sábado, 23 de marzo de 2019

EL VELO NEGRO Charles Dickens


 «Antología de las mejores novelas policíacas» en XVIII volúmenes, publicada entre los años 1958 y 1973 por la editorial ACERVO.
AA. VV.
Antología de las mejores novelas policíacas
Vol. I
*
Título original: Antología de las mejores novelas policíacas
AA. VV., 1958


PRÓLOGO

El siglo XIX, con su carga de positivismo, asestó el último golpe mortal a la literatura épica. Y como sucedáneo inevitable, inventó un nuevo género: la novela. Es decir, la novela tal como todavía la entendemos: un recuento de la peripecia interna y externa del ser humano. En realidad, lo que se hizo fue matar al Héroe para descubrir al Hombre. El lector de novelas, desde entonces, como antes hiciera el auditorio del romance heroico o del cantar de gesta, se dedica a buscar en el alma y en los azares del personaje de ficción una identificación narcisista, una estilización de su íntima personalidad, frustrada con el roce de lo diario. Si aún es posible señalar una común característica en la extensa variedad del género, habremos de encontrarla en esa hermosa mixtura de la ficción con la última posibilidad humana, en la mixtificación de lo que cada hombre sería capaz de realizar imaginativamente. Es decir, en la actualización de un ensueño.
Pero el Héroe, sombra de la divinidad, intersección de lo humano y lo sobrehumano, está en pleno declive. Lo heroico se ha hecho ya historia, pretérito inasequible. Nuestro tiempo no admite más medida que la de su realidad próxima. La fantasía está circundada de acerada realidad. El libro ya no es la piedra aguzadera del ensueño, porque ha sido suplantado por la inmediata probabilidad de la razón y de la lógica en funcionamiento.
Quiere ello decir que el humano narcisismo ha encontrado otro cauce para albergar al Héroe, ya un tanto descendido de su condición de paradigma: y este cauce es el género policíaco. Surge la aventura psicológica, el riesgo racional, al que el acto dinámico sólo sirve de contrapunto. Probablemente el más viable conducto para trazar una sinopsis de la imaginación humana en los cien años recién transcurridos sería un rápido examen de la evolución de la novela policíaca. Porque sin rebuscar, absurdamente, en su problemática prehistoria persa, bíblica o hindú, o en antecedentes tan discutibles como el «Zadig» de Voltaire, la novela del crimen y la justicia viene al mundo hace una centuria, y aún es considerada por algunos como un subgénero deleznable, marginal a los espaciosos predios de la estética, pese a intentos y superaciones tan trascendentales como los de Graham Greene, Simenon, Chesterton, Gaboriau, Faulkner, y tantos otros. Sin embargo, la categoría intelectual del género policíaco ha empezado a ser considerada con seriedad y altura a veces incluso en demasía. Los críticos y los ensayistas más cualificados de los países de cultura vienen comentando con trascendental gravedad el fenómeno de la literatura policíaca, extrayendo de él amplias consecuencias, lo mismo de índole social, que de carácter psicológico o estético. Por lo que respecta a nuestro país, en general tan pobre en cultivadores del género, se han preocupado de su análisis y definición escritores de tan noble impulso e indiscutible autoridad literaria como Pedro Laín Entralgo, Agustín Bartra, Nicolás González Ruiz, Juan José Mira, Gonzalo Torrente Ballester, Carlos Fernández Cuenca, Luis Rosales, Néstor Luján, etc.
Por nuestra parte, y colocados en el trance de tener que definir la novela policíaca, optaríamos, como Laín Entralgo optara, por definir al autor de las mismas. Digamos, con sus propios asertos que «la definición del autor de novelas policíacas puede hacerse con las palabras que Menéndez Pelayo emplea para caracterizar a Stendhal: es un «romántico materialista»; o, si se prefiere, «positivista», entendida esta palabra más en el sentido de la «ciencia positiva», que del «positivismo» filosófico. La verdad es que Stendhal hubiese podido escribir maravillosas novelas policíacas y que Julián Sorel hubiera podido ser un Raskolnikof adelantado o un Sherlock Holmes más complejo e interesante».
Sin embargo, apurando más los términos, concretándolos más, hemos de buscar aquellas características que definan la novela policíaca propiamente dicha, la prototípica, aquélla que dio origen el género y que va perdurando a través de los lustros, a despecho de constantes desviaciones por caminos laterales, y de inevitables mutaciones de su evolución. Esas características —siguiendo también la pauta de Laín— vienen a ser, poco más o menos, las que integran el sistema de «fuerzas espirituales» que justifican su auge y su importancia, que pueden considerarse cinco: la muerte, el azar, la inteligencia en acción, el humor y el triunfo final de la justicia. Sin ella, no hay posibilidad de novela policíaca pura.
Pero esto no obsta para que marginalmente a este tipo fundamental de novela policíaca, hayan sido y sean varias en calidad y condición las tendencias que ha experimentado esa fórmula narrativa a lo largo de un siglo, desde sus orígenes hasta el momento actual. Sin pretender resumir todas esas direcciones, más o menos capaces de adulterar la pureza del género, más o menos mixtificadoras de sus características esenciales, citemos sólo aquellas claramente perfiladas y que más extenso alcance han conseguido:
1.   —Es aquella cuyas características hemos anotado más arriba: la que hace incidir en un prieto complejo las fuerzas espirituales emanadas de la muerte, del juego del azar, de la especulación lógica trabajando para eliminar lo aparentemente inexplicable, del humor finamente intelectual (yo diría la ironía), y, por fin, del resplandor de la verdad al servicio de la justicia. Esta tendencia, la prototípica, que más arriba decíamos, ha sufrido más tarde una hipertrofia excesiva, de la que emerge un nuevo subgénero, con caracteres a veces herméticos, a veces un tanto pedantes, siempre refinado y cerebral. Inglaterra, el país de la novela por excelencia, como lo definiera Jules Romains, es la patria principal de esta tendencia, sobre todo a partir de la década 1930-40, que comienza a dar entrada al escritor culto en esta clase de la literatura. «La entrada de los intelectuales en la novela policíaca —dice Néstor Luján— ha representado en Inglaterra la creación de un género donde la preocupación literaria y la especulación intelectual o histórica tienen parte muy principal, casi más importante que la intriga policíaca en sí. Así, pues, en las novelas de Michel Innes existen más citas en latín que en un libro de teología. Esta pedantización de la novela policíaca o su poetización —Nicholas Blake (seudónimo del poeta Cecil Day Lewis) y Dorothy Sayers— o su mezcla con la novela histórica —John Dickson Carr—, o, simplemente, la conversión en un puro juego mental, silogístico y complejo —Anthony Berkeley—, o con ribetes filosóficos —J. H. Heard—, o de creación literaria y conceptual —Graham Greene y F. L. Green—, significan el raro fenómeno de adoptar un género popular para el público culto o «snob». Fenómeno que ha ido acompañado de un éxito extraordinario en estos últimos tiempos en la novela inglesa.»
2.   —La segunda tendencia de la novela policíaca, es aquella en que, aunque conservándose todavía el antagonismo entre el enigma del crimen y el razonamiento lógico que persigue su descubrimiento, atenúa esos elementos básicos con el juego de la acción intensa, de la deportividad, y de un humor sencillo y popular. Esta tendencia es propia de los autores policíacos norteamericanos. Todos recordamos los personajes de Rex Stout, de Ellery Queen, de Erle Stanley Gardner, etc.
3.   —La llamada novela negra o de «arreglo de cuentas», que desdeña decididamente toda suerte de intriga y de especulación para rendir culto a la violencia, a la acción desmesurada, a la ilegalidad sin freno. Ya no hay en ella nada que resolver, sino un mundo explosivo que repudiar.
4.   —La más ajena al género, pero todavía vinculada a él. Es aquella tendencia que equidista entre el estilo policíaco y el género llamado de aventuras; también alejada del juego especulativo, pero que conserva el enigma y la peripecia resolutoria del mismo: El relato de misterio.
Estas cuatro principales tendencias, descritas a grandes rasgos, se producen a veces en sucesión cronológica, y otras veces coexisten, se cultivan simultáneamente, a lo largo de la historia de la novela policíaca. Y ahora llegamos al punto más arduo de nuestro tema, que es el de la localización del origen del género. Particularmente, a la hora de hacer una puntual crónica histórica de la novela policíaca, elegiríamos el siguiente sistema: Tomar como base y referencia de figura del protagonista, del Héroe de nuevo cuño que produce el siglo XIX. Es indudable que, como afirmara el bibliófilo inglés Georges Bates, «no se pudo escribir sobre detectives antes de que éstos existieran, como Chaucer no dijo nada sobre los aviones porque nunca llegó a ver ninguno». De donde se deduce, con lógica perogrullesca, que si el nuevo tipo de Héroe es el detective, oficial o privado, la novela policíaca, esa moderna derivación de la épica, ha de tener un origen posterior al momento en que se creara la policía propiamente dicha. Y este momento tuvo lugar en 1829, cuando Sir Robert Peel fundó el cuerpo de policía de Londres. Por lo tanto, sería obvio que nos ocupásemos ahora de hacer remontarse más atrás la prehistoria de la literatura detectivesca. De lo que resulta indudable que ésta ha de limitarse a fechas bien conocidas, como son, por ejemplo, la de la aparición del «Doble asesinato de la Calle Morgue» de Poe (escrito por 1845), o de la, publicación de «Crimen y Castigo» de Dostoyewsky (1866), o de las teorizaciones de Thomas de Quincey, aquel «Poe con humor», que dijera Chesterton. Luego serán los Gaboriau, los William Wilkie Collins, y tantos otros. Hasta que aparece el primer Héroe verdadero de la novela policíaca: el sin par Sherlock Holmes.
El Héroe de las iniciales novelas del género es un curioso super-racionalista, un romántico de la inteligencia. Apenas se expone al peligro físico. Su casi único riesgo es el del descarrío por los luminosos vericuetos de la lógica. Los protagonistas de las narraciones de Poe más estrictamente detectivescas —«Los asesinatos de la calle Morgue», «El misterio de María Roget», «La carta robada»—, se gozan en la escueta concatenación de los hechos, en la minuciosa observación del detalle mínimo, en conseguir la ilación de los elementos más dispares, revistiendo cartesianamente de lógica y de sentido común lo aparencialmente absurdo y deshilvanado. Poco más tarde, con Sherlock Holmes, crea sir Arthur Conan Doyle, como antes anotábamos, el prototipo del Héroe racional y cientifista, aventurero de laboratorio y explorador de teorías, pionero de la inspección ocular. Laín Entralgo nos ha dado un agudo retrato del detective-tipo, del héroe del monóculo y la gorra a cuadros: «Con su afán por las ciencias positivas (química, fisiología, etc.), tratará de ocultarnos la faz romántica de su personalidad, porque en 1887 y en el Londres industrial no es agradable que le llamen a uno romántico. No le hagáis caso. Al mismo tiempo que un positivista convencido, es un romántico de tomo y lomo. Vedle, por ejemplo, en su vida privada. Habita en Baker Street, en el viejo Londres. Gusta de perderse en cavilaciones junto al fuego de la chimenea, desleídas sus agudas facciones —Sherlock Holmes es también «pálido y nervioso», como los «hijos del siglo» que pintó Alfredo de Musset— por el humo de la curvada pipa. En cuanto os descuidáis, se encastilla en una de sus espectaculares soledades —retóricas, en el fondo; sólo para que el Doctor Watson se pasme y las cuente— y se entrega con su violonchelo a la improvisación musical más destacada. Es, en suma, un romántico vergonzante, como aquellos médicos y químicos que en el tiempo de las primeras generaciones positivistas, usaban chalina y peinaban largas guedejas aleonadas o nazarenas. Pero al mismo tiempo es un extremado positivista. En la pesquisa de un crimen, su atención fundamental se dirige hacia los indicios materiales: investiga huellas dactilares, estudia huellas de pies, analiza barros y cenizas, desmenuza fibras textiles, escudriña habitaciones. Su técnica es la inspección ocular más exigente y minuciosa. Persigue con pasión los «hechos visibles», como los buenos cultivadores de la ciencia positiva y experimental.»
En nuestros días, este tipo de Héroe policíaco que antepone, el racionalismo al dinamismo vital, alcanza hasta Van Dine y Agatha Christie, por ejemplo. Pero ya, de uno a otro, se marca la evolución, una significativa diferencia: el polifacético Philo Vance, esteticista, casi goethiano, un tanto semejante a los personajes de Oscar Wilde, posee una sabiduría de invernadero, gélida y sobrehumanizada, que se escapa de la medida humana por su cinismo y su complejo de superioridad; en cambio, el caricaturesco Poirot, hondamente vulgar, lleno de defectos somáticos e intelectuales, es un claro acercamiento hacia el lector moderno, tan poco propicio a la admiración del Héroe cuando éste no se le asemeja. Hércules Poirot es un héroe humanizado al máximo, que piensa como todos nosotros quisiéramos pensar.
Pero esto es sólo el principio. He aquí que, de súbito, el género policíaco se envuelve en un aire tormentoso, de puro dinámico, se disfraza de cotidianidad y sustituye la superioridad intelectual por la deportiva. Ahí está el Perry Mason de Stanley Gardner, entre otros muchos. Apenas nos deja un resquicio de tiempo para coordinar ideas, porque las ideas son secundarias, únicamente fruto de los chispazos del instinto al frotarse con la velocidad. Ha nacido la fiebre norteamericana, el «tempo» del vértigo, erigidos sobre la historia del «bootleger» o del «racketer». El Héroe se metaliza, se descalza el coturno de la divinización, se adocena. Corre entre nosotros, jadeante, buscando la verdad revestida de billetes. Adobándolo todo con un granito de comicidad y de intrascendencia.
Este es el camino que desemboca en el auge de la llamada «novela negra». Al calor de aquella que llamó Gertrude Stein la «generación perdida» (la de los Faulkner, los Hemingway, etc.), se mitifica el «gangster», el «arreglo de cuentas». Peter Cheyney lleva este culto hasta el paroxismo. La técnica narrativa objetivista, el “behaviorismo”, la simple exposición de conductas sin intervención del autor, halla su exponente máximo en Dashiell Hammet. Ya no queda un ápice de misterio. Se trata ahora de plantear un exhaustivo aprovechamiento de la pasión y de la fuerza. Las teorizaciones de Tomás de Quincey, que consideraban el asesinato «como una de las bellas artes», se desploman aparatosamente, abriendo cauce a una vorágine de sangre, de odio, de violencia, sin la menor inquietud esteticista. El dinamismo presta intensidad y lima las aristas más cortantes. A través de piélagos de alcohol, el Héroe ya no tienen ningún aticismo, se ha convertido en una encarnación del puro escalofrío. Los protagonistas de las actuales novelas policíacas se precipitan, necesariamente, desde las cimas de la exaltación hasta los más sombríos abismos, con el mismo ritmo de los altibajos de la paranoia. Hay un discontinuo flujo entre el masoquismo del desastre y la fruición en la brutalidad. La sensibilidad se ha lanzado a un vuelo angustioso, buscador de nuevas fórmulas emotivas, hasta quedar rendida e inerme junto a los despojos de la ética.
He aquí la coyuntura. El Héroe ha dejado de serlo, y la fantasía se refugia en la acción desenfrenada.
Paralelamente, aunque cada día más en declive, la novela de misterio y de aventuras, sostiene bastante precariamente el paradigma heroico, pero raras veces posee suficiente altura intelectual y literaria para dejarse enjuiciar seriamente.
Y vamos ahora a dar una somera idea del propósito de este libro: De todas esas tendencias de la novela policíaca hemos procurado reunir aquí unas cuantas muestras ejemplares, todas ellas de maestros del género; maestros tanto en la narración larga como en el cuento a lo «short story». Como es obvio advertir, hemos realizado nuestra labor de trilla únicamente en el campo de los relatos cortos, y ello, no sólo por las lógicas razones de espacio, sino, también, porque, en la mayoría de los casos, esos breves ejemplos resultan más puros exponentes, menos adulterados y más intensos, en razón misma de su concentración, de las características de la literatura policíaca en general y de cada tendencia y cada autor en particular.
En el curso de la lectura de esta antología encontrará el lector una galería, si no completa, sí lo más aproximada posible, de la mayor parte de las variantes que ha sufrido y viene sufriendo el género que nos ocupa. Junto a autores perfectamente inscritos en el censo de la historia de la literatura contemporánea, figuran otros ya clásicos en el cultivo de la especialidad, unidos a los de varios modernos innovadores del género. Si por un lado hemos seleccionado pequeñas obras maestras como las de Dickens y Maupassant, perfectamente representativas de la literatura de misterio aunque no totalmente incursas en la verdadera definición de la novelística policíaca, por otro lado hallará el lector muestras indiscutibles de esta última como las de William Irish (Cornell Woolrich), Ellery Queen, Dickson Carr, Georges Simenon, Conan Doyle, Chesterton, Agatha Christie, etc., cada una elegida entre lo más representativo de la peculiar tónica de su autor, y a su vez seleccionados los autores entre los más cumplidos ejemplos de las diferentes tendencias más arriba señaladas. Esperamos, pues, que a través de esa gavilla de relatos pueda hallarse, además del solaz lógico, toda una pequeña historia del género policíaco, esa modalidad literaria tan hondamente representativa de la mentalidad de nuestro tiempo y que, a pesar de los numerosos cultivadores pedestres que le han restado dignidad y altura, posee un rango equiparable al de cualquier otra faceta de la literatura contemporánea occidental.

ENRIQUE SORDO

EL VELO NEGRO

Charles Dickens
E
N un atardecer de invierno de finales del año 1800, un joven médico, recientemente establecido, estaba sentado junto a un alegre fuego, en su pequeña antesala, escuchando el viento que arrojaba la lluvia contra la ventana en resonantes gotas y aullaba lúgubremente en la chimenea. La noche era húmeda y fría. El hombre había estado chapoteando en barro y agua durante todo el día, y a la sazón descansaba, cómodamente envuelto en su bata y con las zapatillas puestas. Medio dormido, su imaginación errabunda barajaba un asunto tras otro. Primero pensó en la fuerza con que soplaba el viento y hasta qué punto la lluvia aguda y helada le estaría golpeando la cara si no se hallase cómodamente instalado en su hogar. Luego, su mente enfocó el tema de la visita que anualmente realizaba, en Navidad, a su ciudad natal y a sus amigos más allegados; consideró cuánto les hubiera gustado a todos verlo y cuán feliz habría sido Rosa si le hubiese podido decir que al fin había encontrado un cliente y que esperaba tener otros, y, además, que regresaría al cabo de poco tiempo para casarse con ella y llevarla a casa, donde le alegraría sus solitarias veladas junto al fuego y le estimularía para realizar nuevos esfuerzos. Empezó a reflexionar sobre cuándo aparecería su primer cliente o si estaba destinado, por especial voluntad de la Providencia, a no tener ninguno; después volvió a pensar en Rosa y se quedó dormido. En sueños oyó su voz dulce y alegre y sintió que una mano suave y menuda se posaba sobre su hombro…
Había una mano sobre su hombro, pero no era suave ni menuda, sino que pertenecía a un muchacho robusto y de cabeza redonda que, por un chelín semanal y la comida, se ocupaba en llevar medicinas y recados dentro del radio de la parroquia. Cuando no había pedidos de medicinas ni mensajes que llevar, invertía sus horas libres —que eran unas catorce diarias, por término medio— en masticar pastillas de menta, comer un poco de carne e irse a dormir.
—¡Una dama, señor! ¡Una dama! —murmuró el muchacho despertando a su amo con una sacudida.
—¿Una dama? —gritó nuestro amigo, despabilándose, dudando de que su sueño fuese irreal y con la secreta esperanza de que la mujer aludida resultase Rosa en persona— ¿Qué dama? ¿Dónde está?
Ahí, señor —contestó el muchacho, señalando hacia la puerta de cristales que conducía al consultorio.
El médico miró hacia la puerta y, por un instante, se detuvo a examinar el aspecto de la visitante. Su rostro tenía aquella expresión de sobresalto que lógicamente suscita lo inesperado.
Era una mujer excepcionalmente alta, vestida de riguroso luto, y se hallaba tan pegada a la puerta que su cara casi rozaba el vidrio. La parte superior de su figura estaba cuidadosamente envuelta por un chal negro, como si desease no ser reconocida, y su cara hallábase cubierta por un espeso velo, también negro. Permanecía completamente erguida; su figura se alzaba cuan alta era, y aunque el médico sintió que los ojos de detrás del velo estaban fijos en él, ella seguía inmóvil como si no hubiese advertido que él había entrado.
—¿Desea usted consultarme? —preguntó con cierta vacilación, manteniendo entornada la puerta. Esta se abría de forma que no alteraba la posición de la figura, que continuaba inmóvil en su sitio.
La mujer inclinó ligeramente la cabeza, en señal de afirmación.
—Sírvase pasar —dijo el médico.
La figura avanzó un paso, y luego, volviendo la cabeza en dirección al muchacho —con infinito terror de éste—, pareció vacilar.
—Sal de la habitación, Tom —dijo el joven médico, dirigiéndose al muchacho, cuyos grandes ojos redondos se habían dilatado hasta el máximo durante este breve diálogo—. Echa la cortina y cierra la puerta.
El muchacho corrió una cortina verde sobre la puerta vidriera, se retiró al consultorio, cerró la puerta tras de sí y, desde el otro lado, aplicó uno de sus grandes ojos al agujero de la cerradura.
El médico acercó su silla a la chimenea e invitó a sentarse a su visita. La misteriosa figura se movió lentamente hacia el asiento. Cuando el resplandor del fuego iluminó el traje negro, el médico observó que la orilla del vestido estaba empapada de barro y de lluvia.
—Veo que está usted empapada —dijo.
—Así es —contestó la recién llegada con voz baja y profunda.
—¿Se siente usted enferma? —preguntó el médico compasivamente, juzgando por el tono de su interlocutora que se trataba de una persona desgraciada.
—Estoy muy enferma —contestó la mujer—, pero no física, sino mentalmente. No es por mí, o en beneficio propio, por lo que he venido a verle. Si hubiese tenido alguna dolencia física no estaría aquí, sola, a esta hora, en una noche semejante; y si enfermara en las próximas veinticuatro horas, bien sabe Dios con qué gusto me acostaría y llamaría a la muerte. Solicito su ayuda, para otra persona, señor. Es posible que produzca la impresión de estar loca —creo que lo estoy—, pero noche tras noche, en el curso de largas y sombrías horas de vigilia y de llanto, un mismo pensamiento no ha dejado de rondar por mi espíritu, y aunque conozco la inutilidad de cualquier ayuda humana que pueda prestárseme, el simple pensamiento de depositarlo en su tumba sin intentar un supremo esfuerzo me hiela la sangre en las venas.
El bien aprendido arte del médico no hubiera podido producir un estremecimiento semejante al que recorrió todo el cuerpo de la que hablaba.
Había tal ansiedad desesperada en los gestos de la mujer, que el joven médico se sintió conmovido. Hada poco tiempo que ejercía su profesión e ignoraba las miserias que diariamente se presentan a los ojos de los médicos y los endurecen ante el sufrimiento humano.
—Si la persona a quien usted se refiere —dijo, rápidamente— se halla en una situación tan desesperada como usted afirma, creo que no hay momento que perder. Tenemos que partir inmediatamente. ¿Por qué no acudió a los médicos antes?
—Porque antes hubiera sido inútil, como lo es también ahora —replicó la mujer, juntando las manos con desesperación.
El médico trató inútilmente de descubrir las facciones que se ocultaban tras el espeso velo.
—Usted está enferma —dijo suavemente—. Usted está enferma, aunque crea lo contrario. La fiebre que le ha permitido soportar, sin sentirla, la fatiga que evidentemente ha sufrido y que está ardiendo dentro de usted. Beba esto —continuó, sirviéndole un vaso de agua—, descanse durante unos minutos y luego dígame, lo más tranquilamente que pueda, cuál es la enfermedad de su paciente y cuánto tiempo ha estado enfermo. Cuando sepa todo lo necesario para que mi visita pueda servir de algo, estaré dispuesto a acompañarla.
La visitante se llevó el vaso de agua a la boca, sin alzar el velo, lo depositó de nuevo sin probarla y se echó a llorar.
—Creerá usted —dijo sollozando— que deliro. Me lo han dicho antes, y menos cariñosamente que usted ahora. Yo no soy joven. Dícese que a medida que la vida se desliza hacia su término definitivo, lo último que nos queda, por desprovisto de valor que parezca a aquellos que nos rodean, es más caro a su poseedor que todos los años que se han ido antes, pues está vinculado a los recuerdos de los amigos muertos desde hace tiempo, de los jóvenes, niños tal vez, que han renegado tan completamente de nosotros que diríase que también están muertos.
Tras una corta pausa, la mujer prosiguió:
—Mi vida no puede prolongarse muchos años, y éstos deberían ser preciosos para mí; pero yo los entregaría sin un suspiro, con gozo, con júbilo, a cambio de que lo que estoy diciendo fuese falso o imaginario. Mañana por la mañana, ése de quien le hablo estará, lo sé, aunque finja creer lo contrario, más allá del alcance de cualquier ayuda humana; y, sin embargo, esta noche, aunque se halle en peligro mortal, usted no debe verlo, ni podría socorrerle.
—No quiero aumentar su congoja —dijo el médico, después de una corta pausa— haciendo un comentario sobre lo que usted acaba de decir, o mostrándome deseoso de investigar un caso que usted trata de encubrir de una manera tan anhelante. Pero en su declaración hay algo incongruente, hay algo que escapa a lo verosímil. Esa persona está en trance de morir esta noche y yo no puedo verla aun cuando mi asistencia podría tal vez salvarla; usted me dice que mi ayuda será inútil mañana y, sin embargo, ¡usted desea que la visite entonces! Si es verdad que la vida de esa persona resulta tan querida para usted como lo demuestran sus palabras y sus gestos, ¿por qué no trata de salvarla ahora, antes que el retraso y el progreso de su enfermedad hagan impracticable la intervención médica?
—¡Qué Dios me ayude! —exclamó la mujer llorando amargamente—. ¡Cómo es posible que los extraños crean en lo que hasta a mí me parece increíble! Entonces, ¿se niega usted a verlo, señor?
—No he dicho tal cosa —replicó el médico—, pero le advierto que si insiste en este inaudito aplazamiento y la persona muere, una terrible responsabilidad recaerá sobre usted.
—La responsabilidad pesará en alguna parte —replicó la extraña mujer, amargamente—. Cualquier responsabilidad que recaiga sobre mí la sobrellevaré con gusto y estoy dispuesta a dar cuenta de ella.
—Como no hay nada contrario a la ley —continuó el médico— en el hecho de acceder a su petición, puedo decirle que visitaré a la persona enferma mañana siempre que me dé su dirección. ¿A qué hora desea usted que vaya?
—A las nueve —replicó la visitante.
—Perdone usted si mi pregunta es indiscreta, pero ¿está a su cargo el paciente?
—No lo está —fue la respuesta.
—De manera que si yo le diese instrucciones para su tratamiento durante la noche, ¿usted no podría asistirlo?
Yo no podría hacer tal cosa —contestó la mujer llorando amargamente.
Considerando que no podía obtener mayor información con prolongar la entrevista, y ansioso de ahorrar sufrimientos a la mujer, quien, refrenada al principio, gracias a un violento esfuerzo, estaba a la sazón demudada y temblorosa, el médico reiteró su promesa de realizar la visita a la hora señalada. Su visitante, después de haberle dado la dirección de un oscuro lugar de Walworth, abandonó la casa de la misma manera misteriosa que había entrado.
Fácilmente se comprenderá que tan extraordinaria visita produjo una gran impresión en el ánimo del joven médico y que éste reflexionó mucho sobre las posibles circunstancias del caso. En su trato con la gente había tenido ocasión de enterarse de hechos singulares en que se había cumplido un anterior presentimiento de muerte en un día y hora determinados.
Por un momento, se sintió tentado a creer que tal vez era el caso presente; pero luego se le ocurrió que todas las historias de esa índole de que había oído hablar siempre correspondieron a las personas perturbadas por un presagio de su propia muerte. Esa mujer, en cambio, hablaba de otra persona —un hombre— y era imposible suponer que una simple quimera o espejismo de la fantasía pudiera inducirla a hablar de la inminente desaparición de aquél con una certidumbre tan terrible ¿No sería que el hombre corría el peligro de ser asesinado a la mañana siguiente, y que la mujer, cómplice al principio y obligada a guardar secreto bajo juramento, hubiese cedido y, aunque incapaz de evitar la perpetración de algún ultraje a la víctima, hubiese resuelto evitar su muerte, si es que ello era posible, mediante la oportuna intervención del auxilio médico? La idea de que tales cosas sucediesen a menos de dos millas de la metrópoli se le presentó como descabellada y absurda, y la desechó al instante. Luego volvió a su primera idea, es decir, que la mente de aquella mujer estaba desequilibrada, y como éste era el único modo de explicar el caso con cierto grado de satisfacción, encaminó su ánimo a creer que estaba loca. Ciertas dudas sobre este punto, sin embargo, acudieron de improviso a su pensamiento, una y otra vez, en el largo y sombrío curso de una noche de insomnio, durante la cual, a pesar de todos sus esfuerzos, le fue imposible borrar aquel velo negro de su agitada imaginación.
Como los suburbios de Walworth se encuentran bastante alejados de la ciudad, son aún hoy día un lugar bastante desamparado y miserable. Pero hace treinta y cinco años eran una especie de muladar habitado por unos cuantos individuos de dudosa condición, cuya pobreza les impedía vivir en mejor vecindad o cuyas ocupaciones y modos de vida hacían deseable su aislamiento. Muchas de las casas que han surgido desde entonces en sus aceras fueron edificadas algunos años después, y la gran mayoría, aun aquellas que se desparramaron por los alrededores, eran feas y miserables.
El aspecto del lugar por el cual caminó aquella mañana no era a propósito para levantar el espíritu del joven médico o dispersar la ansiedad y angustia que despertó en él la singular visita que iba a realizar. Apartándose del camino real, su ruta lo condujo a lo largo de un terreno bajo y pantanoso, por sendas desniveladas, con alguna casucha ruinosa aquí y allá, que se desmoronaba rápidamente por vetustez y abandono. Un árbol, achaparrado, un pozo de agua estancada, ligeramente agitada por la lluvia de la noche anterior, bordeaban ocasionalmente el sendero; y de vez en cuando un miserable jardín, con unas cuantas tablas viejas reunidas para formar una glorieta y una vieja barda mal remendada, con estacas robadas a los cercos vecinos, daban inmediato testimonio de la pobreza de los habitantes y de los pocos escrúpulos que experimentaban ante la propiedad ajena. De vez en cuando, una mujer de aspecto miserable hacía su aparición en la puerta de una casa sucia, para vaciar el contenido de alguna olla en el arroyo de la acera de enfrente o para increpar a una muchacha calzada con chancletas que se tambaleaba a unos cuantos metros de la puerta, bajo el peso de un pálido infante casi tan grande como ella. Pero poca cosa se agitaba en torno, y la perspectiva, en lo que de ella podía verse débilmente a través de la fría y húmeda niebla que caía pesadamente sobre el lugar, infundía una impresión de soledad y lobreguez que armonizaba completamente con los objetos que hemos descrito.
Después de haber chapoteado fatigosamente por el agua y el cieno, de haber hecho muchas preguntas sobre la dirección que le habían dado, después de haber recibido otras tantas contestaciones contradictorias y poco convincentes, el joven médico llegó frente a la casa que se le había señalado como meta. Era una construcción pequeña y baja, de un solo piso, con un exterior aún más desolado y poco prometedor que los que acababa de dejar atrás. Una vieja cortina amarilla cubría enteramente la ventana del piso alto y los postigos de la antesala estaban cerrados, pero sin cerrojo. La casa se hallaba alejada de todas las demás, y como se alzaba en la esquina de una callejuela, no había otra vivienda a la vista.
Si decimos que el médico dudó, que anduvo unos cuantos pasos más allá de la casa antes de decidirse a levantar el llamador, sabemos que nuestras palabras no harán aparecer la sonrisa en el rostro de ningún lector, por audaz que éste sea. La policía de Londres en aquella época era un cuerpo muy diferente del que es ahora. La situación aislada de los suburbios, cuando la fiebre de la edificación y el afán de mejoramiento aún no habían empezado a unirlos con el cuerpo principal de la ciudad y sus alrededores, hacía que muchos de ellos (y éste en particular) fuesen el refugio de los peores y más perversos sujetos. A la sazón, hasta las calles más alegres de Londres estaban mal alumbradas, y lugares como éste quedaban completamente a merced de la luna y de las estrellas. Las probabilidades de descubrir sujetos peligrosos, o de rastrearlos hasta sus guaridas, quedaban reducidas, así, a un corto número, y naturalmente sus atentados aumentaron en audacia a medida que la experiencia diaria afianzaba en ellos la conciencia de una impunidad relativamente grande. Además, debe recordarse que el joven había pasado algún tiempo en los hospitales públicos de la ciudad; y aunque ni Burke ni Bishop habían adquirido todavía su horrible notoriedad, la propia observación de los hechos les indicó seguramente con cuánta facilidad pudieron cometerse las atrocidades que, desde entonces, llevaron el nombre del primero. Fuese por esto o bien por la reflexión, el caso es que él vaciló. Pero siendo, como era, un hombre animoso y de gran valor personal, su vacilación sólo duró unos instantes. Volviendo con rapidez sobre sus pasos, llamó suavemente a la puerta. Oyóse un bisbiseo apagado, como si alguien, al final del pasillo, estuviese conversando cautelosamente con otra persona en el rellano de arriba. Acercóse luego el ruido de un par de pesadas botas sobre el piso, la cadena de la puerta fue apartada suavemente, abrióse ésta y un hombre alto, de mala catadura, pelo negro y un rostro, como declaró después el médico, tan pálido y desencajado como el de cualquiera de los muertos que había visto, apareció en el umbral.
—Entre, señor, —dijo en voz baja.
El médico obedeció, y el hombre, después de haber asegura do nuevamente la puerta con la cadena, le condujo a una pequeña salita de recibo que se hallaba en el extremo del pasillo.
¿Llego a tiempo?
—Demasiado pronto —contestó el hombre.
El médico volvióse rápidamente, con un gesto de asombro y de alarma que no pudo reprimir.
—Si quiere usted pasar por aquí, señor… —dijo el hombre, que evidentemente había advertido el gesto—. Pase por aquí; no tardaré ni cinco minutos, se lo aseguro.
El médico entró en el cuarto, sin vacilar. El hombre cerró la puerta y lo dejó solo.
Era un pequeño y frío cuarto que no tenía más muebles que dos sillas de pino y una mesa de la misma madera. Un poco de fuego ardía en la chimenea del hogar, sin la menor pantalla de protección; y aunque era poco lo que calentaba, al menos disolvía la humedad de la estancia, por cuyas paredes se escurría una insalubre acuosidad, como el rastro de enormes babosas… La ventana, que estaba rota y emparchada en muchas partes, parecía una pequeña parcela de terreno casi cubierta enteramente por el agua. En la casa reinaba un completo silencio. El joven médico se sentó junto a la chimenea, y esperó el resultado de su primera visita profesional.
Algunos minutos después, oyó el ruido de un coche que se aproximaba. Se puso en pie; la puerta de la calle se abrió; oyó una conversación en voz baja y un ruido de pasos cautelosos en el corredor y en la escalera, como si dos o tres hombres estuviesen ocupados en llevar algún cuerpo pesado a la habitación del piso alto. El crujido de los peldaños, pocos segundos después, anunció que los recién llegados, habiendo terminado la tarea que fuese, salían de la casa. La puerta volvió a cerrase y reinó de nuevo el más absoluto silencio.
Pasados cinco minutos, cuando el médico se decidía a explorar la casa en busca de alguien que pudiese decirle en qué consistía su cometido, abrióse la puerta del cuarto y su visitante de la noche anterior, vestida exactamente de la misma manera y cubierto el rostro por el mismo velo, le indicó que pasara adelante. La singular altura de su cuerpo, añadida a la circunstancia de que no hablaba, hizo que, por un instante, cruzase por la mente del joven la idea de que bien podría ser un hombre disfrazado de mujer. Los sollozos histéricos que surgían a través del velo y la convulsa actitud de pesadumbre de aquella figura, denunciaron al punto lo absurdo de la suposición. El médico la siguió con presteza.
La mujer le guió, escaleras arriba, hasta el cuarto de la parte delantera de la casa y se detuvo en la puerta para dejar que él entrase. El cuarto estaba escasamente amueblado. Sólo había en él una vieja arca de pino, algunas sillas y un catre sin colgaduras ni travesaños, cubierto por una manta remendada. La escasa luz, que penetraba a través de la cortina que él había visto desde la calle, hacía que fuese más vago el contorno de la habitación y comunicaba a todos ellos tan informe tonalidad, que el joven no se dio cuenta de la verdadera naturaleza de lo que tenía ante sus ojos hasta que la mujer, frenéticamente, se le adelantó y se arrodilló junto al lecho.
Tendida en la cama, rígida e inmóvil, prietamente envuelta con un lienzo y cubierta con sábanas, yacía una forma humana. La cabeza y la cara, que eran las de un hombre, estaban descubiertas, salvo un vendaje que le envolvía la cabeza y el cuello. El brazo izquierdo se atravesaba pesadamente en la cama y la mujer sostenía la mano inerte.
Con dulzura, el médico hizo a un lado a la mujer y tomó aquella mano.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Este hombre está muerto!
La mujer se puso en pie y juntó las manos.
—¡Oh, no diga eso, señor! —exclamó la mujer en un arranque de pasión que llegaba casi al frenesí—. ¡Oh, no diga eso! ¡No puedo soportarlo! Hubo hombres que resucitaron a pesar de que la gente ignorante les dio por muertos, y otros que se hubieran salvado si se hubiese acudido a tiempo… ¡No le deje tendido aquí, señor, sin hacer un esfuerzo para salvarlo! Tal vez está muriendo en este instante. ¡Inténtelo, señor! ¡Hágalo por amor de Dios!
Mientras hablaba, la mujer tocó primero la frente y luego el pecho de la figura inmóvil. Después golpeó frenéticamente las manos frías, que cuando las soltó, cayeron de nuevo, mecánica y pesadamente, sobre la manta.
—No hay remedio, mi buena señora —dijo el médico en tono tranquilo, retirando su mano del pecho del hombre—. ¡Sosiéguese! Descorra la cortina.
—¿Qué dice usted? —preguntó la mujer, sorprendida.
—¡Descorra la cortina! —repitió el médico, sobresaltado.
—Yo obscurecí el cuarto a propósito —dijo la mujer, interponiéndose, cuando él se levantó para descorrerla—. ¡Oh, señor, tenga piedad de mí! Si no hay remedio, si él está verdaderamente muerto, no le exponga a otros ojos que no sean los míos.
—Este hombre no murió de muerte natural —dijo el médico—, ¡Tengo que ver el cuerpo!
Tan rápidamente que la mujer apenas pudo notar que el médico se había deslizado a su vera, éste descorrió la cortina y volvió junto al lecho.
—Aquí ha habido violencia —dijo señalando el cuerpo y mirando fijamente a la cara, cuyo velo había sido levantado por primera vez.
En la excitación ocurrida un minuto antes, la mujer se había quitado la toca y el velo y a la sazón hallábase erguida, con los ojos fijos en él. Sus facciones eran las de una mujer de cincuenta años, que en otros tiempos había sido bella. El dolor y el llanto habían dejado sus huellas en aquel rostro mortalmente pálido, pero no lo habían marchitado del todo. Su boca estaba contraída nerviosamente y el intenso fulgor que brillaba en sus ojos indicaba muy a las claras que sus fuerzas físicas y mentales estaban casi desmoronándose bajo el peso de los sufrimientos.
—Ha habido violencia aquí —dijo el médico, disimulando su mirada escrutadora.
—Sí, tiene usted razón —replicó la mujer.
—¡Este hombre ha sido asesinado!
—¡Pongo a Dios por testigo de que lo ha sido! —dijo la mujer apasionadamente.
—¿Por quién? —preguntó el médico, tomando a la mujer por el brazo.
—Mire las señales del asesino, y luego pregúntemelo —contestó.
El médico volvió el rostro hacia la cama y se inclinó sobre el cuerpo, que ahora yacía bajo la luz que entraba por la ventana. De pronto, comprendió la verdad.
—Este es uno de los hombres que han sido ahorcados esta mañana —dijo, apartándose tembloroso.
—Sí —contestó la mujer con una mirada fría, sin expresión.
—¿Quién es? —preguntó él.
—Mi hijo —dijo la mujer, y cayó al suelo desvanecida.
Era verdad. Un compañero suyo, tan culpable como él, había sido puesto en libertad, pero ese hombre había pagado con la muerte, había sido ejecutado. Contar las circunstancias del hecho, ahora distante, resultaría innecesario y podría apenar a personas que todavía viven. La madre era una viuda sin amigos ni dinero que se había privado de lo más necesario para dárselo a su hijo enfermo. Y este muchacho, sin tener en cuenta los ruegos maternos e indiferente a los sufrimientos que ella había soportado por él —incesante ansiedad del espíritu y voluntaria extenuación del cuerpo—, se había precipitado a una existencia de disipación y de crimen. Y el resultado había sido éste: su muerte a manos del verdugo y la vergüenza e incurable locura de su madre.
Durante muchos años después de este suceso, cuando requerimientos provechosos y complicados hubieran hecho olvidar en otros hombres a tan desvalido ser, se vio al joven médico visitar diariamente a la inofensiva loca, cuidarla cariñosamente, aliviar el rigor de su condición con donaciones de dinero, otorgadas con mano pródiga, para subvenir a su comodidad y mantenimiento. A la luz del recuerdo y conciencia que precedió a la muerte de esta criatura, pobre y sin amigos, surgió de sus labios una oración para el bienestar y protección de su médico, tan férvida como la que el mejor de los mortales pudiera haber elevado.
La oración voló al cielo y fue oída. La bendición influyó para que se le reconociese en una proporción de mil por uno todo lo que había hecho. Pero entre todos los honores de tango y posición que desde entonces se han acumulado sobre su persona, y que tan bien se ha ganado, este hombre no guarda en su corazón un recuerdo más fortalecedor que el que está vinculado al Velo Negro.

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