martes, 21 de agosto de 2018

CONFESIONES DE UN JOVEN NOVELISTA. UMBERTO ECO.


Afirmaciones de ficción versus afirmaciones históricas

¿Es una afirmación ficticia como «Ana Karenina se suicida lanzándose a las vías del tren» tan cierta como la afirmación histórica «Adolf Hitler se suicidó y su cadáver fue incinerado en un bunker de Berlín»? Instintivamente, nuestra respuesta sería que la afirmación acerca de Ana se refiere a una invención, mientras que la de Hitler se refiere a algo que sucedió en realidad.
Así que, para ser correctos en términos de semántica condicionada por la verdad, deberíamos decir: «Es cierto que "Ana Karenina se suicida lanzándose a las vías del tren" es una manera de decir "es cierto en este mundo que el texto de una novela de Tolstói afirma que Ana Karenina se suicida lanzándose a las vías del tren"».
Si esto es así, en términos de lógica, la afirmación acerca de Ana sería cierta de dicto, y no de re, y desde un punto de vista semiótico, se referiría al plano de la expresión y no al plano del contenido, o, en términos de Ferdinand de Saussure, al nivel del significante, y no del significado. Podemos hacer afirmaciones ciertas sobre personajes de ficción porque lo que les ocurre está registrado en un texto, y un texto es como una partitura. «Ana Karenina se suicida lanzándose a las vías del tren» es cierto de la misma manera que la Quinta Sinfonía de Beethoven está compuesta en do menor (y no en fa mayor, como la Sexta) y empieza con la frase «fa, fa, fa, mi bemol».
Permítaseme llamar esta manera de considerar las afirmaciones de ficción «enfoque orientado por una partitura». Pero esa posición no es completamente satisfactoria desde el punto de vista de la experiencia del lector. Dejando aparte muchos problemas derivados del hecho de que leer una partitura es un proceso de interpretación complejo, podemos decir que una partitura es un mecanismo semiótico que dice cómo producir una determinada secuencia de sonidos. Solo después de transformar una serie de símbolos escritos en sonidos, los oyentes pueden decir que están disfrutando la Quinta Sinfonía de Beethoven. (Esto le sucede incluso a un músico de talento capaz de leer la partitura en silencio: de hecho, está reproduciendo los sonidos en su mente.) Cuando decimos «es cierto, en este mundo, que el texto de una novela de Tolstói afirma que Ana Karenina se suicida lanzándose a las vías del tren», estamos diciendo simplemente que es cierto, en este mundo, que en cierta página impresa hay una secuencia de palabras escritas que, al ser pronunciadas por el lector (aunque solo sea mentalmente), le capacitan para darse cuenta de que hay un mundo narrativo en el que existen personas como Ana y Vronski.
Pero cuando hablamos de Ana y Vronski, solemos dejar de pensar en el texto en el que hemos leído sus vicisitudes. Hablamos de ellos como si fueran personas reales.
Es cierto (en este mundo) que la Biblia se abre con «Bereishit...», título hebreo del Génesis. «Al principio...» Pero cuando decimos que Caín mató a su hermano o que Abraham estuvo a punto de sacrificar a su hijo —y a menudo, cuando tratamos de interpretar esos acontecimientos moral o místicamente— no nos referimos al original hebreo (que el noventa por ciento de los lectores de la Biblia desconoce); hablamos del contenido, no de la expresión del texto bíblico. Es cierto que sabemos que Caín mató a Abel por la Biblia escrita, y se ha sugerido que la existencia de muchos objetos no físicos, llamados «objetos sociales», deberían o podrían ser demostrados por un documento. Pero más adelante veremos que 1) a veces, los personajes de ficción ya existían antes de ser registrados en un documento escrito (como es el caso de las figuras míticas y legendarias), y que 2) muchos personajes de ficción consiguen sobrevivir a los documentos que registraron su existencia.
Ciertamente, nadie (creo) puede negar razonablemente que Adolf Hitler y Ana Karenina representan dos tipos de entes distintos, y que cada uno tiene un estatus ontológico distinto. No soy lo que en ciertos departamentos académicos de Estados Unidos se llama despectivamente un «textualista», alguien que cree (como creen algunos deconstruccionistas) que no hay hechos sino solo interpretaciones, es decir, textos. Tras desarrollar una teoría de la interpretación basada en la semiótica de C. S. Peirce, supongo que para llevar a cabo cualquier interpretación tiene que haber algún hecho que se tenga que interpretar1. Aceptando, como acepto, que hay una diferencia entre los hechos que son ciertamente textos (como la copia física de un libro que estoy a punto de leer) y los hechos que no son simplemente textos (como el hecho de que usted está leyendo este libro), estoy profundamente convencido de que Hitler fue un ser humano real (al menos, lo creeré hasta que historiadores fiables produzcan pruebas de lo contrario, demostrando que fue un robot construido por Wernher von Braun), mientras que Ana fue simplemente imaginada por una mente humana y es, como dirían algunos, un «artefacto»2.
De cualquier modo, podría decirse que no solo las afirmaciones de ficción son de dicto, sino también las históricas: los estudiantes que escriben que Hitler murió en un bunker están diciendo simplemente que eso es cierto de acuerdo con sus libros de texto de historia. En otras palabras, excepto en el caso de juicios que dependen de mi experiencia directa (como «está lloviendo»), todos los juicios que puedo hacer sobre la base de mi experiencia cultural (es decir, todos los que se refieren a información registrada en una enciclopedia: que los dinosaurios vivieron en el período Jurásico, que Nerón estaba mentalmente trastornado, que la fórmula del ácido sulfúrico es H2SO4, etcétera) están basados en información textual. Y aunque parecen expresar verdades de facto, son simplemente de dicto.
Así pues, permítanme usar el término «verdades enciclopédicas» para todos los elementos de conocimiento común que salen en una enciclopedia (como la distancia entre la Tierra y el Sol, o el hecho de que Hitler murió en un bunker). Doy por ciertas esas informaciones porque me fío de la comunidad científica, y acepto una especie de «división del trabajo cultural» por la que delego en personas especializadas la labor de demostrarlas. Pero las afirmaciones enciclopédicas también tienen límites. Están sujetas a revisión, ya que por definición, la ciencia está siempre dispuesta a reconsiderar sus propios descubrimientos. Si mantenemos la mente abierta, tenemos que estar dispuestos a revisar nuestras opiniones sobre la muerte de Hitler en cuanto se descubran nuevos documentos, y a ajustar lo que creemos sobre la distancia entre la Tierra y el Sol a nuevas mediciones astronómicas. De hecho, la circunstancia de que Hitler muriera en un bunker ya ha sido puesta en tela de juicio por algunos historiadores. Es concebible que Hitler sobreviviera a la caída de Berlín en manos de los Aliados y escapara a Argentina, que ningún cadáver fuera quemado en el bunker o que el cuerpo incinerado fuera el de otro, que el suicidio de Hitler fuera inventado por motivos de propaganda por los rusos que llegaron al bunker o que el bunker no hubiera existido jamás en absoluto, ya que su localización exacta sigue siendo asunto de debate, etcétera.
Por el contrario, la afirmación «Ana Karenina se suicidó lanzándose a las vías del tren» no puede ser puesta en duda.
Toda afirmación relativa a verdades enciclopédicas puede, y a menudo debe, ser comprobada en términos de legitimidad empírica externa (de acuerdo con ello, diríamos «facilíteme pruebas de que Hitler realmente murió en el bunker»), mientras que las afirmaciones sobre el suicidio de Ana se refieren a casos de legitimidad textual interna (es decir, que uno no necesita salir del texto para probarlas). Sobre la base de esa legitimidad interna, consideraríamos loco o desinformado a cualquiera que dijera que Ana Karenina se casó con Pierre Besujov, mientras que seríamos menos desdeñosos con una persona que manifestara dudas sobre la muerte de Hitler.
En base a la misma legitimidad interna, la identidad de los personajes de ficción es inconfundible. En la vida real, no estamos seguros de la identidad del Hombre de la Máscara de Hierro; no sabemos quién fue realmente Kaspar Hauser; no sabemos si Anastasia Nikoláevna Romanova fue asesinada con el resto de la familia real rusa en Yekaterinburg o si sobrevivió para reaparecer como la encantadora mujer empeñada en reclamar su origen que interpretara Ingrid Bergman en la pantalla. En cambio, leemos las historias de Arthur Conan Doyle estando seguros de que, cuando Sherlock Holmes se refiere a Watson, designa siempre a la misma persona, y que en la ciudad de Londres no hay dos personas con el mismo nombre y la misma profesión; de otro modo, el texto como mínimo sugeriría que tal era el caso. He polemizado en otra parte contra la teoría de la designación rígida de Saul Kripke3, pero admito de buena gana que esa noción es válida en mundos posibles de ficción. Podemos definir de muchas maneras al doctor Watson, pero está claro que se trata de la persona que, en Estudio en escarlata, es llamado Watson por primera vez, y quien lo hace es un personaje llamado Stamford, y que, de ahí en adelante, tanto Sherlock Holmes como los lectores de Arthur Conan Doyle, al usar el nombre de «Watson», se refieren a ese bautismo original. Es posible que, en una novela aún inédita, Conan Doyle diga que Watson mentía al asegurar que resultó herido en la batalla de Maiwand, o que estudió medicina. Pero incluso en ese caso, el doctor Watson, desenmascarado como fraude, seguirá siendo la persona que, en Estudio en escarlata, se encontró por primera vez con Sherlock Holmes.
El problema de la fuerte identidad de los personajes de ficción es muy importante. Philippe Doumenc, en su libro Contre-enquéte sur la mort d'Emma Bovary4, cuenta la historia de una investigación policial que demuestra que madame Bovary no se envenenó, sino que fue asesinada. Ahora, esta novela tiene cierto sabor solo porque los lectores dan por sentado que «en realidad» Emma Bovary se envenenó ella misma. La novela de Doumenc puede disfrutarse de la misma manera en que los lectores disfrutan de las así llamadas historias «ucrónicas», un equivalente temporal a las utopías, una suerte de HF («historia ficción», o ciencia ficción sobre el pasado) en que un autor imagina, por ejemplo, lo que hubiera pasado en Europa si Napoleón hubiese ganado en Waterloo. Una novela ucrónica solo puede disfrutarse si el lector sabe que Napoleón fue derrotado en Waterloo. De forma similar, para disfrutar la novela de Doumenc, el lector tiene que dar por sentado que madame Bovary realmente se suicidó. De otro modo, ¿para qué escribir —o leer— semejante contrahistoria?

La función epistemológica de las afirmaciones ficticias

No se ha podido averiguar aún qué tipo de entes son los personajes de ficción fuera del marco de un enfoque orientado a las partituras. Pero sí podemos decir que las afirmaciones de la ficción, por la manera en que las usamos y las pensamos, son esenciales para clarificar nuestra noción corriente de la verdad.
Supongamos que alguien pregunta qué supone para una afirmación el ser cierta, y supongamos que respondemos con la famosa definición que formulara Alfred Tarski, según la cual «la nieve es blanca» es cierto si la nieve es blanca, y solamente si lo es. Estaríamos diciendo algo bastante interesante para estimular el debate intelectual, pero que de poco serviría a la gente corriente (por ejemplo, no sabríamos qué tipo de prueba física es suficiente para permitir a alguien afirmar que la nieve es blanca). Más bien deberíamos decir que una afirmación es incuestionablemente cierta cuando es tan irrefutable como la afirmación de que «Supermán es Clark Kent».
En general, los lectores aceptan como irrefutable la idea de que Ana Karenina se suicidó. Pero aunque quisiéramos buscar pruebas empíricas externas, para aceptar el enfoque orientado a las partituras (según el cual es cierto queTolstói, en un libro que podemos consultar, escribió esto y aquello), es suficiente con tener datos de sentido que confirmen la afirmación, mientras que en el caso de Hitler cualquier prueba puede seguir discutiéndose.
Para decidir si «Hitler murió en el bunker de Berlín» es incuestionablemente cierto, debemos determinar si consideramos la afirmación tan incuestionablemente cierta como «Supermán es Clark Kent» o «Ana Karenina se suicidó lanzándose a las vías del tren». Solamente después de haber hecho ese tipo de prueba podemos decir que «Hitler murió en el bunker de Berlín» solo es probablemente cierto, quizá muy probablemente cierto, pero no cierto más allá de cualquier sombra de duda (mientras que «Supermán es Clark Kent» no acepta desafío). El Papa y el Dalai Lama pueden pasarse años discutiendo si es cierto que Jesucristo es el hijo de Dios, pero (si están bien informados sobre literatura y cómics) ambos tienen que admitir que Clark Kent es Supermán, y viceversa. Así que esta es la función epistemológica de las afirmaciones en la ficción: pueden usarse como prueba de fuego de la irrefutabilidad de las verdades.

Individuos-fluctuantes en partituras fluctúantes

El haber sugerido una función alética de las verdades de la ficción no explica por qué lloramos ante los apuros de los personajes de ficción. Nadie se supone que deba emocionarse porque Tolstói escribiera que Ana Karenina murió. A lo sumo, uno se emociona porque Ana Karenina murió, incluso sin saber que Tolstói fue el primero en escribir sobre ello.
Nótese que lo que acabo de decir vale para Ana Karenina, Clark Kent, Hamlet y muchas otras figuras, pero no para todo personaje de ficción. Nadie (excepto especialistas en las trivialidades de Nero Wolfe) sabe a bote pronto quién es Dana Hammond y lo que hizo. A lo sumo, uno puede decir que en la novela titulada En las mejores familias (publicada por Rex Stout en 1950), el texto dice que cierto banquero llamado Dana Hammond hizo esto y aquello. Dana Hammond sigue siendo, por decirlo así, un prisionero de su propia partitura original. En cambio, si quisiéramos nombrar a un banquero famoso e infame, podríamos mencionar al barón Nucingen, quien adquirió de algún modo la habilidad de vivir fuera de los libros de Balzac, donde nació. Nucingen se convirtió en lo que ciertas teorías estéticas llaman un «personaje universal». Pero Dana Hammond, ay Dios, no. Mala suerte.
En este sentido, debemos asumir que ciertos personajes de ficción adquieren una especie de existencia independiente de sus partituras originales. ¿Cuánta gente que conoce el destino de Ana Karenina ha leído el libro de Tolstói? ¿Y cuántos de ellos han oído en cambio hablar de ella a través de películas (principalmente, dos con Greta Garbo) y series de televisión? Desconozco la respuesta exacta, pero sin duda puedo decir que muchos personajes de ficción «viven» fuera de la partitura a la que deben su existencia, y que se mueven en una zona del universo que nos resulta muy difícil de delimitar. Algunos de ellos emigran incluso de texto a texto, porque en el transcurso de los siglos, el imaginario colectivo ha invertido emocionalmente en ellos, transformándolos en individuos «fluctuantes». La mayoría procede de grandes obras de arte o de mitos, pero ciertamente no todos. Así, nuestra comunidad de entes fluctuantes incluye a Hamlet y Robin Hood, a Heathcliff y a Milady, a Leopold Bloom y a Supermán.
Como los personajes fluctuantes me han fascinado siempre, una vez me inventé el siguiente pastiche literario (pido disculpas por esta muestra de autoplagio):

Viena, 1950. Han pasado veinte años, pero Sam Spade no ha abandonado su búsqueda del halcón maltes. Su contacto es ahora Harry Lime, y están hablando clandestinamente en lo alto de la noria del Prater. Bajan y andan hasta el café Mozart, donde Sam toca «As Time Goes By» con su lira. En una mesa de atrás, con un cigarrillo colgándole de la comisura de la boca y una expresión amarga en su cara, está sentado Rick. Ha encontrado una clave en los papeles que le enseñó Ugarte, y ahora muestra a Sam Spade una fotografía de Ugarte: «¡El Cairo!», murmura el detective. Rick sigue contando: cuando entró triunfante en París con el capitán Renault en las filas del ejército de liberación de De Gaulle, oyó hablar de una tal Dragón Lady (supuestamente la asesina de Robert Jordan en la guerra civil española), a quien los servicios secretos habían puesto sobre la pista del halcón. Llegaría en cualquier momento. La puerta se abre y aparece una mujer. «¡Ilsa!», grita Rick. «¡Brigid!», grita Sam Spade. «¡Anna Schmidt!», grita Lime. «¡Señorita Scarlett! —grita Sam—, has vuelto! No hagas sufrir más a mi jefe.»
De la oscuridad del bar surge un hombre con una sonrisa sarcástica. Es Philip Marlowe. «Vamos, señorita Marple —le dice a la mujer—. El padre Brown nos espera en Baker Street.»5

No es necesario haber leído la partitura original para estar familiarizado con los personajes fluctuantes. Mucha gente conoce a Ulises sin haber leído la Odisea, y millones de niños que hablan de Caperucita Roja no han leído nunca las dos fuentes principales de su historia: la partitura de Charles Perrault y la de los hermanos Grimm.

Convertirse en un ente fluctuante no depende de las cualidades estéticas de la partitura original. ¿Por qué tanta gente se apena por el suicidio de Ana Karenina, pero solo unos pocos adictos a Víctor Hugo lloran por el suicidio de Cimourdain en Noventa y tres? Personalmente, me conmueve mucho más el destino de Cimourdain (un héroe monumental) que el destino de la pobre señora. Mala suerte: tengo a la mayoría en contra. ¿Quién, excepto los admiradores de la literatura francesa, se acuerda de Augustin Meaulnes? Pues era, y sigue siendo, el protagonista de una gran novela de Alain Fournier, El gran Meaulnes. Ciertos lectores sensibles pueden engancharse de una manera tan profunda y apasionada a estas novelas que acaban dando la bienvenida a su club a Augustin Meaulnes y a Cimourdain. Pero la mayoría de los lectores contemporáneos no espera encontrarse a estos personajes a la vuelta de la esquina, mientras que leí hace poco que, según una encuesta, una quinta parte de los adolescentes británicos cree que Winston Churchill, Gandhi y Dickens eran personajes de ficción, en tanto que Sherlock Holmes y Eleanor Rigby eran reales6. Así que, por lo visto, Winston Churchill puede adquirir el privilegiado estatus de un ente de ficción fluctuante, y Augustin Meaulnes no.
Ciertos personajes son más conocidos por sus avatares extratextuales que en el papel que desempeñaron en una partitura determinada. Tomemos el caso de Caperucita Roja. En el texto de Perrault, el lobo se come a la niña y la historia termina ahí, inspirando serias reflexiones sobre los riesgos de la imprudencia. En el texto de los Grimm, el cazador llega, mata al lobo y devuelve a la vida a la niña y a su abuela. Hoy en día, la Caperucita Roja que conocen todas las madres y niños no es ni la de Perrault ni la de los Grimm. Es cierto que el final feliz viene de la versión de los Grimm, pero muchos otros detalles resultan de una especie de fusión de las dos versiones. La Caperucita Roja que conocemos viene de una partitura fluctuante, más o menos la que comparten todos los niños y madres cuentacuentos.
Muchos personajes míticos pertenecían a ese reino compartido antes de entrar en un texto específico. Edipo era una figura, de muchas leyendas orales antes de convertirse en sujeto de las obras de Sófocles. Después de tantas traducciones cinematográficas, los tres mosqueteros han dejado de ser los de Dumas. Todos los lectores de los relatos de Nero Wolfe saben que él vivió en Manhattan, en un edificio de ladrillo rojizo situado en algún punto de la calle Treinta y cinco Oeste, pero las novelas de Rex Stout mencionan al menos diez números diferentes del edificio. En un momento determinado, una suerte de acuerdo tácito convenció a los admiradores de Wolfe de que el número correcto era el 454; y el 22 de junio de 1996, la ciudad de Nueva York y un club llamado Wolfe Pack honraron a Rex Stout y a Nero Wolfe con una placa de bronce en el número 454 de la calle Treinta y cinco Oeste, certificando así que en ese lugar estaba localizado el edificio de ladrillo rojo de la ficción.
De la misma manera, Dido, Medea, don Quijote, madame Bovary, Holden Caulfield, Jay Gatsby, Philip Marlowe, el inspector Maigret y Hercule Poirot vinieron a vivir fuera de sus partituras originales, e incluso personas que nunca han leído a Virgilio, Eurípides, Cervantes, Flaubert, Salinger, Fitzgerald, Chandler, Simenon o Christie pueden reclamar la capacidad de hacer afirmaciones ciertas sobre estos personajes. Al ser independientes del texto y del mundo posible en el que nacieron, esas figuras (por decirlo así) circulan entre nosotros, y tenemos dificultades a la hora de pensar en ellos como algo distinto de las personas reales. De modo que no solo los tomamos por modelos de nuestras propias vidas, sino también para las vidas de los demás. Podríamos decir que alguien a quien conocemos tiene un complejo de Edipo, un apetito de Gargantúa, que es celoso como Otelo, duda como Hamlet o es un Scrooge.
1 Véase, por ejemplo, Umberto Eco, Kanty el ornitorrinco, Barcelona, Lumen, 1999.
2 Pero, si Ana es un artefacto, su naturaleza es diferente de la de otros artefactos como las sillas y los barcos. Véase Amie L. Thornasson, «Fictional Characters and Literary Practices», British Journal of Aesthetics, 43, n.° 2 (abril de 2002), pp. 138-157. Los artefactos ficticios no son entes físicos y carecen de localización espacio-temporal.
3 Véanse, por ejemplo, Umberto Eco, Semiótica y filosofía del lenguaje, Barcelona, Lumen 2000; e idem. Los límites de la interpretación.
4 Philippe Doumenc, Contre-enquete sur la mort d'Emma Bovary, París, Actes Sud, 2007.
5 Véase Eco, Seis paseos por los bosques narrativos, Barcelona, Lumen, 1996.

6 Véase, por ejemplo, Aislinn Simpson, «Winston Churchill didn't really exist», Telegraph, 4 de febrero de 2008.

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