AA. VV.
Antología
de las mejores novelas policíacas
Vol. I
*
AA.
VV., 1958
PRÓLOGO
El siglo XIX, con su carga de
positivismo, asestó el último golpe mortal a la literatura épica. Y como
sucedáneo inevitable, inventó un nuevo género: la novela. Es decir, la novela
tal como todavía la entendemos: un recuento de la peripecia interna y externa
del ser humano. En realidad, lo que se hizo fue matar al Héroe para descubrir
al Hombre. El lector de novelas, desde entonces, como antes hiciera el
auditorio del romance heroico o del cantar de gesta, se dedica a buscar en el
alma y en los azares del personaje de ficción una identificación narcisista,
una estilización de su íntima personalidad, frustrada con el roce de lo diario.
Si aún es posible señalar una común característica en la extensa variedad del
género, habremos de encontrarla en esa hermosa mixtura de la ficción con la
última posibilidad humana, en la mixtificación de lo que cada hombre sería
capaz de realizar imaginativamente. Es decir, en la actualización de un
ensueño.
Pero el Héroe,
sombra de la divinidad, intersección de lo humano y lo sobrehumano, está en pleno
declive. Lo heroico se ha hecho ya historia, pretérito inasequible. Nuestro
tiempo no admite más medida que la de su realidad próxima. La fantasía está
circundada de acerada realidad. El libro ya no es la piedra aguzadera del
ensueño, porque ha sido suplantado por la inmediata probabilidad de la razón y
de la lógica en funcionamiento.
Quiere ello
decir que el humano narcisismo ha encontrado otro cauce para albergar al Héroe,
ya un tanto descendido de su condición de paradigma: y este cauce es el género
policíaco. Surge la aventura psicológica, el riesgo racional, al que el acto
dinámico sólo sirve de contrapunto. Probablemente el más viable conducto para
trazar una sinopsis de la imaginación humana en los cien años recién
transcurridos sería un rápido examen de la evolución de la novela policíaca.
Porque sin rebuscar, absurdamente, en su problemática prehistoria persa,
bíblica o hindú, o en antecedentes tan discutibles como el «Zadig» de Voltaire,
la novela del crimen y la justicia viene al mundo hace una centuria, y aún es
considerada por algunos como un subgénero deleznable, marginal a los espaciosos
predios de la estética, pese a intentos y superaciones tan trascendentales como
los de Graham Greene, Simenon, Chesterton, Gaboriau, Faulkner, y tantos otros.
Sin embargo, la categoría intelectual del género policíaco ha empezado a ser
considerada con seriedad y altura a veces incluso en demasía. Los críticos y
los ensayistas más cualificados de los países de cultura vienen comentando con
trascendental gravedad el fenómeno de la literatura policíaca, extrayendo de él
amplias consecuencias, lo mismo de índole social, que de carácter psicológico o
estético. Por lo que respecta a nuestro país, en general tan pobre en
cultivadores del género, se han preocupado de su análisis y definición
escritores de tan noble impulso e indiscutible autoridad literaria como Pedro
Laín Entralgo, Agustín Bartra, Nicolás González Ruiz, Juan José Mira, Gonzalo
Torrente Ballester, Carlos Fernández Cuenca, Luis Rosales, Néstor Luján, etc.
Por nuestra
parte, y colocados en el trance de tener que definir la novela policíaca,
optaríamos, como Laín Entralgo optara, por definir al autor de las mismas.
Digamos, con sus propios asertos que «la definición del autor de novelas
policíacas puede hacerse con las palabras que Menéndez Pelayo emplea para
caracterizar a Stendhal: es un «romántico materialista»; o, si se prefiere,
«positivista», entendida esta palabra más en el sentido de la «ciencia
positiva», que del «positivismo» filosófico. La verdad es que Stendhal hubiese
podido escribir maravillosas novelas policíacas y que Julián Sorel hubiera
podido ser un Raskolnikof adelantado o un Sherlock Holmes más complejo e
interesante».
Sin embargo,
apurando más los términos, concretándolos más, hemos de buscar aquellas
características que definan la novela policíaca propiamente dicha, la
prototípica, aquélla que dio origen el género y que va perdurando a través de
los lustros, a despecho de constantes desviaciones por caminos laterales, y de
inevitables mutaciones de su evolución. Esas características —siguiendo también
la pauta de Laín— vienen a ser, poco más o menos, las que integran el sistema
de «fuerzas espirituales» que justifican su auge y su importancia, que pueden
considerarse cinco: la muerte, el azar, la inteligencia en acción, el humor y
el triunfo final de la justicia. Sin ella, no hay posibilidad de novela
policíaca pura.
Pero esto no
obsta para que marginalmente a este tipo fundamental de novela policíaca, hayan
sido y sean varias en calidad y condición las tendencias que ha experimentado
esa fórmula narrativa a lo largo de un siglo, desde sus orígenes hasta el
momento actual. Sin pretender resumir todas esas direcciones, más o menos
capaces de adulterar la pureza del género, más o menos mixtificadoras de sus
características esenciales, citemos sólo aquellas claramente perfiladas y que
más extenso alcance han conseguido:
1.
—Es
aquella cuyas características hemos anotado más arriba: la que hace incidir en
un prieto complejo las fuerzas espirituales emanadas de la muerte, del juego
del azar, de la especulación lógica trabajando para eliminar lo aparentemente
inexplicable, del humor finamente intelectual (yo diría la ironía), y, por fin,
del resplandor de la verdad al servicio de la justicia. Esta tendencia, la
prototípica, que más arriba decíamos, ha sufrido más tarde una hipertrofia
excesiva, de la que emerge un nuevo subgénero, con caracteres a veces
herméticos, a veces un tanto pedantes, siempre refinado y cerebral. Inglaterra,
el país de la novela por excelencia, como lo definiera Jules Romains, es la
patria principal de esta tendencia, sobre todo a partir de la década 1930-40,
que comienza a dar entrada al escritor culto en esta clase de la literatura.
«La entrada de los intelectuales en la novela policíaca —dice Néstor Luján— ha
representado en Inglaterra la creación de un género donde la preocupación
literaria y la especulación intelectual o histórica tienen parte muy principal,
casi más importante que la intriga policíaca en sí. Así, pues, en las novelas
de Michel Innes existen más citas en latín que en un libro de teología. Esta
pedantización de la novela policíaca o su poetización —Nicholas Blake
(seudónimo del poeta Cecil Day Lewis) y Dorothy Sayers— o su mezcla con la
novela histórica —John Dickson Carr—, o, simplemente, la conversión en un puro
juego mental, silogístico y complejo —Anthony Berkeley—, o con ribetes
filosóficos —J. H. Heard—, o de creación literaria y conceptual —Graham Greene
y F. L. Green—, significan el raro fenómeno de adoptar un género popular para
el público culto o «snob». Fenómeno que ha ido acompañado de un éxito
extraordinario en estos últimos tiempos en la novela inglesa.»
2.
—La
segunda tendencia de la novela policíaca, es aquella en que, aunque
conservándose todavía el antagonismo entre el enigma del crimen y el
razonamiento lógico que persigue su descubrimiento, atenúa esos elementos
básicos con el juego de la acción intensa, de la deportividad, y de un humor
sencillo y popular. Esta tendencia es propia de los autores policíacos
norteamericanos. Todos recordamos los personajes de Rex Stout, de Ellery Queen,
de Erle Stanley Gardner, etc.
3.
—La
llamada novela negra o de «arreglo de cuentas», que
desdeña decididamente toda suerte de intriga y de especulación para rendir culto
a la violencia, a la acción desmesurada, a la ilegalidad sin freno. Ya no hay
en ella nada que resolver, sino un mundo explosivo que repudiar.
4.
—La
más ajena al género, pero todavía vinculada a él. Es aquella tendencia que
equidista entre el estilo policíaco y el género llamado de aventuras; también
alejada del juego especulativo, pero que conserva el enigma y la peripecia
resolutoria del mismo: El relato de misterio.
Estas cuatro principales
tendencias, descritas a grandes rasgos, se producen a veces en sucesión
cronológica, y otras veces coexisten, se cultivan simultáneamente, a lo largo
de la historia de la novela policíaca. Y ahora llegamos al punto más arduo de
nuestro tema, que es el de la localización del origen del género.
Particularmente, a la hora de hacer una puntual crónica histórica de la novela
policíaca, elegiríamos el siguiente sistema: Tomar como base y referencia de
figura del protagonista, del Héroe de nuevo cuño que produce el siglo XIX. Es indudable que,
como afirmara el bibliófilo inglés Georges Bates, «no se pudo escribir sobre
detectives antes de que éstos existieran, como Chaucer no dijo nada sobre los
aviones porque nunca llegó a ver ninguno». De donde se deduce, con lógica
perogrullesca, que si el nuevo tipo de Héroe es el detective, oficial o
privado, la novela policíaca, esa moderna derivación de la épica, ha de tener
un origen posterior al momento en que se creara la policía propiamente dicha. Y
este momento tuvo lugar en 1829, cuando Sir Robert Peel fundó el cuerpo de
policía de Londres. Por lo tanto, sería obvio que nos ocupásemos ahora de hacer
remontarse más atrás la prehistoria de la literatura detectivesca. De lo que
resulta indudable que ésta ha de limitarse a fechas bien conocidas, como son,
por ejemplo, la de la aparición del «Doble asesinato de la Calle Morgue» de Poe
(escrito por 1845), o de la, publicación de «Crimen y Castigo» de Dostoyewsky
(1866), o de las teorizaciones de Thomas de Quincey, aquel «Poe con humor», que
dijera Chesterton. Luego serán los Gaboriau, los William Wilkie Collins, y
tantos otros. Hasta que aparece el primer Héroe verdadero de la novela
policíaca: el sin par Sherlock Holmes.
El Héroe de
las iniciales novelas del género es un curioso super-racionalista, un romántico
de la inteligencia. Apenas se expone al peligro físico. Su casi único riesgo es
el del descarrío por los luminosos vericuetos de la lógica. Los protagonistas
de las narraciones de Poe más estrictamente detectivescas —«Los asesinatos de
la calle Morgue», «El misterio de María Roget», «La carta robada»—, se gozan en
la escueta concatenación de los hechos, en la minuciosa observación del detalle
mínimo, en conseguir la ilación de los elementos más dispares, revistiendo
cartesianamente de lógica y de sentido común lo aparencialmente absurdo y
deshilvanado. Poco más tarde, con Sherlock Holmes, crea sir Arthur Conan Doyle,
como antes anotábamos, el prototipo del Héroe racional y cientifista,
aventurero de laboratorio y explorador de teorías, pionero de la inspección
ocular. Laín Entralgo nos ha dado un agudo retrato del detective-tipo, del
héroe del monóculo y la gorra a cuadros: «Con su afán por las ciencias
positivas (química, fisiología, etc.), tratará de ocultarnos la faz romántica
de su personalidad, porque en 1887 y en el Londres industrial no es agradable
que le llamen a uno romántico. No le hagáis caso. Al mismo tiempo que un
positivista convencido, es un romántico de tomo y lomo. Vedle, por ejemplo, en
su vida privada. Habita en Baker Street, en el viejo Londres. Gusta de perderse
en cavilaciones junto al fuego de la chimenea, desleídas sus agudas facciones
—Sherlock Holmes es también «pálido y nervioso», como los «hijos del siglo» que
pintó Alfredo de Musset— por el humo de la curvada pipa. En cuanto os
descuidáis, se encastilla en una de sus espectaculares soledades —retóricas, en
el fondo; sólo para que el Doctor Watson se pasme y las cuente— y se entrega
con su violonchelo a la improvisación musical más destacada. Es, en suma, un
romántico vergonzante, como aquellos médicos y químicos que en el tiempo de las
primeras generaciones positivistas, usaban chalina y peinaban largas guedejas
aleonadas o nazarenas. Pero al mismo tiempo es un extremado positivista. En la
pesquisa de un crimen, su atención fundamental se dirige hacia los indicios
materiales: investiga huellas dactilares, estudia huellas de pies, analiza
barros y cenizas, desmenuza fibras textiles, escudriña habitaciones. Su técnica
es la inspección ocular más exigente y minuciosa. Persigue con pasión los
«hechos visibles», como los buenos cultivadores de la ciencia positiva y
experimental.»
En nuestros
días, este tipo de Héroe policíaco que antepone, el racionalismo al dinamismo
vital, alcanza hasta Van Dine y Agatha Christie, por ejemplo. Pero ya, de uno a
otro, se marca la evolución, una significativa diferencia: el polifacético
Philo Vance, esteticista, casi goethiano, un tanto semejante a los personajes
de Oscar Wilde, posee una sabiduría de invernadero, gélida y sobrehumanizada,
que se escapa de la medida humana por su cinismo y su complejo de superioridad;
en cambio, el caricaturesco Poirot, hondamente vulgar, lleno de defectos
somáticos e intelectuales, es un claro acercamiento hacia el lector moderno,
tan poco propicio a la admiración del Héroe cuando éste no se le asemeja.
Hércules Poirot es un héroe humanizado al máximo, que piensa como todos
nosotros quisiéramos pensar.
Pero esto es
sólo el principio. He aquí que, de súbito, el género policíaco se envuelve en
un aire tormentoso, de puro dinámico, se disfraza de cotidianidad y sustituye
la superioridad intelectual por la deportiva. Ahí está el Perry Mason de
Stanley Gardner, entre otros muchos. Apenas nos deja un resquicio de tiempo
para coordinar ideas, porque las ideas son secundarias, únicamente fruto de los
chispazos del instinto al frotarse con la velocidad. Ha nacido la fiebre
norteamericana, el «tempo» del vértigo, erigidos sobre la historia del
«bootleger» o del «racketer». El Héroe se metaliza, se descalza el coturno de
la divinización, se adocena. Corre entre nosotros, jadeante, buscando la verdad
revestida de billetes. Adobándolo todo con un granito de comicidad y de
intrascendencia.
Este es el
camino que desemboca en el auge de la llamada «novela negra». Al calor de
aquella que llamó Gertrude Stein la «generación perdida» (la de los Faulkner,
los Hemingway, etc.), se mitifica el «gangster», el «arreglo de cuentas». Peter
Cheyney lleva este culto hasta el paroxismo. La técnica narrativa objetivista,
el “behaviorismo”, la simple exposición de conductas sin intervención del
autor, halla su exponente máximo en Dashiell Hammet. Ya no queda un ápice de
misterio. Se trata ahora de plantear un exhaustivo aprovechamiento de la pasión
y de la fuerza. Las teorizaciones de Tomás de Quincey, que consideraban el
asesinato «como una de las bellas artes», se desploman aparatosamente, abriendo
cauce a una vorágine de sangre, de odio, de violencia, sin la menor inquietud
esteticista. El dinamismo presta intensidad y lima las aristas más cortantes. A
través de piélagos de alcohol, el Héroe ya no tienen ningún aticismo, se ha
convertido en una encarnación del puro escalofrío. Los protagonistas de las
actuales novelas policíacas se precipitan, necesariamente, desde las cimas de
la exaltación hasta los más sombríos abismos, con el mismo ritmo de los
altibajos de la paranoia. Hay un discontinuo flujo entre el masoquismo del
desastre y la fruición en la brutalidad. La sensibilidad se ha lanzado a un
vuelo angustioso, buscador de nuevas fórmulas emotivas, hasta quedar rendida e
inerme junto a los despojos de la ética.
He aquí la
coyuntura. El Héroe ha dejado de serlo, y la fantasía se refugia en la acción
desenfrenada.
Paralelamente,
aunque cada día más en declive, la novela de misterio y de aventuras, sostiene
bastante precariamente el paradigma heroico, pero raras veces posee suficiente
altura intelectual y literaria para dejarse enjuiciar seriamente.
Y vamos ahora
a dar una somera idea del propósito de este libro: De todas esas tendencias de
la novela policíaca hemos procurado reunir aquí unas cuantas muestras
ejemplares, todas ellas de maestros del género; maestros tanto en la narración
larga como en el cuento a lo «short story». Como es obvio advertir, hemos
realizado nuestra labor de trilla únicamente en el campo de los relatos cortos,
y ello, no sólo por las lógicas razones de espacio, sino, también, porque, en
la mayoría de los casos, esos breves ejemplos resultan más puros exponentes,
menos adulterados y más intensos, en razón misma de su concentración, de las
características de la literatura policíaca en general y de cada tendencia y
cada autor en particular.
En el curso de
la lectura de esta antología encontrará el lector una galería, si no completa,
sí lo más aproximada posible, de la mayor parte de las variantes que ha sufrido
y viene sufriendo el género que nos ocupa. Junto a autores perfectamente
inscritos en el censo de la historia de la literatura contemporánea, figuran
otros ya clásicos en el cultivo de la especialidad, unidos a los de varios
modernos innovadores del género. Si por un lado hemos seleccionado pequeñas
obras maestras como las de Dickens y Maupassant, perfectamente representativas
de la literatura de misterio aunque no totalmente incursas en la verdadera
definición de la novelística policíaca, por otro lado hallará el lector
muestras indiscutibles de esta última como las de William Irish (Cornell
Woolrich), Ellery Queen, Dickson Carr, Georges Simenon, Conan Doyle,
Chesterton, Agatha Christie, etc., cada una elegida entre lo más representativo
de la peculiar tónica de su autor, y a su vez seleccionados los autores entre
los más cumplidos ejemplos de las diferentes tendencias más arriba señaladas.
Esperamos, pues, que a través de esa gavilla de relatos pueda hallarse, además
del solaz lógico, toda una pequeña historia del género policíaco, esa modalidad
literaria tan hondamente representativa de la mentalidad de nuestro tiempo y
que, a pesar de los numerosos cultivadores pedestres que le han restado
dignidad y altura, posee un rango equiparable al de cualquier otra faceta de la
literatura contemporánea occidental.
ENRIQUE
SORDO
EL
VELO NEGRO
Charles Dickens
E
|
N un atardecer de
invierno de finales del año 1800, un joven médico, recientemente establecido,
estaba sentado junto a un alegre fuego, en su pequeña antesala, escuchando el
viento que arrojaba la lluvia contra la ventana en resonantes gotas y aullaba
lúgubremente en la chimenea. La noche era húmeda y fría. El hombre había estado
chapoteando en barro y agua durante todo el día, y a la sazón descansaba,
cómodamente envuelto en su bata y con las zapatillas puestas. Medio dormido, su
imaginación errabunda barajaba un asunto tras otro. Primero pensó en la fuerza
con que soplaba el viento y hasta qué punto la lluvia aguda y helada le estaría
golpeando la cara si no se hallase cómodamente instalado en su hogar. Luego, su
mente enfocó el tema de la visita que anualmente realizaba, en Navidad, a su
ciudad natal y a sus amigos más allegados; consideró cuánto les hubiera gustado
a todos verlo y cuán feliz habría sido Rosa si le hubiese podido decir que al
fin había encontrado un cliente y que esperaba tener otros, y, además, que
regresaría al cabo de poco tiempo para casarse con ella y llevarla a casa,
donde le alegraría sus solitarias veladas junto al fuego y le estimularía para
realizar nuevos esfuerzos. Empezó a reflexionar sobre cuándo aparecería su
primer cliente o si estaba destinado, por especial voluntad de la Providencia,
a no tener ninguno; después volvió a pensar en Rosa y se quedó dormido. En
sueños oyó su voz dulce y alegre y sintió que una mano suave y menuda se posaba
sobre su hombro…
Había una mano sobre su
hombro, pero no era suave ni menuda, sino que pertenecía a un muchacho robusto
y de cabeza redonda que, por un chelín semanal y la comida, se ocupaba en
llevar medicinas y recados dentro del radio de la parroquia. Cuando no había
pedidos de medicinas ni mensajes que llevar, invertía sus horas libres —que
eran unas catorce diarias, por término medio— en masticar pastillas de menta,
comer un poco de carne e irse a dormir.
—¡Una dama,
señor! ¡Una dama! —murmuró el muchacho despertando a su amo con una sacudida.
—¿Una dama?
—gritó nuestro amigo, despabilándose, dudando de que su sueño fuese irreal y
con la secreta esperanza de que la mujer aludida resultase Rosa en persona—
¿Qué dama? ¿Dónde está?
—Ahí, señor —contestó el muchacho, señalando hacia la puerta
de cristales que conducía al consultorio.
El médico miró
hacia la puerta y, por un instante, se detuvo a examinar el aspecto de la
visitante. Su rostro tenía aquella expresión de sobresalto que lógicamente
suscita lo inesperado.
Era una mujer
excepcionalmente alta, vestida de riguroso luto, y se hallaba tan pegada a la
puerta que su cara casi rozaba el vidrio. La parte superior de su figura estaba
cuidadosamente envuelta por un chal negro, como si desease no ser reconocida, y
su cara hallábase cubierta por un espeso velo, también negro. Permanecía
completamente erguida; su figura se alzaba cuan alta era, y aunque el médico sintió que los ojos de detrás del velo estaban fijos en él,
ella seguía inmóvil como si no hubiese advertido que él había entrado.
—¿Desea usted
consultarme? —preguntó con cierta vacilación, manteniendo entornada la puerta.
Esta se abría de forma que no alteraba la posición de la figura, que continuaba
inmóvil en su sitio.
La mujer
inclinó ligeramente la cabeza, en señal de afirmación.
—Sírvase pasar
—dijo el médico.
La figura
avanzó un paso, y luego, volviendo la cabeza en dirección al muchacho —con
infinito terror de éste—, pareció vacilar.
—Sal de la
habitación, Tom —dijo el joven médico, dirigiéndose al muchacho, cuyos grandes
ojos redondos se habían dilatado hasta el máximo durante este breve diálogo—.
Echa la cortina y cierra la puerta.
El muchacho
corrió una cortina verde sobre la puerta vidriera, se retiró al consultorio,
cerró la puerta tras de sí y, desde el otro lado, aplicó uno de sus grandes
ojos al agujero de la cerradura.
El médico
acercó su silla a la chimenea e invitó a sentarse a su visita. La misteriosa
figura se movió lentamente hacia el asiento. Cuando el resplandor del fuego
iluminó el traje negro, el médico observó que la orilla del vestido estaba
empapada de barro y de lluvia.
—Veo que está
usted empapada —dijo.
—Así es
—contestó la recién llegada con voz baja y profunda.
—¿Se siente
usted enferma? —preguntó el médico compasivamente, juzgando por el tono de su
interlocutora que se trataba de una persona desgraciada.
—Estoy muy
enferma —contestó la mujer—, pero no física, sino mentalmente. No es por mí, o
en beneficio propio, por lo que he venido a verle. Si hubiese tenido alguna
dolencia física no estaría aquí, sola, a esta hora, en una noche semejante; y
si enfermara en las próximas veinticuatro horas, bien sabe Dios con qué gusto
me acostaría y llamaría a la muerte. Solicito su ayuda, para otra persona,
señor. Es posible que produzca la impresión de estar loca —creo que lo estoy—,
pero noche tras noche, en el curso de largas y sombrías horas de vigilia y de
llanto, un mismo pensamiento no ha dejado de rondar por mi espíritu, y aunque
conozco la inutilidad de cualquier ayuda humana que pueda prestárseme, el
simple pensamiento de depositarlo en su tumba sin intentar un supremo esfuerzo
me hiela la sangre en las venas.
El bien
aprendido arte del médico no hubiera podido producir un estremecimiento
semejante al que recorrió todo el cuerpo de la que hablaba.
Había tal
ansiedad desesperada en los gestos de la mujer, que el joven médico se sintió
conmovido. Hada poco tiempo que ejercía su profesión e ignoraba las miserias
que diariamente se presentan a los ojos de los médicos y los endurecen ante el
sufrimiento humano.
—Si la persona
a quien usted se refiere —dijo, rápidamente— se halla en una situación tan
desesperada como usted afirma, creo que no hay momento que perder. Tenemos que
partir inmediatamente. ¿Por qué no acudió a los médicos antes?
—Porque antes
hubiera sido inútil, como lo es también ahora —replicó la mujer, juntando las
manos con desesperación.
El médico
trató inútilmente de descubrir las facciones que se ocultaban tras el espeso
velo.
—Usted está
enferma —dijo suavemente—. Usted está enferma, aunque crea lo contrario. La
fiebre que le ha permitido soportar, sin sentirla, la fatiga que evidentemente
ha sufrido y que está ardiendo dentro de usted. Beba esto —continuó,
sirviéndole un vaso de agua—, descanse durante unos minutos y luego dígame, lo
más tranquilamente que pueda, cuál es la enfermedad de su paciente y cuánto
tiempo ha estado enfermo. Cuando sepa todo lo necesario para que mi visita
pueda servir de algo, estaré dispuesto a acompañarla.
La visitante
se llevó el vaso de agua a la boca, sin alzar el velo, lo depositó de nuevo sin
probarla y se echó a llorar.
—Creerá usted —dijo
sollozando— que deliro. Me lo han dicho antes, y menos cariñosamente que usted
ahora. Yo no soy joven. Dícese que a medida que la vida se desliza hacia su
término definitivo, lo último que nos queda, por desprovisto de valor que
parezca a aquellos que nos rodean, es más caro a su poseedor que todos los años
que se han ido antes, pues está vinculado a los recuerdos de los amigos muertos
desde hace tiempo, de los jóvenes, niños tal vez, que han renegado tan
completamente de nosotros que diríase que también están muertos.
Tras una corta
pausa, la mujer prosiguió:
—Mi vida no
puede prolongarse muchos años, y éstos deberían ser preciosos para mí; pero yo
los entregaría sin un suspiro, con gozo, con júbilo, a cambio de que lo que
estoy diciendo fuese falso o imaginario. Mañana por la mañana, ése de quien le
hablo estará, lo sé, aunque finja creer lo contrario,
más allá del alcance de cualquier ayuda humana; y, sin embargo, esta noche,
aunque se halle en peligro mortal, usted no debe verlo, ni podría socorrerle.
—No quiero
aumentar su congoja —dijo el médico, después de una corta pausa— haciendo un
comentario sobre lo que usted acaba de decir, o mostrándome deseoso de
investigar un caso que usted trata de encubrir de una manera tan anhelante.
Pero en su declaración hay algo incongruente, hay algo que escapa a lo
verosímil. Esa persona está en trance de morir esta noche y yo no puedo verla
aun cuando mi asistencia podría tal vez salvarla; usted me dice que mi ayuda
será inútil mañana y, sin embargo, ¡usted desea que la visite entonces! Si es
verdad que la vida de esa persona resulta tan querida para usted como lo
demuestran sus palabras y sus gestos, ¿por qué no trata de salvarla ahora,
antes que el retraso y el progreso de su enfermedad hagan impracticable la intervención
médica?
—¡Qué Dios me
ayude! —exclamó la mujer llorando amargamente—. ¡Cómo es posible que los
extraños crean en lo que hasta a mí me parece increíble! Entonces, ¿se niega
usted a verlo, señor?
—No he dicho
tal cosa —replicó el médico—, pero le advierto que si insiste en este inaudito
aplazamiento y la persona muere, una terrible responsabilidad recaerá sobre
usted.
—La
responsabilidad pesará en alguna parte —replicó la extraña mujer, amargamente—.
Cualquier responsabilidad que recaiga sobre mí la sobrellevaré con gusto y
estoy dispuesta a dar cuenta de ella.
—Como no hay
nada contrario a la ley —continuó el médico— en el hecho de acceder a su
petición, puedo decirle que visitaré a la persona enferma mañana siempre que me
dé su dirección. ¿A qué hora desea usted que vaya?
—A las nueve —replicó la visitante.
—Perdone usted
si mi pregunta es indiscreta, pero ¿está a su cargo el paciente?
—No lo está
—fue la respuesta.
—De manera que
si yo le diese instrucciones para su tratamiento durante la noche, ¿usted no
podría asistirlo?
—Yo no podría hacer tal cosa —contestó la mujer llorando
amargamente.
Considerando
que no podía obtener mayor información con prolongar la entrevista, y ansioso
de ahorrar sufrimientos a la mujer, quien, refrenada al principio, gracias a un
violento esfuerzo, estaba a la sazón demudada y temblorosa, el médico reiteró
su promesa de realizar la visita a la hora señalada. Su visitante, después de
haberle dado la dirección de un oscuro lugar de Walworth, abandonó la casa de
la misma manera misteriosa que había entrado.
Fácilmente se
comprenderá que tan extraordinaria visita produjo una gran impresión en el
ánimo del joven médico y que éste reflexionó mucho sobre las posibles
circunstancias del caso. En su trato con la gente había tenido ocasión de
enterarse de hechos singulares en que se había cumplido un anterior
presentimiento de muerte en un día y hora determinados.
Por un
momento, se sintió tentado a creer que tal vez era el caso presente; pero luego
se le ocurrió que todas las historias de esa índole de que había oído hablar
siempre correspondieron a las personas perturbadas por un presagio de su propia
muerte. Esa mujer, en cambio, hablaba de otra persona —un hombre— y era
imposible suponer que una simple quimera o espejismo de la fantasía pudiera
inducirla a hablar de la inminente desaparición de aquél con una certidumbre
tan terrible ¿No sería que el hombre corría el peligro de ser asesinado a la
mañana siguiente, y que la mujer, cómplice al principio y obligada a guardar
secreto bajo juramento, hubiese cedido y, aunque incapaz de evitar la
perpetración de algún ultraje a la víctima, hubiese resuelto evitar su muerte,
si es que ello era posible, mediante la oportuna intervención del auxilio
médico? La idea de que tales cosas sucediesen a menos de dos millas de la
metrópoli se le presentó como descabellada y absurda, y la desechó al instante.
Luego volvió a su primera idea, es decir, que la mente de aquella mujer estaba
desequilibrada, y como éste era el único modo de explicar el caso con cierto
grado de satisfacción, encaminó su ánimo a creer que estaba loca. Ciertas dudas
sobre este punto, sin embargo, acudieron de improviso a su pensamiento, una y
otra vez, en el largo y sombrío curso de una noche de insomnio, durante la
cual, a pesar de todos sus esfuerzos, le fue imposible borrar aquel velo negro
de su agitada imaginación.
Como los
suburbios de Walworth se encuentran bastante alejados de la ciudad, son aún hoy
día un lugar bastante desamparado y miserable. Pero hace treinta y cinco años
eran una especie de muladar habitado por unos cuantos individuos de dudosa
condición, cuya pobreza les impedía vivir en mejor vecindad o cuyas ocupaciones
y modos de vida hacían deseable su aislamiento. Muchas de las casas que han
surgido desde entonces en sus aceras fueron edificadas algunos años después, y
la gran mayoría, aun aquellas que se desparramaron por los alrededores, eran
feas y miserables.
El aspecto del
lugar por el cual caminó aquella mañana no era a propósito para levantar el
espíritu del joven médico o dispersar la ansiedad y angustia que despertó en él
la singular visita que iba a realizar. Apartándose del camino real, su ruta lo
condujo a lo largo de un terreno bajo y pantanoso, por sendas desniveladas, con
alguna casucha ruinosa aquí y allá, que se desmoronaba rápidamente por vetustez
y abandono. Un árbol, achaparrado, un pozo de agua estancada, ligeramente
agitada por la lluvia de la noche anterior, bordeaban ocasionalmente el
sendero; y de vez en cuando un miserable jardín, con unas cuantas tablas viejas
reunidas para formar una glorieta y una vieja barda mal remendada, con estacas
robadas a los cercos vecinos, daban inmediato testimonio de la pobreza de los
habitantes y de los pocos escrúpulos que experimentaban ante la propiedad ajena.
De vez en cuando, una mujer de aspecto miserable hacía su aparición en la
puerta de una casa sucia, para vaciar el contenido de alguna olla en el arroyo
de la acera de enfrente o para increpar a una muchacha calzada con chancletas
que se tambaleaba a unos cuantos metros de la puerta, bajo el peso de un pálido
infante casi tan grande como ella. Pero poca cosa se agitaba en torno, y la
perspectiva, en lo que de ella podía verse débilmente a través de la fría y
húmeda niebla que caía pesadamente sobre el lugar, infundía una impresión de
soledad y lobreguez que armonizaba completamente con los objetos que hemos
descrito.
Después de
haber chapoteado fatigosamente por el agua y el cieno, de haber hecho muchas
preguntas sobre la dirección que le habían dado, después de haber recibido
otras tantas contestaciones contradictorias y poco convincentes, el joven
médico llegó frente a la casa que se le había señalado como meta. Era una
construcción pequeña y baja, de un solo piso, con un exterior aún más desolado
y poco prometedor que los que acababa de dejar atrás. Una vieja cortina
amarilla cubría enteramente la ventana del piso alto y los postigos de la
antesala estaban cerrados, pero sin cerrojo. La casa se hallaba alejada de
todas las demás, y como se alzaba en la esquina de una callejuela, no había
otra vivienda a la vista.
Si decimos que
el médico dudó, que anduvo unos cuantos pasos más allá de la casa antes de
decidirse a levantar el llamador, sabemos que nuestras palabras no harán
aparecer la sonrisa en el rostro de ningún lector, por audaz que éste sea. La
policía de Londres en aquella época era un cuerpo muy diferente del que es
ahora. La situación aislada de los suburbios, cuando la fiebre de la
edificación y el afán de mejoramiento aún no habían empezado a unirlos con el
cuerpo principal de la ciudad y sus alrededores, hacía que muchos de ellos (y
éste en particular) fuesen el refugio de los peores y más perversos sujetos. A
la sazón, hasta las calles más alegres de Londres estaban mal alumbradas, y
lugares como éste quedaban completamente a merced de la luna y de las
estrellas. Las probabilidades de descubrir sujetos peligrosos, o de rastrearlos
hasta sus guaridas, quedaban reducidas, así, a un corto número, y naturalmente
sus atentados aumentaron en audacia a medida que la experiencia diaria
afianzaba en ellos la conciencia de una impunidad relativamente grande. Además,
debe recordarse que el joven había pasado algún tiempo en los hospitales
públicos de la ciudad; y aunque ni Burke ni Bishop habían adquirido todavía su
horrible notoriedad, la propia observación de los hechos les indicó seguramente
con cuánta facilidad pudieron cometerse las atrocidades que, desde entonces,
llevaron el nombre del primero. Fuese por esto o bien por la reflexión, el caso
es que él vaciló. Pero siendo, como era, un hombre
animoso y de gran valor personal, su vacilación sólo duró unos instantes.
Volviendo con rapidez sobre sus pasos, llamó suavemente a la puerta. Oyóse un
bisbiseo apagado, como si alguien, al final del pasillo, estuviese conversando
cautelosamente con otra persona en el rellano de arriba. Acercóse luego el
ruido de un par de pesadas botas sobre el piso, la cadena de la puerta fue
apartada suavemente, abrióse ésta y un hombre alto, de mala catadura, pelo
negro y un rostro, como declaró después el médico, tan pálido y desencajado
como el de cualquiera de los muertos que había visto, apareció en el umbral.
—Entre, señor,
—dijo en voz baja.
El médico
obedeció, y el hombre, después de haber asegura do nuevamente la puerta con la
cadena, le condujo a una pequeña salita de recibo que se hallaba en el extremo
del pasillo.
—¿Llego a tiempo?
—Demasiado
pronto —contestó el hombre.
El médico
volvióse rápidamente, con un gesto de asombro y de alarma que no pudo reprimir.
—Si quiere
usted pasar por aquí, señor… —dijo el hombre, que evidentemente había advertido
el gesto—. Pase por aquí; no tardaré ni cinco minutos, se lo aseguro.
El médico
entró en el cuarto, sin vacilar. El hombre cerró la puerta y lo dejó solo.
Era un pequeño
y frío cuarto que no tenía más muebles que dos sillas de pino y una mesa de la
misma madera. Un poco de fuego ardía en la chimenea del hogar, sin la menor
pantalla de protección; y aunque era poco lo que calentaba, al menos disolvía
la humedad de la estancia, por cuyas paredes se escurría una insalubre
acuosidad, como el rastro de enormes babosas… La ventana, que estaba rota y
emparchada en muchas partes, parecía una pequeña parcela de terreno casi
cubierta enteramente por el agua. En la casa reinaba un completo silencio. El
joven médico se sentó junto a la chimenea, y esperó el resultado de su primera
visita profesional.
Algunos
minutos después, oyó el ruido de un coche que se aproximaba. Se puso en pie; la
puerta de la calle se abrió; oyó una conversación en voz baja y un ruido de
pasos cautelosos en el corredor y en la escalera, como si dos o tres hombres
estuviesen ocupados en llevar algún cuerpo pesado a la habitación del piso
alto. El crujido de los peldaños, pocos segundos después, anunció que los
recién llegados, habiendo terminado la tarea que fuese, salían de la casa. La
puerta volvió a cerrase y reinó de nuevo el más absoluto silencio.
Pasados cinco
minutos, cuando el médico se decidía a explorar la casa en busca de alguien que
pudiese decirle en qué consistía su cometido, abrióse la puerta del cuarto y su
visitante de la noche anterior, vestida exactamente de la misma manera y
cubierto el rostro por el mismo velo, le indicó que pasara adelante. La
singular altura de su cuerpo, añadida a la circunstancia de que no hablaba,
hizo que, por un instante, cruzase por la mente del joven la idea de que bien
podría ser un hombre disfrazado de mujer. Los sollozos histéricos que surgían a
través del velo y la convulsa actitud de pesadumbre de aquella figura, denunciaron
al punto lo absurdo de la suposición. El médico la siguió con presteza.
La mujer le
guió, escaleras arriba, hasta el cuarto de la parte delantera de la casa y se
detuvo en la puerta para dejar que él entrase. El cuarto estaba escasamente
amueblado. Sólo había en él una vieja arca de pino, algunas sillas y un catre
sin colgaduras ni travesaños, cubierto por una manta remendada. La escasa luz,
que penetraba a través de la cortina que él había visto desde la calle, hacía
que fuese más vago el contorno de la habitación y comunicaba a todos ellos tan
informe tonalidad, que el joven no se dio cuenta de la verdadera naturaleza de
lo que tenía ante sus ojos hasta que la mujer, frenéticamente, se le adelantó y
se arrodilló junto al lecho.
Tendida en la
cama, rígida e inmóvil, prietamente envuelta con un lienzo y cubierta con
sábanas, yacía una forma humana. La cabeza y la cara, que eran las de un
hombre, estaban descubiertas, salvo un vendaje que le envolvía la cabeza y el
cuello. El brazo izquierdo se atravesaba pesadamente en la cama y la mujer
sostenía la mano inerte.
Con dulzura,
el médico hizo a un lado a la mujer y tomó aquella mano.
—¡Dios mío!
—exclamó—. ¡Este hombre está muerto!
La mujer se
puso en pie y juntó las manos.
—¡Oh, no diga
eso, señor! —exclamó la mujer en un arranque de pasión que llegaba casi al
frenesí—. ¡Oh, no diga eso! ¡No puedo soportarlo! Hubo hombres que resucitaron
a pesar de que la gente ignorante les dio por muertos, y otros que se hubieran
salvado si se hubiese acudido a tiempo… ¡No le deje tendido aquí, señor, sin
hacer un esfuerzo para salvarlo! Tal vez está muriendo en este instante.
¡Inténtelo, señor! ¡Hágalo por amor de Dios!
Mientras
hablaba, la mujer tocó primero la frente y luego el pecho de la figura inmóvil.
Después golpeó frenéticamente las manos frías, que cuando las soltó, cayeron de
nuevo, mecánica y pesadamente, sobre la manta.
—No hay
remedio, mi buena señora —dijo el médico en tono tranquilo, retirando su mano
del pecho del hombre—. ¡Sosiéguese! Descorra la cortina.
—¿Qué dice
usted? —preguntó la mujer, sorprendida.
—¡Descorra la
cortina! —repitió el médico, sobresaltado.
—Yo obscurecí
el cuarto a propósito —dijo la mujer, interponiéndose, cuando él se levantó
para descorrerla—. ¡Oh, señor, tenga piedad de mí! Si no hay remedio, si él
está verdaderamente muerto, no le exponga a otros ojos que no sean los míos.
—Este hombre
no murió de muerte natural —dijo el médico—, ¡Tengo
que ver el cuerpo!
Tan
rápidamente que la mujer apenas pudo notar que el médico se había deslizado a
su vera, éste descorrió la cortina y volvió junto al lecho.
—Aquí ha
habido violencia —dijo señalando el cuerpo y mirando fijamente a la cara, cuyo
velo había sido levantado por primera vez.
En la
excitación ocurrida un minuto antes, la mujer se había quitado la toca y el
velo y a la sazón hallábase erguida, con los ojos fijos en él. Sus facciones
eran las de una mujer de cincuenta años, que en otros tiempos había sido bella.
El dolor y el llanto habían dejado sus huellas en aquel rostro mortalmente pálido,
pero no lo habían marchitado del todo. Su boca estaba contraída nerviosamente y
el intenso fulgor que brillaba en sus ojos indicaba muy a las claras que sus
fuerzas físicas y mentales estaban casi desmoronándose bajo el peso de los
sufrimientos.
—Ha habido
violencia aquí —dijo el médico, disimulando su mirada escrutadora.
—Sí, tiene
usted razón —replicó la mujer.
—¡Este hombre
ha sido asesinado!
—¡Pongo a Dios
por testigo de que lo ha sido! —dijo la mujer apasionadamente.
—¿Por quién?
—preguntó el médico, tomando a la mujer por el brazo.
—Mire las
señales del asesino, y luego pregúntemelo —contestó.
El médico
volvió el rostro hacia la cama y se inclinó sobre el cuerpo, que ahora yacía
bajo la luz que entraba por la ventana. De pronto, comprendió la verdad.
—Este es uno
de los hombres que han sido ahorcados esta mañana —dijo, apartándose
tembloroso.
—Sí —contestó
la mujer con una mirada fría, sin expresión.
—¿Quién es?
—preguntó él.
—Mi
hijo
—dijo la mujer, y cayó al suelo desvanecida.
Era verdad. Un
compañero suyo, tan culpable como él, había sido puesto en libertad, pero ese
hombre había pagado con la muerte, había sido ejecutado. Contar las
circunstancias del hecho, ahora distante, resultaría innecesario y podría
apenar a personas que todavía viven. La madre era una viuda sin amigos ni
dinero que se había privado de lo más necesario para dárselo a su hijo enfermo.
Y este muchacho, sin tener en cuenta los ruegos maternos e indiferente a los
sufrimientos que ella había soportado por él —incesante ansiedad del espíritu y
voluntaria extenuación del cuerpo—, se había precipitado a una existencia de
disipación y de crimen. Y el resultado había sido éste: su muerte a manos del
verdugo y la vergüenza e incurable locura de su madre.
Durante muchos
años después de este suceso, cuando requerimientos provechosos y complicados
hubieran hecho olvidar en otros hombres a tan desvalido ser, se vio al joven
médico visitar diariamente a la inofensiva loca, cuidarla cariñosamente,
aliviar el rigor de su condición con donaciones de dinero, otorgadas con mano
pródiga, para subvenir a su comodidad y mantenimiento. A la luz del recuerdo y
conciencia que precedió a la muerte de esta criatura, pobre y sin amigos,
surgió de sus labios una oración para el bienestar y protección de su médico,
tan férvida como la que el mejor de los mortales pudiera haber elevado.
La oración
voló al cielo y fue oída. La bendición influyó para que se le reconociese en
una proporción de mil por uno todo lo que había hecho. Pero entre todos los
honores de tango y posición que desde entonces se han acumulado sobre su
persona, y que tan bien se ha ganado, este hombre no guarda en su corazón un
recuerdo más fortalecedor que el que está vinculado al Velo Negro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario