro, sin ahorrarles golpes a las hojas de sus espadas.
                No les bastan las armas para expresar su odio fiero. Ningún filo les es suficiente, y la muerte no calma su sed de venganza. Por algo se llamaba su batallón «Luna de día». Necesitan del fuego, del tormento lento, del aceite hirviendo, de lo que pueda infligir dolor. Pero tampoco el dolor ajeno en sí les es suficiente. Necesitan hacer sufrir lentamente a cada uno, regodearse sin clemencia.
                Esas mismas manos son las que con aguas del río Orce y el Huéscar han convertido en un vergel la vega que reposa al pie de su pueblo, ayudadas del clima y la bondad de la tierra. Acá, también cosechan un cultivo: la crueldad repetida de los cristianos da su merecido fruto.
                ¿Pero quién quiere que ocurra lo que es merecido? Mejor hubiera sido que no llegara nunca este día. Las recordaríamos complacidos por su lema: «Yo, que he probado el mal, aprendo a socorrer a los míseros».
                Los mineros, como he dicho, mientras las crueles manazas infieles forjan sus trofeos en jirones de carne y buches de sangre, han continuado escarbando y plantando cargas de pólvora en el muro. Apenas están listos, las hacen estallar. Han pasado ya dos horas del mediodía. Esta segunda cargada de los mineros contra la pared trasera de Galera estalla con muchos mejores resultados que la primera; la suerte se presenta favorable a los cristianos. El corazón de la base de la pared se abre en un enorme boquete. El estallido fractura la cantera, formándole dos grietas transversales que corren hacia su punta. Al llegar a su tope, la cantera se quiebra, literalmente. Comienzan a llover trozos de todas dimensiones, pedruscos insignificantes y grandes bloques que de caerle encima a un hombre lo aplastarían. Caen con lentitud sorprendente pero decidida, todas hacia afuera del pueblo, rebotan en lo que resta de la terraza y resbalan por la ladera, tropezando unas con las otras, hasta terminar con la existencia misma de la pared.
                La espalda de Galera queda abierta de par en par atrás de esta nube de espeso polvo.
                En cuanto comienza a caer la inmensa pared defensiva, Zaida comprende el descenlace. Llama a sus guerreras, las arenga, instándolas a ser valientes, y les ordena se alineen bien formadas para fungir de muro humano y defender la plaza «hasta con los dientes. ¡Nadie se quite el velo!». Forman una valla, presenciando la caída de la cresta protectora de su pueblo. En minutos, parte del paisaje se les viene abajo. Pero las guerreras no se mueven.
                El ejército de Zaida espera alineado a los cristianos, pisando los despojos de las decenas de mártires. Sus manchados, salpicados blancos velos dejan sólo ver sus ojos. Las alpargatas –pues todas llevan calzado poco fino– ajustadas a sus pies están bañadas en la sangre de sus víctimas.
                Cuando el último trozo de la pared da en tierra, la densa nube de polvo se desvanece. Los cristianos se aventuran decididos sobre ruinas sin dar una seña de vacilación, impacientes. Los bloques de cantera recién caídos ahí, los sostienen con fervor perruno, leales. ¡Ah, cantera traidora, que ha poco conformabas la protección imbatible de los moros! ¡Ya besáis las plantas invasoras, esclava fácil, ya le rendís firmeza lacaya!
                Las moras, vestidas ahora con doble velo –el propio y el del polvo en que están rebozadas–, extienden los brazos armados para atacarlos. Pero tres mil espadas y un buen número de puñales se quedan con las ganas de sonar contra las once mil armaduras, porque antes de tocarlas estallaron las armas de fuego de los cristianos. Puñales, espadas: ustedes son inútiles. Las piedras que arrojan manos furiosas desde los techos son más dañinas a los cristianos que las hojas y los filos de las entrenadas guerreras, pero pocas alcanzan a golpear a los soldados; las manos que las arrojan no tienen muchas fuerzas. Cada que alguna de las viejas o las niñas que tiran desde los techos se asoma para apuntar mejor, es muerta por arma de fuego. Si alguien de los que apuntan fuera un morisco de Granada, habría reconocido entre estas viejas a la muy respetable Zelda, abuela de Zaida, la cabeza de este ejército, pero no hay quien sepa su nombre cuando la acribillan. Diezman también a las que no se mueven, tirando a locas. Los arcabuceros están apostados entre los de mosquete, llevan sin quererlo un ritmo; tres por minuto los primeros; uno cada minuto, los segundos; dos minutos para el tercero, y el cañón se sobrecalienta al cuarto. Entonces deben esperar antes de lanzar el quinto tiro, reposando el arma en el piso. Los mosquetes, en contrapunto, apoyados sobre horquillas, son disparados por sus tiradores sin pausa. Cumplidas las nueve horas de batalla, se declara la victoria.
                Para ésta no hubo quien firmara la capitulación, no hay quien pueda rendirse.
                Cuando los cristianos entran a Galera, caminan sobre una alfombra de jóvenes mujeres muertas, sus ropas de seda y sus velos empapados en sangre. Bajo ellas, reposan destazados los cristianos que cruzaron la muralla trasera antes de que ésta cayera. Atrás de ellas, los cadáveres de los pocos varones moros vencidos. Si algo se mueve, los cristianos disparan, hasta que no queda vieja ni niño vivo. Asesinan a todo el pueblo, dejando con vida sólo a los caballos y al ganado flaco de los corrales. Terminada su labor asesina, se entregan al saqueo.
                Don Juan de Austria da la orden: que no quede piedra sobre piedra de este pueblo, que se riegue sobre los campos una cama de sal para que nadie pueda volver a cultivarlos. Que se haga una hoguera con todos los cuerpos moros, la mayoría mujeres, la mayoría guerreras. Que no quede memoria. Que de ahora en adelante se diga que Galera no existió, ni su mezquita, ni sus tres mil guerreras.
                 
                El saqueo se interrumpe porque ha llegado la noche. De vuelta en su campo, los soldados se embriagan, enfebrecidos por su rápida victoria. Las cocinas se afanan, la del bastardo, las del cuerpo del ejército; preparan festivas cazuelas, han sacrificado todas las piezas de ganado que levantaron en el camino a Galera.
                ¿Qué tanto celebran estos soldados? Sólo en dos días dieron cuenta de la Galera inexpugnable, pero doce mil arcabuceros y cañoneros poco-hombres no se atrevieron a batirse valientemente contra tres mil espadachinas, una decena de francotiradores y un puño de arrojadoras de piedras. ¿Qué celebran? ¿Las montañas de oro que sueñan hurtarán de los arcones?
                Zaida, la pelirroja generala de las derrotadas amazonas, adentro de sí los impreca. Fue de las primeras en caer, y sobre ella tres o cuatro cuerpos la han protegido de heridas más mortales. Quedó inmóvil lo que ha durado esa lucha, lo que un relámpago, ¡nada! Luego pasaron horas largas de espera. La sed ardiente le quema los labios, la boca, incluso la lengua, porque ha perdido sangre. Por fin los cristianos se retiran. Cuando escucha el zafarrancho desatado en el campamento cristiano, se mueve. Desde que el primer cuerpo cayó sobre ella, enlazó su mano con la de Susana, la sujetó fuertemente, sintiéndole el anillo. No soltó esa mano ni cuando perdió calor y se volvió fría, luego tiesa. Dejó de apretarla, pero no la soltó, la tiene aún asida y esto le facilita retirar el primero de los cuerpos que la cubre, porque sin mayor esfuerzo extiende el brazo y lo arrastra a un lado. Lo ha hecho sin demasiada dificultad, como digo. Bien que conoce a las que la han salvado, abrigándola de los disparos de los cristianos, reconoce a los cadáveres sin necesitar verlos. Peleaban a su lado, Susana, Areja, estas dos son de Granada, jugó con ellas desde que eran niñas. Sin zafarse aún de la mano de Susana, la abraza. Quitarse la mano de la mano no es cosa fácil, los dedos están duros como palos, pero lo consigue, y una risa nerviosa y doliente la asedia: la asaeta el recuerdo de un juego infantil, uno que consistía precisamente en sujetar la mano de la contraria e intentar soltarse. Sólo recordarlo la inunda de un dulce temblor pero, sabiendo que Susana está muerta, su sentir se torna agrio, ácido, casi insoportable. Zaida ha aprendido los últimos meses a luchar y a comandar, pero también a no sentir. Este recuerdo la ha tomado de improviso, le asesta directo en la yugular, escapando a su entrenamiento. Zaida llora. Ahora retira de sí a Areja. Ve a sus dos amigas a su lado, quisiera de nuevo abrazarlas, pero siente una rara repugnancia: «¡Están muertas!». La tercera que la ha protegido –acribillada, cosida a balas, más que Areja y Susana– es una niña, una niña de Galera de no más de ocho años. Zaida cree recordarla acarreando piedras que zafaban del empedrado de las calles para atesorar en los techos planos de las casas. Para hacerla a un lado, la ha cargado en sus brazos, acunándola involuntariamente, y siente horror que se suma al dolor y al desagrado, ocultándolos: «Soy cuna de muertos». Luego procede a revisarse a la luz de la luna. La bala no entró, pasó quemándole y cortándole el antebrazo. Se ata una tira de tela para detener la hemorragia, encima venda la herida. Lo demás son raspones, las balas silbaron a su lado, respetando su vida, reconociendo en Zaida a su par, pura pólvora hermana. Con los ojos peina el pueblo hasta donde alcanza la vista, quiere ver si encuentra a Zelda, su abuela, a Yazmina, su madre, que habiendo venido aquí a refugiarse terminaron también de segundas guerreras. Sus ojos no ven sino muertos.
                A gatas, Zaida camina sobre la alfombra de cadáveres, primero en la mullida que reposa sobre los despojos hechos garras de los cristianos, luego en la sólida de las moriscas que no alcanzaron a saciar su venganza. Reconoce a su madre, Yazmina, ve tirada a su abuela Zelda a la vera de otra pila de cadáveres, la espalda reventada por una media docena de arcabuzazos. Sigue adelante, ahora adormecida. Al llegar junto a un aljibe, se pone en pie para beber, haciendo uso de un cuenco ahí dispuesto. Hay uno mayor, pero lo ha penetrado una bala. Se limpia lo más que puede la sangre que la cubre, la propia y la ajena. Riega agua abundante sobre su herida, deshace y vuelve a hacer la venda. Retoma su camino, de nuevo a gatas, sigilosa. Cuando siente que ha dejado los límites del pueblo, se pone de pie y echa a correr. Baja veloz la cuesta y, sorteando bloques de cantera recién llegados ahí por la pericia detonante de los mineros, se pierde de vista en la oscura Cañada de la Desesperada.
                 

                Fin del menos-uno. 

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