jueves, 23 de agosto de 2018

UMBERTO ECO. CONFESIONES DE UN JOVEN NOVELISTA.


Personajes de ficción como objetos semióticos

Llegado a este punto, aun habiendo dicho que el asunto que me ocupa no es de carácter ontológico, no puedo rehuir una pregunta ontológica fundamental: ¿qué tipo de ente es un personaje de ficción, y de qué manera un personaje —si no existe exactamente— al menos subsiste?
Un personaje de ficción es sin duda un objeto semiótico. Quiero decir con ello un conjunto de propiedades registrado en la enciclopedia de una cultura, transmitido por una expresión determinada (una palabra, una imagen o algún otro mecanismo). Un conjunto de propiedades de esa naturaleza es lo que llamamos el «sentido» o «significado» de la expresión. De esta manera, la palabra «perro» transmite como contenido las propiedades de ser un animal, un mamífero, un can, una criatura ladradora, el mejor amigo del hombre y muchos otros atributos que menciona una buena enciclopedia. Esas propiedades, a su vez, pueden ser interpretadas por otras expresiones; y la serie de esas interpretaciones interrelacionadas constituye el conjunto de todas las nociones relativas al término que una comunidad comparte, y que están colectivamente registradas.
Hay muchos tipos de objetos semióticos, algunos de los cuales representan clases de OFE (por ejemplo, la clase «especies naturales», transmitida por palabras como «caballo»; o la clase «especies artificiales», transmitida por palabras como «mesa»), mientras que otros representan nociones abstractas u objetos ideales (como «libertad» o «raíz cuadrada»), otros que son de la clase etiquetada como «objetos sociales», que incluye a los matrimonios, el dinero, los títulos universitarios y, en general, cualquier ente establecido por acuerdo colectivo o por ley1. Pero hay también objetos semióticos que se refieren a individuos o a constructos, y que vienen denotados por nombres propios como «Boston» o «John Smith». No comparto la teoría de la «designación rígida», según la cual una expresión determinada se refiere necesariamente a la misma cosa en todos los mundos posibles, con independencia de cualquier alteración de las circunstancias. Estoy profundamente convencido de que todo nombre propio es un gancho del que colgamos un conjunto de propiedades, de forma que el nombre «Napoleón» transmite propiedades específicas: un hombre nacido en Ajaccio, que sirvió como general francés, se convirtió en emperador, ganó la batalla de Austerlitz y murió en Santa Elena el 5 de mayo de 1821, etcétera2.
Los objetos semióticos comparten en su mayoría una cualidad importante: tienen un posible referente. En otras palabras, tienen la propiedad de ser existentes (como sucede con la expresión «monte Everest») o de haber existido (como sucede con «Cicerón»), y a menudo el término transmite también instrucciones para identificar al referente. Palabras como «caballo» o «mesa» representan tipos de OFE; los objetos ideales, como «libertad» o «raíz cuadrada», pueden referirse a casos individuales concretos (la Constitución del estado de Vermont, por ejemplo, establece un caso de libertad garantizada a todo ciudadano; 1,7320508075688772 es la raíz cuadrada de 3); y lo mismo puede decirse de los objetos sociales (el acontecimiento X es un caso de matrimonio). Pero hay casos de tipo natural, artificial, abstracto o social que no pueden referirse a ninguna experiencia individual. Así, conocemos el significado (las supuestas propiedades) de «unicornio», «Santo Grial», «la tercera ley de la robótica» definida por Isaac Asimov, «círculo cuadrado» y «Medea», pero somos conscientes de que no podemos aislar ninguna instancia de esos objetos en nuestro mundo físico.
Yo llamaría a esos entes «objetos puramente imaginacionales» si Roman Ingarden no hubiera utilizado la expresión con otros propósitos3. Para Ingarden, los objetos puramente imaginacionales son artefactos como una iglesia o una bandera, siendo la primera algo más que las partes que la componen y la segunda algo más que un pedazo de tela, por estar dotada de un valor simbólico basado en convenciones sociales y culturales. A pesar de esta definición, la palabra «iglesia» transmite también criterios para identificar una iglesia, porque implica los materiales necesarios para construirla y su tamaño medio (una réplica en miniatura de la catedral de Reims hecha de mazapán no es una iglesia), y es posible encontrar OFE que son iglesias (como Notre-Dame de París, San Pedro de Roma o San Basilio en Moscú). Si, en cambio, definimos a los personajes de ficción como objetos puramente imaginacionales, queremos decir conjuntos de propiedades que carecen de equivalente material en el mundo real. La expresión «Ana Karenina» no tiene referente físico alguno, y en este mundo no podemos encontrar nada de lo que pudiéramos decir «esto es Ana Karenina».
Etiquetemos, pues, a los personajes de ficción como «objetos absolutamente imaginacionales».

Carola Barbero ha sugerido que un personaje de ficción es un «objeto de orden elevado», es decir, uno de esos objetos que son algo más que la suma de sus propiedades. Un objeto de orden elevado «se supone que depende genéricamente (y no rígidamente) de sus elementos y relaciones constitutivos, significando «genéricamente» que necesita de algunos elementos formados de una manera específica para ser el objeto que es, pero que no necesita exactamente esos elementos específicos»4. Lo que resulta crucial para el reconocimiento del objeto es que mantiene una Gestalt, una relación constante entre sus elementos, aunque esos elementos ya no sean los mismos. Por ejemplo, «el tren de Nueva York a Boston de las 16.35 horas» es uno de esos objetos, ya que permanece siempre reconocible como el mismo tren aun cuando sus vagones cambian cada día. Y no solo eso: sigue siendo el mismo objeto reconocible incluso cuando se niega su existencia, en el caso de afirmaciones tales como «el tren de Nueva York a Boston de las 16.35 horas ha sido cancelado» y «por motivos técnicos, el tren de Nueva York a Boston de las 16.35 horas partirá a las 17.00 horas». Un ejemplo típico de un objeto de orden elevado es una melodía. La sonata para piano número 2 en si bemol menor de Chopin, opus 35, permanecerá reconocible melódicamente aunque se toque con una mandolina. Admito que, desde un punto de vista estético, el resultado sería desastroso, pero el patrón melódico quedaría preservado. Y la pieza también seguiría siendo reconocible si le quitáramos algunas notas.
Sería interesante determinar qué notas pueden quitarse sin destruir la Gestalt musical y cuáles, por el contrario, son esenciales —o «diagnósticas»— para poder identificar la melodía. Pero esto no es un problema teórico; es más bien una tarea para un crítico de música, y tendrá soluciones diferentes dependiendo del objeto que se analice.
Este punto es importante porque el mismo problema existe cuando, en lugar de una melodía, analizamos un personaje de ficción. ¿Madame Bovary seguiría siendo madame Bovary si no se suicidara? Leyendo la novela de Philippe Doumenc, tenemos sin duda la impresión de que estamos leyendo sobre el mismo personaje que en el libro de Flaubert. Esta ilusión «óptica» se debe al hecho de que Emma Bovary ya aparece muerta al principio de la novela, y es mencionada como la mujer que supuestamente se suicidó. La alternativa propuesta por el autor (que fue asesinada) sigue siendo la opinión personal de algunos de los personajes de la novela de Doumenc, y no altera los principales atributos de Emma.
Barbero cita la historia de Woody Allen titulada «El experimento del profesor Kugelmass», donde madame Bovary llega a la Nueva York de hoy gracias a una especie de máquina del tiempo y vive un romance5. Ella parece una parodia de la Emma Bovary de Flaubert: lleva ropa moderna y compra en Tiffany's. Pero sigue siendo reconocible porque mantiene la mayoría de sus propiedades diagnósticas: forma parte de la pequeña burguesía, está casada con un médico, vive en Yonville, está insatisfecha con su vida de provincias y tiene una inclinación al adulterio. En el relato de Allen, Emma no se suicida, pero —y esto es esencial para la cualidad irónica de la narrativa— es fascinante (y deseable) precisamente porque está a punto de suicidarse. De forma análoga a la ciencia ficción, Kugelmass tiene que entrar en el mundo de Flaubert antes de que Emma tenga su última relación adúltera, de manera que no llegue demasiado tarde.
Podemos ver así que un personaje de ficción sigue siendo el mismo aunque esté en un contexto diferente, con la condición de que mantenga sus propiedades diagnósticas. Hay que definir qué propiedades son diagnósticas en el caso de cada personaje6.
Caperucita Roja es una niña, lleva una caperuza roja y se encuentra con un lobo que más tarde la devora, a ella y a su abuela. Estos son los rasgos diagnósticos, aunque personas diferentes pueden tener diferentes ideas sobre la edad de la niña, el tipo de comida que lleva en su cesta, etcétera. Esta niña fluctúa de dos maneras: vive fuera de su partitura original y es una especie de nebulosa de contornos variables e imprecisos. Pero algunas de sus propiedades diagnósticas permanecen invariables y la hacen reconocible en distintos contextos y situaciones. Podríamos preguntarnos qué le habría pasado a Caperucita Roja si no hubiera encontrado al lobo; pero, en distintas páginas de internet, he hallado múltiples representaciones de una niña con una caperuza roja de edades comprendidas entre los cinco y los doce años, y siempre he reconocido al personaje de la fábula. También había una imagen que mostraba a una rubia sexy de veintidós años con una caperuza roja, y la acepté como Caperucita Roja porque el título de la imagen la identificaba como tal; pero lo consideré un chiste, una parodia, una provocación. Para ser Caperucita Roja, una niña debe poseer al menos dos propiedades diagnósticas: tiene que llevar una caperuza roja y tiene que ser una niña.
La propia existencia de los personajes de ficción obliga a la semiótica a revisar algunos de sus enfoques, que se arriesgan a parecer demasiado simples. El clásico triángulo semántico suele aparecer como se muestra en la figura 1. La inclusión del referente en este triángulo resulta del hecho de que a menudo usamos expresiones verbales para indicar algo físicamente existente en nuestro mundo. Sigo a Peter Strawson en su asunción de que «mencionar» o «referirse a» no es algo que una expresión haga, sino más bien algo que una persona usa para que una expresión haga7.
Resulta dudoso que estemos ejecutando un acto de referencia cuando decimos que los perros son animales o que todos los gatos son bonitos. Parece que, en este caso, seguimos emitiendo juicios sobre un objeto semiótico determinado (o sobre una clase de objeto), atribuyéndole propiedades específicas.
Sentido o significado o contenido, como conjunto de propiedades
Expresión o
significante Referente
Figura 1

Un científico podría decir que ha descubierto una nueva propiedad de las manzanas, y ejecutaría un acto de referencia si dijera en sus protocolos que ha comprobado esas propiedades de las manzanas en las manzanas reales A, B y C (indicando la serie de objetos reales que usó para hacer los experimentos que legitiman su inducción), Pero en cuanto la comunidad científica aceptara su descubrimiento, esa nueva propiedad se atribuiría a las manzanas en general y se convertiría en una parte permanente del contenido de la palabra «manzana».
Ejecutamos actos de referencia cuando hablamos de individuos, pero hay una diferencia entre referirse a individuos existentes y mencionar a individuos que existieron en el pasado. El contenido del término «Napoleón» debería incluir entre las propiedades de Napoleón el rasgo de que murió el 5 de mayo de 1821. En contraste con ello, las propiedades del contenido del término «Obama», si se usa en el año 2010, tienen que incluir el rasgo de estar vivo y ser presidente de Estados Unidos8.
La diferencia entre referirse a individuos vivos y mencionar a individuos que vivieron en el pasado puede representarse a través de dos diferentes triángulos semióticos, como se muestra en las figuras 2 y 3. En este caso, los hablantes que dicen p cuando se refieren a Obama invitan a sus oyentes a verificar p (si lo desean) en una localización espaciotemporal concreta del mundo físicamente existente9. En cambio, quienquiera que dijera p de Napoleón, no estaría invitando a la gente a verificar p en un mundo pasado. A menos que se disponga de una máquina del tiempo, no se puede retroceder al pasado para comprobar y ver si Napoleón ganó realmente la batalla de Austerlitz. Cualquier cosa que se diga sobre Napoleón afirma las propiedades transmitidas por la palabra «Napoleón», o alude a un documento de descubrimiento reciente que altera lo que creíamos de él hasta ahora, por ejemplo, que no murió el 5 de mayo sino el 6 de mayo. Solo cuando la comunidad científica ha verificado que el documento es un OFE podemos pasar a corregir la enciclopedia pública, es decir, a transmitir las propiedades correctas atribuidas a Napoleón como objeto semiótico.

Propiedades de Obama
Obama Mundo real
FIGURA 2


Propiedades de Napoleón


Napoleón Mundo pasado, tal y como lo
registra la enciclopedia
FIGURA 3
Posiblemente, Napoleón podría convertirse en el personaje principal de una reconstrucción biográfica (o de una novela histórica) que intentara hacerle vivir otra vez en su tiempo, reconstruyendo sus acciones e incluso sus sentimientos. En ese caso, Napoleón sería muy similar a un personaje de ficción. Sabemos que existió realmente, pero para observar su vida e incluso participar en ella, tratamos de imaginar su mundo pasado como si fuera el mundo posible de una novela.
¿Qué sucede entonces en el caso de los personajes de ficción? Es cierto que algunos de ellos son presentados como personas que vivieron «érase una vez» (como Caperucita Roja y Ana Karenina); pero hemos comprobado que, en virtud de un acuerdo narrativo, el lector se ve forzado a dar por cierto lo que se narra y a fingir que vive en el mundo posible de la narrativa como si fuera su mundo real. Es irrelevante si la historia habla de una persona supuestamente viva (como un detective específico que trabaja actualmente en Los Ángeles) o sobre una persona supuestamente muerta. Es como si alguien nos dijera que en este mundo, un pariente nuestro acaba de morir: nos sentiríamos emocionalmente ligados a una persona que sigue presente en el mundo de nuestra experiencia.
Propiedades de Ana
Ana Karenina El mundo de Tolstói, donde fingimos que los individuos y los acontecimientos existen y tienen lugar en un espacio y un tiempo determinados

FIGURA 4

El triángulo semántico podría adoptar la forma que se muestra en la figura 4. Ahora podemos entender mejor cómo puede uno implicarse emocionalmente con los habitantes de un mundo posible de ficción como si fueran personas de verdad. Solo en parte sucede esto por la misma razón por la que podemos conmovernos por una ensoñación en la que una persona querida muere. En este último caso, al final de nuestra ensoñación volvemos a nuestro mundo cotidiano y nos damos cuenta de que no teníamos motivo para preocuparnos. Pero ¿qué pasaría si viviéramos en un ensueño ininterrumpido?
Para estar emocionalmente implicados de forma permanente con los habitantes de un mundo posible de ficción, tenemos que satisfacer dos requisitos, a saber: 1) debemos vivir en el mundo posible de ficción como en un ensueño permanente, y 2) tenemos que comportarnos como si fuéramos uno de los personajes.
Hemos planteado que los personajes de ficción nacen dentro del mundo posible de la narrativa, y que cuando se convierten en entes fluctuantes, si lo hacen, aparecen en otras narrativas o pertenecen a una partitura fluctuante. Hemos planteado que, según un acuerdo tácito reiterado por los lectores de novelas, fingimos tomarnos en serio el mundo posible de la ficción. Así que puede suceder que, cuando entramos en un mundo narrativo muy absorbente y cautivador, una estrategia textual pueda provocarnos algo similar a un raptus místico o alucinación, y que olvidemos que hemos entrado en un mundo que es simplemente posible.
Esto sucede sobre todo cuando encontramos a un personaje en su partitura original, o en un contexto nuevo y tentador; pero como estos personajes son fluctuantes y, por decirlo así, van y vienen en nuestra mente (como las mujeres en el mundo de J. Alfred Prufrock, hablando de Miguel Ángel), están siempre dispuestos a hipnotizarnos y a hacernos creer que están entre nosotros.
Por lo que se refiere al segundo requisito, una vez que empezamos a vivir en un mundo posible como si fuera nuestro mundo real, puede desconcertarnos el hecho de que en el mundo posible no estamos, por así decirlo, formalmente registrados. El mundo posible no tiene nada que ver con nosotros; nos movemos dentro de él como si fuéramos la bala perdida de Julien Sorel, pero nuestra implicación emocional nos lleva a asumir la personalidad de alguien difereme, de alguien que tiene derecho a vivir allí. Así, nos identificamos como uno de los personajes de ficción.
Cuando despertamos de una ensoñación en la que muere un ser querido, nos damos cuenta de que lo que hemos imaginado es falso, y damos por cierta la afirmación de que «mi ser querido está vivo y bien». Por el contrario, cuando la alucinación ficticia termina —cuando dejamos de fingir que somos el personaje ficticio, porque, como escribiera Paul Valéry, «le vent se leve, il faut tenter de vivre» («el viento se levanta, hay que intentar vivir»)—, continuamos dando por cierto que Ana Karenina se suicidó, que Edipo mató a su padre y que Sherlock Holmes vive en Baker Street.
Admito que este es un comportamiento muy peculiar, pero sucede con frecuencia. Tras derramar nuestras lágrimas, cerramos el libro de Tolstói y volvemos al aquí y ahora. Pero seguimos dando por sentado que Ana Karenina se suicidó, y pensamos que quienquiera que dijera que se casó con Heathcliff está loco.
Al ser entes fluctuantes, estos fieles compañeros vitales (a diferencia de otros objetos semióticos, que están culturalmente sujetos a revisión)10 no cambiarán nunca y serán para siempre los agentes de sus acciones. Y a raíz de la inalterabilidad de sus hazañas, siempre podemos reclamar que es cierto que poseían determinadas cualidades y que se comportaban de una forma determinada. Clark Kent es Supermán, ahora y hasta el fin de los tiempos.
1 Sobre la historia de la idea de los objetos sociales, desde Giambattista Vico y Thomas Reid a John Searle, véase Maurizio Ferraris, «Szienze sociali», en Maurizio Ferraris, ed., Storia dell'ontologia, Milán, Bompiani, 2008, pp. 475-490.
2 Véanse, por ejemplo, John Searle, «Proper Names», Mind, 67 (1958), p. 172.
3 Véanse Roman Ingarden, Time and Modes of Being, Springfield (Illinois), Charles C. Thomas, 1964; e idem, The Literary Work of Art. Para una crítica de la posición de Ingarden, véase Amie L. Thomasson, «Ingarden and the Ontology of Cultural Objects», en Arkadiusz Chrudzimski, ed., Existence, Culture, and Persons: The Ontology of Roman Ingarden, Frankfurt, Ontos Verlag, 2005.
4 Barbero, Madame Bovary, pp. 45-61.
5 Woody Allen, «El experimento del profesor Kugelmass», en Allen, Side Effects, Nueva York, Randon House, 1980 (hay trad. cast.: Perfiles, Barcelona, Círculo de Lectores, 2002).
6 Sobre estos problemas, véase Patrizia Violi, Meaning and Experience, Bloomington, Indiana University Press, 2001, IIB y III. Véase también Eco, Kant y el ornitorrinco.
7 Peter Strawson, «On Referring», Mind, 59 (1950).
8 Obviamente, las enciclopedias tienen que actualizarse. El 4 de mayo de 1821, la enciclopedia pública debía registrar a Napoleón como un ex emperador que vivía exiliado en la isla de Santa Elena.
9 En casos difíciles de comprobar de visu (por ejemplo, si p afirma que Obama visitó ayer Bagdad), nos basamos en «prótesis» (como diarios o programas de televisión) que supuestamente nos permiten comprobar qué sucedió en realidad en este mundo, aunque el acontecimiento no estuviera al alcance de nuestra percepción.

10 Uno podría verse tentado a reclamar que los entes matemáticos también son inmunes a la revisión. Pero incluso el concepto de las líneas paralelas cambió tras el advenimiento de las geometrías no euclidianas, y nuestras ideas sobre el teorema de Fermat cambiaron a partir de 1994 gracias al trabajo del matemático británico Andrew Wiles.

Título original: Confessions of a Young Novelist
Primera edición: septiembre de 2011
© 2011, The President and Fellows of Harvard College
© 2011, de la presente edición en castellano para todo el mundo:
Random House Mondadori, S.A.
Travessera de Gracia, 47-49. 08021 Barcelona
© 2011, Guillera Sans Mora, por la traducción

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