Afirmaciones de ficción
versus afirmaciones históricas
¿Es una afirmación ficticia
como «Ana Karenina se suicida lanzándose a las vías del tren» tan
cierta como la afirmación histórica «Adolf Hitler se suicidó y su
cadáver fue incinerado en un bunker de Berlín»? Instintivamente,
nuestra respuesta sería que la afirmación acerca de Ana se refiere
a una invención, mientras que la de Hitler se refiere a algo que
sucedió en realidad.
Así que, para ser correctos
en términos de semántica condicionada por la verdad, deberíamos
decir: «Es cierto que "Ana Karenina se suicida lanzándose a
las vías del tren" es una manera de decir "es cierto en
este mundo que el texto de una novela de Tolstói afirma que Ana
Karenina se suicida lanzándose a las vías del tren"».
Si
esto es así, en términos de lógica, la afirmación acerca de Ana
sería cierta de
dicto, y no
de
re,
y
desde
un punto de vista semiótico, se referiría al plano de la expresión
y no al plano del contenido, o, en términos de Ferdinand de
Saussure, al nivel del significante, y no del significado.
Podemos
hacer afirmaciones ciertas sobre personajes de ficción porque lo que
les ocurre está registrado en un texto, y un texto es como una
partitura. «Ana Karenina se suicida lanzándose a las vías del
tren» es cierto de la misma manera que la Quinta Sinfonía de
Beethoven está compuesta en do menor (y no en fa mayor, como la
Sexta) y empieza con la frase «fa, fa, fa, mi bemol».
Permítaseme llamar esta
manera de considerar las afirmaciones de ficción «enfoque orientado
por una partitura». Pero esa posición no es completamente
satisfactoria desde el punto de vista de la experiencia del lector.
Dejando aparte muchos problemas derivados del hecho de que leer una
partitura es un proceso de interpretación complejo, podemos decir
que una partitura es un mecanismo semiótico que dice cómo producir
una determinada secuencia de sonidos. Solo después de transformar
una serie de símbolos escritos en sonidos, los oyentes pueden decir
que están disfrutando la Quinta Sinfonía de Beethoven. (Esto le
sucede incluso a un músico de talento capaz de leer la partitura en
silencio: de hecho, está reproduciendo los sonidos en su mente.)
Cuando decimos «es cierto, en este mundo, que el texto de una novela
de Tolstói afirma que Ana Karenina se suicida lanzándose a las vías
del tren», estamos diciendo simplemente que es cierto, en este
mundo, que en cierta página impresa hay una secuencia de palabras
escritas que, al ser pronunciadas por el lector (aunque solo sea
mentalmente), le capacitan para darse cuenta de que hay un mundo
narrativo en el que existen personas como Ana y Vronski.
Pero cuando hablamos de Ana y
Vronski, solemos dejar de pensar en el texto en el que hemos leído
sus vicisitudes. Hablamos de ellos como si fueran personas reales.
Es cierto (en este mundo) que
la Biblia se abre con «Bereishit...», título hebreo del Génesis.
«Al principio...» Pero cuando decimos que Caín mató a su hermano
o que Abraham estuvo a punto de sacrificar a su hijo —y a menudo,
cuando tratamos de interpretar esos acontecimientos moral o
místicamente— no nos referimos al original hebreo (que el noventa
por ciento de los lectores de la Biblia desconoce); hablamos del
contenido, no de la expresión del texto bíblico. Es cierto que
sabemos que Caín mató a Abel por la Biblia escrita, y se ha
sugerido que la existencia de muchos objetos no físicos, llamados
«objetos sociales», deberían o podrían ser demostrados por un
documento. Pero más adelante veremos que 1) a veces, los personajes
de ficción ya existían antes de ser registrados en un documento
escrito (como es el caso de las figuras míticas y legendarias), y
que 2) muchos personajes de ficción consiguen sobrevivir a los
documentos que registraron su existencia.
Ciertamente,
nadie (creo) puede negar razonablemente que Adolf Hitler y Ana
Karenina representan dos tipos de entes distintos, y que cada uno
tiene un estatus ontológico distinto. No soy lo que en ciertos
departamentos académicos de
Estados Unidos se llama despectivamente un «textualista», alguien
que cree (como creen algunos deconstruccionistas) que no hay hechos
sino solo interpretaciones, es decir, textos. Tras desarrollar una
teoría de la interpretación basada en la semiótica de C. S.
Peirce, supongo que para llevar a cabo cualquier interpretación
tiene que haber algún hecho que se tenga que interpretar1.
Aceptando, como acepto, que hay una diferencia entre los hechos que
son ciertamente textos (como la copia física de un libro que estoy a
punto de leer) y los hechos que no son simplemente textos (como el
hecho de que usted está leyendo este libro), estoy profundamente
convencido de que Hitler fue un ser humano real (al menos, lo creeré
hasta que historiadores fiables produzcan pruebas de lo contrario,
demostrando que fue un robot construido por Wernher von Braun),
mientras que Ana fue simplemente imaginada por una mente humana y es,
como dirían algunos, un «artefacto»2.
De
cualquier modo, podría decirse que no solo las afirmaciones de
ficción son de
dicto, sino
también las históricas: los estudiantes que escriben que Hitler
murió en un bunker están diciendo simplemente que eso es cierto de
acuerdo con sus libros de texto de historia. En otras palabras,
excepto en el caso de juicios que dependen de mi experiencia directa
(como «está lloviendo»), todos los juicios que puedo hacer sobre
la base de mi experiencia cultural (es decir, todos los que se
refieren a información registrada en una enciclopedia: que los
dinosaurios vivieron en el período Jurásico, que Nerón estaba
mentalmente trastornado, que la fórmula del ácido sulfúrico es
H2SO4,
etcétera) están basados en información textual. Y aunque parecen
expresar verdades de
facto, son simplemente
de
dicto.
Así
pues,
permítanme usar el término «verdades enciclopédicas» para todos
los elementos de conocimiento común que salen en una enciclopedia
(como la distancia entre la Tierra y el Sol, o el hecho de que Hitler
murió en un bunker). Doy por ciertas esas informaciones porque me
fío de la comunidad científica, y acepto una especie de «división
del trabajo cultural» por la que delego en personas especializadas
la labor de demostrarlas. Pero las afirmaciones enciclopédicas
también tienen límites. Están sujetas a revisión, ya que por
definición, la ciencia está siempre dispuesta a reconsiderar sus
propios descubrimientos. Si mantenemos la mente abierta, tenemos que
estar dispuestos a revisar nuestras opiniones sobre la muerte de
Hitler en cuanto se descubran nuevos documentos, y a ajustar lo que
creemos sobre la distancia entre la Tierra y el Sol a nuevas
mediciones astronómicas. De hecho, la circunstancia de que Hitler
muriera en un bunker ya ha sido puesta en tela de juicio por algunos
historiadores. Es concebible que Hitler sobreviviera a la caída de
Berlín en manos de los Aliados y escapara a Argentina, que ningún
cadáver fuera quemado en el bunker o que el cuerpo incinerado fuera
el de otro, que el suicidio de Hitler fuera
inventado por motivos de propaganda por los rusos que llegaron al
bunker o que el bunker no hubiera existido jamás en absoluto, ya que
su localización exacta sigue siendo asunto de debate, etcétera.
Por
el contrario, la afirmación «Ana Karenina se suicidó lanzándose a
las vías
del
tren» no puede ser puesta en duda.
Toda afirmación relativa a
verdades enciclopédicas puede, y a menudo debe, ser comprobada en
términos de legitimidad empírica externa (de acuerdo con ello,
diríamos «facilíteme pruebas de que Hitler realmente murió en el
bunker»), mientras que las afirmaciones sobre el suicidio de Ana se
refieren a casos de legitimidad textual interna (es decir, que uno no
necesita salir del texto para probarlas). Sobre la base de esa
legitimidad interna, consideraríamos loco o desinformado a
cualquiera que dijera que Ana Karenina se casó con Pierre Besujov,
mientras que seríamos menos desdeñosos con una persona que
manifestara dudas sobre la muerte de Hitler.
En
base a la misma legitimidad interna, la identidad de los personajes
de ficción es inconfundible. En la vida real, no estamos seguros de
la identidad del Hombre de la Máscara de Hierro; no sabemos quién
fue realmente Kaspar Hauser; no sabemos si Anastasia Nikoláevna
Romanova fue asesinada con el resto de la familia real rusa en
Yekaterinburg o si sobrevivió para reaparecer como la encantadora
mujer empeñada en reclamar su origen que interpretara Ingrid Bergman
en la pantalla. En cambio, leemos las historias de Arthur Conan Doyle
estando seguros de que, cuando Sherlock Holmes se refiere a Watson,
designa siempre a la misma persona, y que en la ciudad de Londres no
hay dos personas con el mismo nombre y la misma profesión; de otro
modo, el texto como mínimo sugeriría que tal era el caso. He
polemizado en otra parte contra la teoría de la designación rígida
de Saul Kripke3,
pero admito de buena gana que esa noción es válida en mundos
posibles de ficción. Podemos definir de muchas maneras al doctor
Watson, pero está claro que se trata de la persona que, en Estudio
en escarlata, es
llamado Watson por primera vez, y quien lo hace es un personaje
llamado Stamford, y que, de ahí en adelante, tanto Sherlock Holmes
como los lectores de Arthur Conan Doyle, al usar el nombre de
«Watson», se refieren a ese bautismo original. Es posible que, en
una novela aún inédita, Conan Doyle diga que Watson mentía al
asegurar que resultó herido en la batalla de Maiwand, o que estudió
medicina. Pero incluso en ese caso, el doctor Watson, desenmascarado
como fraude, seguirá siendo la persona que, en Estudio
en escarlata, se
encontró por primera vez con Sherlock Holmes.
El
problema de la fuerte identidad de los personajes de ficción es muy
importante. Philippe Doumenc, en su libro Contre-enquéte
sur la mort d'Emma Bovary4,
cuenta
la historia de una investigación policial que demuestra que madame
Bovary no se envenenó, sino que fue asesinada. Ahora, esta novela
tiene cierto sabor solo porque los lectores dan por sentado que «en
realidad» Emma Bovary se envenenó ella misma. La novela de Doumenc
puede disfrutarse de la misma manera en que los lectores disfrutan de
las así llamadas historias «ucrónicas», un equivalente temporal a
las utopías, una suerte de HF («historia ficción», o ciencia
ficción sobre el pasado) en que un autor imagina, por ejemplo, lo
que hubiera pasado en Europa si Napoleón hubiese ganado en Waterloo.
Una novela ucrónica solo puede disfrutarse si el lector sabe que
Napoleón fue derrotado en Waterloo. De forma similar, para disfrutar
la novela de Doumenc, el lector tiene que dar por sentado que madame
Bovary realmente se suicidó. De otro modo, ¿para qué escribir —o
leer— semejante contrahistoria?
La función epistemológica
de las afirmaciones ficticias
No se ha podido averiguar aún
qué tipo de entes son los personajes de ficción fuera del marco de
un enfoque orientado a las partituras. Pero sí podemos decir que las
afirmaciones de la ficción, por la manera en que las usamos y las
pensamos, son esenciales para clarificar nuestra noción corriente de
la verdad.
Supongamos
que alguien pregunta qué supone para una afirmación el ser cierta,
y supongamos que respondemos con la famosa definición que formulara
Alfred Tarski, según la cual «la nieve es blanca» es cierto si la
nieve es blanca, y
solamente
si lo es. Estaríamos diciendo algo bastante interesante para
estimular el debate intelectual, pero que de poco serviría a la
gente corriente (por ejemplo, no sabríamos qué tipo de prueba
física es suficiente para permitir a alguien afirmar que la nieve es
blanca). Más bien deberíamos decir que una afirmación es
incuestionablemente cierta cuando es tan irrefutable como la
afirmación de que «Supermán es Clark Kent».
En
general, los lectores aceptan como irrefutable la idea de que Ana
Karenina se suicidó. Pero aunque quisiéramos buscar pruebas
empíricas externas, para aceptar el enfoque orientado a las
partituras (según el cual es cierto queTolstói, en un libro que
podemos consultar, escribió esto y
aquello),
es suficiente con tener datos de sentido que confirmen la afirmación,
mientras que en el caso de Hitler cualquier prueba puede seguir
discutiéndose.
Para decidir si «Hitler murió
en el bunker de Berlín» es incuestionablemente cierto, debemos
determinar si consideramos la afirmación tan incuestionablemente
cierta como «Supermán es Clark Kent» o «Ana Karenina se suicidó
lanzándose a las vías del tren». Solamente después de haber hecho
ese tipo de prueba podemos decir que «Hitler murió en el bunker de
Berlín» solo es probablemente cierto, quizá muy probablemente
cierto, pero no cierto más allá de cualquier sombra de duda
(mientras que «Supermán es Clark Kent» no acepta desafío). El
Papa y el Dalai Lama pueden pasarse años discutiendo si es cierto
que Jesucristo es el hijo de Dios, pero (si están bien informados
sobre literatura y cómics) ambos tienen que admitir que Clark Kent
es Supermán, y viceversa. Así que esta es la función
epistemológica de las afirmaciones en la ficción: pueden usarse
como prueba de fuego de la irrefutabilidad de las verdades.
Individuos-fluctuantes en
partituras fluctúantes
El haber sugerido una función
alética de las verdades de la ficción no explica por qué lloramos
ante los apuros de los personajes de ficción. Nadie se supone que
deba emocionarse porque Tolstói escribiera que Ana Karenina murió.
A lo sumo, uno se emociona porque Ana Karenina murió, incluso sin
saber que Tolstói fue el primero en escribir sobre ello.
Nótese
que lo que acabo de decir vale para Ana Karenina, Clark Kent, Hamlet
y muchas otras figuras, pero no para todo personaje de ficción.
Nadie (excepto especialistas en las trivialidades de Nero Wolfe) sabe
a bote pronto quién es Dana Hammond y lo que hizo. A lo sumo, uno
puede decir que en la novela titulada En
las mejores familias (publicada
por Rex Stout en 1950), el texto dice que cierto banquero llamado
Dana Hammond hizo esto y aquello. Dana Hammond sigue siendo, por
decirlo así, un prisionero de su propia partitura original. En
cambio, si quisiéramos nombrar a un banquero famoso e infame,
podríamos mencionar al barón Nucingen, quien adquirió de algún
modo la habilidad de vivir fuera de los libros de Balzac, donde
nació. Nucingen se convirtió en lo que ciertas teorías estéticas
llaman un «personaje universal». Pero Dana Hammond, ay Dios, no.
Mala suerte.
En
este sentido, debemos asumir que ciertos personajes de ficción
adquieren una especie de existencia independiente de sus partituras
originales. ¿Cuánta gente que conoce el destino de Ana Karenina ha
leído el libro de Tolstói? ¿Y cuántos de ellos han oído en
cambio hablar de ella a través de películas (principalmente, dos
con Greta Garbo) y series de televisión? Desconozco la respuesta
exacta, pero sin duda puedo decir que muchos personajes de ficción
«viven» fuera de la partitura a la que deben su existencia, y que
se mueven en una zona del universo que nos resulta muy difícil de
delimitar. Algunos de ellos emigran incluso de texto
a
texto, porque en el transcurso de los siglos, el imaginario colectivo
ha invertido emocionalmente en ellos, transformándolos en individuos
«fluctuantes». La mayoría procede de grandes obras de arte o de
mitos, pero ciertamente no todos. Así, nuestra comunidad de entes
fluctuantes incluye a Hamlet y Robin Hood, a Heathcliff y a Milady, a
Leopold Bloom y a Supermán.
Como los personajes
fluctuantes me han fascinado siempre, una vez me inventé el
siguiente pastiche literario (pido disculpas por esta muestra de
autoplagio):
Viena,
1950. Han pasado veinte años, pero Sam Spade no ha abandonado su
búsqueda del halcón maltes. Su contacto es ahora Harry Lime, y
están hablando clandestinamente en lo alto de la noria del Prater.
Bajan y andan hasta
el café Mozart, donde Sam toca «As Time Goes By» con
su lira. En una mesa de atrás, con un cigarrillo colgándole
de la comisura de la boca y una expresión amarga en
su cara, está sentado Rick. Ha encontrado una clave en los
papeles que le enseñó Ugarte, y ahora muestra a Sam Spade
una fotografía de Ugarte: «¡El Cairo!», murmura el detective.
Rick sigue contando: cuando entró triunfante en París con el
capitán Renault en las filas del ejército de liberación de De
Gaulle, oyó hablar de una tal Dragón Lady (supuestamente la asesina
de Robert Jordan en la guerra
civil española), a quien los servicios secretos habían puesto sobre
la pista del halcón. Llegaría en cualquier momento.
La puerta se abre y aparece una mujer. «¡Ilsa!», grita
Rick. «¡Brigid!»,
grita Sam Spade. «¡Anna
Schmidt!», grita
Lime. «¡Señorita Scarlett! —grita Sam—, has
vuelto!
No hagas sufrir más a mi
jefe.»
De
la oscuridad del bar surge un hombre con una sonrisa
sarcástica. Es Philip Marlowe. «Vamos, señorita Marple
—le dice a la mujer—. El padre Brown nos espera en Baker
Street.»5
No
es necesario haber leído la partitura original para estar
familiarizado con los personajes fluctuantes. Mucha gente conoce a
Ulises sin haber leído la Odisea,
y millones
de niños que hablan de Caperucita Roja no han leído nunca las dos
fuentes principales de su historia: la partitura de Charles Perrault
y
la
de los hermanos Grimm.
Convertirse
en un ente fluctuante no depende de las cualidades estéticas de la
partitura original. ¿Por qué tanta gente se apena por el suicidio
de Ana Karenina, pero solo unos pocos adictos a Víctor Hugo lloran
por el suicidio de Cimourdain en Noventa
y tres? Personalmente,
me conmueve mucho más el destino de Cimourdain (un héroe
monumental) que el destino de la pobre señora. Mala suerte: tengo a
la mayoría en contra. ¿Quién, excepto los admiradores de la
literatura francesa, se acuerda de Augustin Meaulnes? Pues era, y
sigue siendo, el protagonista de una gran novela de Alain Fournier,
El
gran Meaulnes. Ciertos
lectores sensibles pueden engancharse de una manera tan profunda y
apasionada a estas novelas que acaban dando la bienvenida a su club a
Augustin Meaulnes y a Cimourdain. Pero la mayoría de los lectores
contemporáneos no espera encontrarse a estos personajes a la vuelta
de la esquina, mientras que leí hace poco que, según una encuesta,
una quinta parte de los adolescentes británicos cree que Winston
Churchill, Gandhi y Dickens eran personajes de ficción, en tanto que
Sherlock Holmes y Eleanor Rigby eran reales6.
Así que, por lo visto, Winston Churchill puede adquirir el
privilegiado estatus de un ente de ficción fluctuante, y Augustin
Meaulnes no.
Ciertos personajes son más
conocidos por sus avatares extratextuales que en el papel que
desempeñaron en una partitura determinada. Tomemos el caso de
Caperucita Roja. En el texto de Perrault, el lobo se come a la niña
y la historia termina ahí, inspirando serias reflexiones sobre los
riesgos de la imprudencia. En el texto de los Grimm, el cazador
llega, mata al lobo y devuelve a la vida a la niña y a su abuela.
Hoy en día, la Caperucita Roja que conocen todas las madres y niños
no es ni la de Perrault ni la de los Grimm. Es cierto que el final
feliz viene de la versión de los Grimm, pero muchos otros detalles
resultan de una especie de fusión de las dos versiones. La
Caperucita Roja que conocemos viene de una partitura fluctuante, más
o menos la que comparten todos los niños y madres cuentacuentos.
Muchos
personajes míticos pertenecían a ese reino compartido antes de
entrar en un texto específico. Edipo era una figura, de muchas
leyendas orales antes de convertirse en sujeto de las obras de
Sófocles. Después de tantas traducciones cinematográficas, los
tres mosqueteros han dejado de ser los de
Dumas. Todos los lectores de los relatos de Nero Wolfe saben que él
vivió en Manhattan, en un edificio de ladrillo rojizo situado en
algún punto de la calle Treinta y cinco Oeste, pero las novelas de
Rex Stout mencionan al menos diez números diferentes del edificio.
En un momento determinado, una suerte de acuerdo tácito convenció a
los admiradores de Wolfe de que el número correcto era el 454; y el
22 de junio de 1996, la ciudad de Nueva York y un club llamado Wolfe
Pack honraron a Rex Stout y a Nero Wolfe con una placa de bronce en
el número 454 de la calle Treinta y cinco Oeste, certificando así
que en ese lugar estaba localizado el edificio de ladrillo rojo de la
ficción.
De la misma manera, Dido,
Medea, don Quijote, madame Bovary, Holden Caulfield, Jay Gatsby,
Philip Marlowe, el inspector Maigret y Hercule Poirot vinieron a
vivir fuera de sus partituras originales, e incluso personas que
nunca han leído a Virgilio, Eurípides, Cervantes, Flaubert,
Salinger, Fitzgerald, Chandler, Simenon o Christie pueden reclamar la
capacidad de hacer afirmaciones ciertas sobre estos personajes. Al
ser independientes del texto y del mundo posible en el que nacieron,
esas figuras (por decirlo así) circulan entre nosotros, y tenemos
dificultades a la hora de pensar en ellos como algo distinto de las
personas reales. De modo que no solo los tomamos por modelos de
nuestras propias vidas, sino también para las vidas de los demás.
Podríamos decir que alguien a quien conocemos tiene un complejo de
Edipo, un apetito de Gargantúa, que es celoso como Otelo, duda como
Hamlet o es un Scrooge.
2
Pero, si Ana es un artefacto, su
naturaleza es diferente de la de otros artefactos como las sillas y
los barcos. Véase Amie L. Thornasson,
«Fictional Characters and Literary Practices», British
Journal of Aesthetics, 43,
n.° 2 (abril de 2002), pp. 138-157. Los
artefactos ficticios no son entes físicos y carecen de localización
espacio-temporal.
3
Véanse, por ejemplo, Umberto
Eco, Semiótica y filosofía
del lenguaje, Barcelona,
Lumen 2000; e idem. Los
límites de la interpretación.
6
Véase, por ejemplo, Aislinn Simpson,
«Winston Churchill didn't really exist», Telegraph,
4 de febrero de 2008.
No hay comentarios:
Publicar un comentario